"La Ciudad De Los Prodigios" - читать интересную книгу автора (Mendoza Eduardo)4Al llegar el verano nuevamente las aguas habían vuelto a su cauce: nadie se acordaba ya de los tiroteos y las batallas campales que unos meses atrás habían tenido a la ciudad en vilo. Aunque al principio torcieron el gesto, todos fueron aceptando poco a poco al señor Braulio en el lugar de Canals i Formiga; aquél obraba siempre con tacto exquisito, era muy conservador, no se extralimitaba en sus actuaciones y llevaba las cuentas con mucha exactitud. Onofre Bouvila le había prohibido que volviera a las andadas: nada de ir a hacer el mamarracho al barrio de la Carbonera, le dijo; ahora somos gente respetable; si necesita un desahogo o quiere un poco de jarana, la paga y se la trae a casa, que para eso ganamos una pasta gansa. Pero de puertas afuera, seriedad, le dijo. El señor Braulio se instaló en un piso principal de la ronda de San Pablo; en el entresuelo tenía las oficinas. Algunas noches los vecinos oían canciones provenientes del piso, rasguear de guitarras, ruidos de refriega y muebles rotos. Luego acudía a las reuniones con los prohombres de Barcelona con la frente vendada, un ojo amoratado, etcétera. Lo único que le carcomía las entrañas era pensar que su hija Delfina seguía en la cárcel. Ahora él tenía poder para hacer que la pusieran en libertad; se especializaba precisamente en conseguir este tipo de favores, ésta era la base de sus negocios, pero Onofre Bouvila también se lo había prohibido terminantemente. Aún no podemos permitirnos una cosa así, le decía; este tipo de maniobra daría que hablar, removería el pasado; ya habrá tiempo de ocuparse de Delfina más adelante, cuando estemos más afianzados. El pobre ex fondista adoraba a su hija, pero obedecía a Onofre por debilidad. En secreto le hacía llegar a la celda lotes de comida y confituras y también ropa de cama y lencería de la mejor calidad. Delfina, sin una palabra de agradecimiento le devolvía la ropa desgarrada con los dientes y sin estrenar. Con el señor Braulio trabajaba ahora Odón Mostaza en sustitución del difunto Joan Sicart. No poseía las dotes de mando ni el talento de éste pero se hacía querer de su gente. Como era hombre de enorme atractivo físico, el señor Braulio bebía los vientos por él. En el puesto que había pertenecido a Odón Mostaza, Onofre Bouvila se había puesto a sí mismo. También desempeñaba las funciones que antaño realizaba Arnau Puncella. A todos estos arreglos de Humbert Figa i Morera daba su bendición. Vivía feliz, en el mejor de los mundos: se había encontrado sin proponérselo en el pináculo de la vida secreta de Barcelona, convertido en el factótum de las trapisondas. Nunca había soñado con llegar tan lejos. Era un hombre contradictorio: una mezcla sabiamente dosificada de agudeza y memez, histrionismo calculado e inocencia genuina; acometía las empresas más arduas con tanta ignorancia e imprevisión como gallardía; en consecuencia casi todo le salía a pedir de boca; luego se arrogaba todos los méritos. Era muy confiado y todavía más vanidoso: sólo vivía para ser visto. Por más apremiantes que fueran los asuntos que tenía entre manos nunca dejaba de acudir al mediodía al paseo de Gracia hecho un figurín y montado en su famosa yegua torda. Esta jaca jerezana, por la que había pagado una fortuna, estaba enseñada: podía y solía recorrer todo el tramo del paseo que va de la calle Caspe a la calle Valencia caracoleando entre los tílburis. Esta exhibición no siempre acababa bien: la jaca era muy débil de remos; todos los días en algún momento del paseo se venía de bruces y el jinete rodaba por los suelos. Se levantaban ambos prestamente: la jaca relinchando y él sacudiendo de la levita los residuos de bosta que se le habían adherido allí; un pillete se precipitaba desde la acera entre las ruedas de los carruajes y las patas de los caballos a recoger la chistera y la fusta del suelo, se las daba a don Humbert cuando éste ya había recuperado su puesto en la silla. Él, impertérrito, gratificaba la devoción del pillete con una moneda que hacía centellear al sol del mediodía: así convertía el accidente en una ceremonia de vasallaje. La alta burguesía lo interpretaba precisamente de este modo; como carecía por completo de sentido del humor le tributaba el homenaje de sus