"Situación Límite" - читать интересную книгу автора (Conrad Joseph)

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Esos años le pesaban poco; y no se avergonzaba en absoluto de su ruina. No había sido el único en creer en la estabilidad de ese Banco. Hombres tan dignos de crédito en materias financieras como él en el oficio de navegar habían alabado el acierto de aquellas inversiones y habían perdido también ellos grandes cantidades en la escandalosa quiebra. La única diferencia era que él lo había perdido todo. O casi. De la fortuna perdida le quedaba un barquito precioso, Fair Maid, que había comprado para ocupar su ocio de marinero retirado…, «un juguete», como él mismo decía.

Se había declarado formalmente cansado del mar el año anterior al matrimonio de su hija. Pero una vez que la joven pareja hubo ido a instalarse en Melbourne, descubrió que no conseguía ser feliz en tierra. Era demasiado capitán de mercante como para que le pudiesen satisfacer los paseos de placer. Necesitaba la ilusión de los negocios; y la adquisición del Fair Maid preservaba la continuidad de su vida. En diversos puertos presentó a sus amistades el barco como «el último que mando». Cuando fuese demasiado viejo para poder mandar un barco, lo inutilizaría y desembarcaría para que le enterrasen, dejando instrucciones de que el día del entierro se remolcase el barco a alta mar, y lo hundiesen dignamente. Su hija no podría quejarse de que tuviese la satisfacción de saber que ningún forastero mandaría tras su muerte su último barco. Con la fortuna que iba a dejarle, el valor de un barco de quinientas toneladas no tenía importancia. Todo esto lo decía guiñando el ojo con picardía: aquel enérgico anciano tenía demasiada vitalidad como para caer en sentimentalismos amargos; y lo decía con cierta nostalgia, porque se encontraba a gusto en la vida y disfrutaba realmente con los sentimientos y las posesiones; gozaba de la dignidad de su reputación, del amor que sentía por su hija y de la satisfacción que le daba el barco, juguete de su ocio no compartido.

Había dispuesto el camarote de conformidad con su simple ideal de comodidad en el mar. Un lado estaba ocupado por una gran librería (era un señalado lector); frente al lecho tenía el retrato de su última esposa, un óleo bituminoso y desvaído que representaba el perfil y un largo mechón ondulado, negro, de una mujer joven. Tres cronómetros le ayudaban con su tic-tac a dormirse y le saludaban al despertarle con la pequeña competición de sus timbres. Se levantaba todos los días a las cinco. El oficial de la guardia de mañana, que se tomaba el primer café a popa, junto al timón, oía por el amplio orificio de los respiradores de cobre los chapoteos, soplidos y restregones que hacía el capitán al lavarse. Ruidos seguidos por un murmullo sostenido y profundo, el del Padrenuestro recitado en voz alta y firme. Cinco minutos más tarde emergían por la escotilla la cabeza y los hombros del capitán Whalley. Invariablemente, se detenía un momento en las escaleras, girando la mirada para abarcar todo el horizonte; levantaba la vista para ver la posición de las velas; inhalaba profundamente el aire fresco. Sólo entonces salía a la toldilla, devolviendo el saludo de la mano puesta en la visera con un solemne y benévolo -Buenos días-. Recorría las cubiertas hasta las ocho en punto. Alguna vez, no más de dos días al año, tenía que utilizar un grueso bastón, parecido a una porra, a causa del agarrotamiento de la cadera…, lo que suponía una leve traza de reuma. Aparte de eso, desconocía todas las enfermedades de la carne. Cuando la campana llamaba a desayunar bajaba a alimentar a los canarios, dar cuerda a los cronómetros, y ocupaba la cabecera de la mesa. Desde allí divisaba las grandes fotografías en carbón de su hija, el marido de ésta y dos niños de piernas gordezuelas -sus nietos- puestas en marcos negros incrustados en el mamparo de arce de la cocina. Después del desayuno limpiaba él mismo con un paño el cristal de esos retratos, y pasaba por el óleo de su mujer un plumero que tenía colgado de un pequeño gancho de latón junto al solemne marco dorado. Entonces, con la puerta del camarote cerrada, se sentaba en la cama, bajo el retrato, a leer un capítulo de una gruesa Biblia de bolsillo -su Biblia-. Pero algunos días se limitaba a estar allí media hora sentado, con el dedo entre las hojas y el libro cerrado sobre las rodillas. Tal vez había recordado de repente cuánto le encantaba a ella navegar.

