"El Libro De Un Hombre Solo" - читать интересную книгу автора (Xingjian Gao)

5

Está en su casa, en Beijing; no sabe cómo ha vuelto. Ya no consigue encontrar la llave de su apartamento para abrir la puerta. Está preocupado; tiene miedo de que los vecinos lo reconozcan. Escucha unos pasos que vienen de arriba, se vuelve con rapidez y finge que está bajando. El hombre que viene del piso de arriba lo roza con su hombro en el recodo de la escalera; se vuelve y lo reconoce: -¿Has regresado?

Es Lao Liu, su jefe de sección de la época en que trabajaba de redactor, mal afeitado, como cuando lo sometían a los interrogatorios de acusación y de persecución durante la Revolu ción Cultural. Había defendido a su antiguo jefe y seguramente él debía de guardar un buen recuerdo de esa vieja amistad. Le explica que no consigue encontrar su llave. Lao Liu deja escapar un profundo suspiro:

– Han requisado tu apartamento y se lo han dado a otro inquilino.

Entonces recuerda que precintaron su apartamento hace mucho tiempo.

– ¿Puedes encontrar algún lugar donde pueda esconderme? -pregunta él.

Visiblemente incómodo, Lao Liu responde:

– Hay que pasar por la oficina de gestión de los alojamientos. Es difícil. ¿Cómo es que no has avisado antes de venir?

Dice que ha comprado un billete de ida y vuelta, que no pensaba… Habría tenido que pensarlo, no obstante, ¿cómo podía estar tan atolondrado? Quizá, después de pasar tantos años en el extranjero, ha debido de olvidar las penalidades que pasó en China. Alguien está bajando la escalera. Lao Liu se apresura a salir del edificio y finge que no lo conoce. Él sigue inmediatamente sus pasos para que no lo vuelvan a reconocer, pero cuando llega abajo y sale a la calle, Lao Liu ha desaparecido. El polvo vuela en el aire, se ha levantado un viento de arena como el que sopla en Beijing al principio de la primavera. Sin embargo, en ese instante, no sabe si estamos en primavera o en otoño. Va vestido con poca ropa, tiene frío y recuerda de repente que Lao Liu murió hace tiempo, al tirarse de la ventana del edificio en donde trabajaba. Tiene que huir enseguida de ahí y tomar un taxi hacia el aeropuerto, pero se da cuenta de que confiscarán inmediatamente sus papeles en la aduana, ya que ha sido declarado enemigo público. Ignora por completo cómo ha ocurrido y más aún por qué no puede ir a ningún sitio de esa ciudad en la que pasó la mitad de su vida. Entonces llega a una comuna popular de las afueras y quiere alquilar una casa en el campo. Un campesino que lleva una pala lo conduce a un tinglado cubierto por una tela plástica y le señala con la pala una hilera de hoyos cementados. Probablemente han cavado en la tierra reservas de coles para el invierno, están revestidas, ya es un progreso, piensa. En la época en que se sometía en el campo a la reeducación por el trabajo, llegó a dormir en el suelo, sobre la tierra batida recubierta de paja, cada uno pegado al de al lado, disponiendo de un espacio de unos cuarenta centímetros, menos ancho que esas fosas, que sólo acogen a una sola persona, y que son mayores que los nichos cimentados del cementerio, donde reposan los ataúdes de su padre y de su madre; no se puede quejar. Una vez en el interior, se da cuenta de que bajo la escalera hay otro nivel, otra hilera de hoyos; si debe alquilar algo aquí, será mejor alquilar el nivel inferior, estará más insonorizado, dice que su mujer va a cantar. ¡Ha venido con una mujer!… Se despierta, es una pesadilla.

