"Zona erógena" - читать интересную книгу автора (Djian Philippe)

8

Una noche me encontré en casa de Yan en medio de una pandilla de chalados. No los conocía a todos. Me había pasado tres días en casa sin salir y había tenido ganas de cambiar un poco de aires; les había lanzado un guiño a mis dos compañeras y me había largado. Había saboreado el pequeño momento de soledad en coche, no por la tranquilidad, sino por la libertad, conduciendo con los ojos semicerrados sin tener necesidad de nada, y sintiendo la fragilidad.

También había dos chicas. Estaban ya borrachas cuando yo llegué. Eran dos tías tirando a pesadas y que hablaban fuerte, pero en conjunto los tíos tampoco eran mejores. Era personal a la moda, un pie en el rock y el otro en el neo-beat, con el problema de que no conseguían gran cosa de todo eso. Estaban excesivamente preocupados por su imagen, y eso les ocupaba demasiado tiempo.

Empezaron a hablar de literatura y yo aproveché la ocasión para ir a tomar una copa al jardín. Era una de esas noches de verano suaves y tranquilas, con una luna creciente entre los dientes, un coche bajando por la calle a muy poca velocidad, y la sonrisa de una morena. Algunas ventanas brillaban al otro lado de la calle, en la templanza del aire. Me dejé invadir aterrándome a mi copa. Hay momentos que sorprende vivirlos, instantes violentos como si un puño te agarrara por la camiseta y te metiera bajo la ducha. Me quedé un momento pensando en las musarañas, en el césped abandonado, y el coche pasó frente a mí, con dos tipos que buscaban ligue y pensé en la pobre chica que fuera a dar con dos tipos como aquéllos. Ánimo, pensé, ánimo, muchacha,

Volví a la casa para comer un bocado. Una chica estaba subida a la mesa de la cocina y repartía huevos duros diciendo memeces.

– ¿Puedes darme un huevo? -le dije.

Fue muy rápido, pero vi que un rayo helado cruzaba su mirada.

– Soy la Guardiana de los Huevos -declaró.

– De acuerdo. Dame uno cualquiera.

– Tengo que pensármelo, ya veré… -me contestó.

Cogí un pepinillo en vinagre de un tarro, lo mastiqué lentamente, sin apresurarme, y volví a pedirle un huevo a la loca.

– He oído hablar de ti -me dijo-, pero no he leído tus libros, no me interesan.

– ¿A qué viene que me digas eso? -le pregunté-. Sólo quiero un huevo.

Siguió hablando de mí, pero no me importó, lo que estaba en juego no era gran cosa y no me sentía irritado, de verdad que no, sólo era una chica con una bocaza enorme y a las de ese estilo no les tengo miedo. De todos modos, la retraté para el futuro, me corté una rebanada gruesa de queso con comino, cogí dos o tres bocadillos y me encontré con la mayor parte de lagentejuntoamí, charlando entre migas de pan y vasos de cartón.

Me senté a su lado pero no llegaba a escuchar lo que decían. Me contentaba con mover afirmativamente la cabeza de vez en cuando. Era un ronroneo agradable, me sentía a gusto; a veces ponían buena buena música, era gente de mi edad y todos estábamos atrapados por este fin de siglo. A lo mejor también ellos hacían lo que podían, yo qué sé.

Más tarde me encontré metido en un coche, no era el mío y rodábamos paralelos a la costa. Había bebido un poco, no recordaba qué habíamos decidido hacer pero rodábamos. Yan era el que conducía y a su lado había un tipo un poco más joven que él, un pelirojo de ojos azules que no dejaba quieta la cabeza. Yo estaba apretujado en el asiento trasero entre la Guardiana de los Huevos y un tipo gordo con la cabeza rapada y gafas con cristales de aumento.

La chica hacía todo lo posible para evitar el contacto conmigo pero, como yo hacía lo mismo con el gordo, sus esfuerzos no le servían para nada; tenía el apoyabrazos clavado en la cadera y miraba al techo. Me pregunté por qué el mundo era tan retorcido, por qué había tenido yo que encontrarme precisamente con ella. La tía me miraba como si estuviera convencida de que yo quería violarla o cortarle el cuello. Seguro que estaba totalmente chalada, y ni por todo el oro del mundo hubiera intentado nada con ella, bueno, al menos en aquel momento.

Me incliné hacia delante, sentí unas puñaladas heladas en las zonas en que me habían pegado su sudor, y apoyé la mano en el hombro del pelirrojo.

