"Miedo A Los Cincuenta" - читать интересную книгу автора (Jong Erica)Bastante mujer: Entrevista con mi madreEs un hermoso día cálido de mediados de septiembre, como un año después de haber entrevistado a mi padre. Estamos en mi casa de Connecticut. Mi madre ha estado hablando delante de un magnetófono animada por mí. Involuntariamente había contado un secreto sobre su enemistad con Kitty. – De modo que todos le debemos mucho -digo-. Sin ella, no estaríamos aquí. – Eso parece -dice mi madre, sin querer decir eso. Hay otra antigua disputa entre nosotras: a ella le duele mi idealización de mi abuelo, considerando que en cierto modo yo recibí las mejores cosas de él y ella nunca resolvió sus problemas con él. Quiere que piense de él lo que ella piensa. – Pero para mí fue Al parecer, no. Incluso a los cincuenta años, entrevistando a mi madre, esperando que sea objetiva para una autobiografía, le cabrea que tenga mi propio punto de vista. Su punto de vista es el único correcto. – ¿Por qué te quedaste con ellos si te molestaba tanto? -pregunto. – Era lo que menos costaba -dice mi madre-. Al final nos marchamos. Y nunca les dejamos que vinieran a vivir con nosotros. Hay el olor de la sangre antigua en esta enemistad y noto que nunca llegaré al fondo de ella. Mis abuelos están muertos, pero la enemistad sigue viva. Ha minado toda nuestra energía durante años y continúa recordándose en los nombres que usamos entre nosotros. Yo también llamo a mis abuelos «Mamá» y «Papá»; y a mis padres, «Eda» y «Seymour». En la edad adulta he intentado llamar a mis padres «Madre» y «Padre», pero parece una especie de excrecencia; en cierto modo, contra natura. Mis abuelos todavía controlan el gallinero, y eso que han muerto hace mucho. Mi padre se puso nervioso cuando mi madre y yo nos sentamos juntas delante del magnetófono. Se ha sentido excluido. Ahora pasea, con una tarjeta en la mano en la que ha escrito una frase algo larga. Nos la lee en voz alta a mi madre y a mí, como si fuera un poema: – ¿Sabéis de quién es esto? -pregunta. Y antes de que ninguna de las dos pueda contestar, añade: – De Gore Vidal. Un gran escritor. De su libro – También él lo ha pasado mal con los críticos -digo, esperando reconfortar a mi padre. – Que les den por el culo -dice mi padre, valientemente-. Tú te impusiste una vez; volverás a hacerlo. – Casi moriste -dice mi madre- al nacer -luego hace una pausa y añade gravemente-: Pero yo no dejé morir a ninguna de mis hijas. Ha sido un día extraordinariamente agradable. Mi madre ha pintado en la terraza, ha pintado una acuarela con un cubo rebosante de tulipanes. Ken ha preparado el almuerzo para todos y nos hemos sentido cómodos unos en compañía de los otros de un modo que habría sido imposible antes de haberme casado con él. Con todo, continúan las diferencias. La verdad es que no puedo imaginar las limitaciones de la vida de mi madre o de mi abuela, ni puedo responder a la desconcertante pregunta de por qué yo he sido mucho más libre que mi madre y mi abuela. Sé que hay algo en los esfuerzos de las hijas frente a las limitaciones maternas que nos empuja a encontrar lo que somos. Veo a mi propia hija echándome abajo, desconstruyéndome. Tiene que hacerlo para librarse de mí. Se burla de mis distracciones, mi tendencia a la preocupación, mis fechas límite perennes. Hace burla de mis matrimonios, mis amigos, mi innoble reputación de escritora de pornografía. Tiene que hacer estas cosas para imponer su identidad frente a la mía. Es el modo en que se hace mayor. Yo soy el suelo del que crece. Tiene que derribarme para construir el edificio de sí misma. Para ella, yo soy un solar. ¿Es libertad el amor, o es una esclavitud? Era el asunto del que nos ocupábamos Ken y yo siempre que discutíamos si nos íbamos a casar. Y es el asunto principal, ¿no? «Amor contra Libertad» -escribí en alguna de las notas de estas memorias-: «¿cómo suprimir el – Si nos sabemos querer uno al otro, será libertad -solía decir Ken-. ¡Qué libertad saber que vuelves a casa por la noche! ¡Qué libertad no tener que precuparse de los fundamentos de nuestra vida! ¡Qué libertad saber que alguien te quiere por lo que eres! Al principio, yo me oponía a esto, pensando Pero esta vez juré que sería diferente. Nuestras reglas básicas eran