"Historias Conversadas" - читать интересную книгу автора (Camín Héctor Aguilar)Sin compañíaCuando me divorcié en el 75 tuve, como todos, mi gajo de epopeya amorosa. Las más locas caricias soñadas sin esperanza a la vera de mi lazo conyugal, las más jugosas transgresiones, los más tiernos amores me fueron concedidos por el cielo, y por el celo incesante y ecuménico de mi recién adquirida soltería. Nadie es tan ávido soltero en busca del tiempo perdido y del amor ocasional, como el divorciado novel. Es el verdadero Don Juan, el hombre que corre sin riendas huyendo de la cárcel de la costumbre marital, hacia la insaciable intemperie de la libertad que exige cada noche un cuerpo nuevo. Recuerdo haberme empeñado en llevar a la cama a las más increíbles mujeres por las más dispares y mitómanas de las razones: porque la hubiera traído a la fiesta mi mejor amigo, porque hubiera entonado bien un verso firme de A mi excompañera de la Ibero, Ana Martignoni, intenté seducirla por razones, si cabe, menos caprichosas: porque era la hija apetecible, comunista y réproba, de uno de los hombres más ricos y anticomunistas de México, y porque quería saber por ella misma si se había acostado en efecto, como todos decían, con el legendario padre Felipe Alatorre, el jesuita dorado, profeta de la vida personal, que la Compañía de Jesús desempacó en la ciudad de México a principios de los sesentas, guapo y aristocrático, graduado en Lovaina, la frente amplia y los ojos ardientes, dispuestos como ningunos a amar y perdonar. Tras el fulgor sabio y sufriente de esos ojos y tras las palabras existenciales, honestas y dolorosas de Felipe Alatorre S. J., se habían ido los suspiros y los corazones de la mitad de las niñas ricas de la Ibero, que se ataron a él por la doble cadena inexperta de la búsqueda de la verdad en sus vidas y el pálpito no buscado de la verdad de sus sexos. Unos años después de aquellas iniciaciones, prófugos ya los dos del mundo de la Ibero, fue acaso inevitable que me encontrara con Ana Martignoni en una rumbeada universitaria del Pedregal. Más escandalosa y sobreactuada que borracha, en medio de la euforia sindicalista y tropical del ágape, bailaba sola a media pista, con maña y saña pélvica que hubiera ruborizado a Ninón Sevilla. Y cantaba, gritando, los versos imposibles de Nos conocíamos de la Ibero. Yo había atestiguado sus primeras incursiones analfabetas en la psicología freudiana y en el evolucionismo teológico de Teilhard de Chardin; había admirado el color y la forma, para mí inhibitoria, de sus brazos y sus muslos; había maldecido mi temor, mis complejos, mi ropa, mi falta de dinero para invitarla a bailar, descorcharle una botella de champaña, ofrecerle una suite en Acapulco o al menos una cena en el café rojo de la propia Ibero, que costaba más que el blanco porque había luz indirecta y servían licores. Esperé que terminara su solo de rumba en la pista y la alcancé en la barra que habían instalado al fondo. Como tantos hijos de escuelas jesuitas, yo había hecho en esos años una modesta trayectoria intelectual dentro de la izquierda mexicana y ella una escandalosa fama pública que la había vuelto accesible a mi imaginación de soltero hambriento y envanecido. Me dio besos en las mejillas y palmadas en la nuca: -Mi compañerito -dijo, imitando el coloquialismo clásico del escritor José Revueltas, que moriría ese año. -¿Cómo estás, qué te tomas? Pedí una cuba. – Me encantó lo que escribiste de Cosío Villegas -dijo, después de servirla. -Pinche viejo liberal. – Era un elogio -dije. -Me gusta su liberalismo. – Qué te va a gustar, mi rey. Chinga que le pusiste al viejo ése. O leí tan mal que ni me acuerdo. – No, también era una crítica. – Es lo que yo te digo. Me encanta lo que haces. Quién me iba a decir que ibas a volverte luminaria de la izquierda mexicana. – Un firmamento restringido -dije. – Es el que hay, mi rey. Ni modo que nos dieran la Vía Láctea. ¿Viniste solo? – Sí, pero pretendo irme acompañado. – Bailamos. Ana Martignoni era alta y tenía los muslos y los brazos largos. Todo su cuerpo parecía la consecuencia bronceada de una educación liberal que había incluido la equitación y el nado, inviernos de esquí, veranos de buceo, otoños de cruceros por el Caribe. Cada una de esas cosas estaba aún en su piel color de nuez, en la pulida dureza de sus músculos, en el trapecio de sus hombros, en la delicada fuerza de sus caderas y en la sal de su olor que trasminaba, impuramente, la fragancia floral de su perfume. – Pinche viejo liberal -insistió Ana, ronroneando, mientras acomodaba ese cuerpo flexible contra mí, y su perfil soñoliento sobre mi cuello. -Me encantó la chinga que le pusiste, mi rey. – ¿Te encantó? – Mjm. – ¿Sobre todo la parte donde hablo de su crítica a Stalin? – Sobre todo esa, mi rey. – Pero él nunca hizo una crítica a Stalin. – Qué importa, eso qué importa -musitó, siempre contra mi cuello, la Martignoni. – Te estás equivocando de crítico. Yo nunca escribí eso. – Pero no me estoy equivocando de señor -dijo Ana, ciñéndose más a mi cuerpo. – Eso no. – Pues ya ves, compañerito. Ya lo ves -como dormida o soñolienta en mi cuello. -¿A dónde me vas a llevar, mh? – A donde quieras. – A donde yo quiera voy sola, mi rey. ¿A dónde vas a llevarme La llevé a un hotel de Tlalpan. Ahí nos hicimos el amor como quien se da barrocamente la mano, ejerciendo sobre nuestros cuerpos toda clase de suertes externas y vanidosas audacias de manual. Estaba un poco ebria y al terminar un poco melancólica, supongo que por haber ratificado la dolorosa frigidez de su cuerpo, que iba tirando al paso de quien se cruzara por ver si en alguno de esos enganches el muro de hielo dejaba florecer la hierba dulce y rabiosa del deseo. Se tapó con la sábana hasta el pecho, púdica por primera vez desde nuestro encuentro y la vi fumar en silencio, blanqueada a medias por un cuadrángulo de luz neón que entraba de la calle por la ventana, los grandes ojos verdes, fijos en el llano de su absurda soledad. – Pide unos tragos -dijo. Para distraerme, supongo. Los pedí y me distraje esperándolos, recibiéndolos, llevándolos a la cama. – Te has dejado engordar -me dijo. – Voy a hacer ejercicio. – No, estás bien -dijo Ana. -Pero no te dejes más. Yo te doy un masaje, ven. -Empezó a frotarme las lonjas, echado boca arriba, desnudo. -No necesitas más de un centímetro. Con un mes de masajes para reducir te quito lo que te sobra. Me gustabas en la Ibero por flaco. Eras alto, moreno, muy atractivo. – Eso me hubieras dicho entonces -le dije. – Con un guiño que me hubieras hecho, habría bastado compañerito. Mira que me cansé de echarte lazos. – Tú estabas como en otro mundo -le dije. -Ana Martignoni era como una fantasía, un sueño encarnado por casualidad en una mujer. Era como tener enfrente a Grace Kelly. – Pues no era más que una niña idiota ansiosa de ser querida. – Además eras mi escándalo -le dije. -Vivía tu proximidad como la de una mujer que estuviera apartada. Eras la mujer de otro. – Cuál otro, mi rey. No me salgas tú también con lo de Felipe Alatorre, porque te dejo de dar el masaje. – Cuéntame