mejores sonrisas: esto, decían todos, es ser un gran señor. Él, como era tonto, se creía que estas muestras de deferencia equivalían a la aceptación. Nada menos cierto: como la alta burguesía carecía de la heráldica compleja y rigurosa de la aristocracia, tenía que ser más rígida en la práctica; admiraba el dinero de don Humbert Figa i Morera y sobre todo su forma de gastarlo, pero lo consideraba personalmente un trepador y un advenedizo; a la hora de la verdad nunca lo tomaba nadie en consideración. A él esto le pasaba inadvertido: su vanidad, como toda vanidad auténtica, no tenía propósito, era un fin en sí: no pretendía con el lucimiento robustecer su prestigio ni menos aún seducir al público femenino, entre el que gozaba, sin él saberlo, de gran predicamento: todas las señoras casadas y no pocas doncellas en edad de merecer suspiraban al verlo pasar. Tampoco en esto se fijaba. En su vida privada las cosas no le iban mejor: su mujer, que se consideraba el colmo de la belleza, la inteligencia y la distinción, creía que todo era poco para ella y juzgaba haber hecho una mala boda al casarse con él; lo trataba a zapatazos y la servidumbre, a la vista de este ejemplo, poco menos. Él se sometía a estos vejámenes sin rechistar; nadie lo había visto jamás enojado, parecía vivir en un mundo aparte. Acostumbrado a no ser escuchado por nadie solía deambular por su casa emitiendo sonidos inarticulados, sin esperanza de obtener respuesta, por el mero placer de oír su propia voz. Otras veces le ocurría lo contrario: creía haber dicho lo que sólo había pensado. Esta quiebra total de la comunicación no le hacía mella. El trabajo absorbía sus energías; los éxitos sociales limitados satisfacían su amor propio, y su hija, a la que idolatraba, colmaba su necesidad de querer. En esa época el veraneo era muy distinto de como hoy lo concebimos. Sólo las familias privilegiadas, a imitación de la familia real, trasladaban su residencia a un paraje elevado, de clima más seco, al empezar los calores; procuraban no alejarse mucho de Barcelona: veraneaban en Sarriá, en Pedralbes, en la Bonanova, hoy barrios de la ciudad. El resto de los ciudadanos combatía el calor con abanicos y botijos de agua fresca. Los baños de mar empezaban a popularizarse entre la gente joven, afrancesada, con el escándalo consiguiente. Como casi nadie sabía nadar el número de ahogados era proporcionalmente alto cada año. Luego los curas en sus sermones aducían esta estadística penosa como prueba de la ira de Dios. Don Humbert Figa i Morera, que había llegado tarde para adquirir residencia de verano en un barrio de solera, hubo de construir la suya en una colonia situada al norte del núcleo urbano, llamada la Budallera. Allí había comprado un terreno desigual cubierto de pinos, castaños y magnolios y había hecho edificar una casita sin pretensiones. Como suele ocurrirles a muchos abogados, en la compra del terreno no había intervenido ninguna precaución. Ahora debía dedicar tiempo, esfuerzo y dinero a resolver problemas prediales que se remontaban a varios siglos atrás. En realidad, había sido objeto de una estafa: el terreno era umbrío, muy húmedo e infestado de mosquitos; el lugar estaba desprestigiado hasta el punto de que sólo tenía por vecinos a unos ermitaños que vivían en cuevas malsanas, se alimentaban de raíces y cortezas de árbol, andaban por el monte enseñando las vergüenzas y habían perdido con los años el uso de la palabra y de la razón. Sólo a un imbécil como tú se le habría ocurrido comprarse una parcela en semejante vertedero, le decía su esposa a diario. Algunos días se lo decía varias veces: a ella le habría gustado ir a tomar los baños a Ocata o a Montgat, codearse con lo más "snob" de la burguesía joven. Pero su esposo, por una vez, había impuesto su criterio. – Ni tú ni la nena sabéis nadar -había dicho- y se os puede llevar alguna corriente; también he oído decir que en el fondo del mar hay pulpos y lampreas que pican y destrozan a los bañistas ante los ojos horrorizados de sus familiares y amigos. – Eso les pasará -decía ella- por bañarse desnudos. Exponiendo las carnes despiertan la voracidad de la fauna, que no distingue lo animal de lo humano si no es por la ropa -al decir esto torcía la boca con sarcasmo, como si se alegrase de la desgracia de quienes no sabían