"El Desierto Del Amor" - читать интересную книгу автора (Mauriac Francois)CAPITULO TERCERODurante ese verano que se aproximaba, Raymond Courréges cumplió diecisiete años. Había sido un verano tórrido, sin agua y tan terrible que ningún otro después volvió a aplastar, con su cielo intolerable, la ciudad pedregosa. Recuerda, sin embargo, esos veranos de Burdeos cuyas colinas la defienden contra el viento norte, sitiada hasta sus puertas por los pinos y la arena donde el calor se concentra y acumula. Burdeos, ciudad desnuda de árboles, fuera del jardín público. Los niños se morían de sed: les parecía que, tras sus altas rejas solemnes, se consumía el último verdor del mundo. Pero, tal vez, Courréges confundía en su recuerdo el fuego del cielo de ese año con la llama interior que arrasaba con él y otros sesenta muchachos de su edad, encerrados entre los barrotes de un patio separado de los otros cursos por un muro de letrinas. Necesitábanse dos vigilantes para domesticar ese rebaño de niños que morían y de hombres que empezaban a nacer. Impelidos por una dolorosa germinación, la joven selva humana crecía en pocos meses, frágil y sufriente. Pero en tanto que el mundo y sus costumbres pulían a casi todos esos vastagos de buena familia, Raymond Courréges, desvergonzadamente, echaba fuera el fuego que lo consumía. Causaba miedo y horror a sus maestros, los cuales trataban de apartar de sus compañeros a ese muchacho de rostro desgarrado (su piel infantil no soportaba la hoja de afeitar). Era, ante los ojos de los buenos alumnos, ese sucio individuo de quien se cuenta que esconde dentro de su billetera fotografías de mujeres y que en la capilla lee, bajo la tapa de un misal, Cuando en el día de la distribución de premios, a la asamblea embrutecida por el calor, se le notificó que el alumno Courréges se había examinado definitivamente con “bastante bien”, sólo él sabía la razón del esfuerzo desplegado, a pesar del aparente desorden de su vida, para no fracasar en el examen. Una idea fija lo había obsesionado apartándole de toda otra persecución, acortándole las horas de castigo contra el muro decrépito del patio de recreo: la idea de partir, de huir al alba de un día de verano, por la gran ruta de España que pasaba frente a la propiedad de los Courréges: ruta que jalonaban enormes piedras, recuerdo del Emperador, de sus cañones y de sus convoyes. ¡ Embriaguez saboreada de antemano: cada paso lo alejaba un poco más del colegio y de su opaca familia! Habíase convenido que si Raymond aprobaba, su padre y su abuela le darían cada uno cien francos; como tenía ya ochocientos, juntaría así los mil francos gracias a los cuales prometíase recorrer el mundo y poner entre él y los suyos un espacio indefinido. Por este motivo, sin turbarse con el juego de los demás, trabajaba durante sus castigos. A veces volvía a cerrar el libro y caía glotonamente en su sueño: las cigarras cantaban en los pinos de sus futuras rutas; la posada donde rendido descansaba en un pueblo sin nombre, era fresca y sombría; el claro de luna despertaba a los gallos y el niño volvía a partir con la fresca, saboreando el gusto del pan entre sus dientes; a veces se dormía sobre una parva: una paja escondía una estrella, la mano mojada de la madrugada lo despertaba… Sin embargo, no había huido ese muchacho al cual profesores y padres juzgaban capaz de todo; sus enemigos, sin darse cuenta, eran los más fuertes: la derrota de un adolescente se produce cuando aquél se deja convencer de su miseria. A los diecisiete años, el más salvaje muchacho acepta benévolamente la imagen de sí mismo que le imponen los demás. Raymond Courréges era bello, pero no dudaba que era un monstruo de fealdad y mugre; no distinguía las líneas puras de su rostro y sólo se sentía seguro de provocar en los demás repugnancia. Causábase horror y creía no ser capaz jamás de devolver al mundo la antipatía que él le provocaba. Por este motivo, más fuerte que su deseo de evadirse era el deseo de esconderse, de sustraer