de Felipe Alatorre -le dije. – No te cuento. Es mi historia secreta. – No me cuentes -le dije. -Nada más dime: ¿te acostaste con Felipe Alatorre? – ¿Tú qué crees? – Yo creo que no. Por supuesto que es una calumnia -dije. – Por supuesto que – Cuéntame entonces -dije yo. – Me acosté con él, mi amor. ¿Qué más quieres saber? -dijo Ana Martignoni, repicando de amor y de malicia. – Todo. – Todo, no. – La primera vez -dije. – La primera vez lo agarré en curva -dijo Ana, alzando la cabeza como un hermoso animal sediento que otea la proximidad del agua. -Fuimos a cenar a casa de Toni Pérez, en el Pedregal. Él puso como condición que nos acompañara Tere Alessio. Es decir: que yo fuera con Tere Alessio a buscarlo a él y con Tere Alessio a dejarlo después de la cena. Felipe vivía en la calle de Zaragoza, en la casa de la Compañía de Jesús, donde vivían todos, por Taxqueña. Pedía que fuéramos Tere Alessio y yo juntas por precaución, decía él, para no dar lugar a rumores. Pero con Toñeta Barrio iba solo a todos lados, sin acompañante. ¿Por qué? Porque Toñeta Barrios era fea como pegarle a Dios y no le inspiraba ni un pecado venial. Así que – ¿Te halagaban sus precauciones? – Me excitaban -dijo Ana, olvidando el masaje y sentándose en la cama, junto a mí. -Me prendían de una forma que no he vuelto a sentir. Perdón que te lo diga aquí y a ti. No estoy comparando. Pero no se siente otra vez como en esos años idiotas y aparatosos, ¿verdad? Un roce de la rodilla podía bastar para un orgasmo de días. Quiero decir: la comezón, el pálpito, la humedad cada vez que te acordabas, ¿verdad? Entonces – ¿Lo tuviste esa noche? -pregunté. – Esa noche -dijo Ana, iluminada de pronto por el recuerdo. Tenía unos extraños ojos azules, enormes, separados, naturalmente irónicos y atentos, como los de Julio Cortázar y los gatos de angora. – ¿Cómo lo tuviste? -pregunté. – Eso es parte del archivo confidencial, compañerito -dijo Ana, riendo. -¿Para qué quieres saber cómo? – Para escribir un relato y denunciar tu lascivia sacrílega -dije. – Esa es la mejor lascivia de todas -dijo Ana. -La única -agregó, volviendo a irse por el canal metafísico de sus ojos. -¿Por qué no me pides otros tragos? – ¿Cuántos tragos? -dije. – Puede ser que dos -dijo Ana Martignoni. Pedí una botella de wisqui etiqueta negra y pensé que al fin le estaba invitando el trago caro que había soñado invitarle durante todos los años de la Ibero. Recordé o inventé una cita de Proust, según la cual nuestros sueños se cumplen, pero se cumplen demasiado tarde, cuando se ha ido de nosotros la pasión que nos hizo engendrarlos y la ingenuidad que nos hizo confundirlos con el sentido mismo de nuestra vida. – ¿Y luego? -dije. – Y luego la gloria, compañerito -dijo Ana. -¿Qué quieres saber? – Todo -le dije. – Todo, nada más lo sé yo -dijo Ana. -Ni siquiera Felipe sabe bien lo que pasó. Eso es lo peor. Le jodieron la vida y ni siquiera entendió bien nunca cómo. – Cuéntame la parte de gloria -pedí. – Fue rapidísima, apenas me acuerdo -accedió Ana, con vivacidad. -Quiero decir: recuerdo eso como un relámpago, una fiesta de fuegos artificiales. Fue una ráfaga de dicha, de alegría, de juventud. Así la recuerdo. Pero no podría decir pasó esto, me dijo aquello. Nada. Tengo nada más escenas como de película. Lo veo venir por un pasillo desierto de la Ibero, muy tarde en la noche y abrazarme sin prudencia alguna. O lo veo acostado en la cama, el pecho desnudo, el vello rizado, leyendo un libro de Jacques Maritain, con sus espejuelos de viejito que usaba para