vestir como era debido. Estaba segura de que a ella, que seguía llevando miriñaque a repelo de la moda y arrastraba una cola orillada de dos metros y que iba profusamente enjoyada a todas horas, ningún animal se atrevería a hincarle el diente. Su esposo siempre acababa por darle la razón. A esta residencia de verano fue a visitarle Onofre Bouvila el verano de 1891. Había subido la montaña a galope tendido y se encontró perdido en mitad del bosque. El caballo que montaba estaba cubierto de espuma, resoplaba en forma entrecortada. Éste se me muere ahora entre las piernas y me quedo aquí, náufrago, se dijo Onofre con aprensión. Es bien curioso que sea precisamente yo quien no sepa orientarse en el monte; me he vuelto un hombre de ciudad. Por fin avistó una casa rodeada de un jardín frondoso y un muro bajo de piedra oscura. De la chimenea salía una columna de humo. Descabalgó y llevando el caballo de las riendas se acercó a pie, se asomó al muro por si había alguien que le pudiera informar. El jardín parecía desierto: piaban los pájaros, zumbaban los moscones y avispas y revoloteaban las mariposas. A través de los árboles, confusamente por la reverberación de la luz cenital, vio pasar a una niña. Llevaba un vestido de organdí blanco, de manga corta, festoneado de encaje y adornado con cintillas de terciopelo escarlata; una cofia encañonada también blanca, ribeteada de diminutas flores de tela, dejaba escapar por los bordes dos tirabuzones cobrizos. La cofia y los tirabuzones sólo permitían ver fragmentos del rostro: el arco de la nariz, un pómulo arrebolado, la curvatura suave de la frente, el óvalo del mentón, etcétera. Onofre Bouvila se quedó paralizado; cuando reaccionó la visión se había esfumado. Ah, ¿quién sería?, se preguntó, ¿y me habrá visto? No tenía aires de campesina, pero así, sola en el campo, sin compañía… ¡qué misterio!, se decía. Mientras pensaba esto apareció un mozo. Le hizo señas y cuando acudió el mozo le preguntó si aquél era el sitio que buscaba. Viendo que efectivamente lo era, entregó al mozo las riendas del caballo y se hizo anunciar. Don Humbert Figa i Morera había prohibido terminantemente a sus hombres que acudieran a esa residencia de verano: allí no quería ser importunado bajo ningún pretexto. Tampoco quería que su familia se viera involucrada en sus asuntos. Onofre se atrevió a desacatar esta orden: quería comprobar hasta qué punto don Humbert estaba dispuesto a transigir con su desobediencia. Una doncella lo condujo a una pieza hexagonal en el primer piso. A esta pieza daban varias puertas. Toda la luz provenía de una claraboya opaca: así quedaba la estancia en penumbra, se obtenía por este medio una agradable sensación de frescor. Bañado por esta luz tenue brillaba el estuco nacarado de la chimenea, sobre cuya repisa había un espejo alto de marco dorado, un candelabro de bronce y un reloj de estilo imperio cubierto por una campana de cristal. Por todo mobiliario en la estancia había una mesita rinconera de madera pintada y sobre ella una venus de alabastro, erguida en su concha; también había un velador morisco y una pila de cojines de raso. Onofre Bouvila se quedó maravillado. Qué sencillez, pensó, qué auténtica elegancia. Un ruido seco a su espalda le hizo girar en redondo. Por hábito se llevó la mano al bolsillo del pantalón, donde ahora siempre tenía la pistola que meses antes le había arrebatado a Joan Sicart. Una de las puertas había sido abierta sin llamar: allí estaba la misma niña que él había entrevisto hacía unos minutos en el jardín; ahora se había quitado la cofia y leía un libro de tapas negras, como un devocionario: la presencia inesperada de un desconocido en la estancia la había dejado inmovilizada en el umbral. Él abrió la boca para decir algo, pero no articuló ningún sonido; ella, quizá menos cohibida, cerró el libro. Luego hizo una graciosa reverencia hasta tocar con la rodilla el suelo y murmuró algo que Onofre Bouvila no entendió. – Perdón -acertó a decir-, ¿me decía usted? Ella bajó los ojos ante la intensa mirada de él; fijó la suya en los arabescos que dibujaba el baldosín. – Ave María Purísima -dijo al fin con un hilo de voz. – Ah -exclamó Onofre-, sin pecado concebida. Ella repitió la genuflexión sin mirarle a la cara. No sabía que había alguien en la habitación, dijo