– Mierda, oye -le dije- ¿por qué no pones un poco de música?

Se lanzó hacia los botones sin girarse. Las luces del salpicadero hicieron que su cabello centelleara como un puñado de rubíes lanzados a las llamas, y dio con una pieza de Mink de Ville. Tuve que reconocer que el pelirrojo había jugado con habilidad y le anoté un buen punto. Cuando volvió a acomodarse en el asiento vi las botellas a sus pies y comprendí que empezaba a hacer calor. Empecé a sentir la boca seca y lancé un pequeño silbido.

– Eh, vamos a ver, ¿qué estás haciendo…? Pásanos botellas inmediatamente.

Estaba tibia, podías ahogarte con un solo trago, pero era mejor que nada. El gordo terminó con la suya a toda velocidad y se puso a sudar un poco más, y la Guardiana de los Huevos, que se llamaba Sylvie, lo hizo tan bien que logró que un geiser subiera hasta el techo. La miré a los ojos y me terminé mi cerveza tranquilamente, mientras ella sacudía su ropa en todas direcciones.

Yan pasó su brazo por los hombros del pelirrojo y seguimos rodando paralelos a la playa. Las pequeñas olas casi reventaban bajo las ruedas. Dejamos atrás un parque de atracciones que no tenía ni la más pequeña luz, sólo la claridad del cielo que resbalaba por los aparatos plateados y por extrañas formas cubiertas con lonas. A continuación tomamos una larga avenida, nos llenamos de semáforos en rojo hasta llegar al final. No había nadie en las aceras, debían de ser las tres o las cuatro de la madrugada, aparcamos en una pequeña calle lateral, encendimos cigarrillos y esperamos.

– ¿Qué esperamos? -pregunté.

Yan se volvió hacia mí, pasando un codo por encima de su respaldo.

– Esperamos a que vuelva. Llegará. No estaba en su casa.

– Aja, pues la cosa empieza bien -dije.

La tía abrió su puerta y puso un pie en la calle. Tuvimos así un poco de aire. A los demás les pareció que la idea no estaba del todo mal y abrieron las suyas, con lo que el coche empezó a parecerse a un escarabajo o a uno de esos bichos que empiezan a abrir las alas para entrar de lleno en la noche.

Al final de la calle apareció un tipo que caminaba lentamente. Se detuvo frente al coche, bajamos todos y lo seguimos.

Echó a andar delante, con Yan y el pelirrojo. Yo no lo había visto en mi vida. El gordo los seguía apenas a unos pasos de distancia, y la chica caminaba decididamente por la calle, como si estuviera segura de que iba a poner de rodillas a esa jodida ciudad con su cerebro de pajarito.

No íbamos lejos; subimos la escalera de una casa y el tipo nos hizo entrar. Era un lugar bien ordenado y mierdoso. Inmediatamente me sentí mal allí dentro. El tipo no dejaba de mirar sus pies pero yo no estaba seguro de que tuviera ojos. Dijo unas palabras al oído de Yan y se largó.

– ¿Qué pasa? -pregunté.

– Ha ido a buscar el asunto -dijo Yan-. Tiene que ir a casa de un tipo.

– Aja, más misterio, ¿eh? -comenté.

Yan cogió un periódico y se sentó en un rincón. En general, lo lógico era que tuviéramos que esperar a un individuo de ese tipo durante buena parte de la noche, forma parte del folklore.

– Mierda, me pregunto por qué he venido -protesté.

Lo había dicho porque sí, pero la tía me tomó al pie de la letra.

– Oye, tío, nadie te ha obligado. No nos vas a deleitar con un ataque de nervios, ¿verdad?

Me volví hacia Yan. No entendía por qué la tía aquella me estaba buscando las cosquillas desde el principio, por qué se lanzaba siempre por el lado malo de la pendiente.

– Oye, Yan, ¿qué le pasa a la tía esa?, ¿qué busca conmigo…? ¿Tú crees que es un rollo sexual?

La chica lanzó una risita nerviosa.

– ¡Antes preferiría montármelo sola! -aseguró.

El gordo resopló en su rincón. Yo reflexioné durante un momento y me largué.