leer. Guapo, guapísimo. Digo, sin agraviar lo presente. – ¿Y qué pasó después de la ráfaga? – Felipe floreció -dijo Ana, floreciendo a su vez. -Floreció como nunca. Llenaba auditorios de estudiantes ávidos de escuchar sus clases, llenaba iglesias de fieles ansiosos de escuchar sus sermones. Cuando lo nuestro empezó, Felipe Alatorre ya era la gran promesa jesuita de su generación. Tenía veintiocho años y era el asesor latinoamericano del padre Arrupe, el general de la Compañía. Era también candidato a la rectoría de la Ibero y el seguro sucesor del provincial de la Compañía en México. Era un dios, sobre todo comparado con la recua de jesuitas españoles franquistas que mandaban de Europa a la América Latina y comparado con la caterva de niños bien, engatusados en los colegios jesuitas para que entraran a la Compañía. Naturalmente, prosperó la envidia. Y atrás de la envidia, la típica intriga jesuita. Nos espiaron, nos vieron, nos fotografiaron, nos apuntaron días, horas, lugares. Y un miserable cuyo nombre no te voy a decir, un miserable cuya existencia bastaría para que volvieran a expulsar a los jesuitas de México y de la faz de la tierra, ese miserable fue a ver a mi papá, otro miserable de su calaña, a mostrarle el archivo de mis "relaciones" con Felipe Alatorre. Como tú sabes, mi papá es el fundador de la Ibero, él puso el dinero inicial del patronato y luego invitó a sus amigos a que aportaran; él construyó por su cuenta el primer edificio de la Universidad Iberoamericana en la Campestre Churubusco y creo que hasta él llamó a los jesuitas para invitarlos a lanzarse a la tarea. En algún discurso tuvo el cinismo o la cursilería de decir por qué hizo todo eso. Viendo crecer a su hija mayor, dijo en ese discurso, su hija mayor, o sea yo, pensó un día, con preocupación, dónde haría sus estudios profesionales esa hija suya. Y se le hizo evidente entonces, ante el desastre ideológico y educativo de la Universidad Nacional, que no había para las nuevas generaciones dirigentes de México una universidad apropiada, de alto nivel académico y adecuada fisonomía – Ahí está nuestra botella -dije, al oír que tocaban en la puerta. Recogí el servicio y serví: -Te estoy escuchando, sigue. – Ay, me da erisipela -dijo Ana. -Lo recuerdo y me vuelvo a enervar. Hace años que no pensaba en eso. Con detalle, quiero decir. Y ahora que lo reviso me vuelvo a dar cuenta del horror que fue. Una porquería. – ¿Qué le dijo tu papá al miserable? -pregunté, llevándole con diligencia servil un wisqui bien servido y tratando de volver a los hechos, que tienen sobre nosotros la ventaja moral de no saber cómo los juzgamos. – Eso por lo menos estuvo bien -dijo Ana, riendo. -Su primera reacción fue contra el miserable. Hizo como los emperadores chinos que mandaban matar al mensajero que les traía malas noticias. Pues así: le dio un puñetazo en pleno hocico al miserable, que fue a caer por allá con un diente menos. Por lo menos, carajo. Pero luego, claro, mi papá vio el informe que le traían, y ahí venía todo. En ese asunto me di cuenta, pero más tarde, claro, no en el momento, de quién era en verdad mi papá, de su capacidad de cálculo, su frialdad, su dureza. Porque a mí no me dijo nada, ni una palabra. Tan cariñoso y tan neurótico como siempre. Miento: encantador y cariñoso como nunca. Pero mandó verificar con sus propios investigadores el informe del miserable y cuando lo hubo verificado, mandó llamar a Felipe. Lo tenía agarrado por todos lados, pero aun así lo sentó enfrente, eso me lo contó Felipe después, y le dijo: "Tengo informes de que anda usted en flirteos y coqueteos con mi hija Ana. Quiero preguntarle a usted, de hombre a hombre, si eso es cierto, en el entendido de que esto quedará estrictamente entre nosotros, de hombre a hombre. He visto muchas cosas en la vida. No me escandaliza la realidad. Creo que todo puede arreglarse si hay pantalones y carácter para enfrentar los hechos. Así que le pregunto a usted, de hombre a hombre: ¿Tiene usted relaciones con Ana mi hija?". – ¿Y qué dijo Alatorre? -pregunté. – ¿Qué crees que dijo? -me devolvió Ana, mirándome con sus ojos extravagantes, risueños y enternecidos ahora. – Que no, obviamente -grité yo, recordando la vieja consigna del maestro Linares: – Le dijo que sí -murmuró Ana, con aire melancólico y maternal. – ¡Le dijo que sí! Porque no sabía mentir. Más aún. Le dijo que era un alivio para él confesarlo finalmente, reconocerlo, porque era una tortura que no podía cargar más dentro de sí y también una alegría que no le cabía más tiempo en el pecho. ¡A mi papá! -dijo Ana, revolviéndose en la cama. – ¡Le fue a decir eso, – ¿Y qué hizo tu papá? – Le agradeció su sinceridad -dijo Ana, sentada ahora sobre la cama, en posición de loto. -Le palmeó la espalda, le reconoció sus pantalones, le dijo que iban a arreglar el asunto del mismo modo que lo habían hablado: como hombrecitos. Pero no bien salió Felipe de su despacho, ya mi papá le estaba telefoneando al provincial de la Compañía de Jesús para pedirle el traslado de Felipe Alatorre. ¿Y a dónde crees que lo trasladaron? – A Chiapas -dije. – ¿Sabías? – Se supo entonces -dije. -Mandaron a Felipe Alatorre a Chiapas, para que le fuera a hablar de Jacques Maritain y Teilhard de Chardin a los chontales. Es decir, para joderlo. – Para eso, sí. Pero no fue eso lo que lo jodió -dijo Ana, haciendo brillar sus ojos húmedos, otra vez abiertos y fijos en la noche, como dos faroles perdidos. -Felipe Alatorre era un jesuita cosmopolita. Un lujo teórico y práctico de la Compañía. Hablaba francés, alemán, italiano, inglés y sus especialidades eran la teología, la historia de la Iglesia, el derecho vaticano. No tenía nada que hacer en los Altos de Chiapas. Pero era también un hombre disciplinado y sensible, capaz de ver la mano de Dios en cada minucia de su vida y dispuesto a aceptar el veredicto de Dios. Dispuesto también, desde luego, a aceptar la disciplina militar de la Compañía. Así que si le pedían ir a desperdiciarse entre los chontales, él decidía aprovechar en ellos y bajar de la teología a la medicina preventiva, del derecho vaticano a la antropología chontal y de la historia eclesiástica al litigio agrario por los derechos chontales a la tierra. Ése era Felipe Alatorre. Lo que lo jodió no fue su traslado a Chiapas. No. Lo que lo jodió es que yo me fui tras él, a perturbar su vida y a volver insoportable su castigo. – ¿Qué quieres decir con que te fuiste tras él? – Eso -dijo Ana, extendiendo su vaso en solicitud de otro trago. -Eso: que me presenté un día en San Cristóbal a buscar sus amores y a meterlo otra vez en el infierno de su amor por mí. Suena cursi y grandilocuente, pero así fue. Otra vez tuvimos el amor, sí, y otra vez provocamos el escándalo y la venganza de la Compañía en su cachorro dorado, otra vez la tortura de la averiguación y el juicio interno de la Compañía por su conducta. Y otra vez su confesión palmaria, detallada, que lo absolvía por dentro y lo condenaba por fuera. Confesar nuestros amores liberaba su sentimiento de culpa, su necesidad de expiación, pero lo condenaba al destierro