"Miedo A Los Cincuenta" - читать интересную книгу автора (Jong Erica)

Cómo eran mis padres y todo ese rollo tipo David Copperfield

Es jueves y estoy citada para almorzar con mi padre y verificar «todo ese rollo tipo David Copperfield».

– Tu madre no se acuerda de nada -dice mi padre-, pero yo sí.

Pues bien, conviene saber que mi padre es de los tipos que nunca almuerzan solos conmigo porque creen que mi madre se podría poner celosa. Si nos vemos durante la semana -lo que puede pasar cada diecisiete años o así-, almorzamos en un restaurante de mala muerte como adúlteros con prisa. Pero esta vez estaba en juego la historia. Mi padre tiene un interés de propietario sobre mi carrera literaria, sobre toda ella, desde manipular los libros en las librerías (de modo que Miedo a volar o Fanny queden encima de los últimos libros de Stephen King, Danielle Steel o John Grisham), a suscribirse a Publishers' Weekly (e informarse preocupado de las últimas tendencias a hacer grandes descuentos), o a retorcerse las manos ante alguna mala crítica sobre mí.

– ¿Por qué te llaman escritora de pornografía, cariño? -pregunta, a veces, informándome de un ataque a fondo del que no me he enterado. Trato de evitar el leer las críticas (buenas o malas), y mi padre, con su solicitud, de hecho ha atraído mi atención hacia alguna de las más duras.

– ¿Por qué, por qué, por qué? -pregunta, como Job. Su purgatorio es tener una hija con la que se meten en la prensa cada unos pocos años. A este respecto, creo que le duele a él todavía más que a mí. Me apetece llamar a todos los críticos y decirles: «Mire usted, mi padre tiene ochenta y un años y es un buen tipo; déle un respiro». (Mis alumnos del City College de los años sesenta y primeros setenta solían hacerme eso mismo a mí: «Si me suspendes, a mi madre le dará un ataque al corazón. Y encima, me mandarán a Vietnam». Una petición especial. Y muchas veces funcionaba.)

Conque quedamos en vernos en la sala de exposiciones de mi padre a las doce y media. Pero en Nueva York diluvia, y el trayecto en taxi, desde la calle 69 a la 25, me lleva casi cuarenta minutos y, como de costumbre, llego tarde.

Mi padre se está moviendo inquieto e impaciente por su sala de exposiciones, con ganas de que sus empleados conozcan a su hija tan famosa. Me lleva a ver las muñecas «modernas» y «antiguas», las soperas y teteras de cerámica con forma de calabaza y berenjena, los platos decorativos con forma de girasol y espárrago, rosa y cebolla.

Pasan años entre mis visitas a su sala de exposiciones, y siempre me asombra lo que han comprado mi padre y mi cuñado; a su modo es tan curioso como hacer libros con un papel en blanco y una pluma. ¡El modo en que hace dinero la gente en Norteamérica! Un barabanchik de la era de la Gran Depresión puede hacerse millonario con muñecas «antiguas» que vende por medio de la teletienda. ¿En qué otro país se cuenta con tales absurdos? En Norteamérica uno puede cambiar de clase tan deprisa como se dice barabanchik, porque en Norteamérica de hecho no hay clases, pero eso queda para un capítulo futuro.

Admiro los productos de mi padre y saludo a sus empleados; luego vamos a almorzar a una cafetería del edificio; un almuerzo a base de sandwiches de pavo y cocas diet.

Mi padre tiene los ojos azules, es delgado, fibroso, todavía guapo. Parece como de sesenta y cinco años. Vale, parece de setenta y cinco. Pero no de ochenta y uno. (¿Qué pinta tienen los de ochenta y uno?) Las vitaminas y el ejercicio son su religión. Descubrió la vitamina C antes que Linus Pauling, el beta caroteno antes que Harry Demopoulos, y me cuenta que el secreto es «disfrutar teniendo hambre».

Ha tomado unas notas para mí, consciente de la importancia de que escriba mi autobiografía, pero ha llamado en secreto a mi marido para decirle:

– Le voy a dar a Erica toda esta información. Espero que no planee usarla.

Esto es típico de los mensajes equívocos que abundan en mi familia.

Las reproduzco literalmente:


En el hospital de maternidad hubo muchos fallecimientos debido a infecciones y diarrea. Al nacer tenías un gran globo lleno de higroma, creo. El doctor Aubrey McClean dijo que se absorbería y desaparecería. Sin embargo no retenías los alimentos -tu madre te alimentaba las veinticuatro horas del día- te metían una especie de gachas muy deshechas en el fondo de la boca. También te metían carne picada cruda. Tu supervivencia era un asunto arriesgado. El doctor Aubrey McClean, al que echaron del hospital maternal presbiteriano debido a sus heterodoxos tratamientos de los bebés enfermos, venía a reconocerte todos los días. Tenías prohibida la leche. Con todo, conseguíamos un nuevo producto lácteo de Walker Gordon en la fábrica de Borden. (Yo me llevaba un par de botellas diarias.) Creciste fuerte porque la entrada de comida era mayor que las deyecciones que salían. A los seis meses aproximadamente se te estabilizó el metabolismo y aumentó el peso. El fluido de tu globo fue asimilado y desapareció.

A los dos años, en el viaje semanal de toda la familia a un restaurante se hablaba mucho. Tú gritaste: «En este coche no se habla, ¿entendido?», y luego soltaste un monólogo sobre el paisaje. Cuando pasamos por delante de un monasterio al recorrer el campo, lo llamaste monaterio.

Tu juego favorito en el restaurante era hacer un montoncito de sal sobre la mesa. Luego pasabas con mucho cuidado el dedo haciendo arados y creabas una nueva obra de arte que se llamaba ambo. Esta creatividad tenía lugar en el restaurante cuando te apoderabas de un salero.

Cuando tu hermana Claudia tenía unos dos años, tú y Nana la encerrasteis en un armario gritando misteriosamente: «¡Vienen los alemanes!»

A los seis o siete años, tú y tus amigos estabais jugando en Central Park. Un productor ambicioso de la cadena de televisión N.B.C. te eligió para que formaras parte de un ballet infantil. Saliste en la N.B.C. con un tutu negro como primera ballerina.

En el primer viaje a ultramar, en el Liberté, preparaste una maleta de tamaño enorme con todo tipo de barras de labios, polvos, atomizadores, ungüentos, madores de pelo, que parecía una maleta de muestras de Helena Rubinstein.

Recuerdo el feto de cerdo que trajiste a casa de Barnard, con bisturí y todo. Estas cosas rápidamente las cambiaste por lápiz y papel. De repente nos quedamos sin una médico y tuvimos una escritora.

¿Mi reacción ante esto? Alivio porque yo no recordaba demasiado mal los detalles. Y asombro porque mi padre escribiera todo esto si no quería que se usase.

Pero también me sorprendió el hecho de que todo sea sobre mí y en absoluto sobre él. Dio por supuesto que su vida no tenía importancia y que lo único que yo quería saber era cómo pasé de los terribles peligros de nada más nacer al feto del cerdo que terminó con mis sueños de la carrera de Medicina. Yo había querido preguntarle sobre cosas de su vida. Eso nunca le entró en la cabeza.

