"La verdad sobre el caso Savolta" - читать интересную книгу автора (Mendoza Eduardo)I FACSIMIL FOTOSTÁTICO DEL ARTICULO APARECIDO EN EL PERIÓDICO Documento de prueba anexo n. ° 1 (Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick) El autor del presente artículo y de los que seguirán se ha impuesto la tarea de desvelar en forma concisa y asequible a las mentes sencillas de los trabajadores aun los más iletrados, aquellos hechos que, por haber sido presentados al conocimiento del público en forma oscura difusa, tras el REPRODUCCIÓN DE LAS NOTAS TAQUIGRÁFICAS TOMADAS EN EL CURSO DE LA PRIMERA DECLARACIÓN PRESTADA POR JAVIER MIRANDA LUGARTE, EL 10 DE ENERO DE 1927 ANTE EL JUEZ F. W. DAVIDSON DEL TRIBUNAL DEL ESTADO DE NUEVA YORK POR MEDIACIÓN DEL INTÉRPRETE JURADO GUZMÁN HERNÁNDEZ INTÉRPRETE FENWICK (Folios 21 y siguientes del expediente) JUEZ DAVIDSON. Dígame su nombre y profesión. MR. MIRANDA. Javier Miranda, agente comercial. J. D. Nacionalidad. M. Estadounidense. J. D. ¿Desde cuándo es usted ciudadano de los Estados Unidos de América? M. Desde el 8 de marzo de 1922. J. D. ¿Cuál era su nacionalidad anterior? M. Española de origen. J. D. ¿Cuándo y dónde nació usted? M. En Valladolid, España, el 9 de mayo de 1891. J. D… ¿Dónde ejerció usted sus actividades entre 1917 y 1919? M. En Barcelona, España. J. D. ¿Debo entender que vivía usted en Valladolid y se trasladaba diariamente a Barcelona, donde trabajaba? M. No. J. D. ¿Por qué no? M. Valladolid está a más de 700 kilómetros de Barcelona… J. D. Aclare usted este punto. M…aproximadamente 400 millas de distancia. Casi dos días de viaje. J. D. ¿Quiere decir que se trasladó a Barcelona? M. Sí. J. D. ¿Por qué? M. No encontraba trabajo en Valladolid. J. D. ¿Por qué no encontraba trabajo? ¿Acaso nadie le quería contratar? M. No. Había escasez de demanda en general. J. D. ¿Y en Barcelona? M. Las oportunidades eran mayores. J. D. ¿Qué clase de oportunidades? M. Sueldos más elevados y mayor facilidad de pro moción. J. D. ¿Tenía trabajo cuando fue a Barcelona? M J. D. Entonces, ¿cómo dice que había más oportunidades? M. Era sabido por todos. J. D. Explíquese. M. Barcelona era una ciudad de amplio desarrollo industrial y comercial. A diario llegaban personas de otros puntos en busca de trabajo. Al igual que sucede con Nueva York. J. D. ¿Qué pasa con Nueva York? M. A nadie le sorprende que alguien se traslade a Nueva York desde Vermont, por ejemplo, en busca de trabajo. J. D. ¿Por qué desde Vermont? M. Lo he dicho a título de ejemplo. J. D. ¿Debo asumir que la situación es similar en Vermont y en Valladolid? M. No lo sé. No conozco Vermont. Tal vez el ejemplo esté mal puesto. J. D. ¿Por qué lo ha mencionado? M. Es el primer nombre que me ha venido a la cabeza. Tal vez lo leí en un periódico esta misma mañana… J. D. ¿En un periódico? M…inadvertidamente. J. D. Sigo sin ver la relación. M. Ya he dicho que sin duda el ejemplo está mal puesto. J. D. ¿Desea que el nombre de Vermont no figure en su declaración? M. No, no. Me es indiferente. – Pensábamos que no vendríais -dijo la señora de Savolta estrechando la mano del recién llegado y besando en ambas mejillas a la esposa de éste. – Son manías de Neus -respondió el señor Claudedeu señalando a su mujer-. En realidad, hace una hora que podríamos haber llegado, pero insistió en demorarnos para no ser los primeros. No le parece de buen tono, ¿eh? – Pues, la verdad -dijo la señora de Savolta-, ya empezábamos a pensar que no vendríais. – Al menos -dijo la señora de Claudedeu-, no habréis empezado a cenar. – ¿Empezado? -exclamó la señora de Savolta-. Hemos terminado hace un buen rato. Os quedaréis en ayunas. – ¡Menuda broma! -rió el señor Claudedeu-. De haberlo sabido, habríamos traído unos bocadillos. – ¡Unos bocadillos! -chilló la señora de Savolta-. Qué idea, Madre de Dios. – Nicolás tiene ideas de bombero -sentenció la señora de Claudedeu bajando la vista. – Oye, no será verdad eso de que habéis cenado, ¿eh? -inquirió el señor Claudedeu. – Sí, es verdad, claro que si, ¿qué os pensabais? Teníamos hambre y como que creímos que no vendríais… -dijo la señora de Savolta fingiendo una gran consternación, pero la risa le traicionó y acabó la última frase con un sofoco. – No, si a fin de cuentas aún seremos los primeros en llegar -añadió la señora de Claudedeu. – No tengas miedo, Neus -la tranquilizó la señora de Savolta-. Por lo menos hay doscientos invitados. Ni se cabe, créeme. ¿No oyes el escándalo que arman? Efectivamente, a través de la puerta que comunicaba el vestíbulo con el salón principal se oían voces y música de violines. El vestíbulo, por el contrario, estaba desierto, silencioso y en penumbra. Sólo un criado de librea montaba guardia junto a la puerta que daba acceso a la casa desde el jardín, serio, rígido e inexpresivo como si no advirtiese la presencia de las tres personas que charlaban junto a él, sino la de un jefe invisible y volador. Recorría con la mirada los artesonados del techo y pensaba en sus cosas, o escuchaba la conversación con disimulo. Una doncella llegó muy azarada y tomó los abrigos de los recién llegados y el sombrero y el bastón del caballero, esquivando la mirada descarada y jocosa de éste, más atenta a la inspección de su ama, que seguía sus movimientos con aparente indiferencia, pero alerta. – Espero que no hayáis retrasado la cena por nuestra culpa -dijo la señora de Claudedeu. – Ay, Neus -reconvino la señora de Savolta-, tú siempre tan mirada. La puerta del salón se abrió y apareció en el hueco el señor Savolta, circundado de un halo de luz y trayendo consigo el griterío de la pieza contigua. – ¡Mira quién ha llegado! -exclamó, y añadió en tono de reproche-: Ya pensábamos que no vendríais. – Tu mujer nos lo acaba de decir -apuntó el señor Claudedeu-, y nos ha dado un buen susto, además, ¿eh? – Todos andan preguntando por ti. Una fiesta sin Claudedeu es como una comida sin vino -se dirigió a la señora de Claudedeu-. ¿Qué tal, Neus? -y besó respetuoso la mano de la dama. – Ya veo que echabais a faltar las payasadas de mi marido -dijo la señora de Claudedeu. – Haz el favor de no coartar el pobre Nicolás -respondió a la señora el señor Savolta, y dirigiéndose al señor Claudedeu-: Tengo noticias de primera mano. Te vas a petar de risa, con perdón -y a las damas-: Si me dais vuestro permiso, me lo llevo. Tomó del brazo a su amigo y ambos desaparecieron por la puerta del salón. Las dos señoras aún permanecieron unos instantes en el vestíbulo. – Dime, ¿cómo se porta la pequeña María Rosa? -preguntó la señora de Claudedeu. – Oh, se porta bien, pero no parece muy animada -respondió su amiga-. Más bien un poco aturdida por todo este ajetreo, como si dijéramos. – Es natural, mujer, es natural. Hay que hacerse cargo del contraste. – Quizá tengas razón, Neus, pero ya va siendo hora de que cambie de manera de ser. El año que viene termina los estudios y hay que empezar a pensar en su futuro. – ¡Quita, mujer, no seas exagerada! María Rosa no tiene por qué preocuparse. Ni ahora ni nunca. Hija única y con vuestra posición…, va, va. Déjala que sea como quiera. Si ha de cambiar, pues ya cambiará. – No creas, no me disgusta su carácter: es dulce y tranquila. Un poco sosa, eso sí. Un poco…, ¿cómo te diría?…, un poco monjil, ya me entiendes. – Y eso te preocupa, ¿verdad? Ay, hija, que ya veo adónde vas a parar. – A ver, ¿qué quieres decir, eh? – Tú me ocultas una idea que te da vueltas en la cabeza, no digas que no. – ¿Una idea? – Rosa, con la mano en el corazón, dime la verdad: estás pensando en casar a tu hija. – ¿Casar a María Rosa? ¡Qué cosas se te ocurren, Neus! – Y no sólo eso: has elegido al candidato. Anda, dime que no es verdad, atrévete. La señora de Savolta se ruborizó y ocultó su confusión tras una risita queda y prolongada. – Huy, Neus, un candidato. No sabes lo que dices ¡Un candidato! Jesús, María y José… JUEZ DAVIDSON. ¿Encontró usted trabajo en Barcelona? MIRANDA. Sí. J. D. ¿Porqué medios? M. Llevaba cartas de recomendación. J. D. ¿Quién se las proporcionó? M. Amigos de mi difunto padre. J. D. ¿Quiénes eran los destinatarios de las mismas? M. Comerciantes, abogados y un médico. J. D. ¿Uno de los destinatarios de las cartas le contrató? M. Sí, así fue. J. D. ¿Quién concretamente? M. Un abogado. El señor Cortabanyes. J. D. ¿Quiere deletrear su nombre? M. Ce, o, erre, te, a, be, ene, i griega, e, ese. Cortabanyes. J. D. ¿Por qué le contrató ese abogado? M. Yo había estudiado dos cursos de leyes en Valladolid. Eso me permitía… J. D. ¿Qué tipo de trabajo realizaba para el señor Cortabanyes? M. Era su ayudante. J. D. Amplíe la definición. M. Hacía recados en el Palacio de Justicia y en los juzgados municipales, acompañaba a los clientes a prestar declaración, llevaba documentos a las notarías, realizaba gestiones de poca importancia en la Delegación de Hacienda, ordenaba y ponía al día el archivo de asuntos y buscaba cosas en los libros. J. D. ¿Qué cosas buscaba? M. Sentencias, citas doctrinales, opiniones de autores especializados sobre temas jurídicos o económicos. A veces, artículos de periódicos y revistas. J. D. ¿Los encontraba? M. Con frecuencia. J. D. ¿Y era retribuido por ello? M. Claro. J. D. ¿Le retribuían en relación proporcional al trabajo prestado o variaba según los resultados del mismo? M. Me daba una mensualidad fija. J. D. ¿Sin incentivos? M. Una gratificación en Navidad. J. D. ¿También fija? M. No. Solía variar. J. D. ¿En qué sentido? M. Era más elevada si las cosas habían ido bien aquel año en el despacho. J. D. ¿Solían ir bien las cosas en el despacho? M. No. Cortabanyes jadeaba sin cesar. Era muy gordo; calvo como un peñasco. Tenía bolsas amoratadas bajo los ojos, nariz de garbanzo y un grueso labio inferior, colgante y húmedo que incitaba a humedecer en él el dorso engomado de los sellos. Una papada tersa se unía con los bordes del chaleco; sus manos eran delicadas, como rellenas de algodón, y formaban los dedos tres esferas rosáceas; las uñas eran muy estrechas, siempre lustrosas, enclavadas en el centro de la falange. Cogía la pluma o el lápiz con los cinco deditos, como