y al desdén, al castigo, al desprecio. Fue entonces cuando empezó a beber. Creo que no había tomado una copa en su vida, aparte del vino para consagrar. Pero entonces empezó a tomar. – A propósito -dije. -Salud. Le tendí a Ana su nuevo wisqui y repuse el mío. – Salud, compañerito. Se acercó y me dio un beso húmedo, frío, metiendo su lengua entre mis labios primero, en mi oreja después. – ¿Por qué te estoy contando esto, mh? – Porque quieres que te denuncie en el periódico -dije. – Porque me estás escuchando -me dijo. -Puede ser que por eso. Eres la primera persona que me escucha en años. Hubiera querido encontrarte antes. – Nos encontramos antes -le dije. – Digo, así como ahora. – Nos encontramos ahora -dije. – No es igual -dijo. -Pero no importa. Es decir, sí importa. Las cosas tardan demasiado en llegar. A veces llegan cuando ya no importan, eso es lo que quería decir. – Lo dices mejor que Proust -dije. – ¿Proust, el escritor? – No, Proust un invento que me traigo yo. – No te entiendo. – No importa. Eso sí no importa. ¿Qué pasó después? Dejó escapar un suspiro resignado e irónico: – Lo trasladaron a la Tarahumara, en Chihuahua. – ¿Y fuiste tras él a la Tarahumara? – En cuanto supe que estaba allá. No me daba cuenta. Iba corriendo tras mi amor, tras mi felicidad. No me daba cuenta de las dificultades del asunto, de su cárcel sacerdotal, de su cárcel profesional, de su atadura a ese mundo. De lo que sí me di cuenta cuando llegué a la Tarahumara, es de que ya era otro. Bebía más de lo normal y de una manera, no como tú y yo, que vamos bebiendo mucho y hablando. Sino de una manera fea, como quien se toma la medicina amarga porque se la tiene que tomar. ¿Has tomado quinina? – No. – Yo tomé en Chiapas una vez, quesque contra el paludismo. Es amarga como no tienes una idea. Felipe tomaba aguardiente de la sierra como yo la quinina. Como una purga infecta pero necesaria. Y no se ponía alegre, hablador, o simplemente borracho. Se ponía huraño y torvo, sombrío, amargo como la quinina. Lo encontré estragado, con arrugas, a sus veintinueve años. ¡Y gordo! Gordo como un señor abandonado, con una barriga de pulquero, él, que era el mejor talle de la Compañía, Gordo. Me dijo que no quería verme más, que después de meditarlo hondamente, había decidido entregarse nuevamente a Dios y nada más a Dios. Pero el Dios que lo llamaba entonces era el Dios horrible del bacanora, la soledad amarga de la quinina en la boca y en el alma. ¿Me entiendes? – Hubiera tomado wisqui -le dije. -Es lo mejor para ese tipo de penas. – No te burles, compañerito. – La otra es que me ponga a llorar -le dije. – ¿De veras te dan ganas de llorar? – Ganas de reír no me dan. – Para nada -dijo Ana. – ¿Qué pasó entonces? – Me regresé de Chihuahua hecha una loca -dijo Ana. -Rechazada, herida, sin muchas ganas de reír, como tú dices. Y lo peor del caso es que no sirvió de nada. Nosotros habíamos terminado, pero la Compañía no supo eso. Ni mi papá. Porque mi papá estuvo al tanto de cada cosa, paso por paso, y presionó paso por paso para librar a su hijita de aquel sacerdote loco, pervertidor de menores. Eso, aunque yo tenía bien entrados mis veintidós años y le podía dar lecciones a mi papá de ciertas cosas. El caso es que la Compañía y mi papá no supieron que Felipe y yo habíamos terminado. Sólo supieron que habíamos vuelto a vernos en la Tarahumara. Decidieron entonces que había que poner un remedio – ¿Dónde? – ¿No lo adivinas? – No. – No adivinarías, ni aunque trataras. – No. ¿A dónde lo mandaron? – A Bangkok. – ¿A