"El Cordero" - читать интересную книгу автора (Mauriac Francois)II– Haria mejor en irse a dormir, señor, sin esperar el regreso de su amigo. Cuando su mujer y él dan una vuelta por el parque para explicarse, como dicen, créame que puede durar horas. Xavier estaba de pie en medio del cuarto, como fascinado por los anteojos negros de Brigitte Pian. En aquella semitiniebla sólo podían servir para disimular la mirada. El gran rostro fofo y pálido, bajo unos mechones blancos amarillentos que hinchaban un crespón, lo intrigaba menos, sin embargo, que la muchacha un poco apartada, en el sofá, que le mostraba a un chico endeble las imágenes de un gran libro cuya encuademación dorada brillaba. La señora Pian le había dicho a Xavier señalándola: "Mi secretaria…" Pero ¿quién era el niño? Los acontecimientos nunca adquieren el ritmo previsto. Xavier no había dudado de que en Larjuzon encontraría a Michéle sola. Y he aquí que había invitado a la vieja Brigitte Pian, la segunda mujer de su padre, a quien había aborrecido siendo niña, según aseguraba Mirbel. Eran las diez de la noche cuando el auto alquilado en Burdeos había dejado a los viajeros en el umbral. En un escritorio, a la derecha de la entrada, tronaba la vieja Pian, con las manos deformadas descansando sobre el estómago y, detrás de ella, esa muchacha y ese chico. Una mueca que debía de ser una sonrisa le torció la boca cuando Mirbel le presentó a Xavier: – ¿Usted es el hijo de Emma Dartigelongue? La conozco mucho: nos encontramos siempre en el comité de Damas de la Caridad. Michéle, después de un breve saludo a Xavier (sin tenderle la mano), había arrastrado a su marido al vestíbulo. Susurraron. Mirbel alzó la voz para preguntar en tono enfurecido: – ¿Por qué Roland está aquí? Te dije que no quería verlo más. – Como si no fueras tú quien… El ruido de sus pasos sobre la grava del sendero cubrió las últimas réplicas. Xavier sólo oyó el crujido de las páginas que la joven volvía y al chico que respiraba ruidosamente. Ella le dijo: "¿Quieres sonarte?" Xavier reconoció de lejos las imágenes de Alphonse de Neuville: era la Historia de Francia contada a mis nietos. – Preferiría esperar a que vuelvan… – No, créame, señor, temo que no se dé cuenta, pero si conociera a Michéle… La posición de usted es delicada, es lo menos que puede decirse. Será más juicioso que se vaya a su cuarto, Jean irá a verlo dentro de un rato. No me parece prudente que se enfrente con Michéle esta misma noche: déme tiempo para prepararla. Pero primeramente debemos tener usted y yo una conversación seria. Cada cosa a su tiempo -agregó con aire goloso, como una persona hambrienta resuelta a cuidar el alimento del que acaban de proveerla. Después de un silencio agregó-: Creo que mañana mismo tendré que escribirle a su madre: se sentirá tranquila de saberlo aquí, bajo mi ala. Sí, no cabía duda, aquella mueca le servía de sonrisa. Tenía esa voz de hombre que a veces adquieren las ancianas junto con la barba y el bigote. La joven, con la frente siempre inclinada sobre el libro, detuvo un instante en Xavier la mirada de color de pizarra. El chico se aferraba a ella, le apretaba el brazo: "Vuelva la página, señorita…" – Deja a la señorita en paz -dijo Brigitte Pian-. Le va a mostrar su cuarto al señor Dartigelongue. Sí, el cuarto verde. Supongo que la cama tiene sábanas. Xavier oyó por primera vez a la joven: – No es mi obligación. No había alzado la cabeza del libro: Brí-gitte Pian la aprobó: – ¡ No, por supuesto!, pero he oído subir a Octavie: debe de haber ido a acostarse. Se lo pido como un favor. Supongo, por otra parte, que Michéle habrá preparado todo. Y como tiene que acostar a Roland, puesto que no se atreve a subir solo… El niño se apretó contra la joven, que se había levantado. Frotaba la cara contra la falda. Ella le dijo: – Un chico tan mayorcito. ¡A los diez años! ¿No te