diferentes. Me casé decidida a no ser esa cosa horrible: Sin embargo, ya al comienzo de nuestro matrimonio -y a pesar de todo lo que me había prometido a mí misma-, me encontré desempeñando el papel de esposa: centrada en la renovación del apartamento, haciendo cosas domésticas tontas en lugar de escribir, utilizando el papel de esposa como alternativa a mi trabajo: mi trabajo, que siempre me había producido tantos conflictos y del que parte de mí misma ansiaba escapar. Podía echarle a Ken la culpa de esto, pero no era culpa de Ken. Más bien era el esposatropismo mío. Aunque tenía cuarenta y siete años, estaba en posesión de todo mi poder, mi propia identidad, algo mío quería escapar del combate y reducirme a ser una esposa. Parecía muy cómodo, muy seguro. Estaba muy cansada de luchar. Pasaba los días durmiendo y de compras. No quería continuar la guerra. Muchas mujeres combativas han relatado este periodo: el deseo de rendirse y ocultarse, el deseo de dejar que guiara el hombre. Hasta que encerrara a ese dragón concreto en su cueva, ¿cómo pretendía hablar por las otras mujeres? Me he preguntado una y otra vez cómo es posible que la revolución de la mujer haya empezado y se haya detenido tantas veces en la historia, empezando con la brusquedad de un terremoto y muchas veces apagándose con la misma rapidez. Las mujeres derraman mares de tinta, cambian algunas leyes, cambian algunas expectativas, y luego ceden y de nuevo se convierten en sus abuelas. ¿Cuál es la dialéctica que las dirige? ¿Cuál es la culpabilidad que las lleva a sabotear sus propios logros? O a lo mejor no es culpabilidad. Puede que sea, como dice Margaret Mead en La batalla por los derechos de la mujer todavía no ha sido ganada. Las mujeres no pueden ver lo astutas que son las trampas patriarcales hasta que maduran un poco. Las feministas más jóvenes, como Naomi Wolf, han subestimado lo arraigada que está la fuerza patriarcal y lo muy a menudo que las mujeres le rinden sus propias almas. Ni siquiera consideran todavía el arco completo de la vida de una mujer. Nos rendimos a la condición de esposas porque estamos acostumbradas a tener a alguien a quien echarle la culpa y estamos muy poco acostumbradas a la libertad. Preferimos el autocastigo a imponernos a nuestros miedos. Preferimos nuestra ira a nuestra libertad. Si las mujeres fueran completamente conscientes de la parte de sí mismas que le entrega el poder a los hombres, el pronóstico de la victoria resultaría cierto. Pero estamos lejos de tener conocimiento de nosotras mismas. Y nos alejamos cada vez más y más cuando nos retiramos del modelo del yo del psicoanálisis. Mientras infravaloremos la importancia de las motivaciones inconscientes, la existencia del propio inconsciente, no podremos desarraigar a la esclava que hay en nosotras. La libertad resulta difícil de querer. La libertad elimina todas las excusas. Si esto fuera consciente, todo sería fácil, y fácil de cambiar. Pero está profundamente enraizado. Habitualmente no nos damos cuenta de que sobrevaloramos al hombre e infravaloramos a la mujer. Habitualmente no nos damos cuenta de que nos enfrentamos entre nosotras mismas. No nos damos cuenta de que aceptamos interiormente que Papá tiene razón y Mamá está equivocada. Cada uno de los libros que he escrito ha sido escrito sobre el cadáver ensangrentado de mi abuela. Cada uno de los libros ha sido escrito con culpabilidad, gracias al empuje del dolor. Cada uno de los libros ha sido un recién nacido que no tuve que cuidar, diez mil comidas que no tuve que preparar, diez mil camas que no tuve que hacer. Quisiera, por encima de todo, ser completa, no estar dividida (esto, de hecho, es de lo que trata toda mi obra), pero en cierto modo sigo dividida. Lo mismo que una persona que una vez cometió un delito horrible que quedó sin castigo, siempre espero que caiga el hacha. En esto, sospecho, no soy diferente a las demás mujeres. Mi abuela murió en 1969. Diez años después escribí este poema, intentando expresar parte de los sentimientos que su ejemplo me provocó: Ahora, décadas después, estos sentimientos son incluso más intensos. ¿Dónde deja esto a la mujer que crea? En un dilema, como de costumbre. Mi abuela está sentada en mi hombro y trato de silenciarla. Me recuerda mis deberes: la