un niño agarra el chupete. Al hablar producía instantáneas burbujas de saliva. Era holgazán, moroso y chapucero. El despacho de Cortabanyes estaba en una planta baja, en la calle de Caspe. Constaba de un recibidor, una sala, un gabinete, un trastero y un lavabo. Las restantes habitaciones de la casa las había cedido Cortabanyes al vecino mediante una indemnización. Lo reducido del local le ahorraba gastos de limpieza y mobiliario. En el recibidor había unas sillas de terciopelo granate y una mesilla negra, con revistas polvorientas. La sala estaba rodeada por una biblioteca, sólo interrumpida por tres puertas, una cristalera de vidrio emplomado que daba al hueco de la escalera y una ventana de una sola hoja, cubierta por una cortina del mismo terciopelo que las sillas, y que daba a la calle. Al gabinete se llegaba por la puerta horadada en la biblioteca: en él estaba la mesa de trabajo de Cortabanyes, de madera oscura con tallas de yelmos, arcabuces y tizonas, una silla semejante a un trono tras la mesa y dos butacones de piel. El trastero estaba lleno de archivadores y armarios con puertas de persiana que corrían de arriba a abajo y se plegaban por iniciativa propia, con estrépito de trallazo. Tenia el trastero una mesita de madera blanca y una silla de muelles: ahí trabajaba el pasante, Serramadriles. En la sala-biblioteca, una mesa larga, circundada de sillas tapizadas, servía para las reuniones numerosas, aunque raramente acontecían. Era donde trabajábamos la Doloretas y yo. Lucía un buen solete y había gente que aprovechaba la tibieza en las terrazas de los cafés. E1 – El bullicio me aturde. Sin embargo, creo que no soportaría ver las calles vacías: las ciudades son para las multitudes, ¿no crees? – Veo que no te gusta la ciudad -le dije. – La odio. ¿Tú no? – Al contrario, no sabría vivir en otro sitio. Te acostumbrarás y te sucederá lo mismo. Es cuestión de buena voluntad y de dejarse llevar sin ofrecer resistencia. En la Plaza de Cataluña, frente a la Maison Dorée, había una tribuna portátil cubierta por delante por la bandera catalana. Sobre la tribuna disertaba un orador y un grupo numeroso escuchaba en silencio. – Vámonos a otra parte -dije. Pero Teresa no quiso. – Nunca he visto un mitin. Acerquémonos. – ¿Y si hay alboroto? -dije yo. – No pasará nada -dijo ella. Nos aproximamos. Apenas si se oían las palabras del orador desde aquella distancia, pero, debido a su ventajosa posición sobre la tribuna, todos podíamos seguir sus gestos vehementes. Algo creí entender sobre la lengua catalana y la – Esto se pone negro -dije. – No seas miedoso -dijo Teresa. Los cantos proseguían y se intercalaban gritos subversivos. Un joven se apartó del ruedo de oyentes, tomó una piedra y la lanzó con furia contra las vidrieras del Círculo Ecuestre. Al hacerlo se le cayó el sombrero. – Una figura vestida de negro, de barba cana y rostro de ave apareció en una de las ventanas. Extendió los brazos y gritó: – ¿Quién era? -preguntó Teresa. – No lo vi bien -dije-. Me parece que Cambó. Entretanto los guardias del piquete seguían impertérritos, en espera de las órdenes del oficial que sostenía una pistola. Por la Rambla de Cataluña bajaban grupitos a la carrera, enarbolando cachiporras y gritando Habíamos corrido, al principio, hasta las Ramblas y nos mezclamos con los paseantes. Al poco rato apareció un grupo de policías que llevaba en el centro a tres individuos esposados. Los individuos se dirigían a los transeúntes diciendo: – Ya ven ustedes, siempre pagamos los mismos. Los transeúntes se hacían los sordos. Nosotros seguíamos corriendo cogidos de la mana. Eran días de irresponsable plenitud, de felicidad imperceptible. CONTINUACIÓN DEL ARTÍCULO APARECIDO EN EL PERIÓDICO LA VOZ DE LA JUSTICIA DE BARCELONA EL DÍA 6 DE OCTUBRE DE 1917 FIRMADO POR DOMINGO PAJARITO DE SOTO Documento de prueba anexo n.º 1 (Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick) …la empresa Savolta, cuyas actividades se han desarrollado de manera colosal e increíble durante los últimos años al amparo y a costa de la sangrienta guerra que asola a Europa, como la mosca engorda y se nutre de la repugnante carroña. Y así es sabido que la ya citada empresa pasó en pocos meses de ser una pequeña industria que abastecía un reducido mercado nacional o local a proveer de sus productos a las naciones en armas, logrando con ello, merced a la extorsión y al abuso de la situación comprometida de estas últimas, beneficios considerables y fabuloso lucro para aquélla a costa de éstas. Todo se sabe, nada escapa con el transcurso de los años a la luz de las conciencias despiertas y sensibles: no se ignora la índole y cariz de los negocios, ni las presiones y abusos a que ha recurrido y que son tales que, de saberse, no podrían por menos de producir escándalo y firme reproche. También son de dominio público los nombres de aquellos que han dedicado y dedican su inteligencia y denodado esfuerzo al ya citado empeño de lucro: son el señor Savolta, su fundador, principal accionista y rector del rumbo de la empresa; el siniestro jefe de personal, ante cuya presencia los obreros se estremecen y cuyo nombre suscita tal indignación y miedo en todos los hogares proletarios que se le conoce por el sobrenombre de “el Hombre de la Mano de Hierro”, y, por último, pero no en menor grado, el escurridizo y pérfido Lepprince, de quien… Recuerdo aquella tarde fría de noviembre y a Pajarito de Soto tieso en el borde de su silla, perdido al fondo de la mesa de juntas, en la sala-biblioteca, con la gorra de cuadritos sobre las rodillas, a punto de pisar la bufanda que había resbalado y se había enroscado sumisamente a sus pies, mientras la Doloretas recogía con prisas su abrigo y sus manguitos y su paraguas de puño de plata falsa incrustada de piedras falsas verdes y rojas, y recuerdo que Serramadriles no paraba de armar ruido en el cuartito con los archivadores rebeldes y la máquina y la silla de muelles, y que Cortabanyes no salía de su gabinete, cuando habría sido el único que hubiera podido mitigar la violencia del encuentro y tal vez por ello permanecía mudo e invisible, sin duda escuchando tras la puerta y mirando por el ojo de la cerradura, cosas ambas que ahora me parecen poco probables, y recuerdo que Pajarito de Soto cerró los ojos como si el encuentro le hubiera producido el efecto de un fogonazo de magnesio disparado por sorpresa y le costara reconocer lo que ya sospechaba, lo que sabia porque yo se lo había insinuado primero y revelado después, que aquel hombre que le sonreía y le escrutaba era Lepprince, siempre tan elegante, tan mesurado, tan fresco de aspecto y tan jovial. JUEZ DAVIDSON. ¿Conoció usted por razón de su trabajo al señor Lepprince o fueron otras causas las que le pusieron en contacto con él? MIRANDA. Fue a través de mi trabajo. J. D. ¿El señor Lepprince era cliente del despacho del señor Cortabanyes? M. No. J. D. Creo ver un contrasentido. M. No hay tal. J. D. ¿Por qué? M. Lepprince no era cliente de Cortabanyes, pero acudió una vez en busca de sus servicios. J. D. Yo a esto le llamo ser cliente. M. Yo no. J. D. ¿Por qué no? M. Se considera cliente al que usa de los servicios de un abogado de forma habitual y exclusiva. J. D. ¿No era ése el caso del señor Lepprince? M. No. J. D… Explíquese. Lepprince abrió un pequeño cofre adherido al estribo del automóvil y extrajo un par de pistolones. – ¿Sabrás manejar un arma? – ¿Será necesario? – Nunca se puede predecir. – Pues no sé cómo funcionan. – Es fácil, ¿ves?, están cargadas, pero no disparan. Esta clavija es el seguro; la levantas y puedes apretar el gatillo. Ahora no lo hago, claro, porque sería una imprudencia, basta que veas cómo se hace dado el caso. Lo mejor, de todos modos, es llevar el seguro puesto para que no se dispare llevándola en el cinto y te baje la bala por la pernera del pantalón, ¿entiendes? Es fácil, ¿ves?, subes el percutor y el tambor gira dejando el cartucho nuevo en la recámara. Entonces sólo tienes que hacer girar el tambor para desalojar la cápsula gastada, si bien es posible que haya que hacer eso antes, o haberlo hecho ya. En cualquier caso, lo esencial es no apretar el gatillo antes de accionar el percutor hacia…, hacia la posición de fuego, ¿ves? Así, como yo lo hago. Luego no tienes más que disparar, pero con tiento. Y nunca debes hacerlo si no existe peligro real, inequívoco y próximo, ¿lo entiendes? ¡Lepprince! – La civilización exige al hombre una fe semejante a la que el campesino medieval tenía puesta en la providencia. Hoy hemos de creer que las reglas sociales impuestas tienen un sentido semejante al que tenían para el agricultor las estaciones del año, las nubes y el sol. Esas reivindicaciones obreras me recuerdan a las procesiones rogativas impetrando la lluvia… ¿Cómo dices?…, ¿más coñac?