Conque me puse a hacerle preguntas acerca de él, como si fuera un desconocido sobre el que me habían encargado escribir un artículo. Mi padre acepta fácilmente el juego. Le gusta. Responde del modo correcto.


¿Cómo era Brooklyn cuando tú eras pequeño?

Lleno de jardines y parques. La gente se marchaba del Lower East Side como si fuera al campo. El metro era nuevo y Brownsville se consideraba un ascenso.


¿Eran judíos todos?

Diría que un noventa por ciento judíos, y un diez por ciento italianos.


¿Cómo eran tus padres, Max y Annie? ¿Qué recuerdas de ellos?

Mi padre traía trabajos de sastre a casa. Tenía dos trabajos, era pluriempleado. Todo el mundo tenía dos trabajos o tres. ¡Éramos seis niños! Hacía arreglos de ropa para ganar un dinero extra. Y mi madre siempre estaba encima del puchero con la sopa y nos ponía en fila cuando pasábamos cerca. Recuerdo eso, y un consejo suyo cuando fui mayor: «No malgastes tu vida con pesares». ¡Pesares! Vaya palabra. Todos los días amenazaba con que se iba a tirar por la ventana. Todos los días yo la convencía de que no se tirara. Era tarea mía en cuanto hijo número uno. Una vez a la semana llegaba una carta de Alemania o de Polonia, según dónde estuviese la frontera. Mi padre se la leía en voz alta a mi madre en yídish. Procedía del shtetl. Un sitio que se llamaba Czkower, creo. Mis padres vivían en dos mundos: Brownsville y Czkower. Creo que para ellos Czkower era más real.


¿Cuándo te interesaste por la música?

El que me hizo conocer otro tipo de música fue Sammy Levinson. Había dado clases, tenía un violín Amati. Tocaba…, bueno…, consentimiento. Su familia le pagaba las clases. Mi padre esperaba que yo trajera dinero a casa. Asistí a una clase de la New York Music School, una academia bastante informal que más tarde se cerró. ¡Una clase! Después de eso tocábamos… en bodas, bar mitzavhs, bodas de oro. Mi padre dijo: «Ya te estás ganando la vida, ¿por qué gastar dinero en clases?» (También ocultó mi carta de admisión al City College. Me enteré años más tarde y me puse furioso.) Me necesitaba para que le ayudase a mantener la familia. No veía el interés de la universidad. En las bodas de oro tocábamos todas las viejas canciones: «Un jardín bajo la lluvia» y «Cuánto bailamos la noche de nuestra boda». Decidí que nunca querría celebrar las bodas de oro. Prefería morir antes. Y los bailes rusos…, siempre los bailes rusos…, especialmente en las bodas. Bailaban la kazatska hasta que se caían de culo.


¿Cómo te enamoraste del negocio del espectáculo?

Cuando Sammy y yo íbamos al instituto, todavía existían los teatros de variedades. «8 atracciones 8» [escribe en una servilleta]. Cuando lanzaron las chocolatinas Hershey con nueces dentro hicieron un truco. Se suponía que había un dólar en cada diez tabletas, de modo que las vendíamos como churros. Eso no era cierto, claro. De hecho nunca veías un dólar, pero la gente se creía lo del regalo. Estaba convencida de ello. Conque íbamos a los teatros de variedades y ganábamos cincuenta centavos de cada dólar que vendíamos. Un buen margen.


¿Por qué nunca quisiste que actuara después del número de los perros?

Porque en el teatro de variedades no se puede competir con los niños y los perros. Además, ocupa un lugar espantoso en la actuación, en el medio. Uno quiere el último lugar, o el primero. Nunca en el medio. El teatro de variedades se mantuvo durante los años veinte. Los números eran increíblemente idiotas, incluso para lo que se ve hoy en la televisión. Pero se mantenía la regla: había escenas cómicas, perros, un mago, el número de chistes verdes, la cabecera de cartel… En cualquier caso, yo siempre formaba parte de la orquesta.


¿Por qué te cambiaste de nombre?

Cuando tenía veinte años me inscribí en el sindicato; en la sección 802. Seymour Mann y su orquesta sonaba bien; pero también hubo otro motivo. Había un timador en el sindicato que se llamaba Izzy Weisman, que estuvo implicado en un escándalo. Así que Weisman no era un buen nombre para tener en la sección 802. Me gustaba cómo sonaba Seymour Mann y su orquesta. Entonces, en el mundo del espectáculo, uno no podía sonar a judío. Cohen se convertía en King. Moskowitz se convertía en Moss. Rabinowitz se convertía en Ross. Goldfish se convertía en Goldwyn. Todavía no se llevaba lo étnico.


¿Dónde conociste a Eda?

En un sitio que se llamaba Utopía, en las montañas Catskill. De verdad que se llamaba Utopía. Era una estación de veraneo para familias cerca de Ellenville, en «Las montañas». Tu madre llevaba una capa de terciopelo negra (en pleno verano) y la arrastraba por los campos de margaritas y campanillas. Era artista…, muy bohemia.

– ¿Qué hace una chica tan guapa como tú en un vertedero como éste? -pregunté, recurriendo a la frase más sexualmente excitante que sabía. Funcionó. Yo creía que era una chica fácil porque dormía en la misma habitación que el dueño de aquel sitio. Pero después resultó que él nunca le puso la mano encima; de hecho no podía hacerlo. Ella era su coartada. En cualquier caso, pintaba murales, conque le pedí que me pintara la batería. Nos enamoramos locamente. Después del verano yo la iba a ver una vez por semana, tomando el metro desde Brooklyn al Upper Riverside Drive. Papá y Mamá siempre nos dejaban solos. Teníamos oportunidades que eran increíbles. Creo que le dije por primera vez que estaba enamorado de ella en el piso de arriba de un autobús descubierto en la Quinta Avenida. ¿Sabes que había autobuses descubiertos en la Quinta Avenida? Yo trabajaba por las noches en el Paul's Rendezvous con una orquesta de cinco miembros y también trataba de ir a la Universidad de Nueva York por las tardes. Con siete dólares por actuación, no podía pagar la matrícula. (Como ya dije, nunca supe que me habían admitido en el City College.) Maxwell Bodenheim solía pasarse por el Paul's Rendezvous a recitar poemas a cambio de unas copas: «La muerte viene igual que joyas metidas en una bolsa de terciopelo…», me parece recordar. Nos casamos en 1933 porque habían revocado la ley seca y pensamos que habría trabajo en los clubs. Roosevelt iba a tomar posesión en marzo. La gente se moría de hambre: vendían manzanas en la calle, había putas arrastradas junto al río. Nuestro primer apartamento estaba en la calle 22, entre la Novena y la Octava. Era una casa de huéspedes con la bañera en mitad de la cocina. Estuvimos dos meses y luego nos mudamos. Vivimos en un montón de sitios. En cierta ocasión estuvimos en la 118 esquina a Riverside Drive, muy emocionados por estar en la misma avenida que George Gershwin. Los músicos trabajaban desde las ocho hasta que caían rendidos. Eda me iba a recoger y volvíamos andando a casa Broadway arriba, y desayunábamos en Nedick's. Muy romántico. Ella trabajaba el día entero haciendo demostraciones de artículos artísticos en Bloomingdales. Traía a casa los cuadros, de modo que parecía un buen trato. Nunca dormíamos. Luego, cuando cumplí veinticuatro años, en 1935, tuve mi primera gran oportunidad. Mickey Green, el agente -no uses su nombre, pues todavía vive-, me consiguió una prueba con Cole Porter para Jubilee; y conseguí el trabajo. Por entonces yo funcionaba.


