"Historias Conversadas" - читать интересную книгу автора (Camín Héctor Aguilar)

La noche que mataron a Pedro Pérez

La política es lo que los hombres han inventado para dar rienda suelta a sus más bajas pasiones -dijo doña Emma, mi madre, desde su indisputable trono verbal en la sobremesa familiar de los sábados. -Eso decía tu abuelo Camín, y tenía razón. Todo lo que el hombre no se atrevería a confesarle en voz baja a su mejor amigo, es capaz de hacerlo en público si sus actos tienen según él una justificación política. Mentir, robar, matar: las peores cosas parecen justificadas, y hasta valientes, si se hacen por una razón política. Y si no, mira la historia de Pedro Pérez. Verás las miserias de que el hombre es capaz por la política.

– Cuéntanos la historia de Pedro Pérez -suplicó Luis Miguel, mi hermano, que la había oído mil veces y no se cansaba de oírla de nuevo.

– La has oído mil veces -dijo mi madre, con altivez propiamente materna, sintiendo que su cachorro hacía mofa de ella.

– Pero esta vez la vamos a grabar para siempre -dijo Luis Miguel, admitiendo y diluyendo la sorna que había percibido doña Emma.

– Cuéntala, mamá Emma -pidió mi hija Rosario, que no había escuchado nunca la historia de Pedro Pérez, o la había escuchado siendo niña y no la llevaba en la mochila de su inquieta memoria adolescente.

– Te la voy a contar a ti, mi amor, no al badulaque burlón de tu tío -le dijo doña Emma a mi hija Rosario, atacando todavía la infidencia filial de mi hermano.

– Cuéntala ya, Emma -apoyó sonriendo doña Luisa, con hastío cómplice de la infidencia de Luis Miguel, su sobrino.

– La voy a contar cuando a mí me dé la gana -definió doña Emma, escobeteando todavía la ofensiva en su contra. Pero a inmediata continuación, incapaz como siempre de rehusar una ocasión narrativa, empezó la historia reclamada: -Pedro Pérez fue siempre un político que estuvo en contra del gobierno.

– Pedro Pérez fue sobre todo una excelente persona -interrumpió doña Luisa, mi tía, para iniciar sin desórdenes la narración. -Lo quería papá, su abuelo de ustedes, el abuelo Camín. Papá le disculpaba a Pedro Pérez su gran debilidad de ser bebedor, porque lo juzgó siempre una excelente persona, de la buena cepa mexicana. Papá se quejaba mucho de los vicios de México, pero decía que cuando la cepa mexicana da un buen hombre, no hay mejor hombre en el mundo. Eso decía papá.

– Pero eso no tiene que ver con la historia de Pedro Pérez -contraatacó doña Emma, en busca del mando narrativo. -Porque no lo mataron por sus buenas cualidades, sino por estar en contra del gobierno.

– Verdad -admitió doña Luisa, resignándose ante la lógica exultante y abrumadora de su hermana. -Pero era un hombre bueno también, bueno como el mejor, y por eso lo querían tanto en Chetumal.

– Fue un hombre bueno y querido, que estuvo siempre en contra del gobierno -aceptó y refrendó doña Emma, dueña al fin de su narración. -Y un hombre con sus ideas descabelladas, también. Por ejemplo: era germanófilo como el más ario de los germanos, teniendo él la facha más veracruzana que pudiera verse, moreno, morocho, con los labios gruesos y morados, como de cabeza olmeca. Le puso a una hija suya Alemania y a otro, que murió, le había puesto Sigfrido, por aquello de los nibelungos. Esa era la época en que medio México le iba a Hitler en la guerra contra los americanos. Adorar a los alemanes era una forma, idiota digo yo, pero muy extendida entonces, de pensar que así se fregaba a los gringos. Bueno, Pedro Pérez era jefe de aduanas en Chetumal.

– Jefe de migración -precisó doña Luisa.

– De migración -aceptó doña Emma. -Y, como dice tu tía Luisa, a cada rato estaba en el mostrador con papá conversando horas y horas. Hablaban sin parar de política, de la guerra, de los males de México y todo eso. Pero la obsesión de Pedro Pérez era la plaga bíblica, así decía él: "la plaga bíblica" que había caído sobre Chetumal con el gobierno de Margarito Ramírez. Margarito Ramírez era un hombre de Jalisco cuyo mérito había sido salvarle la vida al general Obregón, en los años veintes, y matar no sé cuántos cristeros en la guerra religiosa de los años que siguieron. No encontraron en el gobierno mejor manera de deshacerse de Margarito, que mandarlo a gobernar Quintana Roo. Y como nadie lo quería de regreso en la capital, mucho menos en Jalisco, lo fueron dejando como gobernador del territorio, que entonces era una parte de México que había que hacer esfuerzo para recordar que existía. Quintana Roo era entonces parte de la selva, no de México. Margarito se quedó catorce años, dueño de aquella selva, montado en los quintanarroenses sin haberse quitado las espuelas, como decía papá, el abuelo Camín.

– Manejaba el territorio como si fuera su hacienda -confirmó doña Luisa.

– El corral de la hacienda -precisó doña Emma.

– Es verdad. Sin compasión alguna -admitió doña Luisa. -Y eso a Pedro Pérez lo fue poniendo loco de rabia, por la afrenta contra Quintana Roo, como él decía. Porque él era veracruzano, pero no ha visto Quintana Roo un quintanarroense como él. No había causa quintanarroense que no levantara Pedro Pérez. Una obsesión era para él Quintana Roo.