Al pasar junto al coche, cogí una cerveza del asiento y fui a pasear un poco. Recorrí toda la avenida sin una idea demasiado precisa, sin esperar ningún milagro; sentía crecer una especie de energía en mi interior pero no me servía para nada, sólo caminé m poco más de prisa, dejando que las luces se alinearan a mi espalda,

Caminé junto a la carretera durante un rato, con las manos hundidas en los bolsillos, sin hacer ni el menor ruido. Me parecía divertido, avanzaba por la arena y no había nada en el mundo que pudiera oír que me acercaba. Me sentía a punto de convertirme en invisible. Me miré las manos y esperé a que explotaran en la noche, luego encendí un cigarrillo y no pude impedir que me surgiera unal sonrisa. Fue una cosa espontánea.

Sin darme cuenta llegué al parque de atracciones y estuve a punto de chocar con la noria. Había un montón de camiones y de caravanas aparcadas un poco más allá. Todo el mundo debía de estar durmiendo allí adentro, no había ninguna luz y todo estaba en silencio. Me subí a una valla y fumé tranquilamente. Me interesé sobre todo por la montaña rusa. Imaginaba el trabajo que debía costar el montaje de todo aquello, de todos esos tubos metálicos encajados los unos en los otros, atornillados, y entrecruzados. Y se guí los raíles con la mirada, echando la cabeza hacia atrás; la Gran Curva de la Muerte en todo lo alto, con sus vigas erizadas en todas las direcciones, como la corona de Cristo.

Estuve dudando durante un minuto y luego pasé por encima de la valla. Tenía ganas de ver todo aquello desde más cerca, de meterme justo debajo y de levantar la cabeza para sentir el pequeño escalofrío. Era bonita, una cosa inventada para dar miedo, toda pintada de rojo y de blanco; y el raíl corría por allá arriba, reluciente como la hoja de un cuchillo. Eché un vistazo a la barraca donde vendían los boletos. Vi las chicas clavadas detrás de la caja, en posiciones idiotas, con su paquete de pelos en pleno centro y con una sonrisa imbécil. La cosa me hizo pensar en un cementerio, porque las fotos eran viejas y todas aquellas chicas debían de tener ahora como mínimo cincuenta años, y algo tenía que estar veradaderamente muerto y enterrado para ellas. Todas aquellas sonrisas seguro que ya habían desaparecido.

Se estaba bien. Me tomé todo el tiempo para examinar el asunto. Me instalé en una vagoneta, delante, y podía sentir el canguelo incrustado en el asiento. La pintura incluso había desaparecido allí donde la gente se agarraba. Podía oír sus aullidos y sus chillidos, podía ver cómo ponían los ojos en blanco y se meaban en los pantalones todo aquel montón de locos vueltos al estado salvaje. Cuando se hizo nuevamente el silencio, salí de allí dentro como una flor. Avancé por la vía, siguiendo los raíles, hasta el sistema de cremallera, donde el invento subía casi en vertical. Tenía todos los asideros del mundo, no parecía realmente difícil; era un juego de niños eso de subir hasta lo más alto.

Llegué sin problemas, vi una red de pasarelas y me paseé por ellas; debían de servir para el mantenimiento. Mis pasos resonaban y yo solo conseguía hacer que toda aquella mierda vibrara. Intentaba encontrar un ritmo divertido arrastrando los zapatos o saltando con los pies juntos, y ese asunto me absorbió durante un momento. Luego me calmé, me senté con los pies en el vacío y disfruté de la vida. Me gustan las cosas sencillas, un viento ligero con una rodaja de cansancio. Mi estado de ánimo era el mismo que el de un tipo del espacio que ha intentado una salida y que se queda atrapado afuera, en su escafandra, esperando a que ocurra algo. Casi había olvidado dónde estaba cuando oí que gritaban desde abajo y me coloqué acostado sobre mi pasarela.

– ¡¡ESPECIE DE MARICÓN!! ¡¡BAJA, ESPECIE DE MARICONAZO!!

Me fijé en el tipo que había vociferado diez metros más abajo, era una especie de torre en calzoncillos, con unos brazos enormes que gesticulaban en mi dirección.

– ¡¡ME CAGO EN LA PUTA, SI SUBO ERES HOMBRE MUERTO!! -aseguró.

Me levanté y agité los brazos. Pensé que mejor sería agitar los brazos, y casi los levanté por completo.

– Vale, vale -dije-, tranquilo. No estaba haciendo nada malo. Bajo enseguida.

Pero el tipo parecía realmente furioso y empezó a golpear las barras metálicas con un palo. Yo sentía las vibraciones bajo mis pies, DANG DANGGG CLONGG, y empecé a bajar a todo gas, antes de que el tipo pusiera en pie de guerra a los demás.

Me detuve justo encima de él, tal vez a tres o cuatro metros, y cuando vi su jeta comprendí que había sido mala idea esa de subirme allí arriba, y me dio un hipido.