¿Y qué pasó?

Tu madre aborrecía el mundo del espectáculo. El horario, la inseguridad. Había sido la mejor artista de la escuela de Bellas Artes, pero no obtuvo el Prix de Roma porque nunca se lo daban a las chicas. Además, había una intensa competencia con tu abuelo. Y aborrecía el sindicato de músicos, que entonces se dedicaba a estafar y exigía comisiones. Encima, cuando nació tu hermana Nana fuimos a vivir con Papá y Mamá para que nos ayudaran con tu hermana.


Pero ¿no echaste de menos el mundo del espectáculo?

La hubiera echado más de menos a ella. Estábamos enamorados de verdad. No podría haber hecho nada de esto sin ella. Y tu madre había tenido una vida dura. No conoció a su padre hasta los ocho años, ya sabes, porque él dejó a su familia en Inglaterra cuando ella tenía dos años y su hermana Kitty algo menos de tres. Huía para que no le alistaran en el ejército inglés. Los judíos siempre huían del alistamiento. ¿Por qué morir por un zar antisemita?


¿Estuviste enamorado antes?

Bueno, hubo una chica en el instituto, pero nada serio. Tenía diecinueve años cuando conocí a tu madre. El matrimonio era serio, un compromiso. Uno nunca se divorciaba. No creímos que fuéramos a tener tsuris. Los tuvimos. Pero el divorcio estaba descartado.


¿ Qué pensaban tus padres de ella? Mamá fue a Utopía para ver cómo era. «Ten cuidado…, esa chica te está utilizando», dijo. [Se ríe.]


¿Y qué pensaban los padres de ella de ti? Pensaban que no era bastante para ella, pero seguían dejándonos solos en el apartamento.


¿No te molestó dejar el mundo del espectáculo precisamente cuando estabas a punto de conseguir situarte?

Compuse algunas canciones que se editaron, pero sabía que no era Cole Porter ni Lorenz Hart. Ni Irving Berlin. Ni Gershwin. Ésos eran mis dioses. Fíjate, habría vendido el alma por componer «Mountain Greenery» o «Isn't it Romantic?», pero todo lo que salía era «La cajita de música».


¿Cómo te tranquilizabas para ir a las pruebas, o para ser vendedor?

Siempre ocultaba el miedo cuando trataba de vender algo. Imaginaba que sentiría miedo, pero sabía que nunca me dominaría. Todo el mundo siente miedo. En Jubilee, las estrellas más importantes daban tragos a botellas de petaca de plata antes de que se alzase el telón. Eran unos cagados. El miedo era algo previsible. Uno nunca esperaba no sentir miedo. Pero de todos modos seguía. Cuando dejé el mundo del espectáculo y me hice viajante, no imaginaba que me iría bien. Y cuando empecé con este negocio y proyecté cómo ganar dinero, no esperaba conseguirlo.


Entonces ¿de qué estás más orgulloso en la vida? Te proporcioné lo que mis padres nunca me pudieron proporcionar: estudios.


Pero ¿de qué estás más orgulloso de ti mismo?

De eso. Uno no puede imponerse a unas hijas enérgicas que tienen sus propias opiniones y no puede decirles con quién se tienen que casar, pero sí puede conseguir que estudien. Por lo menos eso. Si quisieras ir a la facultad de Medicina ahora, todavía te mandaría.


Gracias, papá. Pero recuerdo un feto de cerdo de Barnard. Yo era una auténtica amenaza con el bisturí, y el formaldehído casi me deja fuera de combate.

A lo mejor ahora piensas cosas distintas.


Todavía te gustaría que fuera médico, ¿verdad?

Verás, eres una escritora estupenda, pero necesitas un relaciones públicas. Todo depende del relaciones públicas. Fíjate en Madonna. No tiene talento, pero tiene un relaciones públicas increíble. ¿Por qué no llamas a ese tal della Femina? Te aconsejaría.


Es un publicitario, papá, no un relaciones públicas. Es un viejo amigo mío, pero lo suyo no son las relaciones públicas.

Las relaciones públicas hoy son cosa de todo el mundo. Y tienes que contar con alguien que se ocupe de ti. ¿Qué pasa con los derechos cinematográficos? ¿Por qué no hicieron nunca aquella película? Los libros están bien, pero ¿quién lee hoy día? Uno necesita algo más que libros para triunfar.


No creo me guste demasiado el mundo del espectáculo. Cada vez que alguien quiere hacer una película o una obra de teatro con una obra mía, pierdo años de mi vida y me enredo en líos legales. No consigo establecer comunicación con los de Hollywood. No hablan mi idioma. O a lo mejor la que no habla el suyo soy yo. Nunca entienden por qué me aferró a los pequeños detalles de mis libros -les gustan el argumento y los personajes-, y yo no entiendo cómo ganan tanto dinero hablando por teléfono. No casamos unos con otros.

Absurdo, tienes un relaciones públicas equivocado.


De modo que hicimos el mismo viaje que hacemos siempre: de él hacia mí. Dado que soy la parte suya que se supone que debe ir a conquistar el mundo del espectáculo, es crítico conmigo, como sería crítico consigo mismo o con la cruz de sus sueños y por eso me empuja y me pincha, sin pensar que yo considero que es una crítica. Una vez, cuando uno de mis libros parecía no ir como él esperaba, le grité por teléfono:

– ¡Tienes que quererme tanto si aparezco en la lista de libros más vendidos como si no!

Creo que el mensaje funcionó. Hasta entonces, mi padre nunca había entendido que cuando trataba de empujarme, yo me sentía criticada. Pero los padres no lo pueden evitar. Ven con claridad lo que pueden ser sus hijos, y por eso insisten. Probablemente yo haga lo mismo con mí hija: empujarla, pincharla, parecer que estoy descontenta con ella, cuando lo cierto es que ella es todo lo que yo quise ser y es más lanzada en lo que yo soy tímida, llena de mis sueños y ambiciones, pero con su propia personalidad. En resumen, es mi flecha lanzada a la eternidad; pero ella no lo puede ver de ese modo.


Papá, todas las veces que te pregunto por cosas tuyas, terminas hablando de mí.

¿De verdad? Bueno, siempre creí que harías lo que no hice yo, y en cierto modo lo has hecho; todo excepto lo del relaciones públicas.