Había sido una auténtica compañera de navegación y también una auténtica mujer. Para él era como un artículo de fe que nunca había habido ni podría haber ni a flote ni en tierra firme un hogar más entrañable y luminoso que su casa de debajo de la toldilla del Cóndor, con la gran cámara toda en blanco y oro, engalanada como para una fiesta perpetua con guirnaldas inmarcesibles. Ella había decorado el centro de cada panel con un ramillete de flores domésticas. Le llevó doce meses rodear todo el comedor con esa labor de amor. Para él aquello quedó como un primor de pintura, la mayor perfección de gusto y habilidad; y en cuanto al viejo Swinburne, su compañero, cada vez que bajaba a comer quedaba como paralizado de admiración al ver el progreso de la obra. Aquellas rosas casi se podían oler, según decía aspirando el lánguido olor de turpentina que en aquella época llenaba el salón, y (según confesó luego) le disminuía un poco su apetito habitual. Pero en cambio, nada empañaba el deleite que le causaba el canto de ella.

– Mrs. Whalley es un auténtico ruiseñor con todas las de la ley, señor -proclamaba con aire de juez, tras escuchar profundamente a la luz de la lumbrera hasta el fin de la pieza.

Cuando hacía buen tiempo, durante la guardia de seis a ocho de la tarde, los dos hombres podían oír sus trinos y gorgoritos acompañados por el piano. El instrumento lo había encargado el capitán a Londres el mismo día que se prometieron; pero no les llegó hasta un año después de la boda, dando vuelta por El Cabo. La gran caja formaba parte de primera carga general directa desembarcada en el puerto de Hong Kong…, acontecimiento que parecía oscuro y lejano a los que circulaban ahora por los ajetreados muelles de ese puerto. Pero el capitán Whalley podía en media hora de soledad vivir de nuevo toda su vida, con el romance, el idilio y la pena. Tuvo que cerrarle los ojos él mismo. Se fue de debajo de la bandera como correspondía a una esposa de marinero, marinera de corazón. El le leyó las oraciones, con el libro de plegarias de ella misma, sin que le temblase la voz ni una sola vez. Al levantar la mirada pudo ver delante al viejo Swinburne con la gorra apretada contra el pecho y el rostro curtido, rojizo e impasible sudando a mares como un trozo de granito rojo cincelado bajo un aguacero. Era muy propio que aquel viejo lobo de mar gritase. Tenía que leer sin parar hasta el fin; pero después de la zambullida, apenas recordaba lo que había ocurrido en varios días. Un anciano marinero, diestro en el manejo de la aguja confeccionó un vestido de luto para la niña con una falda negra de la difunta.

No era fácil que el hombre lo olvidase; pero no puede uno contener la vida como quien embalsa una corriente perezosa. La vida tiene que abrirse camino y fluir por encima de las preocupaciones de uno, cerrándose sobre una pena como el mar sobre un cadáver, por grande que sea el amor que se haya ido al fondo. Y el mundo no es malo. La gente se había portado muy bien con él; particularmente Mrs. Gardner, esposa del socio principal de Gardner, Patteson amp; Co., empresa propietaria del Cóndor. Se ofreció a cuidar de la pequeña, y en su momento se la llevó a Inglaterra (cosa que en aquella época representaba un señor viaje, aun yendo por la ruta terrestre del correo), con sus propias hijas, para que completasen su educación. Tardó diez años en volver a verla.

De niña, nunca había tenido miedo del mal tiempo; pedía que la llevasen a cubierta enfundada en el impermeable para contemplar cómo se echaban sobre el Cóndor los enormes mares. Los torbellinos y choques de las olas parecían llenar su almita de un deleite que la dejaba sin respiración.

– Lástima de chico que hubieras sido -solía decirle él en broma.

La había llamado Ivy -hiedra- por el sonido de la palabra, y obscuramente fascinado por una vaga asociación de ideas. Se había enredado prieta en torno a su corazón, y él quería que la chica se mantuviese junto al padre como torre de fuerza; olvidó así, mientras ella fue niña, que por la naturaleza de las cosas ella elegiría, probablemente, arrimarse a algún otro sostén. Pero el hombre amaba la vida lo bastante como para que incluso ese acontecimiento le produjese cierta satisfacción, aparte del sentimiento íntimo de pérdida.

Cuando hubo comprado el Fair Maid para ocupar su soledad, se apresuró a aceptar un cargamento poco beneficioso para Australia sólo por tener ocasión de ver a la hija en su propia casa. Lo que le disgustó allí no fue que ésta se apoyase en otro, sino que el soporte que había elegido, visto de cerca, parecía «un poste bastante endeble», incluso en cuestión de salud. Le disgustaba la estudiada urbanidad del yerno, tal vez más aún que su método de administrar la suma de dinero que él había dado a Ivy al casarse. Pero no dijo ni palabra de sus aprensiones. Sólo el día de la despedida, con el portal abierto de par en par, cogió las manos de la hija y, mirándola firmemente a los ojos, le dijo:

– Querida, ya sabes que todo lo que tengo es para tí y para los críos. Escríbeme con toda franqueza.