entrevista en el colegio, la compra, la creación de un nido, el cuidado de la esfera privada. Pero yo necesito trabajar y decirle que no a mi hija. Mi marido también tiene que cocinar y ganarse la vida. También tiene que hacer la limpieza. ¿Hay una libertad andrógina más allá de hombre y mujer? Tanto unos como las otras la necesitan. Un recuerdo de la niñez se abre paso entre las sinapsis. Estoy tumbada en la cama enorme entre mis padres. Puede que tenga cuatro o cinco años. He despertado de una pesadilla, y mi padre me ha llevado a su cama y colocado entre él mismo y mi madre. Una bendición. Un anticipo del cielo. Un recuerdo del océano amniótico: el calor del cuerpo de mi madre por un lado y el de mi padre por el otro. (Los freudianos dirían que soy feliz por separarlos, y puede que tengan razón, pero dejemos a un lado esa cuestión, de momento.) Basta decir que estoy contenta por encontrarme en la caverna primordial, bañada por los rayos del paraíso. Atrás, atrás en el tiempo. Estoy tumbada boca arriba y el techo parece un calidoscopio de guisantes y zanahorias en cuadraditos -comida del jardín de infancia-, reconfortante y cálido. Se mezcla el aliento de mis padres y el mío. Feromonas familiares de las que nacemos. Por el momento, no hay otro mundo que éste, nada de hermanas, ni profesores, ni coches, ni calles. El Edén está aquí entre mis padres dormidos y no hay destierro a la vista. Me esfuerzo por seguir despierta saboreando el momento Ahí es donde empezamos todos: en el Mi abuela, que está subida a mis hombros, está decepcionada. Ella no quiere que escriba esas cosas. Ella cree que el camino de la sabiduría en la vida de una mujer es mantenerse callada sobre todas las verdades que sabe. Es peligroso, ha aprendido, hacer gala de un conocimiento íntimo. La mujer lista sonríe y calla la boca. Mi problema es que los libros no se escriben de ese modo. En especial los libros que contienen unas migajas de verdad. De modo que volvemos, inevitablemente, al problema de las mujeres que escriben la verdad. Debemos escribir la verdad con objeto de dar validez a nuestros sentimientos, nuestras vidas, pero sólo muy recientemente hemos conseguido esos derechos. Y sólo provisionalmente. Los dictadores queman libros porque saben que los libros ayudan a que la gente reclame sus sentimientos, y la gente que reclama sus sentimientos es más difícil de aplastar. La sociedad patriarcal ha puesto tradicionalmente una mordaza a la expresión pública de los sentimientos de las mujeres porque el silencio empuja a la obediencia. Mi abuela cree que me quiere proteger. Ella no quiere ver cómo me lapidan en la plaza pública. No quiere que me pongan en la picota por culpa de mis palabras. Quiere que yo esté a salvo para que pueda salvar a la próxima generación. Tiene el interés de una matriarca por mantener viva a nuestra familia. Cállate, Mamá, el mundo ha cambiado. Estamos reclamando nuestra propia voz. No sólo hablaremos por nosotras mismas, también hablaremos por ti. Y nuestras hijas, esperamos, nunca tendrán que matar a Hago una incursión a la cocina para preparar unos sandwiches de mantequilla, compota de manzana y azúcar glasé mientras mi hermana mayor queda vigilando (y atendiendo a la niña). – ¿Qué estás haciendo? -pregunta mi abuela. – Oh, nada -digo yo, poniéndome a cubierto con los sandwiches. – ¡Niñas! -grita mi abuela-. ¡Niñas! Hacemos como que no oímos. – – Oh, a nada -decimos, comiendo nuestros sandwiches dentro del armario, escondiéndonos de unos nazis imaginarios. No podemos decir que estamos jugando a amor y muerte. Ni siquiera sabemos pronunciar las palabras. Pero jugamos para salvar nuestra vida, para tener tiempo, y jugamos como un modo de aprender a vivir. Mi hermana mayor, que inició este juego, ha nacido en 1937. El mundo estaba al borde de la guerra cuando salió a él por primera vez, y asimiló la amenaza de peligro con la leche de nuestra madre. Yo la seguí, como hacen las segundas hijas. Los detalles me obsesionaban: la pequeña estaba en el coche de la muñecas; mi misión era ir a la cocina a robar los sandwiches; mi loco regreso corriendo por el pasillo a través de bosques imaginarios, llenos de nazis imaginarios, con ametralladoras apuntando; mi sensación de la propia importancia como superviviente, abastecedora