"Miedo A Los Cincuenta" - читать интересную книгу автора (Jong Erica)Cómo eran mis padres y todo ese rollo tipo David CopperfieldEs jueves y estoy citada para almorzar con mi padre y verificar «todo ese rollo tipo David Copperfield». – Tu madre no se acuerda de Pues bien, conviene saber que mi padre es de los tipos que – ¿Por qué te llaman escritora de pornografía, cariño? -pregunta, a veces, informándome de un ataque a fondo del que no me he enterado. Trato de evitar el leer las críticas (buenas o malas), y mi padre, con su solicitud, de hecho ha atraído mi atención hacia alguna de las más duras. – Conque quedamos en vernos en la sala de exposiciones de mi padre a las doce y media. Pero en Nueva York diluvia, y el trayecto en taxi, desde la calle 69 a la 25, me lleva casi cuarenta minutos y, como de costumbre, llego tarde. Mi padre se está moviendo inquieto e impaciente por su sala de exposiciones, con ganas de que sus empleados conozcan a su hija tan famosa. Me lleva a ver las muñecas «modernas» y «antiguas», las soperas y teteras de cerámica con forma de calabaza y berenjena, los platos decorativos con forma de girasol y espárrago, rosa y cebolla. Pasan años entre mis visitas a su sala de exposiciones, y siempre me asombra lo que han comprado mi padre y mi cuñado; a su modo es tan curioso como hacer libros con un papel en blanco y una pluma. Admiro los productos de mi padre y saludo a sus empleados; luego vamos a almorzar a una cafetería del edificio; un almuerzo a base de sandwiches de pavo y cocas Mi padre tiene los ojos azules, es delgado, fibroso, todavía guapo. Parece como de sesenta y cinco años. Vale, parece de setenta y cinco. Pero no de ochenta y uno. (¿Qué pinta tienen los de ochenta y uno?) Las vitaminas y el ejercicio son su religión. Descubrió la vitamina C antes que Linus Pauling, el beta caroteno antes que Harry Demopoulos, y me cuenta que el secreto es «disfrutar teniendo hambre». Ha tomado unas notas para mí, consciente de la importancia de que escriba mi autobiografía, pero ha llamado en secreto a mi marido para decirle: – Le voy a dar a Erica toda esta información. Espero que no planee usarla. Esto es típico de los mensajes equívocos que abundan en mi familia. Las reproduzco literalmente: ¿Mi reacción ante esto? Alivio porque yo no recordaba demasiado mal los detalles. Y asombro porque mi padre escribiera todo esto si no quería que se usase. Pero también me sorprendió el hecho de que todo sea sobre mí y en absoluto sobre él. Dio por supuesto que su vida no tenía importancia y que lo único que yo quería saber era cómo pasé de los terribles peligros de nada más nacer al feto del cerdo que terminó con mis sueños de la carrera de Medicina. Yo había querido preguntarle sobre cosas de su vida. Eso nunca le entró en la cabeza. Conque me puse a hacerle preguntas acerca de él, como si fuera un desconocido sobre el que me habían encargado escribir un artículo. Mi padre acepta fácilmente el juego. Le gusta. Responde del modo correcto. Lleno de jardines y parques. La gente se marchaba del Lower East Side como si fuera al campo. El metro era nuevo y Brownsville se consideraba un ascenso. Diría que un noventa por ciento judíos, y un diez por ciento italianos. Mi padre traía trabajos de sastre a casa. Tenía dos trabajos, era pluriempleado. El que me hizo conocer otro tipo de música fue Sammy Levinson. Había dado clases, tenía un violín Amati. Tocaba…, bueno…, Cuando Sammy y yo íbamos al instituto, todavía existían los teatros de variedades. Porque en el teatro de variedades no se puede competir con los niños y los perros. Además, ocupa un lugar espantoso en la actuación, en el medio. Uno quiere el último lugar, o el primero. Nunca en el medio. El teatro de variedades se mantuvo durante los años veinte. Los números eran increíblemente idiotas, incluso para lo que se ve hoy en la televisión. Pero se mantenía la regla: había escenas cómicas, perros, un mago, el número de chistes verdes, la cabecera de cartel… En cualquier caso, yo siempre formaba parte de la orquesta. Cuando tenía veinte años me inscribí en el sindicato; en la sección 802. Seymour Mann y su orquesta sonaba bien; pero también hubo otro motivo. Había un timador en el sindicato que se llamaba Izzy Weisman, que estuvo implicado en un escándalo. Así que Weisman no era un buen nombre para tener en la sección 802. Me gustaba cómo sonaba Seymour Mann y su orquesta. Entonces, en el mundo del espectáculo, uno En un sitio que se llamaba Utopía, en las montañas Catskill. De verdad que se llamaba Utopía. Era una estación de veraneo para familias cerca de Ellenville, en «Las montañas». Tu madre llevaba una capa de terciopelo negra (en pleno verano) y la arrastraba por los campos de margaritas y campanillas. Era artista…, muy bohemia. – ¿Qué hace una chica tan guapa como tú en un vertedero como éste? -pregunté, recurriendo a la frase más sexualmente excitante que sabía. Funcionó. Yo creía que era una chica fácil porque dormía en la misma habitación que el dueño de aquel sitio. Pero después resultó que él nunca le puso la mano encima; de hecho no podía hacerlo. Ella era su coartada. En cualquier caso, pintaba murales, conque le pedí que me pintara la batería. Nos enamoramos locamente. Después del verano yo la iba a ver una vez por semana, tomando el metro desde Brooklyn al Upper Riverside Drive. Papá y Mamá siempre nos dejaban solos. Tu madre aborrecía el mundo del espectáculo. El horario, la inseguridad. Había sido la mejor artista de la escuela de Bellas Artes, pero no obtuvo el Prix de Roma porque nunca se lo daban a las chicas. Además, había una intensa competencia con tu abuelo. Y aborrecía el sindicato de músicos, que entonces se dedicaba a estafar y exigía comisiones. Encima, cuando nació tu hermana Nana fuimos a vivir con Papá y Mamá para que nos ayudaran con tu hermana. La hubiera echado más de menos a ella. Estábamos enamorados de verdad. No podría haber hecho nada de esto sin ella. Y tu madre había tenido una vida dura. No conoció a su padre hasta los ocho años, ya sabes, porque él dejó a su familia en Inglaterra cuando ella tenía dos años y su hermana Kitty algo menos de tres. Huía para que no le alistaran en el ejército inglés. Los judíos siempre huían del alistamiento. ¿Por qué morir por un zar antisemita? Bueno, hubo una chica en el instituto, pero nada serio. Tenía diecinueve años cuando conocí a tu madre. El matrimonio era serio, un compromiso. Uno nunca se divorciaba. No creímos que fuéramos a tener Compuse algunas canciones que se editaron, pero sabía que no era Cole Porter ni Lorenz Hart. Ni Irving Berlin. Ni Gershwin. Ésos eran mis dioses. Fíjate, habría vendido el alma por componer «Mountain Greenery» o «Isn't it Romantic?», pero todo lo que salía era «La cajita de música». Siempre ocultaba el miedo cuando trataba de vender algo. Imaginaba que sentiría miedo, pero sabía que nunca me dominaría. De eso. Uno no puede imponerse a unas hijas enérgicas que tienen sus propias opiniones y no puede decirles con quién se tienen que casar, pero sí puede conseguir que estudien. Por lo menos eso. Si quisieras ir a la facultad de Medicina ahora, todavía te mandaría. A lo mejor ahora piensas cosas distintas. Verás, eres una escritora estupenda, pero necesitas un relaciones públicas. Todo depende del relaciones públicas. Fíjate en Madonna. No tiene talento, pero tiene un relaciones públicas increíble. ¿Por qué no llamas a ese tal della Femina? Te aconsejaría. Las relaciones públicas hoy son cosa de todo el mundo. Y tienes que contar con Absurdo, tienes un relaciones públicas equivocado. De modo que hicimos el mismo viaje que hacemos siempre: de él hacia mí. Dado que soy la parte suya que se supone que debe ir a conquistar el mundo del espectáculo, es crítico conmigo, como sería crítico consigo mismo o con la cruz de sus sueños y por eso me empuja y me pincha, sin pensar que yo considero que es una crítica. Una vez, cuando uno de mis libros parecía no ir como él esperaba, le grité por teléfono: – ¡Tienes que quererme tanto si aparezco en la lista de libros más vendidos como si no! Creo que el mensaje funcionó. Hasta entonces, mi padre nunca había entendido que cuando trataba de empujarme, yo me sentía criticada. Pero los padres no lo pueden evitar. Ven con claridad lo que pueden ser sus hijos, y por eso insisten. Probablemente yo haga lo mismo con mí hija: empujarla, pincharla, parecer que estoy descontenta con ella, cuando lo cierto es que ella es todo lo que yo quise ser y es más lanzada en lo que yo soy tímida, llena de mis sueños y ambiciones, pero con su propia personalidad. En resumen, es mi flecha lanzada a la eternidad; pero ella no lo puede ver de ese modo. ¿De verdad? Bueno, siempre creí que harías lo que no hice yo, y en cierto modo lo has hecho; todo excepto lo del relaciones públicas. ¿Cómo le puedo explicar que las vicisitudes de mi carrera no se pueden evitar con un simple relaciones públicas? He transgredido reglas que le resultan invisibles porque es hombre: escribir abiertamente sobre el sexo, apropiarme de aventuras picarescas masculinas, burlarme de los santones de nuestra sociedad. He vivido como elegí: me casé, me divorcié, me volví a casar, me divorcié, me volví a