Hacía tiempo que no había tenido ese tipo de pesadillas y, cuando tenía alguna, ya no tenían nada que ver con China. En el extranjero había encontrado a mucha gente que llegaba de allí y que a menudo le decían: «Deberías volver, darte una vuelta. Beijing ha cambiado mucho, ya no reconocerías aquello, ¡hay más hoteles de cinco estrellas que en París!». De eso estaba seguro. Y si alguien le decía que hoy en día era muy fácil hacer fortuna en China, tenía ganas de decirle que, si era tan fácil, por qué no la hacía. Y si le preguntaban si pensaba en China, contestaba que sus padres estaban muertos los dos. ¿Y la nostalgia del pueblo natal? También la había enterrado. Ya hacía diez años que había dejado su país y no quería recordar ese pasado con el que pensaba que había roto por completo.

Ahora es un pájaro libre. Es una libertad interior, no tiene ninguna preocupación, es libre como el aire, como el viento. Y esta libertad no se la ha concedido ningún dios, él es el único que sabe el precio que tiene que pagar por ella y el valor que tiene. Tampoco piensa unirse de nuevo a una mujer; la familia y los hijos suponen para él una carga demasiado pesada.

Con los ojos cerrados, deja que su mente divague. Sólo cuando cierra los ojos deja de notar la mirada de los demás y no se siente vigilado; con los ojos cerrados es libre, puede dejar que sus pensamientos vaguen, a veces incluso hasta en las profundidades de una mujer, hasta en ese lugar maravilloso. Una vez, visitó una cueva calcárea perfectamente conservada del Macizo Central de Francia, en la que los visitantes entraban en fila india en unos pequeños coches eléctricos unidos por un cable, protegidos por una barandilla metálica. Unas luces de color naranja iluminaban la cueva, que tenía las paredes llenas de ondulaciones y las estalactitas con forma de tetas goteaban sin parar. Esa oscura cavidad natural parecía un gigantesco útero de una profundidad increíble. En ella se sentía minúsculo, como un espermatozoide, un espermatozoide estéril, que se contentaba con pasear por allí, aprovechando su libertad después de apaciguar el deseo.

De niño, en una época en la que el deseo sexual todavía no se había manifestado en él, viajó a lomos de una oca, después de leer un cuento que su madre le había comprado, o incluso llegó a recorrer por la noche el palacio de los duques de Florencia montado sobre un cerdo de cobre, como el que apretaba en sus brazos el huérfano de un cuento de Andersen. También recordaba que la primera vez que sintió la dulzura, femenina no fue con su madre, sino con una sirvienta de su familia que llamaban mamá Li. Ella era la que lo bañaba desnudo en un cubo mientras él jugaba con el agua. Luego lo abrazaba y lo apretaba contra su cálido pecho para llevarlo a la cama, antes de aliviarle las comezones y de acunarlo para que se durmiera. Esta joven campesina se lavaba y peinaba sin pudor delante del pequeño. Recordaba sus gruesos senos blancos, que colgaban como peras, y sus cabellos negros relucientes, que le llegaban hasta la cintura. Ella los desenredaba con un peine fino de hueso y los enrollaba en un gran moño que se hacía en la cabeza después de haberla envuelto con una redecilla. En esa época su madre iba a rizarse el cabello a la peluquería y no debía de ser tan complicado para ella peinarse. La escena más cruel de su infancia fue cuando vio cómo pegaban a su madre Li. Su marido vino a buscarla y quería llevársela a la fuerza, pero ella se agarraba a las patas de la mesa y no se soltaba. El hombre le arrancó el moño, la golpeó en el suelo, haciendo que cayeran sobre las baldosas las gotas de sangre que salían de su frente hinchada. Su madre no consiguió pararlo, y de ese modo supo que mamá Li había huido de su pueblo, porque no soportaba los malos tratos que recibía de su marido. Le dio a su esposo unas monedas de plata envueltas en un tejido azul impreso, un brazalete de plata y todo el dinero que había conseguido ahorrar de su sueldo durante varios años, pero no pudo comprar su libertad.

La libertad no es un derecho del hombre que concede el cielo, y la libertad de soñar tampoco se adquiere desde el nacimiento: es una capacidad que hay que preservar, una conciencia, sobre todo porque las pesadillas no paran de perturbarla.

