"Antes Del Fin" - читать интересную книгу автора (Sabato Ernesto)I Primeros tiempos y grandes decisiones Me acabo de levantar, pronto serán las cinco de la madrugada; trato de no hacer ruido, voy a la cocina y me hago una taza de té, mientras intento recordar fragmentos de mis semisueños, esos semisueños que, a estos ochenta y seis años, se me presentan intemporales, mezclados con recuerdos de la infancia. Nunca tuve buena memoria, siempre padecí esa desventaja; pero tal vez sea una forma de recordar únicamente lo que debe ser, quizá lo más grande que nos ha sucedido en la vida, lo que tiene algún significado profundo, lo que ha sido decisivo -para bien y para mal- en este complejo, contradictorio e inexplicable viaje hacia la muerte que es la vida de cualquiera. Por eso mi cultura es tan irregular, colmada de enormes agujeros, como constituida por restos de bellísimos templos de los que quedan pedazos entre la basura y las plantas salvajes. Los libros que leí, las teorías que frecuenté, se debieron a mis propios tropiezos con la realidad. Cuando me detienen por la calle, en una plaza o en el tren, para preguntarme qué libros hay que leer, les digo siempre: “Lean lo que les apasione, será lo único que los ayudará a soportar la existencia”. Por eso descarté el título de En el pueblo de campo donde nací, antes de irnos a dormir, existía la costumbre de pedir que nos despertaran diciendo: “Recuérdenme a las seis”. Siempre me asombró aquella relación que se hacía entre la memoria y la continuación de la existencia. La memoria fue muy valorada por las grandes culturas, como resistencia ante el devenir del tiempo. No el recuerdo de simples acontecimientos, tampoco esa memoria que sirve para almacenar información en las ahora computadoras: hablo de la necesidad de cuidar y transmitir las primigenias verdades. En las comunidades arcaicas, mientras el padre iba en busca de alimento y las mujeres se dedicaban a la alfarería o al cuidado de los cultivos, los chiquitos, sentados sobre las rodillas de sus abuelos, eran educados en su sabiduría; no en el sentido que le otorga a esta palabra la civilización cientificista, sino aquella que nos ayuda a vivir y a morir; la sabiduría de esos consejeros, que en general eran analfabetos, pero, como un día me dijo el gran poeta Senghor, en Dakar: “La muerte de uno de esos ancianos es lo que para ustedes sería el incendio de una biblioteca de pensadores y poetas”. En aquellas tribus, la vida poseía un valor sagrado y profundo; y sus ritos, no sólo hermosos sino misteriosamente significativos, consagraban los hechos fundamentales de la existencia: el nacimiento, el amor, el dolor y la muerte. En torno a penumbras que avizoro, en medio del abatimiento y la desdicha, como uno de esos ancianos de tribu que, acomodados junto al calor de la brasa, rememoran sus antiguos mitos y leyendas, me dispongo a contar algunos acontecimientos, entremezclados, difusos, que han sido parte de tensiones profundas y contradictorias, de una vida llena de equivocaciones, desprolija, caótica, en una desesperada búsqueda de la verdad. Me llamo Ernesto, porque cuando nací, el 24 de junio de 1911, día del nacimiento de san Juan Bautista, acababa de morir el otro Ernesto, al que, aun en su vejez, mi madre siguió llamando Ernestito, porque murió siendo una criatura. “Aquel niño no era para este mundo”, decía. Creo que nunca la vi llorar -tan estoica y valiente fue a lo largo de su vida- pero, seguramente, lo haya hecho a solas. Y tenía noventa años cuando mencionó, por última vez, con sus ojos humedecidos, al remoto Ernestito. Lo que prueba que los años, las desdichas, las desilusiones, lejos de facilitar el olvido, como se suele creer, tristemente lo refuerzan. Aquel nombre, aquella tumba, siempre tuvieron para mí algo de nocturno, y tal vez haya sido la causa de mi existencia tan dificultosa, al haber sido marcado por esa tragedia, ya que entonces estaba en el vientre de mi madre; y motivó, quizá, los misteriosísimos pavores que sufrí de chico, las alucinaciones en las que de pronto alguien se me aproximaba con una linterna, un hombre a quien me era imposible evitar, aunque me escondiera temblando debajo de las cobijas. O aquella otra pesadilla en la que me sentía solo en una cósmica bóveda, tiritando ante algo o alguien -no lo puedo precisar- que vagamente me recordaba a mi padre. Durante mucho tiempo padecí sonambulismo. Yo me levantaba desde el último cuarto donde dormíamos con Arturo, mi hermano menor y, sin tropezar jamás ni despertarme, iba hasta el dormitorio de mis padres, hablaba con mamá y luego, volvía a mi cuarto. Me acostaba sin saber nada de lo que había pasado, sin la menor conciencia. De modo que cuando a la mañana ella me decía, con tristeza -¡tanto sufrió por mí!-, con voz apenas audible: “Anoche te levantaste y me pediste agua”, yo sentía un extraño temblor. Ella temía ese sonambulismo, me lo dijo muchos años mas tarde, cuando me enviaron a La Plata para hacer los estudios secundarios, y ya ella no estuvo para protegerme. Pobre mamá, no comprendía, ni yo tampoco en aquel entonces, que ese tormento en gran parte era el resultado de la convivencia espartana, regida por mi padre. La tierra de mi infancia, como un pueblo estremecido por fuerzas extrañas, se hallaba invadida por el terror que sentía hacia él. Lloraba a escondidas, ya que nos estaba prohibido hacerlo y, para evitar sus ataques de violencia, mamá corría a ocultarme. Con tal desesperación mi madre se había aferrado a mí para protegerme, sin desearlo, ya que su amor y su bondad eran infinitos, que acabó aislándome del mundo. Convertido en un niño solo y asustado, desde la ventana contemplaba el mundo de trompos y escondidas que me había sido vedado. De alguna manera, nunca dejé de ser el niño solitario que se sintió abandonado, por lo que he vivido bajo una angustia semejante a la de Pessoa: Y así, de una u otra forma, necesité compasión y cariño. Cuando me enviaron desde mi pueblo al Colegio Nacional de La Plata para hacer el secundario, en el instante en que me pusieron en el ferrocarril, sentí resquebrajarse el suelo incierto sobre el cual me movía, pero al que aún le aguardaban peores hundimientos. Durante un tiempo, seguí soñando con aquella madre que veía entre lágrimas, mientras me alejaba hacia qué infinita soledad. Y cuando la vida había marcado ya en mi rostro las desdichas, cuántas veces, en un banco de plaza, apesadumbrado y abatido, he esperado nuevamente un tren de regreso. Camino por la Costanera Sur contemplando el portentoso río que, en el crepúsculo del siglo pasado, cruzaron miles de españoles, italianos, judíos, polacos, albaneses, rusos, alemanes, corridos por el hambre y la miseria. Los grandes visionarios que entonces gobernaban el país, ofrecieron esa metáfora de la nada que es nuestra pampa a “Todos los hombres de buena voluntad”, necesitados de un hogar, de un suelo en que arraigarse, dado que es imposible vivir sin patria, o Matria, como pretería decir Unamuno, ya que es la madre el verdadero fundamento de la existencia. Pero en su mayoría, esos hombres encontraron otro tipo de pobreza, causada por la soledad y la nostalgia, porque mientras el barco se alejaba del puerto, con el rostro surcado por lágrimas, veían cómo sus madres, hijos, hermanos, se desvanecían hacia la muerte, ya que nunca los volverían a ver. De ese irremediable desconsuelo nació la más extraña canción que ha existido, el tango. Una vez el genial Enrique Santos Discépolo, su máximo creador, lo definió como un pensamiento triste que se baila. Artistas sin pretensiones, con los instrumentos que les venían a mano, algún violín, una flauta, una guitarra, escribieron una parte fundamental de nuestra historia sin saberlo. ¿Qué marinero, desde algún puerto germánico, trajo entre sus manos el instrumento que le daría su sello más hondo y dramático: el bandoneón? Creado para servir a Dios por las calles, en canciones religiosas de los servicios luteranos, aquel instrumento humilde encontró su destino a miles de leguas. Con el bandoneón, sombrío y sagrado, el hombre pudo expresar sus sentimientos más profundos. Cuántos de esos inmigrantes seguirían viendo sus montañas y sus ríos, separados por la pena y por los años, desde esta inmensa factoría caótica, esta ciudad levantada sobre el puerto, y ahora convertida en un desierto de amontonadas soledades. Y al caminar por este terrible Leviatán, por las costas que por primera vez divisaron aquellos inmigrantes, creo oír el melancólico quejido del bandoneón de Troilo. Entre esa multitud de colonizadores, mis padres llegaron a estas playas con la esperanza de fecundar esta “Tierra de promisión”, que se extendía más allá de sus lágrimas. Mi padre descendía de montañeses italianos, acostumbrados a las asperezas de la vida, en cambio mi madre, que pertenecía a una antigua familia albanesa, debió soportar las carencias con dignidad. Juntos se instalaron en Rojas que, como gran parte de los viejos pueblos de la pampa, fue uno de los tantos fortines que levantaron los españoles y que marcaban la frontera de la civilización cristiana. Recuerdo a un viejo indio que me contaba anécdotas de sangrientas luchas y de malones, que trenzaba sus tientos con paciencia y que, cuando le dijeron que transmitirían por una radio a galena la pelea de Firpo con Dempsey, contestó “cuando más cencia más mandinga”. En este pueblo pampeano mi padre llegó a tener un pequeño molino harinero. Centro de candorosas fantasías para el niño que