"Elizabeth Costello" - читать интересную книгу автора (Coetzee J. M.)

3. LAS VIDAS DE LOS ANIMALES

UNO: LOS FILÓSOFOS Y LOS ANIMALES

Él está esperando en la puerta de embarque cuando llega el vuelo de su madre. Lleva dos años sin verla. A su pesar, le impresiona lo envejecida que está. Su pelo, que antes tenía mechones canos, ahora está del todo blanco. Camina encorvada. La carne se le ha vuelto flácida.

Nunca han sido una familia muy efusiva. Un abrazo, unas palabras en voz baja y ahí se acaban los saludos. Siguen en silencio la corriente de pasajeros hasta el área de recogida de equipajes, recogen la maleta de su madre y se meten en el coche para el trayecto de noventa minutos.

– Es un vuelo largo -comenta él-. Debes de estar cansada.

– Ya me iría a dormir -dice ella. Y, en efecto, durante el trayecto se queda dormida un rato con la cabeza apoyada en la ventanilla.

A las seis en punto, mientras oscurece, aparcan delante de la casa de John en el suburbio de Waltham. Aparecen en el porche su mujer, Norma, y sus hijos. En un despliegue de afecto que no debe de resultarle fácil, Norma tiende los brazos y dice: «¡Elizabeth!». Las dos mujeres se abrazan. Luego los niños, a su modo educado pero contenido, siguen su ejemplo.

La novelista Elizabeth Costello se va a quedar con ellos durante los tres días que dure su visita al Appleton College. Él no espera esos días precisamente con ganas. Su mujer y su madre no se llevan bien. Sería mejor que su madre se quedara en un hotel, pero él no se atreve a sugerirlo.

Las hostilidades se reanudan casi de inmediato. Norma ha preparado una cena ligera. Su madre se da cuenta de que solamente ha puesto tres platos.

– ¿No comen los niños con nosotros? -pregunta.

– No -dice Norma-. Comen en la habitación de jugar.

– ¿Por qué?

La pregunta no es necesaria, porque Elizabeth ya conoce la respuesta. Los niños comen por separado porque a Elizabeth no le gusta ver carne en la mesa y Norma se niega a cambiar la dieta de los niños para ajustarla a lo que ella llama «la delicada sensibilidad de tu madre».

– ¿Por qué? -pregunta Elizabeth Costello por segunda vez.

Norma la mira con expresión irritada. Suspira.

– Madre -dice él-. Los niños van a cenar pollo, esa es la única razón.

– Oh -dice ella-. Ya veo.

A su madre la han invitado al Appleton College, donde John es profesor auxiliar de física y astronomía, para que pronuncie la conferencia Gates anual y se reúna con los estudiantes de literatura. Debido a que Costello es el apellido de soltera de su madre, y debido a que él nunca ha visto ninguna necesidad de hacer pública su relación con ella, en el momento de invitarla no se sabía que la escritora australiana Elizabeth Costello tenía un vínculo familiar con la comunidad de Appleton. Y él habría preferido que las cosas siguieran así.

En virtud de su reputación como novelista, a esta mujer carnosa y de pelo cano la han invitado al Appleton College para que hable sobre el tema que ella elija. Y ella ha elegido hablar no de sí misma y su ficción, tal como sin duda les gustaría a sus patrocinadores, sino de uno de sus caballos de batalla: los animales.

John Bernard no ha hecho pública su relación con Elizabeth Costello porque prefiere salir adelante en el mundo por sí mismo. No se avergüenza de su madre. Al contrario, está orgulloso de ella, a pesar del hecho de que él, su hermana y su difunto padre aparecen en los libros de Elizabeth de una forma que a veces le resulta dolorosa. Pero hoy no está seguro de querer oír una vez más a su madre hablar de los derechos de los animales, sobre todo cuando sabe que después, en la cama, le tocará aguantar los comentarios despectivos de su mujer.

Conoció a Norma y se casó con ella cuando ambos eran estudiantes de posgrado en la Johns Hopkins. Norma es doctora en filosofía y especialista en la filosofía de la mente. Tras mudarse con él a Appleton no ha podido encontrar plaza de profesora. Eso ha sido causa de frustración para ella y de conflicto entre ambos.

Norma y su madre nunca se han gustado. Es probable que su madre hubiera decidido que no le gustaba ninguna mujer con la que él se casara. Por su parte, Norma nunca ha dudado en decirle que los libros de su madre están sobrevalorados y que sus opiniones sobre los animales, los derechos de los animales y las relaciones éticas con los animales son bobas y sentimentales. En la actualidad está escribiendo un ensayo para una revista de filosofía acerca de los experimentos sobre adquisición de lenguaje llevados a cabo con primates. A él no le sorprendería que su madre apareciera en una despectiva nota al pie.

Él no tiene ninguna opinión al respecto. De niño tuvo hámsters durante una breve temporada. Por lo demás, tiene escasa familiaridad con los animales. Su hijo mayor quiere un cachorro. Tanto él como Norma se resisten. No les importa tener un cachorro, pero ven un perro adulto, con las necesidades sexuales de los perros adultos, como una fuente de problemas.

El considera que su madre tiene derecho a tener sus ideas. Si quiere pasar sus últimos años haciendo propaganda contra la crueldad hacia los animales, está en su derecho. Dentro de unos días, gracias a Dios, Elizabeth estará de camino a su próximo destino y él podrá volver a su trabajo.

En su primera mañana en Waltham, su madre se levanta tarde. El va a dar una clase, vuelve a la hora de comer y la lleva a dar una vuelta en coche por la ciudad. La conferencia está programada para última hora de la tarde. Después se celebrará una cena formal donde el presidente será el anfitrión y a la que él y Norma están invitados.

La conferencia la presenta Elaine Marx, del departamento de inglés. Él no la conoce, pero da por sentado que ha escrito sobre su madre. Se da cuenta de que la presentadora no hace ningún intento de relacionar las novelas de su madre con el tema de su conferencia.

Luego le toca a Elizabeth Costello. A él le parece que está vieja y cansada. Sentado en primera fila junto a su mujer, intenta insuflarle algo de fuerza.

– Señoras y caballeros -empieza Elizabeth-. Hace dos años desde la última vez que di una conferencia en Estados Unidos. En aquella ocasión tuve razones para referirme al gran fabulador Franz Kafka y en concreto a su relato «Informe para una academia», que trata de un simio cultivado, Pedro el Rojo, que está ante los miembros de una sociedad cultural contando la historia de su vida, de su ascenso de bestia a algo cercano al hombre. En aquella ocasión yo me sentí un poco como Pedro el Rojo y así lo dije. Hoy mi sentimiento es todavía más fuerte, por razones que espero que les queden claras.

»A menudo las conferencias empiezan con comentarios desenfadados destinados a que el público se sienta cómodo. La comparación que acabo de establecer entre yo y el simio de Kafka puede ser entendida como uno de esos comentarios desenfadados, destinado a hacerles sentir cómodos a ustedes y a decir que no soy más que una persona normal y corriente, ni una diosa ni una bestia. Incluso aquellos de ustedes que hayan leído el relato de Kafka sobre el simio que actúa ante seres humanos como una alegoría de Kafka el judío actuando ante los gentiles puede, sin embargo, a la vista del hecho de que yo no soy judía, haberme hecho el favor de tomarse la comparación como lo que es, o sea, una ironía.

»Quiero decir de entrada que no era así como mi comparación estaba planteada, la comparación según la cual me siento como Pedro el Rojo. No tenía ninguna intención irónica. Quiere decir lo que dice. Yo digo lo que pienso. Soy una anciana. Ya no tengo tiempo para decir cosas que no pienso.

Su madre no es una buena oradora. Incluso cuando lee sus propios relatos le falta ánimo. De niño siempre le desconcertaba que a una mujer que se ganaba la vida escribiendo libros se le diera tan mal contar cuentos para dormir.

Debido a la monotonía de su discurso y a que no levanta la vista de la página, a él le da la sensación de que a lo que dice le falta impacto. Y además él, que la conoce, ya intuye lo que va a decir. No le apetece lo que se avecina. No quiere oír hablar de la muerte a su madre. Y le da toda la impresión de que el público, compuesto a fin de cuentas de gente joven, todavía tiene menos ganas de que le hablen del tema.

