"La verdad sobre el caso Savolta" - читать интересную книгу автора (Mendoza Eduardo)

III

María Rosa Savolta vacilaba en la puerta de la biblioteca, con la mirada perdida que atravesaba el aire sin tropiezo. A su lado un hombre lustroso y un anciano de barba blanca discutían.

– Lo que yo digo siempre, amigo Turull -decía el hombre de la barba blanca-, suben los precios, baja el consumo; baja el consumo, bajan las ventas; bajan las ventas, suben los precios. ¿Cómo llamada usted a esta situación?

– La hecatombe -decía el llamado Turull.

– Antes de un año -prosiguió el de la barba blanca-, todos en la miseria; y si no…, al tiempo. ¿Sabe usted lo que se dice por Madrid?

– Cuénteme usted. Me tiene sobre ascuas, como se dice vulgarmente.

El anciano bajó la voz.

– Que antes de la primavera cae el gabinete de García Prieto.

– Ah, ya…, ya veo. De forma que García Prieto ha formado nuevo Gobierno, ¿eh?

– Hace dos meses que lo formó.

– Vaya. Y dígame, ¿quién es ese García Prieto?

– Pero, bueno, vamos a ver, ¿usted no lee los periódicos?

Unos brazos titánicos aferraron a María Rosa Savolta por las axilas y la izaron en vilo sobre las cabezas. La joven se alarmó mucho.

– ¡Mirad quién ha venido a visitarnos, me cago en diez! -gritaba el autor de la fechoría. Por la voz María Rosa Savolta reconoció a don Nicolás Claudedeu.

– ¿Ya no te acuerdas de mí, granuja?

– Claro, tío.

– ¡Butifarra! -exclamó don Nicolás Claudedeu depositándola de nuevo en el suelo-. Hace unos años te sentabas en mis rodillas y tenía que hacer de caballo una hora seguida. Y ahora, ya ves: ¡mierda para el tío Nicolás!

– No diga eso, tío Nicolás. Le recordaba con cariño, a menudo.

– Los viejos a la basura, di que sí. Ya sé yo en qué pensabas a menudo, sinvergüenza. Con esta cara, Dios mío, y estos pechines tan ricos.

– Por el amor de Dios, tío… -suplicó la joven.

Todos contemplaban la escena con una sonrisa. Todos excepto el elegante joven cuya mirada había sorprendido minutos antes y ante la cual había bajado ruborosamente la suya. Con una copa en la mano, el elegante joven callaba y meditaba, con la espalda apoyada en la jamba de la puerta de la biblioteca, dominando ésta y el salón.


La puerta del gabinete se abrió y la Doloretas y yo simulamos trabajar con afán. Cortabanyes nos tuvo que llamar varias veces, pues hacíamos como que no advertíamos su presencia, absortos en la tarea. Nos pidió que convocásemos a Serramadriles. Éste tardó en responder, aunque debía de estar escuchando tras la puertecilla del trastero. Los tres reunidos aguardábamos en pie las palabras del jefe.

– Mañana es Navidad -dijo Cortabanyes, y se detuvo jadeando.

– Mañana es Navidad -prosiguió- y no quiero… dejar pasar esta fecha sin…, eeeeh…, hacerles sabedores de mi afecto y… mi agradecimiento. Han sido ustedes unos colaboradores leales y…, eeeeh…, eficientes, sin los cuales la buena marcha del… del despacho no habría sido…, esto…, posible.

Hizo una pausa y nos miró uno a uno con sus ojillos irónicos.

– Sin embargo, no ha sido un buen año… No por eso vamos a desanimarnos, claro está. Hemos sobrevivido y mientras estemos en la…, eeeeh…, brecha, la oportunidad puede atravesar esa puerta en cualquier instante.

Señaló la puerta y todos nos volvimos a mirarla.

– Pensemos que sin duda el…, esto…, que viene será mejor. Lo primero es…, es…, es el trabajo y el interés. La suerte viene sola cuando se…, cuando se… Bueno, ¿saben una cosa? Ya estoy cansado de hablar. Tengan los sobres.

Sacó del bolsillo tres sobres cerrados con nuestros nombres escritos y tendió uno a Serramadriles, otro a la Doloretas y otro a mí. Los guardamos sin abrir, sonriendo y dando las gracias. Cuando se retiraba me abalancé hacia el gabinete.

– Señor Cortabanyes, quiero hablar con usted. Es urgente.

Me miró sorprendido y luego se encogió de hombros.

– Está bien, pasa.

Entramos en el gabinete. Se sentó y me miró de arriba a abajo. Yo estaba de pie, frente a él. Puse las manos sobre la mesa e incliné el cuerpo hacia adelante.

– Señor Cortabanyes -dije-, ¿quién mató a Pajarito de Soto?


REPRODUCCIÓN DE LAS NOTAS TAQUIGRÁ FICAS TOMADAS EN EL CURSO DE LA TERCERA DECLARACIÓN PRESTADA POR JAVIER MIRANDA LUGARTE EL 12 DE ENERO DE 1927 ANTE EL JUEZ F. W. DAVIDSON DEL TRIBUNAL DEL ESTADO DE NUEVA YORK POR MEDIACIÓN DEL INTÉRPRETE JURADO GUZMÁN HERNÁNDEZ DE FENWICK


(Folios 92 y siguientes del expediente)


JUEZ DAVIDSON. En los informes relativos a la muerte de Pajarito de Soto se menciona la existencia de una carta, ¿lo sabia?

MIRANDA. Sí.

J. D. ¿Tuvo usted en aquellas fechas conocimiento de la carta?

M. Sí.

J. D. ¿Le mencionó Pajarito de Soto la existencia de la carta antes de morir?

M. No.

J. D. ¿Cómo supo entonces que existía tal carta?

M. El comisario Vázquez me habló de ella.

J. D. Tengo entendido que el comisario Vázquez también murió.

M. Sí.

J. D. ¿Asesinado?

M. Eso creo.

J. D. ¿Sólo lo cree?

M. Su muerte se produjo después de haber abandonado yo España. Sólo puedo hablar por referencias y por conjeturas.

J. D. Según sus… conjeturas, ¿tuvo que ver la muerte del comisario Vázquez con el caso que investigaba y que es objeto del presente interrogatorio?

M. Lo ignoro.

J. D. ¿Está seguro?

M. No sé nada sobre la muerte de Vázquez. Sólo lo que han publicado los periódicos.

J. D. Yo creo que sí sabe algo…

M. No.

J. D…que oculta hechos de interés para este tribunal.

M. No.

J. D. Le recuerdo, señor Miranda, que puede negarse a responder a las preguntas, pero que, si responde, y hallándose bajo juramento, sus respuestas deben ajustarse a la verdad y nada más que la verdad.