entonces yo era, cuando los domingos permanecía en el taller haciendo cositas en la carpintería, o subíamos con Arturo a las bolsas de trigo, y a escondidas, como si fuera un misterioso secreto, pasábamos la tarde comiendo galletitas. Mi padre era la autoridad suprema de esa familia en la que el poder descendía jerárquicamente hacia los hermanos mayores. Aún me recuerdo mirando con miedo su rostro surcado a la vez de candor y dureza. Sus decisiones inapelables eran la base de un férreo sistema de ordenanzas y castigos, también para mamá. Ella, que siempre fue muy reservada y estoica, es probable que a solas haya sufrido ese carácter tan enérgico y severo. Nunca la oí quejarse y, en medio de esas dificultades, debió asumir la ardua tarea de criar once hijos varones. La educación que recibimos dejó huellas tristes y perdurables en mi espíritu. Pero esa educación, a menudo durísima, nos enseñó a cumplir con el deber, a ser consecuentes, rigurosos con nosotros mismos, a trabajar hasta terminar cualquier tarea empezada. Y si hemos logrado algo, ha sido por esos atributos que ásperamente debimos asimilar. La severidad de mi padre, en ocasiones terrible, motivó, en buena medida, esa nota de fondo de mi espíritu, tan propenso a la tristeza y a la melancolía. Pero también fue el origen de la rebeldía en dos de mis hermanos que huyeron de casa: Humberto, de quien luego hablaré, y Pepe, llamado en nuestro pueblo “el loco Sabato”, que acabó yéndose con un circo, para deshonra de mi familia burguesa. Decisión que entristeció a mi madre, pero que ella sobrellevó con el estoicismo que mantuvo hasta su vejez, cuando a los noventa años, luego de largos padecimientos, murió serenamente en su cama en brazos de Matilde. Mi hermano Pepe tuvo pasión por el teatro y actuaba en los conjuntos pueblerinos que se llamaban “Los treinta amigos unidos” y, cuando en el cine-teatro Debajo de la aspereza en el trato, mi padre ocultaba su lado más vulnerable, un corazón cándido y generoso. Poseía un asombroso sentido de la belleza, tanto que, cuando debieron trasladarse a La Plata, él mismo diseñó la casa en que vivimos. Tarde descubrí su pasión por las plantas, a las que cuidaba con una delicadeza para mí hasta entonces desconocida. Jamás lo he visto faltar a la palabra empeñada, y con los años, admiré su fidelidad hacia los amigos. Como fue el caso de don Santiago, el sastre que enfermó de tuberculosis. Cuando el doctor Helguera le advirtió que la única posibilidad de sobrevivir era irse a las sierras de Córdoba, mi padre lo acompañó en uno de esos estrechos camarotes de los viejos ferrocarriles, donde el contagio parecía inevitable. Recuerdo siempre esta actitud que define su devoción por la amistad y que supe valorar varios años después de su muerte, como suele ocurrir en esta vida que, a menudo, es un permanente desencuentro. Cuando se ha hecho tarde para decirle que lo queremos a pesar de todo y para agradecerle los esfuerzos con que intentó prevenirnos de las desdichas que son inevitables y, a la vez, aleccionadoras. Porque no todo era terrible en mi padre, y con nostalgia entreveo antiguas alegrías, como las noches en que me tenía sobre sus rodillas y me cantaba canciones de su tierra, o cuando por las tardes, al regresar del juego de naipes en el Club Social, me traía Desgraciadamente, él ya no está y cosas fundamentales han quedado sin decirse entre nosotros; cuando el amor es ya inexpresable, y las viejas heridas permanecen sin cuidado. Entonces descubrimos la última soledad: la del amante sin el amado, los hijos sin sus padres, el padre sin sus hijos. Hace muchos años fui hasta aquella Paola de San Francesco donde un día se enamoró de mi madre; entreviendo su infancia entre esas tierras añoradas, mirando hacia el Mediterráneo, incliné la cabeza y mis ojos se nublaron. A medida que nos acercamos a la muerte, también nos inclinamos hacia la tierra. Pero no a la tierra en general sino a aquel pedazo, a aquel ínfimo pero tan querido, tan añorado pedazo de tierra en que transcurrió nuestra infancia. Y porque allí dio comienzo el duro aprendizaje, permanece amparado en la memoria. Melancólicamente rememoro ese universo remoto y lejano, ahora condensado en un rostro, en una humilde plaza, en una calle. Siempre he añorado los ritos de mi niñez con sus Reyes Magos que ya no existen más. Ahora, hasta en los países tropicales, los reemplazan con esos pobres diablos disfrazados de Santa Claus, con pieles polares, sus barbas largas y blancas, como la nieve de donde simulan que vienen. No, estoy hablando de los Reyes Magos que en mi infancia, en mi pueblo de campo, venían misteriosamente cuando ya todos los chiquitos estábamos dormidos, para dejarnos en nuestros zapatos algo muy deseado; también en las familias pobres, en que apenas dejaban un juguete de lata, o unos pocos caramelos, o alguna tijerita de juguete para que una nena pudiera imitar a su madre costurera, cortando vestiditos para una muñeca de trapo. Hoy a esos Reyes Magos les pediría sólo una cosa: que me volvieran a ese tiempo en que creía en ellos, a esa remota infancia, hace mil años, cuando me dormía anhelando su llegada en los milagrosos camellos, capaces de atravesar muros y hasta de pasar por las hendiduras de las puertas -porque así nos explicaba mamá que podían hacerlo-, silenciosos y llenos de amor. Esos seres que ansiábamos ver, tardándonos en dormir, hasta que el invencible sueño de todos los chiquitos podía más que nuestra ansiedad. Sí, querría que me devolvieran aquella espera, aquel candor. Sé que es mucho pedir, un imposible sueño, la irrecuperable magia de mi niñez con sus navidades y cumpleaños infantiles, el rumor de las chicharras en las siestas de verano. Al caer la tarde, mamá me enviaría a la casa de Misia Escolástica, la Señorita Mayor; momentos del rito de las golosinas y las galletitas Sí, querría que me devolvieran a esa época cuando los cuentos comenzaban “Había una vez…” y, con la fe absoluta de los niños, uno era inmediatamente elevado a una misteriosa realidad. O aquel conmovedor ritual, cuando llegaba la visita de los grandes circos que ocupaban la Plaza España y con silencio contemplábamos los actos de magia, y el número del domador que se encerraba con su león en una jaula ubicada a lo largo del picadero. Y el clown, Scarpini y Bertoldito, que gustaba de los papeles trágicos, hasta que una noche, cuando interpretaba Lo rememoro siempre que contemplo los payasos que pintó Rouault: esos pobres bufones que, al terminar su parte, en la soledad del carromato se quitan las lentejuelas y regresan a la opacidad de lo cotidiano, donde los ancianos sabemos que la vida es imperfecta, que las historias infantiles con Buenos y Malvados, Justicia e Injusticia, Verdad y Mentira, son finalmente nada más que eso: inocentes sueños. La dura realidad es una desoladora confusión de herniosos ideales y torpes realizaciones, pero siempre habrá algunos empecinados, héroes, santos y artistas, que en sus vidas y en sus obras alcanzan pedazos del Absoluto, que nos ayudan a soportar las repugnantes relatividades. En la soledad de mi estudio contemplo el reloj que perteneció a mi padre, la vieja máquina de coser New Home de mamá, una jarrita de plata y el Colt que tenía papá siempre en su cajón, y que luego fue pasado como herencia al hermano mayor, hasta llegar a mis manos. Me siento entonces un triste testigo de la inevitable transmutación de las cosas que se revisten de una eternidad ajena a los hombres que las usaron. Cuando los sobreviven, vuelven a su inútil condición de objetos y toda la magia, todo el candor, sobrevuela como una fantasmagoría incierta ante la gravedad de lo vivido. Restos de una ilusión, sólo fragmentos de un sueño soñado. Al terminar la escuela primaria de mi pueblo, en 1923, en medio del desgarramiento más hondo de mi vida, mi hermano Pancho me llevó a La Plata para completar mis estudios. Recuerdo la primera noche, con su enigmática madrugada en la casa de la calle Pedro Echagüe, oyendo entre sueños un ruido inédito para mí, que a través de las décadas se ha conservado como una imagen de mi tristeza infantil: el sonido de los cascos de caballos y de las chatas por el empedrado. Remotísimos tiempos en que no había jeans, cuando los chicos llevábamos pantaloncitos cortos y los pantalones largos simbolizaban un terrible acontecimiento en nuestras vidas, marcado por el orgullo y por la vergüenza. Muchas veces, lloré durante la noche en esa ciudad que luego llegó a estar tan entrañablemente unida a mi destino. En los penosos días que precedieron al comienzo de las clases, tuve uno de los dolores más grandes. Me había llevado al bosque una paletita de lata, una humilde imitación de la paleta de un pintor, comprada por mi hermano en la ferretería del pueblo. Tenía pastillas de acuarelas que para mí eran un tesoro, con las que copiaba láminas de almanaques. Recuerdo una Pregunté cómo ir hasta el famoso bosque de La Plata y allí me fui con las acuarelas, un frasco con agua, un par de pinceles y un cuaderno de hojas blancas. Me senté en el pasto entre los enormes eucaliptos y empecé a pintar uno de esos troncos descascarados, con sus cambiantes matices de verdes, ocres y marrones, imbricados de una manera que me conmovía. Todo era plácido en aquella mañana y, por el poder de la belleza, había olvidado mi melancolía. De pronto se produjo un cataclismo: yo tenía menos de doce años y estaba solo, en una ciudad desconocida, cuando sorpresivamente apareció un grupo de muchachones, de