– Quintana Roo, y llevar la contra -reingresó doña Emma. -Cuando Cárdenas fue a Quintana Roo y era gobernador Rafael Melgar, ahí mismo en el muelle, Pedro Pérez empezó a gritarle a Cárdenas que ya le había devuelto la identidad a Quintana Roo, pero ahora tenía que devolver Quintana Roo a los quintanarroenses. Porque Cárdenas volvió a hacer territorio federal a Quintana Roo, luego de varios años que fue parte del estado de Campeche. El caso es que se lanza Pedro Pérez una filípica contra Melgar, por haberse rodeado de colaboradores yucatecos, que según Pedro Pérez eran unos vendepatrias, abusivos y ladrones. Efectivamente, Melgar tenía como secretario de Gobierno a un yucateco, un licenciado Cámara que había sido asistente de Carrillo Puerto y se había salvado de milagro cuando emboscaron y mataron a Carrillo. Este licenciado Cámara era un hombre excelente, había organizado las cooperativas en el estado y era la persona de confianza de Melgar. Pero se había traído con él, al gobierno de Melgar, a otros yucatecos paisanos suyos, que andaban metidos en todo, inspeccionando todo. Bueno, todo ahí en Quintana Roo estaba por organizarse o reorganizarse. Melgar le había encomendado al licenciado Cámara que supervisara todo, y éste, a su vez, había construido un equipo, pues, como de contralores, que en todo metían la nariz. Verdad es que tenían irritado a medio Chetumal con sus intromisiones, y Pedro Pérez aprovechó la presencia de Cárdenas para gritar lo que medio pueblo gritaba: "Este gobierno está lleno de yucatecos". Cárdenas lo oyó sin parpadear y luego, ya camino a Palacio, que estaba enfrente del muelle, le pregunta a Melgar: "¿Quién es ese licenciado Cámara del que tanto se quejan?" Y le contesta Melgar: "Es el hombre que ha organizado las cooperativas, aquí. Fue ayudante de Carrillo Puerto". "¿Y quién es ése quintanarroense que está tan molesto con él por ser yucateco?", pregunta el cabresto de Cárdenas, que estaba en todo. "Es un veracruzano", respondió con malicia Melgar. "Entonces ya entiendo lo que necesita este lugar para volverse próspero", dijo Cárdenas. "¿Qué necesita, general?", le preguntó Melgar. "Más yucatecos como el licenciado Cámara y más veracruzanos como el gritón del muelle", respondió Cárdenas. "¿Y algunos oaxaqueños, mi general?", preguntó Melgar. "Con el que tienen basta y sobra", respondió Cárdenas.

– Porque Melgar era oaxaqueño -explicó doña Luisa, iniciando una carcajada.

– Y Quintana Roo era una tierra de aluvión -siguió rápidamente doña Emma. -Lo único quintanarroense de origen que había ahí era la selva y los moscos. Lo demás eran mexicanos de otros sitios, libaneses, españoles, indios mayas, negros beliceños y mantequilla australiana. Eso es lo que era. Pero Pedro Pérez tuvo que encontrar algo que echarle en cara a Melgar, frente a Cárdenas, porque era su obsesión llevar la contra.

– Y porque hacía falta también quien llevara la contra en ese pueblo -dijo doña Luisa. -Salvo papá, el abuelo Camín, no había quien dijera en público las cosas que el pueblo rumiaba. Pero papá era español y no podía hablar mucho. En cambio, a Pedro Pérez le sobraba lengua, parecía cubano de deslenguado y político que era. Cubano de antes de Fidel Castro, porque después de Castro, no habla nadie, ¿no es verdad? -precisó doña Luisa y volvió a reír una sonora carcajada, esta vez contrarrevolucionaria.

– Era fama en Chetumal la lengua picante de Pedro Pérez -dijo doña Emma, después de reír también. -Tanto, que cuando llegó de gobernador Margarito Ramírez, ya un cartucho quemado, pero por eso mismo con la picardía del político experimentado, una de las primeras cosas que hizo fue llamar a Pedro Pérez y meterlo con él a trabajar en la madera. Lo de la madera es otra historia y tiene que ver con su abuelo paterno, el abuelo Aguilar.

– Esa sí es nueva -saltó Luis Miguel, marcando su sorpresa con el puro. – ¿Qué tuvo que ver Pedro Pérez con el abuelo Aguilar? Nunca han aparecido juntos en esta historia.

– Porque no me había dado la gana de juntarlos -dijo doña Emma. -Y para que tú aprendas algo de las muchas cosas que te falta saber en la vida, vaquetón éste.


– Esto es como las extrapolaciones de La Ilíada -jugueteó Luis Miguel. -En la versión original de Pedro Pérez, nunca apareció el abuelo Aguilar.

– Porque no me dio la gana a mí -repitió doña Emma. -Y porque no has aprendido a oír, creyendo que ya lo sabes todo.

– De Pedro Pérez lo sabía todo -dijo Luis Miguel. -Pero ahora estás contando un capítulo inédito.

– Inédito tienes tú el cerebro -dijo doña Emma. -Les he dicho mil veces, en esta mesa, que tu abuelo Aguilar empezó su desgracia por soberbio, porque cuando Margarito Ramírez llegó al territorio buscó a los hombres ricos del lugar, para proponerles actividades y negocios. Y todos fueron, menos tu abuelo Aguilar, que se sintió capaz de caminar sin apoyo del gobierno. Margarito, desde luego, lo resintió y dedicó sus siguientes años a ver la manera de domar a tu abuelo, a tu abuelo Aguilar. Lo primero que se le ocurrió, fue restringirle las concesiones de madera y darle entrada a otros contratistas. Por eso tu abuelo Aguilar empezó a trasladar sus negocios a Belice y puso su mira en los bosques de Guatemala. ¿No les he contado eso?

– Varias veces -dijo Luis Miguel. – ¿Pero eso qué tiene que ver con Pedro Pérez?