M. No tiene tanto interés como yo en aclarar este caso.

J. D. ¿Insiste en que ignora las circunstancias de la muerte del comisario Vázquez?

M. Sí.


Que tuve conocimiento de la muerte de Domingo Pajarito de Soto a raíz de producirse aquélla, si bien no tomó parte directa en el esclarecimiento de los hechos. Que el inspector a cargo del caso dio por finalizada la investigación alegando que la muerte sobrevino por causas naturales, al golpearse la víctima el cráneo contra el bordillo de la acera. Que si bien el cuerpo presentaba otras contusiones, éstas se debían al atropello de que fue objeto por parte de un vehículo no identificado, que se dio a la fuga. Que nada permitía suponer intencionalidad en la sucesión de actos que condujeron a la muerte del ya citado Domingo Pajarito de Soto. Que respecto a la carta presuntamente desaparecida, nada se sabía. Que interrogadas las personas allegadas al difunto nada pudo deducirse de sus declaraciones, no hallándose contradicciones que coadyuvasen a modificar la opinión del agente que llevó a cabo las pesquisas. Que la mujer con la que el ya citado difunto vivía desapareció, ignorándose aún su paradero. Que más tarde tuve ocasión de revisar yo mismo el caso…


– Me parece una locura que quieras… investigar el caso por tu cuenta -dijo Cortabanyes-. La policía hizo… cuanto pudo. ¿No lo crees así? Allá tú…, hijo, allá tú. Yo sólo… te lo digo por tu bien. Perderás… el tiempo. Y eso no es… lo peor: los jóvenes no tenéis por qué ser tacaños… con el tiempo. Lo peor es que te meterás en un… lío y no sacarás… nada en limpio. A la gente no le… agrada que alguien meta las narices en sus… asuntos, y hacen santamente bien. Cada cual… es muy dueño de vivir tranquilo…, a su aire. A nadie le agrada… que le husmeen entre… las piernas. Ya sé que no te… voy a convencer. Hace muchos años que no… logro convencer a nadie… Piensa que no hablo en nombre de… la sabiduría, sino del cariño… que te profeso…, hijo.

Hablaba con frases cortas y atropelladas, como si temiese agotar el aliento y ahogarse a mitad de camino.

– Yo también fui joven y cabezota…, no me gustaba el mundo, igual que a ti…, pero no hacía nada por cambiarlo, no…, ni por amoldarme a él, como tú…, como todos. Empecé como pasante de… un abogado viejo, que me…, que me proporcionó poco trabajo, muy poco dinero y… ninguna experiencia. Luego… conocí a Lluisa, la que…, la que sería mi mujer, y nos…, y nos… casamos. La pobre Lluisa me… admiraba y me in…, infundió, por amor, una confianza…, una confianza que la previsora Providencia me había… negado con razón. Por ella me establecí por mi cuenta; fue una emocionante… aven…, aventura… La única aventura… Los muebles los compramos de segunda mano… y colgamos una placa…, una placa… en el portal… No vino nadie… no vino nadie y Lluisa decía… que no me impacientase, que llegaría de pronto un…, un cliente y luego, los demás en…, en cadena, pero llegó… el primero y perdí…, perdí el caso, y no me pagó… y no vinieron…, los demás no vinieron… Así sucedió con todos… Siempre parecían el… primero, no…, arrastraban tras de sí… un aluvión tras de sí. No tuvimos hijos y Lluisa se me murió.


– Cortabanyes es un gran hombre -dijo Lepprince en cierta ocasión-, pero tiene un grave defecto: siente ternura por si mismo y esa ternura engendra en él un heroico pudor que le hace burlarse de todo, empezando por sí mismo. Su sentido del humor es descarnado: ahuyenta en lugar de atraer. Nunca inspirará confianza y raramente cariño. En la vida se puede ser cualquier cosa, menos un llorón.

– ¿Cómo conoce usted tan bien a Cortabanyes? -le pregunté.

– No le conozco a él, sino a su careta. La naturaleza crea infinitos tipos humanos, pero el hombre, desde su origen, sólo ha inventado media docena de caretas.


De los tilos de la Rambla de Cataluña colgaban luminarias de colores formando lazos, coronas, estrellas y otros motivos navideños. La gente se recogía con discreción para celebrar la Nochebuena en la intimidad. Circulaban pocos coches, que iban de retiro. Si Cortabanyes no me hubiera dado la dirección de Lepprince, si algo se hubiera interpuesto en mis propósitos, habría desistido. No pensé que, dada la fecha, Lepprince cenaría en compañía o habría salido, invitado. En el zaguán me detuvo un portero uniformado, de anchas patillas blancas. Le dije adónde iba y me preguntó el motivo.

– Amigo de Lepprince -respondí.

Abrió las puertas del ascensor y tiró del cable de arranque. Mientras ascendía dando tumbos le vi soplar un tubo metálico y hablar con alguien. Debió de anunciar mi visita, porque un criado me aguardaba frente a la verja del ascensor cuando éste se detuvo en el piso cuarto. Me hizo pasar a un vestíbulo sobrio. En la casa se notaba un calor difuso y equilibrado y el aire estaba impregnado del perfume de Lepprince. El criado me rogó que tuviese la bondad de esperar unos instantes. Solo en el cálido y austero vestíbulo, mi voluntad flaqueaba. Se oyeron pasos y apareció Lepprince. Llevaba un elegante traje oscuro, pero no iba vestido de etiqueta. Tal vez no pensaba salir. Me saludó con afabilidad, sin sorpresa, y me preguntó el motivo de mi presencia inesperada.

– Debo disculparme por lo intempestivo de la hora y lo inadecuado de la fecha -le dije.

– Todo lo contrario -replicó-. Siempre me alegra recibir visitas de amigos. No te quedes ahí: pasa, ¿o llevas prisa? Tomarás, al menos, una copa conmigo, espero.

Me condujo a través de un pasillo a un saloncito en uno de cuyos rincones ardían unos troncos en un hogar. De la chimenea colgaba un cuadro. Lepprince me advirtió que se trataba de una genuina reproducción de un Monet. Representaba un puentecito de madera cubierto de hiedra sobre un riachuelo cuajado de nenúfares. El puente unía dos lados de un bosque frondoso, el riachuelo circulaba bajo un túnel de verdor. Lepprince señaló un carretón de metal y cristal en el que había varias botellas y vasos. Acepté una copa de coñac y un cigarrillo. Fumando y bebiendo y extasiado frente a las brasas del hogar me sentí adormecido y cansado.

– Lepprince -me oí decir-, ¿quién mató a Pajarito de Soto?


JUEZ DAVIDSON. Tengo ante mí las declaraciones prestadas por usted a la policía con motivo de la muerte de Domingo Pajarito de Soto. ¿Las reconoce?

MIRANDA. Sí.

J. D. ¿No se ha suprimido ni añadido nada?

M. Creo que no.

J. D. ¿Sólo lo cree?

M. No. Estoy seguro.

J. D. Quiero leerle un párrafo. Dice así: «Preguntado el declarante si sospechaba que la muerte del citado Pajarito de Soto podía deberse a un atentado criminal, respondió que no abrigaba sospecha alguna…» ¿Es correcto este párrafo?

