"El cuento número trece" - читать интересную книгу автора (Setterfield Diane)Trece cuentos «Cuénteme la verdad.» Las palabras de la carta estaban atrapadas en mi cabeza, atrapadas, se diría, bajo el techo inclinado de mi buhardilla, como un pájaro que se ha colado por la chimenea. Era lógico que la petición del muchacho me hubiera afectado; a mí, a quien nunca habían contado la verdad y habían dejado que la descubriera sola y a escondidas. «Cuénteme la verdad.» Bien dicho. Pero decidí borrar las palabras y la carta de mi cabeza. Se acercaba la hora. Me moví con rapidez. En el cuarto de baño me lavé la cara con jabón y me cepillé los dientes. A las ocho menos tres minutos ya estaba en zapatillas y camisón, esperando a que el agua rompiera a hervir. Vamos, vamos. Un minuto para las ocho. Mi bolsa de agua caliente estaba lista y llené un vaso con agua del grifo. El tiempo era de vital importancia, pues a las ocho en punto el mundo se detenía. Era la hora de la lectura. Las horas comprendidas entre las ocho de la noche y la una o las dos de la madrugada siempre han sido mis horas mágicas. Sobre la colcha de chenilla azul, las páginas blancas de mi libro, alumbradas por el círculo de luz de la lámpara, constituían la puerta de entrada a otro mundo. Pero esa noche la magia falló. Los hilos argumentales que había dejado suspendidos la noche anterior se habían destensado a lo largo del día y me di cuenta de que no conseguía interesarme por cómo acabarían entrecruzándose. Me esforzaba por agarrarme a una hebra del argumento, pero en cuanto lo conseguía aparecía una voz -«Cuénteme la verdad»- que deshacía el nudo y la dejaba otra vez suelta. Mi mano revoloteó entonces por los favoritos de siempre: Pero fue en vano. «Cuénteme la verdad…» Hasta entonces la lectura nunca me había fallado; siempre había sido mi única seguridad. Apagué la luz, apoyé la cabeza en la almohada y traté de conciliar el sueño. Ecos de una voz. Fragmentos de una historia. En la oscuridad podía oírlos con más fuerza. «Cuénteme la verdad…» A las dos de la madrugada me levanté, me puse unos calcetines, abrí la puerta del piso y, abrigada con mi bata, descendí con sigilo por la escalera estrecha y entré en la librería. En la parte trasera hay un cuarto diminuto, apenas mayor que un armario, que utilizamos cuando tenemos que embalar libros para enviarlos por correo. En el cuarto hay una mesa y un estante con pliegos de papel de embalar, tijeras y un rollo de cordel. También hay un sencillo armario de madera que contiene alrededor de una docena de libros. El contenido del armario apenas varía. Si hoy asomarais la cabeza veríais lo mismo que yo vi esa noche: un libro sin tapa tumbado y, al lado, un feo tomo estampado en piel; un par de libros en latín colocados verticalmente; una Biblia vieja; tres volúmenes de botánica; dos de historia y un libro desbaratado de astronomía; un libro en japonés, otro en polaco y algunos poemas en inglés antiguo. ¿Por qué guardamos esos libros aparte? ¿Por qué no están con el resto de sus compañeros, en las estanterías cuidadosamente etiquetadas? El armario es el lugar donde guardamos lo esotérico, lo valioso, lo raro. Esos libros valen tanto como el contenido del resto de la tienda junto o incluso más. El libro que yo iba buscando -un pequeño ejemplar de tapa dura de unos diez centímetros por quince, editado hacía apenas cincuenta años- desentonaba al lado de todas esas antigüedades. Había aparecido en el armario dos meses atrás, imaginaba que por un despiste de papá, y era mi intención preguntarle uno de esos días por él y asignarle otro lugar. No obstante, por si las moscas, me puse los guantes blancos. Siempre tenemos guantes blancos en el armario para utilizarlos cuando manipulamos los libros porque, por una extraña paradoja, si bien los libros adquieren vida cuando los leemos, la grasa de nuestras yemas los destruyen cuando pasamos