– Al hablarles hoy de los animales -continúa Elizabeth-, les haré el favor de evitar el recital del horror que son sus vidas y sus muertes. Aunque no tengo razones para creer que tengan presente lo que se les hace hoy día a los animales en los centros de producción (ya no me atrevo a llamarlos granjas), en los mataderos, en los barcos pesqueros y en los laboratorios del mundo entero, supongo que me conceden ustedes el poder retórico de evocar dichos horrores, transmitírselos con la fuerza adecuada y dejarlo en eso, recordándoles solamente que los horrores que aquí omitiré están en el centro de mi conferencia.

«Entre mil novecientos cuarenta y dos y mil novecientos cuarenta y cinco varios millones de personas encontraron la muerte en los campos de concentración del Tercer Reich: solamente en Treblinka murieron más de un millón y medio, tal vez hasta tres millones. Se trata de cifras que aturden. Solamente tenemos una muerte cada uno. Solamente podemos entender las muertes ajenas una por una. En abstracto tal vez podamos contar hasta un millón, pero no hasta un millón de muertes.

»La gente que vivía en la campiña cercana a Treblinka, en su mayoría polacos, dijeron que no sabían lo que estaba pasando en el campo de concentración. Que aunque en general pudieran sospechar lo que estaba pasando, no lo sabían a ciencia cierta. Que aunque en cierto sentido pudieran saberlo, en otro sentido no lo sabían, no podían permitirse saberlo, por su propio bien.

»La gente que vivía en las inmediaciones de Treblinka no eran gente excepcional. Había campos por todo el Reich, solamente en Polonia casi seis mil. Y en Alemania un número indeterminado de millares. Casi todos los alemanes vivían a escasos kilómetros de algún campo de concentración. No todos eran campos de exterminio, campos dedicados a la producción de la muerte, pero en todos tenían lugar horrores, muchos más horrores de los que nadie puede permitirse conocer por su propio bien.

»Si los alemanes de cierta generación siguen siendo percibidos como un poco menos que humanos, como seres obligados a hacer o ser algo especial antes de ser readmitidos en el corral de la humanidad, no es porque libraran una guerra expansionista o la perdieran. Perdieron la humanidad, a nuestros ojos, porque hicieron gala de cierta ignorancia voluntaria. Bajo las circunstancias de la guerra al estilo de Hitler, la ignorancia pudo ser un mecanismo útil de supervivencia, pero esa es una excusa que nos negamos a aceptar con un rigor moral admirable. Digamos que en Alemania se cruzó cierta línea que llevó a la gente más allá de la condiciones normales de crueldad y asesinato de la guerra y los puso en un estado que solamente podemos llamar pecado. La firma de los artículos de la capitulación y el pago de reparaciones no pusieron fin a ese estado de pecado. Al contrario, dijimos nosotros, aquella generación siguió marcada por una enfermedad del alma. Marcó a los ciudadanos del Reich que habían cometido acciones malvadas, pero también a aquellos que, por la razón que fuera, obviaron dichas acciones. Así pues, para ser prácticos, marcó a todos los ciudadanos del Reich. Solamente resultaron inocentes lo que estaban en los campos.

»"Fueron como ovejas al matadero." "Murieron como animales." "Los mataron los carniceros nazis." La denuncia de los campos de concentración está tan impregnada del lenguaje del matadero y los corrales que apenas me hace falta preparar el terreno para la comparación que estoy a punto de llevar a cabo. El crimen del Tercer Reich, dice la voz de la acusación, fue tratar a la gente como si fueran animales.

»Nosotros, incluso en Australia, pertenecemos a una civilización muy arraigada en el pensamiento religioso griego y judeocristiano. Puede que no todos creamos en la contaminación, puede que no creamos en el pecado, pero creemos en sus correlatos psíquicos. Aceptamos sin cuestionarlo que la psique (o el alma) tocada por el conocimiento culpable no puede estar bien. No aceptamos que la gente que tiene crímenes en la conciencia pueda estar feliz y sana. Miramos (o mirábamos) con recelo a los alemanes de cierta generación porque en cierta forma están contaminados. En sus mismas señales de normalidad (sus apetitos saludables, sus risas cordiales) vemos pruebas de lo profundamente asentada que está en ellos la contaminación.

»Fue y sigue siendo inconcebible que una gente que no supiera nada (a su modo especial) sobre los campos de concentración pueda ser del todo humana. En la metáfora que hemos elegido, las bestias fueron ellos y no sus víctimas. Al tratar a congéneres humanos, seres creados a imagen de Dios, como a bestias, ellos mismos se convirtieron en bestias.

»Esta mañana me han llevado a dar una vuelta en coche por Waltham. Parece un pueblo muy agradable. No vi nada horrible, ningún laboratorio donde se experimente con fármacos, ninguna granja industrial y ningún matadero. Y, sin embargo, estoy segura de que están aquí. Han de estarlo. Simplemente no se anuncian. Están a nuestro alrededor en estos momentos, solo que en cierto sentido no sabemos de su existencia.

»Déjenme decirlo abiertamente: estamos rodeados de una industria de la degradación, la crueldad y la muerte que iguala cualquier cosa de que fuera capaz el Tercer Reich, incluso la hace palidecer, dado que la nuestra es una industria sin fin, que se autorregenera, que trae al mundo conejos, ratas, aves de corral y ganado con el único propósito de matarlos.

»Y para ser puntillosa, afirmar que no hay comparación, afirmar que Treblinka era, por decirlo de algún modo, una empresa metafísica dedicada exclusivamente a la muerte y la aniquilación, mientras que la industria cárnica está dedicada en última instancia a la vida (una vez sus víctimas han muerto, al fin y al cabo, no se las convierte en ceniza ni se las entierra, sino que, al contrario, se las corta, se las refrigera y se las empaqueta para que puedan ser consumidas en la comodidad de nuestros hogares), serviría de tan poco consuelo a sus víctimas como habría servido (y perdón por el mal gusto de lo que sigue) pedir a las víctimas de Treblinka que perdonaran a sus asesinos porque necesitaban su grasa corporal para hacer jabón y su pelo para rellenar colchones.

»Perdónenme, repito. Este es el último argumento fácil que voy a dar. Sé que hablar de este tema polariza a la gente, y los argumentos fáciles únicamente empeoran la cosa. Quiero encontrar una forma de dirigirme a mis congéneres humanos que no resulte acalorada sino serena, que no sea polémica sino filosófica, que aporte luz en vez de intentar dividirnos en justos y pecadores, en salvados y condenados, en ovejas y cabras.

»Sé que tengo ese lenguaje a mi disposición. Es el lenguaje de Aristóteles y Porfirio, de san Agustín y santo Tomás, de Descartes y Bentham, de Mary Midgley y Tom Regan. Es un lenguaje filosófico con el que podemos discutir y debatir qué clase de alma tienen los animales, si tienen conciencia o si, al contrario, son autómatas biológicos. Si tienen derechos que debamos respetar o solamente tenemos obligaciones hacia ellos. Tengo ese lenguaje a mi disposición, y ciertamente voy a recurrir a él durante un rato. Pero lo cierto es que, si uste des hubieran querido que alguien viniera y les planteara una distinción entre almas mortales e inmortales, o entre derechos y obligaciones, habrían llamado a un filósofo y no a una persona cuya única razón para reclamar su atención es haber escrito historias sobre gente inventada.

»Podría apoyarme en ese lenguaje, como ya he dicho, solamente de una forma poco original y prestada que sería lo mejor que puedo conseguir. Podría decirles, por ejemplo, lo que pienso del argumento de santo Tomás según el cual, como solamente el hombre está hecho a imagen de Dios y participa del ser de Dios, no importa cómo tratemos a los animales salvo por el hecho de que ser crueles con los animales puede acostumbrarnos a ser crueles con los hombres. Podría preguntar qué es para santo Tomás el ser de Dios, a lo que él respondería que el ser de Dios es la razón. El universo está construido sobre la razón. Dios es un dios de razón. El hecho de que mediante la aplicación de la razón podamos llegar a entender las leyes que rigen el universo demuestra que la razón y el universo comparten el mismo ser. Y el hecho de que los animales, que carecen de razón, no puedan entender el universo sino que únicamente puedan seguir sus leyes a ciegas demuestra que, a diferencia del hombre, forman parte de él pero no son parte de su ser: que el hombre es divino y los animales son cosas.

