"La cabeza del cordero" - читать интересную книгу автора (Ayala Francisco)

VIII

El encuentro no se producía. Aquel día pasó, y el siguiente, y otro, y otro; pasó una semana, dos semanas pasaron entre tanto, y ni yo había tropezado con él ni hubo siquiera quién me diese noticias suyas: ¡como si se lo hubiera tragado la tierra! Cierto que mis diligencias se cumplían con suma cautela, y nadie hubiera podido decir que yo andaba buscándolo. En puridad, no lo andaba buscando; pero -esto era seguro- tampoco iba a tener sosiego para ocuparme en cosa alguna mientras ese enojoso encuentro estuviera pendiente; y puesto que el azar, al que yo había desafiado con creciente audacia mostrándome por todas partes, en los más frecuentados sitios públicos, parecía tan remiso, me aventuré por fin a provocarlo, a meterme en la boca del lobo, no sin poner en juego, con todo, discretas y meticulosas precauciones.

Desde el café, para poder cortar la comunicación en el momento mismo que a mí me conviniera, telefoneé, pues, un día, a La Hora Compostelana preguntando por el señor Abeledo: que no lo conocían fue la respuesta. Tranquilizado por extraño modo, me encaminé desde allí a la redacción, e insistí en la portería: "Abeledo, sí, señor; don Manuel Abeledo González". El conserje -un viejo estúpido- no acertaba a darme razón. "¿Reportero, dice usted? Aguarde: hace ya como un siglo que no comparece por aquí. Sí, sí; ya sé quién es: Abeledo, un rapaz muy simpático, reportero, ¿no?, uno rubito, gordo…" "¡Qué rubito gordo! No, hombre de Dios: si es un tipo moreno, pelo negro, cejas…" "Pues entonces ha de ser otro… sí, sí, claro, tiene usted razón; me confundía; el que yo digo es otro, es Abelardo Martínez, uno rubito y gordo" "¡Válgame Dios!" "A ese… ¿cómo decía que se llama?, a ese tal González yo no lo he oído mentar nunca", concluyó encogiéndose de hombros. Pedí entonces ver a don Antonio Cueto -Cueto era el redactor-jefe, tan benévolo un tiempo para las faltas del joven periodista sujeto al servicio militar, y a quien yo había entregado de su parte alguna información un par de veces. ¿Qué importaba que ahora no se acordase de mí? "¿Don Antonio Cueto? Pero ¿usted no sabe que don Antonio Cueto está de gobernador civil? Pues sí, en Alicante, creo, o no sé si en Almería".

¿Gobernador civil Cueto? ¡Caramba!… En seguida se me ocurrió que tal vez se hubiera llevado consigo, como secretario, a algún redactor de La Hora, incluso al propio Abeledo, que tan simpático parecía serle. Y, puesto a imaginar, ¿por qué Abeledo mismo no había de tener, también él, un alto cargo?; uno que, sin ser demasiado notorio, le diera, en premio de sus celosos servicios al régimen, influencia y gajes, y hasta -¿quién sabe?- poder directo…

Me estremecí. Conforme iba alejándome calle abajo, un verdadero desasosiego me invadía; ahora estaba dispuesto a revolver el cielo con la tierra, sin más vacilaciones, hasta localizarlo; así no se podía hacer nada, no se podía tener sosiego, no se podía vivir… Hasta ese instante cada pequeño fracaso -cuando, por ejemplo, en el cine, me puse a recorrer la sala en todas direcciones, durante el descanso, sin tropezar con un solo conocido; o cuando me entré en el Ateneo Gallego y no dejé rincón por inspeccionar-, cada vez que concurría yo a un lugar donde hubiera podido hallarse, sin verlo (y de tales intentonas no realizaba apenas sino una por día, tras de lo cual me daba por satisfecho hasta el siguiente), cada una de esas infructuosas pruebas había sido para mí hasta el instante como un respiro, engañosa tregua que ni siquiera me traía el alivio tonto de aplazar un choque inevitable, pues si por un lado estaba -¿para qué negarlo?- temeroso, por el otro deseaba, y quizá con mayor vehemencia, enfrentarme ya de una vez con el bicho.

Que en la redacción no lo conocieran, me había trastornado por completo, causando en mí enorme excitación.

Era aquello, o me lo pareció, el primer signo a favor de una eventualidad que, antes, apenas si me atrevía a acariciar; ésta: ¿por qué la guerra, cuyos trasiegos habían convertido a mi Santiago en una ciudad extraña, repleta de extraños, donde a nadie conocía, por qué no podía haberlo alejado a él, llevándolo hacia cualquier otra parte, al otro extremo de España, a Alicante, a Almería? Si ello tomaba cuerpo y consistencia, si por fortuna era ese el caso, nada impedía entonces que yo permaneciera ahí, en un Santiago desconocido e indiferente, tan tranquilo como lo estaba en Buenos Aires, sin importárseme nada de nadie, ni a nadie tenerle que rendir cuentas de nada; en fin, como si jamás hubiera existido el tal Abeledo González.