casar y me divorcié otra vez; y algo todavía peor: ¡me atreví a ¡Y todavía me mandaría a la facultad de Medicina! ¿Debo considerarlo un insulto o un cumplido? Y ya es tarde, casi las tres y media, y tenemos que despedirnos. Mi padre paga la cuenta y volvemos andando a la sala de exposiciones. Me subo a un taxi y me dirijo a la parte alta de la ciudad, con mis papeles llenos de notas indescifrables Muy bien. Reconstruiré la conversación como, por otro lado, siempre hago; escribiré literatura. En cualquier caso, todo es inventado. Especialmente las partes que suenan a auténticas. Al pensar en este diálogo, temo que pueda haber hecho que mi padre suene demasiado a Qué difícil es escribir sobre ella, y qué necesario. ¿Y por dónde empezar? ¿Por entonces o por ahora? ¿Y cuento la historia desde mi punto de vista o desde el suyo? Estamos tan relacionadas que es difícil saber la diferencia. Me digo a mí misma que mi madre nunca estaría de acuerdo en que la entrevistase, que se burlaría amargamente de la idea. (Resultó que estaba equivocada.) Por encima de todo, fue su frustración la que impulsó mi éxito. Luego estuvo celosa de mí y al tiempo tremendamente orgullosa. Me hizo todo lo que soy, con verrugas y todo. ¿Cuándo me hice consciente por primera vez de las limitaciones femeninas? Gracias a mi madre. ¿Y cuándo me hice consciente por primera vez de que en cierto sentido estaba destinada a convertirme en mi madre? En la pubertad. Hasta entonces no ponía cadenas a mis ambiciones y entusiasmo. Esperaba ser Edna St Vincent Millay (la heroína de mi madre), madame Curie y Beatrice Webb, todas a la vez. Esperaba tirarle al mundo de las orejas hasta que dijera: Sí, Erica, sí, sí, sí, sí. Y ahora comprendo que mi madre ha tenido la misma experiencia, pero, debido a la época en que vivió, estaba sujeta a esa experiencia como yo no lo estuve; y su dificultad fue una de las cosas que me prendió fuego. Voy hacia atrás, hacia atrás en el tiempo. Trato de superar los mitos familiares y los recuerdos pantalla comunes y trasladarme a una época que conozco principalmente a través de la vida de Henry Miller -no de la vida de mis padres-, la Edad del jazz, el Hundimiento de la Bolsa, los locales clandestinos, las medias enrolladas por arriba y la ginebra de contrabando: 1929. Mi madre estudiaba arte en la National Academy of Design. Una morena con el pelo a lo – Cuidado con esa chica, la Mirsky -decía su profesor de arte a los chicos-. Os ganará a todos. Y mi madre se sentía atormentada y torturada por eso; porque se daba cuenta (aunque todavía no lo supiera) de que su sexo le impedía que la mandaran alguna vez a Roma. Cuando ganó la medalla de bronce y le dijeron, con toda franqueza (entonces nadie se avergonzaba de ser sexista), que no había ganado el Prix de Roma porque, como era mujer, se esperaba que se casase, tuviera hijos y malgastase sus dones, montó en cólera. Esa cólera le ha dado fuerza a mi vida; y también, en muchos sentidos, la ha refrenado. – Yo esperaba que el mundo llamara a mi puerta -siempre dice-. Pero el mundo nunca llama. Tienes que hacerles venir. El feminismo también estaba de moda en la época de mi madre. Los años veinte fueron una época de esperanza para los derechos de las mujeres. Pero esos derechos nunca fueron recogidos en una ley. Y sin ley, el feminismo nunca dura. Mi madre se culpaba de sus «debilidades». Nunca pensó en culpar a la historia. Y yo nunca quise estar tan consumida por la rabia como estaba ella. Quería la fuerza del sol, no la de la noche. Quería abundancia, no escasez; amor, no miedo. A veces creo que mi madre hizo que mi padre dejara el mundo del espectáculo para que tuviera la misma sensación de renuncia que tenía ella. Si las hijas suponían un impedimento para ella, también lo debían suponer para él. No iba a aceptar el papel «femenino» de servir de apoyo. No le dejaría que fuera artista si ella no lo podía ser. De modo que la dinámica madre-hija es un asunto que no puedo evitar si voy a contar todo ese rollo tipo La condición femenina era una trampa. Si yo me parecía demasiado a ella, quedaría atrapada como estaba ella. Pero si rechazaba su ejemplo, traicionaría su cariño. Me consideraría un fraude me pasaba lo que me pasase. Tenía que encontrar un modo de ser como ella y distinta a ella al mismo tiempo. Tenía que encontrar un modo de ser tanto un chico como una chica. En esto debo de ser de lo más típico de mi generación flagelada. Los modelos de maternidad que hemos tenido no nos sirven en las vidas que llevamos. Nuestras madres se quedaban en casa, pero nosotras andamos por ahí. Fuimos muchas veces