las páginas. En cualquier caso, con su cubierta en rústica impecable y las esquinas intactas, el libro, parte de una popular serie bastante bien editada por un sello ya desaparecido, se encontraba en buen estado. Un atractivo ejemplar y una primera edición, pero no la clase de libro que podría considerarse un tesoro. En los mercadillos benéficos y las ferias de los pueblos se venden otros ejemplares de esa misma serie por solo unos peniques. La cubierta en rústica era verde y crema: un dibujo uniforme que semejaba las escamas de un pez formaba el fondo, y encima había dos rectángulos lisos, uno para la silueta de una sirena y otro para el título y el nombre de la autora. Cerré el armario, devolví la llave y la linterna a su lugar y regresé a la cama con el libro en mi mano enguantada. No pretendía leerlo, y lo digo en sentido literal. Unas cuantas frases era cuanto necesitaba. Algo que fuera lo bastante impactante, lo bastante fuerte para acallar las palabras de la carta que seguían resonando en mi cabeza. Un clavo saca otro clavo, dice la gente. Un par de frases, quizá una página, y podría conciliar el sueño. Retiré la sobrecubierta y la guardé en el cajón que tengo destinado a ese fin. Incluso con guantes toda precaución es poca. Abrí el libro e inspiré. El olor de los libros viejos, tan afilado y seco que puedes notar su sabor. El prólogo. Solo unas palabras. Pero mis ojos, al peinar la primera línea, quedaron atrapados. Fue como sumergirse en el agua. Campesinas y príncipes, alguaciles e hijos de panaderos, mercaderes y sirenas, los personajes enseguida se volvían familiares. Había leído esas historias cien veces, mil veces. Todo el mundo conocía esas historias. Pero poco a poco, a medida que leía, su familiaridad se iba desvaneciendo. Se convertían en seres extraños; se convertían en seres nuevos. Esos personajes no eran los maniquíes coloreados que yo recordaba de los libros ilustrados de mi infancia que representaban mecánicamente la historia una y otra vez. Eran personas. La sangre que manó del dedo de la princesa cuando tocó la rueca era húmeda, y le dejó en la lengua un sabor acerado cuando se lamió el dedo antes de dormirse. Cuando le mostraron a su hija comatosa, las lágrimas del rey dejaron surcos de sal en su rostro. Las historias transcurrían a una velocidad pasmosa en un clima desconocido. Todos veían cumplidos sus deseos: el beso de un extraño devolvía la vida a la hija del rey, la bestia era despojada de su pelaje y quedaba desnuda como un hombre, la sirena caminaba; pero solo cuando ya era demasiado tarde se daban cuenta del precio que debían pagar por eludir su sino. Cada final feliz quedaba empañado. El destino, al principio tan comprensivo, tan razonable, tan dispuesto a negociar, terminaba imponiendo una cruel venganza. Los cuentos eran brutales, severos y desgarradores. Me encantaron. Fue mientras leía Seguí leyendo, terminé el cuento número doce y pasé la página. En blanco. Retrocedí, avancé de nuevo. Nada. No había cuento número trece. Sentí en la cabeza el nauseabundo mareo del submarinista que sube a la superficie demasiado deprisa. Algunos detalles de mi habitación aparecieron de nuevo ante mí, uno a uno. La colcha, el libro que sostenían mis manos, la lámpara todavía brillando en la luz que empezaba a filtrarse por las delgadas cortinas. Era de día. Había estado leyendo toda la noche. No había cuento número trece. Mi padre se encontraba en la librería, sentado ante el mostrador con la cabeza hundida entre las manos. Me oyó bajar y levantó la vista. Estaba pálido. – ¿Qué ocurre? -pregunté, entrando como una flecha. La conmoción le impedía hablar; alzó las manos en un gesto mudo de desesperación antes de volver a dejarlas lentamente sobre sus ojos horrorizados. Se le escapó un gemido. Mi mano revoloteó sobre su hombro, pero como no tengo costumbre de tocar a la gente, finalmente cayó sobre la