Y así, ese día, agitado por el bullir de hasta entonces mal sofocadas esperanzas, en lugar de contentarme con la llamada telefónica a la redacción, la reforcé primero acercándome a la portería, y, luego, lleno de impacientes promesas, impaciente, impaciente ya, del todo impaciente, presto a jugarme el todo por el todo, me encaminé hacia su casa. Varias veces antes, en ocasión de ir acá o acullá, había hecho un desvío para pasar ante ella con aire naturalísimo, pero espiando el cerrado portón y las ventanas, sin jamás divisar persona. Ahora, no me limitaría a rondar la casa; tiraría de la campanilla, y aguardaría. A ver qué pasaba. Pues ¿qué podía pasar? ¿Que la María Jesús abriera ante mí la puerta, y más aún los ojos? Y aunque fuera él, el mismísimo Abeledo: aprovecharía yo el momento de su sorpresa, y le plantearía la cuestión de la manera más favorable para mí; quizá, con un golpe de audacia, disparándole a boca de jarro: "Me he enterado de que fuiste a buscarme en mi casa con unos amigos, y aquí vengo solo, a ver qué querías". (Una sonrisa me acudió a los labios: ¡devolverle la visita al cabo de diez años!) Con estos pensamientos llegué a la esquina de su calle y, moderando el paso para darle al azar más dilatada oportunidad, por dos veces consecutivas recorrí la acera de enfrente. Mas, en vano; vano parecía mi asedio a la fachada: una quietud impasible me desahuciaba; el zapatero instalado en el mismo portal donde otrora estaba un estanco, ya me había mirado cruzar para arriba y cruzar para abajo; mi firmeza empezaba a quebrantarse; me sentía de pronto cansado hasta el agotamiento, e indiferente, y triste, cuando -¿qué veo?- una mujer dobla la esquina y, al llegar ante la puerta, se para, mete una lave en la cerradura y se dispone a abrirla.

– ¡Perdón, señora! -la abordo de un salto (y toda mi laxitud había desaparecido: estaba otra vez muy sereno, quizá un poco pálido, pero resuelto, sereno-: Por favor, dígame, ¿vive aquí don Manuel Abeledo?

Se volvió, me observó despacio, yo la observé a ella: una cuarentona todavía de buen ver.

– No, señor; no; no es aquí -respondió con calma; y, desentendida, se aplicó de nuevo a hacer girar la llave en la cerradura.

Decir que esperaba esta respuesta, no sería exacto; pues, ¿cómo?, ¿con qué fundamento? Y, sin embargo, la recibí muy naturalmente, mientras que, de seguro, me hubiera desconcertado oír la afirmativa. Firme ya, alegre, insistí:

– Pues la dirección que me han dado es ésta. Este es el número, y ésta la casa, sin lugar a dudas -pausa-. ¿Usted no habrá oído, por casualidad…, no sabe, acaso?…

Ya la puerta había cedido, y yo pude colar una mirada ávida en el zaguán que tantas veces cruzara hacia adentro, hacia afuera, en compañía de Abeledo.

– ¿Abeledo, dice? ¿Don Manuel Abeledo? Estará equivocada esa dirección: aquí, desde luego, no vive; ni yo he oído tampoco por la vecindad…

– Sin embargo… El caso es, señora, que en Buenos Aires, al embarcar hacia acá… Iba a contarle que cierto amigo mío me había encargado de buscar a esa persona; pero ella, al saber que yo venía de Buenos Aires, levantó la cabeza para mirarme de nuevo e, interesada, me interrumpió:

– ¿De Buenos Aires viene usted? Pero pase, por Dios; no se quede ahí en la puerta: pase, y siéntese un momento.

No quise hacer resistencia; entré en el zaguán:

– Si pudiera ayudarme a dar con esa persona, se lo agradecería mucho. Y perdone la molestia.

Pasamos ambos a la sala baja, y nos sentamos en sendos sillones, a los lados de una mesita ridícula cubierta por un tapete de malla con borlas. Disimuladamente, inspeccionaba yo la pieza que había conocido antes alhajada en manera quizá más pobre, pero no tan ramplona, cuando, de improviso, al reconocer entre su abigarrado moblaje una cómoda que siempre estuvo en casa de Abeledo, aunque no en aquella pared -la cómoda panzona donde él acostumbraba guardar sus cosas con aparatosa solemnidad-, me dio un vuelco el corazón, como si hubiera creído distinguir al otro lado del tabique la inesperada voz de Abeledo mismo, o mejor -pues la cosa no era quizá para tanto-, el discreto trajinar de la hormiguita laboriosa, como llamaba yo a su hermana María Jesús. ¿Qué hacía allí semejante reliquia, si era verdad que esta gente no sabía nada de los anteriores inquilinos? Dos o tres hipótesis más o menos absurdas concurrieron en tropel a darme provisional respuesta; y yo procuré dominar mi turbación, y responder por mi parte a las preguntas que aquella señora me estaba haciendo. Ya había puesto en mi conocimiento que ellos también, en determinada época, habían tenido propósito de ir a Buenos Aires, donde a la fecha continuaban viviendo unos parientes suyos, un sobrino de su marido, casado, y con dos hijos ya mayorcitos… A no ser por la guerra, decía, también nosotros estaríamos allí. Me sonrió; y yo, con el sombrero entre las manos, contesté a su sonrisa: tenía una sonrisa agradable.