»Incluso Immanuel Kant, de quien yo habría esperado algo mejor, se muestra cobarde al tocar esta cuestión. Ni siquiera Kant desarrolla, en relación a los animales, las implicaciones de su idea de que la razón tal vez no constituya el ser del universo sino al contrario, simplemente el ser del cerebro humano.

»Y ese, ya lo ven, es mi dilema de esta tarde. Tanto la razón como siete décadas de experiencia vital me dicen que la razón no constituye ni el ser del universo ni el ser de Dios. Al contrario, tengo la sospecha de que la razón viene a constituir el ser del pensamiento humano. Y peor todavía, el ser de una sola tendencia del pensamiento humano. La razón constituye el ser de cierto espectro del pensamiento humano. Y de ser así, si eso es lo que creo, ¿por qué tengo que rendirme ante la razón esta tarde y contentarme con adornar el discurso de los viejos filósofos?

»Hago la pregunta y la respondo para ustedes. O, más bien, dejo que la responda para ustedes Pedro el Rojo, el Pedro de Franz Kafka. Ahora que estoy aquí, dice Pedro el Rojo, con mi esmoquin, mi pajarita y mis pantalones negros con un agujero en el trasero para que me salga la cola (la tengo apartada de ustedes, no pueden verla), ahora que estoy aquí, ¿qué me queda por hacer? ¿Acaso tengo elección? Si no someto mi discurso a la razón, sea lo que sea la razón, ¿qué otra cosa puedo hacer más que farfullar, articular mis emociones, tirar mi vaso de agua y hacer el simio en general?

»Deben de conocer ustedes el caso de Srinivasa Ramanujan, nacido en la India en mil ochocientos ochenta y siete, capturado y transportado a Cambridge, Inglaterra, donde, incapaz de soportar el clima, la dieta y el régimen académico, enfermó y murió a los treinta y tres años.

»Se suele considerar a Ramanujan el más importante matemático intuitivo de nuestra época. Es decir, un hombre autodidacta que pensaba en términos matemáticos, alguien a quien le era ajena la noción más bien laboriosa de la prueba o demostración matemática. Muchos de los resultados de Ramanujan (o, como los llamaban sus detractores, sus especulaciones) siguen sin haber sido demostrados hoy día, aunque hay muchas probabilidades de que sean ciertos.

»¿Qué nos dice el fenómeno Ramanujan? ¿Estaba Ramanujan más cerca de Dios porque su mente (llamémosla mente, me parece un insulto gratuito llamarlo simplemente cerebro) estaba en mayor armonía con el ser de la razón, o por lo menos en mayor armonía que ninguna otra que conozcamos? Si la buena gente de Cambridge, y sobre todo el profesor G. H. Hardy, no le hubieran sacado a Ramanujan sus especulaciones y no hubieran demostrado laboriosamente que eran ciertas las que fueron capaces de demostrar que eran ciertas, ¿acaso Ramanujan habría estado igualmente más cerca de Dios que ellos? ¿Y si, en lugar de ir a Cambridge, Ramanujan se hubiera quedado en su casa y hubiera elaborado sus pensamientos mientras rellenaba resguardos para la autoridad portuaria de Madrás?

»¿Y qué pasa con Pedro el Rojo (me refiero al Pedro histórico)? ¿Cómo podemos saber que Pedro el Rojo, o la hermana menor de Pedro, abatida en África, no estaban pensando lo mismo que Ramanujan en África y diciendo igual de poco? ¿Acaso la diferencia entre G. H. Hardy, por un lado, y los silenciosos Ramanujan y Sally la Roja, por otro lado, es simplemente que el primero está versado en los protocolos de las matemáticas académicas mientras que los segundos no lo están? ¿Es así como medimos la cercanía o la distancia respecto a Dios o respecto al ser de la razón?

»¿Cómo es que la humanidad vomita, generación tras generación, un cuadro de pensadores ligeramente más lejanos a Dios que Ramanujan y sin embargo capaces, después de los doce años preestablecidos de escolarización más seis de educación superior, de contribuir a la descodificación del gran libro de la naturaleza mediante las disciplinas de la física y las matemáticas? Si el ser del hombre está realmente en armonía con el ser de Dios, ¿no debería ser motivo de sospecha el que los seres humanos tarden dieciocho años, una porción clara y asequible de una vida humana, en estar legitimados para convertirse en descodificadores del texto maestro de Dios, en lugar de cinco minutos, por decir algo, o cien años? ¿No será acaso que el fenómeno que estamos examinando aquí es, más que el florecimiento de una facultad que proporciona acceso a los secretos del universo, la especialización en una tradición intelectual de miras estrechas y autorregenerativa cuyo fuerte es razonar (del mismo modo que el fuerte de los ajedrecistas es jugar al ajedrez) y que por sus propios motivos intenta instalarse en el centro del universo?

»Y, sin embargo, aunque veo que la mejor forma de obtener la aceptación de esa congregación de gente culta sería unirme yo también al gran discurso occidental del hombre contra la bestia, de la razón contra la sinrazón, igual que un afluente se une a un gran río, algo en mí se resiste e intuye que en ese paso está la concesión de la batalla entera.

»Porque, vista desde fuera, desde un ser que es ajeno a ella, la razón no es más que una enorme tautología. Por supuesto, la razón validará a la razón como principio rector del universo. ¿Qué otra cosa iba a hacer? ¿Destronarse a sí misma? Los sistemas de razonamiento, como los sistemas totalitarios, carecen de ese poder. Si hubiera una posición desde la que pudiera atacarse a sí misma y destronarse a sí misma, la razón ya la habría ocupado. De otro modo no sería total.

»En la antigüedad, a la voz del hombre, criada en la razón, se le enfrentaban el rugido del león y el mugido del toro. El hombre iba a la guerra contra el león y el toro y al cabo de muchas generaciones ganaba la guerra de forma definitiva. Hoy esas criaturas ya no tienen ningún poder. A los animales solamente les queda su silencio para enfrentarse con nosotros. Generación tras generación, heroicamente, nuestros cautivos se niegan a hablar con nosotros. Todos salvo Pedro el Rojo, todos salvo los grandes simios.

»Y, sin embargo, como nos parece que los grandes simios, o algunos de ellos, están a punto de abandonar su silencio, oímos levantarse voces humanas argumentando que habría que incorporar a los grandes simios a una familia ampliada de homínidos, en tanto que criaturas que comparten con el hombre la facultad de la razón. Y ya que son humanos, o humanoides, continúan esas voces, a los grandes simios habría que proporcionarles derechos humanos, o derechos humanoides. ¿Qué derechos en concreto? Por lo menos, los derechos que les garantizamos a los especímenes mentalmente defectuosos de la especie Homo sapiens: el derecho a la vida, el derecho a no padecer dolor ni a recibir daños y el derecho a una protección igual por parte de la ley.

»Eso no es lo que Pedro el Rojo estaba intentando conseguir cuando escribió, a través de su amanuense Franz Kafka, la biografía que en noviembre de mil novecientos diecisiete propuso leer ante la Academia de la Ciencia. Fuera lo que fuese, su informe para la academia no era una petición de que lo trataran como un ser humano mentalmente defectuoso, como un idiota.

«Pedro el Rojo no era un investigador de la conducta de los primates, sino un animal marcado y herido que se presentaba a sí mismo como testimonio parlante ante una reunión de académicos. Yo no soy un filósofo de la mente sino un animal que exhibe, aunque no exhiba, ante una reunión de académicos, una herida, que llevo tapada debajo de la ropa pero que toco con cada palabra que digo.

