"El cuento número trece" - читать интересную книгу автора (Setterfield Diane)Merrily y el cochecito La casa de la señorita Winter estaba tan aislada y sus habitantes llevaban una vida tan solitaria, que durante mi primera semana allí me sorprendió oír un vehículo avanzar por la grava hasta detenerse ante la casa. Desde la ventana de la biblioteca vi abrirse la portezuela de un gran coche negro y divisé fugazmente la figura de un hombre alto y moreno. El hombre desapareció en el porche y escuché un timbrazo corto de la puerta. Volví a verlo al día siguiente. Me encontraba en el jardín, a unos tres metros del porche, cuando oí el crepitar de unos neumáticos sobre la grava. Me quedé muy quieta, replegada en mí misma. Si alguien se hubiera tomado la molestia de mirar, me habría visto perfectamente; pero cuando la gente espera no ver nada, no suele ver, así que el hombre no me vio. Su rostro era serio. La gruesa línea de las cejas proyectaba una sombra sobre sus ojos, mientras que el resto de su cara destacaba por una inmovilidad pétrea. Se inclinó para recoger el maletín del coche, cerró la portezuela y subió los escalones para tocar el timbre. Oí la puerta. Ni él ni Judith dijeron una palabra y el hombre desapareció dentro de la casa. Más tarde, ese mismo día, la señorita Winter me contó la historia de Merrily y el cochecito.
A medida que la gemelas crecían se alejaban cada vez más en sus exploraciones, y no tardaron en conocerse todas las granjas y los jardines del lugar. Como no sabían de límites ni tenían sentido de la propiedad, se colaban por donde les venía en gana. Abrían verjas y no siempre las cerraban; trepaban vallas cuando se interponían en su camino; probaban puertas de cocinas, y cuando estas cedían -casi siempre, pues la gente no solía echar la llave en Angelfield-, entraban. Cogían cualquier exquisitez que hubiera en la despensa, se echaban una hora en las camas de las habitaciones superiores si les vencía el cansancio y se llevaban cacerolas y cucharas para espantar a los pájaros en los campos. Las familias vecinas empezaron a inquietarse, pero por cada acusación que se hacía, había alguien que había visto a las gemelas justo ese momento en otro lugar remoto, o por lo menos había visto a una de ellas, o así lo creía. Y fue entonces cuando les dio por recordar todas las viejas historias de fantasmas. No hay una vieja casa que no tenga sus historias; no existe una vieja casa que no tenga sus fantasmas. Y el hecho de que las niñas fueran gemelas resultaba ya de por sí escalofriante. Todos creían que había algo raro en esas niñas, y ya fuera por ellas o por alguna otra razón, tanto adultos como niños se mostraban cada vez más reacios a acercarse a esa vieja casa grande por temor a lo que pudieran ver. No obstante, finalmente las molestias generadas por las incursiones pudieron más que las emocionantes historias de fantasmas y las mujeres perdieron la paciencia. En varias ocasiones pillaron a las niñas con las manos en la masa y gritaron. El enojo les deformaba el rostro y sus bocas se abrían y cerraban tan deprisa que las niñas se morían de risa. Las mujeres no entendían de qué se reían. No sabían que era la velocidad y el revoltijo de las palabras que brotaban de sus bocas lo que las confundía. Al creer que reían de pura maldad, las mujeres aún gritaban más. Las gemelas se quedaban un rato observando la rabieta de las aldeanas, después se daban la vuelta y se iban. Cuando los maridos llegaban a casa de los campos, sus mujeres se quejaban, decían que había que hacer algo, y ellos respondían: «Olvidas que son las hijas de la casa grande». Y las mujeres replicaban: «Casa grande o no, no se debe permitir que los niños corran a su antojo como hacen esas dos muchachas; no está bien. Hay que hacer algo». Y los hombres guardaban silencio sobre su plato de carne con patatas, meneaban la cabeza y nunca se hacía nada. Hasta el incidente del cochecito. En el pueblo había una mujer llamada Mary Jameson. Era la esposa de Fred Jameson, jornalero de la propiedad, y vivía con su marido y sus suegros en una de las casitas. La pareja acababa de casarse. Como el nombre de soltera de la mujer era Mary Leigh, las gemelas le habían inventado otro nombre en su propio lenguaje, Merrily, que le iba muy bien. A veces, al final del