"El Desierto Del Amor" - читать интересную книгу автора (Mauriac Francois)CAPITULO OCTAVO– ¿Qué tendré que decirle al jardinero? En una desierta avenida del Parc Bordelais, Maria Cross trataba de que Raymond se decidiera a visitarla en su casa: no había temores de que allí pudiera encontrarse con nadie. Insiste y tiene vergüenza de insistir, se siente corruptora a pesar de ella misma. ¿ Cómo no iba a ver Maria en esa manía del chico – podía en otros tiempos pasar y volver a pasar frente a una tienda, sin atreverse a entrar en ella – la señal sin dobles intenciones de una alarma? Por ello, replicó: – Por favor, Raymond, no vaya usted a creer que yo quiera… no vaya a imaginar… – Me molesta tener que pasar ante el jardinero. – Pero si le digo que no hay jardinero. Vivo en una propiedad vacía; el señor Larousselle no logra arrendarla; me puso allí como cuidadora. Raymond soltó la risa: – ¡ Es usted la jardinera, entonces! La joven dobla los hombros, esconde el rostro, balbucea: – Todas las apariencias me abruman. Nadie está obligado a saber que acepté de buena fe la ocupación. Francois necesitaba el aire del campo… Raymond conocía el estribillo, y se dijo a sí mismo: "Sigue hablando." La interrumpió: – Entonces usted dice que no hay jardinero… Pero los sirvientes… Lo tranquilizó: el domingo le daba permiso a Justine, su única criada; era esposa de un chófer que venía por la noche a dormir para que hubiera un hombre en casa; los alrededores no son seguros; pero el domingo por la tarde, Justine salía con su marido. Raymond no tendría más que entrar; atravesaría el comedor a la izquierda; el salón se encontraba al fondo. Raymond cava la arena con su talón, absorto; tras los ligustros, rechinan los balancines; una vendedora les ofrece panecillos polvorientos, bastoncillos de chocolate envueltos en papel amarillo. Raymond dice que no ha merendado y le compra un Empujó el portón que abriría Raymond el domingo por primera vez; remontó la avenida llena de hierbas (no hay jardinero). El cielo estaba tan cargado que era increíble que las nubes no reventasen: cielo que parecía descorazonado por la sed universal. Las hojas colgaban marchitas. La criada no había cerrado las persianas; gruesas moscas chocaban contra los plintos. Maria sólo tuvo fuerzas para lanzar su sombrero sobre el piano; sus zapatos ensuciaron el diván: no había otro gesto que hacer salvo fumar un cigarrillo. ¡Ah!, pero también existía eso: esa molicie de su cuerpo a pesar de una imaginación febril. ¡ Cuántas tardes perdidas en este lugar, el corazón enfermo de tanto fumar! ¡Cuántos planes de evasión, de purificación, preparados y destruidos! Tendría que, en primer lugar, haberse levantado, haber hecho diligencias, haber visto gentes… "Pero si renuncio a enmendar mi vida exterior, sólo me queda permitirme aquello que mi conciencia no repruebe o no la inquiete. Así ese chico Courréges…" Ya se sabía, sólo lo atraía hacia ella por esa dulzura que ya había conocido en el tranvía de las seis: sentirse reconfortada por una presencia, por una triste y unida contemplación; pero en su casa esa contemplación sería más cercana que en el tranvía y más a su gusto. ¿Nada más que eso? ¿Nada más que eso? Cuando la presencia de un ser nos conmueve, nos estremecemos pronto a pesar de nosotros con las posibles prolongaciones, con las indefinidas perspectivas que nos perturban. "Me habría cansado pronto de contemplarlo, si no hubiera sabido que respondía a mis manejos y que un día intercambiaríamos palabras… No imagino, pues, nada entre nosotros en ese salón, sino un cambio de palabras confiadas, de cariños maternales, de tranquilos besos; pero ten el valor de confesarte que presientes, más allá de esa dicha pura, una zona prohibida y a la vez abierta: nada de fronteras que franquear, un campo libre para hundirse poco a poco en él, unas tinieblas donde desaparecer como por casualidad… ¿ Y después?, ¿quién nos prohibe la felicidad?, ¿no podría hacer feliz a ese chico?