»Si Pedro el Rojo asumió la tarea de llevar a cabo el arduo descenso desde el silencio de las bestias al galimatías de la razón con espíritu de chivo expiatorio, de elegido, entonces su amanuense fue un chivo expiatorio desde que nació, con un presentimiento, un Vorgefühl, de la masacre del pueblo elegido que iba a tener lugar poco después de su muerte. Así que déjenme, como prueba de mi buena voluntad y de mis credenciales, llevar a cabo un gesto en la dirección del academicismo y ofrecerles mis especulaciones académicas, apoyadas con notas al pie -y en ese momento, en un gesto poco característico, su madre levanta el texto de la conferencia y lo sostiene en alto-, sobre los orígenes de Pedro el Rojo.

»En mil novecientos doce, la Academia Prusiana de las Ciencias estableció en la isla de Tenerife una estación dedicada a la experimentación con las capacidades mentales de los simios, y concretamente de los chimpancés. La estación fue operativa hasta mil novecientos veinte.

»Uno de los científicos que trabajaba allí fue el psicólogo Wolfgang Köhler. En mil novecientos diecisiete, Köhler publicó una monografía titulada La mentalidad de los simios, en la que describía sus experimentos. En noviembre del mismo año, Franz Kafka publicó su "Informe para una academia". No sé si Kafka había leído el libro de Köhler. No alude a él en sus cartas ni en sus diarios, y su biblioteca desapareció en la época de los nazis. En mil novecientos ochenta y dos reaparecieron un par de centenares de sus libros. El libro de Köhler no está entre ellos, pero eso no significa nada.

»No soy una erudita en Kafka. De hecho, no soy en absoluto una académica. Mi estatus en el mundo no depende del hecho de si tengo razón o no al afirmar que Kafka leyó el libro de Köhler. Pero me gustaría pensar que sí, y mi cronología hace que mi especulación sea por lo menos plausible.

»De acuerdo con su propio relato, a Pedro el Rojo lo capturaron en el continente africano unos cazadores especializados en el comercio de simios y lo enviaron mar a través hasta un instituto científico. Lo mismo les pasó a los simios con los que trabajaba Köhler. Tanto Pedro el Rojo como los simios de Köhler pasaron por un período de adiestramiento destinado a humanizarlos. Pedro el Rojo aprobó su curso con honores, pero pagó un elevado precio personal. El relato de Kafka trata de ese precio: averiguamos en qué consiste por medio de las ironías y los silencios del relato. Los simios de Köhler no lo hicieron tan bien. Pero por lo menos adquirieron una pizca de educación.

»Déjenme que les cuente lo que aprendieron de su amo Wolfgang Köhler algunos de los simios de Tenerife, en concreto Sultán, su mejor alumno, en cierto modo el prototipo de Pedro el Rojo.

»Sultán está solo en su jaula. Tiene hambre. La comida que antes llegaba con regularidad ha dejado de llegar de forma inexplicable.

»El hombre que antes le daba de comer y ahora ha dejado de hacerlo tiende un cable por encima de la jaula, a tres metros del suelo, y cuelga un manojo de plátanos del mismo. Luego mete tres cajas de madera en la jaula. Por fin desaparece, cerrando la puerta tras de sí, aunque no ha ido lejos, porque todavía se le puede oler.

»Sultán sabe que ahora se espera de él que piense. Por eso están los plátanos ahí arriba. Los plátanos están ahí para hacerlo pensar a uno, para espolearlo a uno hasta los límites de su raciocinio. Pero ¿qué hay que pensar? Uno piensa: ¿Por qué me está matando de hambre? Uno piensa: ¿Qué he hecho? ¿Por qué he dejado de caerle bien? Uno piensa: ¿Por qué ya no quiere estas cajas? Pero ninguno de estos pensamientos es el adecuado. Incluso un pensamiento más complicado -por ejemplo: ¿Qué problema tiene? ¿Qué idea equivocada tiene de mí que le lleva a creer que me resulta más fácil coger un plátano que cuelga de un cable que recoger un plátano del suelo?- resulta erróneo. El pensamiento adecuado es: ¿Cómo se pueden usar las cajas para llegar a los plátanos?

»Sultán arrastra las cajas hasta que están debajo de los plátanos, las amontona una sobre la otra, sube a la torre que ha construido y descuelga los plátanos. Y piensa: ¿Dejará ahora de castigarme?

»La respuesta es: No. Al día siguiente el hombre cuelga un nuevo manojo de plátanos del cable pero también llena las cajas de piedras de forma que pesan demasiado para arrastrarlas. Uno no tiene que pensar: ¿Por qué ha llenado las cajas de piedras? Se supone que ha de pensar: ¿Cómo se pueden usar las cajas para coger los plátanos a pesar de que están llenas de piedras?

»Uno empieza a entender cómo funciona la mente del hombre.

»Sultán vacía las cajas de piedras, construye una torre con las cajas, se sube a la torre y descuelga los plátanos.

»Mientras Sultán tiene pensamientos equivocados se muere de hambre. Pasa hambre y los retortijones de sus tripas son tan intensos y abrumadores que no le queda más remedio que tener el pensamiento correcto, es decir, cómo llegar hasta los plátanos. De esta forma se examinan los límites de la capacidad mental del chimpancé.

»El hombre deja caer un manojo de plátanos a un metro de distancia de la jaula. Luego tira un palo dentro de la jaula. Un pensamiento incorrecto es: ¿Por qué ha dejado de colgar los plátanos del cable? Un pensamiento incorrecto (aunque sea el pensamiento incorrecto correcto) es: ¿Cómo se pueden usar las tres cajas para llegar a los plátanos? El pensamiento correcto es: ¿Cómo se puede usar el palo para llegar a los plátanos?

»Y cada vez se obliga a Sultán a tener el pensamiento menos interesante. De la pureza de la especulación (¿Por qué se comportan así los hombres?) se lo empuja incansablemente a una razón instrumental inferior y práctica (¿Cómo se usa esto para coger aquello?) y por tanto a la aceptación de uno mismo básicamente como organismo con un apetito que necesita ser satisfecho. Aunque toda su historia, desde el momento en que mataron a su madre y lo capturaron a él, pasando por su viaje en jaula para ser encarcelado en esta isla que es un campo de prisioneros y para sufrir los juegos sádicos que llevan a cabo aquí con la comida, le lleva a hacerse preguntas sobre la justicia del universo y sobre el papel que ocupa esta colonia penal en el mismo, un régimen psicológico meticulosamente urdido lo aleja de la ética y la metafísica y lo lleva a los terrenos más humildes de la razón práctica. Y de alguna forma, mientras avanza lentamente por este laberinto de restricciones, manipulaciones y duplicidades, debe darse cuenta de que sobre todo no puede renunciar, porque sobre sus hombros recae la responsabilidad de representar a los simios. El destino de sus hermanos y hermanas puede depender de sus resultados.

»Es probable que Wolfgang Köhler fuera un buen hombre. Un buen hombre, pero no un poeta. Un poeta habría sacado algo del momento en que los chimpancés cautivos trotan en círculos por sus barracones, con toda la pinta de ser una banda militar, algunos tan desnudos como el día en que nacieron, otros vestidos con cordeles o con tiras de ropa que han recogido, algunos vestidos con cosas de la basura.

»(En el ejemplar del libro de Köhler que yo leí, y que saqué prestado de una biblioteca, un lector indignado había escrito en el margen, negado este punto: "¡Antropomorfismo!". Los animales no pueden desfilar, quería decir ese lector, y no pueden vestirse, porque no conocen el significado de "desfilar" y no conocen el significado de "vestirse").

»En sus vidas previas, nada había acostumbrado a los simios a mirarse a sí mismos desde fuera, como si se vieran con los ojos de un ser que no existe. Así pues, tal como lo ve Köhler, las tiras de ropa y la basura no están destinadas a causar ningún efecto visual, a darles un aspecto elegante a los simios, sino un efecto cinético, a hacerles sentir distintos. Cualquier cosa es buena para combatir el aburrimiento. Esto es todo lo lejos que puede ir Kohler, pese a su compasión y su inteligencia. Aquí es donde un poeta habría empezado y habría intentado vivir la experiencia del simio.