¿Cómo le puedo explicar que las vicisitudes de mi carrera no se pueden evitar con un simple relaciones públicas? He transgredido reglas que le resultan invisibles porque es hombre: escribir abiertamente sobre el sexo, apropiarme de aventuras picarescas masculinas, burlarme de los santones de nuestra sociedad. He vivido como elegí: me casé, me divorcié, me volví a casar, me divorcié, me volví a casar y me divorcié otra vez; y algo todavía peor: ¡me atreví a escribir sobre mis ex maridos! Es el más nefando de mis pecados; no haber hecho esas cosas, sino haberlas confesado en un libro. Por eso consideran que me he pasado de la raya. ¡Ningún relaciones públicas podría arreglarlo! No es ni más ni menos que el destino de las mujeres rebeldes. Antes nos lapidaban en la plaza del mercado. En cierto sentido, todavía lo hacen.

¡Y todavía me mandaría a la facultad de Medicina! ¿Debo considerarlo un insulto o un cumplido? ¿Y debería aceptárselo? Podría encantarme ser médico durante la segunda mitad de mi vida. Escribir no es un modo fácil de ganarse la vida,

Y ya es tarde, casi las tres y media, y tenemos que despedirnos. Mi padre paga la cuenta y volvemos andando a la sala de exposiciones. Me subo a un taxi y me dirijo a la parte alta de la ciudad, con mis papeles llenos de notas indescifrables y un magnetófono que, me doy cuenta, no ha grabado ni palabra.

Muy bien. Reconstruiré la conversación como, por otro lado, siempre hago; escribiré literatura. En cualquier caso, todo es inventado. Especialmente las partes que suenan a auténticas.


Al pensar en este diálogo, temo que pueda haber hecho que mi padre suene demasiado a La loca historia de la galaxia, de Mel Brooks. Pero emerge otra cosa, algo que parece que se me había escapado cuando era más joven. Mis padres, los dos, renunciaron a sus ambiciones artísticas -él a la música, ella a la pintura- para crear una familia y un negocio juntos. Y el negocio agotó el talento de los dos: el sentido para el diseño, el dibujo, el modelado de ella; y el instinto para adivinar las nuevas tendencias y las cualidades de vendedor de él. Las muñecas se convirtieron en su producto compartido, lo mismo que sus hijas. Fue una operación de madre y padre. Al final de todo todavía se tienen el uno al otro; y nueve nietos y mucho dinero. Para niños que se iniciaron a la vida durante la Gran Depresión, con padres que hablaban yídish y ruso, eso fue casi un milagro. Más que eso, era su ideal del matrimonio: una camaradería, un compromiso y, claro, una empresa comunista: a cada uno según su capacidad, a cada uno según sus necesidades. Al final ninguno de ellos se consideró estafado. (Lo del medio es otra historia.) Cada uno adquirió valor a partir del éxito del otro. No hay muchos de mi generación que tengan matrimonios así. Yo nunca creí que lo tendría. Y conseguirlo fue la batalla más dura de toda mi vida. Pero me estoy adelantando a los acontecimientos. Antes tengo que hablar de mi madre.

Qué difícil es escribir sobre ella, y qué necesario. ¿Y por dónde empezar? ¿Por entonces o por ahora? ¿Y cuento la historia desde mi punto de vista o desde el suyo? Estamos tan relacionadas que es difícil saber la diferencia. Me digo a mí misma que mi madre nunca estaría de acuerdo en que la entrevistase, que se burlaría amargamente de la idea. (Resultó que estaba equivocada.) Por encima de todo, fue su frustración la que impulsó mi éxito. Luego estuvo celosa de mí y al tiempo tremendamente orgullosa. Me hizo todo lo que soy, con verrugas y todo.

¿Cuándo me hice consciente por primera vez de las limitaciones femeninas? Gracias a mi madre. ¿Y cuándo me hice consciente por primera vez de que en cierto sentido estaba destinada a convertirme en mi madre? En la pubertad. Hasta entonces no ponía cadenas a mis ambiciones y entusiasmo. Esperaba ser Edna St Vincent Millay (la heroína de mi madre), madame Curie y Beatrice Webb, todas a la vez. Esperaba tirarle al mundo de las orejas hasta que dijera: Sí, Erica, sí, sí, sí, sí. Y ahora comprendo que mi madre ha tenido la misma experiencia, pero, debido a la época en que vivió, estaba sujeta a esa experiencia como yo no lo estuve; y su dificultad fue una de las cosas que me prendió fuego.


Voy hacia atrás, hacia atrás en el tiempo. Trato de superar los mitos familiares y los recuerdos pantalla comunes y trasladarme a una época que conozco principalmente a través de la vida de Henry Miller -no de la vida de mis padres-, la Edad del jazz, el Hundimiento de la Bolsa, los locales clandestinos, las medias enrolladas por arriba y la ginebra de contrabando: 1929.

Mi madre estudiaba arte en la National Academy of Design. Una morena con el pelo a lo garçon y grandes ojos castaños y boca firme. Era la mejor dibujante y pintora de su curso y tenía todos los méritos para ganar los premios mejores, incluido el más importante, una beca que permitía viajar: el Prix de Roma.

– Cuidado con esa chica, la Mirsky -decía su profesor de arte a los chicos-. Os ganará a todos.

Y mi madre se sentía atormentada y torturada por eso; porque se daba cuenta (aunque todavía no lo supiera) de que su sexo le impedía que la mandaran alguna vez a Roma. Cuando ganó la medalla de bronce y le dijeron, con toda franqueza (entonces nadie se avergonzaba de ser sexista), que no había ganado el Prix de Roma porque, como era mujer, se esperaba que se casase, tuviera hijos y malgastase sus dones, montó en cólera. Esa cólera le ha dado fuerza a mi vida; y también, en muchos sentidos, la ha refrenado.

– Yo esperaba que el mundo llamara a mi puerta -siempre dice-. Pero el mundo nunca llama. Tienes que hacerles venir.

El feminismo también estaba de moda en la época de mi madre. Los años veinte fueron una época de esperanza para los derechos de las mujeres. Pero esos derechos nunca fueron recogidos en una ley. Y sin ley, el feminismo nunca dura. Mi madre se culpaba de sus «debilidades». Nunca pensó en culpar a la historia. Y yo nunca quise estar tan consumida por la rabia como estaba ella. Quería la fuerza del sol, no la de la noche. Quería abundancia, no escasez; amor, no miedo. A veces creo que mi madre hizo que mi padre dejara el mundo del espectáculo para que tuviera la misma sensación de renuncia que tenía ella. Si las hijas suponían un impedimento para ella, también lo debían suponer para él. No iba a aceptar el papel «femenino» de servir de apoyo. No le dejaría que fuera artista si ella no lo podía ser. De modo que la dinámica madre-hija es un asunto que no puedo evitar si voy a contar todo ese rollo tipo David Copperfield. Las frustraciones de mi madre impulsaron mi feminismo y mis escritos. Pero mucha de esa energía surgió de mi odio y de mi competitividad: de mi deseo de superarla, de mi odio a su capitulación ante la feminidad, de mi deseo de ser diferente porque temí que me parecía demasiado a ella.

La condición femenina era una trampa. Si yo me parecía demasiado a ella, quedaría atrapada como estaba ella. Pero si rechazaba su ejemplo, traicionaría su cariño. Me consideraría un fraude me pasaba lo que me pasase. Tenía que encontrar un modo de ser como ella y distinta a ella al mismo tiempo. Tenía que encontrar un modo de ser tanto un chico como una chica.

