"La cabeza del cordero" - читать интересную книгу автора (Ayala Francisco)II Una mañana, a comienzos de octubre, desembarqué, pues, en el puerto de Vigo. Nunca antes había estado yo en Vigo; no me gustó la ciudad; la hallé sucia y desoladora, y me sentí en ella desamparado, tanto si no más, como en Buenos Aires cuando, acabada nuestra guerra civil, arribé a su puerto. Sí; por mucho que fuera predispuesto a las emociones patrióticas, no pude evitar la sensación de hallarme en tierra extraña, y ese recelo, esa soledad, lejos de disiparse, aumentó hasta verme en Santiago. Y cuando ahí estuve, y el tren me hubo dejado en la estación, y comencé a andar, maleta en mano, por las calles de grandes losas húmedas, resbaladizas, hacia casa, me pareció que regresaba no tanto a mi ciudad como a un sueño que ya había transitado antes por dos o tres veces: me pareció estar soñando de nuevo esta pesadilla que, tiempo atrás, en Buenos Aires, me había angustiado tanto: vuelto, quién sabe cómo, a Santiago, alguien me reconocía, o yo sospechaba que me había reconocido, y quería señalarme y hacerme prender, y yo, aunque la situación era todavía ambigua, huía, escapaba, me escabullía por unas y otras callejas, siempre con los perros a los talones, mas sin atreverme a correr por no llamar la atención de la gente. Andaba; las puertas y ventanas me miraban con recelo, pero yo, afectando seguridad, aplomo, indiferencia, seguía adelante, mientras que, dentro de mi pecho, el corazón me tundía a puñetazos… Y ¿pertenecían al sueño, o a la realidad, aquella mujer que arrastraba a un niño de la mano, aquel perro que miraba y desaparecía, el portazo que de pronto oigo a mi derecha, seguido de un confuso regaño, los dos curas que atraviesan, ante mí, por la bocacalle? ¿Era soñada o real esa figura que de repente veo venir calle arriba, por la misma acera que yo, cada vez más cerca, y en la que pronto reconozco a Benito Castro, el barbero? En toda mi ausencia, para nada me había acordado del santo de su nombre; y ahora ¡ahí estaba, y se venía sobre mí! Aún no me había conocido: mirábame como a un viajero que llega de la estación con su equipaje a rastras. ¿Lo saludaría? Claro; lo mejor era saludarlo. Ya, ya me había reconocido, a casi un metro de distancia, y se apeaba de la acera para dejarme paso; me decía Cuando gracias a Dios llegué a la casa, veréis de qué tenía ganas: de echarme en la cama y dormir. Empujé la puertecilla de cristales -qué ruin me pareció la entrada de la tiendecita, con el escaparate lleno de velas rizadas para primera comunión, de devocionarios, de pequeñas imágenes!; ¡todavía estaba allí, matando moros, el Santiago a caballo!-, empujé, sonó la campanilla, entré adentro con la maleta. "¡Tú!", exclamó al verme mi tía. Había levantado la cabeza: el mismo peinado, pero más canas; las manos con que revolvía en el cajón del mostrador habían quedado colgando, medio encogidas, en el aire; me había mirado con susto, y había exclamado: "¡Tú!" Sólo cuando rodeó el mostrador y cruzó, renqueando, a atrancar la puerta, me di cuenta de que estaba coja. Cerró, pues, con llave y cerrojo, y pasamos a la habitación del fondo. Y ahora, ya estaba yo ahí, medio retrepado en el viejo diván, y ella frente a mí, en su butaca; y yo, invadido de una absurda pereza, no decía nada: miraba la cara de mi tía, llena toda de arrugas, sus ojillos vivaces tras las gafas montadas en plata; miraba la moldura negra de la butaca, el dibujo de las paredes, el fanal sobre la cómoda con su santo abrumado de flores -jamás lograba recordar qué santo era-; miraba el postigo de la ventana, con sus marcas y tachas, todo, mientras que mi tía, callada, en el regazo las manos, espiaba mis miradas. – Esa cortina no es la de antes -observé-; quería pintarme en el recuerdo la antigua cortina. – Sí; hubo que cambiarla, poco antes de morir tu tío… Pero, hijo, voy a darte algo de comer. ¡Espera! ¿Qué podría darte? Café, no tengo. ¿Qué te daría yo? Quizá una copita, ¿no? Me trajo, ya servida, una copita de aguardiente; la bebí de un trago; me cayó bien; se lo agradecía con una sonrisa, y ella: "Bueno, ya estás aquí, loado sea Dios. ¿Muy cansado, hijo?", preguntó. No, no estaba