unos quince años, que riéndose de mí, me arrebataron la paleta, pisotearon las humildes pastillas de acuarela, me rompieron los pinceles y arrojaron lejos la botellita con agua; riéndose, hasta que se fueron. Durante un tiempo que me pareció infinito, yo permanecí sentado en el césped, mientras me caían las lágrimas. Luego logré levantarme y volví lentamente hacia mi pensión, pero me perdí y tuve que preguntar varias veces dónde estaba mi calle. Cuando por fin llegué, entré en mi cuartito y permanecí todo el día en la cama. Tiritaba como si tuviese fiebre, o quizá la tuve. He vuelto a la Universidad de La Plata ¡después de tantos años! y se han despertado en mí recuerdos olvidados, sentimientos que yacían en mi alma. En este colegio y en esta ciudad, se echaron las raíces de todo lo que luego tuvo que ser. Porque el tiempo transcurrido, las ciudades que más tarde recorrí por el mundo, no pudieron borrar sus calles arboladas, estos tilos, estos plátanos. Pasaron los años, pero una y otra vez vuelve a mi memoria esta ciudad, donde acontecieron momentos importantes de mi vida. Donde nos conocimos con Matilde, donde terminamos el bachillerato y luego la Universidad. Aquí nació nuestro hijo Jorge Federico y aquí murieron también nuestros padres. En estos patios, en este bosque a veces auspicioso, a veces melancólico, se forjaron las ideas esenciales que me acompañaron en la vida. La Universidad, fundada por don Joaquín V. González, fue famosa en toda Hispanoamérica. Asistían alumnos que venían de Colombia, de Perú, de Bolivia, de Guatemala, quienes creaban sus propias colonias en caserones; una Universidad que contrató en Europa hombres eminentes de ciencia y humanidades, como fue el caso de los Schiller. Había nacido con una inspiración distinta, estaba formada por grandes institutos científicos, organizados por notables hombres, como el astrónomo Hartmann, con un nivel similar a los centros de Heidelberg o Goettingen. La Universidad llegaba, verticalmente, hasta la enseñanza secundaria y primaria, donde los chicos tenían hasta una imprenta propia. ¡Cómo añoro aquel Colegio donde no se fabricaban profesionales!, donde el ser humano aún era una integridad, cuando los hombres defendían el humanismo más auténtico, y el pensamiento y la poesía eran una misma manifestación del espíritu. En el ex libris de la Universidad, se hallaba escrita una frase de aquel noble científico que fue Emil Bosse: “Toma la verdad y llévala por el mundo”; él era uno de esos hombres que anhelaban ansiosos el espíritu puro, pero lo deponía o lo postergaba para arremangarse y ensuciarse las manos forjando esta nación que hoy es casi un doloroso desecho. En la época en que cursaba el primer año, supimos que tendríamos como profesor a un “mexicano” que en rigor era puertorriqueño. Y se me cierra la garganta al recordar la mañana en que vi entrar a la clase a ese hombre silencioso, aristócrata en cada uno de sus gestos que con palabra mesurada imponía una secreta autoridad: Pedro Henríquez Ureña. Aquel ser superior, tratado con mezquindad y reticencia por sus colegas, con el típico resentimiento de los mediocres, al punto que jamás llegó a ser profesor titular de ninguna de las facultades de letras. A él debo mi primer acercamiento a los grandes autores, y su sabia admonición que aún recuerdo: “Donde termina la gramática empieza el gran arte”. Porque no era partidario de una concepción purista del lenguaje, por el contrario, estaba cerca de Vossler y Humboldt, que consideraban el idioma como una fuerza viva en permanente transformación. En años posteriores, junto con él y Raimundo Lida, tuvimos largas conversaciones sobre estos temas en el Instituto de Filología, que por ese entonces dirigía Amado Alonso. Cuando alguna vez he vuelto a viajar en tren, soñé con encontrar a ese profesor de mi secundaria, sentado en algún vagón, con el portafolio lleno de deberes corregidos, como esa vez -¡hace tanto!- cuando juntos en un tren, yo le pregunté, apenado de ver cómo pasaba los años en tareas menores, “¿Por qué, Don Pedro, pierde tiempo en esas cosas?” Y él, con su amable sonrisa, me respondió: “Porque entre ellos puede haber un futuro escritor”. ¡Cuánto le debo a Henríquez Ureña! Aquel hombre encorvado y pensativo, con su cara siempre melancólica. Perteneció a una raza de intelectuales hoy en extinción, un romántico a quien Alfonso Reyes llamó “testigo insobornable”, un hombre capaz Por eso, cuando la enfermedad de Humberto se agravó, me entristeció enormemente que se lo engañara diciéndole que era una simple infección, si en verdad todos sabíamos que se trataba de un terrible cáncer de Jamás olvidaré el silencio; aquellos ojos bien abiertos parecieron divisar el fin, sin abatimiento, con esa serenidad que siempre lo había fortalecido. Encendió un cigarrillo. No lloramos. No Todos lloraron la pérdida de Humberto, alguien que había sido, como dijo durante el entierro uno de sus grandes amigos, “Nada menos que todo un hombre”. Sí, querido hermano, fuiste esa clase de hombres de la talla de Saint-Exupéry, quien luchó en su avión contra la tempestad, junto con su telegrafista, unidos en el silencio, por el peligro común pero también, por la esperanza. Esos hombres que levantaron su altar en medio de la mugre, con su camaradería ante el fracaso y la muerte. Los conflictivos años de mi secundaria, además del tiempo de dolorosas angustias, fueron también de importantes descubrimientos. El primer día de clase aconteció una portentosa revelación. En un banco no demasiado visible, asustado y solitario chico de un pueblo pampeano, vi a don Edelmiro Calvo, aindiado caballero de provincia, alto y de porte distinguido, demostrar con pulcritud el primer teorema. Quedé deslumbrado por ese mundo perfecto y límpido. No sabía aún que había descubierto el universo platónico, ajeno a los horrores de la condición humana; pero sí intuí que esos teoremas eran como majestuosas catedrales, bellas estatuas en medio de las derruidas torres de mi adolescencia. Para apaciguar el caos de mi alma volqué mis emociones y ansiedades en una serie de cuadernos, diarios, que quemé cuando fui más grande. Por la angustia en que vivía, busqué refugio en las matemáticas, en el arte y en la literatura, en grandes ficciones que me pusieron al resguardo en mundos remotos y pasados. De la biblioteca del colegio, tan vasta, y para mí inexplorada, aunque estaba sabiamente organizada, leí siempre a tumbos, empujado por mis simpatías, ansiedades e intuiciones. Recuerdo las bibliotecas de barrio fundadas por hombres pobres e idealistas que, con grandes esfuerzos, luego de todo un día de trabajo, aún tenían ánimo para atender cariñosamente a los chicos, ansiosos de fantasías y aventuras. Desde mi modesto cuartito de la calle 61, me embargaba hacia los mundos de Salgari y de Julio Verne; así como más tarde me recreé en las grandes creaciones del romanticismo alemán: Con los años leí apasionadamente a los grandes escritores de todos los tiempos. He dedicado muchas horas a la lectura y siempre ha sido para mí una búsqueda febril. Nunca he sido un lector de obras completas y no me he guiado por ninguna clase de sistematización. Por el contrario, en medio de cada una de mis crisis he cambiado de rumbo, pero siempre me comporté frente a las obras supremas como si me adentrara en un texto sagrado; como si en cada oportunidad se me revelaran los hitos de un viaje iniciático. Las cicatrices que han dejado en mi alma atestiguan que de algo de eso se ha tratado. Las lecturas me han acompañado hasta el día de hoy, transformando mi vida gracias a esas verdades que sólo el gran arte puede atesorar. En la irremediable soledad de este amanecer escucho a Brahms, y siempre, por sus melancólicas trompas vuelvo a vislumbrar, tenue pero seguramente, los umbrales del Absoluto. Pienso en los tiempos en que Matilde aún podía caminar, apoyada en su bastón, cuando Gladys la traía al estudio y la sentaba a mi lado, sostenida entre almohadones. Yo ponía algo de Schubert, de Corelli, o de algún otro músico que tanto bien le hacía en momentos de tristeza. Escuchábamos la música mientras ella se iba adormeciendo, poco a poco, hasta quedar dormida, con la cabeza inclinada hacia un costado. Yo la contemplaba con los ojos humedecidos. Al cabo de un tiempo se despertaba y preguntaba: “¿Por qué no nos vamos a casa?”, con voz imperceptible. “Sí -le decía entonces- en seguida nos iremos.” Y con la ayuda de Gladys regresaba a su habitación. Recuerdo muy bien un día lejano de 1968, cuando viajamos con Matilde a la ciudad de Stuttgart, donde me entregarían un premio. Al llegar, peregrinamos -es la palabra adecuada, ya que era un momento de religioso respeto- a Tübingen, y entramos en el Seminario Evangélico, donde contemplamos emocionados el banco en el que se habían sentado el joven estudiante Schelling y su compañero Hegel. Permanecimos en silencio. Luego nos llegamos hasta la casita del carpintero Zimmer, donde durante treinta y seis años vivió loco Hölderlin, cariñosamente protegido por aquel humilde ser humano; uno de esos hechos absolutos que redimen a la humanidad. Desde la terrezuela miramos correr el río Neckar, como tantas veces lo habría contemplado aquel genio delirante. Creo que más tarde recorrimos un tramo del Rhin que nos evocó un pasado de baladas, bardos, héroes, bandidos y leyendas: Rolando, que llega demasiado tarde a la isla de Nonnenwert, únicamente para saber que su amada, sin consuelo, había tomado los hábitos, y Lohengrin, y