"Historias Conversadas" - читать интересную книгу автора (Camín Héctor Aguilar)Prehistoria de Ramona– Todo lo que sucede es para bien -dijo doña Emma a los postres, consolando una desgracia menor de la familia. -Incluso en la peor cosa hay algo bueno. Recuerdo al médico Miranda de Chetumal que había perdido el oído derecho y entonces se acostaba a dormir sobre el lado izquierdo para que nada lo despertara en la noche. Decía: "Para algo habría de servirme el oído que perdí". – Lo perdió de un tiro -dijo doña Luisa, murmurando con fijeza de anciana en un extremo de la mesa, a mi lado. -Y de otro tiro perdió la vida después. – ¿Cómo estuvo eso? -pregunté sin pensar. – Ah, es una historia muy larga -rió doña Luisa, como volviendo a la vida desde muy lejos. -Nunca se dijo quién lo mató, aunque todo el mundo lo sabía. Lo mataron en la noche y atraparon a Judith Laguna, la enfermera, diciendo que ella lo había matado. Pero ella no fue. – ¿Quién fue entonces? – No importa ya. Pasó hace tanto tiempo -descartó doña Luisa. – De acuerdo -accedí yo. -Pero ¿quién fue? – No puedo decirlo -se cubrió doña Luisa. -Todavía no. Aunque haya pasado tanto tiempo. Pero no fue Judith quien mató al médico Miranda. El propio encargado de la zona militar dijo que la pistola que habían llevado no correspondía al arma asesina, que ella no había sido. Y en Chetumal creó indignación su captura. Judith Laguna era la mujer más noble y servicial del mundo. Venía a inyectar a tu abuelo Camín y a ponerle sus compresas para la carcoma en los ojos, sus gotas. Ardían como salmuera esas gotas; tu abuelo pataleaba y sudaba del dolor. Pues ahí se estaba Judith, quitándole el sudor de la frente y cantándole. Era oaxaqueña, cantaba canciones mixtecas que fascinaban a tu abuelo. Y como tu abuelo fue lo más español que haya parido España, yo pensaba, maliciosamente, porque sólo se piensa maliciosamente: "Este es el mismo canto que debió encantar a Hernán Cortés". Porque Cortés era señor de tierras en Oaxaca. Bueno, pues Judith curaba a tu abuelo y le cantaba. Quién sabe cuál sería más cura, si las gotas o los cantos. Cuando la metieron presa, fue un escándalo en el pueblo, porque Miranda era un médico muy querido y nadie creía que Judith lo hubiera matado. Pero nadie tampoco quiso ir a verla cuando estuvo presa. Nosotras sí. Supimos que la pasaba mal porque no tenía ni un jergón donde dormir, ni una cobija con qué taparse. Allá fuimos tu mamá y yo con una canasta de fruta y comida, y unas ropas, y nos presentamos en la cárcel, con nuestros sombreros de jipijapa contra el sol, a ver a Judith Laguna. Hubo gran revuelo en la comisaría, al grado que se apareció por ahí tu tío Ernesto, que entonces era subdirector de policía, diciendo: "Esta cárcel no recibirá nunca visitas más ilustres que ustedes, así que vamos a tomarnos unas fotos". Y paf paf, nos tomamos unas fotos con tu tío Ernesto, otras con los sardos de la entrada y otras con Judith Laguna, en la celda de porquería donde la tenían encerrada. Entonces dice tu tío Ernesto: "Ustedes no pueden estar ahí en esta celda que parece un chiquero. Voy a ponerle una custodia a Judith para que puedan hablar con ella en una banca del parque, fuera de la cárcel". Así fue. Tuvimos nuestra entrevista con Judith fuera de la prisión, en el parque Hidalgo, que quedaba enfrente. El murmullo de su voz cansada había domado los altos decibeles del resto de la conversación familiar y ya toda la mesa escuchaba su historia. – ¿Pero quién mató a Miranda? -porfié yo, sabedor por años de que sus circunloquios solían ser astucias naturales de narrador, pero también elegantes ocultamientos de secretos. – Yo sé quién lo mató -saltó doña Emma, mi madre, como si se lo hubiera preguntado a ella, al otro lado de la mesa. -Aquello fue una infamia. – Ya metió su cuchara -reprochó doña Luisa, sorprendida por los énfasis irresistibles de doña Emma. – Lo de Judith fue una infamia -reiteró doña Emma, con su vehemencia habitual. – Pero no estoy hablando de la infamia -dijo doña Luisa, tratando de recobrar los fueros de su relato. -No quiero hablar de eso, sino de Judith. – Ah, Judith era una señora mixteca -siguió entrometiéndose doña Emma. -Ya hubieran querido las que tanto hablaron de ella, la mitad de su temple y su dignidad de mujer. – Precisamente de eso estoy hablando -dijo doña Luisa. -Nadie quiso ir a verla en la cárcel, ni los que tantos secretos le debían. – ¿Qué secretos? -pregunté yo. – Secretos, hijo. Tú no sabes las cosas terribles que una enfermera y un médico llegan a saber en