»En lo más profundo de su ser, a Sultán no le interesa el problema de los plátanos. Solamente le obliga a concentrarse en el mismo la reglamentación obsesiva del experimentador. La cuestión que le ocupa verdaderamente, igual que ocupa al gato y al ratón y a cualquier otro animal atrapado en el infierno del laboratorio o del zoo es: ¿Dónde está mi casa y cómo llego a ella?

»Calculen la distancia que separa al simio de Kafka, con su pajarita y su esmoquin y su fajo de notas para la conferencia, de esa triste retahila de cautivos que corretean por el complejo de Tenerife. ¡Qué lejos ha llegado Pedro el Rojo! Y, sin embargo, es pertinente que preguntemos: a cambio del prodigioso sobredesarrollo intelectual que ha experimentado, a cambio de su dominio de la etiqueta de la sala de conferencias y la retórica académica, ¿a qué ha tenido que renunciar? La respuesta es: a mucho, incluyendo la progenie y la sucesión. Si Pedro el Rojo tuviera algo de sentido común, no tendría hijos. Porque en la simio hembra desesperada y medio loca con quien sus captores intentan aparearlo en el relato de Kafka, solamente engendraría un monstruo. Es tan difícil imaginarse al hijo de Pedro el Rojo como imaginarse al hijo del propio Franz Kafka. Los híbridos son, o deberían ser, estériles. Y Kafka consideraba que tanto él mismo como Pedro el Rojo eran híbridos, eran monstruosos artefactos pensantes acoplados inexplicablemente a cuerpos animales sufrientes. La mirada que vemos en todas las fotografías que han sobrevivido de Kafka es una mirada de pura sorpresa: de sorpresa, de asombro y de alarma. En su humanidad, Kafka es el más inseguro de los hombres. ¿Esta, parece preguntarse, esta es la imagen de Dios?

– Está divagando -le dice Norma a John.

– ¿Qué?

– Que está divagando. Ha perdido el hilo.

– Hay un filósofo llamado Thomas Nagel -continúa Elizabeth Costello- que plantea una pregunta que ya se ha hecho bastante famosa en los círculos profesionales: ¿Cómo es ser un murciélago?

»El mero hecho de imaginar cómo debe de ser vivir como un murciélago, dice el señor Nagel (imaginar el hecho de pasarse la noche volando y atrapando insectos con la boca, guiándose por el sonido en vez de por la vista, y pasarse el día colgado boca abajo) no basta, porque lo único que eso nos dice es cómo sería comportarse como un murciélago. Mientras que lo que realmente intentamos saber es cómo es ser un murciélago, tal como lo son los murciélagos mismos. Y eso no lo podremos saber nunca porque nuestras mentes no son aptas para la tarea. No tenemos mente de murciélagos.

»Nagel me parece un hombre inteligente y dotado de cierta compasión. Incluso tiene sentido del humor. Pero su refutación de la posibilidad de que podamos saber cómo es ser alguien distinto a quienes somos me parece trágicamente restrictiva. Restrictiva y restringida. Para Nagel, un murciélago es una criatura fundamentalmente ajena, tal vez no tan ajena como un marciano pero ciertamente más ajena que un congénere humano (sobre todo, diría yo, si ese humano es un colega académico).

»Así pues, hemos establecido un continuo que va desde el marciano en un extremo, pasando por el murciélago, el perro y el simio (aunque no Pedro el Rojo) hasta llegar al ser humano (aunque no Franz Kafka) en el otro extremo. Y con cada paso que avanzamos por el continuo entre murciélago y hombre, dice Nagel, la respuesta a la pregunta "¿Cómo es para X ser X?" se vuelve más fácil.

»Sé que Nagel solamente está usando los murciélagos y los marcianos como apoyos para plantear preguntas propias sobre la naturaleza de la conciencia. Pero como la mayoría de los escritores, yo tengo una mente muy literal, así que me gustaría detenerme en el murciélago. Cuando Kafka escribe sobre un simio, doy por sentado que está hablando primordialmente sobre un simio. Cuando Nagel escribe sobre un murciélago, entiendo que está escribiendo primordialmente sobre un murciélago.

Norma, sentada a su lado, suelta un suspiro exasperado tan suave que solamente él lo oye. Aunque lo cierto es que él es su único destinatario.

– Durante instantes aislados -está diciendo su madre-, sé cómo es ser un cadáver. Y el saberlo me repele. Me llena de terror. Me hace apartarme instintivamente, me niego a detenerme en ello.

»Todos tenemos esos momentos, sobre todo cuando envejecemos. El conocimiento que nos proporcionan no es abstracto («Todos los seres humanos son mortales, yo soy un ser humano, luego soy mortal»), sino que está encarnado. Por un momento nosotros somos el conocimiento. Vivimos lo imposible. Dejamos atrás la muerte y nos volvemos para mirarla, pero la miramos como solamente la puede mirar un yo muerto.

»Cuando sé, gracias a ese conocimiento, que me voy a morir, ¿qué es, en términos de Nagel, lo que sé? ¿Sé acaso cómo es ser un cadáver para mí o sé cómo es ser un cadáver para un cadáver? La distinción me parece trivial. Lo que sé es lo que no puede saber un cadáver: que se ha extinguido, que no sabe nada y que nunca más sabrá nada. Por un instante, antes de que toda mi estructura de conocimiento se desplome presa del pánico, estoy viva en el seno de esa contradicción, viva y muerta al mismo tiempo.

Norma suelta un ligero resoplido de burla. El le busca la mano y se la aprieta.

– Esa es la clase de pensamiento del que somos capaces los seres humanos, de eso y de más todavía si nos presionamos a nosotros mismos o nos presionan. Pero nos resistimos a la presión ajena y casi nunca nos presionamos a nosotros mismos. Solamente llegamos a pensar en la muerte cuando nos la ponen delante a la fuerza. Y yo pregunto ahora: si somos capaces de pensar en nuestra muerte, ¿por qué demonios no íbamos a ser capaces de llegar a pensar en la vida de un murciélago?

»¿Cómo es ser un murciélago? Antes de contestar una pregunta así, sugiere Nagel, necesitamos poder experimentar la vida de un murciélago a través de las modalidades sensoriales de un murciélago. Pero se equivoca. O por lo menos nos está desencaminando. Ser un murciélago vivo es ser en plenitud. Ser totalmente murciélago es como ser totalmente humano, lo cual también es ser en plenitud. Tal vez sea ser murciélago en el primer caso y ser humano en el segundo, pero eso son consideraciones secundarias. Ser en plenitud es vivir como cuerpo-alma. Un nombre para la experiencia de ser en plenitud es "goce".

»Estar vivo es ser un alma con vida. Un animal, y todos somos animales, es un alma encarnada. Eso es precisamente lo que Descartes vio y, por sus propias razones, eligió negar. Un animal vive, dijo Descartes, igual que una máquina. Un animal no es más que el mecanismo que lo constituye. Si tiene alma, la tiene del mismo modo que una máquina tiene una batería: para darle la chispa que la pone en funcionamiento. Pero el animal no es un alma encarnada, y la cualidad de su ser no es el goce.

»"Cogito, ergo sum" es otra de sus frases famosas. Se trata de una fórmula que siempre me ha incomodado. Implica que un ser vivo que no haga lo que nosotros llamamos pensar viene a ser de segunda clase. Al hecho de pensar, al raciocinio, le opongo la plenitud, la encarnación, la sensación de ser. No la conciencia de uno mismo como una especie de máquina fantasmal pensante que lleva a cabo razonamientos, sino al contrario, la sensación, una sensación fuertemente afectiva, de ser un cuerpo con miembros que se extienden en el espacio, que están vivos para el mundo. Esta plenitud contrasta severamente con el estado clave de Descartes, que da una sensación de vacío: la sensación de un guisante rodando dentro de una concha.