Ella le contestó con un movimiento de cabeza casi imperceptible. Se parecía a la madre en el color de los ojos, y en el carácter, y también en que le comprendía sin muchas palabras.

Claro que le iba a escribir; y algunas de las cartas hicieron arquear las blancas cejas del capitán Whalley. Por lo demás, éste sentía recompensados todos los afanes de su vida al poder dar todo lo necesario cuando ella se lo pedía. En cierto modo, nada le había dado tanta satisfacción desde la muerte de su esposa. Y, cosa curiosa, la puntualidad con que el yerno fracasaba le hacía sentir, desde lejos, cierta simpatía por él. El hombre se veía tan constantemente obligado a resguardarse en cualquier costa, que echarle la culpa de todo eso a su impericia en navegar, hubiera sido claramente injusto. ¡No! El sabía muy bien a qué se debía eso. Era mala suerte. La suya había sido maravillosa, pero a lo largo de la vida había visto a muchos hombres de valía -marineros y no marineros- hundirse por el simple peso de la mala suerte, y sabía reconocer los síntomas de la fatalidad. De modo que estaba pensando cuál sería la mejor forma de ahorrar muy estrictamente hasta el último penique que pudiese legarles cuando, con una racha premonitoria de rumores (cuyo eco le alcanzó por primera vez en Shangai), vino el impacto de la enorme quiebra; y después de pasar por las fases de estupor, incredulidad, indignación, tuvo que aceptar el hecho de que no podía ya hablar de dejar nada en herencia.

A todo esto, como si hubiese estado aguardando precisamente a esta catástrofe, allí en Melbourne, aquel desafortunado abandonó su ruinoso juego y se quedó clavado en una silla de ruedas de inválido.

– Nunca volverá a andar -escribió la esposa.

Por primera vez en la vida, el capitán Whalley sintió que se tambaleaba.

A la vista de esto, el Fair Maid tenía que ponerse a trabajar urgentemente. Ya no se trataba de mantener viva la memoria de Harry Whalley el Temerario en los mares del Este, ni de proporcionar a un anciano dinero para pequeños gastos, para vestir, y tal vez para permitirse unos cientos de cigarros de primera clase al cabo del año. Tendría que poner todo el empeño en mantener el barco trabajando al máximo, con una escasa asignación para hacer la vida agradable a los hombres de proa y de popa.

Esta situación de necesidad le abrió los ojos a los cambios fundamentales ocurridos en el mundo. De su pasado sólo quedaban, acá y allá, algunos nombres familiares, pero las cosas y los hombres que él conociera habían desaparecido. Todavía se veía el nombre de Gardner, Patteson amp; Co., en las paredes de los depósitos del muelle, en placas de metal y cristaleras de los barrios de negocios de más de un puerto del Oriente, pero ya no había ningún Gardner ni Patteson en la firma. Al capitán Whalley ya no le aguardaba un sillón y una calurosa bienvenida en un despacho particular, ni la disposición a facilitarle algún negocio por mor de los servicios prestados. Tras las mesas de despacho de la habitación donde él tenía libre entrada en tiempos del viejo Gardner, aún mucho después de haber dejado la casa, se sentaban ahora los yernos. Los barcos de la compañía llevaban ahora chimeneas amarillas con cimera negra, y un calendario de rutas similar al de un maldito servicio de tranvías. Les daban lo mismo los vientos de diciembre que los de junio; los capitanes (que él no dudaba serían jóvenes excelentes) estaban, sin duda, familiarizados con la isla de Whalley, porque en los últimos años el Gobierno había instalado un faro fijo blanco en el extremo norte de la misma (estableciendo un sector rojo de peligro en el arrecife Cóndor), pero la mayor parte de ellos se habrían sorprendido muchísimo de oír que todavía existía un Whalley de carne y hueso… un anciano que iba por el mundo tratando de encontrar carga aquí y allá para su pequeño barco.

Y en todas partes ocurría lo mismo. Desaparecidos los hombres que habrían asentido complacidos a la sola mención de su nombre y se habrían sentido obligados por su honor a hacer algo por Harry Whalley el Temerario. Desaparecidas las oportunidades que él habría sabido cómo aprovechar; y con ellas la bandada de clíper de blancas alas que vivían en la vida incierta y agitada de los vientos, rescatando grandes fortunas de la espuma de los mares. En un mundo que disminuía los beneficios hasta un mínimo irreductible, en un mundo capaz de contar dos veces al día el tonelaje desocupado y en que los fletes se establecían por cable con tres meses de antelación, no había posibilidad alguna de fortuna para un individuo que erraba al azar con un pequeño barco… no podía haber rincón ninguno para él.