En esto debo de ser de lo más típico de mi generación flagelada. Los modelos de maternidad que hemos tenido no nos sirven en las vidas que llevamos. Nuestras madres se quedaban en casa, pero nosotras andamos por ahí. Fuimos muchas veces los primeros miembros femeninos de nuestras familias en quedarnos solas en habitaciones de hotel, en criar a hijos solas, en enfrentarnos a los problemas de los impuestos solas, en mirar al techo de cristal solas y en preguntarnos cómo romperlo. Y éramos culpables, y sin embargo ambivalentes, sobre nuestras vidas, porque muchas de nuestras madres nunca llegaron tan lejos.

Cuando hablo con mis compañeras de curso de la facultad, el tema que surge una y otra vez es el de la culpabilidad hacia nuestras madres.

– Somos la generación sandwich -dijo una de mi curso de Barnard en una cena que organizamos para celebrar nuestro quincuagésimo cumpleaños.

– Nuestra generación sufrió porque nuestras madres nunca habían pensado en los cincuenta años -dijo otra.

– Tenemos que contenernos para no quedarnos sin el cariño de nuestras madres -dijo otra.

– Mensajes buenos y malos -estuvimos de acuerdo todas. Mensajes buenos y malos sobre competir y no competir, sobre ganar dinero y no ganar dinero, sobre aceptación y subordinación. Tales son las marcas distintivas de la generación flagelada.

Nos hemos defendido a nosotras mismas con una lealtad mal dirigida hacia nuestras madres, creo. Dado que no eran completamente libres para imponerse, nosotras nos mantuvimos encadenadas a sus limitaciones como si esta esclavitud fuera una demostración de cariño. (Muchas veces, de hecho, hacemos equivalente la esclavitud y el amor.) En la edad madura, con el tiempo aleteando a nuestras espaldas, por fin reunimos el valor para ser libres. Finalmente nos alejamos de esa ambivalencia que era el destino colectivo de nuestras madres, y rompimos el techo de cristal de nuestro interior para ser libres de verdad.

El feminismo contemporáneo norteamericano paga un terrible precio, creo, por su rechazo de Freud. Al etiquetar a Freud como sexista y nada más. y despreciar su idea revolucionaria del inconsciente junto a su sexismo, perdemos muchas de las herramientas que necesitamos para entender lo que pasa entre nosotras y nuestras madres. Y sin esa comprensión resulta difícil hacer que sea efectivo el feminismo. Una fuerte contracorriente de ambivalencia nos amenaza en todos nuestros logros. Culpables por irnos bien en lo que fracasaron nuestras madres, a veces inconscientemente saboteamos nuestro éxito, precisamente cuando estamos a punto de saborear sus frutos. Temo que si no consideramos psicológicamente las generaciones, estamos condenadas a repetir incesantemente el mismo antiguo ciclo de feminismo y reacción en generaciones alternas.

En 1929, cuando mi madre se graduó en la escuela de Bellas Artes y no consiguió obtener los premios que merecía, el mundo se encontraba en un punto similar entre la novedad del feminismo y las viejas maneras de ser del chovinismo masculino. Pero las ideas son sólo abstracciones. No penetran en el corpus político hasta que entran en los corazones de los seres humanos individuales. Y esos seres humanos fueron educados por padres de una generación diferente, con un diferente conjunto de principios. Todas las personas libran una guerra interna entre las generaciones. Y es el resultado de esa guerra lo que determina cómo y si cambia el mundo.

En las mujeres esta guerra es especialmente aguda. Las mujeres se identifican con sus madres automática e intensamente, pero también deben derribar a sus madres para convertirse en sí mismas. Si cada generación hace lo contrario a la generación de sus madres, continuaremos teniendo esa alternancia de generaciones feministas y reaccionarias que conocemos tan deprimentemente bien. Continuaremos en el mismo cochecito de una pista de carreras de juguete sin llegar nunca a ninguna parte, sino dando vueltas y más vueltas.

Las madres tienden a alimentar a sus hijas con su propia rebeldía sobrentendida. Como resultado, generaciones rebeldes siguen a generaciones conformistas, las conformistas siguen a las rebeldes, y el mundo sigue como siempre ha ido. En cuanto las mujeres encuentran su fuerzas intelectuales o artísticas, reaccionan las hormonas, haciendo abrumador el deseo de tener hijos. Si hemos aprendido de nuestras madres que el cuidado de los hijos derrota la creatividad, nos rebelaremos por no tener hijos o por convertir la educación de los niños en nuestra única creatividad. ¿Por qué no romper ese círculo vicioso y convertirnos en las madres que quisieron ser nuestras madres? Porque sentimos que no lo podemos hacer sin matar a nuestras madres, y de ese modo, como pago por el deseo de muerte, matamos, en lugar de eso, a la madre de dentro de nosotras mismas.

Cuando yo tenía veinte años y pico, después de ganar la mayoría de los premios literarios de la universidad e incluso de publicar un poema o dos, pasé una fase de torturante bloqueo. Me sentaba a mi mesa tratando de escribir, y tenía un ataque de ansiedad en el que imaginaba que había un hombre detrás de mí con una pistola cargada dispuesto a dispararme si escribía una sola línea. Tuve la suerte de estar haciendo un psicoanálisis con alguien lo bastante listo y paciente para guiarme hasta que hice la asociación entre el hombre con la pistola y mi madre imaginaria, pues ambos querían que escribiese y querían matarme por escribir. La madre de mi fantasía me consideraba una traidora por escribir, por mucho que mi madre histórica no me considerase eso. Tuve que entablar esta batalla entre el yo y el alma con objeto de escribir una sola línea. Y de un modo u otro esta batalla vuelve con cada libro que escribo. Cada vez la solución es la misma: traigo los demonios a la conciencia y me dejan lo bastante en paz para superar el bloqueo y terminar el libro.

La creatividad exige nada más y nada menos que todo lo que se tiene. Eso significa un odio asesino, el que va a dispararte desde detrás de la mesa de trabajo, los demonios interiores que nos confunden a todas.

¿Cómo se puede convertir la creatividad en algo que no sea una fuerza aterradora llena de giros inesperados? Si una entrega su vida a la creatividad, renuncia para siempre a la posibilidad de ser una buena chica. La creatividad llevará inevitablemente a revelar oscuros secretos familiares. Lo que llevará al laberinto y a encarar al minotauro. Una no puede encarar al minotauro y seguir siendo una buena chica. Una no puede mirar al minotauro a los ojos y seguir silenciando a la artista que es una misma.

Imagino a mi madre a los diecinueve o veinte años, preocupada por esta misma cuestión de la creatividad femenina. ¡Me impondré a los demonios interiores! -debe de haber pensado. Eligió a un hombre que compartía sus intereses. Eligió a un hombre al que le gustaba su arte. Pero el sabotaje del mundo contribuyó estupendamente a su propio autosabotaje. El arte es difícil. Una tiene que estar de su propia parte. Y es difícil que las mujeres estén de su propia parte cuando se les dice que se espera que estén de parte de otra persona. El mundo refuerza todas sus dudas. Y luego llegan los hijos y la necesidad de ganarse la vida; y lo que no mata la desigualdad de oportunidades, lo echa a perder el amor.

