"El Anatomista" - читать интересную книгу автора (Andahazi Federico)IIVoló sobre las diez cúpulas de la basílica y después sobre la Universidad. Se posó sobre el capitel de la cuarta puerta que daba hacia el patio interior. Esperaba. Sabía que su amo habría de salir de un momento a otro. Así sucedía todos los días. Tenía paciencia. Extendió un ala y metió su pico entre las plumas. Se diría que no prestaba atención a otra cosa que a los íntimos agasajos que se prodigaba: acomodarse las plumas del pecho, desembarazarse de un piojo. En el mismo momento en que sonó la campana que llamaba a misa, el cuervo se tensó como una cuerda, desplegó las alas morosamente, emitió un graznido sordo y se preparó a dar el salto sobre el hombro de su amo, que, como todas las mañanas, habría de asomar desde la recova y, antes de encaminarse a la parroquia, se llegaría hasta la morgue para darle a su cuervo lo que tanto le gustaba: una tripa todavía tibia. Sin embargo, aquella mañana de invierno las cosas no iban a ser iguales. Había terminado de sonar la primera campanada y su amo todavía no se había asomado. El cuervo sabía que su señor estaba dentro del claustro, podía olerlo, hasta podía escuchar su respiración. Y sin embargo no salía. El cuervo graznó de fastidio. Tenía hambre. El cuervo y su amo sabían quién era quién. Y por ese mismo motivo se prodigaban un mutuo y velado recelo. Leonardino -ése es el nombre que el amo le había puesto- nunca se posaba francamente sobre el hombro de su señor; mantenía una distancia mínima entre sus patas y la estola, elevándose con un aleteo corto y regular. Tampoco el amo se fiaba de su compañero. Uno y otro -ambos lo sabían- compartían el mismo espíritu inquisitivo por indagar qué se oculta detrás de la carne. Sonó la segunda campanada y su amo seguía sin aparecer. Algo raro sucedía, el cuervo podía adivinarlo. Todos los días, Leonardino, posado sobre la balaustrada de la escalera de la morgue, seguía atentamente los movimientos de su amo, sus manos que, sabiamente, guiaban el escalpelo; entonces, cuando veía la sangre que surgía tras del delgado surco que a su paso dejaba la hoja, Leonardino se balanceaba hacia izquierda y derecha y emitía un graznido de satisfacción. Por mucho que lo había intentado, el amo no había conseguido que Leonardino comiera de su mano; y en verdad no le faltaban motivos para temer; el cuervo sabía de quién era la tripa que su amo le había ofrecido el día anterior, reconocía el olor de aquel gato que, hasta ayer, se sentaba confiado sobre la falda del hombre y que, con la misma mano con que lo acariciaba y le daba de comer, lo había vaciado para disecarlo. – Leonardino… -canturreaba el amo a la vez que se acercaba lentamente hacia el cuervo blandiendo una tripa con el brazo tendido. – Leonardino… -repetía y, conforme avanzaba un paso, el cuervo retrocedía otro. Leonardino no miraba la tripa; la olía, sí, pero no la miraba. Tenía sus ojos siempre clavados en los de su amo que, al parecer, le resultaban más apetitosos que aquel trozo de intestino. Entonces el hombre le arrojaba la tripa y el cuervo la tomaba en su pico con una voracidad largamente contenida. Sin embargo, aquella mañana nadie asomó desde la recova. Sonaba la tercera campanada cuando el cuervo supo que su amo no habría de asistir a la cita cotidiana. Disgustado y hambriento, Leonardino voló con rumbo a Venecia. |
||
|