– Tiene que ver, porque una de las compañías madereras que abrió Margarito, se la dio en administración a Pedro Pérez, que además de otras virtudes, tenía la de ser un hombre trabajador y honrado, como hubo pocos en Chetumal. Pedro Pérez aceptó la oferta de Margarito y durante una época le fue muy bien a Pedro, a su familia y a las empresas madereras que competían contra tu abuelo Aguilar. En cambio, le fue mal a tu abuelo y, por lo tanto, muy bien a Margarito, que había traído con él a su cuerda de jaliscienses, pero tenía domado, por decirlo así, al mayor xenófobo del territorio, que era Pedro Pérez. Apenas duró unos meses la buena racha, porque Pedro era ave de tempestades. No bien habían empezado a salirle derechas las cosas, cuando aparece el primer escándalo de las cooperativas del territorio. Los escándalos se hicieron luego cosa de todos los días, pero entonces, desde la fundación de las cooperativas, todo había ido bien. Pues de pronto aparece un grupo de chicleros diciendo que se han robado que sé yo cuántos millones en la administración de la cooperativa. Y aparece de inmediato otro grupo, diciendo que se han vendido de contrabando que sé yo cuántas toneladas de chicle. El caso es que empieza el jaleo, el rumor, el escándalo. Se le ocurre a Margarito que debe hacerse una auditoría y nombran a Pedro Pérez responsable de la famosa auditoría, aprovechando y reconociendo su fama de honradez y su crédito, porque Pedro Pérez era hombre de crédito en Chetumal, su palabra valía sola lo que la fortuna completa de otros. Pues empieza la auditoría, y empiezan a filtrarse rumores de que hay cosas mucho más graves que las denunciadas. Así, de la noche a la mañana se crea un ambiente, pues, casi de linchamiento, contra el administrador de la cooperativa chiclera, un hombre mayor, muy respetado y muy querido en Chetumal, a quien todos, hasta su mujer y sus hijos, llamaban don Austreberto: don Austreberto Coral. Sigue el asunto, termina la auditoría y se presenta Pedro Pérez con el secretario de Margarito Ramírez, un tal Inocencio Arreóla, un jalisciense guapo, alto, blanco, que se la pasaba burlándose de los católicos de Chetumal, porque era muy anticristero y jacobino, se presenta Pedro Pérez y le dice Arreóla: "Qué, ¿cuánto se robó?". Y le contesta Pedro Pérez, que era todo lo contrario de Arreóla, bajo, fuerte, prieto y de facha más veracruzana que una cabeza olmeca, le dice: "Ni un peso". "Estás bromeando", le dice Arreóla. "¿Crees que hicimos toda esta maniobra para probar la honestidad de don Austreberto?" "Yo no sé de qué maniobra hablas tú", le dijo Pedro Pérez. "Lo que yo traigo aquí es una auditoría y según la auditoría, en las cuentas de don Austreberto no falta un peso". "Ah, qué mi jarocho", le dice Inocencio Arreóla. "No has entendido nada. No sabes lo que es la política. La auditoría de la cooperativa la pidió el gobernador para que la cosa cambie en la cooperativa, no para que quede igual". "¿Y qué quieren que yo haga para que la cooperativa cambie?", preguntó Pedro. "Queremos que hagas que la auditoría salga como debe salir", le dijo Inocencio Arreóla. "¿Quieren que embarre a don Austreberto?", preguntó Pedro Pérez. "Queremos que ayudes al gobernador", le dice Arreóla. Y le contesta Pedro Pérez: "Dile al gobernador que vaya a buscar su ayuda a Jalisco. Y tú, vete a chingar a tu madre". Sin más, da la media vuelta, recoge la auditoría y se va Pedro Pérez donde don Austreberto Coral a decirle: "Don Austreberto, acaba de suceder esta situación y lo quieren fastidiar a usted, para poner a una gente de Margarito en la cooperativa. Aquí le dejo los papeles de la auditoría, que demuestran que no falta un peso en la gestión de usted". Sale Pedro Pérez de con don Austreberto y se va al mostrador de tu abuelo Camín a gritar: "Estos tales por cuales quieren fastidiar a don Austreberto y yo no lo voy a permitir". Y se suelta repitiendo, palabra por palabra, su entrevista con Inocencio Arreóla. No había terminado de contarla cuando ya había en la tienda de tu abuelo Camín un tumulto de gente oyendo a Pedro Pérez. Porque tenía esa cosa Pedro Pérez, esa lengua que por donde iba él hablando, se iban pegando gentes a escuchar lo que decía. Era un torrente, un imán.

– El tribuno del pueblo -jugueteó Luis Miguel.

– Tribuna te voy a dar a ti para que te despeñes por tus palabras -dijo doña Emma.

– Lo digo en serio -concilio Luis Miguel. -Pedro Pérez, el Tribuno del Pueblo, la Voz de la Plebe.

– Tú puedes usar tus palabras cultas como te dé la gana -dijo doña Emma- pero la verdad es que, no bien había terminado Pedro Pérez de contar esas cosas en el mostrador de tu abuelo, cuando ya todo Chetumal sabía que Margarito estaba tratando de fregar a don Austreberto. Tanto fue así, que esto que les cuento sucedía en la tarde, poco antes de cenar. Pues a la hora de la cena se presenta a la casa de Pedro Pérez el jefe de policía, diciéndole a Pedro que lo acompañe, que desea verlo el gobernador. "Lo acompaño", le dice Pedro, pero se voltea a su mujer y le dice: "Vete a casa de Camín y dile que estoy con el gobernador". La mujer entiende y viene corriendo a casa a decirle a tu abuelo que secuestraron a su marido. Apenas escucha eso papá, tu abuelo Camín, sale disparado al Palacio de Gobierno a ver qué puede hacer, y ahí nos quedamos Luisa, Mercedes, la mujer de Pedro Pérez y yo, deshojando la margarita. Qué hacemos, Dios mío. Qué hacemos. Entonces Mercedes saca un rosario y me dice: "Pues recemos un misterio, comadre". Era mi comadre porque yo le había bautizado al segundo hijo y luego le bauticé otros tres. Pero yo la veo tan pálida y siento su mano en la mía tan helada que le digo: "Pues rezamos un misterio si quieres, pero antes tú te tomas un brandy". Voy, le traigo el brandy, se lo toma y no me lo vas a creer: volvió a la vida como si la hubiera picado algo. Tanto, que me dice: "Saque unas barajas, comadre y vamos a jugar. En esta no se va a quedar mi marido, no se preocupe". En efecto, al rato, llegaron tu abuelo y Pedro muy tranquilos y le dice Pedro a mi comadre Mercedes: "Salvé la vida pero perdí el trabajo".

– ¿Lo corrieron de su trabajo? -se escandalizó mi hija Rosario.

– Le perdonaron la vida -dijo doña Luisa. -Qué le iba a importar el trabajo.

– Había miedo en Chetumal -explicó doña Emma. -Por menos que el desacato de Pedro Pérez, a otros los habían expulsado del territorio, advirtiéndoles que si regresaban era a riesgo de su vida.

– Pero eso a Pedro Pérez no le importó nada -dijo doña Luisa. -Otros se dejaban amenazar, él no. Le resbalaban las amenazas, era como insensible, irresponsable, qué sé yo. A lo mejor en eso consiste la valentía: en no percatarse del riesgo que se corre, en la inconsciencia. El caso es que a partir de aquello de don Austreberto, la cosa entre Margarito y Pedro Pérez se puso al rojo vivo.