su rostro, de no sentir el odio ajeno. Ese libertino a quien los niños de la Congregación no osaban dar la mano, ignoraba como ellos a la mujer y no se hubiera juzgado digno de gustar ni a la más miserable fregona. Sentía vergüenza de su cuerpo. En ese despliegue de desorden y suciedad, ni los padres ni los profesores supieron ver una miserable baladronada de adolescente con el objeto de hacerles creer que su miseria era voluntaria: pobre orgullo, humildad desesperada. Las vacaciones transcurridas después de su examen final, lejos de haber sido las vacaciones de la evasión, fueron un tiempo de oculta cobardía: paralizado por la vergüenza, creía leer el desprecio en los ojos de la criada que hacía su cuarto, y no se atrevía a sostener la mirada con que a veces el doctor lo envolvía por largo rato. Como los Basque pasaban el mes de agosto en Arcachon, ni siquiera le quedaban los cuerpos de los niños, livianos como plantas, con los que le gustaba jugar en forma salvaje. Desde la partida de los Basque, la señora Courréges repetía de buena gana: "Qué agradable es estar solos por fin." Vengábase así de un comentario de su hija: "Gastón y yo estábamos muy necesitados de una pequeña cura de soledad." En realidad, la pobre mujer vivía todos los días esperando una carta, y cuando rugía la tempestad imaginaba inmediatamente a todos los Basque naufragando en una embarcación. Su casa se encontraba medio desocupada y le hacía daño ver los cuartos vacíos. ¿ Qué podía esperarse de ese hijo que corría siempre por los caminos, que volvía sudando y lleno de odio para lanzarse como una bestia sobre los alimentos? – Me dicen: usted tiene su marido… ¡Ah! ¡Bah! – Se olvida, pobre hija, lo ocupado que está siempre Paul. – Ya no tiene sus clases, madre. La mayor parte de su clientela está en las termas. – Sus clientes pobres no se van. Y además está su laboratorio, el hospital, sus artículos… La esposa movía amargamente la cabeza: sabía que esta actividad del doctor nunca moriría por falta de alimento; jamás, hasta la muerte de ese hombre, un intervalo de reposo, en el cual, desocupado y ocioso, el doctor pudiera entregarle el don total de algunos instantes. No creía que esto fuera posible; no sabía que el amor, aun en las vidas más ocupadas, sabe cavarse su lugar; hasta un hombre de Estado, sobrecargado de trabajo, detiene el mundo cuando llega el momento de reunirse con su amante. Esta ignorancia le impedía sufrir. A pesar de que ella conocía esa clase de amor que consiste en acosar a un ser inaccesible que nunca da la cara, su misma impotencia para lograr de él una sola mirada de atención, le impedía imaginarse que el doctor pudiera ser distinto con otra mujer. No, no quería creer que pudiera existir otra mujer capaz de atraer al doctor más allá de ese mundo incomprensible de estadísticas, investigaciones donde se acumulan manchas de sangre o de pus sujetas entre dos vasos, y pasarían muchos años antes de que ella descubriera que muchas tardes el laboratorio había permanecido desierto, los enfermos habían esperado en vano a aquel que los aliviaría de sus dolencias: en un salón sombrío prefería quedarse inmóvil, el rostro vuelto hacia una mujer tendida. Para poder fabricarse, dentro de sus laboriosos días, esos espacios secretos, el doctor tenía que redoblar su actividad; despejaba su camino de obstáculos para alcanzar, al fin, ese tiempo de contemplación y de amoroso silencio donde una prolongada mirada satisfacía su deseo. A veces, muy cerca de esa hora esperada, recibía un mensaje de María Cross: ya no era libre; el hombre del cual dependía concertó una velada en un restaurante del arrabal; el doctor no habría sido capaz de seguir viviendo si, al término de la carta, María Cross no le hubiera propuesto otro día. Por un repentino milagro, toda su existencia organizábase alrededor de esa nueva cita; a pesar de que tenía comprometidas todas sus horas, de una sola ojeada veía, como un hábil jugador de ajedrez, todas las posibles combinaciones y las piezas