los primeros miembros femeninos de nuestras familias en quedarnos solas en habitaciones de hotel, en criar a hijos solas, en enfrentarnos a los problemas de los impuestos solas, en mirar al techo de cristal solas y en preguntarnos cómo romperlo. Y éramos culpables, y sin embargo ambivalentes, sobre nuestras vidas, porque muchas de nuestras madres nunca llegaron tan lejos. Cuando hablo con mis compañeras de curso de la facultad, el tema que surge una y otra vez es el de la culpabilidad hacia nuestras madres. – Somos la generación sandwich -dijo una de mi curso de Barnard en una cena que organizamos para celebrar nuestro quincuagésimo cumpleaños. – Nuestra generación sufrió porque nuestras madres nunca habían pensado en los cincuenta años -dijo otra. – Tenemos que contenernos para no quedarnos sin el cariño de nuestras madres -dijo otra. – Mensajes buenos y malos -estuvimos de acuerdo todas. Mensajes buenos y malos sobre competir y no competir, sobre ganar dinero y no ganar dinero, sobre aceptación y subordinación. Tales son las marcas distintivas de la generación flagelada. Nos hemos defendido a nosotras mismas con una lealtad mal dirigida hacia nuestras madres, creo. Dado que no eran completamente libres para imponerse, nosotras nos mantuvimos encadenadas a sus limitaciones como si esta esclavitud fuera una demostración de cariño. (Muchas veces, de hecho, hacemos equivalente la esclavitud y el amor.) En la edad madura, con el tiempo aleteando a nuestras espaldas, por fin reunimos el valor para ser libres. Finalmente nos alejamos de esa ambivalencia que era el destino colectivo de nuestras madres, y rompimos el techo de cristal de nuestro interior para ser libres de verdad. El feminismo contemporáneo norteamericano paga un terrible precio, creo, por su rechazo de Freud. Al etiquetar a Freud como sexista y nada más. y despreciar su idea revolucionaria del inconsciente junto a su sexismo, perdemos muchas de las herramientas que necesitamos para entender lo que pasa entre nosotras y nuestras madres. Y sin esa comprensión resulta difícil hacer que sea efectivo el feminismo. Una fuerte contracorriente de ambivalencia nos amenaza en todos nuestros logros. Culpables por irnos bien en lo que fracasaron nuestras madres, a veces inconscientemente saboteamos nuestro éxito, precisamente cuando estamos a punto de saborear sus frutos. Temo que si no consideramos psicológicamente las generaciones, estamos condenadas a repetir incesantemente el mismo antiguo ciclo de feminismo y reacción en generaciones alternas. En 1929, cuando mi madre se graduó en la escuela de Bellas Artes y no consiguió obtener los premios que merecía, el mundo se encontraba en un punto similar entre la novedad del feminismo y las viejas maneras de ser del chovinismo masculino. Pero las ideas son sólo abstracciones. No penetran en el corpus político hasta que entran en los corazones de los seres humanos individuales. Y esos seres humanos fueron educados por padres de una generación diferente, con un diferente conjunto de principios. Todas las personas libran una guerra interna entre las generaciones. Y es el resultado de esa guerra lo que determina cómo y si cambia el mundo. En las mujeres esta guerra es especialmente aguda. Las mujeres se identifican con sus madres automática e intensamente, pero también deben derribar a sus madres para convertirse en sí mismas. Si cada generación hace lo contrario a la generación de sus madres, continuaremos teniendo esa alternancia de generaciones feministas y reaccionarias que conocemos tan deprimentemente bien. Continuaremos en el mismo cochecito de una pista de carreras de juguete sin llegar nunca a ninguna parte, sino dando vueltas y más vueltas. Las madres tienden a alimentar a sus hijas con su propia rebeldía sobrentendida. Como resultado, generaciones rebeldes siguen a generaciones conformistas, las conformistas siguen a las rebeldes, y el mundo sigue como siempre ha ido. En cuanto las mujeres encuentran su fuerzas intelectuales o artísticas, reaccionan las hormonas, haciendo abrumador el deseo de tener hijos. Si hemos aprendido de nuestras madres que el cuidado de los hijos derrota la creatividad, nos rebelaremos por no tener hijos o por convertir la educación de los niños en nuestra única creatividad. ¿Por qué no romper ese círculo vicioso y convertirnos en las madres que quisieron ser nuestras madres? Porque sentimos que no lo podemos hacer sin matar a nuestras madres, y de ese modo, como pago por el deseo de muerte, matamos, en lugar de eso, a la madre de dentro de nosotras mismas. Cuando yo tenía veinte años y pico, después