enrojeciendo, la camarera no la había advertido de la presencia… – No, no, de ningún modo -la interrumpió apresuradamente él-; soy yo, por el contrario, quien debe disculparse, si la he asustado… Antes de que pudiera acabar la frase ella se había ido cerrando la puerta tras de sí. A solas recorría ahora la pieza a grandes zancadas: Animal, idiota, bestia, se iba diciendo a sí mismo sin preocuparse de si hablaba para sus adentros o si lo hacía en voz alta y podía ser oído por alguien, ¿cómo has permitido que se fuera? Ahora sabe Dios si se te presentará la ocasión de volver a verla. Nunca hasta ese instante, en situaciones mucho más comprometidas, había vacilado ante la oportunidad: siempre había sabido adelantarse a los acontecimientos. O eso, o no estaría vivo para contarlo, se dijo. Ay, gimió hincando ambas rodillas en los cojines mullidos del suelo, ¡y yo que me creía a salvo de estas zozobras! Pero, ¡bah!, ¿qué me digo?, siguió meditando en aquella postura penitente; ella no es más que una niña; si yo le hablara de amor, ¿qué habría de entender?, se asustaría o peor aún se reiría de mí. Después de todo no soy más que un rucio, un destripaterrones convertido en pistolero a sueldo de rufianes. Luchaba por arrancarse del corazón aquella flecha con que la suerte parecía haberle herido; se defendía contra aquella marea que le invadía, en vano, como quien levanta diques en la arena para detener el mar. Enfurecido acabó por agarrar la venus de alabastro y la arrojó con todas sus fuerzas contra el espejo de la chimenea. Lo primero en caer al suelo fue la estatuilla, que se hizo añicos; el espejo se resquebrajó, permaneció inmóvil una fracción de segundo, aún alcanzó a reflejar el rostro asustado de la niña, distorsionado por las grietas y el alabeado de la luna que se venía abajo con estrépito; cayeron seis u ocho placas grandes, que se astillaron, fueron a dar a todos los rincones de la estancia, hechas polvo de vidrio. Quedó dentro del marco un pegote de azogue y argamasa. A su espalda volvió a oír un ruido; esta vez un grito ahogado. Había vuelto a entrar y se miraba horrorizada en aquel espejo que ya no reflejaba nada, como si la estancia y sus ocupantes hubieran dejado de existir: en esta imagen comprendió lo que él quería decirle; en aquel acto vandálico vio sentido. Dejó que él la estrechara contra su pecho, sintió latir furiosamente el corazón de aquel hombre arrebatado. – Nadie me ha besado aún -dijo con el poco aliento que logró reunir. – Ni lo hará mientras yo viva -dijo Onofre Bouvila-, si no quiere que le vuele la tapa de lo sesos -la besó en la boca después de decir esto y añadió-: y a ti también -ella arqueó el cuerpo hacia atrás: la cabeza, el cuello, los hombros y la espalda; la cabellera cobriza que ahora llevaba suelta le rebasaba la línea de la cintura. Dejó caer los brazos inertes a los costados del cuerpo, con los dedos rozaba el suelo fresco de la estancia; las rodillas hicieron flexión, quedó suspendida del brazo de Onofre, que le rodeaba el torso; de los labios entreabiertos salió un largo suspiro-: Sí -dijo: así comprometía en un solo instante su futuro. Onofre levantó los ojos, parpadeó: había alguien más en la estancia. Era don Humbert Figa i Morera, que acababa de entrar acompañado de otros dos señores. Uno de estos señores era un tal Cosme Valbuena, arquitecto. Don Humbert, que se aburría mortalmente, había decidido hacer obras de ampliación en la casa aprovechando la estructura de un antiguo gallinero y palomar anexo a aquélla. Para llevar a cabo esta obra sin embargo había que invadir el terreno colindante. Esta apropiación de un par de palmos había originado un pleito con el propietario del predio vecino, que resultaba ser además amigo y ocasionalmente socio de don Humbert. Éste, demasiado ocupado en asuntos de otros vuelos para perder el tiempo en litigios de tan poca monta, había hecho venir de Barcelona a un abogado joven, pero de muy buena reputación. Se especializaba en este tipo de asuntos y sobre todo en servidumbres. Los tres hombres dedicaban el día entero a recorrer la casa, el jardín y los campos que la rodeaban. El abogado tomaba medidas con un cordel y hacía propuestas arquitectónicas que el arquitecto ni se dignaba a escuchar. Éste a su vez sugería a don Humbert posibles medios legales de ganar el