el castillo de Cleves, imponentes y sombríos. En el lloviznoso atardecer de otoño, contemplamos los restos de los castillos feudales, las fortalezas en ruinas que presenciaron feroces combates, que guardaron horribles o bellos secretos de amores incestuosos, de soledades, de traiciones. Ahí estaba Die Feindlichen Bruder, los restos declinantes de las torres de los dos hermanos enemigos, y La Muralla de las Querellas. En lo alto de la montaña, hacia el naciente, las ruinas sombrías entre ráfagas de helada llovizna. Y también, La Torre de las Ratas, donde el obispo Hatto II, después de haber mandado quemar a los campesinos hambrientos, fue encerrado vivo en su torre, para ser devorado por esos horrendos bichos. Hasta que divisamos la aciaga garganta de Loreley, y miramos hacia arriba, hacia lo alto del promontorio que cae a pique sobre las aguas del río, como si aún quisiéramos entrever la silueta de la hechicera que llevaba a la muerte con su canto. Entonces, resucitando desde nuestra juventud, acudieron a mi memoria fragmentos de uno de aquellos Ruinas majestuosas aparecían ante los turistas, con sus cámaras y salchichas; como un heraldo que, después de penosas vicisitudes, con su vestimenta sucia y desgarrada tratara de transmitirnos un bello y patético mensaje, en medio de empujones, gritos y vulgaridades. Y lográndolo, a pesar de todo, merced al misterioso poder de la poesía. Hacia los dieciséis años empecé a vincularme con grupos anarquistas y comunistas, porque nunca soporté la injusticia social, y porque algunos estudiantes eran hijos de obreros, de inmigrantes socialistas, con quienes nos debatíamos durante la noche en interminables discusiones, a veces violentas y en ocasiones fraternales, que solían durar hasta altas horas de la madrugada. Una de esas reuniones se hizo en la casa de Hilda Schiller, hija del geólogo alemán Walter Schiller. Ella había formado un grupo de chicas que llamó Atalanta, a las que aleccionaba desde el deporte hasta la historia y la literatura. Allí, una jovencita me escuchó con sus grandes ojos fijos, como si yo -pobre de mí- fuese una especie de divinidad. Aquella muchacha era Matilde. De ese tiempo, recuerdo las manifestaciones del Primero de Mayo, una conjunción de protesta y a la vez de profunda tristeza por los mártires de Chicago. Eterno funeral por modestos héroes, obreros que lucharon por ocho horas de trabajo y que luego fueron condenados a muerte: Albert Parsons, Adolf Fischer, George Engel, August Spies y Louis Lingg, el de veintitrés años que se mató haciendo estallar un tubito de fulminato de mercurio en la boca. Los cuatro restantes fueron ahorcados. Posteriormente, la investigación probó que eran inocentes de la bomba arrojada contra la policía. Estos obreros declararon estar orgullosos de su lucha por la justicia social y denunciaron a los jueces y al sistema del cual ellos eran típicos representantes. Hasta el último momento no renegaron de sus convicciones. Muchos años después, el gobernador reconoció la inocencia de estos hombres, y se levantó un monumento, la Tumba de los Mártires. También se organizaban entonces marchas por el general Sandino y por los nobles y valientes Sacco y Vanzetti. Las manifestaciones congregaban a unos cien mil obreros y estudiantes, unos bajo la bandera roja de los socialistas, y los anarquistas bajo la bandera rojinegra. En todo el mundo se hicieron protestas en solidaridad por aquellos dos mártires del movimiento, condenados a muerte por un crimen que no cometieron. Al igual que con los obreros de Chicago, los tribunales norteamericanos debieron reconocer su inocencia. Hasta el momento mismo en que fueron salvajemente atados a la silla, declararon su inocencia. Murieron con coraje y dignidad. En una gran película que luego de un tiempo hicieron los norteamericanos con la intención de mostrar la verdad, aparece esta conmovedora carta que Vanzetti le escribió a su hijo: Bartolomé Vanzetti Las discusiones y peleas entre anarquistas y marxistas eran frecuentes, pero así y todo, tuve compañeros de ambos lados con quienes hasta hoy -¡los que sobrevivimos!- tenemos largas conversaciones recordando aquellos años heroicos. Con cuánta emoción me viene a la memoria aquel tiempo en que inventaba -o descubría en el fondo de mi alma- a ese analfabeto Carlucho, uno de esos anarquistas infinitamente bondadosos que iban de pueblo en pueblo caminando, hasta llegar a alguna estancia donde se acostumbraba tener un catre para esos seres que predicaban en la noche, alrededor del fogón, lo hermoso que era el anarquismo. Y Carlucho, ese hombretón, que por causa de las torturas había perdido su fuerza, tuvo finalmente un kiosco donde le explicaba con torpes palabras a un chiquilín llamado Nacho, proveniente de una familia aristocrática, por qué era hermoso el anarquismo. Le contaba cómo los hombres encerraban a grandes e inocentes hipopótamos para servir de diversión a los chicos, lejos de sus praderas africanas, de sus bellísimos amaneceres y de su remota libertad. La Revolución Rusa tenía aún el resplandor romántico de aquel Octubre, y los compañeros comunistas terminaron por convencerme, decían que los anarquistas eran utópicos y que jamás lograrían tomar el poder como lo habían hecho ellos en el imperio zarista. Como aún no habían empezado el stalinismo y sus crímenes, sentí, con romántico fanatismo, que la revolución del proletariado acabaría trayéndoles a los hombres el orbe puro que había vislumbrado en las matemáticas. Me alejé de los claustros universitarios y me afilié a la Juventud Comunista; y junto a ellos, recorrí los grandes frigoríficos Armour y Swift, ubicados en Berisso, un pueblo suburbano de La Plata, donde los obreros vivían en la miseria más aterradora, amontonados en casuchas de zinc, entre verdes y malolientes pantanos, arriesgándolo todo en su lucha por un aumento de veinte centavos la hora. Aún hoy recuerdo esa confraternidad entre obreros y estudiantes, y con profunda emoción la reivindico. En 1930 se produjo el primer golpe militar, terrible y sanguinario, y que fue la consecuencia del peligro que significaban para los militares y los capitalistas, los movimientos sociales. La dictadura de Uriburu sería la precursora de los siguientes golpes de Estado que sufrió nuestro país. Aquel primer golpe fue decisivo en mi vida pues tuve que ingresar en la clandestinidad, primero por mi condición de militante -siempre desprecié a los revolucionarios de salón- y luego, porque llegué a ser secretario de la Juventud Comunista, y era muy buscado por los represores. A causa de las persecuciones debí escaparme de La Plata, interrumpí los estudios y abandoné a mi familia para instalarme en Avellaneda, el centro obrero más importante. Por la suerte que siempre me ha acompañado, no caí en manos de la siniestra Sección Especial contra el Comunismo, famosa por sus torturas, y que andaba detrás de mí. Debí cambiar de pensión y de nombre cada cierto tiempo; y en una oportunidad me salvé saltando por una ventana. Entonces llevaba el nombre de Ferri, quizá -ahora lo pienso- derivado inconscientemente del apellido Ferrari, de mi madre. La militancia era muy peligrosa y no se limitaba al trabajo, existía también una formación teórica obligatoria, en la que se estudiaba no sólo a Marx sino también a otros escritores. A los obreros se les hablaba de libertad pero eran encarcelados por participar en las huelgas; se les hablaba de justicia pero eran reprimidos y bárbaramente torturados; el hábeas corpus y otros recursos constitucionales se burlaban cínicamente en la práctica de todos los días. Hasta que las amenazas y peligros de muerte que padecíamos cayeron sobre dos grandes dirigentes anarquistas: Severino Di Giovanni y Scarfó. A Di Giovanni lo conocí en el Centro Cultural Ateneo, y, a pesar de su aspecto de maestro de escuela, con su pistola y su banda, llegó a ser una figura de leyenda. Ellos cayeron presos y, frente al pelotón de Fusilamiento, murieron gritando: “¡Viva la anarquía!”; grito que, después de sesenta y tantos años, aún me sigue conmoviendo. Ya nada queda de la pensión de la calle Potosí donde una tarde, traída por un buen amigo, llegó Matilde de diecinueve años, huyendo de un hogar en que se la adoraba, para venir a juntarse en una piezucha de Buenos Aires, con esta especie de delincuente que era yo. Para luchar en la clandestinidad contra la dictadura del general Uriburu, por un mundo sin miseria y sin desamparo. Una utopía, claro, pero sin utopías ningún joven puede vivir en una realidad horrible. Allí, muchas veces soportamos el hambre, cuando compartíamos un poco de pan y mate cocido, salvo en los días de suerte, en que la generosa Doña Esperanza, encargada de la pensión, nos golpeaba la puerta para ofrecernos un plato de comida. En esos tiempos de pobreza y persecución, se desencadenó una grave crisis, y finalmente, mi alejamiento de aquel movimiento por el que tanto había arriesgado. Los miembros del Partido que, por supuesto, vigilaban cualquier “desviación”, advirtieron en mí ciertos indicios sospechosos. En conversaciones con camaradas íntimos yo sostuve que la dialéctica era aplicable a los hechos del espíritu, pero no a los de la naturaleza, de modo que el “materialismo dialéctico” era toda una contradicción. Alguien que no haya conocido a fondo la mentalidad del comunismo militante podría pensar que eso no era grave, cuando en rigor era gravísimo para los dirigentes, que consideraban un delito separar la teoría de la práctica. Sería