»La plenitud de ser es un estado difícil de sostener cuando se está encerrado. Estar encerrado en una cárcel es la forma de castigo que prefiere Occidente y que hace lo posible para imponer al resto del mundo mediante la condena de otras formas de castigo (el apaleamiento, la tortura, la mutilación y la ejecución) igual de crueles y antinaturales. ¿Qué nos sugiere eso sobre nosotros mismos? A mí me sugiere que la libertad del cuerpo para moverse en el espacio es colocada en el punto de mira como el estado en que la razón puede dañar el ser ajeno de forma más dolorosa y eficaz. Y ciertamente es en las criaturas menos capacitadas para soportar el encierro (criaturas que se ajustan menos a la imagen cartesiana del guisante encerrado en una concha, al que le da igual que lo encierren otra vez) donde vemos sus efectos más devastadores: en los zoos, en los laboratorios y en las instituciones donde no hay lugar para el flujo de goce que deriva de vivir no en un cuerpo ni como un cuerpo, sino del mero hecho de vivir como ser encarnado.

»La pregunta a hacerse sería: ¿tenemos algo en común (razón, autoconciencia, alma) con el resto de animales? (Con el corolario de que, de no ser así, entonces tenemos derecho a tratarlos como queramos, a encarcelarlos, a matarlos y a deshonrar sus cadáveres.) Regreso a los campos de exterminio. El horror específico de los campos, el horror que nos convence de que lo que pasó allí fue un crimen contra la humanidad, no es que los asesinos trataran a sus víctimas como a piojos a pesar de que compartían con ellas la condición humana. Eso también es abstracto. El horror es que los asesinos se negaran a pensarse a sí mismos en el lugar de sus víctimas, igual que el resto del mundo. La gente dijo: "Son ellos los que pasan en esos vagones de ganado". La gente no dijo: "¿Cómo sería si yo fuera en ese vagón de ganado?". La gente no dijo: "Soy yo el que estoy en el vagón de ganado". La gente dijo: "Deben de ser los muertos a quienes están quemando hoy, que apestan el aire y hacen que me caiga ceniza sobre los repollos". La gente no dijo: "¿Cómo sería si me estuvieran quemando a mí?". La gente no dijo: "Me quemo, estoy cayendo en forma de ceniza".

»En otras palabras, cerraron los corazones. El corazón es la sede de una facultad, la compasión, que a veces nos permite compartir el ser ajeno. La compasión tiene todo que ver con el sujeto y muy poco con el objeto, con el "otro", como vemos de inmediato cuando pensamos en el objeto no como un murciélago ("¿Puedo compartir el ser de un murciélago?"), sino como otro ser humano. Hay gente que tiene la capacidad de imaginarse como otra persona y hay gente que no la tiene (cuando esa carencia es extrema, los llamamos psicópatas). Y hay gente que tiene esa capacidad pero decide no ponerla en práctica.

»A pesar de Thomas Nagel, que probablemente sea un buen hombre, a pesar de santo Tomás de Aquino y de René Descartes, con quienes tengo más dificultades para simpatizar, no hay límites a la medida en que podemos ponernos en la piel de otro ser. La imaginación compasiva no tiene topes. Si quieren pruebas, piensen en lo siguiente. Hace años escribí un libro titulado La casa de Eccles Street. Para escribir aquel libro tuve que llegar a ponerme en la piel de Marion Bloom. Tal vez tuve éxito y tal vez no. Si no lo tuve, no me imagino por qué me han invitado hoy aquí. En cualquier caso, lo que quiero decir es que Marion Bloom nunca ha existido. Si puedo ponerme en el lugar de un ser que no ha existido nunca, también puedo ponerme en el lugar de un murciélago, de un chimpancé o de una ostra. De cualquier ser con el que comparta el sustrato de la vida.

»Regreso una vez más a los centros de muerte que nos rodean, esos centros de matanza a los que cerramos nuestros corazones en un enorme esfuerzo colectivo. Cada día hay un nuevo holocausto, y sin embargo, por lo que veo, nuestro ser moral permanece intacto. No nos sentimos contaminados. Parece que podamos hacer cualquier cosa y salir impolutos.

»Señalamos a los alemanes, los polacos y los ucranianos que sabían y no sabían a la vez las atrocidades que se cometían junto a sus casas. Nos gusta pensar que quedaron marcados interiormente por las secuelas de aquella forma especial de ignorancia. Nos gusta pensar que en sus pesadillas regresan para atormentarlos aquellos en cuyo sufrimiento se negaron a adentrarse. Nos gusta pensar que despertaron demacrados una mañana y murieron de cánceres lentos. Pero probablemente no fue así. Las pruebas indican lo contrario: que podemos hacer lo que sea y quedar impunes. Que no hay castigo.

Un final extraño. Solamente cuando se quita las gafas y dobla sus papeles empieza el aplauso, y aun entonces es un aplauso disperso. Un final extraño para un discurso extraño, piensa él, mal calculado y mal argumentado. La argumentación no es su métier. Elizabeth Costello no debería estar aquí.

Norma tiene la mano levantada y está intentando que la vea el decano de Humanidades, que hace de moderador.

– ¡Norma! -susurra él. Niega con la cabeza, apremiante-. ¡No!

– ¿Por qué? -susurra ella.

– Por favor -susurra él-. ¡Aquí no! ¡Ahora no!

– El viernes a mediodía habrá una discusión más amplia sobre la conferencia de nuestra eminente invitada. Verán los detalles en su programa de mano. Pero la señora Costello ha aceptado amablemente responder a un par de preguntas del público. Así pues… -El decano mira al público con expresión animada-. ¡Sí! -dice al reconocer a alguien detrás de John y Norma.

– ¡Tengo derecho! -le susurra Norma al oído.

– ¡Tienes derecho, pero no lo ejerzas, no es buena idea! -susurra él.

– ¡No se le puede permitir que se quede tan ancha! ¡Está equivocada!

– Es vieja y es mi madre. ¡Por favor!

Detrás de ellos ya hay alguien hablando. John se vuelve y ve a un hombre alto y con barba. Dios sabe, piensa él, por qué su madre ha aceptado responder preguntas del público. Debería saber que las conferencias públicas atraen a los chiflados como un cadáver atrae a las moscas.

– Lo que no me ha quedado claro -dice el hombre- es adonde quiere llegar usted. ¿Está diciendo que deberíamos cerrar las granjas industriales? ¿Está diciendo que tendríamos que dejar de comer carne? ¿Está diciendo que deberíamos tratar a los animales de forma más humanitaria, matarlos de forma más humanitaria? ¿Está diciendo que deberíamos dejar de usar animales para experimentar? ¿Está diciendo que deberíamos dejar de experimentar con animales, aunque sean experimentos psicológicos benignos como los del doctor Köhler? ¿Puede aclararlo? Gracias.

Aclararlo. No era un chiflado. Estaría bien que su madre se aclarara.

De pie ante el micrófono con el texto delante de ella, agarrada a los lados del estrado, su madre parece manifiestamente nerviosa. No es su métier, vuelve a pensar él, no tendría que estar haciendo esto.

– Confiaba en no tener que enunciar principios -dice su madre-. Si lo que quiere sacar de esta conferencia son principios, tengo que responderle que abra su corazón y escuche lo que le dice.

Se diría que Elizabeth quiere dejarlo así. El decano parece perplejo. Sin duda el hombre que ha hecho la pregunta se siente igual. Y él también. ¿Por qué no puede su madre simplemente decir de forma abierta lo que quiere decir?

Como si pudiera ver el revuelo causado por la insatisfacción, Elizabeth continúa:

– Nunca me han interesado mucho las prescripciones, dietéticas o de cualquier otro tipo. Las prescripciones ni las leyes. Me interesa más lo que hay detrás de ellas. En cuanto a los experimentos de Köhler, creo que escribió un libro maravilloso y está claro que no lo habría escrito si no se hubiera considerado a sí mismo un científico que llevaba a cabo experimentos con chimpancés. Pero el libro que leemos hoy no es el libro que él creía estar escribiendo. Me acuerdo de algo que dijo Montaigne: creemos que estamos jugando con el gato, pero ¿cómo sabemos que el gato no está jugando con nosotros? Ojalá pudiera pensar que los animales de los laboratorios están jugando con nosotros. Pero, ay, no lo creo.

Se queda callada.

– ¿Contesta eso a su duda? -pregunta el decano. El autor de la pregunta se encoge de hombros de forma expresiva y se sienta.