da vergüenza? Lo tomó del brazo y se dirigió a la puerta. La señora de Pian le hizo señas a Xavier de que la siguiera. Él se inclinó ante la anciana, ella tampoco le tendió la mano. La lámpara colocada sobre una consola del vestíbulo sólo iluminaba los primeros peldaños. Xavier pareció vacilar, volvió sobre sus pasos, empujó la puerta del escritorio. La señora de Pian continuaba inmóvil en su sillón, enmascarada con sus vidrios negros, enorme ave nocturna sobre una rama muerta. – ¿Ha olvidado algo? – No… Quería saber… Vaciló; luego muy rápido: – ¿Quién es ese chico? – ¿Roland? Oh, no es el hijo de nadie de aquí. Se lo preguntará a Jean cuando lo vea. Le advierto que es un tema de conversación que le gustará poco. Después de un silencio, preguntó: – ¿Le interesan los niños? Él ya no podía soportar el aspecto de aquella boca, de aquellos ojos de falsa ciega. Volvió al vestíbulo. La joven no lo había esperado, pero oyó que alguien caminaba en el último piso. Comenzó a subir la escalera. A medida que disminuía el resplandor de la lámpara colocada sobre la consola, entraba en un claro de luna difuso que caía desde la claraboya del techo. Ella lo acechaba en el último peldaño, con un candelero encendido en la mano y el chico apretado contra ella. Dijo: – Por aquí… Lo precedió en un cuarto con olor a humedad. No había sábanas en la cama. – Voy a buscar sábanas y toallas. Espero que esté puesta la llave del armario de ropa blanca. Dejó el candelero, y Xavier quedó solo. Oyó que el chico susurraba y reía detrás de la puerta. Se alejaron. Debía de hacer mucho tiempo que el cuarto no era habitado. El empapelado de la pared tenía muchos desgarrones. Una de las cortinas estaba agujereada, pero la llama de la vela hacía relucir los picaportes de bronce y la marquetería de una cómoda ventruda. Xavier imaginó lo que habría dicho su madre: "La sala está amueblada con horrores, pero en el cuarto de huéspedes hay maravillas". Se acercó al lecho sin sábanas: era de los colchones de donde venía aquel olor a ratón muerto. La mesa de noche, entreabierta, tenía también un aliento. Fue hasta la ventana, no logró apartar las cortinas cuyo cordón estaba roto. Sin embargo la abrió. El viento de la noche a través de las persianas cerradas inclinó la llama de la lámpara. Xavier se arrodilló, apoyando la cabeza contra la caoba de la cama. En ese momento empezó a sufrir con un sufrimiento que venía de infinitamente más lejos que su desazón y que la soledad de esa casa enemiga, un sufrimiento que ya conocía por haberlo sentido varias veces en circunstancias muy precisas, que todavía recordaba. ¿De qué estaba hecho? No hubiera podido decirlo. Aquella noche, sin embargo, tenía un rostro y hasta dos rostros: la joven, el chico. Él sobre todo. ¿Qué idea se hacía de Xavier la joven? Se estremeció pensando en lo que quizá creyera. No volvía: el armario de ropa blanca debía de estar cerrado con llave… ¿Había ido a acostar a Roland? Mirbel terminaría por inquietarse. Alguien debía venir. Por el momento, imposible escapar de aquellas paredes leprosas, del olor a humedad, de los viejos colchones, de la alfombra que sus rodillas tocaban y cuya trama veía de muy cerca. Le resultaba tan difícil escapar de la casa, del cuarto, como a un condenado de su calabozo. Llamó, lanzó un grito, un grito interior, pues sus labios no se movieron. Entonces hubo como un cortocircuito: la corriente de horrible sufrimiento se quebró. Dejó de moverse. Una mariposa nocturna titubeaba sobre el mármol de la cómoda. El viento hinchaba bruscamente las cortinas que luego volvían a caer. La mariposa nocturna se había posado en algún lado. El papel desgarrado dé la pared hacía ruido cuando algún soplo lo movía. – ¿Le ocurre a menudo? Xavier abrió los ojos. Estaba en el suelo, de bruces; su boca había dejado un rastro de saliva. La joven lo miraba, inclinada, como