… Este es el punto en que empiezas a engañarte: es el chico del doctor Courréges, ese santo doctor… ¡El ni siquiera admitiría que se le planteara la pregunta! Le decías un día, riendo, que dentro de él la ley moral resplandecía igual que el cielo estrellado sobre nuestras cabezas…" Maria oyó caer gotas sobre las hojas, un ruido de tempestad indecisa, cerró los ojos, se recogió, concentró su pensamiento en el rostro querido del joven tan puro (que ella quería que fuera puro) y, que, sin embargo, en ese minuto apresura el paso, huye del mal tiempo y piensa: "Papillon dice que es mejor apresurar las cosas"; dice: "Con esas mujeres, sólo resulta la brutalidad, no les gusta más que eso…" Perplejo, miraba retumbar el cielo y de súbito echó a correr, su esclavina sobre la cabeza, tomó el camino más corto, saltó un macizo, tan ágil como una cabra montes. La tempestad se alejaba, pero él permanecía ahí y el propio silencio lo delataba. Entonces, Maria Cross, sintió nacer en ella una inspiración, de la que estaba segura, no había que desconfiar; levantóse, se sentó a la mesa y escribió: Al día siguiente, viernes, Maria experimentó una confusa alegría al ver que la tempestad había empeorado el tiempo y pasó todo el día en bata, leyendo, escuchando música y holgazaneando; trató de recordar cada término de su carta, imaginando cuál sería la reacción del pequeño Courréges. El sábado, después de una tarde muy pesada, empezó de nuevo a llover, y Maria supo el motivo que le producía tanto placer: el mal tiempo sería un pretexto para no salir el domingo, como había sido su primera intención: si el pequeño Courréges acudía a la cita a pesar de la carta, ella estaría allí. Habiéndose alejado un poco de la ventana después de ver cómo chorreaban las gotas en la avenida, habló con voz firme, como comprometiéndose solemnemente: "Haga el tiempo que haga, saldré." ¿Hacia dónde iría? Si Francois hubiese estado vivo lo habría llevado al circo… Algunas veces iba al concierto y ocupaba un palco para ella sola o más bien un palco de platea; pero el público la reconocía rápidamente: adivinaba su nombre en el movimiento de sus labios; los gemelos la entregaban, próxima e indefensa, a ese mundo enemigo. Una voz decía: "No se puede negar, esas mujeres saben vestirse. – Con tanto dinero no es difícil -. Y además esas mujeres sólo se preocupan de su cuerpo." Algunas veces, un amigo del señor Larousselle dejaba el palco del Club y venía a saludarla; volviéndose a medias hacia la sala, reía alto, orgulloso de hablar en público con Maria Cross. Pero fuera del concierto de Saint-Cécile, no había vuelto a ir a ninguna parte, aún estando vivo Francois, después que unas mujeres la habían insultado en el Music-Hall. Las amantes de esos caballeros la odiaban, porque jamás había aceptado el trato de ellas. Una sola mujer durante algunos días, esa Gaby Dubois, le pareció que era "un alma noble" después de intercambiar algunas palabras en el Lion-Rouge, adonde Larousselle la había arrastrado. El champaña era causante en gran parte de la efervescencia espiritual de esa Gaby. Las dos jóvenes se habían visto todos los días durante dos semanas. Maria Cross con paciente ira había tratado vanamente de romper los lazos que ataban a su amiga a otros seres. En una "matinée" del Apolo -adonde había ido a dar en el colmo del aburrimiento, y después de la ruptura con su amiga, siempre solitaria, pero que atraía hacia ella la atención de toda la sala- escuchó cómo brotaba de una fila de butacas que estaban al lado de su palco, la risa aguda de Gaby, otras risas, jirones de insultos proferidos a media voz: “Esta golfa que se cree emperatriz… esta… lo hace por virtud…” Le parecía que no era capaz de distinguir ya ningún perfil en la sala: todos eran rostros de bestias que la miraban a ella. Por fin el teatro volvió a la oscuridad, y como todos los ojos estaban pendientes de una bailarina desnuda, pudo huir. No quiso volver a salir nunca más sin el pequeño Francois. Hacía un año ya que Francois no estaba; sin embargo, sólo él podía todavía atraerla hacia fuera; esa piedra no más grande que