– Con Margarito, pero sobre todo con Arreóla -dijo doña Emma. -Porque ese sí quedó en medio del pleito. Todo Chetumal anduvo semanas con su nombre en la boca y nadie volvió a tenerle la más mínima confianza. Tanto así, que el día de su santo no fue nadie a su fiesta. Arreóla cumplía años los 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes. Por eso se llamaba Inocencio. Lo sabía todo el mundo en Chetumal porque él llegó a Chetumal, traído por Margarito, de Jalisco, una semana de diciembre, y muy poco después de llegado, el día 28 precisamente, hizo su fiesta de cumpleaños. Invitó a cuanto hombre hubo en Chetumal dispuesto a tomarse más de dos tragos y a beber más de dos días. No había terminado todavía aquella fiesta de Inocencio Arreóla, cuando estaba cambiando el año en Chetumal. Tres días de parranda universal fueron las tarjetas de presentación de Inocencio Arreóla en Chetumal. Era un botarate criollo, simpático y guapo como señorito cordobés. Les encontró a la primera la debilidad a los chetumalenses y lo acompañaron alegremente desde entonces. Fue como un sol para todos los badulaques aquellos que eran los machos sueltos de Quintana Roo.

– Y para muchas enaguas sueltas también fue un sol -precisó doña Luisa, riendo.

– ¿Pero qué pasó después? -preguntó mi hermano Luis Miguel. – ¿Cómo fue que Pedro Pérez tuvo que salir de Quintana Roo? ¿Fue por el pleito de don Austreberto?

– No -dijo doña Luisa. -Fue por la cosa más ridícula que pueda pensarse. Cuenta, Emma.

– Fue una cosa ridícula pero que tenía un fondo serio -advirtió doña Emma. -Y también tuvo que ver con la rivalidad de Margarito y de tu abuelo Aguilar. Vas a ver. Tu abuelo Aguilar tenía el único cine del pueblo, el Juventino Rosas, y a Margarito se le ocurrió, también en esto, como con la madera, ponerle competencia. Entonces fue y mandó construir un cine y le puso de nombre Ávila Camacho, como se llamaba el expresidente de la República que lo había ayudado. Pues mientras terminaban el cine, anuncian los paniaguados de Margarito que va a comprar un mejor equipo de sonido que el del Juventino Rosas y va a pasar mejores películas y a cobrar menos que tu abuelo. Tu abuelo tenía el cine Juventino Rosas como un espejo de limpio, era un cine amplio, cómodo, de muy buenas butacas. Pero sobre todo, tenía un equipo de sonido que era la última moda, una maravilla. Dicen que los viejos nos pasamos la vida creyendo que las cosas de ahora no son tan buenas como las de antes. Pero yo no he visto un cine con mejor sonido que el de tu abuelo en Chetumal. Había mandado traer el equipo de Nueva Orleáns, lo había comprado en una de sus escapadas allá, esas escapadas de tu abuelo que siempre terminaban en la "zona francesa", como llamaban a la zona de tolerancia los badulaques de tus tíos, los hijos de tu abuelo Aguilar. Decían: "Papacito fue a aprender idiomas a la zona francesa de Nueva Orleáns", y se reían los mentecatos, haciéndose como que nadie entendía sus vulgaridades. Pues de Nueva Orleáns se trajo tu abuelo el equipo del cine Juventino Rosas, que todavía después del ciclón, en el 55, funcionó varios años. El caso es que llega el día en que inauguran el cine Ávila Camacho, y allá va todo el pueblo a probar la novedad. Al principio, todo muy bien, muchas luces y olor de cosas recién pintadas y una marquesina grande con sus letras muy bien puestas, traídas de México, y adentro un telón de terciopelo que se abre al momento de empezar la función. Lo primero que pasa, cuando aparece el león de la Metro en la pantalla, es que hace el león así, para rugir, y ruge, pero lo que sale de la pantalla no es un rugido, sino un maullido de gato. Y de ahí para adelante: se quiebran las voces, al hombre que habla gutural le sale voz de marica, se desmayan las melodías, una cosa tan ridícula que la gente al principio empezó a chiflar, pero al final había una carcajada en el cine cada vez que flaqueaba aquello del sonido. Bueno, pues, al salir del cine se le ocurre a Pedro Pérez decir, aludiendo al león de la Metro: "El león no es como lo pintan: apantalla como león, pero maúlla como Margarito". Porque Margarito tenía una voz de pito que no podías creer. Empezaba a hablar y se reunían los gatos en la azotea. Y como Pedro Pérez tenía ese toque al hablar, ese toque increíble…

– De Tribuno del Pueblo -repitió mi hija Rosario, cambiando una sonrisa de feliz embonadura con su tío Luis Miguel.

– Como tenía ese toque de lengua -completó doña Emma, saltando airosamente la nueva interrupción culta de su descendencia-, no bien se había apagado la última bombilla en Chetumal, cuando ya todo mundo decía, en burla del gobernador: "El león no es como lo pintan", y las carcajadas por doquiera. Bueno, pues no contento con su broma del león, va Pedro Pérez en los días siguientes y averigua quién había comprado el famoso equipo de sonido. ¿Quién creen?

– Inocencio Arreóla -reveló doña Luisa, con desidia juguetona, todos sus años cruzados por la frescura juvenil y dorada de la evocación.

– Peor todavía -siguió doña Emma, asintiendo. -Como Pedro Pérez tenía conexiones en el gobierno y en las aduanas, averigua también el costo del equipo y va y pregunta en la Casa Aguilar, con tu abuelo, cuánto había costado el equipo del Juventino Rosas. Y resulta que el equipo de sonido de Margarito había costado tres o cuatro veces más. Un escándalo. Entonces, como se sabía en Chetumal que Margarito tenía cines en Jalisco, porque sus paniaguados lo habían dicho por todas partes para darle fuerza a la versión de que iba a poner un gran cine en Chetumal, empieza a correr en el pueblo el rumor de que el equipo de sonido bueno se había ido a Jalisco y uno malo de Jalisco habían traído a Chetumal. Y se le ocurre a Pedro Pérez completar su chiste del león y dice: "El león que maúlla aquí, ruge con nuestro dinero en Jalisco". Muchacho: empieza la bullanguería en Chetumal contra Margarito y Arreóla por la tontera del equipo de cine, y un grupo de señoras locas va a ver a Margarito para pedirle que traiga el equipo de sonido bueno a Chetumal. Entonces sí Margarito se puso como loco, manda llamar a Pedro Pérez y le dice: "Antes de que termine la semana, te me vas de Chetumal". Y como Margarito era algo serio, y esto lo sabía hasta Pedro Pérez, viene Pedro Pérez a ver a mi marido, el papá de ustedes, y le dice:

"Tito, me tengo que ir de Chetumal, porque si no, este hombre me mata. Pero no quiero dejar aquí sola a mi familia. Préstame dinero para llevármelos a México". Tu padre le presta dinero y, tal como ordenó Margarito, antes de que terminara la semana, Pedro Pérez y su familia habían dejado Chetumal.