día, Merrily iba a buscar a su marido a los campos y se sentaban juntos al abrigo de un seto mientras él disfrutaba de un cigarrillo. El marido era un hombre alto y moreno, de pies grandes, y solía rodearle la cintura con el brazo, hacerle cosquillas y soplarle en el escote del vestido para hacerla reír. Para fastidiarle ella intentaba contener la risa, pero como en el fondo quería reír, siempre terminaba riéndose. De no ser por esa risa, Merrily habría sido una mujer anodina. Tenía el pelo de un color indefinido, demasiado oscuro para ser rubio, el mentón grande y los ojos pequeños, pero el sonido de su risa era tan bello que cuando lo oías creías verla a través de tus oídos y Merrily se transformaba: sus ojos desaparecían por encima de las mejillas redondas como lunas y de repente, en su ausencia, reparabas en su boca: labios carnosos de color guinda, dientes blancos y uniformes nadie en Angelfield tenía unos dientes como los suyos-, y una lengua rosada que recordaba a la de un gatito. Y el sonido; la bella, melodiosa e imparable música que borboteaba de su garganta como agua de manantial. Era el sonido de la alegría. Él se había casado con ella por eso; cuando ella reía él suavizaba la voz, apretaba los labios contra su cuello y pronunciaba su nombre, Mary, una y otra vez. La vibración de la voz de su marido en la piel le producía cosquillas y le hacía reír y reír y reír. Durante el invierno, mientras las gemelas limitaban sus exploraciones a los jardines y el parque, Merrily dio a luz un niño. Los primeros días cálidos de la primavera la encontraron en su jardín colgando la ropita en el tendedero; detrás de ella había un cochecito negro. A saber de dónde había salido, pues un cochecito no era un objeto propio de una aldeana; sin duda era de segunda o tercera mano, la familia lo habría adquirido barato (sí bien su aspecto indicaba que era muy caro) para celebrar la importancia de ese primer hijo y nieto. El caso es que cuando Merrily se agachaba para coger otra camisetita u otra camisita, para colgarlas en el tendedero, acompañada por los trinos de un pájaro, no dejaba de cantar, y su canción parecía dirigida al bello cochecito negro. Sus ruedas eran plateadas y muy altas, de manera que aunque el vehículo era grande, negro y redondeado, daba la impresión de velocidad e ingravidez. El jardín trasero se abría a unos prados; un seto dividía los dos espacios. Merrily ignoraba que al otro lado del seto había dos pares de ojos verdes clavados en el cochecito. Los bebés ensucian mucha ropa, y Merrily era una madre trabajadora y abnegada; todos los días salía al jardín a tender y recoger colada. Desde la ventana de la cocina, mientras lavaba pañales y camisetas en el fregadero, vigilaba el cochecito que descansaba al sol en el jardín. Cada cinco minutos hacía una escapada para ajustar la capota, remeter otra mantita o simplemente cantarle al niño. Merrily no era la única persona que sentía devoción por el cochecito. A Emmeline y Adeline les encantaba. Un día Merrily salió del porche trasero con una cesta de ropa bajo el brazo y el cochecito no estaba allí. Se detuvo en seco; abrió la boca y sus manos viajaron hasta las mejillas; la cesta cayó sobre el parterre, volcando cuellos y calcetines sobre los alhelíes. Merrily no miró ni una sola vez hacia la valla y las zarzas. Meneaba la cabeza a izquierda y derecha, como si no pudiera dar crédito a sus ojos, a izquierda y derecha, a izquierda y derecha, a izquierda y derecha, mientras el pánico crecía dentro de ella, hasta que finalmente dejó escapar un aullido, un sonido agudo que horadó el cielo como si pudiera rasgarlo en dos. El señor Griffin levantó la vista de su huerto y se acercó a su valla, tres puertas más abajo. La abuela Stokes, la vecina de al lado, frunció el entrecejo ante su fregadero y salió al porche. Pasmados, miraron a Merrily mientras se preguntaban si verdaderamente su risueña vecina era capaz de emitir semejante alarido, y ella les miraba a su vez con los ojos desorbitados, estupefacta, como si su grito hubiese agotado la provisión de palabras de toda una vida. Finalmente lo dijo: – Mi hijo ha desaparecido. Y en cuanto pronunció esas palabras, reaccionaron. El señor Griffin saltó tres vallas a la velocidad de un rayo, agarró a Merrily del brazo y la