Bangkok? – ¡A Bangkok! – Qué barrocos cabrones. – No lo volví a ver en siete años -gritó Ana. - ¿Cuándo salimos de la Ibero? – En el 65 -le dije. – Un año antes de eso estoy hablando. Volví a verlo en el 72. ¿Cuánto tiempo dejé de verlo? – Ocho años -le dije. Al decirlo, sentí que también me pesaban a mí. – De acuerdo -dijo Ana. -Pero si la última vez que lo vi, él tenía veintinueve años, ¿cuántos tenía cuando lo vi en el 72? – Treinta y siete -le dije. – ¡Nooo! -chilló Ana, revolviéndose sobre sí misma con una voz débil, quebradiza y ebria. -Ese es el asunto que te quiero contar: el Felipe Alatorre que yo encontré, ocho años después de haberlo visto, tenía – ¿Dónde anduvo? -pregunté, para volver a la mesura, que permite contar. – En Bangkok -dijo Ana. -En las misiones de la Compañía que abrían brecha ¡en los pantanos budistas de Bangkok! – Calma -le dije. -Tienes que contarme todo para que pueda denunciar bien sus amores. – Todo no, compañerito -dijo Ana, cuyo humor para ese momento había envejecido diecisiete años. -El todo es para mí. – Las partes entonces -corregí. -Como dice el refrán: si uno quiere beberse una botella entera de wisqui en una noche, hay que empezar por servirse el primer trago. – Sirve, compañerito. Pero déjame contarte -dijo Ana. Serví mientras contaba: – A su regreso de Bangkok viví con él unos meses. Tal como había deseado siempre. Pero ni él ni yo éramos ya los mismos. No había el velo de prohibición de antaño o simplemente éramos diez años más viejos y nuestras ilusiones o nuestros sentimientos se habían amortiguado. Acabamos peleados porque no había toallas en el toallero y porque la sopa de lentejas estaba demasiado aguada. Pero vine a entender quién era en verdad Felipe Alatorre años después. A lo mejor apenas lo estoy entendiendo ahora que te lo cuento. Todo lo que él era, tan lejano de mí, está puesto, según yo, en una cosa que me contó cuando vivimos juntos y que me pareció entonces una anécdota más. – El matrimonio tiene la virtud de amortiguarlo todo -dije yo, con revanchismo de recién divorciado. – Pero no era una anécdota más -siguió Ana, con necedad matrimonial. -Era el secreto de su vida, pienso ahora. Y es este: vivió y bebió como un perro en Bangkok, penando su vida y la nuestra, empapado en alcohol, como una caricatura de algún personaje de Graham Greene. Pero no era un personaje de Greene. Era Felipe Alatorre, el jesuita dorado que tú conociste y del que yo me enamoré. Felipe Alatorre, jesuita mexicano, consejero del padre Arrape, exilado en Bangkok. Bueno, la escena que no entendí, porque Felipe me la contó en un desayuno, antes de que nos peleáramos por el color de las cortinas, fue ésta: amaneció en Bangkok, en un hotel, con barba de dos días, los cuales no recordaba. Caminó tambaleándose a la ventana del hotel, un hotelucho de paso de Bangkok, que daba a los pantanos que rodean la ciudad. Olió el mangle de los pantanos y el del resto del pescado que echan ahí, y le gritó al cielo limpio y azul que regía, impávido, sobre la miseria de aquellos pantanos, le gritó al Dios para el que había vivido, el Dios que lo había llevado hasta ese sitio: "¿Qué has hecho de mí? ¿Qué has permitido que yo haga de ti dentro de mí?". Y lloró como un desdichado. ¿Sabes por qué? – No -le dije. – ¿Por qué? – Porque no hubo respuesta del cielo -dijo Ana. -Porque su Dios lo abandonó en Bangkok. Más que eso: porque supo, en Bangkok, que su Dios era mudo y que acaso sonreía ante su desgracia. Porque supo, también, que su Dios era sordo, de modo que nada más veía sin