…, ah, la revolución… El escurridizo y pérfido Lepprince, de quien poco o nada se sabe, salvo que es un joven francés llegado a España en 1914, al principio de la terrible conflagración que tantas lágrimas y muertes ha causado y sigue causando al país de origen del mencionado y desconocido señor Lepprince, que pronto se dio a conocer en los círculos aristocráticos y financieros de nuestra ciudad, siendo objeto de respeto y admiración en todos ellos, no sólo por su inteligencia y relevante condición social, sino también por su arrogante figura, sus maneras distinguidas y su ostentosa prodigalidad. Pronto este recién llegado, que surgió a la superficie engallado y satisfecho de la vida, que parecía tener en sus arcas todo el dinero de la vecina República y se hospedaba en uno de los mejores hoteles bajo el nombre de Paul-André Lepprince, fue objeto de agasajo que se materializó en sabrosas propuestas por parte de las altas esferas económicas. Jamás sabremos en qué consistieron estas propuestas, pero lo cierto es que, apenas transcurrido un año de su aparición, lo encontramos desempeñando una labor directiva en la empresa más pujante y renombrada del momento y la ciudad: Savolta… En el salón una orquesta interpretaba valses y mazurcas encaramada sobre una tarima forrada de terciopelo. Algunas parejas danzaban en el reducido espacio libre dejado por los corrillos. Había concluido la cena y los invitados aguardaban impacientes la medianoche y la llegada subsiguiente del nuevo año. El joven Lepprince conversaba con una señora de avanzada edad. – Me han hablado mucho de usted, joven, pero ¿quiere creer que aún no le había visto en persona? Es tremendo, hijo, el aislamiento en que vivimos los viejos… Tremendo. – No diga eso, señora -respondió el joven Lepprince con una sonrisa-. Diga más bien que ha elegido usted un tranquilo – Qué va, hijo. Antes, cuando mi pobre marido, que en gloria esté, vivía, era distinto. No parábamos de salir y frecuentar… Pero ahora, ya no puede ser. Me aturden estas reuniones. Me fatigan terriblemente, y apenas anochece, tengo ganas de retirarme y dormir. Los viejos vivimos de los recuerdos, hijo. Las fiestas y la diversión no se han hecho para nosotros. El joven Lepprince disimuló un bostezo. – Así que usted es francés, ¿eh? -insistió la señora. – En efecto. Soy de París. – Nadie lo diría, oyéndole hablar. Su castellano es perfecto. ¿Dónde lo aprendió? – Mi madre era española. Siempre me habló en español, de modo que puede decirse que aprendí el español desde la cuna. Incluso antes que el francés. – Qué bien, ¿verdad? A mí me gustan los extranjeros. Son muy interesantes, cuentan cosas nuevas y distintas de las que oímos cada día. Nosotros siempre estamos hablando de lo mismo. Y es natural, digo yo, ¿eh? Vivimos en el mismo lugar, vemos a la misma gente y leemos los mismos periódicos. Por eso debe de ser que discutimos siempre: por no tener nada que hablar. En cambio con los extranjeros no hace falta discutir: ellos cuentan sus cosas y nosotros las nuestras. Yo me llevo mejor con los extranjeros que con los de aquí. – Estoy seguro de que usted se lleva bien con todo el mundo. – Ca, no lo crea, hijo. Soy muy gruñona. Con los años, el carácter también se deteriora. Todo va de baja. Pero, hablando de extranjeros, dígame una cosa, ¿conoció usted al ingeniero Pearson? – ¿Fred Stark Pearson? No, no le conocía, aunque oí hablar de él con frecuencia. – Era una gran persona, ¡ya lo creo! Muy amigo de mi difunto esposo, que en gloria esté. Cuando el pobre Juan, mi esposo, ¿sabe?, cuando el pobre Juan falleció, Pearson fue el primero en acudir a mi casa. Figúrese, él, tan importante, que había iluminado toda Barcelona con sus inventos. Pues, sí, fue el primero en acudir y estaba tan emocionado que sólo le salían palabras en inglés. Yo no entiendo el inglés, ¿sabe, hijo?, pero de oírle hablar con aquella voz tan suave y tan honda que tenía, comprendí que me estaba contando lo mucho que apreciaba a mi difunto esposo y eso me hizo llorar más que todos los pésames que recibí después. Apenas unos años después murió el pobre Pearson. – Sí, lo sé. JUEZ DAVIDSON. ¿Qué clase de relación tuvo usted con Lepprince? MIRANDA. Prestación de servicios. J. D. ¿Qué clase de servicios? M. Diversas clases de servicios, siempre acordes con mi profesión. J. D. ¿Qué profesión? M. Jurídica. J. D. Antes dijo usted que no era abogado. M. Bueno…, trabajaba con un abogado, en asuntos legales. J. D. ¿Trabajó para Lepprince por delegación de Cortabanyes? M. Sí…, no. J. D. ¿Sí o no? M. Al principio, sí. He olvidado la fecha exacta de nuestro encuentro. Sé que fue a principios del otoño del 17. Habían finalizado las turbulentas jornadas de agosto: las Juntas habían sido disueltas; los suboficiales, encarcelados y libertados; Saborit, Anguiano, Besteiro y Largo Caballero seguían presos, Lerroux y Maciá, en el exilio; las calles, tranquilas. De las paredes colgaban pasquines que la lluvia deshacía. Lepprince hizo su aparición a última hora de la tarde, pidió ver a Cortabanyes, fue introducido al gabinete y ambos conferenciaron una media hora. Luego Cortabanyes me llamó, me presentó a Lepprince y me preguntó si tenía comprometida la noche. Le dije la verdad, que no. Me pidió que acompañara al francés y le prestase mi ayuda, que me convirtiese, por una noche, en «algo así como su secretario particular». Mientras Cortabanyes hablaba, Lepprince había unido las yemas de los dedos y miraba fijamente al suelo, sonriendo y corroborando distraído con leves vaivenes de cabeza las palabras del abogado. Luego salimos a la calle y me condujo a su automóvil; un Fiat modelo – ¿Sabrás manejar un arma? -me dijo. – ¿Será necesario? -le pregunté. JUEZ DAVIDSON. ¿Conoció usted, también por aquellas fechas, a Domingo Pajarito de Soto? MIRANDA. Si. J. D. ¿Reconoce como suyos, de Domingo Pajarito de Soto, quiero decir, los artículos depositados ante el Tribunal y que figuran como documentos de prueba número 1? M. Sí. J. D. ¿Trató usted personalmente a Domingo Pajarito de Soto? M. Sí. J. D. ¿Con asiduidad? M. Sí. J. D. ¿Pertenecía el citado señor, en su opinión, claro está, al partido anarquista o a una de sus ramificaciones? M. No. J. D. ¿Está seguro? M. Sí. J. D. ¿Le dijo él explícitamente que no pertenecía? M. No. J. D. En tal caso, ¿cómo puede estar tan seguro? La taberna de Pepín Matacríos estaba en un callejón que desembocaba en la calle de Aviñó. Nunca logré aprender el nombre del callejón, pero sabría ir a ciegas, si aún existe. Infrecuentemente visitaban la taberna conspiradores y artistas. Las más de las noches, inmigrantes gallegos afincados en Barcelona y uniformados a tono con sus empleos: serenos, cobradores de tranvía, vigilantes nocturnos, guardianes de parques y jardines, bomberos, basureros, ujieres, lacayos, mozos de cuerda, acomodadores de teatro y cinematógrafo, policías, entre otros. Nunca faltaba un acordeonista y, de vez en cuando, una ciega que cantaba coplas estridentes a cuyos versos había suprimido las letras consonantes: e-u e-u-o u-e-a-i-o-o-o. Pepín Matacríos era un hombrecillo enteco y ceniciento, de cuerpo esmirriado y cabeza descomunal en la que no figuraba otro pelo que su espeso bigote de guías retorcidas puntas arriba. Había sido faccioso de una suerte de mafia local que por aquellas épocas se reunía en su taberna y a la que controlaba desde detrás del mostrador. – Yo no soy abiertamente opuesto a la idea de moral -me dijo Pajarito de Soto mientras dábamos cuenta de la segunda botella-. Y, en este sentido, admito tanto la moral tradicional como las nuevas y revolucionarias ideas que hoy parecen brotar de toda mente pensante. Si lo miras bien, unas y otras tienden a lo mismo: a encauzar y dar sentido al comportamiento del hombre dentro de la sociedad; y tienen entre sí un elemento común, fíjate: la vocación de unanimidad. La nueva moral sustituye a la tradicional, pero ninguna se plantea la posibilidad de convivencia y ambas niegan al individuo la facultad de elegir. Esto, en cierto modo, justifica la famosa repulsa de los autocráticos a los demócratas: «quieren imponer la democracia incluso a los que la rechazan», habrás oído esa frase mil veces, ¿no? Pues bien, con esta paradoja, y al margen de su intención cáustica, descubren una gran verdad, es decir, que las ideas políticas, morales y religiosas son en sí autoritarias, pues toda idea, para existir en el mundo de la lógica, que debe ser tan selvático y aperreado como el de los seres vivos, debe librar una batalla continua con sus oponentes por la primacía. Éste es el gran dilema: si uno solo de los miembros de la comunidad no acata la idea o no cumple la moral, ésta y aquélla se desintegran, no sirven para nada y, en lugar de fortalecer a cuantos las adoptan, los debilitan y entregan en manos del enemigo. Y en otra ocasión, paseando casi de madrugada por el puerto: – Te confesaré que me preocupa más el individuo que la sociedad y lamento más la deshumanización del obrero que sus condiciones de vida. – No sé qué decirte. ¿No van estrechamente ligadas ambas cosas? – En modo alguno. El campesino vive en contacto directo con la naturaleza. El obrero industrial ha perdido de vista el sol, las estrellas, las montañas y la vegetación. Aunque sus vidas confluyan en la pobreza material, la indigencia espiritual del segundo es muy superior a la del primero. – Esto que dices me parece una simpleza. De ser así, no emigrarían a la ciudad como lo están haciendo. Un día en que le hablaba en términos elogiosos del automóvil meneó la cabeza con pesadumbre. – Pronto los caballos habrán desaparecido, abatidos por la máquina, y sólo se utilizarán en espectáculos circenses, paradas militares y corridas de toros. – ¿Y eso te preocupa -le pregunté-, la desaparición de los caballos barridos por el progreso? – A veces pienso que el progreso quita con una mano lo que da con la otra. Hoy son los caballos, mañana seremos nosotros. AFIDÁVIT PRESTADO ANTE EL CÓNSUL DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA EN BARCELONA POR EL EX COMISARIO DE POLICÍA DON ALEJANDRO VÁZQUEZ RÍOS EL 21 DE NOVIEMBRE DE 1926 Documento de prueba anexo n. ° 2 (Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick) Yo, Alejandro Vázquez Ríos, presto juramento y digo: Que nací en Antequera (Málaga) el día 1 de febrero de 1872, que ingresé en el cuerpo de policía en abril de 1891 y, como tal, desempeñé mis funciones en Valladolid, siendo ascendido en 1907 y trasladado a Zaragoza, nuevamente ascendido en 1910 y trasladado a Barcelona, donde resido actualmente. Que abandoné el ya citado Cuerpo en 1920 pasando a ocupar un puesto en el departamento comercial de una empresa del ramo de la alimentación. Que durante el ejercicio de mi cargo de policía tuve ocasión de seguir de cerca los hechos que hoy se conocen como «el caso Savolta». Que con anterioridad a mi designación para la investigación de los mencionados hechos, había tenido conocimiento de la existencia de Domingo Pajarito de Soto, del cual se conocían unos artículos aparecidos en el periódico obrerista JUEZ DAVIDSON. ¿Cuándo conoció usted a Lepprince? MIRANDA. He olvidado la fecha exacta de nuestro encuentro. Sé que fue a principios del otoño del 17. Habían finalizado las turbulentas jornadas de agosto. J. D. Explique brevemente el encuentro. M. Lepprince fue al despacho de Cortabanyes y éste, tras hablar con