que era necesario mover para encontrarse justo a la hora, inmóvil, sin nada que hacer, en el salón ahogado por los cortinajes, el rostro vuelto a esa mujer tendida. Y cuando había transcurrido la hora en la cual debía reunirse con ella, no habiéndose ella excusado, se regocijaba pensando: "Podría esto haber pasado…, y en cambio tengo ahora por delante toda esta felicidad…" Sabía cómo llenar los días que lo separaban de ese encuentro: el laboratorio, sobre todo, era un refugio para él; perdía la conciencia de su amor; esa búsqueda abolía el tiempo, consumía las horas hasta que llegaba súbitamente el instante de cruzar la puerta de esa propiedad donde vivía María Cross, tras la iglesia de Talence. Devorado, pues, por esta pasión, durante aquel verano se preocupó cada vez menos de su hijo. Depositario de tantos secretos vergonzosos, el doctor repetía a menudo: "siempre creemos que los "otros sucesos" no nos conciernen: que el asesinato, el suicidio, el escándalo son cosas de los demás… y sin embargo…" Y sin embargo, jamás supo que, durante ese agosto mortal, su hijo había estado muy cerca de realizar un gesto irreparable. Raymond deseaba huir, pero, al mismo tiempo, esconderse, no ser visto. No se atrevía a entrar en un café, en una tienda. Solía pasar diez veces frente a una puerta antes de decidirse a abrirla. Esa fobia hacía imposible toda evasión, pero se ahogaba en esa casa. En las noches, la muerte se le aparecía como la más simple de todas las cosas; abría el cajón del escritorio, en el cual su padre escondía un revólver de modelo antiguo: sólo Dios sabía por qué no hallaba las balas. Una tarde atravesó las viñas, amodorradas bajo la siesta, descendió hacia el vivero, al pie de un árido prado: aguardaba a que las plantas, los heléchos enlazaran sus piernas, de manera que ya no fuera capaz de desembarazarse de esa agua cenagosa; por fin su boca y sus ojos llenaríanse de limo; nadie lo volvería a ver y no vería cómo los otros lo observaban. Los mosquitos bailaban sobre esa agua; cual piedrecillas, los sapos turbaban esa tiniebla movediza. Atrapado entre las plantas, un animal despachurrado emblanquecía. Lo que salvó a Raymond ese día no fue el miedo sino el asco. Por fortuna, no solía estar solo. El tenis de los Courréges atraía a la juventud de las propiedades colindantes. La señora Courréges echaba en cara a los Basque por haberle exigido que gastara dinero en hacer una cancha de tenis y que se hubieran ido cuando podían haberla aprovechado. Sólo los extraños disfrutaban de ella: con una raqueta en la mano, muchachos vestidos de blanco, a los cuales no se oía llegar debido a sus silenciosas zapatillas, aparecían en el salón a la hora de la siesta, saludaban a las señoras, apenas preguntaban por Raymond, y luego retirábanse a la zona de luz, donde pronto resonaban sus Tal vez Raymond habría consentido en jugar, pero la presencia de las muchachas lo inhibía. ¡Ah! especialmente las señoritas Cousserouge: Marie-Thérése, Marie-Louise y Marguerite-Marie, tres robustas rubias, las cuales, debido a la abundancia de sus cabellos sufrían siempre de jaqueca, condenadas como estaban a llevar sobre sus cabezas una enorme arquitectura de trenzas amarillas, mal sujetas por los peines y siempre en peligro de derrumbarse. Raymond las odiaba. ¿Qué les daba por reírse? Se "desternillaban". Para ellas los otros eran "para morirse de risa". En verdad, no se reían más de Raymond que de cualquier otro, pero su mal consistía en creerse el centro de toda la risa del mundo. Por lo demás, él tenía una razón muy precisa para odiarlas: la víspera de la partida de los Basque, no se atrevió Raymond a negar a su cuñado la promesa de montar un inmenso caballo que el teniente dejaba en las caballerizas. Pero a esa edad le bastaba con montar para que fuera presa de un vértigo que lo convertía en el más ridículo de los jinetes. Las señoritas Cousserouge lo sorprendieron una mañana en una avenida boscosa: cabalgaba agarrado al pomo de la silla; luego fue