– Pero eso es increíble -se escandalizó mi hija Rosario – ¡Cómo que lo iban a matar por un chiste! ¡Pues en qué país vivían!

– Tú no lo entiendes ya, pero así era -garantizó doña Luisa, con toda la tolerancia protectora de su amor por esa adolescente que creía vivir en un país con límites. -Era la selva de Quintana Roo.

– Y la selva de la política -apretó doña Emma, que no arriaba las banderas de su temperamento radical. -Allá entonces, y acá ahora: la selva de la política no tiene épocas ni modales. Es siempre igual, capaz de sacar lo peor de los hombres.

– No le hables así a la niña -suplicó doña Luisa.

– Le hablo como es -dijo doña Emma. -Y no es una niña, es ya una señorita y conviene que vaya tomando nota de las jodederas del mundo. Porque, miren ustedes si no es una jodedera todo esto de Pedro Pérez, que no bien llegó a México y se instaló a vivir por ahí, en una buhardilla de la Colonia Doctores, cuando descubre que lo viene siguiendo, un día sí y otro también, un tipo con facha de matón. Y va Pedro, que era un temerario, se encara con él y le dice: "¿Qué, te debo algo, te hice algo? ¿Por qué me andas siguiendo?". Le contesta el hombre aquél: "Te cuido por instrucciones del gobernador", es decir, por órdenes de Margarito. "No quiere que te pase nada". "No necesito que nadie me cuide", le contesta Pedro. "Y si no te desapareces, te voy a pedir cuentas de otro modo". "Yo tengo instrucciones", dijo el otro. "Y las voy a cumplir aunque te pese". Entonces se va Pedro Pérez a ver al general Melgar, que había sido gobernador del territorio, y le dice: "General, me están provocando y siguiendo. Se trata de esto". Y le cuenta a Melgar todo el asunto de don Austreberto, del cine y del exilio que le ordenó Margarito. El general Melgar, ni tardo ni perezoso, va, lo conecta con el secretario de Gobernación y Pedro le cuenta al secretario todo lo que sabía de Quintana Roo. Y el secretario le dice: "Esto lo va a saber el Presidente. Las cosas van a cambiar en Quintana Roo. Por lo pronto ten este dinero para que te ayudes aquí y ven a verme la semana entrante". Diciendo eso, abre un cajón y le pone en la mano a Pedro Pérez un fajo de billetes. Pedro no había visto ese dinero junto en toda su vida, ni había soñado en su más loca imaginería que alguna vez habría de sentarse frente al secretario de Gobernación para soltar la lengua sobre los males de Quintana Roo. Salió de ahí alucinado, rico, envalentonado. Y no se le ocurrió mejor cosa que conseguirse unos paisanos, meterse a una cantina y pagarles la parranda de su vida. Naturalmente, entre los tragos, les cuenta del matón que lo sigue y a uno de sus acompañantes le brota la infeliz idea de prestarle su pistola, para que se defienda llegado el caso.

– A ver -dijo Luis Miguel -. ¿Pero no Melgar estaba contrapunteado con Pedro Pérez? ¿Cómo lo ayuda entonces?

– Bueno, Melgar tuvo aquel problema del muelle con Pedro Pérez, pero acabó haciéndolo su amigo. Lo respetaba y todo. Ahora, ¿por qué lo lleva a Gobernación? Por ayudar, porque ese era el espíritu de Melgar: ayudar a quien pudiera. Ahora, ¿para qué sirvió que Melgar llevara a Pedro Pérez a Gobernación? Para que en Gobernación descubrieran que Pedro Pérez era un excelente testigo contra Margarito. Es lo que digo yo de la política, aun los actos mejor intencionados terminan sirviendo a pasiones dudosas. El secretario de Gobernación andaba en busca de cargos contra Margarito. ¿Para qué? Para quitarlo y poner ahí a alguien más incondicional suyo. ¿Por qué? Porque Margarito no se dejaba de nadie y era un político muy hábil, lo conocía y lo respetaba toda la generación de los políticos revolucionarios, los que habían peleado de verdad en la Revolución y estaban vivos todavía. Margarito había sido gente bragada de la época dura revolucionaria de México. Había salvado a Álvaro Obregón en 1920, cuando Obregón si no huye de la ciudad de México, lo matan. Margarito era amigo y compañero de andanzas de toda esa gente revolucionaria y los licenciaditos que estaban ahora en la política, no tenían fuerza suficiente contra esas influencias. Margarito se la había rifado también en la época cristera, como gobernador de Jalisco. Una época terrible, esas épocas que crean solidaridades a muerte entre los hombres que las viven juntos, porque arriesgan la vida en esos lances. Como te digo, Margarito duró catorce años en el gobierno de Quintana Roo y nadie se explicaba por qué duraba ahí, si todo mundo en México quería tirarlo. Bueno, porque tenía a todo el mundo en contra, menos a los revolucionarios vivos.

– Y a los presidentes -acotó doña Luisa.

– Sí, pero por sus amistades de la época revolucionaria -contestó doña Emma. -A los presidentes les era indispensable andar bien con esa gente que olía todavía a pólvora. Un pleito con esa gente por Quintana Roo, no valía la pena. ¿Qué importancia podía tener Quintana Roo? Ninguna. Es lo que te digo de la política: al final a los políticos no les importa sino fregarse o ayudarse unos a otros. Es una cosa entre ellos, el bienestar o los sufrimientos de sus gobernados son cosas secundarias, casi pretextos para ellos dirimir sus pleitos.

– ¿Y qué pasó entonces con Pedro Pérez? -preguntó Rosario.