– Acércate, maricón de mierda -gruñó.

Vi que lo que tenía en las manos era una especie de estaca, y que sus ojos brillaban como dos pastillas de uranio. Entonces se me pusieron por corbata y traté de ganar tiempo.

– Eh, no se ponga nervioso, hombre -dije-, que no hacía nada malo. Me largaré corriendo, se lo juro. Soy escritor, no puedo hacer nada malo.

Pero el tipo lanzó una especie de grito horroroso y me tiró la estaca. De verdad que tenía enfrente a un zumbado y le debo la vida a una pequeña barra transversal que desvió la trayectoria del proyectil, SBBAAANNGGGG…, cerré los ojos durante una fracción de segundo y oí que el cacharro rebotaba a mi lado.

Empecé a correr entre las barras metálicas. Me agarraba nerviosamente a los hierros y no quería mirar hacia abajo pero lo oía. Aquel cerdo había tenido tiempo de ponerse zapatos. Dimos una vuelta entera así y me salieron ampollas en las manos. De verdad que es jodido que un tipo quiera tu piel.

Me paré justo a la altura de la barraca de los boletos, estaba empapado de sudor. Lo intenté una vez más:

– Santo Dios -dije-, hombre, que no me he cargado su aparato, que sólo he subido para echar un vistazo…

Pero no me contestó, sino que lanzó un nuevo rugido y empezó a escalar. Lancé una mirada horrorizada a mi alrededor y descubrí mi única oportunidad; la vi inmediatamente.

No era excesivamente alto; bueno, no podía hacerme una idea exacta, aún era de noche y el otro se acercaba resoplando. Así qué me decidí por el techo de la barraca sin pensármelo a fondo. Simplemente era lo que estaba más cerca.

Salté. Salté en el último segundo, justo en el momento en que el otro estaba a punto de atraparme una pierna; pero era una barraca de nada con un techo de plástico y directamente la atravesé. El chiringuito se reventó con un ruido espantoso y yo me encontré encerrado dentro. Me levanté de inmediato. Estoy vivo, me dije, estoy vivo. Me lancé contra la puerta. No era ninguna broma, todas las bisagras saltaron a la vez, y seguí adelante llevado por mi propio vnpulso. Choqué con no sé qué y me caí. Mamá, lancé un grito horroroso, creía que estaba justo detrás de mí y que me iba a dar con su mango de azadón, o con lo que fuera. Rodé sobre mí mismo en el suelo pero no lo vi. Me puse de pie con gestos de dolor, empecé a correr y pasé junto a la pista de los autos de choque.

Fue entonces cuando lo vi. Estaba del otro lado. Destacaban principalmente sus calzoncillos blancos. El también me descubrió. Acortó camino, saltó a la pista con una agilidad deprimente y echó a correr hacia donde yo estaba, formando un estrépito de todos los demonios, CLANG CLANG CLANG. Cada uno de sus pasos era como un mazazo sobre un yunque, así que eché el resto, y corrí como enloquecido en línea recta. Salté las vallas y continué mi sprint por la playa.

Mierda, no es fácil correr por la arena; y empecé a resoplar.

Llegué hasta una cabana de madera medio derruida. Posiblemente una antigua cabana de pescador, un cobertizo del que colgaba sus redes. No tengo ni idea, pero ahora la gente lo utilizaba para cagar o para deshacerse de sus cochinadas, y pese al aire del mar, pese a que la puerta y las ventanas habían sido arrancadas, apestaba tanto allí adentro que estuve a punto de renunciar. Únicamente entré porque no tenía ganas de morir.

Me coloqué detrás de una ventana y eché un vistazo fuera. El tipo estaba todavía bastante lejos, pero venía. Les juro que tenía que estar completamente fuera de sí. La cosa empezaba a ponerse cómica y no se me ocurría cómo iba a librarme de aquello.

Estaba a punto de salir y arrancar a correr de nuevo, cuando vi aquella cosa medio enterrada en la arena, un pedazo de hierro torcido. Me agaché y estiré con ganas. De verdad que estiré. Me encontré con una especie de cadena entre las manos, de aproximadamente un metro de largo, muy pesada, con eslabones enormes y oxidados, y me sentí un poco mejor, no realmente bien, pero sí un poco mejor.