M. Sí.

J. D. No obstante, inició usted pesquisas por su cuenta para esclarecer la muerte de su amigo.

M. Sí.

J. D. ¿Mintió usted a la policía cuando afirmó «que no abrigaba sospecha alguna»?

M. No mentí.

J. D. Explíquese.

M. No poseía ningún indicio que me permitiese afirmar que la muerte de Pajarito de Soto fue voluntariamente causada. Por eso declaré a la policía lo que ahí está escrito.

J. D. Sin embargo, investigó usted, ¿por qué?

M. Quería conocer las circunstancias que rodearon esa muerte.

J. D. Insisto, ¿por qué?

M. Una cosa es la sospecha y otra es la duda.

J. D. ¿Dudaba usted de que la muerte de Pajarito de Soto fuese accidental?

M. Sí.


– Me dijeron que… había que aparentar importancia… Yo me resistía, yo…, que sólo en la vida había, que fracasado, y defraudado… a la pobre Lluisa… Pero lo hice… Aparenté sin… resultado; fue una… cómica representación, una grotesca… Obligué a los clientes a… esperar horas en… la antesala, como si es… estuviese muy ocupado… Se iban sin esperar ni unos… minutos… No sé…, no sé por qué no caían… en el señuelo de la importancia. Otros… lo practicaban con éxito… Probé otros trucos con… idéntico resultado…, ya sin objeto… desde que la pobre Lluisa… se me fue. Lo hacía para… demostrar que su confianza…, que su confianza estaba justificada y que…, de haber vivido, yo le… habría dado cuanto… ella merecía. Pero la vida…, la vida es un tiovivo, que da vueltas… y vueltas hasta marear y luego…, y luego… te apea en el mismo sitio en que… has subido… Yo no en todos estos años…


Aún dio varias chupadas al puro antes de hablar, y cuando lo hizo adoptó un tono reiterativo y didáctico. Gesticulaba poco, subrayando con el dedo índice alguna frase o algún dato importante o el final de un párrafo particularmente trágico. Pero denotaba un profundo conocimiento de la materia y una retentiva más que regular para fechas, nombres y estadísticas, el comisario Vázquez.

– En la segunda mitad del siglo pasado -dijo-, las ideas anarquistas que pululaban por Europa penetraron en España. Y prendieron como el fuego en la hojarasca; ya veremos por qué. Dos focos principales de contaminación son de mencionar: el campo andaluz y Barcelona. En el campo andaluz, las ideas fueron transmitidas de forma primitiva: pseudo-santones, más locos que cuerdos, recorrían la región, de cortijo en pueblo y de pueblo en cortijo, predicando las nefastas ideas. Los ignorantes campesinos les albergaban y les daban comida y vestido. Muchos quedaron embobados por la cháchara de aquellos mercachifles de falsa santidad. Era eso: una nueva religión. O, por mejor decir, y ya que somos gente instruida, una nueva superstición. En Barcelona, por el contrario, la prédica tomó un cariz político y abiertamente subversivo desde los inicios.

– Todo eso lo sabemos ya, comisario -interrumpió Lepprince.

– Es posible -dijo el comisario Vázquez-, pero para mi explicación conviene que partamos de una base común y clara de conocimiento.

Tosió, posó el cigarro en el borde del cenicero y se concentró de nuevo entornando los ojos.

– Ahora bien -prosiguió-, se impone establecer una distinción fundamental. A saber, que en Cataluña se da una clara mezcla que no debe inducirnos a error. Por una parte, tenemos al anarquista teórico, al fanático incluso, que obra por móviles subversivos de motivación evidente y que podríamos llamar autóctono. -Nos miró a través de los párpados entrecerrados, como preguntándonos y preguntándose si habíamos asimilado su contribución terminológica-. Son los famosos Paulino Pallás, Santiago Salvador, Ramón Sempau, Francisco Ferrer Guardia, entre otros, y actualmente, Ángel Pestaña, Salvador Seguí, Andrés Nin…, hasta el número que quieran imaginar.

»Luego están los otros, la masa…, ¿comprenden lo que quiero decir? La masa. La componen mayormente los inmigrantes de otras regiones, recién llegados. Ya saben cómo viene ahora esa gente: un buen día tiran sus aperos de labranza, se cuelgan del tope de un tren y se plantan en Barcelona. Vienen sin dinero, sin trabajo apalabrado, y no conocen a nadie. Son presa fácil de cualquier embaucador. A los pocos días se mueren de hambre, se sienten desilusionados. Creían que al llegar se les resolverían todos los problemas por arte de magia, y cuando comprenden que la realidad no es como ellos la soñaron inculpan a todo y a todos, menos a sí mismos. Ven a las personas que han logrado abrirse camino por su esfuerzo, y les parece aquello una injusticia dirigida expresamente contra ellos. Por unos reales, por un pedazo de pan o por nada serían capaces de cualquier cosa. Los que tienen mujer e hijos, o una cierta edad, son más acomodaticios, recapacitan y toman las cosas con calma, pero los jóvenes, ¿me comprenden?, suelen adoptar actitudes violentas y antisociales. Se agrupan con otros de idéntica calaña y circunstancias, celebran reuniones en tugurios o a la intemperie, se discursean y exaltan entre sí. La delincuencia los aprovecha para sus fines: les engañan, les aturden y siembran falsas esperanzas en sus corazones. Un buen día cometen un crimen. No tienen relación alguna con la víctima; en muchos casos, ni la conocen siquiera. Obedecen consignas de quienes obran en la sombra. Luego, si caen en nuestras manos, nadie los reclama, no se sabe de dónde proceden, no trabajan en ningún sitio y, si pueden hablar, no saben lo que han hecho, ni a quién, ni por qué, ni el nombre del que los instigó. Comprenderá, señor Lepprince, que así planteadas las cosas…


Recuerdo aquella tarde. Pajarito de Soto había venido a buscarme a la salida del despacho. La Doloretas y Serramadriles nos saludaron de lejos y se dirigieron juntos a tomar el tranvía. Pajarito de Soto tiritaba con las manos en los bolsillos, su gorra de cuadritos y su bufanda gris, de flecos ralos. No llevaba gabán, porque no tenía. No hacía ni dos horas que yo habla dejado a Teresa en su casa. La vida era un loco tiovivo, como solía decir Cortabanyes. Caminamos charlando por la Gran Vía y nos sentamos en los jardines de la reina Victoria Eugenia. Pajarito de Soto me habló de los anarquistas, yo le respondí que nada sabía.

– ¿Estás interesado en el tema?

– Sí, por supuesto -dije más por agradarle que por ser sincero.

– Entonces, ven. Te llevaré a un sitio interesante.

– Oye, ¿no será peligroso? -exclamé alarmado.

– No temas, ven.