Un recién nacido es un trabajo a tiempo completo para tres adultos. Nadie te lo dice cuando estás embarazada, pues probablemente te tirarías por un puente. Nadie te dice lo agotador que es ser madre, que ya no hay tiempo para leer ni tampoco para pensar.

Todo esto implica un recién nacido normal y sano. ¿Qué pasa si el bebé está enfermo, o se muere de hambre, o si lo está su madre. Todas las madres que han vivido encaran ese terrible momento en que la boca de un bebé busca la leche de su pecho y ella sabe que es lo único que tiene.

A mi madre le entró el pánico y volvió a casa de Papá y Mamá. Tomó el camino menos difícil y se odió a sí misma por hacerlo. Es más difícil romper con los padres cuando se depende de ellos. Es más difícil romper con los padres cuando una se ha hecho madre. La dependencia de un niño pequeño liga a las mujeres con sus madres. De modo que una generación queda perdida en las guerras de la anterior. Las luchas de mi abuela pasaron a mí a través de mi madre. Mi abuela, con su matrimonio totalmente dependiente de mi tiránico abuelo, con sus brutales abortos en la mesa de la cocina y su dulzura y atenciones maternales inagotables, a quien más admiraba era a una amiga dentista. Siempre hablaba de ella con admiración y orgullo.

– Tener una amiga dentista, en cierto modo, le confería una categoría -dice mi madre-. Mamá también era feminista, y ni siquiera lo sabía.

De ese modo, las generaciones de mujeres están ligadas por su ambivalencia. Y la cosa sigue así. Y sigue. Y sigue.

Yo he esperado a ser escritora antes de sucumbir a los atractivos de la maternidad. Miedo a volar fue mi proclama de emancipación, la cual también me proporcionó el éxito material suficiente para mantener a la hija que tuve.

Mi madre no tuvo esa suerte. Criada por padres inmigrantes que habían abandonado demasiado jóvenes a sus propios padres y, en consecuencia, necesitaban mantener a sus hijos demasiado cerca, empezó su rebeldía contra su madre pronto y renunció demasiado pronto. Al encarar un mundo desagradable que no trataba de modo igual a las mujeres artistas, se retiró a una forma más aceptable de creatividad femenina, como han hecho las mujeres a lo largo de las épocas. Luego llenó a sus hijas de rabia feminista, como han hecho también las mujeres a lo largo de las épocas.

Pero esa dinámica no bastó para impulsar mis ambiciones. Mi padre también necesitaba que yo fuera su hijo. Mi decisión procedió de una potente mezcla que hicieron juntos mis padres. Los ingredientes fueron hacer una chica que creyera que le estaba permitido ser un chico. Pero que también tenía que castigarse a sí misma por admitir eso.

Esta mezcla indudablemente no es una receta para estar satisfecha. Salí y me lancé al mundo como un chico, y entonces sintonicé con los miedos de las mujeres: miedo a volar, miedo al que iba a dispararme desde detrás de la mesa de trabajo, miedo a los cincuenta años. Pagué por mi éxito poniéndome gorda, privándome de buenas relaciones, privándome a mí misma, durante muchos años, de las alegrías de la maternidad. También eché a un lado a mi madre porque su ejemplo era demasiado horrible. Y ella me echó a un lado a mí porque mí éxito le resultaba demasiado doloroso. En esta danza mutua de atracción-repulsión, yo noto que mi madre y yo somos una madre y una hija típicas por completo de la generación flagelada.

Trato de ver a mi madre como una persona aparte, y todavía no lo consigo. Forma parte de mí, una parte que critica y pincha y desaprueba. Nunca estará satisfecha porque lo que ella quiere es fundamentalmente imposible: que yo sea como ella y sin embargo tenga éxito en lo que ella no lo tuvo.

Yo era de hecho quien me amenazaba con la pistola desde detrás de la mesa de trabajo. No se trataba de mi madre, ni siquiera de mi madre imaginaria. Quería matar al yo traidor que quería separarme de mi madre. Sabía que la escritura era mi medio de escape y quería insistir en ella y, sin embargo, y al mismo tiempo, irme. De ahí la perfecta metáfora que se me ocurrió de miedo a volar.

Volaría, pero nunca sin miedo. Volaría, pero siempre atormentada, con un regusto metálico detrás de los dientes que dice: no te puedes atrever, pero atrévete. Volé pero sufrí mi hybris como Icaro. Incluso mi síntoma elegido fue medio-padre, medio-madre. Incluso mi síntoma elegido expresaba la división de mi alma.

Con Isadora Wing, inventé una heroína típica de la generación flagelada. Volaba y follaba y no fracasaba, pero se castigaba con los hombres. Con su corazón en el pasado y su intelecto en el futuro, estaba condenada a sufrir hiciera lo que hiciese. La burla de sí misma y el humor se convirtieron en sus herramientas para sobrevivir, porque sólo por medio de la ironía una puede decir «X» y sin embargo querer decir «Y».

Creo que Isadora conmovió a las mujeres de mi generación porque muchas de nosotras estamos igual de divididas. Somos nuestras madres, pero también somos las mujeres del futuro. Nos ganamos nuestra vida, mantenemos a nuestros hijos, luchamos en nuestras profesiones en un mundo que todavía no nos iguala económicamente con los hombres, pero esa oscura corriente subterránea nos lleva de vuelta hacia nuestras madres, haciendo que nos sintamos culpables incluso de las migajas de autonomía que conseguimos.

A menudo expresamos nuestra más oscura ambivalencia con nuestros hombres y nuestros hijos. Terribles competidoras en el mundo laboral, destrozamos las relaciones o nos volvemos esclavas de nuestros hijos. Algunas de nosotras al final renunciamos a los hombres porque resulta excesivo continuar sufriendo. Tendemos a dar demasiado cariño, de modo que algunas de nosotras decidimos no dar nada en absoluto. Algunas de nosotras nos dedicamos a las mujeres esperando que de ese modo romperemos la cadena sadomasoquista que nos ata.

Con nuestros hijos es más difícil. Muchas veces los echamos a perder porque no contamos con un modelo de maternidad que incluya la independencia. No podemos quedarnos en casa como hacían nuestras madres, pero las madres que tenemos en nuestra mente todavía tienen fuerza para hacer que nos sintamos culpables. De modo que les limitamos demasiado poco y les compramos demasiadas cosas que de hecho no podemos pagar y, en consecuencia, criamos hijos que mandan en nosotras, y todo mientras nos sentimos profundamente inseguras.