Recorrí otros cien o doscientos metros pero ya no podía más, sobre todo con el peso de la cadena. Bajé por una pequeña duna y allí abajo me quedé inmóvil para recuperar el aliento. Sólo oía el temblor de las briznas de hierba, y una gaviota empezó a dar vueltas encima mío chillando sin cesar. Vi otra barraca, no estaba muy lejos, era más pequeña que la otra y parecía un refugio construido con traviesas de ferrocarril y cañas. Me arrastré hasta allí y lo esperé. Hubiera sido incapaz de dar un sólo paso más.

Me planté en uno de los laterales aferrando la cadena. Me la había pasado por el hombro para darle mayor impulso. Yo era algo así como una bomba lívida y me decía me cago en la puta, si llega hasta aquí, si consigue llegar, me cago en la puta, lo hago picadillo, lo hago desaparecer de la superficie del Globo. Además, había encontrado un lugar fastuoso, podía observar toda la zona que me interesaba sin dejarme ver. Sudaba y me estremecía a la vez. Habría dado no sé qué por ir a bañarme y volver tranquilamente con una toalla al hombro, por hacer cosas como las que hace todo el mundo, por meterme bajo la ducha apestando a crema solar.

El tipo apareció en lo alto de la duna, dudó un momento con la luna creciente prendida en el pelo, volvió la cabeza dos o tres veces, venteando, y luego empezó a bajar y avanzó hacia la barraca, directo hacia mí.

Dejé de respirar, dejé de pensar, dejé de todo y me quedé con los dedos crispados sobre la cadena, en la oscuridad, acompañado únicamente por el aliento de las olas y los chirridos de las conchas. Me dolía todo, mis articulaciones se estaban soldando, tenía la impresión de que estaba allí desde hacía siglos y me parecía que mi corazón iba a estallar. Permanecí así por lo menos durante cinco minutos, con los ojos como platos y la boca medio abierta.

¿Qué coño podía hacer yo? Estaba al borde del síncope y temblaba débilmente. Mierda, ¿qué tipo de jugada me estaba preparando? Normalmente tendría que habérmelo cargado desde hacía ya un buen rato. ¿Qué coño quería decir eso, eh?, ¿qué jugada hijo putesca trataba de hacerme, eh?, ¡ME CAGO EN TODO!

Era una locura hacer eso pero ya no podía esperar más. Quería terminar de una vez. Me arriesgué a sacar un ojo mordiéndome los labios.

Tardé tres segundos en verlo y no entendí la cosa enseguida; no entendí qué hacía. Luego la respuesta estalló en mi cabeza como la luz de un flash, ¡santo Dios, aquel gilipollas se largaba! No era un sueño, el tipo estaba subiendo tranquilamente la duna ayudándose con las manos. Yo veía cómo bailaba su condenado culo blanco, mierda, seguro que no era un sueño, ¡el majara aquel había dado media vuelta!

Me deslicé sobre las rodillas con los pulmones ardiendo y maldije al mariconazo aquel. No conseguía desplegar los dedos. Lo maldije con todas mis fuerzas.

Permanecí un momento tranquilo con la barbilla apoyada en las rodillas. A continuación, me deshice de la cadena y subí hacia la carretera con las piernas todavía un poco flojas y las mandíbulas doloridas.

No quería seguir pensando en el asunto. Ahora el día estaba naciendo. Hacía buen tiempo, era la temperatura ideal para caminar un poco, lo cual también es bueno para los nervios. El cielo era rosa. Me gustaba. El mar era rosa, mis pies eran rosas, y el asfalto también. Era fácil caminar con un ambiente así. Me sequé la cara con la camiseta, y también las manos, y me pregunté si el majara se habría ido a dormir o estaría dando de comer a los tigres.

Disfruté de un momento de paz intensa durante poco menos de un kilómetro, sin ver a nadie, sin ningún ruido excepto el de algunas gaviotas que despegaban de la playa y giraban en círculo. Esperaba que el sol las desintegrara con un destello de fuego; estaba claramente rojo. Oí que el coche llegaba por detrás y frenaba. No tuve tiempo de pensar y oí los gritos de Yan:

– ¡¡¿BUENO, QUÉ? ¿QUÉ COÑO HACES?!!

Me detuve y los miré.

– Nada -dije-, he dado un paseo.

– Te hemos estado buscando.

Subí detrás, junto al gordo. Lo empujé hacia el centro. El tipo gruñó. La chica gruñó. Aquella pareja tenía el don de ponerte a parir y yo todavía estaba un poco tenso. Yan arrancó y me buscó por el retrovisor; parecía cansado.

– Está bien -dijo-. Hemos acertado esperándote.

No le contesté. Cerré los ojos.