depositado bruscamente sobre la arena. No podía verlas sin dejar de recordar los grandes aspavientos que hicieron en aquella ocasión; en cada uno de sus encuentros, ellas le recordaban las circunstancias de su caída. ¡Qué tempestad es capaz de desencadenar la broma más inocente en un corazón joven, en ese equinoccio de la primavera! Raymond no distinguía la una de la otra, y en su odio sólo consideraba de las Cousserouge: como algo parecido a un monstruo gordo de tres moños, siempre sudoroso, cloqueando bajo los árboles inmóviles de esas tardes, de agosto de 19… Algunas veces cogía el tranvía, atravesaba el horno ardiente de Burdeos, y alcanzaba hasta los muelles donde, en el agua muerta, manchas de petróleo y aceite formaban arco iris y retozaban cuerpos consumidos por la miseria y por la escrófula. Reían, se perseguían; sus pies desnudos chasqueaban sobre las baldosas dejando diminutas huellas mojadas. Octubre regresó: la jornada se había cumplido, Raymond había atravesado el momento más peligroso de su vida, se salvaría, estaba ya salvado al entrar al colegio. Los nuevos libros de estudio cuyo olor tanto amaba, le ofrecían, en ese año en el cual estudiaría filosofía, en un cuadro sinóptico, todos los sueños y sistemas humanos. Se salvaría, pero no por sus propias fuerzas. Se acercaba el tiempo en que llegaría una mujer, aquella misma que lo miraba esa tarde a través del humo y las parejas de ese pequeño bar, con esa frente amplia y tranquila, no alterada por el tiempo. Durante los meses de invierno que vivió antes de ese encuentro, cayó en un profundo embotamiento: una especie de torpor lo dejaba inerme; sin defensa, ya no era el eterno castigado. Después de esas vacaciones en que fue torturado por la doble obsesión de la huida y de la muerte, realizaba, de buenas ganas, los gestos ordenados, y la disciplina ayudábalo a vivir. Pero sólo lo hacía para gozar más de la dulzura del retorno cotidiano, ese trajín de todas las tardes de un arrabal a otro. Una vez franqueada la puerta del colegio, entraba en el misterio de ese pequeño camino húmedo que a veces olía a bruma y otras rezumaba un aliento a frío seco. Le eran familiares todos esos cielos tenebrosos, ora despejados y roídos por las estrellas, ora cubiertos de nubes iluminadas interiormente por la luna que no veía. Luego estaba la garita, el tranvía siempre asaltado por gente agobiada, sucia y tranquila; el gran rectángulo amarillo hundíase en el campo, más iluminado que el En la casa él ya no se sentía objeto de una eterna indagación; la atención general habíase concentrado sobre el doctor. – Me inquieta – decía la señora Courréges a su suegra -: feliz usted, pues no se hace mala sangre: envidio una naturaleza como la suya. – Paul está con La nuera se encogió de hombros, y no trataba de comprender lo que la vieja mascullaba para sí misma: "No está enfermo; la verdad es que sufre." La señora Courréges repetía: “Los médicos se especializan en no cuidarse.” En la mesa lo espiaba; él levantaba hacia ella un rostro crispado. – Hoy es viernes: ¿por qué, entonces, chuleta? – Necesitas sobrealimentación. – ¿Qué sabes tú de eso? – ¿Por qué no consultas a Dulac? Un médico no sabe cuidarse solo. – Después de todo, pobre Lucie, ¿por qué piensas que estoy enfermo? – No te ves a ti mismo; da miedo mirarte; todo el mundo se da cuenta de ello. Ayer, no más, no recuerdo quién, me preguntó: "Pero, ¿qué tiene su marido?" Deberías tomar un remedio para el hígado. Estoy segura de que se trata de eso. – ¿Por qué el hígado y no otro órgano? Declaraba con tono perentorio: "Tengo esa impresión." Lucie tenía la certeza precisa de que era el hígado, y nada la haría desistir de ello; al preocuparse del doctor mostrábase más fastidiosa que las moscas: “Ya tomaste dos tazas de café; ordenaré en la cocina que no vuelvan a llenar la cafetera; es el tercer cigarrillo después del desayuno, no lo niegues; las tres colillas están en el cenicero." – La prueba de que se siente enfermo – decía ella un día a su suegra – es que ayer lo sorprendí frente a un espejo mirando muy de cerca su rostro. ¡El, que jamás se había preocupado de su físico! Parecía como si tratara de desarrugarse la frente y las sienes; llegó hasta abrir la boca y mirar sus dientes. La abuela Courréges observaba, por encima de sus lentes, a su nuera, como si temiera descifrar sobre ese rostro desconfiado algo más grave que la inquietud: una sospecha. La anciana sentía que el beso de su hijo por la noche era más prolongado que antaño y tal vez ella sabía lo que significaba el peso de esa cabeza de hombre que por algunos segundos se abandonaba: habíase acostumbrado desde la adolescencia de su hijo a adivinar sus heridas, que sólo podían ser curadas por un solo ser en el mundo: el autor de ellas. Pero la esposa, si bien había sido lastimada en su ternura durante años, sólo creía en un mal físico; y cada vez que el doctor se sentaba frente a ella apoyando sus dos manos unidas sobre su rostro adolorido, repetía: – Todos nosotros opinamos lo mismo: debes consultar a Dulac. – Dulac no me diría nada nuevo. – ¿Acaso puedes auscultarte a ti mismo? El doctor no respondía, atento como estaba a la angustia de su corazón. ¡ Ah! Por cierto contaba mejor los latidos de su corazón que los de otro pecho cualquiera, jadeante como se encontraba todavía después de ese juego al que se había entregado al lado de María Cross: ¡cuan difícil es introducir una palabra más tierna, una ilusión amorosa en una conversación con una mujer diferente que impone a su médico un carácter sagrado, que lo reviste de una paternidad espiritual! El doctor revivía los detalles de esa visita: había estacionado su coche sobre el camino frente a la iglesia de Talence y había continuado a pie el camino lleno de charcos. El crepúsculo fue tan rápido que se hizo la noche antes que él hubiera franqueado la puerta de entrada. Al final de la avenida descuidada, una lámpara enrojecía los vidrios del primer piso de una casa baja. No había tocado el timbre; ningún sirviente lo había precedido a través del comedor; había entrado sin llamar al salón donde María Cross, extendida, no se levantó; aún más, había proseguido durante algunos segundos su lectura. Luego: “Bien doctor, estoy a su disposición.” Le tendía sus dos manos y apartaba un poco sus pies para que pudiera sentarse en el diván. "No tome esa silla, está quebrada. Aquí hay lujo y miseria, usted sabe…" El señor Larousselle había instalado a María Cross en esa casa de campo, donde el visitante tropezaba con la rotura de los tapices y los pliegues de los cortinajes disimulaban los hoyos. A ratos, María Cross permanecía silenciosa; para que el doctor tomara la iniciativa de una conversación favorable a la confesión que se proponía hacer, hubiera sido necesario que no existiera ese espejo que reflejaba un rostro cubierto por la barba, los ojos sanguinolentos y estropeados por el microscopio, la frente ya calva en la época en que Paul Courréges preparaba el internado. De todas maneras, tendría suerte: una mano pequeña colgaba tocando casi la alfombra: habíala cogido entre las suyas diciendo a media voz: "María…" Ella no había retirado su mano confiada: “No, doctor, no tengo fiebre.” Y como siempre sólo hablaba de sí misma, había agregado: “Hice una cosa, amigo mío, que usted aprobará: dije al señor Larousselle que ya no necesitaba el coche, que podía venderlo junto con los aparejos y despedir a Firmin. Usted sabe cómo es él: incapaz de comprender algo de un sentimiento noble; rió, adujo que no valía la pena por un capricho de algunos días "trastornar todo aquí". Me he puesto firme, y sea el tiempo que sea uso sólo el tranvía: hoy mismo, cuando volví del cementerio. Pensé que usted estaría contento de mí. Me siento menos indigna de nuestro pequeño muerto; me siento menos… menos mantenida." Pronunció apenas esta última palabra. Unos bellos ojos llenos de lágrimas, levantados hacia el doctor imploraban humildemente una aprobación; inmediatamente se la dio con voz grave y fría a