largo de explicar en qué fundamentos me basaba, lo único que puedo decir es que esto sucedió hacia 1935, y que muchos años más tarde, en un encuentro teórico realizado en la Mutualité de París, se debatió ese problema entre grandes filósofos como Sartre y otros, en el que se sostuvo precisamente lo mismo. Sea como fuere, aquella hipótesis era arriesgadísima porque el marxismo-leninismo estaba codificado de una manera férrea e inapelable. El Partido -palabra que siempre se escribía con mayúscula- resolvió mandarme por dos años a las Escuelas Leninistas de Moscú, donde uno se curaba o terminaba en un gulag o en un hospital psiquiátrico. Sin duda habría acabado en uno de esos campos de concentración, dada la convicción profunda que tenía sobre ese disparate filosófico. Por el espíritu de sacrificio que reinaba en los militantes, Matilde aceptó tristemente mi viaje a la Unión Soviética por dos años -y quizá para siempre- quedando ella oculta en casa de mi madre. Antes de ir a Moscú debía pasar por el Congreso contra el Fascismo y la Guerra, que presidía en Bruselas Henri Barbusse, organizado por el Partido y bajo su riguroso control. El viaje partía de Montevideo, yo atravesé de noche el Delta del Río de la Plata, en una lancha de contrabandistas, para luego seguir en barco, con documentos falsos, hasta Amberes; y finalmente, en tren hasta Bruselas. Allí tuve la oportunidad de escuchar a gente de la Schutzbund, de Austria, y a militantes que venían de Alemania donde el hitlerismo estaba en ascenso. Me pusieron en un cuarto de los llamados En uno de esos diálogos que teníamos antes de dormir, surgió una discusión, y cometí el peligroso error de manifestar mis dudas sobre aquel problema filosófico. A la mañana siguiente le dije a mi compañero que me dolía el estómago, y que iría en cuanto me aliviara el dolor. Después de una hora o más, cuando consideré que él no volvería, arreglé mi valijita y me escapé a París en tren. Ya habían comenzado los “procesos” del siniestro imperio stalinista y apenas tuve esa conversación con Pierre, comprendí que si iba a Moscú no volvería jamás. Todos los diálogos, las experiencias que conocí a través de militantes de otros países, acabaron por agrietar ya en forma irreversible la frágil construcción que en mi mente se vino abajo. Como había ido a Bruselas ya con graves dudas sobre la dictadura de Stalin, en Buenos Aires, un amigo ex simpatizante del Partido, me había dado la dirección de un trotskista argentino director de un semanario francés, que años más tarde moriría en un tanque en tiempos de la Guerra Civil Española. Él me puso en contacto con un portero de la École Normale Supérieure, ex comunista, que me ofreció dormir en su cuartucho, en una de esas grandes camas de París. Como no había calefacción y el frío era intenso en aquel 1935, además de las mantas, nos cubríamos con una cantidad de De regreso en el país, espiritualmente destrozado me encerré en el Instituto de Físico-Matemática, y en pocos años terminé mi doctorado. Allí me preparaba casi a diario para resistir los insultos y los agravios por mi “traición” al comunismo, cuando en rigor era todo lo contrario. El gran traidor fue ese hombre monstruoso, ex seminarista, que liquidó a todos los que habían hecho verdaderamente la revolución, hasta alcanzar en el extranjero al propio Trotsky, uno de los más brillantes y audaces revolucionarios de la primera hora, asesinado en México por los hachazos stalinistas. En medio de la crisis total de la civilización que se levantó en Occidente por la primacía de la técnica y los bienes materiales, miles de muchachos volvimos los ojos hacia la gran revolución que en Rusia pareció anunciar la libertad del hombre. No lo hicimos luego de haber estudiado minuciosamente En la época del famoso “Boom”, más allá de sus valores literarios, muchos escritores me acusaron de traidor al comunismo, pretendiendo ignorar que yo había vivido aquella entrega, pero también, la desilusión de ver cómo el stalinismo había corrompido los principios que el movimiento pretendía enaltecer. Y algunos de estos comunistas de salón, a los que los franceses llaman Sin embargo, se mantuvieron callados ante las atrocidades cometidas por el régimen soviético, torturas y asesinatos que, como suele suceder, se perpetraron en nombre de grandes palabras en favor de la humanidad. Camus tenía razón al decir que “siempre hay una filosofía para la falta de valor”. Ellos guardaron silencio cuando pudieron y debieron decir cosas sin temor a disentir, lo que es legítimo en reuniones pero indefendible en hechos que hacen al honor y a los valores por los que muchos, de manera horrenda y despiadada, perdieron su vida. No hay dictaduras malas y dictaduras buenas, todas son igualmente abominables, como tampoco hay torturas atroces y torturas beneficiosas. Y la lucha contra el capitalismo no debería haberles impedido el repudio de los actos que atentaban contra la dignidad de la criatura humana, cualquiera haya sido el nombre de la ideología que pretendía justificarlos. ¡Qué diferente habría sido la situación si el “socialismo utópico” no hubiera sido destruido por el “socialismo científico” de Marx! Equivocadamente se cree que los anarquistas son espíritus destructivos, hombres con piloto que en su portafolio trasladan una bomba. Desde luego, al igual que en toda empresa que lleva la impronta del ser humano, en aquel movimiento se infiltraban delincuentes y pistoleros -alguno de los cuales conocí en los años treinta-, pero eso no debe hacernos olvidar a esos seres nobles, que ansiaban un mundo mejor, donde el hombre no se convirtiera en ese lobo despiadado que vaticinó Hobbes. Otra falacia frecuente es considerar que estos espíritus rebeldes eran resentidos sociales, ya que han sido anarquistas desde el príncipe Bakunin al conde Tolstoi, pasando por el poeta Shelley, el conde de Saint-Simon, Proudhon, en cierto sentido Nietzsche, el poeta Whitman, Thoreau, Oscar Wilde, Dickens, y en nuestro tiempo sir Herbert Read, el arquitecto Lloyd Wrigth, el poeta T. S. Eliott, Lewis Munford, Denis de Rougemont, Albert Camus, Ibsen, Schweitzer, en buena medida Bernard Shaw, el conde Bertrand Russel, y años atrás, el Campanella de Quizá, por mi formación anarquista, he sido siempre una especie de francotirador solitario, perteneciendo a esa clase de escritores que, como señaló Camus: “Uno no puede ponerse del lado de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la padecen”. El escritor debe ser un testigo insobornable de su tiempo, con coraje para decir la verdad, y levantarse contra todo oficialismo que, enceguecido por sus intereses, pierde de vista la sacralidad de la persona humana. Debe prepararse para asumir lo que la etimología de la palabra testigo le advierte: para el martirologio. Es arduo el camino que le espera: los poderosos lo calificarán de comunista por reclamar justicia para los desvalidos y los hambrientos; los comunistas lo tildarán de reaccionario por exigir libertad y respeto por la persona. En esta tremenda dualidad vivirá desgarrado y lastimado, pero deberá sostenerse con uñas y dientes. De no ser así, la historia de los tiempos venideros tendrá toda la razón de acusarlo por haber traicionado lo más preciado de la condición humana. Me despierto sobresaltado. Casi nunca he tenido sueños buenos, excepto en estos últimos años, quizá porque mi inconsciencia se fue limpiando con las ficciones. Y la pintura me ha ayudado a liberarme de las últimas tensiones. Probablemente porque es una actividad más sana, porque permite volcar de modo inmediato nuestras pavorosas visiones, sin la mediación de la palabra. Sin embargo, en las telas aún perdura cierta angustia, un universo tenebroso que sólo una luz tenue ilumina. He soñado, de vez en cuando, con grandes profundidades de mar, con misteriosos fondos submarinos verdosos, azulados, pero transparentes. Hay noches en que me arrastran grandes corrientes, pero no es nada triste ni angustioso, por el contrario, siento una poderosa euforia. Mientras aguardo la llegada de Silvina Benguria, retomo una pintura en la que he estado trabajando anoche, hasta tarde, y que tanto bien me hizo, alejándome de las tristezas y de los horrores del mundo cotidiano. Arrastrado por el olor de la trementina, mi espíritu regresa a aquel tiempo en que viví tensionado entre el universo abstracto de la ciencia y la necesidad de volver al mundo turbio y carnal al cual pertenece el hombre concreto. Cuando terminé mi doctorado en Ciencias Físico-matemáticas, el profesor Houssay, premio Nobel de Medicina, me concedió la beca que anualmente otorgaba la Asociación para el Progreso de las Ciencias, enviándome a trabajar en el Laboratorio Curie. Así llegué a París por segunda vez, en el 38, pero en esta ocasión acompañado por Matilde y nuestro pequeño Jorge Federico, con quienes vivía en un cuartucho ubicado en la rué du Sommerard. El período del Laboratorio coincidió con esa mitad de camino de la vida en que, según ciertos oscurantistas, se suele invertir el sentido de la existencia. Durante ese tiempo de antagonismos, por la mañana me sepultaba entre electrómetros y probetas, y anochecía en los bares, con los delirantes surrealistas. En el Dôme y en el Deux Magots, alcoholizados con aquellos heraldos del caos y la desmesura, pasábamos horas elaborando “cadáveres exquisitos”. Uno de los primeros contactos que recuerdo haber hecho con ese mundo que luego me fascinaría, ocurrió en un restaurante griego, sucio pero muy