pleito que se traía entre manos. Discutían, se acaloraban y lo pasaban bien. Luego se sentaban a la mesa y comían con un apetito envidiable. La esposa de don Humbert no protestaba de la presencia de aquellos parásitos, porque veía que su hija se acercaba a la edad de merecer y tanto el abogado como el arquitecto eran solteros; ambos parecían tener ante sí un brillante porvenir. Cuando menos ambos tenían acceso a sus respectivos círculos profesionales. Cosa que no puede decir el zángano de mi marido, pensaba ella. Él respondía a estas lucubraciones con campechanía: Mujer, qué cosas se te ocurren: la nena acaba de cumplir diez años, repetía. Ahora ya no sabía qué pensar. No era tan tonto sin embargo que no supiera interpretar el abandono lánguido de su hija y la mirada indómita y sedienta de su subordinado, que no comprendiera que lo mejor que podía hacer era no darse por enterado de lo que allí había sucedido: Vaya, vaya, se limitó a comentar, veo que ya os habéis presentado el uno al otro y que hacéis buenas migas. Así me gusta, así me gusta. Ellos tardaron un rato en deshacer el abrazo, recobrar el equilibrio y componer la figura, visiblemente azorados. Hasta el mismo Onofre Bouvila, que unos minutos antes despreciaba a don Humbert, ahora, viendo en él al padre de la mujer que amaba, se sentía dispuesto a profesarle el máximo respeto: inmediatamente depuso su actitud colérica y adoptó otra sumisa. El abogado y el arquitecto deambulaban por la estancia calibrando los desperfectos. – Lo importante decía el primeroes que nadie se lastime con los cristales rotos. Onofre Bouvila regresó a Barcelona con el sol a la espalda. De los matorrales salía el guirigay de los grillos y el cielo estaba repleto de estrellas. ¿Qué será de mí ahora?, iba pensando con los ojos puestos en aquel mapa celestial. Sabía que mientras ella correspondiera a su amor no podría traicionar a don Humbert Figa i Morera. Antes de que el verano tocara a su fin el arquitecto y el abogado pidieron la mano de la hija de don Humbert Figa i Morera. Esta rivalidad y la necesidad consiguiente de hacer una elección le permitió a ella dar largas al asunto primero y manifestar luego una negativa rotunda a ser casada con cualquiera de los dos candidatos. Esta negativa era unas veces enérgica y otras pesarosa, con frecuencia iba acompañada de lágrimas y pataleos; debido a su fragilidad solía herirse al golpear las paredes con la frente o los muebles con las manos: ahora iba cubierta de vendas a todas horas. Esta actitud y la amenaza velada de que podían ocurrirle males mayores si su voluntad era contrariada torcieron inmediatamente la de su padre. La madre sin embargo intuyó que aquella resistencia invencible no venía motivada por el rechazo a los candidatos, en quienes no parecía haberse fijado siquiera, sino por otra causa más poderosa. Recordó la rotura del espejo y la estatuilla, el hecho de que este accidente doble hubiera coincidido con la visita insólita de un subordinado de su marido a la finca de la Budallera, de estos datos extrajo sus propias conclusiones; luego interrogó a don Humbert; éste acabó admitiendo que había sorprendido efectivamente una escena entre su hija y aquel muchacho; aquella escena, que suavizó al describirla a su esposa, podía inducir a pensar que la niña sentía una cierta inclinación hacia ese chico, dijo don Humbert. Y ese chico, ¿quién era?, quiso saber su esposa. Don Humbert le dio unas explicaciones confusas que ella no escuchó: no le interesaba lo que su marido pudiera decirle, sino lo que trataba de encubrir; de los titubeos de don Humbert dedujo acertadamente que Onofre Bouvila era el candidato menos idóneo de todos. Está bien, se dijo, prescindiremos del abogado y del arquitecto, pero pondremos a la nena a salvo de ese patán; cuando lo haya olvidado ya nos ocuparemos de buscarle el marido que le convenga: todavía es muy niña y aún puede desperdiciar media docena de oportunidades. A instancias de ella don Humbert metió a la niña en un internado. A esto la niña no opuso en cambio resistencia: allí se sentía libre de pretendientes. Dentro de todo, es lo mejor que nos podía pasar, se dijo. Pasada la indignación primera Onofre también lo entendió así. Algún día será mía, pensó, de momento sin embargo hay que tener paciencia. Por los medios más