Al pensar en la vida de mi madre, me superan los sentimientos. El talento solo nunca es suficiente. Mi madre tenía talento de sobra. Pintaba y dibujaba, modelaba con arcilla, cortaba patrones, realizaba collages con trozos de seda y papel, creaba vestidos de ballet a partir de papel de seda normal y corriente, bordaba un bosque verde a base de aguja sin más modelo que el que tenía en la cabeza. Una vez me convirtió en un hada del bosque por Hallowe'en, poniendo hojas verdes en mis leotardos, hojas doradas y naranjas hasta que me puse a ondular con el viento como una temblorosa hoja de otoño. Me hizo recortables, cosió para mis muñecas gorros y miriñaques Victorianos, pintó cuadritos muy pequeños para colgar en las paredes de mi casa de muñecas. No había nada que sus ágiles dedos no pudieran hacer, nada que su mente visual no pudiera concebir. Pero todo ese talento no fue suficiente. Carecía del valor para llevar su talento a los oscuros bosques del destino de cualquier artista. No podía soportar las críticas del mundo, como yo pude. Sus malas críticas íntimas eran tan penetrantes y duras que no fue capaz de arriesgarse a recibir ni una del exterior.

O a lo mejor su impulso maternal era demasiado fuerte. No pudo conformarse con un solo hijo como hice yo. Me hizo nacer y renunció a luchar por ser libre. ¿Cómo voy a protestar porque me hiciera nacer?

El modo en que escribo nunca me dejó libre de las críticas, pero es que también tengo la loca tenacidad de mi padre. El rechazo y las críticas duelen, pero puedo soportarlas mientras siga escribiendo. Sé que el mundo no viene a llamar a la puerta de nadie. De modo que arrastro al mundo hasta mi puerta sin darme nunca por vencida.

No fue a eso a lo que renunció mi madre. Lo que pasó fue que eligió un camino femenino más aceptable: capitulación exterior, resentimiento interior: la vieja, la viejísima historia. El mundo controla a las mujeres explotando nuestra necesidad de aprobación, de cariño, de relaciones. Si somos buenas y eliminamos nuestros fogosos impulsos creadores, se nos premia con «amor». Si no lo hacemos, el «amor» nos es negado. La mujer que crea paga un precio terrible mientras esté controlada por el amor. La creatividad es oscura, es rebelde, está Lena de «malos» pensamientos. Suprimirla en nombre de la «feminidad» es sucumbir a una rabia que lleva a la locura.

Lo que más recuerdo de mi madre es que siempre estaba enfadada.


Yo quería deshacer ese sortilegio, romper ese círculo, de modo que durante mucho tiempo los hombres y la maternidad fueron secundarios para mí. Los hombres eran aceptables siempre y cuando pasaran a máquina mis poemas, y la maternidad, sinceramente, me horrorizaba. Había sido el Waterloo de mi madre, consideraba yo, y no tenía intención de correr ese riesgo.

– No hay semen que pueda atravesar ese engrudo -dijo uno de mis maridos a propósito de las tremendas cantidades de crema anticonceptiva que le ponía a mi diafragma. No pedí disculpas. Aborrecía la idea de perder control y sabía que un aborto sin duda me partiría el corazón. El diafragma era el guardián de mis ambiciones literarias, y sobre ellas no tenía la menor ambivalencia. Estaba absolutamente decidida. ¡O era número uno en la lista de libros más vendidos o explotaba!

Ahora, a los cincuenta años, cuando es demasiado tarde, me gustaría haber tenido más hijos. ¡ Qué nostalgia más tonta! Pero cuando era fértil, por lo general veía la maternidad como el enemigo del arte y como una atractiva pérdida de control. Mi madre siempre estuvo muy desgarrada,

– El impulso de las mujeres por tener hijos es más fuerte que ninguna otra cosa -solía decir mi madre; con cierta rudeza, me parecía.

No me enfrenté a ese impulso hasta los treinta y cinco años, y entonces primero fui escritora y después madre. Tuve, como Colette, «un embarazo masculino»: hice una gira de promoción de un libro en el sexto mes, terminando un capítulo sobre un baile de máscaras del siglo XVIII cuando rompía aguas. Daba de comer a la recién nacida mientras escribía el Libro II de una novela picaresca.

Durante años me mantuve como escritora, en primer lugar, y madre en segundo. Me llevó los diez primeros años enteros de la vida de mi hija aprender a rendirme a la maternidad. Nada más aprender a aceptar esa rendición, ella entró en la pubertad y yo tuve la menopausia.

¿Qué es lo que lamento? Nada. He criado a una hija que tampoco reconoce los límites. Y por fin he aprendido que mi madre tenía razón. Rendirse a la maternidad significa rendirse a la interrupción. Molly vuelve a casa del colegio y se interrumpe el trabajo. Exige toda mi atención. Me convierto en su amiga, su colega, su dueña, su tarjeta de crédito ambulante. Me molesta, pero también me encanta más que nada. Me llena de un sentimiento que nadie puede llenar. También tiene capacidad para volverme loca. Asume su propia primacía como hacen todas las niñas sanas. Si tuviera tres -como le pasaba a mi madre-, este libro nunca existiría. ¿Importaría eso? ¿O sólo me importaría a mí? ¿Quién sabe? Escribo porque lo debo hacer. Espero que mis libros también te resulten útiles. Pero si no los escribiera, estaría sin duda viva a medias, y medio loca.

De modo que he hecho una elección y por lo general estoy contenta con ella. La intensidad de una madre/una hija a veces me hace desear haber tenido una casa llena de chicos ruidosos, pero lo cierto es que sé que incluso yo, con toda mi prodigiosa energía, no lo podría hacer todo. La maternidad en definitiva no se puede relegar. El dar el pecho puede sustituirse por el biberón, los gestos de afecto, los mimos, y las visitas al pediatra también los puede hacer el padre (y sin duda les haríamos más fácil la vida a las madres), pero cuando una niña necesita a una madre con la que hablar, no lo puede hacer nadie más que la madre. Una madre es una madre, como seguramente habría dicho Gertrude Stein de haberlo sido.

Sin duda, el niño necesita docenas de figuras paternas y maternas: madre, padre, abuelos, niñeras, profesores, padrinos; pero con todo, nada sustituye a una madre de las de toda la vida. ¿Soy una chovinista femenina? Puede. El poder de ser madre es impresionante. ¿Quién, a no ser una megalómana, querría tener tal poder sin una mirada al pasado?

Años después de dar a luz, me convertí en madre, contra mi voluntad, porque vi que mi hija necesitaba que me convirtiera en madre. Lo que en realidad hubiera preferido yo era seguir siendo una escritora que ocasionalmente era madre. Eso haría que me sintiera más cómoda, más a salvo. Pero Molly no lo permitió. Ella necesitaba una madre, no una madre en ocasiones. Y como la quiero más que a mí misma, me convertí en lo que ella necesitaba que fuese.

– La Tierra a Mamá: establezca contacto. Se está perdiendo en el espacio -dice.

Molly aborrece que ande por la casa (una tienda, su colegio), escribiendo dentro de la cabeza. De modo que establezco contacto -la más difícil de las cosas que hago- y trato de estar presente. ¿Puedo delegar eso en otra persona? No. ¿Podría si quisiera? A veces, sí. (Por tanto no soy la madre perfecta; ¿y quién lo es?) Pero trato de centrarme en sus necesidades por encima de las mías. Y en el fondo sé (como sé que voy a morir) que Molly es más importante que lo que escribo. Cualquier hijo lo es. Por eso la maternidad les resulta tan difícil a las mujeres que escriben. Sus exigencias son apremiantes, claramente importantes, y también profundamente satisfactorias.