Cada año se le hacía más difícil la cosa. Sufría mucho con la nimiedad de las transferencias que podía mandar a la hija. Había renunciado a los buenos cigarros, e incluso limitó a seis diarios la ración de puritos corrientes. Nunca le contaba a ella sus dificultades, y ella nunca se extendía en contarle su lucha por la vida. La confianza que había entre ambos no necesitaba explicaciones, y la perfecta comprensión mutua se mantenía sin protestas de gratitud ni de pesar. Le habría pasmado que ella se hubiese deshecho en frases de agradecimiento, pero encontró perfectamente natural que le dijese que necesitaba doscientas libras.

Había llegado con el Fair Maid lastrado a buscar carga al puerto donde estaba matriculado el Sofala. Allí recibió la carta. El tenor de ésta era que no valía la pena embellecer las cosas. No le quedaba más remedio que abrir una casa de huéspedes, para la que juzgaba había buenas perspectivas. Al menos lo bastante buenas como para que ella le dijese francamente que con doscientas libras podría ponerla en marcha. El hombre arrugó con el puño el sobre abierto y lo echó impulsivamente a la cubierta, donde se lo había entregado el representante de los abastecedores, que trajo el correo en el momento de anclar el barco. Por segunda vez en la vida se sintió abrumado, y permaneció clavado en la puerta del camarote, con el papel temblándole en las manos. ¡Abrir una casa de huéspedes! ¡Doscientas libras para empezar! ¡El único recurso! Y él no tenía forma de conseguir ni doscientos peniques.

El capitán Whalley se pasó la noche recorriendo la toldilla del buque anclado, como si estuviese a punto de arribar a tierra con temporal, sin saber a ciencia cierta en qué posición se hallaba tras una singladura de muchos días grises sin ver el sol, la luna ni las estrellas. La negra noche parpadeaba con las linternas de los marines y las inmóviles hileras de farolas de la costa; y todo alrededor del Fair Maid las luces de posición de los barcos arrojaban rastros temblorosos al agua del fondeadero. El capitán Whalley no vio ningún destello en ninguna parte hasta que vino el alba y cayó en la cuenta de que tenía toda la ropa empapada por el denso rocío.

El barco había despertado. Se detuvo en seco, se sacudió la húmeda barba, y bajó por la escalera de toldilla de espaldas, arrastrando los pies. Al verle el primer oficial, que vagaba dormitando por la toldilla, se quedó boquiabierto en mitad de un bostezo matinal.

– Buenos días tenga usted -dijo el capitán Whalley, solemnemente, entrando en el camarote. Pero se detuvo en la puerta y, sin mirar atrás, añadió:

– Por cierto, en el trastero tiene que haber una caja de madera vacía. ¿No la habrán roto, verdad?

El hombre cerró la boca, y luego, preguntó desconcertado:

– ¿Qué caja vacía, señor?

– Una caja de embalaje grande, plana, que pertenecía a ese cuadro que tengo en mi habitación. Que la traigan a cubierta, y dígale al carpintero que la revise. Es posible que la necesite pronto.

El primer oficial no movió ni una pestaña hasta que oyó que en el comedor se cerraba la puerta de la cámara del capitán. Luego llamó a popa con una señal del índice al segundo piloto para decirle que «aquí pasa algo».

Al sonar la campanilla, la voz imponente del capitán Whalley resonó a través de la puerta cerrada:

– Siéntense y no me esperen.

Los impresionados oficiales ocuparon sus puestos, intercambiando miradas y susurros. ¿Cómo? ¿No desayunaba? Y, al parecer, después de dar vueltas toda la noche por cubierta, sin duda, ocurría algo. En la lumbrera de encima de sus cabezas, inclinadas ávidamente sobre los platos, tres jaulas de alambre temblaban y resonaban con los saltos inquietos de unos canarios hambrientos; y podían detectar el ruido de los movimientos decididos del «viejo» en su camarote. El capitán Whalley estaba dando cuerda metódicamente a los cronómetros, quitaba el polvo al retrato de su última esposa, sacaba de los cajones una camisa blanca limpia, preparándose con su habitual parsimonia y puntillo para ir a tierra. Aquella mañana no podría haber tomado un solo bocado. Había decidido vender el Fair Maid.