– Lo inevitable -dijo doña Emma. -Lo que habían construido los políticos. Pedro regresó a su casa ese día, envalentonado con el apoyo del secretario de Gobernación y con sus copas de la larga noche, se topó con el matón que lo vigilaba, se hicieron de palabras, sacaron las pistolas y Pedro mató al tipo.

– Porque Pedro Pérez tenía entrenamiento en armas -explicó doña Luisa. -Era gente de aduanas y de migración, gente que recibía entrenamiento militar para su trabajo.

– Pues lo mata, muchacho -siguió doña Emma. -Y viene el lío y el juicio. Claro, apoyado por el secretario de Gobernación, el juicio es como debe ser, se finca un homicidio en defensa propia, a Pedro lo amparan durante el juicio y sale libre. Naturalmente, todo ese embrollo dura meses. Pues durante los meses que dura, en Chetumal corre el rumor de que Pedro Pérez está preso, porque mató a un tipo en una borrachera. Se dice también que sus hijos viven de la caridad pública y de los dineros que les dan los que azuzaban a Pedro Pérez contra Margarito Ramírez desde la capital.

– Era una cosa contra Melgar -dijo doña Luisa. -Sonaba lógico en Chetumal: que un exgobernador como Melgar protegiera a Pedro Pérez para fastidiar al gobernador siguiente, que a su vez había fastidiado a Melgar.

– Es lo que digo yo desde el principio -recordó doña Emma. -La pasión política enfermándolo todo.

– Qué pasó entonces -dijo Luis Miguel. -Les recuerdo que tenemos que llegar a la noche canónica de Pedro Pérez. Han metido ustedes tantas interpolaciones en esta historia que ya casi no la reconozco.

– Pero qué es lo que pretende este morón -preguntó doña Emma al resto de la mesa, descalificando la impaciente lógica narrativa de su hijo menor, al que adoraba. -Lo que pasó ya lo sabes, lo saben todos aquí: en cuanto Pedro Pérez fue declarado libre de culpa en México, se volvió a Chetumal, precisamente a que lo vieran libre. Y como para ese momento no iba solo, sino era ya protegido de la secretaría de Gobernación desde México, era ya, como si dijéramos, el aviso viviente para Margarito de que le estaban contando los días en Gobernación. Entonces es que empieza esta cosa sorda y loca en Chetumal, este duelo verbal de Pedro Pérez, envalentonado, bebiendo y hablando como nunca contra Margarito y contra Inocencio Arreóla y contra todo Dios. Dondequiera contaba Pedro Pérez su caso, burlándose y desafiando a Margarito con esa lengua ardiente que Dios le había dado.

– Para perderlo -sugirió con vuelo teológico doña Luisa.

– Para hacerlo su profeta -dijo Luis Miguel mi hermano, que insistía en su herética familiar, ahora con énfasis bíblico.

– Ustedes pueden interrumpir lo que quieran -dijo doña Emma, sin aflojar su tranco narrativo, -pero la lengua de Pedro Pérez siguió funcionando como la mía, más y mejor que antes. Dondequiera contaba su caso. Y dondequiera era cualquier parte, pero sobre todo la cantina de Fina Musa.

– ¿Fina Musa? -preguntó Luis Miguel, que siempre recusaba con humor el increíble nombre de la increíble Fina Musa.

– Sí, Fina Musa, hermana de Julieta y Sara Musa -respondió doña Emma como al paso, pero se detuvo en el recodo para fastidiar otro poco a su hijo, diciéndole: -Y antes de que vengas tú con juegos, digo aquí que Fina Musa se llamaba así, no venía de ningún diccionario de la mitología griega, sino de Líbano, igual que tantos otros chetumalenses de primera calidad, llenos de apellidos que parecían nombres propios y de historias que no contó el ciego de La Ilíada. Por cierto, yo creo que ese ciego, si estaba ciego, no vio las batallas, ¿no?

– Las vio con los ojos de la imaginación -jugueteó Luis Miguel. -Pero no te nos pongas culta ahora. Tu compromiso es ser una narradora natural. Nada de refinamientos, ni alusiones al diccionario.

– Mi compromiso fue hacerte leer a ti lo que no pudimos leer nosotras -dijo doña Emma, incluyendo en ese nosotras a su hermana Luisa. -Y no sé si lo habremos logrado bien, donde tanto presumes. Lo que bien se sabe no se ostenta, pero tú, hijo mío, pareces diccionario cuando hablas.

– Todas las voces que incluyo declinan mi amor por ti -coqueteó Luis Miguel con su madre.

– Declinaciones es lo que tú necesitas -dijo doña Emma. -Mejor dicho: inclinaciones ante tu madre, que soy yo.

– Me inclino y me declino -dijo Luis Miguel, que en el entretanto llevaba varios brandys de sobremesa.

– Y sobre todo interrumpes -dijo doña Emma.

– De acuerdo, madre. Soy una calamidad genésica -dijo Luis Miguel. – ¿Pero qué pasó después?

– Llega tu padre un día, muy preocupado, y me dice: "Estuve donde Fina Musa. Si Pedro sigue hablando así de Margarito y de Arreóla, lo van a matar". Y le brinca tu tía: "No lo digas, porque lo convocas". Tu tía ya ves que ha sido siempre medio bruja.

– Bruja, nada -dijo doña Luisa, al sentirse aludida. -Todo el pueblo decía lo que yo, pero lo decían en voz baja. Esa era la única diferencia.