esa mujer que sin cesar lo invocaba: "Usted que es tan grande… usted el más noble ser que he conocido jamás… su sola existencia basta para hacerme creer en el bien…" Quería protestar: "No soy lo que usted piensa, María; sólo soy un pobre hombre devorado por sus deseos como los otros hombres…" – Usted no sería el santo que es – contestaba María – si no se despreciara. – No, no, María: ¡no soy un santo! usted no sabe… Ella lo contemplaba con una admiración cuidadosa; pero jamás se le había ocurrido inquietarse como Lucie Courréges y fijarse en su mal aspecto. El culto tan forzado que le dedicaba esta mujer, lo hacía desesperarse. Su deseo estaba bloqueado por esta admiración. Persuadíase, cuando se encontraba lejos de María Cross, de que no existían obstáculos que no pudiera atravesar un amor como el suyo; pero en cuanto se encontraba nuevamente frente a la joven que respetuosa esperaba sus palabras, se rendía ante la evidencia de su irremediable desgracia; nada en el mundo podía cambiar el plan de sus relaciones; ella no era amante sino discípula: él no era amante sino director espiritual. Tender sus brazos hacia ese cuerpo extendido, atraerla hacia él hubiera sido un gesto tan demente como romper ese espejo. Y eso que él no sospechaba que ella esperaba con impaciencia su partida. María se sentía orgullosa de interesar al doctor, y en su vida de mujer caída, apreciaba muy alto sus relaciones con ese hombre eminente; ¡ pero cómo la aburría! Sin presentir que sus visitas fueran una lata para María, sentía que cada día se escapaba un poco más su secreto, a tal punto que sólo una indiferencia llegada al colmo explicaba que ella no se hubiera dado cuenta. Si María hubiera sentido tan sólo un comienzo de afecto, el amor del doctor le habría saltado a la vista. ¡ Ay, hasta qué punto puede una mujer estar ausente frente a un hombre al cual, por otra parte, estima y venera y cuyo trato la enorgullece, pero la aburre! Este hecho se le había revelado al doctor parcialmente, lo suficiente para aplastarlo. Habíase levantado, interrumpiendo a Maria Cross en la mitad de una frase: "¡ Ah!", le había dicho ella, "¡usted no mide el tiempo de sus visitas! Pero los enfermos lo esperan… No quiero ser egoísta, y tenerlo sólo para mí." Atravesó de nuevo el comedor desierto, el vestíbulo; aspiró el aire del jardín helado; y en el coche que lo llevaba de regreso, pensaba en el rostro atento y apenado de Lucie, sin duda inquieta y al acecho, y habíase repetido: "En primer lugar, no debo hacer sufrir; basta que yo sufra; no debo hacer sufrir…" – Tienes muy mal aspecto esta tarde. ¿ Qué esperas para ver a Dulac? Si no quieres hacerlo por ti, hazlo por nosotros. Cualquiera diría que estás solo en el mundo: nos importa a todos. La señora Courréges tomaba por testigos a los Basque, los cuales interrumpieron un diálogo que sostenían a media voz, para unirse a las solicitudes de ella: – Sí, padre: deseamos conservarlo con nosotros el mayor tiempo posible. Ante el solo sonido de esa voz odiada, el doctor se avergonzaba de sentir cómo crecía en él un sentimiento contra su yerno: "Sin embargo, es un muchacho honrado… Es imperdonable de mi parte…" ¿Pero cómo olvidar las razones que tenía para odiarlo? Durante años, sólo una cosa de su matrimonio le había parecido igual a lo que él soñara: contra el gran lecho conyugal, esa camita estrecha donde, cada tarde, cada noche, él y su mujer veían cómo dormía Madeleine, su hija mayor. No se percibía la respiración; un pie puro rechazaba las frazadas; entre los barrotes colgaba una manita blanda y maravillosa. Era una niña tan dulce que se la podía mimar sin peligro, y la preferencia de su padre la halagaba hasta tal punto que se quedaba horas enteras jugando, sin hacer ruido en el gabinete del doctor: "Dices que ella no es inteligente", repetía; "pero es más que inteligente". Más tarde, él, que siempre odiaba salir con la señora Courréges, gustaba de que lo vieran con esa joven: -¡Creen que eres mi mujer!" En ese entonces, eligió, entre