Desembarcamos en casa de Yan a las seis de la mañana. Las cortinas estaban cerradas, casi todos dormían estirados en los cojines o en los sillones, y los supervivientes se habían refugiado en la cocina para hacerse crepés.

Salí disparado hacia el cuarto de baño y dejé correr el agua sobre mi cabeza, muy suavemente, luego bebí y finalmente fui a mear. Los oía reír abajo. Charlar después de una noche en blanco forma parte de los buenos momentos; y bostezar al sol, y comer crepés en la madrugada antes de salir a plena luz sin pensar que todo está perdido de antemano y sin alimentar esperanzas insensatas; simplemente caminar en medio de la acera, levantar la cabeza, subir al coche y esperar cinco minutos antes de ponerlo en marcha, sobre todo si estás aparcado bajo una mimosa en flor o frente a una parada de autobús en la que una chica cruza las piernas y se ríe.

Decidí afeitarme. Me gusta hacerlo en casas ajenas, para probar productos nuevos y tocarlo todo; me jode mucho menos. Había empuñado el spray de espuma y estaba agitándolo como dicen que debe hacerse, cuando entró ella. Era la misma, la Reina de los Huevos, y me pregunté si me perseguía o si realmente existía el azar. Pero como el azar no existe, había venido para fastidiarme. Esperé a que arrancara.

– Voy a darme una ducha -dijo.

– ¿Fría? -le pregunté.

Se encogió de hombros y yo le sonreí, pero sin pensar en ella para nada. Acababa de ponerme una bola de espuma en la mano y tenía una suavidad increíble, era más bien una sonrisa dedicada al sabor del mundo, a esos instantes de pureza que te hacen estremecer durante el tiempo que dura un chispazo. Ella se quedó plantada a mi lado; creo que pensaba en lo que iba a hacer y no quería estorbarla. Me sentía bien, el cerdo de Yan tiene el cuarto de baño de mis sueños, podría encerrarme ahí dentro durante quince días con el último cassette de Leonard Cohén y unas cuantas botellas. Estoy dispuesto a hacer la prueba, una de las ventanas da al sol naciente, sí, es por eso, lo sé.

A continuación, ella tomó una buena decisión, se quitó su camiseta y sus pantalones, sin mirarme, y tiró de sus bragas pero sin1 la menor elegancia. Es una lástima, pensé, es una lástima que una chica no te haga la boca agua, es una lástima que olvide su fuerza. Eché sólo un vistazo a sus pelos pero ella cerró los muslos; en cualquier caso, no iba por ahí, no quería complicarme la vida porque sí. Me pasé la espuma por las mejillas mientras ella entraba en la bañera y hacía correr el agua a tope, como si hubiera hecho saltar una presa.

Me afeité tranquilamente, sin que cambiáramos ni una palabra. Ella parecía relajada en su baño, con los ojos apenas abiertos. La miraba de cuando en cuando pero sólo era un cuerpo estirado en el agua. No era nada del otro mundo, aunque podría haberlo sido si hubiera jugado con sus tetas o se hubiera metido un dedo, pero estaba allí sin moverse, simplemente haciendo el muerto en el primer piso de una casa.

Creí que íbamos a quedarnos allí. Me enjuagué la boca con una cosa supernueva perfumada con canela. Venía directamente de las islas. Aquellos cerdos conocían montones de secretos para conservar la belleza y la salud del cuerpo: aceite de no sé qué, perfumes, raíces, cosas de esas que hacen furor en los diez países más ricos del mundo y se ponen en todas partes. La cuestión con canela no era del todo mala.

– Bueno -dijo la tía-, pero tienes que saber que aún me jode más que a ti.

Me volví hacia ella. No había acabado de entender lo que quería decirme. Tampoco esperaba que abriera la boca, pero igualmente la miré de frente. Mi posición era mejor que la suya.

– Depende -dije.

Se irguió lentamente, quedó sentada en el agua con las rodillas bajo la barbilla y me miró fijamente durante un buen minuto. La verdad es que aquello podía soportarlo, no tenía nada que hacer y la dejé que siguiera con su numerito.

– Aja, no acaba de gustarme, no sintonizamos realmente -añadió.

– No es frecuente que sintonice con la gente -le dije-. No lo hago a propósito.

Luego su cara empezó a cambiar, una especie de arruga le atravesó la frente y las comisuras de los labios le bajaron ligeramente. Es lo mismo que cuando ves llegar una tormenta a un campo de parasoles, y la cosa pronto se convierte en una pesadilla,

– Sin embargo tendremos que hacerlo juntos. Tendremos que hacerlo los dos -dijo.