de alimentos. «En los sueños comienza la responsabilidad», dice el poeta Yeats, asegurando que cita textos antiguos. En los juegos comienzan las cuestiones serias de nuestra vida. Aún mensajera, aún abastecedora de alimentos, estoy escondida en la aromática cueva del armario de la ropa blanca para escribir, luego corro afuera a conseguir el sustento del mundo, luego corro de vuelta a dar de comer a la niña y alimentarme a mí misma. La niña pequeña a la que doy de comer a veces es mi hija, a veces yo misma, a veces mis libros. Pero el modelo de supervivencia frenética está claro. Alterno entre periodos de calma y periodos de máxima tensión. La II Guerra Mundial me llena la cabeza. Trato de imaginar la vida de mi abuela comparada con la mía. Nacida hacia 1880 en Rusia, criada en Odessa, fue a Inglaterra a los diez años y pico, crió a dos niñas pequeñas en Nueva York, después de sobrevivir a pogromos, agitaciones prerrevolucionarias, la epidemia de gripe, la tuberculosis, la I Guerra Mundial, el exilio, la emigración, dos nuevos idiomas, dos nuevos países. Y yo, la segunda hija de una segunda hija de una segunda hija, llevo su peso en mi alma. Me aferró a él. Adopto el valor y la tenacidad que ella me pasó. Pero he ganado el derecho a hablar de ello, un derecho con el que ella nunca soñó. ¿Adonde van todos los recuerdos? Ahora que mi madre sabe que estoy escribiendo una autobiografía, me trae notas escritas en pequeños – Sólo tengo unos recuerdos vagos -le digo a mi madre-. ¿Quiénes eran? – Oh…, eran amigos imaginarios tuyos -dice ella-. Solías charlar con ellos durante Estoy parada en mitad de un cementerio. Todos los días muere otra persona más joven que yo. Todos los días las necrológicas hablan de alguien de la universidad o el instituto o el campamento que murió a los cuarenta y siete años o a los cuarenta y ocho o a los cuarenta, nueve o a los cincuenta. A veces veo a compañeros míos de clase en la tele y parecen viejos. Y a veces me encuentro con personas cuyos nombres no recuerdo en absoluto. ¿Cuándo me volví como la tía Kitty? ¿Cuándo lo olvidé todo? Y ahora mis imaginarios y queridos amigos de la infancia han mordido el polvo. Lo único que me queda de ellos son sus nombres escritos en un Fabuloso, sospecho, es una especie de doble secreto de mi padre. Lleva puesto un esmoquin blanco con una Todos los demás de los que te has enamorado o con los que te has casado son dobles de Fabuloso. Tiene los ojos azules y verdes y pardos y cálidamente dorados a la vez. Puede cambiar de cabeza más deprisa que la princesa Langwidere. Cuando te haces mayor, cada vez te encuentras menos con él. Una melodía a medio oír, que llega desde el otro lado de la pared, un olor a sudor y colonia, y te parece verle. Una vez, cruzaste la ciudad a medianoche en limusina buscándole, segura de que cuando le encontraras le atraerías dentro y harías el amor con él en el mismo suelo, mientras el chófer con ojos Braille y el cráneo de cristal conducía. – Nunca. – – Ya lo sabes. Porque el deseo es una limusina que nunca deja de moverse, una alfombra voladora que se desliza sobre las chimeneas vistas por un Peter Pan que vuela, un fragmento de una canción de la que no puedes recordar el estribillo. – Lo estoy haciendo. Lo estoy haciendo al dictarte estas palabras. ¿Y qué pasa con DeeDee? DeeDee es la típica chica norteamericana. Es una que no tiene abuelos rusos ni DeeDee se casó de blanco y tuvo dos coma cinco hijos. Nunca tuvo nada que no quisiera y nunca quiso nada que no tuviera. ¿Qué demonios hace jugando contigo? Recoge sus canicas y se va a casa, sin dejar rastro en el recuerdo. Su madre no la dejaba salir. Pero la echas de menos. Y ella lee tus libros y trata de decirte en las librerías de los centros comerciales que es tan anormal como tú y que DeeDee no existe de verdad. Te quiere porque no eres DeeDee, por haber convertido a DeeDee en un mito, por haberle quitado la ropa y llenado la cabeza de sueños eróticos que nunca se van. Graciosa fue un nombre que inventé para mí misma: la hija del medio, alegre, saltarina, dispuesta a agradar, una buena chica que se llevaba bien con la gente, era educada, agradecía a sus padres la cena, tomaba los guisantes, y La cuarta amiga imaginaria no fue una invención mía sino de mi