él, me ordenó que me pusiese a su servicio. Lepprince me condujo a su auto, fuimos a cenar y luego a un cabaret. J. D. ¿A dónde dice que fueron? M. A un cabaret. Un local nocturno en el que… J. D. Sé perfectamente lo que es un cabaret. Mi expresión fue de asombro, no de ignorancia. Prosiga. Consistía en una sala no muy grande donde se alineaban una docena de mesas en torno a un espacio vacío, rectangular, en uno de cuyos extremos había un piano y dos sillas. En las sillas reposaban un saxófono y un violoncelo. Al piano se sentaba una mujer muy repintada y vestida con un traje ceñido, largo hasta los pies y abierto por el costado. Interpretaba la mujer una polca a ritmo de nocturno que interrumpió al entrar nosotros. – Estaba segura de que no me fallarían -dijo enigmáticamente, y se levantó y vino hacia nosotros sonriendo, avanzando la pierna como si probase la temperatura del agua desde la orilla, con lo cual la pierna adelantada emergía de la abertura del vestido enfundada en una malla de reflejos vítreos. Lepprince la besó en ambas mejillas y yo le tendí la mano, que la mujer retuvo mientras decía-: Os daré la mejor mesa, ¿cerca de la orquesta? – Lejos, a ser posible, madame. La conversación era un poco absurda, pues sólo una de las mesas estaba ocupada por un marino barbudo y fornido que habla enterrado la cara en una jarra de ginebra y apenas si cesaba de bucear para respirar el aire polvoriento del local. Luego llegó un vejete muy fino, con la cara embadurnada de cremas y el pelo teñido de rubio cobrizo. Pidió una copita de licor que paladeó mientras se desarrollaba el espectáculo, y un tipo huraño, con gruesas gafas e inconfundibles rasgos de oficinista, que preguntó el precio de todo antes de beber, hizo proposiciones tacañas a todas las mujeres, sin éxito. Por entre la clientela vagaban cuatro mujeres semidesnudas, entradas en carnes, depiladas fragmentariamente, que circulaban de mesa en mesa entorpeciéndose las unas a, las otras, adoptando posturas estáticas por breves segundos, como fulminadas por un rayo paralizador. La que más asiduamente visitó nuestra mesa se llamaba Remedios, “la Loba de Murcia”. Pedimos a Remedios una jarra de ginebra, como habíamos visto hacer al marino, y aguardamos. – Los alemanes bombardearon el barco en que viajaba. Y eso que sólo era un barco de pasajeros, fíjese usted. Hasta ese momento yo había simpatizado con los alemanes, ¿sabe, hijo?, porque me parecían un pueblo noble y guerrero, pero a partir de entonces, les deseo que pierdan la guerra de todo corazón. – Es natural -dijo Lepprince, hizo una reverencia y se retiró. Un criado le ofreció una bandeja de la que tomó una copa de champán. Bebió para poder caminar sin verter el líquido y en aquel acto sorprendió las miradas de la señora de Savolta y de su amiga, la señora de Claudedeu, fijas en él. Sonrió a las damas y se inclinó de nuevo. Entonces advirtió junto a ellas la presencia de una joven que dedujo sería María Rosa Savolta. Era poco más que una niña de larga cabellera rubia. Vestía un traje de soirée de faya gris recubierta de una túnica de gasa blanca, fruncida, con corpiño y adornos de piel de seda negra, con las puntas rematadas de guirnaldas. Lepprince se fijó en los ojos grandes y luminosos de la joven Savolta que destacaban en la palidez de su cutis. Le dirigió una sonrisa más amplia que las anteriores y la joven desvió la mirada. Un hombre bajo y grueso, de calva brillante, se le aproximó. – Buenas noches, monsieur Lepprince, ¿se divierte usted? – Sí, desde luego, ¿y usted? -respondió el francés, que no había reconocido a su interlocutor. – Yo también, pero no es de eso de lo que vine a hablarle. – ¿Ah, no? – No. Yo quería presentarle mis disculpas por nuestro infortunado encuentro. Lepprince miró con más detenimiento al hombre: vestía con cierta inelegancia pueblerina, y sudaba. Le chocaron los ojos grises, fríos, ocultos bajo unas espesas cejas que parecían los bigotes de un oficial prusiano. Se dijo que no conseguía recordar aquellas facciones y que, sin embargo, esa noche experimentaba una inusitada perspicacia para captar el espíritu en los ojos de las personas. Presagio de acontecimientos. – Lo lamento…, no recuerdo dónde nos hemos visto anteriormente, señor… – Turull. Josep Turull, agente inmobiliario, para servirle. Nos vimos hace poco en… – Oh, ya recuerdo, claro… ¿Turrull, dice usted? – Turull, con una sola erre. Estrechó la mano del desconocido y siguió recorriendo la sala por entre grupos de señoras enjoyadas, sedosas, aromáticas, que mareaban un poco a los caballeros. En la biblioteca contigua al salón se respiraba un humo agrio de cigarros puros y se mezclaban carcajadas ruidosas y risitas con el susurro del último chisme o la última anécdota de un personaje conocido. – ¿Le tiraron tomates y huevos podridos? – Piedras, una lluvia de piedras. Por supuesto no le pudieron alcanzar, pero el gesto es lo que cuenta. – No se puede gritar vivas a Cataluña desde las ventanas del Círculo Ecuestre, ¿no les parece? – Hablábamos de nuestro amigo… Lepprince sonrió. – Ya sé de quién hablan. Me contaron esa historia. – De todas formas -dijo-, hay que tener la endiablada inteligencia de ese hombre para jugar con Madrid, con los catalanes y, por si fuera poco, con esos oficialillos descontentos. – Que de poco le arrastran a Montjuic. – Habría salido a las veinticuatro horas rodeado del fervor popular: un Maura con la aureola de Ferrer. – No sea usted cínico. – No le defiendo como persona, pero reconozco que media docena de políticos como él cambiarían el país. – Habría que ver qué clase de cambio es ése. Para mí no hay mucha diferencia entre él y Lerroux. – Coño, Claudedeu, no exageremos -dijo Savolta. Claudedeu se congestionó. – Todos son iguales: traicionarían a Cataluña por España y a España por Cataluña si eso les reportara un interés personal. – ¿Y quién no haría lo mismo? -apuntó Lepprince. – Silencio -atajó Savolta-, por ahí viene. Miraron hacia el salón y le vieron atravesar en dirección a la biblioteca, saludando a derecha e izquierda, con la sonrisa prieta y el ceño fruncido. Llevábamos mucho rato en el cabaret cuando empezó el espectáculo. Primero llegó un hombre que fue recibido por los eructos del marino y que resultó ser el instrumentista, es decir, el que se hacía cargo del saxófono y el violoncelo. Tomó este último instrumento y le arrancó unas notas lúgubres acompañado por el piano. Luego la mujer del piano se levantó y pronunció unas palabras de bienvenida. El marino había sacado de su bolsa de hule un bocadillo apestoso y lo mordisqueaba vertiendo de la boca migas y rumias sobre la mesa. El oficinista lóbrego, de las gruesas gafas, se quitó los zapatos. El vejete nos dirigía guiños. La mujer anunció al chino Li Wong, del cual dijo: – Les llevará de su mano al reino de la fantasía. Yo me agitaba molesto por el pistolón que sentía clavado en el muslo. – Espero que su magia no le permita descubrir que vamos armados -murmuré. – Causaría una pésima impresión -corroboró el francés. El chino barajaba unos gallardetes de los que apareció una paloma. Ésta sobrevoló la pista y se posó en la mesa del marino a picotear las migas. El marino la desnucó con una macana y se puso a desplumarla. – Oh, hol-lol -dijo el chino-, la clueldad del homble. El oficinista vicioso se aproximó al marino con los zapatos en la mano y le insultó. – Haga usted el favor de devolver este animalillo a su dueño, desvergonzado. El marino asió la paloma por la cabeza y la blandió ante los ojos del oficinista. – Suerte tiene usted de ser cegato, que si no, le daba… El oficinista se quitó las gafas y el marino le dio con la paloma en ambos carrillos. Rodaron los zapatos y el oficinista se agarró al borde de la mesa para no caer. – Soy un hombre instruido -exclamó-, y miren adónde me ha conducido mi mal. – ¿Cuál es tu mal, hijito? -preguntó el vejete que había recogido los zapatos y sujetaba con ternura al oficinista. – Tengo mujer y dos niños y mire dónde me hallo, ¡en qué antro! Todos estábamos pendientes del oficinista mientras el chino, desamparado, hacía volatines con cintas coloreadas. Remedios, la «Loba de Murcia», susurró: -La semana pasada se nos suicidó un parroquiano. – En los burdeles afloran muchas verdades -sentenció Lepprince. …¿Fue la incorporación del fatuo y engomado Lepprince o fueron las aciagas circunstancias las que hicieron posible la realización del antiguo dicho de que «a río revuelto ganancia de pescadores» (y yo añadirla: «de poco escrupulosos pescadores»)? No es mi propósito despejar esta incógnita. La verdad es una: que poco después de la «adquisición» del flamante francesito, la empresa duplicó, triplicó y volvió a doblar sus beneficios. Se dirá: qué bien, cuánto debieron beneficiarse los humildes y abnegados trabajadores, máxime cuanto que para que tal ganancia se hiciera posible tuvieron que incrementar en forma extraordinaria la producción, multiplicando la jornada laboral hasta dos y tres horas diarias, renunciando a las medidas más elementales de seguridad y reposo en pro de la rapidez en la manufactura de los productos. Qué bien, pensarán los lectores que no saben, como se dice, de la misa la mitad; y que me perdonen las autoridades eclesiásticas por comparar la misa con ese infierno que es el mundo del trabajo… – No es la nuestra una tarea fácil -dijo el comisario Vázquez. Lepprince le ofreció una caja de puros abierta de la que el comisario tomó uno. – Vaya, buen veguero -comentó; sudaba-. Parece que hace calor aquí, ¿verdad? – Quítese la chaqueta, está usted en su casa. El comisario se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo de su asiento. Encendió el puro con sonoro chupeteo y exhaló una bocanada de humo seguida de un chasquido aprobatorio. – Lo que dije: un buen veguero. Sí, señor. Lepprince le indicó un cenicero donde arrojar el papel de celofán que antaño envolvía el puro y que, concienzudamente atornillado, había servido para prenderlo. – Si le parece a usted bien -dijo Lepprince-, podríamos pasar a tocar el tema que nos ocupa. – Oh, por supuesto, monsieur