Noté que no bromeaba y supe que iba a salirme con un montaje increíble. No cabía ninguna duda, y hundí imperceptiblemente la cabeza entre los hombros.

– Tengo noticias de Nina -aseguró-. Y no son demasiado buenas…

Mi párpado derecho empezó a temblar, me lo froté pero fue imposible detenerlo; sentía un suave olor de crepés que se deslizaba por el pasillo y lo que hubiera debido hacer era dar un portazo y bajar para comerme unas cuantas, beber un poco y decir gilipolleces con los demás. Pero me quedé plantado ante esa chica en un mundo de dolor. Realmente no elegí, y además siempre he sido de reacciones lentas, así que mi actitud no me sorprendió.

– ¿Te interesa, eh? -me preguntó.

Me acerqué a ella y me apoyé en el borde de la bañera.

– Venga -le dije-, te estoy escuchando.

– Bueno, pero esa no es razón para que le des gusto a la vista. Échate para atrás…

– Vale, de acuerdo -le dije-, pero, mierda, suéltalo ya. No intentaré echarte un polvo, si eso es lo que temes. Así que deja de joderme con ese asunto.

– Los tíos siempre tratan de hacerlo en un momento o en otro -soltó.

En aquel instante quiso entrar un tipo, pero lo eché. ¡Está completo!, le dije, y cuando me volví mi compañera ya había salido del baño y se secaba con una toalla roja. Me senté en un rincón y recordé que se llamaba Sylvie.

– Oye, Sylvie… Intenta explicarme un poco qué pasa. No te preocupes si te miró porque en realidad no te veo. Sólo te escucho, Sylvie.

Su culo merecía un cero, pero tenía las caderas muy redondas y en realidad no habría estado del todo mal si hubiera tenido el alma un poco más tierna. Se friccionó metódicamente y luego se puso las bragas pero no, no, decididamente no sabía hacerlo, lo hacía verdaderamente mal.

– Bueno -siguió-, sé dónde está y conozco al tipo que está con ella. ¿Qué me dices, eh?

– Que sabes muchas cosas.

– Tú lo has dicho. Se conocieron en mi casa y me siento un poco responsable.

– Claro, claro -comenté-, pero dime, Sylvie… ¿Tú qué buscas?

– ¿Eh? -articuló.

– Pues eso, que te he preguntado qué buscas. ¿Por qué me explicas todo esto?

Al decir esas palabras, trataba de mantener la calma, pero no era fácil. Pensaba en Nina, pensaba que había dejado a su hija en mis brazos para poder hacerse humo tranquilamente con un chorbo. Era un coñazo y estaba en aquello porque a veces creía en la gente, prestaba un poco de atención a todas sus memeces, así que no podía lamentarme.

La tía hacía durar el placer, pero yo no tenía ningunas ganas de jugar a las adivinanzas, así que le presenté mi cara de los peores días con un ojo ligeramente cerrado. Lo entendió y se vistió rápidamente. Me levanté, la agarré por la camiseta antes de que hubiera terminado de ponérsela, aún tenía un brazo fuera. La verdad es que nunca le he pegado a una mujer aunque sí haya zarandeado a algunas. Sé cómo hacerlo. Hay que encararlas decididamente, hay que meterles aunque sea un poco de miedo en el cuerpo, si no, ni siquiera vale la pena hacer la prueba, porque uno sale mal parado. Lo dosifiqué bien, la hice venir hasta veinte centímetros de mi nariz; la verdad es que tenía los ojos bonitos, pero me importaban un huevo sus ojos. Lanzó un pequeño grito, lo que me excitó.

– Coño -le dije-, no me hagas esperar más. Encima, estoy cansado.

Bueno, ella sabía tan bien como yo que sus ojos no lanzaban precisamente navajas afiladas, así que no se pasó y en conjunto la cosa me pareció más bien positiva. Ya había tenido que enfrentarme a esta especie de chaladas, parece que van a explotarte entre los dedos y uno sólo piensa en sus ojos. También he conocido a chicas que tenían una fuerza inimaginable y a otras que conocían llaves mortales, sí, unos números increíbles, chicas a las que nada puede detener. Afortunadamente, Sylvie no era de este tipo. La solté. Estaba seguro de que había entendido. Había hecho lo necesario para que fuera así. Su camiseta ya no se parecía a nada.