barato, donde acostumbraba a almorzar con Matilde. De pronto vimos entrar a un malayo, alto y flaco, y ella, temió que se sentara con nosotros, lo que el hombre finalmente hizo. Dirigiéndose a mi mujer, dijo en un inconfundible acento cubano: “No tenga miedo, señora, soy una buena persona”; así comenzó la amistad con aquel excepcional pintor: Wifredo Lam. Pronto me vinculé con todo el grupo surrealista de Bretón: Oscar Domínguez, Féret, Marcelle Ferri, Matta, Francés, Tristan Tzara. Una mañana llegó al Laboratorio Cecilia Mossin, con una carta de presentación de Sadosky. Y aunque su intención era trabajar con rayos cósmicos, la disuadí para que se quedara como mi asistente y se la presenté a Irene Juliot Curie, quien la aceptó de inmediato. Entre la bruma de los recuerdos, la veo parada, siempre correcta, con su delantalcito blanco, observando con preocupación ciertos cambios en mi persona. La propia Irene Curie, como una de esas madres asustadas ante un hijo que se descarrila, se alarmaba cuando, aún dormitando, me veía llegar cansado y desaliñado, en horas del mediodía. Pobre, no sabía que el honorable Dr. Jekyll comenzaba a agonizar entre las garras del satánico Mr. Hyde. Una lucha que se debatía en el corazón mismo de Robert Stevenson. Antiguas fuerzas, en algún oscuro recinto, preparaban la alquimia que me alejaría para siempre del incontaminado reino de la ciencia. Mientras los creyentes, en la solemnidad de los templos musitaban sus oraciones, ratas hambrientas devoraban ansiosamente los pilares, derribando la catedral de teoremas. Había dado comienzo la crisis que me alejaría de la ciencia. Porque mi espíritu, que se ha regido siempre por un movimiento pendular, de alternancia entre la luz y las tinieblas, entre el orden y el caos, de lo apolíneo a lo dionisiaco, en medio de ese carácter desdichado de mi espíritu, se encontraba ahora azorado entre la forma más extrema del racionalismo, que son las matemáticas, y la más dramática y violenta forma de la irracionalidad. Muchos, con perplejidad, me han preguntado cómo es posible que habiendo hecho el doctorado en Ciencias Físico-matemáticas, me haya ocupado luego de cosas tan dispares como las novelas con ficciones demenciales como el Es lo que todos los hombres hacen con su doble existencia: la diurna y la nocturna. Un pobre oficinista sueña de noche con asesinar a puñaladas al jefe, y durante el día lo saluda respetuosamente. El ser humano es esencialmente contradictorio, y hasta el propio Descartes, piedra angular del racionalismo, creó los principios de su teoría a partir de tres sueños que tuvo. ¡Lindo comienzo para un defensor de la razón! Algo parecido es el caso del desdichado Isidore Ducasse, uno de los patronos del surrealismo, que en uno de sus primeros Oh, matemática severa, yo no te olvidé, desde que tus sabias lecciones, más dulces que la miel, se filtraron en mi corazón, como una onda refrescante; yo aspiraba instintivamente, desde la cuna, a beber de tu fuente, más antigua que el sol, y aún continúo recordando cómo osé pisar el atrio sagrado de tu solemne templo, yo, el más fiel de tus iniciados. Son muchos los que en medio del tumulto interior buscaron el resplandor de un paraíso secreto. Lo mismo hicieron románticos como Novalis, endemoniados como el ingeniero Dostoievski y tantos otros que estaban destinados finalmente al arte. A mí, como a ellos, la literatura me permitió expresar horribles y contradictorias manifestaciones de mi alma, que en ese oscuro territorio ambiguo pero siempre verdadero, se pelean como enemigos mortales. Visiones que luego expresé en novelas que me representan en sus parcialidades o extremos, a menudo deshonrosas y hasta detestables, pero que también me traicionan, yendo más lejos de lo que mi conciencia me reprocha. Y ahora, desde que mi vista deteriorada me ha impedido leer y escribir, he vuelto al final de mi existencia a aquella otra pasión: la pintura. Lo que probaría, me parece, que el destino siempre nos conduce a lo que teníamos que ser. En medio de la espantosa inestabilidad de esa época conocí a un personaje extraño, el gran pintor español, en realidad canario, Oscar Domínguez. En los frecuentes encuentros en su taller, me insistía para que abandonase las “pavadas” del Laboratorio y me dedicase por completo a la pintura. Pasábamos largas horas literalmente delirando, entre el olor a la trementina y la botella de cognac o de vino que no cesaba de correr por nuestras manos. La instigación al suicidio, por momentos aterradora, era una presencia constante luego de acabar cada botella. Sugerencia que me reiteró un domingo lluvioso, a la vuelta del Marché aux Puces. Yo que le respondí: “No Oscar, tengo otros proyectos”. Sus locuras, sus permanentes divagues eran un espacio de libertad en medio de la estrechez del mundo cientificista. Su desenfreno era capaz de promover las ocurrencias más disparatadas. En un tiempo, se había dedicado a la investigación, dentro del dominio de la escultura, para obtener superficies “litocrónicas”. Como yo venía de la física, inventé esa palabra que significa “petrificación del tiempo”, broma que se me ocurrió basándome en la conocida yuxtaposición, hecha por Oscar, de la Venus de Milo con un violín. Le sugerí entonces la posibilidad de forrar la escultura con una fina y elástica tela para luego desplazar el violín en diferentes formas, y lograr así lo que él denominó en su jerga “anquietanz”. El texto completo salió publicado en En otra oportunidad, Domínguez me habló de un amigo que pintaba la cuarta dimensión y, aunque trató de convencerme, le dije que era algo imposible de pintar. Pero cómo explicarle, si Oscar prácticamente no sabía multiplicar, y yo lo adoraba precisamente por esa clase de ignorancias. Hasta que un día lo acompañé al taller de su amigo, un muchachote más bien bajo y menudo, que me mostró sus cuadros. Me gustó mucho lo que hacía pero les dije que no era la cuarta dimensión, ni cosa que se le pareciera, que necesitaban del conocimiento de matemáticas superiores para comprender el fundamento. Durante muchos años perdí de vista al joven pintor amigo de Domínguez, hasta que en 1989, cuando viajé a París con motivo de mi exposición en el Foye del Centre Pompidou, reencontré con profunda alegría a aquel ser generoso y de curioso talento que es Matta. Mantiene el encanto que le había conocido, y está acompañado ahora por la hermosa Germain. Esa misma tarde cenamos juntos, y recordamos con emoción a personas y acontecimientos que nos acompañaron en un tiempo fundamental de nuestras vidas. En esa exposición el gran pensador surrealista Maurice Nadeau tuvo la generosidad de participar en un homenaje que se me hizo. Cuando me contacté con el surrealismo ya se vivía de la nostalgia de lo que habían producido sus más grandes representantes. Acabada la Primera Guerra, la necesidad de destruir los mitos de la sociedad burguesa fue el suelo fértil para el demoledor espíritu de los surrealistas. Pero luego de la bomba atómica, los campos de concentración y sus seis millones de muertos, esos hombres no supieron cómo reconstruir un mundo en ruinas. Nunca el espíritu destructivo en sí mismo es beneficioso, Hitler, espantosamente lo demostró. Y cuando luego de la guerra, en 1947, volví a París, al provenir de una ciudad como Buenos Aires que no había sufrido ningún efecto directo de la catástrofe, tuve una dolorosa impresión. La encontré triste y, cosa curiosa, uno de los detalles que más me deprimió, quizá por su valor simbólico, fue encontrarme un sábado lluvioso y gris en un café desmantelado. Recordé entonces aquellas montañas de medialunas y Sin embargo, el surrealismo tuvo el alto valor de permitirnos indagar más allá de los límites de una racionalidad hipócrita, y en medio de tanta falsedad, nos ofreció un novedoso estilo de vida. Muchos hombres, de ese modo, hemos podido descubrir nuestro ser auténtico. Por eso mi aspereza, y hasta mi indignación, ante los mistificadores que lo ensuciaron, como Dalí, pero también mi reconocimiento a todos los hombres trágicos que han salvaguardado lo que de verdadero hubo en ese importante movimiento. Como aquel alocado, violento Domínguez, uno de los pocos personajes surrealistas que quise. Surrealista en su modo de concebir y resistir la existencia. Pasó la última etapa de su vida entre las drogas, el alcohol y las mujeres. Hasta que se suicidó una noche cortándose las venas, y con su sangre manchó la tela colocada sobre su caballete. En el Laboratorio Curie, en una de las más altas metas a las que podía aspirar un físico, me encontré vacío de sentido. Golpeado por el descreimiento, seguí avanzando por una fuerte inercia que mi alma rechazaba. La beca me fue trasladada al Massachusetts Institute of Technology, el MIT, en la ciudad de Boston, donde publiqué un trabajo sobre rayos cósmicos. Pero yo estaba fatalmente desgarrado entre lo que había significado para mí esa vocación, a la que había sacrificado años, y la incierta pero invencible presencia de un nuevo llamado. Momento pendular en que ya no encontramos la identidad en lo que fuimos. En tinieblas volví a Buenos Aires. La decisión estaba tomada en mi espíritu, pero debía arraigarse en la lucha con quienes me tentaban con puestos importantes y me agobiaban con su certeza de la trascendente misión que yo debía a la física. Reivindico con emoción el profundo apoyo que Matilde me dio en ese momento. Ella jamás consideró que yo debiera hacer otra cosa que consagrarme a lo que mi intuición me