de ganar la mayoría de los premios literarios de la universidad e incluso de publicar un poema o dos, pasé una fase de torturante bloqueo. Me sentaba a mi mesa tratando de escribir, y tenía un ataque de ansiedad en el que imaginaba que había un hombre detrás de mí con una pistola cargada dispuesto a dispararme si escribía una sola línea. Tuve la suerte de estar haciendo un psicoanálisis con alguien lo bastante listo y paciente para guiarme hasta que hice la asociación entre el hombre con la pistola y mi madre imaginaria, pues ambos querían que escribiese y querían matarme por escribir. La madre de mi fantasía me consideraba una traidora por escribir, por mucho que mi madre histórica no me considerase eso. Tuve que entablar esta batalla entre el yo y el alma con objeto de escribir una sola línea. Y de un modo u otro esta batalla vuelve con cada libro que escribo. Cada vez la solución es la misma: traigo los demonios a la conciencia y me dejan lo bastante en paz para superar el bloqueo y terminar el libro. La creatividad exige nada más y nada menos que todo lo que se tiene. Eso significa un odio asesino, el que va a dispararte desde detrás de la mesa de trabajo, los demonios interiores que nos confunden a todas. ¿Cómo se puede convertir la creatividad en algo que no sea una fuerza aterradora llena de giros inesperados? Si una entrega su vida a la creatividad, renuncia para siempre a la posibilidad de ser una buena chica. La creatividad llevará inevitablemente a revelar oscuros secretos familiares. Lo que llevará al laberinto y a encarar al minotauro. Una no puede encarar al minotauro y seguir siendo una buena chica. Una no puede mirar al minotauro a los ojos y seguir silenciando a la artista que es una misma. Imagino a mi madre a los diecinueve o veinte años, preocupada por esta misma cuestión de la creatividad femenina. Un recién nacido es un trabajo a tiempo completo para tres adultos. Nadie te lo dice cuando estás embarazada, pues probablemente te tirarías por un puente. Nadie te dice lo agotador que es ser madre, que ya no hay tiempo para leer ni tampoco para pensar. Todo esto implica un recién nacido normal y sano. ¿Qué pasa si el bebé está enfermo, o se muere de hambre, o si lo está su A mi madre le entró el pánico y volvió a casa de Papá y Mamá. Tomó el camino menos difícil y se odió a sí misma por hacerlo. Es más difícil romper con los padres cuando se depende de ellos. Es más difícil romper con los padres cuando una se ha hecho madre. La dependencia de un niño pequeño liga a las mujeres con sus madres. De modo que una generación queda perdida en las guerras de la anterior. Las luchas de mi abuela pasaron a mí a través de mi madre. Mi abuela, con su matrimonio totalmente dependiente de mi tiránico abuelo, con sus brutales abortos en la mesa de la cocina y su dulzura y atenciones maternales inagotables, a quien más admiraba era a una amiga dentista. Siempre hablaba de ella con admiración y orgullo. – Tener una amiga dentista, en cierto modo, le confería una categoría -dice mi madre-. Mamá también era feminista, y ni siquiera lo sabía. De ese modo, las generaciones de mujeres están ligadas por su ambivalencia. Y la cosa sigue así. Y sigue. Y sigue. Yo he esperado a ser escritora antes de sucumbir a los atractivos de la maternidad. Mi madre no tuvo esa suerte. Criada por padres inmigrantes que habían abandonado demasiado jóvenes a sus propios padres y, en consecuencia, necesitaban mantener a sus hijos demasiado cerca, empezó su rebeldía contra su madre pronto y renunció demasiado pronto. Al encarar un mundo desagradable que no trataba de modo igual a las mujeres artistas, se retiró a una forma más aceptable de creatividad femenina, como han hecho las mujeres a lo largo de las épocas. Luego llenó a sus hijas de rabia feminista, como han hecho también las mujeres a lo largo de las épocas. Pero esa dinámica no bastó para impulsar mis ambiciones. Mi padre también necesitaba que yo fuera su hijo. Mi decisión procedió de una potente mezcla que hicieron juntos mis padres. Los ingredientes fueron hacer una chica que creyera que le estaba permitido ser un chico. Pero que también tenía que castigarse a sí misma por admitir eso. Esta mezcla indudablemente no es una receta para estar satisfecha. Salí y me lancé al mundo como un chico, y entonces sintonicé con los miedos de las mujeres: miedo a volar, miedo al que iba a dispararme desde detrás de la mesa de trabajo, miedo a los cincuenta años. Pagué por mi éxito poniéndome gorda, privándome de buenas relaciones, privándome a mí misma, durante muchos años, de las alegrías de la