"La cabeza del cordero" - читать интересную книгу автора (Ayala Francisco)X Ahora ya, sólo me resta el epílogo; me resta decir que, a la mañana siguiente, amanecí tardísimo, recordé, abrí los ojos y tuve la sensación misma de quien sale de una pesadilla; que mi vertiginosa aventura de la noche anterior y, con ella, todo lo ocurrido desde mi regreso a España, compareció de golpe ante mi conciencia, formando un bloque aislado, muy preciso de contornos, pero irreal, como esos sueños nítidos que tienen la calidad intensa de lo vivido y, sin embargo, carecen (esto sólo nos asegura que son sueños), carecen, sin embargo, de toda comunicación con el mundo cotidiano. Mi bajada a los infiernos prostibularios había clausurado aquella vaga existencia mía de casi un mes (¡un mes casi había vagado en persecución y fuga del "fantasma vano"!), la había desligado de mí, y me dejaba otra vez plantado en el punto mismo por donde ingresara en el temeroso laberinto. Increíblemente, sólo el tiempo anterior a mi regreso: Buenos Aires, la avenida de Mayo, el Dock Sud, las oficinas de la empresa y el aceite de mesa marca " La Andaluza ", el almacén de Coutiño, mi casa, Mariana, sólo eso tenía consistencia para mí, mientras que Santiago de Compostela y mi estúpido peregrinar por los alrededores del Pórtico de la Gloria durante un par de semanas largas, la ciudad toda que subsistía ahí, fuera de la ventana, más allá de este cuarto, de esta casa, de la cerería, era tan alucinatoria como el sórdido encuentro que la víspera había tenido en el burdel con aquella condenada de María Jesús. Pues ¿qué había hecho yo desde que llegué a Santiago? No había hecho nada; y ese nada había sido por nada, puro disparate. Para colmo, entró mi tía a despertarme (yo estaba ya despierto, aunque permanecía en cama, sin rebullir siquiera, tan aplacados estaban mis espíritus); entró, y, según pude colegir por su actitud, dispuesta a reprocharme la mía, que tanto la defraudaba; con una brazada de reproches, reticentes y quejumbrosos, como correspondía a su carácter, pero no menos premeditados. Pues, tras de haberme dado los buenos días y el muy precioso informe de ser las diez y media pasadas, se sentó frente a mi cama y deslizó la apreciación de que yo quizá me había acostumbrado en América a otra manera de vivir, y que no parecía acomodarme a las cosas de España, tal cual ahora pintaban; sugiriendo, no obstante, que con un poco de buena voluntad no tardaría en recuperar mi interés por los negocios de la casa, dado que al fin y al cabo eran míos, no de otro, o cuando menos eso era lo que ella tenía pensado y hablado con el difunto tío, que tanta fe me guardó el pobre, y que a nadie hubiera querido dejar, sino a mí, el sudor de toda su vida, siempre, claro está, en la idea de que yo… ¡Bueno! Le prometí que desde mañana me metería hasta los codos en el trabajo, pues no a otra cosa había vuelto, y si hasta el momento no lo hice fue porque necesitaba salir de una cierta duda que, justamente anoche -y por eso me había recogido tan tarde-, pude al fin disipar. Le dije también que hoy, antes de entregarme a la vida ordinaria, deseaba visitar la sepultura de mi buen tío. Deseaba visitar la sepultura de mí tío; pero deseaba, sobre todo, visitar la sepultura de Abeledo. Fue un deseo, que me sobrevino de repente, conforme hablaba con mi tía; pero tan imperioso, tan vehemente, que, disipada mi pereza, me eché de la cama sin más aguardar. No tuve dificultad mayor, guiado por las explicaciones de mi tía, en hallar la reciente tumba de mi tío. Dar con la de Abeledo me costó mucho más trabajo; pero al cabo de tantas vueltas, leí por fin su nombre sobre un nicho: Manuel Abeledo González. La pequeña lápida rezaba: Volví la espalda, y me salí del cementerio, y bajé sin prisa para la ciudad. Por el camino adopté la resolución -que no tardaría en cumplir sino lo indispensable- de volverme a Buenos Aires. (1948) |
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