impensables le hizo llegar centenares de cartas al internado. Esto tenía un mérito grande, porque hasta entonces apenas sabía estampar su firma; puede decirse que aprendió a escribir con soltura en estas cartas de amor. Ella le contestaba espaciadamente, tratando de sortear la censura de las monjas. "Ante todo", decía en una de aquellas cartas, "doy gracias a Dios por medio de Jesucristo, pues Dios, a quien venero en mi espíritu, me es testigo de cuán incesantemente me acuerdo de ti, rogándole siempre en mis oraciones, si es de su voluntad, encuentre por fin algún día favorable para llegarme hasta ti pues ansío verte". Este lenguaje, calcado de san Pablo, era extraño en una adolescente enamorada; podía justificarse por el temor de que las cartas cayeran en manos de las monjas o de sus padres o por una devoción auténtica de su parte. Luego, de casada siempre se mostró muy devota. Los que la conocieron y trataron en sus años de madurez daban de ella luego versiones contradictorias; serena y alucinada eran los dos calificativos que se le aplicaban con más frecuencia. Otros opinaban que acabó buscando consuelo en la religión porque fue muy desgraciada toda su vida por culpa de Onofre Bouvila. Mientras tanto Barcelona se disponía a franquear la línea que separaba el siglo pasado del presente con más problemas que esperanzas por bagaje. Me parece que lo que hemos logrado con tanto esfuerzo va a ser flor de un día, decían los hombres de pro en la quietud sombría de los círculos, clubs y salones. Persistía la recesión. Las tiendas de lujo de la calle Fernando cerraban sus puertas, una detrás de otra; en su lugar las abrían en las Ramblas y en el paseo de Gracia los grandes almacenes, una novedad que los barceloneses acogían con reserva evidente. "Los grandes almacenes, ¿lámpara de Aladino o cueva de Alí-Babá?", titulaba gráficamente un periódico su comentario. La política económica del gobierno no contribuía a mejorar las cosas. Sordo a las razones y los ruegos de los catalanes destacados en Madrid con el fin de formularlos y de algunos castellanos clarividentes o pagados para serlo, derogó todas o casi todas las medidas proteccionistas que amparaban la industria nacional; desaparecidos los aranceles que los gravaban, los productos extranjeros, mejores, más baratos y más sencillos de uso que los nacionales, acabaron de hundir un mercado ya escuálido de por sí. El cierre de las fábricas y los despidos masivos e imprevisibles se unieron a las plagas que ya se cebaban en la clase trabajadora. Ahora había además guerra en Cuba y en Melilla. Todas las semanas salían hacia América y Africa centenares de mozos, imberbes muchos de ellos. En las dársenas del puerto y en los andenes de la estación se podían ver escenas desgarradoras. La Guardia Civil tenía que efectuar a menudo cargas contra las madres que intentaban impedir el transporte de tropas reteniendo los barcos por las amarras o bloqueando el paso de las locomotoras. De aquellos cientos y miles de jóvenes que partían hacia el frente muy pocos habían de volver y aun éstos, mutilados o enfermos de gravedad. Estos hechos atizaban, como si hiciera falta, la inquina popular. Aquellas asociaciones obreras que tanto habían preocupado al difunto Canals i Formiga iban cobrando vigor, en especial las anarquistas. Había anarquistas partidarios de Foscarini o seguidores de De Weerd o de otros líderes aparecidos con posterioridad. Todas estas asociaciones se unían ocasionalmente para convocar y llevar a cabo unas huelgas generales que nunca acababan de salir bien. Exacerbados los ánimos por tanto fracaso y tanto empeño inútil, viendo que las cosas no cambiaban sino para empeorar, algunos decidieron pasar a la acción directa. Instigados por el ejemplo de sus correligionarios italianos, franceses y sobre todo rusos, optaron por "cercenar las cabezas de la hidra, tantas cuantas tenga, y cuantas más, mejor", en frase de uno de ellos. Así empezaron las décadas negras del terror: no había acto público, desfile, procesión ni espectáculo donde no pudiera producirse de pronto la temida explosión de un artefacto. Ensordecidos por esta explosión y cegados por el humo los supervivientes buscaban luego entre las víctimas a sus familiares o amigos; otros huían en todas direcciones, con los ojos desencajados y la ropa