Todavía hay que pasar por la cena. Dentro de media hora el presidente va a ejercer de anfitrión de una cena en el Club de Profesores. Al principio a él y a Norma no los habían invitado. Luego, cuando se descubrió que Elizabeth Costello tenía un hijo en Appleton, los añadieron a la lista. Él sospecha que van a estar fuera de lugar. Ciertamente van a ser los más jóvenes y los de menor rango. Por otro lado, puede ser bueno que él esté presente. Tal vez sea necesario para mantener la calma.

Siente cierto interés morboso por ver cómo se las apaña la universidad para resolver el desafío del menú. Si la distinguida conferenciante de hoy fuera un clérigo islámico o un rabino judío, se supone que no servirían cerdo. Así pues, por deferencia al vegetarianismo, ¿van a servir croquetas de frutos secos para todo el mundo? ¿Acaso el resto de distinguidos invitados van a tener que aguantar la velada como puedan, pensando en el sandwich de pastrami o en la pata de pollo fría que se van a zampar cuando lleguen a casa? ¿O bien las mentes sabias de la universidad recurrirán al ambiguo pescado, que tiene espina pero no respira aire ni amamanta a sus crías?

Por suerte, el menú no es responsabilidad de él. Lo que él teme es que, durante un remanso de la conversación, alguien salga con lo que él llama La Pregunta -«Señora Costello, ¿qué la llevó a hacerse vegetariana?» – y ella se ponga a pontificar y a dar lo que él y Norma llaman la Respuesta de Plutarco. Después le tocará a él y solamente a él reparar los daños.

La respuesta en cuestión procede de los ensayos morales de Plutarco. Su madre se la sabe de memoria y la reproduce con pocas imperfecciones. «Me pregunta usted por qué me niego a comer carne. A mí me asombra que usted pueda meterse en la boca el cadáver de un animal muerto, me asombra que no le dé asco masticar carne cortada y tragarse los jugos de heridas mortales.» Plutarco es de esa clase de gente que quita las ganas de seguir hablando. Lo peor es la palabra «jugos». Citar a Plutarco es como retar a alguien a muerte. Una vez hecho, nadie sabe qué va a pasar.

Él desearía que su madre no hubiera venido. Es agradable volver a verla. Está bien que pueda ver a sus nietos. Pero el precio que está pagando él y el precio que le va a tocar pagar si la visita sale mal le parece excesivo. ¿Por qué no puede ser una anciana normal que vive una vida normal de anciana? Si quiere abrir su corazón a los animales, ¿por qué no puede quedarse en casa y abrírselo a sus gatos?

Su madre está sentada en el centro de la mesa, enfrente del presidente Garrard. John está sentado a dos sitios de ella. Norma está en el extremo de la mesa. Hay un sitio vacío. Él se pregunta quién no ha venido.

Ruth Orkin, del departamento de psicología, le está contando a su madre un experimento que se hizo con una chimpancé joven a la que criaron como si fuera humana. Cuando le pidieron que clasificara varias fotografías en montones, la chimpancé puso la foto de sí misma con las fotos de los humanos en lugar de ponerla con las de otros simios.

– Uno siente la tentación de darle a la historia una lectura literal -dice Orkin-. O sea, pensar que la simio hembra quería que la consideraran una de nosotros. Pero, como científicos, tenemos que ser cautelosos.

– Oh, estoy de acuerdo -dice su madre-. Para ella, los dos montones podrían tener significados menos obvios. Como, por ejemplo, los que son libres de ir y venir frente a los que siguen encerrados. Puede que estuviera diciendo que prefería estar entre la gente libre.

– O tal vez solamente quería complacer a su guardiana -interviene el presidente Garrard-. Diciendo que se parecían.

– Un poco maquiavélico para un animal, ¿no cree? -dice un hombre rubio y corpulento cuyo nombre John no conoce.

– Sus contemporáneos llamaban a Maquiavelo el Zorro -dice su madre.

– Pero ese es otro tema: las cualidades fabulosas de los animales -objeta el hombre corpulento.

– Sí -dice su madre.

Todo está bastante tranquilo. Les han servido sopa de calabaza y nadie se ha quejado. ¿Puede relajarse él ya?

Ha acertado con lo del pescado. De primer plato se puede elegir entre pargo con patatas baby y fettucini con berenjena asada. Garrard pide fettucini y él también. De hecho, de los once invitados solamente hay tres que pidan pescado.

– Es interesante que las comunidades religiosas decidan definirse en términos de prohibiciones dietéticas -observa Garrard.

– Sí -dice su madre.

– Quiero decir que es interesante que la forma de definición sea, por ejemplo, «Somos la gente que no come serpiente» en lugar de «Somos la gente que come lagarto». No es lo que hacemos, sino lo que no hacemos. -Antes de pasarse a la administración, Garrard era politólogo.

– Todo viene de la limpieza y la suciedad -dice Wunderlich, que a pesar de su apellido es británico-. Animales limpios y sucios, costumbres limpias y sucias. La suciedad puede ser un criterio muy útil para decidir quién pertenece al grupo y quién no, quién está dentro y quién se queda fuera.

– Suciedad y vergüenza -interviene John-. Los animales no tienen vergüenza. -Le sorprende oírse hablar. Pero ¿por qué no? La velada está yendo bien.

– Exacto -dice Wunderlich-. Los animales no esconden sus excrementos y practican el acto sexual en público. Carecen de sentido de la vergüenza: eso es lo que los distingue de nosotros. Pero la idea básica sigue siendo la suciedad. Los animales tienen hábitos sucios; así que están excluidos. La vergüenza es lo que lo convierte a uno en ser humano, la vergüenza por estar sucio. Adán y Eva: el mito fundacional. Antes no éramos más que animales que vivíamos todos juntos.

Nunca había oído hablar a Wunderlich. Le cae bien, le gustan sus modales serios y entrecortados de Oxford. Es un alivio frente a tanta seguridad americana en uno mismo.

– Pero no puede ser así como funciona el mecanismo -objeta Olivia Garrard, la elegante mujer del presidente-. Es demasiado abstracto, una idea demasiado insulsa. Los animales son criaturas con las que no practicamos el sexo: así es como los distinguimos de nosotros. La misma idea de practicar el sexo con ellos nos da escalofríos. Ese es el grado de su suciedad, de la suciedad de todos ellos. No nos mezclamos con ellos. Separamos lo limpio de lo sucio.

– Pero nos los comemos -dice la voz de Norma-. Sí que nos mezclamos con ellos. Los ingerimos. Convertimos su carne en la nuestra. Así que el mecanismo no puede ser ese. Hay algunos animales concretos que no nos comemos. Seguramente los animales sucios son esos, no los animales en general.

Tiene razón, claro. Pero también ha cometido un error: el error de volver a hacer girar la conversación sobre el tema que tienen todos en la mesa, la comida. Wunderlich habla de nuevo.

– Los griegos veían algo incorrecto en la matanza, pero pensaban que podían compensarlo convirtiéndola en ritual. Llevaban a cabo una ofrenda sacrificial, le daban un porcentaje a los dioses y así confiaban en quedarse el resto. Es la misma idea que el diezmo. Les pides a los dioses que bendigan la carne que te vas a comer, o sea, les pides que la declaren limpia.

– Tal vez ese es el origen de los dioses -dice su madre. Se hace el silencio-. Tal vez nos inventamos a los dioses para poder echarles la culpa. Fueron ellos quienes nos dieron permiso para comer carne. Nos dieron permiso para jugar con cosas sucias. No es culpa nuestra, es de ellos. Solamente somos sus hijos.

– ¿Es eso lo que cree usted? -pregunta Garrard con cautela.

– Y dijo Dios: «Toda cosa que se mueva y esté viva será vuestro alimento» -cita Elizabeth-. Es adecuado. Dios nos ha dicho que se puede hacer.

Otro silencio. Están esperando que continúe. Después de todo, ella es la artista contratada para la velada.

– Norma tiene razón -dice Elizabeth-. El problema es definir lo que nos distingue de los animales en general, no solamente de los animales considerados sucios. La prohibición de comer ciertos animales, el cerdo y esas cosas, es bastante arbitraria. No es más que una señal de que estamos en zona peligrosa. En un campo de minas. El campo de minas de las prescripciones dietéticas. Los tabús no tienen lógica, ni tampoco los campos de minas: no se espera que tengan lógica. Uno nunca sabe qué puede comer o dónde puede pisar a menos que tenga un mapa, un mapa divino.