Nos levantamos y anduvimos por la Gran Vía y por la calle de Aribau arriba. Pajarito de Soto me hizo entrar en una librería. Estaba vacía salvo por una dependienta jovencita tras el mostrador, que leía un libro. Pasamos por su lado sin saludar y nos introdujimos por un espacio libre entre dos estanterías. La trastienda contenía más anaqueles llenos de libros viejos, desencuadernados y amarillentos. Había en el centro un semicírculo de sillas en torno a una butaca. Ocupaba la butaca un anciano de larga barba cana, vestido con un traje negro muy usado, cubierto de lamparones y brillante por los codos y las rodillas, que disertaba. En las sillas del semicírculo se sentaban hombres de todas las edades, de condición humilde, a juzgar por su aspecto, y una mujer madura, de cabello rojizo y tez pálida llena de pecas. Pajarito de Soto y yo nos situamos tras las sillas y escuchamos de pie las explicaciones del anciano.

– Yo no creí -decía-, y he de confesaron en esto mi error, que el tema de la charla que desarrollé anteayer fuese a levantar tanta polémica y tanta contradicción aquí y fuera de aquí. Era un tema que yo quería desarrollar, pero casi en familia, como algo tímido, como algo interno, no de los componentes del Partido, sino de todos los que han seguido de cerca, con más o menos interés, nuestra posición y que podían, en algún momento, compartir las inquietudes y las orientaciones del Partido. Tal vez me digáis, o alguien diga, en otro lugar, que las muestras de interés suscitadas por el tema de mi charla, que no por mi charla en sí, harto deficiente, prueban de modo irrefutable mi error. Yo no lo veo así, aunque me declaro presto a reconocer mis equivocaciones, que sin duda serán innumerables, y si hablo en ese tono que alguien pudiera tachar de pretencioso, es tan sólo en el convencimiento de que sacar a la luz los temas axiales del anarquismo resulta con mucho más beneficioso que los errores que pudiera cometer en el transcurso de mis aseveraciones osadas, no lo niego, pero cargadas de recta intención.


Lepprince, con una copa en la mano, callaba y miraba, con la espalda contra el quicio de la puerta de la biblioteca, dominando ésta y el salón principal. Los invitados habían desorbitado las dimensiones de este último y se oían voces y risas en el vestíbulo. Unos criados hicieron correr los paneles de madera que comunicaban ambas piezas formando con ello una sola de gran tamaño. El vestíbulo fue iluminado.

– Por lo menos debe de haber aquí doscientas personas, ¿no te parece? -dijo Lepprince.

– Sí, por lo menos eso.

– Existe un arte -prosiguió-, aunque tal vez sea una ciencia, que se llama “la selección perceptiva”. ¿Sabes a lo que me refiero?

– No.

– Ver entre muchas cosas aquellas que te interesan, ¿entiendes?

– ¿Voluntariamente?

– Consciente e instintivo a partes iguales. Yo le llamaría un sentido perceptivo ambiguo. Por ejemplo, echa una ojeada rápida y dime a quién has visto: el primero que se te ocurra.

– A Claudedeu.

– Ya ves: en igualdad de condiciones, ése ha sido el primero. ¿Y por qué? Por su estatura, lo cual indica la participación del sentido visual. Pero ¿sólo por eso? No, hay algo más. Tú vas tras él desde hace tiempo, ¿no es así?

– Algo hay de cierto -respondí.

– No habrás creído la leyenda.

– ¿Del «Hombre de la Mano de Hierro»?

– El apodo forma parte de la leyenda.

– Quizá los hechos también formen parte, y en ese caso…

– Sigamos con el experimento perceptivo -dijo Lepprince.


JUEZ DAVIDSON. En la sesión de ayer usted reconoció haber practicado averiguaciones por su cuenta. ¿Lo ratifica?

MIRANDA. Sí.

J. D. Diga en qué consistieron esas averiguaciones.

M. Fui a ver a Lepprince…

J. D. ¿A su casa?.

M. Sí.

J. D. ¿Dónde vivía Lepprince?

M. En la Rambla Cataluña, número 2, piso 4. °

J. D. ¿Qué día fue usted a verle, aproximadamente?

M. El 24 de diciembre de 1917.

J. D. ¿Cómo recuerda la fecha con tanta exactitud?

M. Era la víspera de Navidad.

J. D. ¿Le recibió Lepprince?

M. Sí.

J. D. ¿Qué hizo luego?

M. Le pregunté quién había matado a Pajarito de Soto.

J. D. ¿Se lo dijo?

M. No.

J. D. ¿Averiguó usted algo?

M. Nada en concreto.

J. D. ¿Le reveló Lepprince algún hecho que usted desconocía y que juzga de interés para el procedimiento?

M. No…, es decir, sí.

J. D. ¿En qué quedamos?

M. Hubo un hecho marginal.

J. D. ¿Qué fue?

M. Yo no sabia que Lepprince había sido amante de María Coral.


– Era suave, frágil y sensual como un gato; y también caprichosa, egoísta y desconcertante. No sé cómo lo hice, qué me impulsó a cometer aquella locura. Me sentí subyugado desde que la vi, en aquel cabaret, ¿recuerdas? Me sorbió la voluntad. La miraba moverse, sentarse y andar y no era dueño de mí. Me acariciaba y hubiese dado cuanto poseo de habérmelo pedido. Ella lo sabia y abusaba; tardó en dárseme, ¿comprendes lo que quiero decir? Y cuando lo hizo, fue peor. Ya te lo dije, parecía un gato jugando con el ratón. Jamás se entregó por completo. Siempre parecía estar a punto de interrumpir… cualquier cosa y desaparecer de una vez por todas.

– Y eso hizo, ¿no?

– No. Fui yo quien le ordenó que se marchase. La eché. Me daba miedo…, no sé si me expreso. Un hombre como yo, de mi posición…

– ¿Vivía en esta casa?

– Prácticamente. Hice que abandonase a los dos perdonavidas con los que actuaba y la instalé en un hotelito. Pero ella quería venir aquí. Ignoro cómo averiguó mi dirección; aparecía en los momentos más inesperados: cuando yo estaba ocupado con una visita, cuando tenía invitados de compromiso. Un escándalo, ya te puedes figurar. Se pasaba el día entero… No, ¿qué digo?, ¡días enteros!, ahí, en ese sillón, donde tú estás ahora. Fumaba, dormía, leía revistas ilustradas y comía sin cesar. Luego, de pronto, aunque yo la necesitase, se iba pretextando que necesitaba ejercicio. No volvía en dos o tres, cuatro días. Yo temía y deseaba que no regresara, las dos cosas al mismo tiempo. Sufrí mucho. Hasta que un día, la semana pasada, hice acopio de valor y la puse donde la encontré: en la calle.

– ¿Lamenta usted su decisión?

– No, pero vivo triste y solo desde que se fue. Por eso me has encontrado en casa; porque no quise aceptar ninguna invitación ni ver a nadie conocido esta noche.

– En tal caso, será mejor que me vaya.