chaqueta que papá había echado en el respaldo de la silla. – ¿Puedo hacer algo por ti? -le pregunté. Cuando papá habló, su voz sonó cansada y trémula. – Tenemos que llamar a la policía. Enseguida. Enseguida… – ¿La policía? Papá, ¿qué ha ocurrido? – Nos han robado. -Lo dijo como si fuera el fin del mundo. Desconcertada, miré a mi alrededor. Todo estaba en orden. Los cajones no estaban forzados, ni las estanterías revueltas, ni la ventana rota. – El armario -dijo, y entonces empecé a comprender. – Papá levantó los ojos. Su mirada era una mezcla de alivio y estupefacción. – ¿Lo tomaste prestado? – Sí. – ¿Que lo tomaste prestado? – Sí. -Le miré extrañada. Yo siempre tomaba prestados libros de la librería, y él lo sabía de sobra. – Pero ¿Vida Winter…? Entonces comprendí que le debía una explicación. Yo leo novelas antiguas. La razón es simple: prefiero un desenlace como es debido. Matrimonios y muertes, sacrificios nobles y recuperaciones milagrosas, separaciones trágicas y reencuentros inesperados, grandes caídas y sueños cumplidos; he ahí, en mi opinión, desenlaces que hacen que la espera merezca la pena. Deben producirse después de aventuras, riesgos, peligros y dilemas, y tener una conclusión clara, sin cabos sueltos. Y como esa clase de desenlaces es más frecuente en las novelas antiguas que en las modernas, solo leo novelas antiguas. La literatura contemporánea es un mundo casi desconocido para mí. Mi padre me lo ha reprochado a menudo en nuestras charlas diarias sobre libros. Él lee tanto como yo, pero su lectura es más variada, y sus opiniones me merecen un gran respeto. Con palabras precisas, cuidadosamente elegidas, me ha descrito la bella desolación que siente al terminar una novela cuyo mensaje es que el sufrimiento humano no tiene fin, que solo queda resistir. Me ha hablado de finales discretos que, sin embargo, permanecen más tiempo en la memoria que desenlaces más llamativos y arrebatados. Me ha explicado por qué la ambigüedad le llega más al corazón que los finales de muerte y matrimonio que yo prefiero. Durante estas charlas escucho con suma atención y asiento con la cabeza, pero no abandono mis viejas costumbres. Papá no me lo reprocha. Hay algo en lo que sí estamos de acuerdo: hay demasiados libros en el mundo para poder leerlos todos en el transcurso de una vida, de manera que hay que trazar una línea en algún lugar. En una ocasión papá hasta me habló de Vida Winter. – He ahí una escritora viva que podría gustarte. Pero yo nunca había leído un libro de Vida Winter. ¿Por qué iba a hacerlo cuando había tantos escritores muertos aún por descubrir? Salvo que había bajado en mitad de la noche para coger los – Ayer recibí una carta -comencé. Asintió con la cabeza. – De Vida Winter. Papá enarcó las cejas, pero me dejó continuar. – Se trata de una invitación para que vaya a verla. Con la idea de escribir su biografía. Sus cejas se elevaron unos milímetros más. – No podía dormir, así que bajé a buscar su libro. Esperé para ver si mi padre decía algo, pero no abrió la boca. Estaba pensando. Tenía el ceño ligeramente arrugado. Pasado un rato, hablé de nuevo. – ¿Por qué lo guardas en el armario? ¿Qué lo hace tan valioso? Papá salió de su ensimismamiento para responder. – En parte porque es la primera edición del primer libro de la escritora viva más famosa en lengua inglesa. Pero, sobre todo, porque es defectuoso. Las ediciones posteriores se titulan Asentí con la cabeza. – Al principio, es de suponer, debían de haber sido trece. Luego decidieron editar solo doce, pero hubo una confusión con el diseño de la cubierta y el libro se imprimió con el título original y tan solo doce historias. Tuvieron que retirarlos. – Pero tu ejemplar… – Se les escapó. Pertenece a un lote enviado por error a una librería de Dorset, donde un cliente compró un ejemplar antes de que la tienda recibiera la orden de embalarlos y devolverlos. Hace