– Pero eso no es más que antropología -objeta Norma desde el extremo de la mesa-. No nos dice nada de nuestra conducta actual. La gente del mundo moderno ya no decide su dieta basándose en si tienen o no permiso divino. Si comemos cerdo y no comemos perro es solamente porque nos han educado así. ¿No te parece, Elizabeth? Es una simple cuestión de costumbres.

Elizabeth. Norma está reclamando intimidad. Pero ¿a qué está jugando? ¿Está conduciendo a Elizabeth a una trampa?

– Está el asco -dice su madre-. Puede que nos hayamos librado de los dioses, pero no nos hemos librado del asco, que es una versión del horror religioso.

– El asco no es universal -objeta Norma-. Los franceses comen ranas. Los chinos se lo comen todo. En China no hay asco.

Elizabeth se queda callada.

– Así que tal vez sea una simple cuestión de lo que te enseñan en tu casa, de lo que tu madre te dijo que se podía comer y lo que no.

– Lo que es limpio comer y lo que no -murmura Elizabeth.

– Y tal vez -ahora Norma está yendo demasiado deprisa, piensa él, ahora está empezando a dominar la conversión hasta un extremo que resulta inapropiado- toda la idea de limpieza frente a suciedad tenga una función completamente distinta: permitir que ciertos grupos se definan a sí mismos de forma negativa como élite, como pueblo elegido. Somos la gente que se abstiene de A, B o C, y mediante ese poder de abstinencia nos marcamos a nosotros como superiores. Como casta superior dentro de la sociedad, por ejemplo. Como los brahmanes.

Se hace el silencio.

– La prohibición de comer carne que se produce en el vegetarianismo no es más que una forma extrema de prohibición dietética -insiste Norma-. Y una prohibición dietética es una forma rápida y simple de definir un grupo de élite. Los hábitos en la mesa del resto de la gente son sucios, nosotros no podemos comer ni beber con ellos.

Ahora se está pasando de castaño oscuro. Se produce cierta agitación, hay incomodidad en el ambiente. Por suerte, el primer plato se ha acabado -el pargo y los fettucini- y las camareras están entre ellos, retirando los platos.

– ¿Has leído la autobiografía de Gandhi, Norma? -pregunta Elizabeth.

– No.

– Cuando Gandhi era joven, lo enviaron a Inglaterra a estudiar derecho. Por supuesto, Inglaterra se enorgullecía de ser un gran país para comer carne. Pero la madre de Gandhi le hizo prometer que no comería carne. Le llenó un baúl de comida para que se la llevara. Durante el viaje por mar cogió un poco de pan del comedor del barco, pero por lo demás comió de su baúl. En Londres emprendió una larga búsqueda de alojamientos y restaurantes que sirvieran lo que él comía. Las relaciones sociales con los ingleses le resultaban difíciles porque no podía aceptar ni devolver invitaciones. Hasta que trabó relación con ciertos elementos marginales de la sociedad inglesa, fabianos, teosofistas y cosas parecidas, no empezó a sentirse cómodo. Hasta entonces no era más que un pobre y solitario estudiante de derecho.

– ¿Qué quieres decir, Elizabeth? -dice Norma-. ¿Qué significa esa historia?

– Simplemente que el vegetarianismo de Gandhi no puede ser entendido como un ejercicio de poder. Lo relegó a los márgenes de la sociedad. La incorporación a su filosofía política de lo que descubrió en esos márgenes fue el resultado de su genialidad personal.

– En cualquier caso -interviene el hombre rubio-, Gandhi no es un buen ejemplo. Su vegetarianismo no era fruto de un compromiso fuerte. Era vegetariano porque se lo prometió a su madre. Puede que mantuviera su promesa, pero lo lamentaba y lo hacía a regañadientes.

– ¿No cree usted que las madres pueden ejercer una influencia positiva en sus hijos? -dice Elizabeth Costello.

Hay un momento de silencio. Es el momento de que hable él, el buen hijo. Pero no dice nada.

– Pero el vegetarianismo de usted, señora Costello -dice el presidente Garrard, echando aceite sobre la marejada-, procede de una convicción moral, ¿no?

– No, creo que no -dice Elizabeth-. Procede del deseo de salvar mi alma.

Ahora sí que hay un silencio absoluto, solamente roto por el tintineo de los platos mientras las camareras les sirven pasteles de helado y merengue.

– Bueno, yo siento un gran respeto por el vegetarianismo -dice Garrard-. Como forma de vida.

– Llevo zapatos de piel -dice Elizabeth-. Y bolso de piel. Si yo fuera usted, no tendría tanto respeto.

– La coherencia -murmura Garrard-. La coherencia es el duende de las mentes pequeñas. Seguramente se puede establecer una distinción entre comer carne y llevar artículos de piel.

– El grado de obscenidad -responde ella.

– Yo también siento un gran respeto por los códigos que se basan en el respeto a la vida -dice el decano Arendt, entrando por primera vez en el debate-. Estoy dispuesto a aceptar que los tabús dietéticos no tienen que ser simples costumbres. Aceptaré que están basados en preocupaciones morales genuinas. Pero al mismo tiempo hay que decir que para los animales toda nuestra superestructura de preocupaciones y creencias es un libro cerrado. A un buey no le puedes explicar que le vas a salvar la vida, igual que no le puedes explicar a un insecto que no lo vas a pisar. En las vidas de los animales, las cosas, sean buenas o malas, simplemente pasan. Así que el vegetarianismo es una transacción muy extraña, si uno lo piensa, ya que los beneficiarios no saben que están siendo beneficiados. Y no tienen posibilidad de averiguarlo nunca. Porque viven en un vacío de conciencia.

Arendt hace una pausa. Le toca hablar a su madre, pero parece confusa. Gris, cansada y confusa. Él se inclina hacia delante.

– Has tenido un día duro, madre -le dice-. Tal vez habría que retirarse.

– Sí, habría que retirarse -dice ella.

– ¿No va a tomar café? -pregunta el presidente Garrard.

– No, si tomo no dormiré -Elizabeth se vuelve hacia Arendt-. Es un comentario muy acertado. No tienen ninguna conciencia que podamos reconocer como tal. Por lo que podemos ver, no son conscientes de un yo provisto de una historia. Lo que me preocupa es lo que suele venir a continuación. No tienen conciencia, por tanto. Por tanto ¿qué? ¿Por tanto somos libres para usarlos a nuestro antojo? ¿Por tanto somos libres para comérnoslos? ¿Por qué? ¿Qué tiene de especial la forma de conciencia que conocemos para que matar a alguien que la posea sea un crimen mientras que matar a un animal quede impune? Hay momentos…

– Por no hablar de los bebés -interviene Wunderlich. Todo el mundo se vuelve para mirarlo-. Los bebés no tienen conciencia de sí mismos y sin embargo nos parece un crimen más espantoso matar a un bebé que a un adulto.

– ¿Por tanto? -dice Arendt.

– Por tanto toda esta discusión sobre la conciencia y sobre si los animales la tienen no es más que una pantalla de humo. Al final de todo protegemos a nuestra especie. Que vivan los bebés humanos y que mueran los terneritos. ¿No le parece, señora Costello?

– No sé qué me parece -dice Elizabeth Costello-. A menudo me pregunto qué es pensar y qué es entender. ¿Realmente entendemos el universo mejor que los animales? A menudo me parece que entender algo es como jugar con uno de esos cubos de Rubik. En cuanto has colocado todos los cuadraditos en su sitio, voilà, ya lo has entendido. Tiene sentido si uno vive en un cubo de Rubik, pero si no…

Hay un silencio.

– Yo pensaba… -dice Norma. Pero en ese momento él se pone de pie y, para su alivio, Norma se calla.

El presidente se pone de pie y después lo hacen todos.

– Una conferencia maravillosa, señora Costello -dice el presidente-. Un gran alimento intelectual. Ya estamos esperando la charla de mañana.