el cuerpo de un niño, a pesar de que, para llegar hasta ella, había que seguir la avenida que llevaba una indicación: cuerpo adultos. Pero en la ruta que conduce al niño muerto, tuvo que encontrar ese niño vivo. El domingo por la mañana un fuerte viento: no se trataba de aquellos que sólo balancean las copas de los árboles, sino de esos soplos poderosos del sur y del mar que, en un esfuerzo inmenso, arrastran todo un paño tenebroso de cielo. Sólo un abejaruco hacía sensible a Maria el silencio de miles de pájaros. Tanto peor: no saldría: el pequeño Courréges había recibido su carta; conociendo su timidez, estaba segura de su obediencia. Si ella no le hubiera escrito, sin duda no se habría atrevido a franquear el portón. Se sonrió porque lo imaginaba cavando con su talón en la avenida y repitiendo con aire obstinado: "¿Y el jardinero?" Durante su desayuno solitario, escuchó la tempestad que se aproximaba. Los caballos alados del viento corrían con locura habiendo ya terminado su tarea, y piafaban entre las ramas. Habían traído sin duda sobre el río, y desde el fondo del Atlántico roto, prudentes golondrinas y gaviotas que jamás se posan; hasta sobre ese arrabal se hubiese dicho que el soplo del viento traspasaba las nubes con la lividez de las algas, y salpicaba las hojas con una espuma amarga. Inclinada sobre el jardín, Maria sintió sobre sus labios ese sabor salado. No vendría; aun en el caso de que ella no le hubiese escrito, ¿cómo podría salir él con un tiempo semejante? Habríase angustiado pensando en que no venía. ¡ Ah, más valía esta seguridad, esta certeza de que él no vendría! Sin embargo, ¿por qué si ella no espera abre el trinchante del comedor y se asegura de que hay oporto? Al fin la lluvia crepitó, compacta, atravesada por el sol. Maria abrió un libro, leyó sin entender, volvió a empezar la página pacientemente, vanamente; sentóse al piano, pero sin tocar fuerte, de manera que no pudiera dejar de oír el ruido de la puerta de entrada. Tuvo tiempo de decirse, para no desfallecer: "Es el viento; tiene que ser el viento." A pesar del ruido de los pasos titubeantes en el comedor, no tuvo fuerzas para levantarse, y ya él se encontraba allí, embarazado con su sombrero que chorreaba. No se atrevía a dar un paso. No osaba llamarlo, aturdida por el tumulto que sentía en ella: una pasión que ha roto su dique y arremete en busca de un furioso desquite, invadiendo, en un segundo, todo, y llena totalmente la capacidad del cuerpo y del alma, recubriendo las cimas y las hondonadas. Sin embargo, ella decía, con severidad, palabras vulgares: – ¿No ha recibido mi carta? Raymond se turbó. ("Quiere manejarte", le había repetido Papillon. "No la dejes maniobrar; llega con las manos en los bolsillos.") Pero ante ese rostro que creyó lleno de cólera, Raymond bajó la cabeza como un niño castigado. Y Maria, estremeciéndose, como si hubiese retenido entre los muros del salón ahogado de tapices un cervatillo asustado, no osaba hacer ningún gesto. Había venido, a pesar de que ella había hecho todo lo posible para dejarlo. Ningún remordimiento envenenaba su dicha, y podía entregarse por entero a ella. Frente al destino, que, por fuerza, le entregaba al adolescente para cuidarlo, ella aseguraba que sería digna de ese don. ¿Qué había temido? En ese momento, no existía nada en ella que no fuera el amor más noble, y la prueba estaba en las lágrimas que rechazaba, pensando en Francois; habría sido un muchachote semejante a ese en pocos años más… No sabía que la mueca para retener sus lágrimas había sido interpretada por Raymond como un gesto de mal humor, tal vez de cólera. Sin embargo, ella decía: – Pensándolo bien, ¿por qué no? Hizo bien en venir. Deje su sombrero sobre una silla. No importa que esté mojado: ese terciopelo de Genes ha pasado por cosas peores… ¿Un poco de oporto? ¿Sí? ¿No? Es sí. Y mientras bebía, ella decía: – ¿Por qué escribí esa carta? Ni yo misma lo sé… Las mujeres tenemos algunas chifladuras… Por lo demás, sabía que usted vendría de todas maneras. Con el reverso