condujo hasta la parte delantera de la casa, diciendo: – ¿Que ha desaparecido? ¿Adónde se lo han llevado? La abuela Stokes se esfumó del porche trasero de su casa y un segundo después su voz estaba perforando el aire en el jardín delantero, pidiendo ayuda. El barullo fue en aumento. – ¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido? – ¡Se lo han llevado! ¡Del jardín! ¡Con el cochecito! – Vosotros dos id por allí y vosotros por allá. – Que alguien vaya a buscar a su marido. Todo el ruido, todo el alboroto, delante de la casa. Detrás todo estaba en silencio. La colada de Merrily ondeaba bajo el perezoso sol, la pala del señor Griffin descansaba plácidamente sobre la tierra removida, Emmeline acariciaba extasiada los radios plateados y Adeline le daba patadas para que se apartara y pudieran echar el trasto a rodar. Le habían puesto un nombre. Era el vuum. Arrastraron el cochecito por las partes traseras de las casas. Era más difícil de lo que habían imaginado. Para empezar, era más pesado de lo que aparentaba y, para colmo, iban empujándolo por un terreno desnivelado. La linde del prado tenía una ligera pendiente que forzaba al cochecito a circular ladeado. Podrían haber colocado las cuatro ruedas sobre la parte plana, pero la tierra, recién removida, era más blanda allí, y las ruedas se hundían en los terrones. Los cardos y las zarzas se enganchaban a las ruedas, frenándolas, y fue un milagro que después de los primeros metros pudieran seguir avanzando, pero las gemelas estaban en su elemento. Empujaban con todas sus fuerzas para llevar ese cochecito hasta su casa, ponían todo su empeño y apenas parecían acusar el esfuerzo. Los dedos les sangraban de arrancar los cardos de las ruedas, pero no cejaban en su propósito, Emmeline todavía entonando su balada al cochecito, acariciándolo furtivamente con los dedos, besándolo. Por fin llegaron donde terminaban los prados y ante sus ojos apareció la casa, pero en lugar de dirigirse a ella, giraron hacía las laderas del parque de ciervos. Querían jugar. Tras empujar el cochecito hasta la cima de la ladera más larga con su infatigable energía, lo colocaron en la posición debida. Sacaron al bebé, lo dejaron en el suelo y Adeline se subió al vehículo. Con las rodillas pegadas al mentón y las manos aferradas a los lados, tenía la cara blanca. Obedeciendo a una señal de sus ojos, Emmeline empujó el cochecito con todas sus fuerzas. Al principio el cochecito avanzó despacio; el suelo era escabroso y la ladera, allí arriba, arrancaba en suave pendiente, pero poco a poco fue ganando velocidad. El vehículo negro lanzaba destellos bajo el sol de la tarde mientras las ruedas giraban cada vez más deprisa, hasta que los radios fueron una mancha borrosa y luego incluso dejaron de verse. La pendiente se hizo más pronunciada y los baches del suelo hacían que el cochecito diera bandazos de un lado a otro, amenazando con alzar el vuelo. Un sonido inundó el aire. – ¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah! Era Adeline, aullando de placer mientras el cochecito se precipitaba colina abajo sacudiéndole los huesos y zarandeándole todos los sentidos. De repente se vio claro lo que iba a suceder. Una de las ruedas golpeó una roca que sobresalía del suelo. Se produjo una chispa en el momento en que el metal arañó la piedra y de pronto el cochecito ya no iba colina abajo, sino por el aire, volando en dirección al sol con las ruedas hacia arriba. El cochecito trazó una curva nítida sobre el azul del cielo, hasta el momento en que el suelo se elevó violentamente para arrebatárselo y se oyó el sonido escalofriante de algo haciéndose añicos. Con el eco de la euforia de Adeline resonando todavía en el cielo, el silencio lo cubrió todo. Emmeline echó a correr colina abajo. La rueda que apuntaba al cielo estaba combada y medio arrancada; la otra seguía girando lentamente, perdido todo su brío. Un brazo blanco asomó por la cavidad aplastada del cochecito negro y cayó en un ángulo extraño sobre el suelo pedregoso. En la mano había manchas moradas de zarzamora y arañazos de cardo. Emmeline se arrodilló. Dentro del cochecito reinaba la oscuridad. Pero había movimiento. Dos ojos verdes le devolvieron la mirada. – ¡Vuum! -exclamó, y sonrió. El juego había terminado. Ya era hora de volver a casa.