señalaba, y nunca me recriminó las comodidades que nuestra familia habría de perder. Hice ese tránsito, como un puente que se extendiera entre dos colosales montañas, por momentos mareado y sin saber lo que estaba haciendo, y en otros, en cambio, con el gozo irrefrenable que acompaña al nacimiento de toda gran pasión. Como último deber hacia las personas que me habían dado la beca, enseñé Teoría Cuántica y Relatividad en la Universidad de La Plata, donde tuve como alumnos a Balzeiro, cuyo nombre preside hoy un centro atómico en la ciudad de Bariloche, y a Mario Bunge. Cuando a principios de la década del cuarenta tomé la decisión de abandonar la ciencia, recibí durísimas críticas de los científicos más destacados del país. El doctor Houssay me retiró el saludo para siempre. El doctor Gaviola, entonces director del Observatorio de Córdoba, que tanto me había querido, dijo: “Sabato abandona la ciencia por el charlatanismo”. Y Guido Beck, emigrado austriaco, discípulo de Einstein, en una carta se lamenta diciendo: “En su caso, perdemos en usted un físico muy capaz El mundo de los teoremas y un trabajo sobre rayos cósmicos que acababa de publicar en la Acompañado por Matilde y Jorge, de cuatro años, me fui a vivir a las sierras de Córdoba, en un rancho sin agua corriente ni luz eléctrica, en la localidad de Pantanillo. Bajo la majestuosidad de los cielos estrellados, sentí cierta paz. Algo parecido a lo que dice Henry David Thoreau: “Fui a los bosques porque deseaba vivir en la meditación, afrontar únicamente los hechos esenciales de la vida, y ver si podía aprender lo que ella tenía para enseñarme; no sucediera que, estando próximo a morir, descubriese que no había vivido”. No teníamos ni vidrios en las ventanas, y en ese invierno soportamos catorce grados bajo cero, hasta el punto que el río Chorrillos, que cruzaba el terreno, se heló. Nosotros nos calentábamos con el mismo sol de noche con que nos alumbrábamos, y a las siete de la mañana volvíamos a la cama, de puro frío que hacía. En la tranquilidad de una tarde serrana, conocí a un muchacho médico que pasó a visitar a unos parientes en camino hacia Latinoamérica, donde curaría enfermos y hallaría su destino. A aquel joven, hoy símbolo de las mejores banderas, lo recuerda la historia con el nombre de Che Guevara. Portentosas torres se derrumbaban frente a mí. Entre los escombros, como un yuyito entre rocas resecas, mi yo más profundo intentaba resurgir entre dudas, inseguridades y remordimientos. De mi tumulto interior nació mi primer libro, Enfurecidos por lo que llamaban mi empecinamiento, en reiteradas ocasiones, el doctor Gaviola junto a Guido Beck, vinieron a nuestro rancho para tratar de convencer a mi mujer de la locura que estaba cometiendo, en el momento en que el país más necesitaba de científicos. Y aunque traté de explicarles mi crisis espiritual, y de convencerlos de que mi verdadera vocación era el arte, apenas lo comprendieron, ya que para esos hombres, la ciencia es la creación suprema del hombre. Guido Beck atribuía mi decisión a la ligereza sudamericana, y Gaviola dijo que me perdonaría si algún día lograba escribir una obra como Finalmente acepté concluir un trabajo sobre termodinámica, que me había preocupado en épocas de mi doctorado. La termodinámica es una rama fundamental de la física de la cual depende la evolución del universo; por lo que se comprenderá que haya subyugado a tantos espíritus inquietos por el acontecer del Gran Todo. Algunos recordarán el poema “Eureka”, escrito a propósito de este asunto por aquel aficionado a la ciencia, Edgar Allan Poe. Yo sostuve que había un error en el ordenamiento en que estaban enunciados sus tres grandes principios. Sería imposible explicar mis fundamentos, bastantes dolores de cabeza me produjeron en la época en que estudiaba a fondo la energética. Cuando expuse mis primeras ideas a los doctores Loyarte y Teófilo Isnardi, ellos pretendieron disuadirme, ya que la termodinámica era un armonioso edificio imposible de innovar, desde el gran Leonardo, hasta enormes cabezas como Henri Poincaré y Caratheodory. El segundo rechazo lo recibiría en el Laboratorio Curie, porque un salvaje sudamericano no podía cuestionar el fundamento mismo de la termodinámica. Entonces, aquellos doctores amigos me convencieron para que asistiera un día a la semana a concluir mi hipótesis en el gran observatorio de Bosque Alegre, en lo más alto de las sierras cordobesas. En el silencio sideral de las noches, junto con los astrónomos, como es frecuente en esos solitarios vigías de la oscuridad, escuchaba a Bach, Mozart, Brahms. Y mirando las estrellas, sentí por última vez la atracción de aquel universo ajeno a los vicios carnales. Entonces tuve la convicción de lo que expresé en el prólogo de mi primer ensayo: “Muchos pensarán que es una traición a la amistad, cuando es fidelidad a mi condición humana”. Cuando volvimos a Buenos Aires luego de esa temporada en las sierras de Córdoba, nuestra situación económica era delicada. La vida no fue fácil, debimos vender cuadros de cierto valor, mientras esperábamos encontrar un trabajo que nos permitiera sobrevivir. Conseguí algo de dinero dictando clases y haciendo traducciones por las que me pagaban miserablemente, como ocurrió con el libro de Bertrand Russell, En medio de esas tensiones, conocí al biólogo polaco Nowinsky, que por mis antecedentes me ofreció un cargo en la unesco, confirmado al poco tiempo a través de un telegrama de Julián Huxley. Debí viajar solo rumbo a París, nuevamente hacia la ciudad en la que había vivido hechos fundamentales, desconociendo aún que allí me aguardaba una nueva crisis. El edificio donde estaba ubicada la unesco había sido sede de la Gestapo, y aquella atmósfera enrarecida con trámites burocráticos resquebrajó una vez más el universo kafkiano en el cual me movía. Hundido en una profunda depresión, frente a las aguas del Sena, me subyugó la tentación del suicidio. Una novela profunda surge frente a situaciones límite de la existencia, dolorosas encrucijadas en que intuimos la insoslayable presencia de la muerte. En medio de un temblor existencial, la obra es nuestro intento, jamás del todo logrado, por reconquistar la unidad inefable de la vida. A través de la angustia, en una máquina portátil comencé a escribir de manera afiebrada la historia de un pintor que desesperadamente intenta comunicarse. Extraviado en un mundo en descomposición, entre restos de ideologías en bancarrota, la escritura ha sido para mí el medio fundamental, el más absoluto y poderoso que me permitió expresar el caos en que me debatía; y así pude liberar no sólo mis ideas, sino, sobre todo, mis obsesiones más recónditas e inexplicables. La verdadera patria del hombre no es el orbe puro que subyugó a Platón. Su verdadera patria, a la que siempre retorna luego de sus periplos ideales, es esta región intermedia y terrenal del alma, este desgarrado territorio en que vivimos, amamos y sufrimos. Y en un tiempo de crisis total, sólo el arte puede expresar la angustia y la desesperación del hombre, ya que, a diferencia de todas las demás actividades del pensamiento, es la única que capta la totalidad de su espíritu, especialmente, en las grandes ficciones que logran adentrarse en el ámbito sagrado de la poesía. La creación es esa parte del sentido que hemos conquistado en tensión con la inmensidad del caos. “No hay nadie que haya jamás escrito, pintado, esculpido, modelado, construido, inventado, a no ser para salir de su infierno.” ¡Absoluta verdad, querido, admirado y sufriente Artaud! Años atrás un grupo de compañeros de la Universidad me había invitado a escribir para una revista literaria en la que participaban varios escritores platenses. El artículo que yo había escrito para la revista, le interesó a Pedro Henríquez Ureña, a quien yo había dejado de ver. Cuando nos reencontramos, volví a sentir la admiración que siempre despertó en mí aquel extraordinario humanista, que anteponía la lucha por la justicia a la propia búsqueda de la perfección intelectual. Alguien frente a quien yo me sentía confirmado por su visión de la vida. Desde entonces, perdura mi gratitud y el honor de haber merecido su reconocimiento. En aquella conversación Don Pedro me preguntó si yo no querría escribir un artículo para Unos días después me llamó para decirme que A Bianco lo valoré siempre por su preocupación democrática porque, a diferencia de lo que muchos creen, Bianco no era un escritor de torre de marfil, sino un fervoroso defensor de la libertad y de los derechos humanos; con él mantuve largas conversaciones sobre el nazismo en la época de la guerra. La calidad de la revista era producto de su lucha con la imprenta y de la revisión de todos los manuscritos, a los que muy a menudo se veía en la necesidad de corregir, porque de lo contrario “es imposible publicarlos”, como solía decir, metida su cabeza entre papeles, haciendo su trabajo de inquisidor. Se ha acusado a Se le debe reconocer a Victoria todo lo que hizo por difundir la cultura universal. Mi relación con ella fue como la de esos matrimonios en los que hay amor y violentas peleas, pero en que uno no puede prescindir del otro. Y si Bianco fue un motor indispensable para la continuidad de Las páginas de Los encuentros en casa de Victoria significaron para mí una segunda formación, una nueva universidad de la que resulté finalmente un mal alumno. En ese ámbito eran infaltables Bianco y la clásica sopa para Borges. También iban Patricio y Estela Canto, Rodolfo Wilcock y a veces, Mastronardi. En medio de las discusiones sobre Stevenson, Henry James, Coleridge, Quevedo, Cervantes, eran frecuentes las conversaciones acerca del tiempo, Nietzsche y el eterno retorno, los números transfinitos y la expansión del Universo. Al provenir yo del mundo oscuro de los surrealistas, en medio de aquel límpido ambiente me sentía una especie de bárbaro; hasta que lograba infiltrar a los escritores rusos y, bajo la irónica mirada de Borges, las discusiones se extendían hasta la madrugada. Entonces surgió mi vínculo con Borges, interminables fueron las conversaciones sobre Platón y Heráclito de Efeso, siempre con el pretexto de vicisitudes porteñas. Lamentablemente, en 1956 nos separaron ásperas discrepancias políticas -¡cuánta pena que esto sucediera!