– No, por Dios, lo tuyo es distinto. Me alegra que hayas venido. En cierto modo, perteneces a su mundo para mí. Tu imagen y la suya están unidas en mi recuerdo. Tú la trataste, hiciste de intermediario. Una noche llevaste dos sobres en lugar de uno, ¿recuerdas? En el otro había una carta en la que le decía que necesitaba verla, que acudiese a cierto lugar a una hora determinada.

– Sí, ya me fijé en que había una duplicidad ilógica. Y que le causó un raro efecto la otra carta.

Lepprince guardó silencio con la vista fija en el humo del cigarrillo que subía denso en el aire tibio del saloncito.

– Quédate a cenar, ¿quieres? Me hace falta un amigo -dijo casi en un susurro.


JUEZ DAVIDSON. ¿No es raro que un hombre que investiga la muerte de su amigo acepte la invitación del presunto asesino?

MIRANDA. No resulta fácil explicar las cosas que suceden en la vida.

J. D. Le ruego que haga un esfuerzo.

M. Pajarito de Soto me inspiraba sentimientos de afecto y Lepprince…, no sé cómo decirlo…

J. D. ¿Admiración?

M. No sé…, no sé.

J. D. ¿Envidia, quizá?

M. Yo lo llamaría… fascinación.

J. D. ¿Le fascinaba la riqueza de Lepprince?

M. No sólo eso.

J. D. ¿Su posición social?

M. Sí, también…

J. D. ¿Su elegancia? ¿Sus maneras educadas?

M. Su personalidad en general. Su cultura, su gusto, su lenguaje, su conversación.

J. D. Sin embargo, lo ha pintado usted en anteriores sesiones como un hombre frívolo, ambicioso, insensible a cuanto no fuera la marcha de su negocio, y egocéntrico en alto grado.

M. Eso creí al principio.

J. D. ¿Cuándo rectificó su juicio?

M. Esa noche, a lo largo de la conversación.

J. D. ¿Qué temas trataron?

M. Temas varios.

J. D. Trate de recordar. Especifíquelos.


¿Habrá quien quiera escucharme con otros oídos que no sean los de la fría razón? Ya sé, ya sé. Por dignidad debí despreciar los halagos de quienes provocaron directa o indirectamente la muerte de Pajarito de Soto. Pero yo no podía pagar el precio de la dignidad. Cuando se vive en una ciudad desbordada y hostil; cuando no se tienen amigos ni medios para obtenerlos; cuando se es pobre y se vive atemorizado e inseguro, harto de hablar con la propia sombra; cuando se come y se cena en cinco minutos y en silencio, haciendo bolitas con la miga del pan y se abandona el restaurante apenas se ha ingerido el último bocado; cuando se desea que transcurra de una vez el domingo y vuelvan las jornadas de trabajo y las caras conocidas; cuando se sonríe a los cobradores y se les entretiene unos segundos con un improvisado comentario intrascendente y fútil; en estos casos, uno se vende por un plato de lentejas adobado con media hora de conversación. Los catalanes tienen espíritu de clan, Barcelona es una comunidad cerrada, Lepprince y yo éramos extranjeros, en mayor o menor grado, y ambos jóvenes. Además, con él me sentía protegido: por su inteligencia, por su experiencia, por su dinero y su situación privilegiada. No hubo entre nosotros lo que pudiera llamarse camaradería… Yo tardé años en apear el tratamiento y cuando pasé a tutearle, lo hice por orden suya y porque los acontecimientos así lo requerían, como se verá. Tampoco nuestras charlas derivaron en apasionadas polémicas, como había sucedido con Pajarito de Soto a poco de conocernos: esas acaloradas discusiones que ahora, en el recuerdo, acrecientan su importancia y se convierten en el símbolo nostálgico de mi vida en Barcelona. Con Lepprince la conversación era pausada e intimista, un intercambio sedante y no una pugna constructiva. Lepprince escuchaba y entendía y yo apreciaba esa cualidad por encima de todo. No es fácil dar con alguien que sepa escuchar y entender. El mismo Serramadriles, que habría podido ser mi compañero idóneo, era demasiado simple, demasiado vacío: un buen compañero de farras, pero un pésimo conversador. En cierta ocasión, comentando el problema obrero, le oí decir:

– Los obreros sólo saben hacer huelgas y poner petardos, ¡y todavía pretenden que se les dé la razón!

A partir de aquel momento ya no volví a manifestar mis opiniones en su presencia. En cambio Lepprince, a pesar de ocupar una posición menos incomprometida que la de Serramadriles, era más reflexivo en sus juicios. Una vez, divagando sobre el mismo tema, me dijo:

– La huelga es un atentado contra el trabajo, función primordial del hombre sobre la tierra; y un perjuicio a la sociedad. Sin embargo, muchos la consideran un medio de lucha por el progreso.

Y añadió:

– ¿Qué extraños elementos interfieren en la relación del hombre con las cosas?

Por supuesto, no simpatizaba con los movimientos proletarios, ni con ninguna de las teorías obreristas subversivas, pero tenía, respecto a la actitud revolucionaria, una visión más amplia y comprensiva que los de su clase.

En este mundo moderno que nos ha tocado vivir, donde los actos humanos se han vuelto multitudinarios, como el trabajo, el arte, la vivienda e incluso la guerra, y donde cada individuo es una pieza de un gigantesco mecanismo cuyo sentido y funcionamiento desconocemos, ¿qué razón se puede buscar a las normas de comportamiento?

Era individualista ciento por ciento y admitía que los demás también lo fuesen y buscasen la obtención, por todos los medios a su alcance, del máximo provecho. No hacía concesiones a quien se interponía en su camino, pero no despreciaba al enemigo ni veía en él la materialización del mal, ni invocaba derechos sagrados o principios inamovibles para justificar sus acciones.

Respecto a Pajarito de Soto, reconoció haber tergiversado el memorándum. Lo afirmó con la mayor naturalidad.

– ¿Por qué le contrató, si pensaba engañarle luego? -pregunté.

– Es algo que sucede con frecuencia. Yo no tenía la intención de engañar a Pajarito de Soto a priori. Nadie paga un trabajo para falsificarlo e irritar a su autor. Pensé que tal vez nos seria útil. Luego vi que no lo era y lo cambié. Una vez pagado, el memorándum era mío y podía darle la utilidad que juzgase más conveniente, ¿no? Así ha sido siempre. Tu amigo se creía un artista y no era más que un asalariado. Con todo, te confesaré que siento cierta simpatía por estos personajes novelescos, no muy listos, pero llenos de impulsos. A veces los envidio: sacan más jugo a la vida.