un pueblo. Sólo el sacerdote llega a saber tanto y quizá menos, porque la miseria que ven los médicos no tiene el velo morado del confesionario. Los médicos ven al hombre dejado de su espíritu, roto, enfermo, loco de dolor, vuelto una basura. Lo que sabía Judith Laguna fue en parte la razón de su desgracia. – ¿Qué sabía? -volví yo, dispuesto a no soltar el hilo del secreto que ella había echado sobre la mesa. – Cuánto no sabría -subrayó doña Luisa- que años después, cuando el licenciado Cámara tuvo a su cargo el ministerio público, rebuscando en los archivos se encontró las fotos que nos habíamos tomado con Judith en la cárcel y en el parque y las trajo a casa, diciendo: "No sé qué tienen que hacer las fotos de ustedes en el expediente de Judith Laguna. ¿No saben ustedes lo que esto las puede perjudicar? ¿Cómo se les ocurrió ir a tomarse estas fotos?" – ¿En qué podía perjudicarlas? -dije yo. – Por el fondo que había en el caso de Judith Laguna, ya te lo expliqué -dijo doña Luisa. – ¿Pero cuál es el fondo? – Tú eres escritor y curioso -sonrió doña Luisa. -Pero yo soy vieja y terca, y tengo mis mañas, así que nada te voy a decir. – No me digas quién fue -dije entonces, buscando mi propio rodeo. – Dime sólo cómo fue, sin el culpable. – Cómo fue lo supo todo mundo en Chetumal -dijo doña Luisa, volviendo a poner sus inmensos ojos tiernos y fatigados en una franja joven de su memoria. Sus ojos eran ya enormes al natural pero se magnificaban hermosamente tras los lentes para miope de sus espejuelos. -Era la época en que, por ley, el que embarazaba a una mujer tenía que casarse con ella. Y entonces, en ese pueblo promiscuo donde había sólo unas cuantas prostitutas, pero sobraban mujeres dispuestas a meterse con cualquiera, todo el tiempo había familias buscando cómo deshacerse de los compromisos adquiridos por sus varones. ¿Ya me entiendes? Embarazaban a las muchachas y luego no querían saber nada de ellas. Sobre todo eso pasaba entre las familias bien, que querían para sus hijos varones "lo mejor". Pero sus hijos varones querían a la primera mujer que pasara dispuesta a darles lo que ellos buscaban tras cualquier mata de plátano, para luego venir jimiqueando, las vivas: "Me embaracééé". Entonces, en los ciclos de brama, que eran casi siempre cuando arreciaba el calor, aparecían por todas partes del pueblo muchachas que se enfermaban de "paludismo". Y se oía por todos lados: "Fulanita no puede salir porque se enfermó de – ¿La hija de la mulata Morrison? -confirmé yo. – ¿Dije yo el nombre Morrison? -preguntó sorprendida doña Luisa. – Morrison dijiste -reprendió doña Emma desde el otro lado de la mesa. -Esta es la que no iba a decir de qué se trataba. – Ave María -dijo doña Luisa. -Pues si ya lo dije, dicho está. La verdad no puede borrarse callándola. – Dinos entonces también el nombre del sementalito -pidió mi hermano Luis, que escuchaba frente a mi madre con su puro risueño en la boca. – No digo más nombres -juró doña Luisa. – Dinos qué pasó entonces con la muchacha Morrison -se resignó Luis Miguel. – Ella no se llamaba Morrison -precisó doña Emma. – Calla, Emma -suplicó doña Luisa, regateando su secreto y su relato. -No se llamaba Morrison -reiteró. -Tenía el nombre del capitán, que la reconoció antes de irse, pero ese nombre no lo diré. – ¿Qué pasó entonces? -dije yo. – Mandaron a la muchacha para Mérida a que le curaran su – ¿Y hubo boda? -pregunté yo. – Hubo -dijo doña Luisa. -La boda más desdichada del mundo, porque ese mismo día, por la noche, el muchacho, que no tenía ya ninguna ilusión de luna de miel porque la había tenido tras la mata de plátano, se emborrachó, tomó una moto rumbo a Calderitas, se fue a estrellar en un manglar y un palo de esos lo cruzó por un flanco del pecho de lado a lado. Entonces, la familia del muerto juró vengarse del médico Miranda y, como tenían una posición importante en el gobierno, lo mandaron matar. Le echaron la culpa a Judith Laguna, diciendo que por celos lo había matado ella. – ¿Por celos de quién? -preguntó Luis, mi hermano. – Por celos de la muchacha Morrison -dijo doña Luisa. -Porque es verdad que, desde que vio embarazada a esta muchacha, el médico Miranda se dedicó a ella como si fuera su hija. Y cuando quedó viuda, el mismo día de su boda, prácticamente la adoptó. La llevó a su casa con todo y la madre, que vivía en una champita, en un bohío de guano por el cerro. Atendió su parto, la curó, la protegió. Meses después, la muchacha tuvo una niña, cuyo nombre también me callo. Pero la familia del padre muerto se negó