escuchar las voces y los gritos, los manotazos y los aspavientos abajo, de su sufriente y gritona humanidad. ¿Ya me entiendes? – Y esto te lo contó en un desayuno -dije, tratando de subrayar la mudez y la sordera de la vida común y corriente. – Antes de que nos peleáramos por las cortinas -repitió Ana. -O por la sopa de lentejas. Por el papel del baño. Pero ese momento fue el que lo decidió por fin a salirse de la Compañía de Jesús, lo que yo le había pedido desde el principio y que me parecía tan fácil, tan sencillo como cortar un listón inaugural y empezar otra vida: salirse de la Compañía. Tan fácil como casarse o licenciarse en la Ibero. Pero no era así. Bueno, ese pequeño malentendido fue el que me puso en y el que me quitó del camino de Felipe Alatorre. Y a él del mío. Dejó la posición de flor de loto en que había estado todo ese tiempo y se escurrió entre las sábanas, podría decir que como una serpiente, pero en realidad como una niña exhausta que busca abrigo, aunque al fin de cuentas como ambas cosas. Estaba fría, de modo que recogí las cobijas del suelo y reordené la cama para dormir las pocas horas que nos quedaban. Se puso contra mí, suave y bélicamente, con no sé qué naturalidad desamparada y segura, como una niña, y se durmió. Bebí el wisqui que me quedaba y me levanté a servirme otro. La noche había enfriado sin medida o había dejado de andar en mí el fogón que la atenuaba. Lo cierto es que al entrar de regreso en la cama, el calor de Ana se extendió hacia mí como una caricia. Me acurruqué en esa caricia el resto de la noche. Ya con el amanecer, todavía oscuro, sentí la voz caliente de Ana Martignoni salivar en mi oreja: – ¿Quién es usted? ¿En qué empresa trabaja? ¿Dónde estudió? ¿Quiere hacerme el amor? Quería ella, del modo justamente inverso a la vanidad de mi prisa divorciada, quería con suavidad y discreción, al revés también de como se había ofrecido, con prisa, a la prisa indiferente de los otros, y así fue, sin fulgores ni estallidos, como una caminata por la parte de nosotros que en verdad no ambicionaba sino eso, cuidado y caricias, descanso, verdadera compañía. Fuimos a desayunar muy temprano a una fonda de taxistas en la Colonia del Valle. Me sorprendió la frescura, la juventud castaña de la piel de Ana Martignoni, luego de haberse tomado lo que se tomó y haber recordado lo que en tanto tiempo no había recordado. Supe así, como había sabido siempre, que había en ella un gene limpio y durador que tendía a imponerse con su llana belleza imperativa a los reveses de su historia. Supongo que estaba todavía borracho, porque no dejé de admirar ahora, recién bañada y a la luz inclemente del día, el fulgor del rostro de gato que Ana me había ofrecido, sin reservas, a buen recaudo, bajo el aliento cómplice de la noche. No pregunté más por Felipe Alatorre. El azar me trajo un tiempo después la noticia de que se había casado con una ex monja michoacana y vivía en Morelia. Ana Martignoni fatigó algunos meses su condición de hija réproba, elegida años atrás, hasta que en febrero de 1977 murió su padre, de un infarto múltiple. La República en duelo acudió al funeral de Bernardo Martignoni. Cantaron las loas de su energía, de su visión y de su generosidad. Confieso haber compartido algunos de esos elogios años después, cuando supe que le había heredado a su hija Ana el caudal y el destino empresarial de la firma por cuya honra le había arrebatado a ella misma, años atrás, las caricias divinas de Felipe Alatorre. |
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