maternidad. También eché a un lado a mi madre porque su ejemplo era demasiado horrible. Y ella me echó a un lado a mí porque mí éxito le resultaba demasiado doloroso. En esta danza mutua de atracción-repulsión, yo noto que mi madre y yo somos una madre y una hija típicas por completo de la generación flagelada. Trato de ver a mi madre como una persona aparte, y todavía no lo consigo. Forma parte de mí, una parte que critica y pincha y desaprueba. Nunca estará satisfecha porque lo que ella quiere es fundamentalmente imposible: que yo sea como ella y sin embargo tenga éxito en lo que ella no lo tuvo. Yo era de hecho quien me amenazaba con la pistola desde detrás de la mesa de trabajo. No se trataba de mi madre, ni siquiera de mi madre imaginaria. Quería matar al yo traidor que quería separarme de mi madre. Sabía que la escritura era mi medio de escape y quería insistir en ella y, sin embargo, y al mismo tiempo, irme. De ahí la perfecta metáfora que se me ocurrió de miedo a volar. Volaría, pero nunca sin miedo. Volaría, pero siempre atormentada, con un regusto metálico detrás de los dientes que dice: no te puedes atrever, pero atrévete. Volé pero sufrí mi Con Isadora Wing, inventé una heroína típica de la generación flagelada. Volaba y follaba y no fracasaba, pero se castigaba con los hombres. Con su corazón en el pasado y su intelecto en el futuro, estaba condenada a sufrir hiciera lo que hiciese. La burla de sí misma y el humor se convirtieron en sus herramientas para sobrevivir, porque sólo por medio de la ironía una puede decir «X» y sin embargo querer decir «Y». Creo que Isadora conmovió a las mujeres de mi generación porque muchas de nosotras estamos igual de divididas. Somos nuestras madres, pero también somos las mujeres del futuro. Nos ganamos nuestra vida, mantenemos a nuestros hijos, luchamos en nuestras profesiones en un mundo que todavía no nos iguala económicamente con los hombres, pero esa oscura corriente subterránea nos lleva de vuelta hacia nuestras madres, haciendo que nos sintamos culpables incluso de las migajas de autonomía que conseguimos. A menudo expresamos nuestra más oscura ambivalencia con nuestros hombres y nuestros hijos. Terribles competidoras en el mundo laboral, destrozamos las relaciones o nos volvemos esclavas de nuestros hijos. Algunas de nosotras al final renunciamos a los hombres porque resulta excesivo continuar sufriendo. Tendemos a dar demasiado cariño, de modo que algunas de nosotras decidimos no dar nada en absoluto. Algunas de nosotras nos dedicamos a las mujeres esperando que de ese modo romperemos la cadena sadomasoquista que nos ata. Con nuestros hijos es más difícil. Muchas veces los echamos a perder porque no contamos con un modelo de maternidad que incluya la independencia. No podemos quedarnos en casa como hacían nuestras madres, pero las madres que tenemos en nuestra mente todavía tienen fuerza para hacer que nos sintamos culpables. De modo que les limitamos demasiado poco y les compramos demasiadas cosas que de hecho no podemos pagar y, en consecuencia, criamos hijos que mandan en nosotras, y todo mientras nos sentimos profundamente inseguras. Al pensar en la vida de mi madre, me superan los sentimientos. El talento solo nunca es suficiente. Mi madre tenía talento de sobra. Pintaba y dibujaba, modelaba con arcilla, cortaba patrones, realizaba O a lo mejor su impulso maternal era demasiado fuerte. No pudo conformarse con un solo hijo como hice yo. Me hizo nacer y renunció a luchar por ser libre. ¿Cómo voy a protestar porque me hiciera nacer? El modo en que escribo nunca me dejó libre de las críticas, pero es que también tengo la loca tenacidad de mi padre. El rechazo y las críticas duelen, pero puedo soportarlas mientras siga escribiendo. Sé que el mundo no viene a llamar a la puerta de nadie. De modo que arrastro al mundo hasta mi puerta sin darme nunca por vencida. No fue a eso a lo que renunció mi madre. Lo que pasó fue que eligió un camino femenino más aceptable: capitulación exterior, resentimiento interior: la vieja, la viejísima historia. El mundo controla a las mujeres explotando nuestra necesidad de aprobación, de cariño, de relaciones. Si somos buenas y eliminamos nuestros fogosos impulsos creadores, se nos premia con «amor». Si no lo hacemos, el «amor» nos es negado. La mujer que crea paga un precio terrible mientras esté controlada por el amor. La creatividad Lo que más recuerdo de mi madre es que siempre estaba enfadada. Yo quería deshacer ese sortilegio, romper ese círculo, de modo que durante mucho tiempo los hombres y la maternidad fueron secundarios para mí. Los