treinta años el cliente cayó en la cuenta de que podía ser valioso y se lo vendió a un coleccionista. El patrimonio del coleccionista se subastó en septiembre y compré el ejemplar con las ganancias del trato de Aviñón. – ¿El trato de Aviñón? Papá había tardado dos años en negociar el trato de Aviñón. Era uno de sus éxitos más lucrativos. – Te pusiste los guantes, ¿verdad? -preguntó con timidez. – ¿Por quién me has tomado? Sonrió antes de proseguir. – Tanto esfuerzo para nada. – ¿A qué te refieres? – A la retirada de todos esos libros por el error en el título. La gente sigue llamándolo – ¿Y por qué? – Es consecuencia del halo de fama y misterio que la envuelve. Dado lo poco que se sabe de Vida Winter, anécdotas como la historia de la primera edición retirada adquieren una importancia desmesurada. Ha pasado a formar parte de la mitología de Vida Winter. El misterio del cuento número trece. Así la gente tiene algo sobre lo que hacer conjeturas. Se produjo un breve silencio. Luego, con la mirada un poco perdida y hablando en voz baja para permitirme atender a sus palabras o dejarlas pasar, papá murmuró: – Y ahora una biografía… Qué sorpresa. Recordé la carta, mi miedo a que su autora no fuera de fiar. Recordé la insistencia de las palabras del joven: «Cuénteme la verdad». Recordé los – No sé qué hacer -le dije a mi padre. – Es diferente de lo que has hecho hasta ahora. Vida Winter está viva. Tendrías que hacer entrevistas en lugar de perderte por los archivos. Asentí. – Pero tú quieres conocer a la persona que escribió los Asentí de nuevo. Mi padre descansó las manos en sus rodillas y suspiró. Él conoce el poder de la lectura. La forma en que te atrapa. – ¿Cuándo quiere que vayas? – El lunes -dije. – Te llevaré a la estación, ¿vale? – Gracias. Y… – ¿Sí? – ¿Puedo tomarme unos días libres? Debería leer un poco más antes de presentarme allí. – Sí -dijo papá con una sonrisa que no logró ocultar su inquietud-. Por supuesto. A renglón seguido tuvo lugar uno de los períodos más maravillosos de mi vida adulta. Por primera vez tenía en mi mesita de noche una montaña de libros en rústica brillantes, sin estrenar, comprados en una librería normal. Ni una cosa ni otra, de Vida Winter; Como es lógico, siempre esperamos algo especial cuando leemos por primera vez a un autor, y los libros de la señorita Winter producían en mí el mismo estremecimiento que había sentido cuando descubrí los diarios de los Landier, por poner un ejemplo. Pero se trataba de algo más. Siempre he sido lectora; en todas la etapas de mi vida he leído y nunca ha habido un momento en que leer no fuera mi mayor dicha. Y, sin embargo, no puedo decir que lo que he leído de adulta haya tenido el mismo impacto en mí que lo que leí de niña. Hoy día todavía creo en las historias. Aún me olvido de mí misma cuando estoy leyendo un buen libro, pero ya no es lo mismo. Los libros son para mí, ya lo he dicho, lo más importante; lo que no puedo olvidar es que hubo un tiempo en que fueron a la vez más banales y más fundamentales. De niña los libros lo eran todo. Por tanto, siempre existe en mí un anhelo nostálgico por ese gusto perdido por los libros. No espero ver satisfecho mi anhelo algún día. Y, sin embargo, durante este período, esos días en que leía todo el día y la mitad de la noche, en que dormía bajo una colcha cubierta de libros, en que mi sueño era negro y tranquilo, pasaba como un rayo y despertaba para seguir leyendo, recuperé el placer perdido por la lectura compulsiva e ingenua. La señorita Winter me devolvió la virginidad del lector novato y luego, con sus historias, me cautivó. De vez en cuando mí padre llamaba a la puerta de lo alto de la escalera. Se quedaba mirándome fijamente. Yo debía de tener esa mirada aturdida que te da la lectura apasionada. – No olvides que debes comer, ¿de acuerdo? -decía mientras me tendía una bolsa con comida o una botella de leche. Me