– Lo que me molesta -dijo- es que conozco al tipo que está con ella. Es un asunto personal. Pero puedo ayudarte a encontrar a Nina.

– No sé si realmente tengo ganas de encontrarla -dije.

– Oye -lanzó-, que no se trata de eso. Que conozco al tipo y es un poco especial, ¿sabes?

Lo había dicho bajando los ojos y con un tono de voz extraña Evidentemente, alrededor de las seis de la mañana las cosas siempre tienen un aire un poco extraño y no acababa de entender lo que había querido decirme.

– ¿Qué quiere decir eso de que es un poco especial?

– Nada -me dijo-. Pero es preciso que vayamos a buscar a Nina.

– ¡Me cago en la puta! ¿De qué estás hablando? Eres una pobre imbécil, ¿a dónde quieres ir a parar?

– Oye, no voy a repetirlo. Tenemos que actuar de prisa.

Di un paso en su dirección. Tenía unas ganas locas de trabajarla. Sé que todo tiene un principio pero en aquel momento hice una cosa inteligente, di media vuelta y me largué dándole un portazo a toda esa historia de mierda.

El problema fue que me alcanzó en la escalera. La mandé a paseo, bajé dando tumbos los últimos escalones y salí. La calle ya ardía. Parpadeé, a veces dos o tres pasos bastan para que uno se encuentre al borde del abismo, y sentí su mano en mi hombro.

Me solté sin decir una palabra y empecé a caminar por la acera. No llegaba a pensar en nada.

Al cabo de un momento entré en un bar. Fui hasta el fondo y me senté. Mierda, me dije, aún soy joven, si quisiera no tendría el menor problema, estoy solo en la vida; podría tratar de vivir únicamente de mi talento y pasarme días enteros sin dar golpe, entonces ¿por qué era incapaz de mandar al carajo a aquella tía, por qué no me salía de una puta vez de esa historia?

Cinco minutos después apareció ella. Se sentó frente a mí. Le pregunté qué iba a tomar. Un bourbon doble, dijo. No pude impedir que me apareciera una sonrisa. La miré.

– Vaya, tienes buen aguante, ¿eh? -comenté.

Levantó la mirada hacia mí. Ponía cara de funeral.

– Mira, Sylvie, toda esta historia me aburre mortalmente. Pero no impedirá que nos tomemos una copa juntos y hablemos de otra cosa. Fíjate, no hemos cerrado un ojo en toda la noche y hemos visto nacer el día, me gustaría saber qué piensas de todo esto, de este regalo de día…

– ¿Estás jiñado? -me preguntó.

– Sí -le dije.

– Pero ni siquiera sabes de qué.

– No importa, con muy poco me basta. Además, me siento de buen humor, así de repente, y no voy a romperme la cabeza. Me entiendo bien con Lili, no me molesta en absoluto, no me importa que esté conmigo aunque sea un año y lo de Nina es una historia vieja. Lamento mucho que no se haya ido con el hombre de sus sueños y estaré de acuerdo con ella si le parece que la cosa es dura.

Sylvie esperó a que llegara el tipo con el bourbon. Lo vació de un trago echando la cabeza hacia atrás. Era un número perfectamente estudiado, valía la pena verlo porque era muy bonito; yo siempre tengo confianza por las mañanas, estoy de humor contemplativo. A continuación me agarró del brazo. Creí que un águila acababa de aterrizar allí.

– De verdad -dijo-, ¿lo haces a propósito?

– Están permitidos todos los golpes -aseguré.

– Mierda, no tengo ganas de que esta historia acabe mal. Tenemos que ir a buscarla…

Me solté y me apoyé bien erguido en el fondo del asiento. Había demasiada luz en aquel chiringuito, no podía concentrarme. Me retorcí un poco las manos y me eché a reír.

– Vamos a ver, ¿qué rollo es ese? -pregunté.

– Sé de qué estoy hablando -dijo ella.

Levanté la cabeza para mirar la sala por encima de su hombro, para mirar a los tres tipos silenciosos pegados a la barra, a la chica que bostezaba en un rincón y a la vieja que devoraba un croissant. Luego, en aquel mismo momento, entró alguien. Dejó la puerta abierta durante uno o dos segundos y penetró en aquel antro un poco de vida, una nube de polvo invisible. No sé bien qué, no Puedo explicarlo, pero el mundo pesó mucho menos y dejé de sentirlo. Crucé los brazos sobre la mesa y me incliné hacia ella.

– Bueno, de acuerdo, tía. A ver, dime exactamente qué vamos a hacer.