a darle su apellido. El médico Miranda la bautizó entonces con el suyo. Naturalmente, aquella belleza jovencita en casa del médico dio de qué hablar. De eso se aprovecharon para decir que Judith Laguna lo había matado por celos. Pero la acusación era absurda, porque nada coincidía, ni la pistola, ni la hora en que se dijo que Judith lo había matado, ni nada. Entonces intervino el gobernador del territorio y prepararon las cosas para que Judith Laguna se "escapara" de la prisión. Y así fue. Estaba tan preparado el asunto, que Judith hasta vino a despedirse de nosotras y de tu abuelo. "Canta Judith", le dijo tu abuelo. Y se puso a cantar. Así de tranquila estaría el día de su fuga. No la volvimos a ver, ni supimos más de ella. – ¿Y quiénes armaron todo eso? -porfié. – Eso no lo puedo decir, ya te lo he dicho -recordó doña Luisa. -No conviene que lo sepas. – ¿Razones políticas? -pregunté, ironizando por la extrema lejanía en el lugar, el tiempo y la política de los hechos narrados. – En parte, hijo, en parte-dijo doña Luisa, volviendo con una risa al lugar de su secreto y a su fatiga desengañada y exhausta. Un año después de aquella escena, encontré en la cantina – La hija se fue de aquí a vivir a Campeche, con un árabe comerciante de artículos eléctricos -me dijo Chicho Burgos, mi amigo de la infancia. -Y luego supe que se fueron a México. Creo que ahí están todavía. – ¿Sabes el nombre del árabe? – No -dijo Chicho. -Pero tu tío Raúl lo conoce muy bien. Hacían la tertulia en el mostrador de su tienda todas las noches. De mi tío Raúl obtuve el nombre de Nahím Abdelnour. De Félix Amar, en la esquina de enfrente, la noticia de que Abdelnour había muerto a principios de los sesentas en la ciudad de México – ¿Y su mujer? -pregunté. – Casó de nuevo con un señor Enríquez -dijo Félix. -Un músico famoso de la ciudad de México. El nombre pronunciado por Félix me hizo voltear por dentro. – ¿Hablas de Raúl Enríquez, el director de la orquesta sinfónica de la Universidad? – Creo que sí -dijo Félix. – ¿Crees o sabes? – Creo. Pero calma. Mi mamá sabe de cierto. Le preguntamos ahora mismo. ¿Por qué te pusiste pálido? ¿Dije algo malo? – No -le dije. -Pero pregúntale a tu mamá. De la casa que empezaba tras la tienda, vino doña Silvia Abdelnour, prima de Nahím, el segundo esposo de la hija de la mulata Morrison. – Enríquez el músico, sí -confirmó doña Silvia. -El director de la orquesta. – ¿La señora se llama Raquel? -pregunté. – Así es -dijo doña Silvia, extrañada de mi excitación. – ¿Y la hija? -pregunté de nuevo. -¿Cómo se llama la hija? – La hija se llama Ramona -dijo doña Silvia. – ¿La – La – Conozco la historia -dije. – Y a la – Cuando yo tenía veinte y ella treinta, le aseguro que no se notaba -le dije. – Esa es nostalgia de viejo -dijo doña Silvia, volviendo a iluminarse bajo los polvos sonrosados que avivaban la blancura inmaculada de su cutis. Volví a la ciudad de México después de las vacaciones y al sábado siguiente, antes de la comida, encerré a doña Emma y a doña Luisa en su cuarto y les conté lo que había descubierto. – Me falta un eslabón -dije. – ¿Cuál eslabón? -preguntó doña Luisa sintiendo, con molestia amorosa, reabrirse la pesquisa. – ¿Cómo supieron ustedes que yo anduve con la – Nos lo dijo Raquel -dijo doña Emma. -Nos la presentó aquí en México tu tía Licha y la llevamos varias veces con María Conchita a que la orientara. – Calla, Emma -dijo doña Luisa. María Conchita era su cofrade espirita, su guía en los arcanos del mundo y la vida. – ¿Por qué no me lo dijeron? -pregunté. – Para no lastimar tu recuerdo de Ramona -dijo doña Emma. -Tu amor de entonces. Y ahora tu recuerdo. Porque según Raquel, te prendaste de Ramona, ¿así fue? – Como el médico Miranda de su madre -dije. -Pero eso pasó, está olvidado. Ahora, a cambio de eso que no me dijeron, voy a contarles una cosa que hice en Chetumal. – ¿Qué hiciste? -dijo doña Emma. – Localicé la tumba del médico Miranda y fui a dejarle un recado escrito. – Ay, hijo -dijo doña Luisa. – Qué decía tu recado -preguntó doña Emma, más curiosa que compungida. – Decía que si todo aquel infierno tuvo que pasar para que yo me encontrara a Ramona, había valido la pena. Contuvimos las lágrimas y reprimimos caricias. Salí de su casa con una sensación de plenitud literaria y vacío sentimental. Estuvo bien. La verdad es que no había localizado la tumba del médico Miranda ni dejado un mensaje absolviendo la inutilidad de su trágica vida. Pero tampoco me había olvidado nunca de la |
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