- pero así como, según Aristóteles, las cosas se diferencian en lo que se parecen, en ocasiones los seres humanos llegan a separarse por lo mismo que aman. Yo no fui antiperonista por defender los privilegios, sino porque no podía soportar el despotismo y la expulsión de maestras y profesores por no someterse a las directivas del gobierno. En aquel movimiento hubo un justificado anhelo de justicia y de dignidad, frente a una sociedad fría y egoísta que explotaba a los pobres de la manera más denigrante, esclavizándolos en esa especie de campos de concentración que eran los yerbales y los quebrachales. Mientras tanto muchos intelectuales, en lugar de responder al drama de estos hombres, se habían entregado a sus propios y mezquinos intereses. A todos estos desamparados, como los llamó Evita, que luchó verdadera y heroicamente por ellos, los supo movilizar Perón. Medio siglo después, la desvaída foto de Evita preside, junto a la de la Virgen, los hogares más pobres del país, simboliza la devoción y la gratitud por aquellos años únicos de prosperidad y respeto para los más humildes. Con los errores que todos conocemos hubo allí gente tan honrada como Scalabrini y Jauretche, de quienes fui amigo. A pesar de haber perdido mis cátedras durante el gobierno peronista, cuando en 1955 fui nombrado director de En esa oportunidad, además de las torturas, hice referencia a grandes escritores cuya militancia les valió la enemistad, el rencor y el silencio. Y hablé del hombre eminente que fue Leopoldo Marechal. En esas épocas de resentimiento político, se le negó el reconocimiento a uno de los más grandes escritores argentinos; obligándolo a sobrellevar un durísimo exilio en su propia patria, a la que tanto amor lo unía. Sostenido en el puntal que fue su compañera, en un momento de extrema amargura, a ese modesto hombre se lo oyó murmurar: “¿Cuándo mis compatriotas dejarán de orinarme encima?”. La familia de Marechal, que había estado escuchando la transmisión de radio, llamó a casa para agradecer lo que yo había dicho. Desde entonces perduró una amistad que siempre valoré, de la que da testimonio esta carta tan hermosa: Queridos Matilde y Ernesto: Elbia y yo recibimos los cariñosos votos que nos han formulado ustedes y que, literalmente, son otras tantas “bendiciones”. En este fin de año estamos pidiendo al cielo para nosotros y para ustedes dos, nuestros amigos: paz y alegría en la existencia, facilidad y felicidad en la creación literaria y otras buenas obras, que Dios nos libre de los hijos de puta literales o alegóricos que pretenden afligirnos, y que nos preserve de todo camelo e impostura; si hemos de combatir, que Dios nos ubique en la mejor trinchera y en la batalla más justa. Queridos Matilde y Ernesto, digan con nosotros “amén”, ¡y a vivir! Reciban los dos el sempiterno abrazo fraternal de Elbia y Leopoldo. Marechal fue un hombre atormentado por el destino de su patria, como lo refleja en sus obras, y en esas tristes reflexiones en que critica a los que la ensucian o arrastran por el suelo, los que siempre la posponen a Del mismo modo, en un verso memorable, Leopoldo Marechal dice: “La Patria es un dolor que aún no sabe su nombre”. Todavía me parece oírlo, con su voz suave, apenas un grave murmullo. Finalmente, el préstamo de un generoso amigo, Alfredo Weiss, hizo posible la publicación en París, 13 de junio de 1949 Le agradezco su carta y su novela. Caillois me la hizo leer y me ha gustado mucho la sequedad y la intensidad. He aconsejado a Gallimard que la editen, y espero que “El túnel” encuentre en Francia el éxito que merece. Hubiera deseado poder decirle todo esto de viva voz, pero la prohibición de una de mis piezas en Buenos Aires me impide dar allí las conferencias previstas. Si, no obstante, llegara a ir a Brasil, trataría de acercarme a título personal a Buenos Aires y me alegraría entonces conocerlo. De aquí a entonces, cuente con toda mi simpatía fraternal. Albert Camus Cuánto le debo a aquel escritor genial, con quien compartiría luego inquietudes metafísicas y éticas. En muchas oportunidades se ha hablado de su nihilismo; en todo caso, fue esa clase de nihilista cuya blasfemia es una manera de creer en Dios. Vivía un idealismo desesperado, fue un hombre lleno de amor y de pasión. Cuando años después comenté la historia en un periódico, Victoria me llamó hecha una furia para recriminarme el oprobioso recuerdo, ya que el libro había sido recibido entusiastamente por uno de los máximos escritores de Francia. Pero, Nunca me he considerado un escritor profesional, los que publican una novela al año. Por el contrario, a menudo, en la tarde quemaba lo que había escrito durante la mañana. Y así, cuentos, ensayos y obras para teatro los he visto consumirse en el fuego, al que también estaba destinado Lamentablemente, en estos tiempos en que se ha perdido el valor de la palabra, también el arte se ha prostituido, y la escritura se ha reducido a un acto similar al de imprimir papel moneda. Como he dicho en Nunca sabremos la angustia con que Beethoven compuso su última y maravillosa sinfonía, o los momentos de soledad en que crearon sus obras los grandes compositores. Por eso, si el fracaso es triste, el fracaso en el arte es siempre trágico. Emocionadamente he estado en varias ocasiones en la tumba de Van Gogh, aquel desdichado que nunca pudo vender un cuadro, y de quien ahora se disputan sus obras en millones de dólares, para ser exhibidas en un supermercado. Pobre Vincent; habitado por Dios y por el Demonio, humilde y bondadoso, que iba a predicar el Evangelio a los mineros y que a la vez violentamente atacaba a Gaugain; que recogía a pobres prostitutas de la calle, como aquella con un chiquito, para ser su modelo, y terminaba llevándola a vivir con él, probablemente porque la comprendía, ya que los dos sufrían el mismo desamparo. Como señala Artaud, otro poseído a quien siempre admiré, Van Gogh murió suicidado por una sociedad que no podía seguir soportando sus terribles revelaciones. Cómo dudar que Artaud estaba hablando también de sí mismo; en una carta a su médico, luego de terribles electroshocks, declaró sentirse “tratado como un alienado y maltratado a raíz de un gesto, de una actitud, de una manera de hablar y de pensar que fueron en la vida las de un hombre de teatro, del poeta y del escritor que yo era”. Finalmente murió como un perro; el jardinero lo encontró una mañana, sentado en su cama con un zapato en la mano. Jamás sabremos hacia dónde se dirigía aquel día de su última soledad. Por eso, la raza de artistas a la que siempre he admirado es aquella a la que pertenecen estos hombres. Quienes han unido a su actitud combatiente una grave preocupación espiritual; y en la búsqueda desesperada del sentido, han creado obras cuya desnudez y desgarro es lo que siempre imaginé como única expresión para la verdad. ¿Hacia epifanías de qué enigmáticos Dioses me conducía el destino? ¿Por qué, a los treinta años, cuando la ciencia me aseguraba un futuro tranquilo y respetable, abandoné todo a cambio de un páramo oscuro y solitario? No lo sé. Una y otra vez, como un náufrago en medio de oscuras tempestades, partí con rumbo insospechado sin divisar siquiera la existencia de una isla remota. Al mirar hacia atrás, reitero nuevamente aquel ruego de Baudelaire: ¡Oh, Señor! ¡Dadme la fuerza y el coraje de contemplar sin asco mi cuerpo y mi corazón! Aunque terrible es comprenderlo, la vida se hace en borrador, y no nos es dado corregir sus páginas. Y cuando leo la carta que me envió una chica de diecinueve años en la que dice que me admira, y que a pesar de vivir a Y entonces, cuando el final se aproxima, al repasar tramos de una larga travesía, puedo afirmar que pertenezco a esa clase de hombres que se han formado en sus tropiezos con la vida. De manera que, cuando algún exégeta habla de mi “filosofía”, no puedo sino turbarme, porque tengo la misma relación con un filósofo que la existente entre un guerrillero y un general de carrera. O quizá, mejor, entre un geógrafo y un aventurero explorador cuya intuición le sugiere la búsqueda de un tesoro en lo más profundo de la selva malaya, del que tiene ambiguas noticias, ni siquiera la seguridad de su existencia. En el arduo trayecto contemplé lugares maravillosos, pero también tuve que enfrentarme con seres siniestros y obstáculos casi insuperables, y caí una y otra vez. Desesperado por no dar con el tesoro, descreyendo de mi capacidad para encontrarlo entre tanta penuria, perdí reiteradamente la fe. Digo la verdad cuando afirmo que desconozco otras regiones, que mi ignorancia de otras realidades es innumerable, pero en cambio puedo reivindicar la búsqueda apasionada en el camino que seguí. |
||
|