Lepprince, por supuesto. Recuerdo que, al principio, me cayó mal el comisario Vázquez, con su mirada displicente y su media sonrisa irónica y aquella lentitud profesional que ponía en sus palabras y sus movimientos, tendente sin duda a exasperar e inquietar y a provocar una súbita e irrefrenable confesión de culpabilidad en el oyente. Su premeditada prosopopeya me sugería una serpiente hipnotizando a un pequeño roedor. La primera vez que le vi lo juzgué de una pedantería infantil, casi patética. Luego me atacaba los nervios. Al final comprendí que bajo aquella pose oficial había un método tenaz y una decisión vocacional de averiguar la verdad a costa de todo. Era infatigable, paciente y perspicaz en grado sumo. Sé que abandonó el cuerpo de Policía en 1920, es decir, según mis cálculos, cuando sus investigaciones debían estar llegando al final. Algo misterioso hay en ello. Pero nunca se sabrá, porque hace pocos meses fue muerto por alguien relacionado con el caso. No me sorprende: muchos cayeron en aquellos años belicosos y Vázquez tenía que ser uno más, aunque tal vez no el último. – Toda moral no es sino la justificación de una necesidad, entendiendo por necesidad el exponente máximo de la realidad, porque -la realidad se hace patente al hombre cuando traspone los dominios de la elucubración y se vuelve necesidad acuciante; la necesidad, por tanto, de una conducta unánime ha hecho surgir de la mente humana la idea de moral. Así me hablaba Domingo Pajarito de Soto un atardecer en que habíamos ido paseando, a la salida del trabajo, por la calle de Caspe y la Gran Vía. Estábamos sentados en un banco de piedra en los jardines de la Reina Victoria Eugenia, desiertos por el viento frío que soplaba. Cuando calló Pajarito de Soto nos quedamos un rato embobados contemplando el surtidor. – La libertad -prosiguió- es la posibilidad de vivir acorde con la moral impuesta por las realidades concretas de cada individuo en cada época y circunstancia. De ahí su carácter variable, relativo e imposible de delimitar. En esto, ya ves, soy anarquista. Difiero, en cambio, en creer que la libertad, en tanto que medio de subsistencia, va unida a la sumisión a la norma y al estricto cumplimiento del deber. Los anarquistas, en este sentido, tienen razón, pues su idea procede de la necesidad real, pero la traicionan en tanto en cuanto no toman en cuenta la realidad para cimentar sus tesis. – No conozco tan a fondo el anarquismo como para darles la razón o rebatir tus argumentos -repliqué. – ¿Estás interesado en el tema? – Sí, por supuesto -dije, más por agradarle que por ser sincero. – Entonces, ven. Te llevaré a un sitio interesante. – Oye, ¿no será peligroso? -exclamé alarmado. – No temas. Ven -me dijo. Teresa y yo habíamos ido aquella tarde a un salón de baile situado en la parte alta de la ciudad, donde ésta entronca con la villa de Gracia. Se llamaba «Reina de la Primavera». Contenía más gente de la que hubiese admitido su ya vasta capacidad, pero el ambiente resultaba simpático y alegre. Había lamparillas de gas ocultas tras cristales de colores que esparcían haces de luz mortecina sobre las parejas, las mesas rebosantes de familias sudorosas, la orquesta bullanguera, las mozas trajinantes y los guardianes del orden que recorrían la pista y oteaban los rincones empuñando cachiporras. Subían globos gaseosos por entre los estratos de humo hasta el techo desportillado del que pendían guirnaldas y banderolas con las que rebotaban para emprender un lánguido descenso hacia las cabezas abrillantadas de los danzantes. Nos divertíamos cuando Teresa me dijo de pronto: – Soy una flor tronchada sin tierra bajo mis pies. Me abraso, vámonos. Contemplé de cerca el rostro de la mujer que se mecía entre mis brazos y advertí en su piel tersa un tinte descolorido, una red irregular de venillas grisáceas e inicios de surcos en los alrededores de los ojos y la boca. Tras sus párpados entornados adiviné las riberas hasta donde descienden los pastos frescos, la brisa empalagosa de los bosques y el rumor del agua y las hojas y las cosas en movimiento que constituye un lenguaje secreto de la infancia. Jamás olvidaré a Teresa. JUEZ DAVIDSON. ¿Frecuentaba los cabarets el señor Lepprince? MIRANDA. No. J. D. ¿Bebía? M. Moderadamente. J. D. ¿Recuerda haberle visto ebrio en alguna ocasión? M. Yo diría, mejor, alegre. J. D. ¿Reconoce haberle visto alegre? M. Alguna vez. A todo el mundo… J. D. ¿Perdido el control de sí mismo? M. No. J. D. ¿Recuperaba la lucidez si las circunstancias lo requerían? M. Sí. J. D. ¿Cree usted que utilizaba productos tóxicos? M. No. J. D. ¿Le pareció a usted en algún momento loco o trastornado? M. No. J. D. Resumiendo, ¿consideraba usted a Lepprince un hombre perfectamente normal? M. Sí. …Sólo la hipocresía farisaica y cerril de los espíritus de orden que subordinan la marcha del mundo a la preservación de sus privilegios bastardos a costa de cualquier injusticia y de cualquier sufrimiento ajeno, podría escandalizarse o sorprenderse ante los hechos. Pues, ¿qué sucedió sino que la prosperidad inmerecida de los logreros, los traficantes, los acaparadores, los falsificadores de mercaderías, los plutócratas en suma, produjeron un previsible y siempre mal recibido aumento de los precios que no se vio compensado con una justa y necesaria elevación de los salarios? Y así ocurrió lo que viene aconteciendo desde tiempo inmemorial: que los ricos fueron cada vez más ricos, y los pobres, más pobres y miserables cada vez. ¿Es, pues, reprobable, como algunos pretenden, que los desheredados, los débiles, los parientes pobres de la inhumana e insensible familia social recurriesen a un único camino, al solo medio que su condición les deparaba? No, sólo un insensato, un torpe, un ciego, podría ver algo censurable en tal actitud. En la empresa Savolta, debo decirlo, señores, y entrar así en uno de los más oscuros y penosos pasajes de mi artículo y de la realidad social, se pensó, se planeó y se intentó lo único que podía planearse, pensarse e intentarse. Sí, señores, la huelga. Pero los desamparados obreros no contaban con (¿me atreveré a pronunciar su nombre?) ese cancerbero del capital, esa sombra temible ante cuyo recuerdo tiemblan los hogares proletarios… – Me envía “el Hombre de la Mano de Hierro” -dijo Lepprince-. ¿Han oído hablar de él? – ¿Quién no lo ha oído, señor? Todo Barcelona… – Vayamos al grano -dijo Lepprince. El aposento donde se celebró la contrata no era grande, pero sí lo suficiente para que pudieran hablar cinco personas con cierta holgura. Las paredes estaban empapeladas de andrajos y había una mesa carcomida, dos sillas y un sofá. Del techo colgaba una lámpara de petróleo que parpadeaba y no existían ventanas ni orificio alguno de ventilación. Los dos hombres ocupaban las sillas; Lepprince y yo, el sofá, y ella, rebozada en su capa de lentejuelas, se hizo un ovillo sobre la mesa, con las piernas cruzadas. Recuerdo vivamente la profunda impresión que me produjo María Coral la primera vez que la vi. Tenía el cabello negro y espeso que caía en serenas ondas sobre sus espaldas, los ojos negros también y muy grandes, la boca pequeña de gruesos labios, la nariz recta, la cara redonda. Iba exageradamente pintada y aún conservaba la capa de terciopelo y falsa pedrería con que se tapaba después de su actuación. Había seguido con el corazón encogido sus evoluciones en el aire, lanzada y recogida por aquellos forzudos torpes, idiotas y bestiales que la sobaban y mandaban con el gesto autoritario del toro semental. Cada vez que la veía girar y voltear en el vacío, a punto de caer y estrellarse contra la sucia pista de aquel desangelado cabaret, un gemido se ahogaba en mi garganta y maldije los turbios senderos que la llevaron a desempeñar aquella peligrosa y marginada profesión de saltimbanqui en un local obsceno y viciado por todo lo bajo y malo de este mundo. Quizá presentía futuros sufrimientos. Recuerdo que odié sin conocerle al «Hombre de la Mano de Hierro» y a todas las circunstancias que mezclaban en su tela de araña venenosa el destino de aquella niña con la suerte fatídica del hampa y el laberinto dramático del crimen; sin salida. Odié la pobreza, me odié a mí mismo, a Cortabanyes, que me había hecho partícipe de la contrata, a la empresa Savolta y a ella, en especial. CONTINUACIÓN DEL AFIDÁVIT PRESTADO ANTE EL CÓNSUL DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA EN BARCELONA POR EL EX COMISARIO DE POLICÍA DON ALEJANDRO VÁZQUEZ RÍOS EL 21 DE NOVIEMBRE DE 1926 Documento de prueba anexo n. ° 2 (Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick) …Que supe más adelante de la existencia de una mujer llamada María Coral, joven al parecer hermosa, de profesión artista y complicada en los hechos objeto de mi declaración. Que la tal María Coral, de apellido y origen desconocidos y de raza gitana (según me pareció deducir de sus rasgos físicos y tez), llegó a Barcelona en septiembre u octubre de 1917, en compañía de dos forzudos no identificados, con los que ejecutaba suertes acrobáticas en un cabaret de ínfima categoría de esta ciudad. Que los dos forzudos, a tenor de informes recibidos de otras localidades donde actuaron anteriormente, encubrían bajo su actividad artística la más lucrativa profesión de matones a sueldo, profesión que favorecía su corpulencia física y adiestramiento por una parte y, por otra, el hecho de desplazarse continuamente de una localidad a otra e incluso al extranjero. Que, de acuerdo con mis conjeturas, indemostrables, la susodicha María Coral abandonó la compañía de los dos forzudos en Barcelona, quedándose aquélla mientras partían éstos. Que la separación aludida se debió (siempre en el terreno de las suposiciones) a la intervención de algún poderoso personaje (¿Lepprince?, ¿Savolta?, ¿«el Hombre de la Mano de Hierro»?) que la hizo su amante. Que al cabo de un cierto lapso de tiempo desapareció de nuevo sin dejar rastro. Que reapareció en circunstancias extrañas en 1919… – Ay, Rosa -dijo la señora de Claudedeu-, que ya barrunto quién es tu candidato. – Neus, ¿quieres dejar de decir