muy cansado; cansado propiamente no lo estaba. Sentía, sí, una especie de distensión, de triste desmadejamiento, de aburrimiento casi. – Estás bastante cambiado -notó-; más viejo y gordo; pero con buen aspecto. – Sí, allá uno engorda sin querer. Todo el mundo engorda allá. Hubo otra pausa. – ¿Cómo ha sido lo de la pierna, tía? -me creí en el caso de preguntarle. Varias veces, antes, había tenido intención de preguntarlo; por fin, lo pregunté ahora-. ¿Cómo ha sido eso de la pierna? Nunca me mandó a decir nada. – Y ¿para qué te lo había de mandar a decir? -echó una miradita al borde de su falda-. Fue a poco de tú irte; cuando vinieron en tu busca. – ¿En mi busca? ¿Cómo en mi busca? ¿A buscarme para qué? ¿Quiénes vinieron a buscarme? -incorporado, tieso en el asiento del diván, escrutaba yo ahora su cara impasible-. ¿Quiénes eran los que vinieron a buscarme? -volví a preguntarle tras de un instante, algo más tranquila y un tanto opaca mi voz. – ¡Qué sé yo! ¿Había de conocerlos? Muchos, una patulea -replicó-. Y ¿sabes quién los traía? Pues los traía, ¿quién dirás? Era el único conocido: aquel amigote tuyo al que yo, la verdad, nunca pude tragar, y ¡qué razón tenía, hijo mío!… – Abeledo. – Ese mismo. ¿Lo sabías? ¿Te lo habían dicho? – Me lo he figurado; nadie me había dicho nada. Y lo cierto es que Abeledo era el último de mis "amigotes" en quien hubiera debido pensar; pero, sin que me pueda explicar por qué, apenas mi tía habló de que habían ido a buscarme, fue en él en quién pensé y no en otro. Pues sí, Abeledo… – Y ¿dónde anda ahora ése? ¿Qué hace? – ¡Cualquiera sabe! Vinieron en tropel; al decirles que no estabas, que habías ido a La Coruña (les dije que habías ido a La Coruña; no quise decirles que estabas en Santander), entonces entraron a registrar por todas partes, hicieron el destrozo que les dio la gana y, al salir, ¡bestias!, me empujan por la escalera. Total: dos meses de hospital, tu pobre tío de la ceca a la meca, el negocio abandonado… ¡Ay, Dios, qué falta que nos hizo en aquellas horas, amargas el dinero que habías ido a cobrar en Santander y que, por cierto, a la fecha no sé todavía si pudiste, hijo, cobrarlo o no; aunque supongo, infeliz, que habrás necesitado gastarlo durante todas esas miserias!… Entonces me puse a contarle a mi tía, sumariamente, los pasados avatares de mi vida. Le conté que, al día siguiente de mi llegada a Santander, pude, en efecto, cobrar, tras de una empeñada discusión y no sin tener que consentir alguna rebaja, el saldo que se nos adeudaba; y que en seguida, antes de alcanzar a coger el tren de vuelta para Santiago, esparcidos rumores y noticias, cundida la alarma, iniciado el desorden, ya no tuve otro remedio, pese a toda mi diligencia, que quedarme allí. No le conté mi entusiasmo, ni la participación exaltada que desde un comienzo tomé en todo: mi correr, excitado, desde el Gobierno civil hasta la Casa del Pueblo, desde la Casa del Pueblo hasta el Ayuntamiento, desde el Ayuntamiento hasta la redacción de Y mientras le contaba todo eso: Abeledo, este nombre resonaba dentro de mí, incesante, oscuro, bajo las palabras y las frases con que mi boca iba urdiendo la escueta relación. Mañana, sí. Ahora estaba demasiado rendido, y solamente deseaba sentirme aparte, como un enfermo, aparte como la maleta que se quedó ahí, junto a la puerta, ahí. Ni abrirla siquiera, mañana sería otro día; mientras la vieja, estúpida, me explicaba cosas del negocio, ¿cómo iba a prestarle atención hoy?: vender y comprar, amistades, influencias, conchavos, estraperlo, ayer mismo sin ir más lejos, mañana a más tardar… De pronto, la interrumpí: "¿Y Abeledo? ¿Qué hace ahora?" Sin darle mayor importancia -lo que (recuerdo) me produjo asombro, pero no desagrado- respondió a esto que no tenía idea; que cuando a ella la dieron de alta en el hospital debió ocuparse sin tardanza de tanta y tanta cosa, lo único que le interesaba, y ¡cómo!, "pues te imaginarás, hijo, todo abandonado…, tiempos muy duros, muy duros, sí. Pero -suspendió de pronto el tono lastimero-, pero voy a dejarte solo; te estás cayendo de sueño, muchacho; ya te dejo, sí; anda, duerme…" |
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