– Pero vas a ver por qué tu tía fue una bruja en esto -siguió doña Emma. -Dice tu papá: "Pedro está contando unas cosas de Margarito que no tienen otra salida que el desastre. Y la gente de Margarito anda contando de él que mató a un hombre a sangre fría y que le ha pedido dinero al gobernador para callarse. Lo están provocando y él está tomando mucho. Pinta muy mal". "¿Qué podemos hacer?", le pregunto yo a tu padre, y me dice: "Habla con tu comadre Mercedes y que se vuelvan a México. Yo me voy mañana a Fallabón", que era el campamento maderero de tu padre, en la frontera de Belice y Guatemala, "pero aquí te dejo este dinero y que se vaya Pedro con su familia de Chetumal, porque lo van a matar". Entonces dice tu tía, en uno de esos trances de calma que le dan, pero que la ponen a hablar como si no hablara ella, dice tu tía, con una vocecita perdida, mirando a la ventana: "Lo van a matar de noche, cuando tú no estés". Y tu padre, que sabía cómo se las gastaba tu tía Luisa, se pone como loco y empieza a gritarle a tu tía: "No hables así, cállate la boca, esa boca que tú tienes Luisa, no la metas en este asunto que es muy serio". Total, tu padre se va a Fallabón, pasan los días y una mañana, poco antes de la comida, viene Antonino Sangri, muy divertido, diciendo: "Acabo de pasar una de las mejores cosas de mi vida". Antonino era el encargado de Mexicana de Aviación en Chetumal, despachaba y recibía los vuelos, los pocos vuelos que había en el pueblo, así que estaba al tanto de quién viajaba y quién llegaba. Había sido masón y comecuras, pero se había convertido al catolicismo. Lo criticaban mucho por eso sus antiguos compañeros y también la gente de Margarito lo criticaba, porque se había rajado, según ellos. Creo que ya les conté que la gente de Margarito era anticristera y mantenía su posición jacobina en Chetumal. Eran terribles, difamaban a los sacerdotes, ofendían a las monjitas, se sentaban fuera de la Iglesia a burlarse de los hombres que iban a misa y a gritarles que comían en el mandil de sus señoras. Bueno, pues nos dice Antonino: "En el vuelo de hoy, regresó de Jalisco Inocencio Arreóla. Fue a la fiesta de veintiún años de su hija mayor. ¿Y qué creen que le pasó?", nos pregunta Antonino, tragándose las carcajadas. "¿Pues qué le pasó, Antonino?", le preguntamos. "Le pasó que, acabando de cumplir veintiún años, su hija lo llamó aparte y le dijo: 'Papá, sé que esto le va a doler como ninguna cosa, pero hoy cumplo veintiún años, tengo la mayoría de edad y puedo decidir lo que quiero ser en la vida. Quiero decirle que voy a dedicarme al magisterio de Cristo'. Lo cual, traducido al cristiano, quiere decir que se iba a ir de monja. Estaba el hombre desolado", nos dijo Antonino, "tanto, que apenas bajó del avión vino a donde yo estaba y me lo contó todo. 'Tenía que contárselo a alguien', me dijo. 'Llevo cuatro días con esa daga atravesada y no puedo reponerme. Llévame donde Fina Musa que voy a emborracharme como nunca en mi vida'. Ahí lo acabo de dejar", dijo Antonino, "desecho, porque él, el Anticristo de los Altos de Jalisco, tiene una hija que se va a ir de monja. ¿Qué te parece? Este señor Dios es experto en golpear a los bajos, le gustan los descontones", nos dice Antonino, riéndose hasta retorcerse el condenado. Bueno, pues eso fue como a la una. No recuerdo que hiciéramos nada especial ese día. Abrimos la tienda por la tarde, cerramos por la noche, los acostamos a ustedes y nos sentamos tu tía y yo en el comedor a conversar con Ángela, la cocinera, ¿se acuerdan de Ángela?

– Nos acordamos, pero sigue -dijo Luis Miguel.

– Pues estamos conversando, en ese silencio único de Chetumal, donde sólo se oyen la brisa y los grillos en la maleza, estamos limpiando frijol, hablando, y en eso tu tía se pone de pie, va a la terraza, ve el cielo y regresa. Se está otro rato sentada, se pone de pie, va por un bordado y empieza a bordar. Al rato echa el bordado sobre la mesa, una mesa grande y redonda de caoba que temamos en el comedor, y dice: "Voy a poner café". Pone el café, regresa, se sienta otro rato, vuelve a pararse y dice: "Voy a ver si están bien tapados los niños". Va a la recámara, regresa, vuelve a asomarse al patio a ver el cielo y cuando regresa le digo yo: "Coño, Luisa, quédate quieta un minuto, me estás poniendo nerviosa". Entonces se sienta tu tía en la mesa, toma el bordado, la estoy viendo como si la tuviera enfrente, y en lo que va a reclinarse en el respaldo de la silla para tratar de reiniciar su bordado, se oyen, en ese silencio único de Chetumal, los cuatro tiros. Paf. Paf. Paf. Paf. Se para tu tía temblando, blanca, más blanca aún de lo que es, con los labios secos, como manchados de harina, y nos dice a Ángela y a mí: "¡Mataron a Pedro Pérez!" Salimos al corredor y nos quedamos ahí paralizadas un rato, cuando vemos venir por la acera al hijo de doña Paula Peyrefitte, que vivía enfrente de nosotros, lo vemos venir desencajado, corriendo, y le decimos: "¿Qué pasó, fulano? ¿Qué fueron esos disparos?". "Doña Emma", me dice el muchacho, temblando, "le acaban de disparar a Pedro Pérez y se lo están llevando al hospital muy mal herido". En eso se asoma papá, y nos pregunta: "¿Qué pasó? Creí oír unos tiros". "Papá", le digo yo. "Le dispararon a Pedro Pérez y lo están llevando al hospital". Se puso papá una camisa y salió sin decir palabra al hospital. Como a la media hora regresó con la noticia: Pedro había llegado muerto al hospital, no habían tenido siquiera oportunidad de atenderlo.

– ¿Pero qué pasó? ¿Cómo lo mataron? -preguntó Luis Miguel.

– Pasó que esa noche Pedro, como acostumbraba, se había ido a echar unos tragos a la cantina de Fina Musa y ahí se encontró a Inocencio Arreóla, que llevaba tomando desde el mediodía. En lugar de retirarse, al ver a Arreóla, Pedro fue y se sentó en otra mesa a pedir sus tragos. Naturalmente, al poco rato Arreóla hizo un comentario en voz alta para que lo oyera Pedro Pérez, insultándolo. Y Pedro, con la lengua que tenía, algo le respondió. Al rato volvió a hablar Arreóla y Pedro le contestó. Ahí se estuvieron un buen tiempo cambiando insultos y albures hasta que, como a eso de las nueve de la noche, Arreóla, ya muy borracho, calentado por la lengua de Pedro, se para, va hasta su mesa y lo empieza a insultar sin más y a llamarle poco hombre y qué sé yo cuánto. Entonces Pedro Pérez se pone de pie, ya también con sus copas y le dice: "No traigo conmigo mi pistola, pero voy a buscarla a mi casa, y aquí nos vemos". Con la misma, sale de la cantina y echa a andar para su casa. Pero Inocencio Arreóla no lo dejó. Salió tras él, lo alcanzó a la media calle y al doblar la esquina, a espaldas de nuestra casa, le disparó por la espalda. Paf. Paf. Paf. Paf. Los tiros que oímos en casa tu tía, Ángela y yo. La misma gente de la cantina, salió a recogerlo y lo llevó al hospital, pero no hubo nada qué hacer. Cuando llegó al hospital, estaba muerto.