Aparte de contar la historia propiamente dicha, la señorita Winter hablaba poco durante nuestras reuniones. Los primeros días le preguntaba: «¿Qué tal?» al entrar en la biblioteca, pero ella se limitaba a responder: «Enferma. ¿Qué tal usted?», con un dejo malhumorado en la voz, como si fuera boba por preguntar. Nunca respondía a su pregunta y ella tampoco lo esperaba, de modo que pronto cesaron tales intercambios. Entraba con sigilo, exactamente un minuto antes de la hora, ocupaba mi lugar en la butaca instalada al otro lado de la chimenea y sacaba mi libreta de la bolsa. A renglón seguido, sin preámbulos, ella retomaba la historia donde la había dejado. El final de esas sesiones no estaba regido por el reloj. A veces la señorita Winter hablaba hasta alcanzar una pausa natural al término de un episodio. Pronunciaba las últimas palabras y el carácter irrevocable del cese de su voz resultaba inconfundible. Seguidamente se producía un silencio tan elocuente como el espacio en blanco al final de un capítulo. Yo hacía una última anotación en mi libreta, la cerraba, recogía mis cosas y me marchaba. Otras veces, sin embargo, la señorita Winter callaba de forma inesperada, en ocasiones en mitad de una frase, y yo levantaba la vista y veía su pálido rostro tenso por el esfuerzo de contener el dolor. – ¿Puedo hacer algo por usted? -le pregunté la primera vez que la vi así, pero ella se limitó a cerrar los ojos y despedirme con un gesto de la mano. Cuando terminó de contarme la historia de Merrily y el cochecito, guardé el lápiz y la libreta en la bolsa y mientras me levantaba dije: – Voy a ausentarme unos días. – No. -Su tono era severo. – Me temo que no me queda más remedio. Esperaba pasar solo unos días y ya llevo más de una semana. No he traído todo lo necesario para una estancia prolongada. – Maurice puede llevarla a la ciudad para que compre todo lo que necesita. – Necesito mis libros… La señorita Winter señaló las estanterías de su biblioteca. Negué con la cabeza. – Lo siento, pero debo irme. – Señorita Lea, se diría que piensa que tenemos todo el tiempo del mundo. Quizá usted sí, pero permítame recordarle que yo soy una mujer muy ocupada. No quiero volver a escuchar que tiene que irse. Asunto zanjado. Me mordí el labio y por un momento me acobardé, pero enseguida me repuse. – ¿Recuerda nuestro acuerdo? ¿Tres verdades? Necesito comprobar algunos datos. Vaciló. – ¿No me cree? Pasé por alto su pregunta. – Tres verdades que pudiera comprobar. Me dio su palabra. La señorita Winter apretó los labios con rabia, pero cedió. – Puede irse el lunes. Tres días. Ni uno más. Maurice la llevará a la estación. Estaba escribiendo la historia de Merrily y el cochecito cuando llamaron a mi puerta. Como no era la hora de cenar, me sorprendió, pues Judith nunca había interrumpido antes mi trabajo. – ¿Le importaría bajar al salón? -me preguntó-. El doctor Clifton ha venido y le gustaría comentarle algo. Cuando entré en el salón el hombre al que ya había visto llegar a la casa se levantó. No se me dan bien los apretones de mano, de modo que me alegré cuando el hombre pareció optar por no ofrecerme la suya, si bien por un momento no supimos de qué otra manera empezar. – Si no me equivoco usted es la biógrafa de la señorita Winter. – No estoy segura. – ¿No está segura? – Si me está contando la verdad, entonces soy su biógrafa; de lo contrario, no soy más que una amanuense. – Hummm. -Hizo una pausa-. ¿Importa eso? – ¿A quién? – A usted. No me lo había planteado, pero consideré que su pregunta era impertinente, de modo que no contesté. – Por lo que veo, usted es el médico de la señorita Winter. – Sí. – ¿Por qué quería verme? – En realidad ha sido la señorita Winter quien me ha pedido que la vea. Quiere que me asegure de que usted es totalmente consciente de su estado de salud. – Entiendo. Con científica e impávida claridad, procedió con sus explicaciones. En pocas palabras me dijo el nombre de la enfermedad que estaba matando a la señorita Winter, los síntomas que padecía, el grado de su dolor y aquellas horas del día en que los fármacos enmascaraban el dolor con mayor y menor eficacia. Mencionó otras afecciones que la señorita Winter padecía, todas ellas lo bastante graves para poder matarla si no fuera porque la otra enfermedad se adelantaría a todas. Y expuso, hasta donde pudo, la posible progresión de la enfermedad, la necesidad de racionar los incrementos de las dosis a fin de contar con una reserva para más adelante, cuando, según sus palabras, lo necesitara de verdad. – ¿Cuánto tiempo? -pregunté en cuanto terminó con su explicación. – No puedo decírselo. Otra persona ya habría perecido. La señorita Winter posee una naturaleza fuerte. Y desde que usted está aquí… -Se detuvo como quien sin querer está a punto de desvelar una confidencia. – ¿Desde que yo estoy aquí…? Me miró y pareció dudar. Finalmente se decidió a hablar. – Desde que usted está aquí parece encontrarse un poco mejor. Ella dice que es el poder anestésico de la narración. No supe qué pensar. Antes de poder hacerlo, el médico prosiguió: – Tengo entendido que se marcha… – ¿Por eso le pidió que hablara conmigo? – Solo quiere que entienda que el tiempo es de vital importancia. – Puede decirle que lo comprendo perfectamente. Finalizada la entrevista, me sostuvo la puerta y cuando pasé por su lado, se dirigió a mí una vez más, en un susurro inesperado: – ¿El cuento número trece? Me pregunto si… En su rostro por lo demás impasible capté un destello de la impaciencia febril del lector. – No ha dicho nada al respecto -dije-, pero aunque lo hubiera hecho, no estaría autorizada a contárselo. Los ojos del médico se enfriaron y un temblor viajó desde su boca hasta el recodo de la nariz. – Buenas tardes, señorita Lea. – Buenas tardes, doctor. |
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