– A lo mejor -sugirió- usted conoce a mis sobrinos: Antonio Álvarez se llama él.

– ¿Álvarez? -dudé-. Quizá, de vista… Por el nombre no caigo en este momento. Usted sabe: sería casualidad, en una ciudad tan inmensa como Buenos Aires… ¿Dónde viven?

– Calle Santiago del Estero -anunció con énfasis, como quien hace una revelación muy decisiva; y se quedó fija, aguardando. Al oírla, la calle Santiago del Estero se precipitó a mi imaginación con extraordinaria vivacidad y alegría, en aquel trozo próximo a la plaza Constitución, con árboles muy verdes y un sol matutino inundándome toda el alma. Fue por aquellos parajes donde conocí a Mariana; en el bar de la vuelta, sobre la plaza, donde nos citamos las primeras veces; y en un hotelucho próximo, donde solíamos encontrarnos antes de ir a instalarnos juntos…

– No; creo que no conozco a su sobrino; o al menos, no me acuerdo.

– Y… ¿usted vuelve para allá? -se interesó-. Le dije que aún no sabía; quizá sí, quizá no; aunque lo más probable, cuando uno ha vivido en un sitio tantos años, se han dejado amigos…

– Pues allá estaríamos nosotros, de no ser por la guerra. Pero con la guerra, ya mi marido no pudo abandonar sus tareas. (¿Cuáles serían, pensé yo, las tareas del marido? Ahí estaba, en el testero de la sala, severo, muy afilados los bigotes, haciendo pendant con el retrato de ella, joven, atusada y hermosa.) Y no es -prosiguió- que desde entonces se nos hayan pasado las ganas, pero…

La mujer hablaba con seriedad, y su expresión era más bien apacible; mas tenía en los ojos un algo de risueño que atraía. Observaba yo el movimiento de sus labios al hablar; una boca ya muy hecha, con arrugas marcando bien las comisuras, pero todavía fresca; observaba la vibración de su cuello, un poco grueso; y de ahí volvía a mirarle los ojos, mientras a cuanto decía prestaba una decorosa atención. Me estaba preguntando por Buenos Aires; quería saber si se encuentran en Buenos Aires muchas facilidades.

– ¡Qué voy a decirle, señora! Allá, todo el mundo vive; unos mejor y otros peor, claro está; pero… ¡es un país magnífico! -concluí-. ¡Magnífico! -reforcé. Ella reflejaba en su complacencia mi repentino entusiasmo; luego se le arrugó un poquito la frente para decirme que su sobrino, cada vez que escribía, era quejándose. Y yo rectifiqué: – Por supuesto que aquello no es la sucursal del Paraíso; y, sobre todo, a uno siempre le tira su tierra. De no ser así, yo mismo ¿qué hubiera venido a buscar en Santiago? Nos quedamos callados por un momento, y yo volví a mi asunto en seguida: ¿Sabe usted, señora, lo que pienso? Puede que la dirección de ese Abeledo estuviera bien dada, solo que sea antigua, el tipo se haya mudado y… ¿Hace mucho que ustedes ocupan esta casa?

– ¡Uf, sí! Bastantes años; desde que se terminó la guerra y trasladaron a mi marido desde La Coruña a Santiago…

– No sabe quién la ocupaba antes.

– No; no, señor; a nosotros nos la adjudicó el Comisariado. Y, por cierto, que no es la que hubiera correspondido a los méritos de mi marido; pero, ni había mucho donde elegir, ni tampoco es él hombre que exija, reclame, intrigue; de manera que…

– Así -atajé- ¿nunca ha oído nada de los anteriores inquilinos…, qué fue de ellos?… Mi amigo me dijo que se trataba de dos hermanos: el tal Abeledo, y una hermana más joven… A mí se me ocurre que, así como a ustedes los trasladaron a Santiago, a ellos los trasladarían a otra parte.

– No tengo idea, la verdad. Como no sea que mi marido…

– Pues no quiero molestarla más-. Le di las gracias, le hice ofrecimientos, sin mencionar, no obstante, mi nombre, y me volví por donde había venido.