hombres eran aceptables siempre y cuando pasaran a máquina mis poemas, y la maternidad, sinceramente, me horrorizaba. Había sido el Waterloo de mi madre, consideraba yo, y no tenía intención de correr ese riesgo. – No hay semen que pueda atravesar Ahora, a los cincuenta años, cuando es demasiado tarde, me gustaría haber tenido más hijos. ¡ Qué nostalgia más tonta! Pero cuando era fértil, por lo general veía la maternidad como el enemigo del arte y como una atractiva pérdida de control. Mi madre siempre estuvo muy – El impulso de las mujeres por tener hijos es más fuerte que ninguna otra cosa -solía decir mi madre; con cierta rudeza, me parecía. No me enfrenté a ese impulso hasta los treinta y cinco años, y entonces primero fui escritora y después madre. Tuve, como Colette, «un embarazo masculino»: hice una gira de promoción de un libro en el sexto mes, terminando un capítulo sobre un baile de máscaras del siglo XVIII cuando rompía aguas. Daba de comer a la recién nacida mientras escribía el Libro II de una novela picaresca. Durante años me mantuve como escritora, en primer lugar, y madre en segundo. Me llevó los diez primeros años enteros de la vida de mi hija aprender a rendirme a la maternidad. Nada más aprender a aceptar esa rendición, ella entró en la pubertad y yo tuve la menopausia. ¿Qué es lo que lamento? Nada. He criado a una hija que tampoco reconoce los límites. Y por fin he aprendido que mi madre tenía razón. Rendirse a la maternidad significa rendirse a la interrupción. Molly vuelve a casa del colegio y se interrumpe el trabajo. Exige De modo que he hecho una elección y por lo general estoy contenta con ella. La intensidad de una madre/una hija a veces me hace desear haber tenido una casa llena de chicos ruidosos, pero lo cierto es que sé que incluso yo, con toda mi prodigiosa energía, no lo podría hacer todo. La maternidad en definitiva no se puede relegar. El dar el pecho puede sustituirse por el biberón, los gestos de afecto, los mimos, y las visitas al pediatra también los puede hacer el padre (y sin duda les haríamos más fácil la vida a las madres), pero cuando una niña necesita a una madre con la que hablar, no lo puede hacer nadie más que la madre. Una madre es una madre, como seguramente habría dicho Gertrude Stein de haberlo sido. Sin duda, el niño necesita docenas de figuras paternas y maternas: madre, padre, abuelos, niñeras, profesores, padrinos; pero con todo, nada sustituye a una madre de las de toda la vida. ¿Soy una chovinista femenina? Puede. El poder de ser madre es impresionante. ¿Quién, a no ser una megalómana, querría tener tal poder sin una mirada al pasado? Años después de dar a luz, me convertí en madre, contra mi voluntad, porque vi que mi hija necesitaba que me convirtiera en madre. Lo que en realidad hubiera preferido yo era seguir siendo una escritora que ocasionalmente era madre. Eso haría que me sintiera más cómoda, más a salvo. Pero Molly no lo permitió. Ella necesitaba una madre, no una madre en ocasiones. Y como la quiero más que a mí misma, me convertí en lo que ella necesitaba que fuese. – La Tierra a Mamá: establezca contacto. Se está perdiendo en el espacio -dice. Molly aborrece que ande por la casa (una tienda, su colegio), escribiendo dentro de la cabeza. De modo que establezco contacto -la más difícil de las cosas que hago- y trato de estar presente. ¿Puedo delegar eso en otra persona? No. ¿Podría si quisiera? A veces, sí. (Por tanto no soy la madre perfecta; ¿y quién lo es?) Pero trato de centrarme en sus necesidades por encima de las mías. Y en el fondo sé (como sé que voy a morir) que Molly es más importante que lo que escribo. Cualquier hijo lo es. Por eso la maternidad les resulta tan difícil a las mujeres que escriben. Sus exigencias son apremiantes, claramente importantes, y también profundamente satisfactorias. ¿Quién puede explicarle esto a la que no tiene hijos? Se renuncia al propio yo, y al final ni siquiera importa. Una se convierte en la guía de su hija en la vida a expensas de ese ego hinchado que se pensaba inmutable. No hubiera querido perderme esto por nada del mundo. Humilló mi ego y dilató mi alma. Me despertó a la eternidad. Me hizo saber de mi propia humanidad, de mi propia mortalidad, de mis propios límites. Me proporcionó los fragmentos de sabiduría, sean los que sean, que hoy poseo. ¿Qué le deseo a Molly? Lo mismo. Un trabajo que le guste y un hijo al que encaminar en la vida. ¿Por qué nos vamos a conformar con menos? Sabemos por qué: porque el mundo ha hecho las cosas deliberadamente difíciles para las mujeres, de modo que no puedan tener maternidad y