a un perro. Apretaba contra ella un par de sábanas. Él se puso de pie. – ¿Está enfermo? ¿No? Sacudió la cabeza. – Los epilépticos, sabe… que no cuenten conmigo. Él dijo: – No es lo que usted cree -se enjugó la frente-. ¿No ve que no estoy enfermo? – Entonces, ¿qué hacía? ¿Sabía que yo estaba aquí? Vamos -agregó bruscamente-, en vez de quedarse allí de brazos caídos, ayúdeme a hacer la cama. No, decididamente es mejor que no se meta -agregó-, lo haré más rápido sola. Vaya a sentarse, va a volver a caerse. Él obedeció y se quedó un instante inmóvil en una silla. Observaba a la joven que se ajetreaba alrededor de la cama. De pronto preguntó: – ¿Quién es ese chico? – ¿Roland? Un chico del Asilo que tuvieron la fantasía de sacar y que ahora los tiene hartos. Pero la señora quería un niño. – ¿Lo han adoptado? – No, lo tomaron a prueba. Pero ya no les gusta. Era monísimo hace seis meses y después tuvo disentería. Ahora su amigo lo aborrece. Por otra parte, nunca lo quiso. Por supuesto que es mejor hacer sus hijos uno mismo… ¡ cuando se puede! Golpeó la almohada con la palma de la mano: – Supongo que es solamente con su mujer con quien no puede… De pronto tenía una expresión de matrona. Él dijo: – Me pregunto… -luego se interrumpió. Ni ese aire que ella afectaba ni esas palabras vulgares se le parecían. Tenía ganas de interrumpirla, de gritarle: "Representa mal". Sabía quién era ella. Leía dentro de esa desconocida, la descifraba; eso le era dado, y él no se asombraba, a tal punto estaba acostumbrado. ¡ Qué rostro tenía! Él mismo descubría el suyo en el espejo sobre la cómoda, encantador y pálido, no tal como se le aparecía de costumbre, pero tal como en ese momento lo veía la joven. ¡ Cómo se gustaban el uno al otro! Él repitió: – Me pregunto… – ¿ Se pregunta qué? – No, se ofendería. – ¡ Si cree que usted puede ofenderme! – Sé quién es Brigitte Pian…, desde hace años que oigo hablar de ella en mi casa. ¡ Esa madre de la Iglesia, como la llaman! Me extraña que haya elegido una secretaria como usted, en lugar de una hija de María… ¿Le causa gracia? – Me causa gracia que ya tenga una idea hecha sobre mí. ¿Quién le dice que no soy hija de Maria? – No -protestó-, usted no es una hipócrita. Ella preguntó: – ¿Por qué iba a serlo? – Lo sería si fuera una hija de María. – ¿Cómo lo sabe? Él dijo: – Lo veo… Ella lo miró con la boca entreabierta: – ¡Ah, bueno!… -Luego se encogió de hombros-: Se está burlando de mí. Él dijo: – Usted cree que Dios está lejos de usted, pero está aquí, muy cerca. – ¿Dios? ¡ Es Brigitte Pian! Reía y lo desafiaba. Él rió a su vez. – En ese Dios tiene razón de no creer: no existe. Ella continuó sentada en el borde de la cama, apartando la cara. Vacilaba, buscaba las palabras. – No me gustaría que se imaginara que una muchacha que no cree en nada es a la fuerza… Lo miró de golpe a los ojos: -¡ Nunca he sido de nadie, sabe! No soy de nadie… La interrumpió con violencia: – ¡ Está loca! Como si hubiera podido creer esa horrible cosa. – ¿Por qué horrible? – Horrible para mí. Ella sonrió. Acariciaba la almohada con ademán distraído. Tenía las piernas cruzadas. Agitaba un pie un poco grande, calzado con una sandalia azul. Dijo: – Después de todo, usted es un muchacho como cualquier otro. Él murmuró: – Por supuesto -y enrojeció hasta las orejas. Nunca ante una chica había sentido tal desborde de alegría. Un muchacho como cualquier otro. "¿Y si fuera por ella por lo que estoy aquí, Dios mío?" ¿Si por ella había caminado hasta aquel cuarto? Hacia la dicha, hacia esa dicha. Preguntó de pronto: – ¿Cómo se llama? – Dominique. Soy profesora en la escuela de la parroquia Saint Paul de Burdeos. Es una colocación que le debo a la señora de Pian. No tengo más que un hermano menor que está a mi cargo. Entonces, comprende… Él repitió: – Dominique. Ella le dijo en voz baja: – Venga a sentarse a mi lado. ¿De