– ¿Y entonces? -preguntó mi hija Rosario, sacudida todavía por la nitidez de los disparos.

– Entonces empezó la infamia, hija. -dijo doña Emma. -Al día siguiente, muy tempranito, en el avión de un comerciante de ahí, sacaron a Arreóla de Quintana Roo, y empezaron a correr la voz de que Arreóla había matado a Pedro Pérez por motivos políticos, como justificando el crimen por haber tenido móviles políticos. Como si el crimen político fuera justificable y los otros no. Así, tranquilamente, te decían en Chetumal: "El gobierno ayudó a Arreóla a huir, porque lo suyo con Pedro Pérez fue una cuestión política", como queriendo decir que entre gitanos no se leen la malaventura y que todo lo que pasa entre políticos está justificado. Al día siguiente, fue el entierro de Pedro Pérez. Esa fue la otra infamia: hubo consigna del gobierno entre la gente bien de Chetumal, la gente acomodada, la gente con dinero, que no se le hiciera mucho eco al entierro para no darle un cariz político. Con lo cual, ya era la infamia redonda: el asesinato de Pedro Pérez había tenido un carácter político, pero su entierro no debía tener un cariz político. Por eso digo yo que la política es lo que los hombres han inventado para justificar sus peores aberraciones. Bueno, el caso es que, de la gente de significación de Chetumal, sólo tu abuelo Camín marchó con el cortejo de Pedro Pérez, junto con Jesús Santa María y Pepe Almudena, los españoles del lugar, que habían ayudado siempre a Pedro y no renegaron de él a la hora de su muerte.

– La gente bien no fue -acotó doña Luisa. -Pero del pueblo acudió todo el mundo al entierro de Pedro Pérez. Estaba el cementerio que no cabía nadie. En medio del calor, estaba toda la gente ahí, porque Pedro era un hombre querido del pueblo.

– Tribuno del Pueblo -insistió mi hija Rosario. – ¿Y qué pasó con la familia?

– Te puedes imaginar -dijo doña Emma. -Pedro y mi comadre Mercedes tenían cinco hijos, y estaba mi comadre esperando el sexto cuando mataron a su marido. Mucha gente los ayudó y hasta el gobierno quiso darles un apoyo para tratar de lavar un poco lo de Arreóla. Pero mi comadre no aceptó nada. Se puso a trabajar y a hacer la lucha por todos lados. Los dos hijos mayores, varones, que eran unos niños de diez y ocho años, salieron a vender. Y ahí se fue levantando la familia de Pedro, a puro pulmón. La última ironía del asunto, fue un ejemplo de eso que decía Antonino que a Dios le gustan los golpes bajos. Van a ver: a Pedro lo mataron en octubre, estando Mercedes, su mujer, embarazada. Bueno, pues Mercedes dio a luz una niña que vino a nacer nada menos que el 28 de diciembre, precisamente el día del santo de Inocencio Arreóla, como para que recordara toda su vida que había nacido el mismo día que el hombre que mató a su padre.

– Eso es lo que se llama un final redondo -dijo Luis Miguel.

– Es un final como fue -dijo doña Emma.

– Pero falta el epílogo -recordó Luis Miguel.

– Qué epílogo ni qué ocho cuartos -rehusó doña Emma.

– Tiene un epílogo, madre -porfió Luis Miguel. -La única y verdadera historia de la noche que mataron a Pedro Pérez, tiene un epílogo. Yo lo sé. No en balde llevo media vida escuchándola.

– ¿Cuál epílogo? -preguntó doña Emma, entre divertida y desconcertada.

– Lo que pasó con Margarito después -dijo sin titubear Luis Miguel. -Y lo que pasó con la hija de Arreóla.

– Ah, eso -dijo doña Emma. -De acuerdo. Lo que pasó es esto: Margarito salió de Quintana Roo, creo que a fines de los años cincuenta, y se regresó a vivir a Jalisco, donde uno de sus hijos, el mayor, llegó a ser un político muy importante, siendo muy joven todavía. Bueno, pues Margarito alcanzó a vivir para ver que a ese muchacho lo mataran en la calle, a tiros, por razones políticas. Nunca se supo quién lo mató. Alguien protegió a los asesinos, como antes las gentes de Margarito habían protegido a Inocencio Arreóla.

– ¿Y qué pasó con Arreóla? -preguntó Luis Miguel.

– Otra historia increíble -dijo doña Emma. -Tu tío Ernesto se lo encontró aquí, en la ciudad de México, por ahí de 1976. Se fueron a comer y a conversar, porque tu tío Ernesto se llevaba bien con todos ellos. Hasta la fecha, dice que Margarito fue un gran gobernante de Quintana Roo. Y tiene sus buenas razones, no creas, sólo que nosotros recordamos otras cosas. Bueno, pues ¿qué crees que le había pasado a este hombre, Inocencio Arreóla? Esto: su hija monja se había hecho guerrillera, se había puesto a asaltar bancos y a secuestrar gente importante. Y en uno de esos asaltos, durante un tiroteo, la habían matado unos policías en Guadalajara, luego de una persecución. Y ¿dónde creen ustedes que cayó muerta? Frente a la Catedral, a media plaza, acribillada por la espalda, igual que Pedro Pérez.

– Ahí está el epílogo -dijo Luis Miguel. -Ni modo que nos fuéramos sin el epílogo.

– Se los cuento como fue -dijo doña Emma. -Y yo insisto en que esa es la realidad de la política: regar por el mundo la basura que hay en el corazón de los hombres.

Hubo entonces un silencio viejo, perfecto, como los de Chetumal, interrumpido sólo por el rasguido de la uña melancólica y exhausta de doña Emma, que espulgaba las migajas del mantel frente a ella. Nadie habló ni se movió de la mesa, y en medio de ese silencio antiguo, apartado por un momento de la historia, creímos escuchar de nuevo los tiros que mataron pero hicieron vivir para siempre, entre nosotros, a Pedro Pérez.