tonterías? -riñó la señora de Savolta-. Te digo que la niña es muy joven aún para pensar en estas cosas. María Rosa Savolta se había despegado de su madre unos instantes para ir a tomar un refresco y regresó a tiempo de oír la última frase. – ¿De qué habláis? – De nada, hija, de nada. Tonterías que se le ocurren a Neus. – Hablábamos de ti, primor -rectificó la señora de Claudedeu. – Ah, de mí… – Claro, eres la persona más importante de la fiesta. Le decía yo a tu madre, con la confianza que me da el haberte visto nacer, que ya eres una mujercita, y muy linda, por cierto, y quo conste que no lo digo por hacerte gracia, que menuda bruta soy yo cuando me pongo a cantar las verdades del barquero… La joven María Rosa Savolta se había ruborizado y tenia los ojos fijos en el vaso que sostenía con ambas manos. – Y le decía yo a tu madre que va siendo hora de que pienses en tu futuro. En lo que harás, me refiero, cuando termines los estudios en el internado. Con eso, ya sabes lo que quiero decir. – Pues no, no, señora -respondió María Rosa Savolta. – Mira, niña, deja de llamarme señora y haz el favor de tutearme y llamarme por mi nombre. No te creas que adoptando esta actitud de mojigata me vas a matar la curiosidad. – Oh, no, Neus. No intentaba… – Ya sé yo que sí, ¿te crees que no he sido joven y que no he recurrido a estos trucos? Anda, boba, seamos amigas y cuéntamela verdad. ¿Estás enamorada? – ¿Yo? Qué disparate, Neus…, ¿de quién iba yo a enamorarme metidita todo el día en el internado? – ¡Qué sé yo! Eso se lleva en la sangre. Si no se ven hombres, se inventan, se sueñan… ¡Buenas somos las mujeres! A tu edad, claro. La intervención de la señora de Parells salvó el apuro de la joven María Rosa Savolta. – ¿A que no sabéis lo que me acaban de contar? -dijo uniéndose al grupo. – No, claro que no lo sabemos. ¿Vale la pena? – Ya me lo diréis cuando lo hayáis oído. Niña, guapa, ¿por qué no te vas a dar un paseo? – Sé discreta, hija -continuó la señora de Claudedeu a María Rosa Savolta. – Ve a ver a los señores a la biblioteca, María Rosa -dijo su madre, la señora de Savolta-. Estoy segura de que aún no has saludado a nadie. – A la biblioteca no, mamá -suplicó María Rosa Savolta. – Haz lo que te digo y no repliques. Tienes que sacudirte esa ridícula timidez. Anda, ve. El vejete cubría de besos el rostro del oficinista, que tanteaba en busca de sus gafas. El marino acabó de desplumar la paloma y se la metió en el bolsillo. – Para desayunar -dijo roncamente. – Qué ogro -chilló el vejete. Cuando hubieron acomodado de nuevo al oficinista, éste se quedó mudo y adormecido en sus remordimientos, arrullado en los brazos del vejete. Había desaparecido el chino. – ¿Cómo se suicidó ese parroquiano? -pregunté a Remedios. – De un pistoletazo. El insensato nos causó la ruina por ser teatral. Ahora estamos pendientes de la decisión de la policía para ver si nos cierran el establecimiento. – ¿Y qué harían entonces? – Las aceras, ¿qué otra cosa sugiere usted? Nadie nos contratará, ya no somos jovencitas,¿cuántos años me pondría usted? Una mujer obesa, cincuentona, vestida de Manon Lescaut, ocupaba el lugar del chino. Arrancó a cantar con voz de contralto una tonadilla de doble sentido. – No más de treinta -dijo Lepprince, haciendo una mueca irónica. – Cuarenta y siete, macho, y no te chotees. – Pues te conservas muy dura. – Toca, toca, sin miedo. El marino arrojó los restos del bocadillo sobre la cantante y el oficinista rompió a llorar en brazos del vejete. La cantante se despegó el pan del vestido, roja de ira. – ¡Sois unos malparidos, cago en vuestras madres! -gritó con su potente vozarrón. – Para cantar me basto yo solo -dijo el marino y entonó una balada de ron y piratas con hosca voz. – ¡Hijos de puta! -tronó la cantante-. Quisiera yo veros en el Liceo, haciendo estas charranadas. – Ahí me gustaría verte a ti cantando -dijo el vejete, que había soltado al oficinista y gesticulaba, de pie. – ¡Me sobra de todo para cantar en el Liceo, colgajo de mierda! – ¡Te sobra finura, putarranco! -aulló el vejete. – Muchas quisieran tener de lo que a mí me sobra -gritó la cantante y se sacó por encima del escote unas tetas como tinajas. El vejete se abrió los pantalones y se puso a orinar burlonamente. La cantante dio media vuelta y se retiró bamboleante y digna, sin esperar aplausos. Al llegar a las cortinas, tras el piano, se giró en redondo y dijo, solemne-: ¡Te parieron en una escupidera, marica! El vejete se volvió al oficinista y murmuró: – No le hagas caso, cielo. Remedios se sentó en mi silla. Casi caí de bruces contra el suelo si ella no me hubiera prensado entre sus brazos titánicos. – Esto es un vertedero ahora -comentó-, pero en otro tiempo hubo aquí cosa buena. Estaba medio asfixiado y pedí ayuda con los ojos a Lepprince, pero éste se había bebido la jarra entera de ginebra y contestó a mi mirada con las pupilas vidriosas y la boca colgante de un pez. – Fue un lugar selecto -dijo Remedios-. Sí, esto mismo que ahora ves convertido en un festival de groserías. Y no hace muchos años, no vayas tú a creer, apenas tres o cuatro, cuando la guerra no era una engañifa, como ahora. La mujer del piano, la del traje ceñido y la pierna fuera, rogó respeto para los artistas que se ganaban la vida honestamente y para el público que deseaba ver el espectáculo en santa paz. El oficinista se adelantó hasta el centro del local con los ojos arrasados en lágrimas. – La culpa es sólo mía, señora. Yo he sido el causante del alboroto y pido ser castigado con todo rigor. – No se lo tome tan a pecho, joven -dijo la pianista-, ocupe su asiento y diviértase como los demás. – Venían espías y traficantes de todos los países -dijo Remedios-, venían dispuestos a pasarlo bien y a olvidar la guerra. Sus gobiernos los enviaban a realizar sabe Dios qué trabajos, pero ellos no pensaban en otra cosa. El oficinista se había hincado de rodillas con los brazos en cruz. – No me iré sin antes haber confesado públicamente mis pecados. La pianista dio muestras de inquietud, temiendo sin duda una nueva tragedia, definitiva para el negocio. – Llegaban juntos, en grupo, y se cachondeaban de la guerra y de sus países y de la madre que los parió. La patrona nos decía cuando los calaba: Chicas, prepárense, que vienen espías. Ya conocíamos sus gustos; eran de distintas nacionalidades, incluso enemigos, pero coincidían, ya lo creo que coincidían, ¡y qué caprichos! – No tiene nada de malo divertirse un poco -decía la pianista-. Todos somos buena gente, ¿no es cierto? Una picardía de vez en cuando, ¿qué mal puede hacer? – No es de vez en cuando, señora -dijo el oficinista-. Es casi una vez por semana. – Muchos se sodomizaron tras esa cortina -me dijo Remedios-. Espías, quiero decir. De pronto se revolucionó todo. – ¡Se acabaron las payasadas! ¡Que siga la fiesta! Era Lepprince quien había gritado. Yo me sobresalté y habría caído de no afianzarme los brazos de Remedios. El francés se había levantado con el rostro encendido, los cabellos alborotados, la camisa entreabierta y los ojos relampagueantes. – ¿No me oyen? Que siga la fiesta, he dicho. ¡Usted -dirigiéndose al oficinista-, vuelva a su sitio y no dé más la lata con sus plañidos! Y tú -a la pianista-, toca el piano, que para eso se te paga. ¿Qué pasa? ¿No me oyen? Agarró al oficinista por las solapas de su terno raído y lo llevó en volandas a través de la pista depositándolo sobre el regazo del vejete. A continuación, y sin detenerse a recuperar el aliento, dio un puntapié a la silla del marino. Éste se despertó furioso. – ¿Qué diablos sucede? -rugió. – Que me molestan sus ruidos en general y sus ronquidos en particular, ¿está claro? – Está claro que le voy a partir los morros -dijo el marino sacando su matraca, pero la dejó caer cuando vio que Lepprince lo tenía encañonado con el pistolón. – Si quiere camorra, le meto un tiro en el entrecejo. El marino sonrió torvamente. – Me recuerda esto una aventura que corrí en Hong-Kong -dijo, y se arremangó el pantalón mostrando una pata de palo-. Terminó mal. La pianista reanudó su trabajo y el hombre del violoncelo, que había seguido impertérrito el desarrollo de los incidentes, tomó el saxófono e interpretó una tonadilla ligera. Las cortinas se descorrieron y dejaron paso a dos hombres peculiarmente fornidos y a una gitanilla cubierta con una capa negra de falsa pedrería. …Los infelices trabajadores habían llegado a un acuerdo, habían hecho acopio de valor, sus corazones latían al unísono y sus cerebros embrutecidos estaban llenos de una sola idea. ¡La huelga! En unos días, tal vez en unas horas, se decían alborozados, nuestra desventura se trocará en victoria, nuestros males habrán cesado como se desvanece y retrocede la angustiosa pesadilla reintegrándose al mundo de la noche, de donde salió. El nerviosismo les hacía sudar, y no por el esfuerzo, pues aquellos duros y avezados obreros ya no sudaban ni experimentaban el cansancio ni la fatiga aun en los más rigurosos días del verano. Pero, ay, no contaban con la firmeza y aparente omnipresencia de “El Hombre de la Mano de Hierro”, ni con el cerebro frío y calculador del sibilino Lepprince… – Soy Lepprince. Me manda «el Hombre de la Mano de Hierro». Vi volverse lívido a Pajarito de Soto. Me miraba como la víctima debe mirar al verdugo que levanta el hacha. Le sonreí, le hice un gesto tranquilizados. – He leído sus artículos en JUEZ DAVIDSON. ¿Fueron al cabaret en busca de esparcimiento? MIRANDA. Oh, no. J. D. ¿Por qué dice «Oh, no»? M. No era propiamente un cabaret. J. D. ¿Qué quiere decir? M. Era un antro asqueroso. Un vertedero. J. D. Entonces, ¿a qué fueron? M. Lepprince quería entrevistarse con alguien. J. D. ¿Precisamente allí, en ese antro? M. Sí. J. D. ¿Por qué? M. Las personas con las que quería entrevistarse trabajaban allí. J. D. ¿En qué trabajaban? M. Eran acróbatas, hacían piruetas circenses. Formaban parte del espectáculo. J. D. ¿Y para qué quería verlos Lepprince? M. Para contratarlos. J. D. ¿Tenía Lepprince intereses en algún circo? M. No. J. D. Explíquese. M. Los acróbatas eran matones a sueldo, en horas libres. J. D. ¿De