también una vida mental. La mía puede que sea la primera generación en la que ser escritora y madre no es completamente imposible. Margaret Mead dice en alguna parte que cuando al fin tuvo a su única hija en 1939, cuando tenía treinta y ocho años, les echó un ojo a las biografías resumidas de mujeres famosas y descubrió que la mayoría de ellas no tenían hijos, o sólo uno. Esto sólo ha empezado a cambiar recientemente. Pero sigue siendo duro. Y las batallas están lejos de haber terminado. La batalla del aborto, la batalla de los «valores familiares», la batalla de «¿deberían trabajar fuera de casa las mujeres?», todas ellas son síntomas de una revolución incompleta. Y las revoluciones incompletas originan sentimientos apasionados y fieros. Las mujeres que han renunciado al trabajo, el arte, la literatura, la vida de la mente, para criar a sus hijos, tienen un resentimiento natural hacia las que no han renunciado. El privilegio de crear es muy nuevo para las mujeres. Y el privilegio de crear y atender además a sus hijos es todavía más nuevo. Las mujeres que han renunciado a cuidar a sus hijos también sienten resentimiento. A lo mejor podrían haber hecho las cosas de modo diferente, consideran, cuando ya es demasiado tarde. ¿No es posible que se opongan a la legalización del aborto por la novedad de hacer una elección que a sus madres no se les ofrecía? Elegir es aterrador. Y es cierto que el control por parte de las mujeres de su propia fertilidad ha llevado a los hombres a renunciar a sus antiguas responsabilidades. La elección también proporciona responsabilidad a los hombres. La elección desmitifica la maternidad y suprime algo del antiguo poder de las mujeres. Para una mujer que tiene otro poder, eso puede ser maravilloso, pero a una mujer que sólo tiene el impresionante poder de ser madre, seguramente le produce una sensación de pérdida. Después de todo, hace menos de cien años que las vidas de las mujeres se han transformado gracias a un parto aséptico y a un control fiable de la fertilidad. Esas dos cosas han cambiado el mundo tanto que casi no se puede reconocer. Esas dos cosas, y no meramente la ideología feminista, han producido una revolución en las vidas de las mujeres. Y algunas mujeres aparentemente todavía añoran el pasado. ¿Es tan extraño esto? El pasado puede que haya sido una esclavitud, pero era una esclavitud conocida. El igualar a las mujeres con su maternidad por lo menos proporcionaba una identidad ambivalente a las mujeres. En cuanto feministas deberíamos comprender esos sentimientos de pérdida, en lugar de burlarnos de ellos. Deberíamos reconocer la inmensa fuerza del nudo maternal y la gran importancia que una vez confería a las mujeres. Habiendo reconocido ese sentimiento de pérdida, podríamos insistir en el derecho de todas las mujeres a asumir la fuerza de la maternidad o a dejarla sin usar. La renuncia, después de todo, también es una forma de poder. Cuando veo a hordas enfurecidas atacando clínicas donde hacen abortos, o a las hordas silenciosas que hacen círculos sin levantar la voz en torno a las manifestaciones en favor de la elección, creo que estamos viendo a la última generación que siente nostalgia por los antiguos imperativos clónicos de la vida humana. ¿Por qué quieren liquidar a tiros a los médicos en nombre de la «vida»? Quieren matar la misma idea de elección. Quieren matarla primero dentro de sí mismas, luego dentro de nosotras. El que abracemos la libertad de elección en cierto modo niega su vida. Con todo, la maternidad no está libre de ambivalencias; es una fuerza oscura, irresistible, que se impone a muchas preferencias humanas. Deberíamos entender que algunas mujeres (y muchos hombres) temen que disminuya la maternidad. Puede que si abrimos nuestras mentes lo entendiéramos, pudiéramos combatir las ideas de los del derecho a la vida más efectivamente. Sospecho que yo entiendo esto debido a mi madre, mi madre que siempre estuvo desgarrada entre la maternidad y el arte, mi madre que nunca resolvió esa ambivalencia sino que me la pasó a mí. Lo que más me gustaría darle a mi hija es libertad. Y eso es algo que se debe dar con el ejemplo, no con consejos. Libertad es andar sin correa, licencia para ser diferente a la madre de una y, sin embargo, ser querida. Libertad no es mantener atada corta a tu hija, no es realizar una cli-toridectomía simbólica, no es insistir en que la propia hija comparta las propias limitaciones. Libertad también significa dejar que la propia hija la rechace a una cuando lo necesite y acuda a una cuando lo necesite. Libertad es un cariño sin condiciones. |
||
|