"Las Piadosas" - читать интересную книгу автора (Andahazi Federico)

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Ginebra, 15 de julio de 1816


Dr. John Polidori:


Quizás os sorprenderéis al recibir esta carta o, mejor dicho, de que ésta os reciba a vuestra llegada. He querido serla primera en daros la bienvenida. No os molestéis en ir al final de estas notas para descubrirla identidad del rubricante, pues en verdad no me conocéis. Pero ni sospecháis cuánto os conozco. Antes de que avancéis en la lectura, debo suplicaros que no enteréis a nadie de esta carta; de vuestro silencio depende, ahora, mi vida. Confío en que guardaréis el secreto pues, desde el momento en que habéis leído aunque más no fuera sólo estas primeras líneas, también vuestra vida depende irremediablemente de la mía. No lo toméis como una amenaza, al contrario, me ofrezco como vuestro ángel guardián en este lugar horripilante. Bajo otras circunstancias os recomendaría que partierais ahora mismo. Pero ya es demasiado tarde. Hace apenas unos meses que -contra mi voluntad- me encuentro aquí y por cierto, nada bueno me ha deparado este sitio, salvo vuestra esperada visita. Este verano se ha presentado inusualmente espantoso; ni un solo día ha brillado el sol. Nunca he visto este lugar tan deshabitado. Pronto comprobaréis que hasta los pájaros han emigrado. He comenzado a temer a todo. Hasta mi propia persona, por momentos, me resulta extraña y temible. Yo que, lo digo sin petulancia, jamás he temido a nada. Sin embargo, acontecimientos muy extraños han comenzado a sucederse. La muerte se ha enseñoreado de este lugar: el lago se ha convertido en un animal traicionero. Desde el comienzo del verano se ha devorado sin piedad tres barcazas, de las cuales no se ha encontrado ni una madera. Literalmente desaparecieron dentro de su negra entraña y nada se ha vuelto a saber de sus ocupantes. Hace tres días, dos cuerpos aparecieron salvajemente mutilados al pie de los montes, cerca del Castillo de Chillon. Yo misma los he visto. Se trataba de dos hombres jóvenes -aproximadamente de vuestra edad- que vivían muy cerca de la residencia que vosotros ocupáis. Ignoro el modo en que llegaron -vivos o ya muertos- a la orilla opuesta del Leman. Y, lo que más me atormenta, no podría asegurar que yo misma no tenga alguna responsabilidad en este siniestro acontecimiento. Pero no os inquietéis, me estoy adelantando.

Vuestra anhelada presencia me tranquiliza, no porque espere nada de vos -al menos por ahora-, sino porque la sola idea de protegeros -sin dudas que lo necesitaréis- me devuelve algo del valor que había perdido.

Si eleváis ahora mismo la mirada por sobre estas notas, veréis, del otro lado de vuestra ventana, la orilla contraria del lago. Mirad ahora las lejanas y tenues luces que se distinguen sobre la cima del monte más encumbrado. Es allí donde estoy ahora. Cuando leáis estas líneas, yo estaré vigilando vuestra ventana.


John Polidori interrumpió la lectura. Aquella última frase lo había estremecido. Se incorporó, desempañó el vidrio con la palma de la mano y miró a través de la ventana. Detrás de la cortina de agua que caía oblicua sobre el lago, apenas podían distinguirse las montañas cuyos picos se fundían con el cielo tempestuoso. Sobre la otra orilla brillaban dos lejanas luces mortecinas. Sopló la llama del candelero que iluminaba su escritorio. La tormenta era tal, que la habitación quedó casi por completo a oscuras. Cuando volvió a mirar por la ventana, descubrió que una de las luces de la otra orilla ya no brillaba. Así, en la penumbra, se quedó contemplando. Al cabo de un rato, volvió a encender las velas del candelabro. Entonces, como si fuese obra de su propia acción, al mismo tiempo, la lejana luz tras el lago volvió a brillar. Aquel primer e inusual diálogo lo estremeció de terror. Efectivamente, John Polidori tuvo la inquietante certeza de que estaba siendo observado.