modo que fueron Lepprince y usted a contratar matones? M. Sí. – Supongo -empezó diciendo Lepprince- que no debo revelar cómo tuve conocimiento de su existencia. Los forzudos se miraron entre sí. – Es natural -dijo uno de los forzudos-, somos bastante conocidos. – Ni el carácter de la propuesta que vengo a formularles. – ¿Una propuesta? -dijo el otro forzudo-. ¿Qué propuesta? El francés pareció desconcertado, pero reaccionó. – Un trabajo que deberían realizar para mí…, para nosotros, quise decir. He oído que realizan ustedes este tipo de trabajo… al margen de sus actividades artísticas. – ¿Artísticas? -dijo el primer forzudo-. Ah, sí: actividades artísticas, nuestros números. ¿Le han gustado? – Mucho -respondió Lepprince-, están muy bien. – Tenemos más, no crea; bastantes más que le gustarían también. Mi compañero los piensa y yo también los pienso, a veces. Así nos salen más variados, porque los pensamos entre los dos. ¿Entiende? – Ya veo -atajo Lepprince-, pero me interesaría tratar primero el otro tema: el trabajo que les quería proponer. – Es natural que le interesen estas cosas -dijo el primer forzudo. – Mi compañero y yo -dijo el segundo forzudo- pensamos siempre números nuevos para no cansar al público. Los que ha visto son números viejos, porque hace poco que actuamos en esta ciudad. Cuando llegamos a un sitio, hacemos los números viejos, porque nadie nos conoce aún, si no nos han visto hacerlos antes, en otro sitio. Pero cuando cambiamos de ciudad… Bueno, cuando cambiamos de ciudad hacemos los viejos, ¿entiende?, porque nadie los conoce. El francés se volvió hacia mí aprovechando que los forzudos se habían enzarzado en la discusión de un nuevo numero. – Actúa tú -susurró. – Yo quisiera que ustedes me contaran esos números nuevos -dije a los forzudos-. ¿Por qué no liquidan su asunto con este señor y luego hablamos con calma de los números nuevos? Los dos forzudos se volvieron sorprendidos hacia mí. – ¡Pero si ya estamos hablando de los números nuevos! En el silencio que se produjo, sonó la voz de María Coral: – Está bien, señores, ¿a quién hay que pegar? Lepprince se ruborizó. – Vaya…, es decir… -balbuceó. – Conviene que las cosas queden claras. ¿Se trata de gente importante? – No -dijo el francés-, gentecilla de poca monta. – ¿Suelen ir armados? – Ni pensarlo, no… – El riesgo aumenta la tarifa. – No hay riesgo, en este caso, pero tampoco voy a discutir la tarifa. – Resuma los datos, si tiene la bondad -interrumpió la gitana. – Represento a los dirigentes de una empresa -dijo Lepprince-. Supongo que podré ocultar el nombre de mis mandantes. – Por supuesto. – Recientemente se han introducido en el sector obrero elementos perturbadores del… buen orden de la empresa. Los tenemos localizados por medio de confidentes leales, ya sabe a lo que me refiero. – Supongo que sí -dijo María Coral. – Nuestra intención…, la de mis mandantes, claro, es disuadir a estos elementos perturbadores. Por el momento no constituyen un peligro serio dentro de la empresa, pero la crisis se avecina y su semilla podría prender en el ánimo del elemento trabajador. Hemos juzgado preferible atacar el mal de raíz, en bien de todos, aunque somos opuestos al sistema disuasivo por principio. – ¿El trabajo incluye localización y seguimiento o nos darán ustedes toda la información? – Nosotros…, mi secretario, en concreto -me señaló a mí-, les proporcionará la lista de sujetos en cuestión, así como el lugar y momento en que, a nuestro juicio, debe llevarse a cabo su tarea. No necesito decirle que toda iniciativa por su parte, al margen de nuestras instrucciones precisas, podría causarnos un perjuicio considerable y que… – Nosotros sabemos cuál es nuestra obligación, señor… – Permítame ocultar mi nombre, María Coral. La gitana se puso a reír. – En cuanto a la forma de pago -dijo. – Mi secretario -dijo Lepprince- vendrá dentro de unos días con la lista de que le hablé y una parte del precio que convengamos. Finalizado el primer trabajo se les entregará el resto del dinero y podrán iniciar el segundo, ¿de acuerdo? María Coral meditó y acabó asintiendo. – No hace falta que su… secretario venga otra vez a esta pocilga. Solemos cenar en una tasca, cerca de aquí. Se llama casa Alfonso, la verán al salir. De nueve a nueve y media puede dar con nosotros ahí. ¿Para cuándo la primera visita? – En breve -dijo el francés-. No se comprometan con nadie. ¿Hay algo más? La gitana adoptó una actitud provocativa. – Por mi parte… – Desearía, en la medida de lo posible -dijo Lepprince evidentemente turbado-, que nuestras relaciones se redujeran a una mera contraprestación de servicios por pago. Cualquier contacto deben efectuarlo a través de mi secretario y, por supuesto, caso de tener complicaciones con las autoridades, dejarán mi nombre aparte así como el de mis mandantes aun en el supuesto de que lo averiguasen. Asimismo, una vez finalizado su trabajo, como es costumbre, abandonarán la ciudad. – ¿Alguna cosa más? -dijo María Coral. – Sí, una advertencia: no intenten tomarnos el pelo. La gitana se rió de nuevo. Cuando salimos a la calle amanecía y soplaba una brisa helada. Nos subimos los cuellos de las chaquetas y anduvimos a buen paso hacia el automóvil, que tardó en arrancar a causa de la congelación de sus líquidos. Recorrimos una ciudad desierta hasta llegara mi domicilio, frente al cual Lepprince detuvo el coche aunque no extinguió el funcionamiento del motor. – Fascinante mujer, ¿verdad? -dijo Lepprince. – ¿Esa gitana? Sí, ya lo creo. – Misteriosa, me atrevería a decir: como la tumba de un faraón jamás hollada. Dentro puede aguardar la belleza sin límites, el arcano latente, pero también la muerte, la ruina, la maldición de los siglos. ¿Te parezco un poco literario? No me hagas caso. Llevo una vida rutinaria, como todo empresario que se precie. Estas aventurillas me enloquecen. Hacia tantos años que no veía amanecer tras una juerga. ¡Vaya por Dios! Lo bien que lo hemos pasado. Oye, ¿te has dormido? – No, qué va, no dormía: he cerrado los ojos porque me siento fatigado, pero no dormía. – Vamos, ve a la cama; es muy tarde y a lo mejor has de madrugar mañana. Que descanses bien. – ¿Cómo nos pondremos de acuerdo para el asunto de las listas, el pago y todo eso? -pregunté. – No te preocupes por nada. Ya recibirás noticias mías. Ahora vete y descansa. – Buenas noches. – Buenas noches. Descendí del automóvil y me di cuenta entre sueños de que Lepprince no arrancó hasta que hube cerrado por dentro la puerta de la casa. Cuando la más joven de las cuatro mujeres se hubo ido, las tres señoras juntaron sus cabezas. La señora de Parells, enjuta, pecosa, con el cuello estriado de arrugas y la nariz huesuda y prominente, se puso a cuchichear. – ¿No sabéis? Hace una semana la policía sorprendió a la de Rocagrossa en un hotel de tercera categoría con un marinero inglés. – ¡Qué me dices! -exclamó la señora de Claudedeu. – No lo creo -terció la señora de Savolta. – Es seguro. Buscaban a un maleante o a un anarquista y allanaron todas las habitaciones. Cuando se los llevaban a la comisaría, la de Rocagrossa se identificó y pidió hablar por teléfono con su marido. – ¡Qué cara más dura! ¡Parece imposible! -dijo la señora de Claudedeu-. ¿Y qué dijo él? – Nada, ya veréis. La de Rocagrossa fue muy astuta. En vez de llamar a su marido, llamó a Cortabanyes y él la sacó del lío. – ¿Y tú cómo lo sabes? -dijo la señora de Savolta-. ¿Te lo ha contado Cortabanyes? – No, él no revelaría estas cosas. Son secreto profesional. Lo he sabido por otro conducto, pero es seguro -sentenció la señora de Parells. – Es un escándalo de padre y muy señor mío -dijo la señora de Claudedeu. – ¿Y el inglés? -preguntó la señora de Savolta. – No se sabe nada. También le dejaron ir y se volvió a su barco, como gato escaldado, sin ganas de volver a las andadas. Era un individuo sin importancia: un fogonero o algo por el estilo. – ¿Por qué haría esa mujer una cosa semejante? -reflexionó la señora de Savolta. – Cosas de la vida, mujer -dijo la señora de Claudedeu-. Es joven y medio extranjera: Tienen otra forma de ser. – Además -añadió la señora de Parells-, está lo de su marido, no sé si lo sabéis. – ¿Rocagrossa? ¿Lluís Rocagrossa? Pues, ¿qué le pasa? – ¿Cómo? ¿No estáis enteradas? Dicen que…, en fin, que si le gustan los hombres… – ¡Hija! -dijo la señora de Claudedeu-. Cada día incluyes uno de nuevo en tu lista. – ¿Qué le voy a hacer? Los calo a la primera. – Ay, chicas -dijo la señora de Savolta-, no comprendo cómo os gusta hablar de estos temas tan escabrosos. A mí me dan asco estas cosas. No lo puedo remediar. – Ni a mí tampoco me gustan, Rosa -protestó la señora de Parells-. Os lo cuento porque me lo acaban de contar, pero no para disfrutar con estas porquerías. – Vamos de mal en peor -dijo la señora de Claudedeu. …Y ahora debo retener el temblor de mis dedos y refrenar la indignación y el bochorno que siento dentro de mí para relatar del modo más escueto, objetivo y desapasionado, los hechos, los hechos desnudos que acontecieron aquella noche fatídica, pocos días antes de la fecha prevista y ansiada para llevar a cabo la tan esperada, necesaria y justa huelga. En el curso del conflicto que acabo de describir se había destacado entre los obreros un hombre llamado Vicente Puentegarcía García, hombre de carácter levantado y austero, equilibrado y enérgico, de recta intención y clara inteligencia y, además, de una probidad a toda prueba. Pues bien, a eso de la una de la madrugada del día 27 de septiembre del corriente año, el citado Vicente Puentegarcía García regresaba a su domicilio, sito en la calle de la Independencia, en la barriada de San Martín, completamente tranquilo y muy ajeno al espantoso atentado de que iba a ser objeto pocos minutos más tarde. La noche era deliciosa, apacible. En el cielo puro, límpido, sereno y azulado brillaban tímidamente algunas estrellas, y la democrática calle de la Independencia se veía solitaria, quieta, silenciosa. La plácida quietud y el callado reposo de aquella barriada sólo eran turbados de vez en cuando por las fuertes pisadas del modesto