Y respecto a la muerte de mi amigo:

– Yo no fui, por supuesto. Ni creo que la idea partiese de Savolta ni de Claudedeu. Savolta está viejo para estas cosas, no quiere complicaciones y casi no interviene en los asuntos… ejecutivos. Es un figurón. En cuanto a Claudedeu, a pesar de su leyenda, es un buen hombre, algo rudo en su modo de hacer y de pensar, pero no carece de sentido práctico. La muerte de Pajarito no nos reportaba ningún beneficio y nos está acarreando, en cambio, un sinfín de molestias. Eso, sin contar con el mal ambiente que nos ha granjeado entre los obreros. Por otra parte, de haber querido perjudicarle, nos habría bastado con querellarnos judicialmente por las injurias contenidas en sus artículos. Él no habría podido costearse un abogado y habría dado con sus huesos en la cárcel.

Un día que chismorreábamos, se me ocurrió preguntarle:

– ¿Cómo perdió Claudedeu la mano que le falta?

Lepprince se echó a reír.

– Estaba en el Liceo el día que Santiago Salvador arrojó las bombas. La metralla le arrancó la mano de cuajo como si hubiera sido un muñeco de barro. Comprenderás que no aprecie a los anarquistas. Pídele que te lo cuente. Lo hará encantado. Vamos, lo hará aunque no se lo pidas. Te dirá que su mujer no ha querido volver a pisar el Liceo desde aquella trágica noche y que eso le compensa la pérdida de la mano. Que habría dado el brazo entero por no soportar más óperas.

Sobre la situación política española tenía también ideas claras:

– Este país no tiene remedio, aunque me esté mal el decirlo en mi calidad de extranjero. Existen dos grandes partidos, en el sentido clásico del término, que son el conservador y el liberal, ambos monárquicos y que se turnan con amañada regularidad en el poder. Ninguno de ellos demuestra poseer un programa definido, sino más bien unas características generales vagas. Y aun esas cuatro vaguedades que forman su esqueleto ideológico varían al compás de los acontecimientos y por motivos de oportunidad. Yo diría que se limitan a aportar soluciones concretas a problemas planteados, problemas que, una vez en el gobierno, sofocan sin resolverlos. Al cabo de unos años o unos meses el viejo problema revienta los remiendos, provoca una crisis y el partido a la sazón relegado sustituye al que le sustituyó. Y por la misma causa. No sé de un solo gobierno que haya resuelto un problema serio: siempre caen, pero no les preocupa porque sus sucesores también caerán.

»En cuanto a los políticos, desaparecidos Cánovas del Castillo y Sagasta, nadie ha ocupado su puesto. De los conservadores, Maura es el único que posee inteligencia y carisma personal para disciplinar a su partido y arrastrar a la opinión pública tras él, al menos, sentimentalmente. Pero su orgullo le desborda y su tozudez le ciega. Con el tiempo crea disensiones internas y enfurece al pueblo. En cuanto a Dato, el hombre de recambio del partido, carece de la necesaria energía y le cuadra el apodo que le aplican los mauristas despechados: "el Hombre de la Vaselina".

»Los liberales no tienen a nadie. Canalejas se quemó en salvas que decepcionaron a todos hasta que un anarquista le voló los sesos ante el escaparate de una librería. Los liberales, en suma, se sostienen sobre la sola baza del anticlericalismo, recurso que surte un efecto popular, facilón, inútil y breve. Los conservadores, por el contrario, aparentan ser beatones y capilleros. Así ambos halagan los bajos instintos del pueblo: éstos, la blandura sensiblera católica; aquéllos, el libertinaje anarquizante.

»Dentro de los partidos, la disciplina es inexistente. Los miembros se pelean entre sí, se zancadillean y tratan de desprestigiarse los unos a los otros en una carrera disparatada por el poder que perjudica a todos y no beneficia a nadie.

»Estos dos partidos, sin base popular y sin el apoyo de la clase media moderada, están condenados al fracaso y conducirán al país a la ruina.

A Lepprince le conté mi vida solitaria, mis proyectos y mis ilusiones.


Hice señas a Pajarito de Soto y nos retiramos a un rincón de la librería.

– ¿Quién es? -pregunté por lo bajo.

– El mestre Roca, un maestro de escuela. Da clases de Geografía, Historia y Francés. Vive solo y dedica su existencia a la programación de la Idea. Cuando termina su jornada en la escuela viene a este local y habla del anarquismo y los anarquistas. A las nueve en punto se retira, prepara él mismo su cena y se acuesta.

– ¡Qué vida más triste! -dije sin poder evitar un estremecimiento.

– Es un apóstol. Hay muchos como él. Acerquémonos.

El mestre Roca fue uno de los pocos anarquistas a los que llegué a ver antes de la irrupción violenta del 19. El anarquismo era una cosa, y los anarquistas, otra muy distinta. Vivíamos inmersos en aquél, pero no teníamos contactos con éstos. Por aquel entonces, y así siguió siendo durante algunos años, tenía yo una visión bien pintoresca de los anarquistas: hombres barbados, cejijuntos y graves, ataviados con faja, blusón y gorra, hechos a la espera callada tras una barricada de muebles destartalados, tras los barrotes de una celda de Montjuic, en los rincones oscuros de las calles tortuosas, en los tugurios, en espera de que llegase su momento para bien o para mal y el ala cartilaginosa de un murciélago gigantesco y frío rozase la ciudad. Hombres que aguardaban agazapados, estallaban en furia y eran ejecutados al amanecer.


FICHA POLICIAL DE ANDRÉS NIN PÉREZ, REVOLUCIONARIO ESPAÑOL DE QUIEN SE SOSPECHA PUEDA TENER RELACIÓN DIRECTA O INDIRECTA CON EL CASO OBJETO DEL PRESENTE EXPEDIENTE


Documento de prueba anexo n. ° 31

(Se adjunta traducción al inglés del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)


En la parte superior de la ficha, en los ángulos izquierdo y derecho respectivamente, figuran sendas fotografías del individuo fichado. Las dos fotografías son casi idénticas. En ambas el fichado aparece de frente. La foto de la izquierda lo muestra con la cabeza descubierta. La de la derecha, tocado con un sombrero de ala ancha. La corbata y la camisa son idénticas y la expresión y el sombreado tan iguales que hacen pensar que se trata de la misma fotografía, siendo el sombrero un hábil retoque de laboratorio. Un examen más detallado permite apreciar que en la segunda fotografía (la de la derecha) el fichado lleva gabán, difícil de distinguir de la chaqueta que lleva en la primera fotografía (la de la izquierda) porque tanto el color como las solapas (única parte visible de ambas prendas) son muy parecidos. Posiblemente se trate de dos fotografías hechas el mismo día en el mismo lugar (con seguridad un centro policial). En tal caso, habrían hecho ponerse al fichado sus prendas de abrigo (sombrero y gabán) para facilitar su identificación en la calle. El fichado es un hombre joven, flaco, de rostro alargado, mandíbula angulosa, mentón prominente, nariz aguileña, ojos oscuros entornados (probablemente miope), pelo negro y lacio. Lleva gafas ovaladas, sin aro, de varillas flexibles. (Datos suministrados por el Departamento de Análisis Fotográfico de la Oficina de Investigación Federal de Washington, D. C.)