los estudiantes, a Fred Robinson, el único discípulo que lo comprendía. El doctor ya lo llamaba su hijo, y esperaba que Madeleine cumpliera dieciocho años para finiquitar el matrimonio, cuando, al final del primer invierno en que se presentara en sociedad, la joven avisó a su padre que era novia del teniente Basque. La oposición furiosa del doctor duró meses, y no fue comprendida ni por su familia ni por la sociedad. ¿Cómo podía preferir, a ese oficial rico, de buena familia, de gran porvenir, un estudiantillo sin fortuna, salido de no se sabía dónde? Egoísmo de sabio, decían. Las razones del doctor eran demasiado particulares como para que se las dijera a sus amigos. A partir de su primera objeción, comprendió que había llegado a ser un enemigo para esa hija querida; se persuadió a sí mismo de que ella se regocijaría con su muerte, que ante sus ojos él no era sino un viejo muro pronto a derrumbarse para que ella pudiera reunirse con el macho que la llamaba. Con el objeto de ver mejor, había puesto coto a su testarudez, para medir, además, el odio de esa su hija preferida. Su anciana madre estaba contra él y se hizo cómplice de los jóvenes. Se tejió miles de intrigas dentro de su propia casa para que los novios pudieran reunirse a su regalado gusto. Cuando, por fin, cedió, su hija lo besó en la mejilla; él levantó un poco los cabellos, como antaño, para tocar con los labios su frente. A su alrededor se siguió diciendo: "Madeleine adora a su padre, siempre ha sido su preferida." Hasta la muerte, sin duda, oiría la voz de su hija: "Papaíto querido." Entre tanto, era necesario soportar a ese Basque. La antipatía que el doctor le tenía traicionábase a pesar del inmenso esfuerzo que hacía por disimularlo. "Es extraño", decía la señora Courréges. "Paul tiene un yerno que en todo piensa igual que él. Sin embargo, no lo quiere." Justamente lo que el doctor no podía perdonar a ese muchacho era ese espíritu que deformaba y reducía a caricatura sus ideas más caras. El teniente pertenecía a aquellos seres cuya aprobación nos aplasta y nos lleva a poner en duda todas aquellas verdades por las cuales hubiéramos vertido nuestra sangre. – Sí, padre; cuídese por amor a sus hijos; soporte que tomen medidas contra su voluntad. El doctor abandonó la sala sin responder. Más tarde, el matrimonio Basque, refugiado en su cuarto (territorio sagrado del cual la señora Courréges decía: "No pondré jamás mis pies en él: Madeleine me ha dado a entender que eso no le gusta; son cosas que no necesitan decírmelas dos veces y que las comprendo muy bien aunque me las insinúen"), se desvestía en silencio. El teniente, arrodillado, la cabeza enterrada en el lecho, se volvió súbitamente a su mujer y le preguntó: – ¿Forma parte de los bienes la propiedad? – Quiero decir, ¿fue comprada por tus padres después de su matrimonio? Madeleine creía que sí, pero no estaba segura. – Sería interesante saberlo, pues si tu pobre padre… tendríamos derecho a la mitad. Calló de nuevo, y de súbito preguntó la edad de Raymond, y pareció fastidiarse al saber que sólo tenía diecisiete años. – ¿Qué te importa? ¿Por qué me preguntas eso? – Por nada… Tal vez pensaba que un menor complicaba siempre una herencia, ya que levantándose dijo: – Por mi parte, espero que tu pobre padre no nos dejará antes de muchos años. El lecho, inmenso, abríase en las sombras ante la pareja. Iban a él como quien se sienta a la mesa al mediodía y a las ocho: en el momento de sentir hambre. Durante esas mismas noches, Raymond se despertaba a veces: no sabía qué cosa cálida y desabrida chorreaba por su rostro, corría por su garganta; tanteaba con su mano buscando un fósforo; veía entonces cómo la sangre surgía de la ventanilla izquierda de su nariz, manchando su camisa y sus sábanas; levantábase y transido miraba en el espejo su largo cuerpo con manchas escarlatas; secaba en su pecho sus dedos pegajosos de sangre, divertíase con su rostro embadurnado, y simulaba ser a la vez el asesino y su victima. |
||
|