habría gustado quedarme para siempre en mi buhardilla con esos libros. Pero si quería ir a Yorkshire para conocer a la señorita Winter, debía emprender otra tarea. Abandoné la lectura durante un día para ir a la biblioteca. En la sala de lectura de prensa busqué reseñas de las últimas novelas de la señorita Winter en la sección de libros de los periódicos nacionales. Con cada nuevo libro que salía al mercado la señorita Winter convocaba a varios periodistas en un hotel de Harrogate, donde los recibía uno a uno y les daba, por separado, lo que ella llamaba la historia de su vida. Debía de haber docenas de esas historias, puede que centenares. Encontré unas veinte sin buscar demasiado. Tras la publicación de Irónica y sentimental, trágica y mordaz, cómica y pícara, cada una de esas historias era una obra maestra en miniatura. Para otra clase de escritor podrían ser el mayor logro de su carrera; para Vida Winter eran simples historias de usar y tirar. Creo que nadie se habría confundido creyendo que era verdad. La víspera de mi partida era domingo y pasé la tarde en casa de mis padres. Su casa nunca cambia: una sola exhalación lobuna podría reducirla a escombros. Mi madre, tensa, esbozaba una sonrisa con la boca pequeña y hablaba animadamente mientras nosotros bebíamos té. El jardín de los vecinos, las obras en la ciudad, un perfume nuevo que le había provocado un sarpullido. Una conversación ligera, insustancial, generada para mantener el silencio a raya; el silencio donde moraban sus demonios. Su actuación era buena: nada que revelara que a duras penas soportaba salir de casa, que el más mínimo acontecimiento inesperado le provocaba migraña, que no podía leer un libro por temor a las emociones que pudiera despertarle. Papá y yo esperamos a que mamá se marchara a preparar otra tetera para hablar de la señorita Winter. – No es su verdadero nombre -le dije-. Si lo fuera sería más fácil investigar sobre ella. Toda la gente que lo ha intentado ha desistido por falta de datos. Nadie conoce el más mínimo detalle sobre Vida Winter. – Qué extraño. – Es como si no procediera de ningún lugar, como si no hubiera existido antes de convertirse en escritora, como si se hubiera inventado a sí misma cuando escribió su primer libro. – Conocemos el nombre que eligió como pseudónimo. Seguro que eso ya dice algo -dijo mi padre. – Vida. Del latín – Efectivamente. -Asintió con la cabeza-. ¿Y qué me dices de Winter? Se produjo un silencio. Cuando fue necesario decir algo para no cargar el último intercambio de palabras con un peso intolerable, dije: – Es un nombre punzante. V y W. Vida Winter. Muy punzante. Mi madre regresó y siguió hablando mientras colocaba las tazas en los platillos al servir el té. Su voz se movía por su parcela de vida estrechamente controlada con la misma desenvoltura que si midiera tres hectáreas. Mi mente empezó a vagar. Sobre la repisa de la chimenea descansaba el único objeto de la habitación que podía considerarse decorativo: una fotografía. De vez en cuando mi madre dice que la guardará en un cajón para protegerla del polvo. Pero a mi padre le gusta verla y dado que rara vez le lleva la contraria, mi madre cede en esto. Es la fotografía de una joven pareja de recién casados. Papá está igual: discretamente atractivo, de ojos oscuros y pensativos, los años no pasan para él. La mujer resulta casi irreconocible. Una sonrisa espontánea, risa en los ojos, ternura en la mirada que dirige a mi padre. Parece feliz. Las tragedias lo cambian todo. Yo nací y la mujer recién casada de la foto desapareció. Miré por la ventana el jardín muerto. Contra la luz menguante, mi sombra rondaba en el cristal mirando la habitación muerta. ¿Qué pensará de nosotros?, me pregunté. ¿Qué opinará de nuestros esfuerzos por convencernos de que eso era vida y que la estábamos viviendo de verdad? |
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