vigilante nocturno, Ángel Peceira, al hacer el recorrido de la demarcación a su cargo, sin que él, ni nadie, pudiera sospechar el trágico drama que en la soledad misteriosa se estaba incubando y que en breve se iba a desarrollar con la más segura impunidad. A poco aparece un joven trabajador, recio, fuerte, robusto, de rasgos afilados y pletórico de vida y de ilusiones. Este joven trabajador es Vicente Puentegarcía García, quien, después de asistir a una asamblea de huelguistas, se retira a descansar alegre, confiado. Al llegar al cruce de dicha calle con la de Mallorca, Puentegarcía se para a conversar un rato y fumar un cigarrillo con el vigilante, del que se despide cariñosamente poco después. A escasos metros del portal de su casa, dos hombres fornidos, de ojos amenazadores, se destacan de la sombra y avanzan hacia él. Puentegarcía se dirige inerme al encuentro de los dos hombres, lento, tranquilo. – ¡Alto ahí! -exclama uno de ellos, el que parece tener más autoridad y cara de más grosero, de más canalla, de más bandido. El obrero se detiene. Uno de los hombres consulta una lista proporcionada sin duda por los cobardes instigadores de aquel acto ruin. – ¿Eres tú Vicente Puentegarcía García? – Sí lo soy -responde Puentegarcía. – Pues, síguenos -ínstanle aquellos esbirros inquisitoriales. Y tomándole con férreas manos por las muñecas lo conducen a un rincón apartado y oscuro. – ¡No me traten así -clama Puentegarcía-, que no soy un criminal, sino un humilde obrero! Pero ya uno de los esbirros ha descargado un fuerte golpe sobre la cara del infeliz. Éste se contrae en una horrible mueca de dolor intenso. – ¡Dale duro! -exclama el que parece dirigir la partida-. Así escarmentará de una vez por todas. El desgraciado suplica con los ojos humedecidos por el llanto, pero la brutal tortura no cesa. Llueven los golpes y Puentegarcía se tambalea, mártir del terrible suplicio que los puñetazos le producen, cae al suelo ensangrentado y casi inconsciente. Aun tendido síguenle propinando puntapiés y puñetazos los dos asesinos. El infortunado Puentegarcía, al verse a los pies de aquellos facinerosos, sintió un estremecimiento convulsivo, vio ráfagas de luz, círculos luminosos y espadas de fuego. Su desventurada esposa, que ha salido al balcón intranquila por la tardanza de su compañero, y advertida por el ruido, se lanza como una loca a la calle, deshecha en lágrimas, hendiendo los aires con puntiagudos y atravesantes gritos de dolor, de consternación tremenda. Los cobardes verdugos huyen al verla venir. Atraído por los gritos acude el honrado sereno. Entre ambos transportan al lecho el magullado cuerpo del obrero, el cual, retorciéndose en un charco de sangre espesa y humeante, aún puede balbucear despreciativo: «¡Miserables! ¡Canallas!» Al día siguiente no comparece al trabajo Vicente Puentegarcía García, que siempre había sido tan puntual, tan cumplidor, tan irreprochable. Su grave estado le impide advertir a sus compañeros del peligro que les acecha. Así caen, en noches sucesivas, los trabajadores Segismundo Dalmau Martí, Miguel Gallifa Rius, Mariano López Ortega, José Simó Rovira, José Olivares Castro, Agustín García Guardia, Patricio Rives Escuder, J. Monfort y Saturnino Monje Hogaza. Informada la policía de los atentados, ésta realizó pesquisas, pero los rufianes habían desaparecido como por ensalmo y ninguna de las pistas proporcionadas por las víctimas permitió su identificación. Aunque los nombres de quienes movían los hilos de este sangriento e infame teatro de marionetas estaban en el pensamiento del pueblo, nada se pudo probar contra ellos. La huelga no se llevó a cabo y así se cerró uno de los más vergonzosos y repugnantes capítulos de la historia de nuestra querida ciudad. Por la bruma del barrio portuario deambulé con los sobres a lo largo de aquel septiembre monótono y caliginoso. La primera noche me costó dar con la tasca porque había ido en coche la vez anterior y apenas me había fijado en el trayecto seguido. Encontré a los forzudos y a la gitana finalizando la cena. Ellos me saludaron con alegría. Yo advertí que María Coral, sin afeites, vestida con un sencillo traje de costurera y alejada del ambiente lúbrico de cabaret, distaba mucho de producir el efecto subyugarte que más de una noche me había estimulado. Sin embargo, reconocí, la sonrisa y el hablar de la gitana conservaban el mismo desparpajo que me turbaba. – Me gustaste la otra noche, ¿sabes? -me dijo María Coral. Yo había ido a cumplir una misión y tendí el sobre a manos de la gitana. – ¿No viene tu amo esta vez? -me preguntó con sorna. – No. Así quedamos, si mal no recuerdo. – Así quedamos, pero me habría gustado verle. Díselo mañana, ¿te acordarás? – Como quieras. La segunda vez que fui a casa Alfonso no llevé un sobre, sino dos. María Coral se rió, pero no hizo comentario alguno al respecto. – Dile a tu amo -dijo al despedirse- que no le defraudaremos en ningún aspecto. Y me lanzó un beso desde la puerta que provocó comentarios de los parroquianos. La tercera vez, encontré a los forzudos comiendo a dos carrillos, pero María Coral no estaba con ellos. – Se ha ido, la muy ingrata -dijo uno de los forzudos-. Nos abandonó hace un par de días. – Ella se lo pierde -le consolaba el otro forzudo-. Ya me dirás cómo hará su número sin nosotros. – A nosotros nos da lo mismo, ¿sabes? -me dijeron-, porque podemos seguir haciendo lo mismo. El público viene por nosotros. Sólo que me da rabia que se haya ido después de lo que hicimos por ella. – De lo que le ayudamos y todo -dijo el otro forzudo. – La encontramos muerta de hambre por uno de esos pueblos donde actuábamos antes, ¿sabe? Y la trajimos con nosotros por pena que nos dio. – Pero cuando vuelva sabrá quiénes somos. – No la dejaremos actuar con nosotros. – Ya lo creo que no. – ¿Era la…? -pregunté-. ¿Qué tipo de relaciones mantenía con ustedes? – Relaciones de ingratitud -dijo uno de los forzudos. – Relaciones de abandonarnos, después de todo lo que hicimos por ella -concluyó el otro. Renuncié a sonsacarles respecto a la gitana y les interrogué sobra su trabajo, no el del cabaret, sino el que realizaban por cuenta de Lepprince. – Oh, va bien. Buscamos al tipo que dice la lista y le damos unos garrotazos. Cuando está tendido le decimos: «¡Para que aprendas a no meterte donde no te llaman!» Eso nos dijo ella que teníamos que decir: «Donde no te llaman». Y nos vamos a todo correr, no sea que venga la policía. – Casi nos enganchan la última vez. Estuvimos corriendo un rato hasta no poder más y tuvimos que meternos en una taberna a tomar dos cervezas del sofocón que llevábamos. Y mire lo que son las casualidades: en aquella taberna estaba el tipo al que habíamos dado garrotazos la vez anterior. De que nos vio abrió la boca del susto: le faltaban dos dientes que le arrancó éste. Le gritamos: «¡Para que no te metas donde no te llaman!», y el tío salió corriendo. Nosotros también nos fuimos, por prudencia. Aquella fue la última vez que llevé sobres a casa Alfonso. – Pensándolo bien -dije-, tu teoría conduce inevitablemente al fatalismo y tu idea de libertad no es sino un conjunto de límites marcados por las consecuencias de unos hechos que son, a su vez, consecuencia de otros anteriores. – Ya veo por dónde vas -replicó Pajarito de Soto-, aunque creo que yerras. Si la libertad no existe fuera del marco de las realidades (como la libertad de volar, que sobrepasa los límites físicos del hombre), no es menos cierto que dentro de dichos límites la libertad es completa y, según el uso que se haga de ella, se configurarán las condiciones subsiguientes. Tomemos, por ejemplo, la protesta obrera en nuestros días. ¿Me vas a decir que no es un hecho condicionado por las circunstancias? No. Nada más palmario: las condiciones salariales, el desequilibrio de precios y salarios, las condiciones de trabajo, en suma, no podían sino producir esta reacción. Ahora bien, ¿cuál será el resultado? Lo ignoramos. ¿Conseguirá la clase trabajadora el otorgamiento de sus exigencias? Nadie lo puede prever. ¿Por qué? Porque la derrota o el triunfo dependen de la CONTINUACIÓN DEL AFIDÁVIT PRESTADO ANTE EL CÓNSUL DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA POR EL EX COMISARIO DE POLICÍA DON ALEJANDRO VÁZQUEZ RÍOS EL 21 DE NOVIEMBRE DE 1926 Documento de prueba anexo n. ° 2 (Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick) …Que aun antes de participar directa y personalmente en el hoy llamado «caso Savolta» tuve conocimiento de unos supuestos atentados perpetrados contra diez obreros de la misma empresa. Que se dijo que dichos atentados (ninguno de los cuales sobrepasó una simple paliza sin consecuencias) eran perpetrados por orden expresa de los directivos de la empresa y por mediación de matones, a fin de abortar una supuesta huelga en germen. Que de las investigaciones que se llevaron a cabo (y en las que no tuve intervención alguna) se dedujo que no existían pruebas, ni siquiera remotas, de la participación del capital. Que se sospechaba que los atentados procedían del propio sector obrero y se debían a disensiones internas o a una supuesta pugna por el liderazgo o primacía dentro de dicho sector entablada entre dos destacados alborotadores, un tal Vicente Puentegarcía García y un tal J. Monfort, siendo el primero un conocido anarquista andaluz y el segundo un peligroso comunista catalán y amigo de Joaquín Maurín (véase fichero adjunto). Que a consecuencia de las denuncias interpuestas por uno de los presuntos atacados (creo recordar que se trataba de un tal Simó) y de las ya mencionadas pesquisas, se practicaron con posterioridad algunas detenciones, entre las que se cuentan las de los ya citados Vicente Puentegarcía y J. Monfort, la de un tal Saturnino Monje Hogaza (comunista), un tal José Oliveros Castro (anarco-sindicalista), un tal Gallifa (anarco-sindicalista) y un tal José Simó Rovira (socialista). Que todos o casi todos los antedichos fueron puestos inmediatamente en libertad y que ninguno estaba preso cuando yo me hice cargo del ya citado caso. |
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