La ficha adjunta dice:


Andrés NIN Pérez

propagandista peligroso

maestro de escuela

Nació en Tarragona en 1890


Perteneció a las Juventudes Socialistas de Barcelona, las que dejó (sic) para ingresar en el Sindicalismo, siendo con Antonio Amador Obón y otros, los organizadores del Sindicato Único de Profesiones Liberales.

Asistió como delegado al 2. ° Congreso Sindicalista celebrado en Madrid en diciembre de 1919.

Fue detenido el día 12 de enero de 1920 en el Centro Republicano Catalán de la calle del Peu de la Creu, en reunión clandestina de delegados del Comité Ejecutivo, para promover la huelga general revolucionaria, siendo conducido al castillo de Montjuic.

En libertad el día 29 de junio de 1920.

En marzo del 1921, al ser detenido Evelio Boal López, se hizo cargo de la secretaría general de la Confederación Nacional del Trabajo, pero, ante la persecución de que fue objeto por la policía de Barcelona, huyó a Berlín, en donde fue detenido por la policía alemana en octubre del mismo año.


– Sigamos con el experimento perceptivo -dijo Lepprince.

Me había invitado a la fiesta de Fin de Año que se celebraba, como era costumbre, en la mansión de los señores de Savolta. Era ésta una casa-torre situada en Sarriá. Pasé a recoger a Lepprince por su domicilio. Estaba terminando de vestirse y al verle comprendí lo que quería decir Cortabanyes cuando me advirtió de que los ricos eran de otro mundo y de que nosotros jamás nos pareceríamos a ellos, ni les entenderíamos ni les podríamos imitar.

Lepprince me advirtió que asistirían a la fiesta todos los miembros del consejo de administración de la empresa Savolta.

– No se te ocurra perseguirles con el cuento de la muerte de Pajarito de Soto -me reconvino en broma.

Le prometí comportarme sabiamente. Fuimos hasta la casa en su coche. Lepprince me presentó a Savolta, a quien yo ya conocía por haberle visto la noche en que acudí a la fábrica en pos de Pajarito de Soto. Era un hombre de cierta edad, pero no viejo. Sin embargo, tenía una mirada macilenta, mal color y gestos y voz temblorosos. Supuse que alguna enfermedad le roía. Claudedeu, en cambio, rebosaba vitalidad; por todas partes se oía su vozarrón y por todas partes se veía su cuerpo de gigante de cuento infantil. Poseía el don de la carcajada contagiosa. Me fijé en su mano enguantada y en el ruido metálico que producía contra los objetos al chocar y me volvió la imagen del colérico Claudedeu apostrofando a Pajarito de Soto y golpeando la mesa de juntas. También reconocí a Parells, que la noche aciaga ocupaba un asiento cercano a Savolta. Me impresionó la expresión de inteligencia que abarcaba, no sólo los ojos, sino cada rasgo de su cara de vieja. Lepprince me había explicado que desempeñaba el cargo de asesor financiero y fiscal de la empresa. Su padre había sido fusilado por los carlistas en Lérida durante la última guerra y Pere Parells había heredado del difunto una honda devoción por el liberalismo. Se vanagloriaba de ser librepensador y ateo, pero acompañaba cada domingo a su mujer a misa porque «por el hecho de haber contraído matrimonio, ella había adquirido el derecho social de ser acompañada». Diré también que las mujeres de estos señores y de otros a las que fui presentado me parecieron todas cortadas por el mismo patrón y que confundí sus nombres y sus fisonomías apenas hube besado convencionalmente sus manos.

La fiesta se desarrolló en su primera mitad bajo el signo del pacífico cotilleo. Los hombres fumaban en la biblioteca; se hablaba en frases cortas, mordaces, y se reían los ocultos significados y las maliciosas alusiones. Las mujeres, en el salón, comentaban sucesos con aire grave y pesimista, escasamente reían y su conversación se componía de monólogos alternos a los que las oyentes asentían con gestos afirmativos y nuevos monólogos que corroboraban o repetían lo antedicho. Algunos hombres jóvenes compartían los corrillos femeninos. También adoptaban un aire circunspecto y se limitaban a manifestar conformidad o acuerdo sin intervenir.

En un rincón distinguí a una linda niña, la única joven de la reunión, que conversaba con Cortabanyes. Luego me la presentaron y supe que se trataba de la hija de Savolta, que vivía interna en un colegio y que había venido a Barcelona a pasar las Navidades con sus padres. Parecía muy asustada y me confesó sus ansias por regresar junto a las monjas a las que tanto quería. Me preguntó que qué era yo y Cortabanyes dijo:

– Un joven y valioso abogado.

– ¿Trabaja usted con él? -me preguntó María Rosa Savolta señalando a mi jefe.

– A sus órdenes, para ser exacto -repliqué.

– Tiene usted suerte. No hay hombre más bueno que el señor Cortabanyes, ¿verdad?

– Verdad -respondí con cierta sorna.

– Y ese señor que hablaba con usted, ¿quién era?

– ¿Lepprince? ¿No se lo han presentado? Venga, es socio de su padre de usted.

– ¿Ya es socio, tan joven? -dijo, y se ruborizó intensamente.

Presenté a Lepprince a María Rosa Savolta porque intuí su deseo de conocerlo. Cuando ambos intercambiaban formalidades me retiré, un tanto molesto por las evidentes preferencias de la hija del magnate, y un tanto harto de hacer el títere.


JUEZ DAVIDSON. Describa de modo somero la situación de la casa del señor Savolta.

MIRANDA. Estaba enclavada en el barrio residencial de Sarriá. En un montículo que domina Barcelona y el mar. Las casas eran del tipo llamado «torre», a saber: viviendas de dos o una planta rodeadas de jardín.

J. D. ¿Dónde se celebraba la fiesta?

M. En la planta baja.

J. D. ¿Todas las habitaciones de la planta baja comunicaban con el exterior?

M. Las que yo vi, sí.

J. D. ¿Con el jardín o con la calle?

M. Con el jardín. La casa estaba emplazada en el centro del jardín. Había que atravesar un trecho de jardín para llegar a la puerta.

J. D. ¿De la puerta se pasaba directamente al salón?

M. Sí y no. Se accedía a un vestíbulo en el que había una escalinata que conducía al piso superior. Descorriendo unos paneles de madera, el salón y el vestíbulo formaban una sola pieza.