cubierta de sangre, sin detenerse a comprobar si estaban heridos de muerte o si habían salido ilesos del atentado. Allí donde se congregaba la gente de bien, allí hacían sentir ellos con más saña el peso de su ira y su desesperación. cada vez que se producía un suceso de este tipo Onofre Bouvila no podía menos que recordar a Pablo y las teorías ácratas que éste sustentaba y que él mismo había contribuido mal de su grado a propagar. A veces se preguntaba si no sería el propio Pablo el que había lanzado la bomba contra Martínez Campos o la del Liceo, cuyos trágicos ecos aún pueden percibirse hoy en las noches de gala en los palcos y corredores del célebre teatro. Pero de estas reflexiones no daba cuenta a nadie: por su posición actual y por motivos sentimentales quería ocultar que en otros tiempos había estado asociado con los anarquistas. Por el contrario daba a entender a su novia y a las personas con quienes tenía tratos profesionales que era un joven de buena familia a quien reveses de fortuna habían forzado a realizar trabajos de índole poco clara, como los que llevaba a cabo por encargo de don Humbert Figa i Morera. Nadie recordaba ya su participación en las jornadas violentas que habían acabado con el imperio criminal y con la vida de Canals i Formiga. Él siempre que las circunstancias lo permitían repudiaba la violencia, se mostraba partidario de reprimir con mano durísima a los anarquistas, a quienes no vacilaba en apodar "perros rabiosos" y ensalzaba la política sanguinaria con que el Gobierno trataba de restablecer el orden. Esta actitud por fuerza había de encontrar un eco favorable entre los miembros de la alta burguesía con quienes marginalmente se relacionaba. Amenazado su patrimonio y además su propia vida, aquélla había firmado una tregua en la querella secular con Madrid. Por nociva que fuera la actitud del Gobierno hacia los intereses comerciales de Cataluña, peor habría sido la privación de su protección armada en esta lucha, se decían. Luego, en privado, se lamentaban de haber tenido que caer en esta renuncia: es triste, se decían, que tengamos que echarnos en brazos de un generalote cuando Cataluña ha dado al Ejército español sus leones más fieros. Con esta imagen aludían al general Prim, héroe de México y Marruecos, y al general Weyler, que por aquellos años mantenía a raya a los rebeldes cubanos. Lo que más preocupaba a los timoratos era que los catalanistas, cuya fuerza iba en aumento, pudieran ganar algunas elecciones, con el consiguiente enfurecimiento de Madrid, a cuya benevolencia creían deber la vida. Así prosperaban los negocios que gestionaba el señor Braulio. Onofre Bouvila se frotaba las manos a solas. Años más tarde había de decir: siempre pensé que el mal profundo de España consistía en que el dinero estaba en manos de un atajo de cobardes incultos y desalmados. El Gobierno por su parte se limitaba a recoger los frutos que esta situación ponía en sus manos y abordaba con desgana el problema interno de Cataluña como si se tratara de otro problema colonial: enviaba al principado militares trogloditas que sólo conocían el lenguaje de las bayonetas y que pretendían imponer la paz pasando por las armas a media humanidad. Ah, pensaba Onofre sin cesar, viendo lo que ocurría a su alrededor, qué tiempos espléndidos para quien tenga un poco de imaginación, bastante dinero y mucha osadía. A mí me sobran aquélla y ésta, pero el dinero, ¿de dónde lo voy a sacar? Y, sin embargo, de alguna forma he de obtenerlo, porque ocasiones como la presente sólo las depara el destino una vez en la vida, y a veces, ni eso. Tener novia no había hecho más que avivar su ambición; el no poder verla nunca dejaba intactas sus energías. Ya no salía de francachela con Odón Mostaza y sus secuaces: prefería no dejarse ver en público en compañía de hampones. Los pequeños placeres que se permitía se los proporcionaban a escondidas el señor Braulio y Efrén Castells. Por aquellas fechas los diarios anunciaron que se acercaba a la Tierra el cometa Sargón, cuyo diámetro se calculaba en más de 50.000 kilómetros; no faltaron profetas que vaticinaron el fin del mundo, del que los disturbios y la desazón reinante eran sólo el preludio y aviso. Hubo el lógico malestar, pero al final no pasó nada. |
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