¿Quién puede explicarle esto a la que no tiene hijos? Se renuncia al propio yo, y al final ni siquiera importa. Una se convierte en la guía de su hija en la vida a expensas de ese ego hinchado que se pensaba inmutable. No hubiera querido perderme esto por nada del mundo. Humilló mi ego y dilató mi alma. Me despertó a la eternidad. Me hizo saber de mi propia humanidad, de mi propia mortalidad, de mis propios límites. Me proporcionó los fragmentos de sabiduría, sean los que sean, que hoy poseo.

¿Qué le deseo a Molly? Lo mismo. Un trabajo que le guste y un hijo al que encaminar en la vida. ¿Por qué nos vamos a conformar con menos? Sabemos por qué: porque el mundo ha hecho las cosas deliberadamente difíciles para las mujeres, de modo que no puedan tener maternidad y también una vida mental. La mía puede que sea la primera generación en la que ser escritora y madre no es completamente imposible. Margaret Mead dice en alguna parte que cuando al fin tuvo a su única hija en 1939, cuando tenía treinta y ocho años, les echó un ojo a las biografías resumidas de mujeres famosas y descubrió que la mayoría de ellas no tenían hijos, o sólo uno. Esto sólo ha empezado a cambiar recientemente.

Pero sigue siendo duro. Y las batallas están lejos de haber terminado. La batalla del aborto, la batalla de los «valores familiares», la batalla de «¿deberían trabajar fuera de casa las mujeres?», todas ellas son síntomas de una revolución incompleta. Y las revoluciones incompletas originan sentimientos apasionados y fieros.

Las mujeres que han renunciado al trabajo, el arte, la literatura, la vida de la mente, para criar a sus hijos, tienen un resentimiento natural hacia las que no han renunciado. El privilegio de crear es muy nuevo para las mujeres. Y el privilegio de crear y atender además a sus hijos es todavía más nuevo. Las mujeres que han renunciado a cuidar a sus hijos también sienten resentimiento. A lo mejor podrían haber hecho las cosas de modo diferente, consideran, cuando ya es demasiado tarde. ¿No es posible que se opongan a la legalización del aborto por la novedad de hacer una elección que a sus madres no se les ofrecía?

Elegir es aterrador. ¿Y si se hace una elección equivocada? La coacción y el resentimiento han formado parte tanto tiempo del mundo de las mujeres que, cuando menos, nos hemos acostumbrado a ellos. La libertad es demasiado dura. La libertad sitúa a la responsabilidad directamente encima de los propios hombros. Puede que algunas mujeres todavía consideren que sería mejor esquivarla y no tener que cargar con ella. Puede que prefieran llegar al estado de maternidad por accidente.

Y es cierto que el control por parte de las mujeres de su propia fertilidad ha llevado a los hombres a renunciar a sus antiguas responsabilidades. La elección también proporciona responsabilidad a los hombres. La elección desmitifica la maternidad y suprime algo del antiguo poder de las mujeres. Para una mujer que tiene otro poder, eso puede ser maravilloso, pero a una mujer que sólo tiene el impresionante poder de ser madre, seguramente le produce una sensación de pérdida. Después de todo, hace menos de cien años que las vidas de las mujeres se han transformado gracias a un parto aséptico y a un control fiable de la fertilidad. Esas dos cosas han cambiado el mundo tanto que casi no se puede reconocer. Esas dos cosas, y no meramente la ideología feminista, han producido una revolución en las vidas de las mujeres. Y algunas mujeres aparentemente todavía añoran el pasado.

¿Es tan extraño esto? El pasado puede que haya sido una esclavitud, pero era una esclavitud conocida. El igualar a las mujeres con su maternidad por lo menos proporcionaba una identidad ambivalente a las mujeres. En cuanto feministas deberíamos comprender esos sentimientos de pérdida, en lugar de burlarnos de ellos. Deberíamos reconocer la inmensa fuerza del nudo maternal y la gran importancia que una vez confería a las mujeres. Habiendo reconocido ese sentimiento de pérdida, podríamos insistir en el derecho de todas las mujeres a asumir la fuerza de la maternidad o a dejarla sin usar. La renuncia, después de todo, también es una forma de poder.

Cuando veo a hordas enfurecidas atacando clínicas donde hacen abortos, o a las hordas silenciosas que hacen círculos sin levantar la voz en torno a las manifestaciones en favor de la elección, creo que estamos viendo a la última generación que siente nostalgia por los antiguos imperativos clónicos de la vida humana. ¿Por qué quieren liquidar a tiros a los médicos en nombre de la «vida»? Quieren matar la misma idea de elección. Quieren matarla primero dentro de sí mismas, luego dentro de nosotras. El que abracemos la libertad de elección en cierto modo niega su vida.

Con todo, la maternidad no está libre de ambivalencias; es una fuerza oscura, irresistible, que se impone a muchas preferencias humanas. Deberíamos entender que algunas mujeres (y muchos hombres) temen que disminuya la maternidad. Puede que si abrimos nuestras mentes lo entendiéramos, pudiéramos combatir las ideas de los del derecho a la vida más efectivamente. Sospecho que yo entiendo esto debido a mi madre, mi madre que siempre estuvo desgarrada entre la maternidad y el arte, mi madre que nunca resolvió esa ambivalencia sino que me la pasó a mí.


Lo que más me gustaría darle a mi hija es libertad. Y eso es algo que se debe dar con el ejemplo, no con consejos. Libertad es andar sin correa, licencia para ser diferente a la madre de una y, sin embargo, ser querida. Libertad no es mantener atada corta a tu hija, no es realizar una cli-toridectomía simbólica, no es insistir en que la propia hija comparta las propias limitaciones. Libertad también significa dejar que la propia hija la rechace a una cuando lo necesite y acuda a una cuando lo necesite. Libertad es un cariño sin condiciones.


Molly, quiero dejarte libre. Si me quieres odiar o me quieres rechazar, lo comprendo. Si me maldices, también lo entiendo. Espero ser tu hogar: rechazado, poco seguro, pero al que siempre vuelvas. Espero ser la tierra en la que tú brotes.

Vero si te dejo demasiado libre, ¿contra qué tendrás que luchar?

Necesitas mi aceptación, pero puede que necesites más mi resistencia. Prometo mantenerme firme mientras vas y vienes. Te prometo cariño inquebrantable mientras tú experimentas odio. El odio también es energía, a veces una energía que arde con más brillo que el cariño. El odio muchas veces es la condición previa a la libertad.

No importa el modo en que yo trate de desaparecer, temo que mi sombra sea demasiado grande. Borraría esa sombra si pudiera. Vero si la borrase, ¿cómo conocerías a tu propia sombra? Y sin sombra, ¿cómo podrías volar?

Quiero liberarte de los miedos que me ataban a mí, y sin embargo sé que sólo tú te puedes liberar a ti misma. Sigo aquí con mi almohadillado de catcher. Rezo porque no necesites que te agarre si caes. Vero en cualquier caso aquí espero.

La libertad está llena de miedo. Pero el miedo no es lo peor a lo que nos enfrentamos. Lo peor es la parálisis.

Te quiero. Te abrazo.