de su mano, Raymond secó sus labios. – Sin embargo, casi no vine. Me decía a mí mismo: habrá salido… Quedaré como un idiota. – Casi no salgo, desde que llevo luto… ¿No le he hablado nunca de mi pequeño Francois? Francois llegaba de puntillas, como si estuviera vivo. De igual modo, su madre tal vez lo hubiera retenido para romper una conversación a solas peligrosa. Raymond veía en ello una comedia para inspirarle respeto; por el contrario, Maria sólo pensaba en tranquilizarlo, y muy lejos de temerle, se creía ella temible. Por lo demás no era ella quien había recurrido al niño muerto; el pequeño se había impuesto solo, como aquellos que escuchan la voz de su madre en el salón y entran sin golpear. Ya que el niño está ahí, ¿no es acaso la señal de que no hay nada de impuro en todo esto? ¿Por qué te turbas, pobre mujer? El pequeño Francois se encuentra de pie contra tu sillón, sonríe, no enrojece. – ¿Debe de hacer ya más de un año que murió? Recuerdo perfectamente el día del entierro… Mamá hizo una escena a mi padre… Se interrumpió; hubiera querido volver sobre sus palabras. – ¿Por qué una escena? ¡Ah! sí… comprendo… Ni siquiera ese día tuvieron piedad… Levantóse, Maria tomó entonces un álbum y lo puso sobre las rodillas de Raymond: – Quiero mostrarle estas fotografías. Su padre es el único que las conoce. Aquí tiene un mes, en los brazos de mi marido; a esa edad no tienen forma de nada; pero para su mamá, sí la tienen. Mírelo a los dos años, riendo con un globo entre sus brazos. Ahí estamos en Salies: estaba ya muy débil; había tenido que gastar parte de mi escuálido capital para pagar esa estancia; pero encontré allí un doctor, con tanta caridad, tanta bondad… Se llamaba Casamayor… Es él quien sujeta por las riendas al asno… Inclinada sobre Raymond para volver las páginas, no veía el rostro furioso del muchacho que no podía moverse, las rodillas aplastadas por el álbum. Jadeaba, temblaba de violencia contenida. – Aquí tenía seis años y medio, dos meses antes de su muerte. Se había repuesto bastante, ¿no es verdad? Me he preguntado siempre si no lo hice trabajar demasiado. Su padre me asegura que no. A los seis años, leía todo lo que caía en sus manos, aun aquellas cosas que no entendía. De tanto vivir con una persona grande… Decía: "Era mi compañero, mi amigo…" porque en ese minuto identificaba totalmente lo que Francois había sido realmente para ella con lo que había esperado de Francois. – Me hacía ya preguntas. ¡ Cuántas noches pasé angustiada, pensando que algún día tendría que explicarle!… Y si hay un pensamiento que me ayuda a vivir hoy día, es que él se fue sin saberlo… que no supo… que no sabrá jamás… Habíase enderezado, sus brazos pendían; Raymond no osaba levantar los ojos, pero escuchaba cómo se estremecía ese cuerpo. Aunque estaba emocionado, dudaba de ese dolor, y más tarde, cuando iba por el camino, tenía que repetirse: "Ella misma se sugestiona con su comedia… le gusta mostrar el cadáver… Pero, ¿y sus lágrimas?" Estaba turbado con la idea que tenía de ella; el adolescente se hacía de las "mujeres malas" una imagen teológica, conforme a aquella que le habían formado sus maestros, a pesar de que él se creía inmune a su influencia. María Cross lo rodeaba como un ejército formado en combate; los anillos de Dalila y de Judit tintineaban en sus tobillos; creía capaz de cualquier traición, de cualquiera mentira a aquella de quien los santos han temido la mirada como temen la muerte. María Cross le había dicho: "Vuelva cuando quiera, estoy siempre aquí." Llena de lágrimas, tranquilizada, lo había seguido hasta la puerta, sin ni siquiera darle otra cita. Después que él hubo partido, sentóse cerca del lecho del pequeño Francois; llevaba su dolor como un niño dormido en sus brazos. Experimentaba una paz que tal vez era una decepción. Ignoraba que no siempre sería socorrida; no, los muertos no socorren a los vivos: en vano los hemos invocado en el borde del abismo; su silencio, su ausencia son cómplices. |
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