qué tiene miedo? Dijo: – No tengo miedo -y avanzó con paso tímido. La muchacha lo miraba sin osadía. La boca, encantadora, entreabierta, dejaba ver unos dientes que hubieran podido ser todavía dientes de leche. Ella respiraba agitadamente. No, no estaba mal. "No, Dios mío, no está mal. He merecido este descanso, este consuelo que les toca a todos los hombres, a los más desprovistos, a los más pobres." Se acercaba a ella, que había apartado los ojos para no intimidarlo y esperaba inmóvil, transformada en estatua, como si al menor movimiento de pestañas corriera el riesgo de espantar al machito. Él dio un paso más. Entonces se oyeron murmullos en la escalera. Jean de Mirbel entró sin golpear y dejó la puerta abierta. Xavier entrevio a Michéle, que permanecía en el umbral a oscuras. Mirbel interpeló a Dominique: – ¿ Por qué está usted aquí? – Había venido a hacer la cama…, estábamos conversando -agregó. Se dirigió a Xavier: – Hay dos toallas sobre la silla. Antes de salir se volvió y le sonrió: – Hasta mañana. Mirbel dio algunos pasos por el cuarto. Luego dijo: – ¿Estaba aquí desde hace tiempo? ¿Te habló de mí? Vamos, confiesa, te habló de mí. Michéle entró y tomó a su marido del brazo. – Deja dormir a tu amigo. Mañana por la mañana hablaremos él y yo. Xavier protestó, con sequedad: – Pero, señora, no tenemos nada más que decirnos. Su marido está de vuelta, por lo tanto puedo irme. ¿Hay un tren por la mañana? – No volverás a empezar -dijo Mirbel. – ¿Verdaderamente quiere irse? -preguntó Michéle-. Entonces, ¿por qué lo siguió? Jean de Mirbel le sopló casi al oído: – No le contestes. – Lo traje de vuelta -dijo Xavier-. Ya no tengo nada que hacer aquí. Michéle detuvo un instante sobre él una mirada atenta. – Mañana nos explicaremos. Luego se irá o se quedará. Por lo menos, todo será claro entre nosotros. Le tendió la mano. – Dejémoslo dormir -le dijo a su marido. Mirbel la siguió, luego entreabrió de nuevo la puerta y dijo a media voz: – Era seguro, le gustas. ¿Y tú cómo la encuentras? Como Xavier callaba, continuó diciendo en voz baja: – Si te gusta te la doy. -Y agregó en seguida-: Estoy bromeando. Y volvió a cerrar la puerta. Era el momento en que Dominique entraba en el cuarto de Brigitte contiguo al suyo. La vieja acababa de llamarla. En el fondo de la alcoba velaba, sentada. El crespón ya no le sostenía las pocas serpientes blancas y amarillentas de la cabeza. La boca, hasta el día siguiente, estaría vacía. Pero liberado de los vidrios negros el gran rostro surcado había recobrado una expresión humana. – Ha estado ausente mucho tiempo, hija mía. – Tuve que ir al cuarto de Octavie a buscar la llave del armario de ropa blanca. – ¿Conversó con ese muchacho? ¿Qué impresión le hace? La joven vaciló. Sonrió en el vacío: – Tal vez como esperaba lo peor, me pareció, en fin…, parece un hombre de veras, después de todo -agregó ruborizándose. – ¡ Ah, picara! ¡ Ah, bandida! -rugió Brigitte Pian con una especie de ternura-. Vaya a dormir y no sueñe demasiado con ese hombre, que es un hombre de veras. – Yo sólo dije que lo parecía -protestó Dominique-. No impide que lo haya sorprendido… – ¿Cómo lo sorprendió? Dominique se mordió el labio inferior. – No, no hacía nada extraordinario: rezaba a los pies de la cama. Sencillamente. – ¡No faltaba más que no lo hiciera! Imítelo en ese punto, mi hijita. Se lo repito: no es necesario tener fe para rezar. Hay que rezar para tener fe. ¿Me quedan pastillas de goma? ¿Quedan dos? Es bastante. Déme mi rosario, que está sobre la cómoda. No, no apague. Se quedó sola. El corazón le latía demasiado de prisa. Hacía setenta y ocho años que latía. El rosario que miraba en el hueco de su palma no tardaría en encadenarle las dos manos, heladas y juntas para siempre. Observó las enormes venas. Las ocultó bajo las sábanas. |
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