J. D. ¿Estaban descorridos los paneles de madera?

M. Sí. Se descorrieron poco antes de medianoche para dar cabida al número creciente de invitados.

J. D. Describa ahora la situación de la biblioteca.

M. La biblioteca era una pieza separada. Tenía entrada por el salón, pero no por el vestíbulo.

J. D. ¿Qué distancia mediaba entre la biblioteca y la escalinata del vestíbulo?

M. Unos doce metros…, aproximadamente, cuarenta pies.

J. D.¿Dónde se hallaba usted cuando sonaron los disparos?

M. Junto a la puerta de la biblioteca. J. D. ¿Dentro o fuera de ésta?

M. Fuera, es decir, en el salón.

J. D. ¿Lepprince estaba con usted?

M. No.

J. D. ¿Pero podía verle desde su posición?

M. No. Estaba justo detrás de mí.

J. D. ¿Dentro de la biblioteca?

M. Sí.


Llevaban media hora de charla Lepprince y la hija del magnate. Yo me impacientaba porque quería que le dejase de una vez y poder volver a nuestra conversación, pero Lepprince no cesaba de dirigirle frases y de sonreír, como un autómata. Y ella escuchaba embelesada y sonreía. Me ponían nervioso los dos, mirándose y sonriendo como si posaran para un fotógrafo, sosteniendo cada uno una bolsita llena de uvas y su copa de champaña.


Que no asistí personalmente a la fiesta. Que tuve conocimiento de los hechos a los pocos momentos de haberse producido y que, media hora más tarde, me personé en la residencia del señor Savolta. Que, según me dijeron, nadie había abandonado la casa después de producirse los hechos, salvo la persona o personas que efectuaron los disparos. Que éstos fueron hechos desde el jardín, con arma larga. Que los disparos penetraron por la cristalera del salón, en el ángulo que forma ésta con la puerta de entrada a la biblioteca…


JUEZ DAVIDSON. ¿Está seguro de que los disparos procedían del jardín y no de la biblioteca?

MIRANDA. Sí.

J. D. Sin embargo, se hallaba usted equidistante de ambos puntos.

M. Sí.

J. D. De espaldas al lugar de procedencia de los disparos.

M. Sí.

J. D. ¿Quiere repetir la descripción de la vivienda?

M. Ya lo hice. Puede leerla en las notas taquigráficas.

J. D. Ya sé que puedo leer las notas taquigráficas. Lo que quiero es que usted repita la descripción para ver si incurre en contradicciones.

M. La casa estaba situada en el área residencial de Sarriá, rodeada de jardín. Había que cruzar un trecho…


A la medianoche Savolta se subió a la escalera del vestíbulo y reclamó silencio. Unos criados atenuaron las luces salvo aquellas que iluminaban directamente al magnate. Sin otro punto donde mirar los invitados concentraron su atención en Savolta.

– Queridos amigos -dijo éste-, tengo de nuevo el placer de veros a todos reunidos en esta vuestra casa. Dentro de unos minutos, el año 1917 dejará de existir y un nuevo año empezará su curso. El placer de reuniros en estos segundos memorables…

Entonces, o quizá después, empezaron a sonar los disparos. Cuando decía no sé qué del cambio de año y pasar el puente todos unidos.


Al principio fue sólo una explosión


Al principio fue sólo una explosión y un ruido de cristales rotos. Luego gritos y otra explosión. Oí silbar las balas sobre mi cabeza, pero no me moví, paralizado como estaba por la sorpresa. Varios invitados se habían agazapado, tirado por los suelos o refugiado detrás del que tenían más próximo. Todo fue muy rápido, no recuerdo cuántos disparos siguieron a los dos primeros, pero fueron muchos y muy seguidos. Creo que vi a Lepprince y a María Rosa Savolta boca abajo y pensé que los habían matado. Y a Claudedeu ordenando que apagasen las luces y que todo el mundo se pusiese a cubierto. Había quien chillaba «¡La luz! ¡La luz!», y otros gritaban como si hubiesen sido heridos. Los disparos cesaron en seguida.


No habían durado casi nada


No habían durado casi nada. En cambio, los gritos se prolongaron y la oscuridad, también. Al final, viendo que no había más disparos, un criado hizo funcionar los interruptores y volvió la claridad y nos dejó cegados. A mi alrededor había llantos y nervios desbocados y unos decían que había que llamar a la policía y otros decían que había que cerrar las puertas y las ventanas y nadie se movía. La mayor parte de los invitados seguía tendida, pero no parecían heridos, porque miraban a todas partes con los ojos muy abiertos. Entonces sonó un grito desgarrador a mi espalda y era María Rosa Savolta que llamaba a su padre así: «¡Papá!», y todos vimos al magnate muerto. Las barandillas de la escalera habían saltado en pedazos, la alfombra se había convertido en polvo y los escalones de mármol, acribillados, daban la impresión de ser de arena.


El mestre Roca carraspeó y dijo con voz trémula y pausada:

– Y así vine a parar, como quizá recordéis, en lo que llamé, tal vez con imprevisión de las consecuencias, «la muerte y legado del Anarquismo», frase que provocó al parecer escándalo en muchos seguidores de la Idea y reproches a mi persona, que no me han dolido, pues contenían más devoción a la Idea que rencor contra sus aparentes detractores. No obstante, el interés y la polémica nada tienen que ver con la «muerte» o la «vida» del tema debatido. En la Italia del siglo XV se desataron apasionados intereses y fructíferas polémicas en torno a la cultura clásica de Grecia y Roma, mas, decidme, ¿resucitaron con ello aquellas culturas? Se objetará probablemente que las culturas estaban vivas, puesto que promovieron un interés «vivo», y que sólo estaban muertas sus fuentes. Pero, en realidad, lo que sucede es que se nos hace difícil entender, a nosotros, los mortales, el verdadero sentido de la palabra «muerte» y más aún su realidad, el hecho esencial que la constituye.

»Permitidme, pues, que humildemente me ratifique; sin altanería, pero con firmeza: el anarquismo ha muerto como muere la semilla. Falta saber, no obstante, si ha muerto agostado en la tierra estéril o si, como en la parábola evangélica, se ha transformado en flor, en fruto y en árbol; en nuevas semillas. Y afirmo, y ruego que me perdonéis por ser tan categórico, pero lo juzgo necesario para no caer en una cortés y huera charla de salón, afirmo, digo, que toda idea política, social y filosófica, muere tan pronto como surge a la luz y se transfigura, como la crisálida, en acción. Ésa es la misión de la idea: desencadenar los acontecimientos, transmutarse, y de ahí su grandeza, del campo etéreo del pensamiento incorporal al campo material; mover montañas, según frase de la Biblia, ese bello libro tan mal utilizado. Y por eso, porque la idea deviene un hecho y los hechos cambian el curso de la Historia, las ideas deben morir y renacer, no permanecer petrificadas, fósiles, conservadas como piezas de museo, como adornos bellos, si queréis, pero aptos sólo para el lucimiento del erudito y del crítico sutil e imaginativo.

»Ésa es la verdad, lo digo sin jactancia, y la verdad escandaliza; es como la luz, que hiere los ojos del que vive habituado a la oscuridad. Y ése es mi mensaje, amigos míos. Que salgáis de aquí meditando, no la idea, sino la acción. La acción infinita, sin límites, sin rémora ni meta. Las ideas son el pasado, la acción es el futuro, lo nuevo, lo por venir, la esperanza, la felicidad.