madre o de mi abuela o incluso puede que de mi bisabuela. Se trata de Hashka la Messhuggeneh. (No estaba en el ¿Quién era? (se trataba de una mujer). Se invocaba cuando alguien perdía el control (algo que pasaba frecuentemente en nuestra casa) y otro le decía: «Te pareces a Hashka la Messhuggeneh.» ¿Era una aparición de un distante Se llevaba bastante bien con Fabuloso. Éste iba todas las noches a buscarla en su larga limusina. (En aquel Se casaron y tuvieron varias hijas. Una era DeeDee, la cual, naturalmente, era perfecta. Otra era Graciosa, que trataba de ser, esforzándose mucho y derramando gracias, graciosa. Otra era Erica, con su apellido ambiguo. No dejaba de cambiarse de apellido con la esperanza de recuperar la memoria. Pero la memoria es un amigo inconstante. Y, al final, todo lo que queda de ella es lo que se lee en los libros. Y comprendemos que el deshilachado hilo de la memoria probablemente se convierta en un fuego fatuo. Si has tenido una infancia en la que nadie te castiga por tus fantasías, en la que incluso a tu madre le encanta recordar los nombres de tus amigos imaginarios, puedes llegar a ser ese trío de álter egos: DeeDee, Graciosa y también sencillamente Erica. De todas las cosas por las que le doy las gracias a mi madre, se impone este gusto por la fantasía, el derecho a soñar que me transmitió a mí. Es un regalo, el mayor que he recibido. Sólo después de que Ken y yo llevábamos un tiempo casados establecí esta tregua con mi madre. Al principio, tenía miedo de estar De niña, yo me sentía condenada a la soledad; era una inadaptada, una mártir. Sólo con mis padres, durmiendo entre ellos en el hueco mágico, perdía esa sensación de soledad. Pero, lo mismo que todos los niños, yo era el tercero en discordia. No tenía pareja propia. Durante años puse en acto variaciones de los sueños edípicos. Mis viajes constantes, mis encuentros con hombres en habitaciones de hoteles lejanos, eran, me di cuenta a los cuarenta años, un sueño disfrazado de que me encontraba con mi padre durante uno de sus interminables viajes. Cuando tomé conciencia de eso -puede que haya pasado en aquel profético viaje a Umbría-, el juego del sexo en un hotel se volvió súbitamente superfluo. No iba a encontrarme con mi padre y a seducirle en un hotel extranjero. Él le pertenecía a mi madre. Cuando renuncié a esa fantasía, por fin pude aceptar el tener mi propia pareja y dejé de andar de ciudad en ciudad encontrándome con hombre tras hombre. (Puede que el elegir a hombres casados y luego elegir que no dejaran a sus mujeres fuera otra cuestión edípica: los tenía y no los tenía al mismo tiempo.) Mi madre aceptó a Ken como nunca había aceptado a ninguno de los anteriores. Puede que se haya tratado de agotamiento. O puede que haya sido la Nunca había creído que mi madre aceptase que la entrevistara, pero resultó que yo estaba equivocada. He estado equivocada en tantas cosas de mi vida que ¿por qué no en ésta? Con todo, ahora mi madre es tan frágil, que me apetece cogerla en brazos y abrazarla, pero tengo miedo de romperla. Ando como sobre huevos a su alrededor, una curiosa metáfora para usar con las madres. Incluso cuando la entrevisto, trato de no ofenderla. Lo cierto es que sólo llegué a esta conclusión porque, una vez, cuando yo tenía veinte años y pico, la – Siento como si hubiese leído mi necrológica -solía decir después de leer determinados poemas míos. En cuanto a las novelas, aseguraba que nunca las leía, prefiriéndome como poeta. – No es tu necrológica -dije yo-. Te quiero -pero ella tenía razón y yo estaba equivocada. Y en cualquier caso, ¿qué tiene que ver eso con el amor? Se puede amar y además matar, y luego guardar luto. ¿Es que el amor impidió la muerte alguna vez? Claro que escribí su necrológica, lo mismo que ella escribió la necrológica de su madre en aquel espantoso sueño, lo mismo que Molly está escribiendo la mía. Escribir la necrológica de la propia madre es una señal de que se está viva. Es un acto indispensable. Es el modo de robar una vida. Y la madre cuyo corazón se ha arrancado para hacer un sacrificio en el altar de la poesía o la prosa o el amor o la libertad, todavía dice, cuando la hija ya mayor tropieza: – ¿Te has hecho daño, mi niña? |
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