– ¡Atención, camaradas, quieren restaurar el capitalismo! Estoy hablando de todos esos diablos malhechores que se encuentran en todos los niveles, desde la cima hasta la base. En el Comité Central también hay. Debemos desenmascararlos sin la menor piedad. Debemos proteger la pureza del Partido. No permitiremos que se ensucie la gloria de nuestro Partido. ¿Se encuentra alguno de ellos entre los que estamos aquí? No me atrevería a decir que no. De entre las mil personas que estamos reunidas aquí, ¿creéis que todos están limpios? ¿No habrá ninguno que esté provocando disturbios por todas partes y pescando en río revuelto? Quieren perturbar nuestro frente de clase. ¡Os ruego, camaradas, que permanezcáis con los ojos bien abiertos y desenmascaréis sistemáticamente a todos los que se opongan al Presidente Mao, al comité central del Partido, al socialismo!

Cuando, en la tribuna, la voz del dirigente vestido de uniforme verde se paró, los asistentes empezaron a lanzar consignas:

– ¡Eliminemos a esos monstruos!

– ¡Juremos defender al Presidente Mao hasta la muerte!

– ¡Juremos defender al comité central del Partido hasta la muerte!

– ¡Exterminemos al enemigo que no se rinde!

Alrededor de él, todo el mundo se desgañotaba; él también tenía que gritar para que lo oyeran los que le rodeaban, no bastaba con levantar el puño. Sabía que, de entre los que habían asistido, todos los que hicieran un gesto distinto a los demás corrían el riesgo de llamar la atención; incluso sentía por la espalda cómo algunas miradas se posaban en él. Sudaba. Por primera vez sintió que era un enemigo, que probablemente podían exterminarlo.

Sin duda pertenecía a esa clase que querían eliminar, pero ¿a qué clase podían haber pertenecido su padre y su madre para que desaparecieran? Su bisabuelo quiso conseguir un título de funcionario, y para eso donó todas las casas de una calle entera, su patrimonio, pero no consiguió ningún cargo oficial. Se volvió loco y acabó quemando la última casa que le quedaba -era en la época del Imperio Manchú, su padre todavía no había nacido. Por otra parte, su abuela materna empeñó todos los bienes que su abuelo había dejado y lo perdió todo antes de que naciera su madre. Nadie, ya fuera del lado de su padre o de su madre, había estado metido en política; sólo su segundo tío paterno había retenido y guardado para el nuevo poder grandes sumas de dinero que iban a huir del banco hacia Taiwan, lo que le sirvió para conseguir el título de personalidad demócrata en recompensa por sus méritos, siete u ocho años antes de ser tachado de «derechista». Todos vivían gracias a sus sueldos, no les faltaba de nada, pero tenían miedo a quedarse sin trabajo. Quizá por eso, acogieron con alegría la llegada de la nueva China, pensando que aquel nuevo Estado sería de todos modos mejor que el anterior.

Después de la «liberación», los «bandidos comunistas» se convirtieron en el «Ejército Comunista», luego en el «Ejército de Liberación», y, por fin, según su nombre oficial, en el «Ejército Popular de Liberación». Cuando entraron en las ciudades, sus padres también se sintieron liberados. Creían que las guerras incesantes, los bombardeos, el éxodo, el miedo de los saqueos habían acabado para siempre.

A su padre tampoco le gustaba el gobierno anterior; había sido algo parecido al responsable de una sucursal del Banco del Estado de esa época, y, según contaba, por la lucha interna que producía el nepotismo, perdió su empleo y trabajó durante un tiempo de periodista en un pequeño diario, que acabó cerrando, por lo que no tuvieron más remedio que vender sus bienes para sobrevivir. Recordaba como las monedas de plata, enfiladas en una caja de zapatos en el cajón de debajo de la cómoda, desaparecían cada día que pasaba y como los brazaletes de oro de su madre también acabaron desapareciendo. En la misma caja de zapatos, al fondo del cajón de la cómoda, había escondido entre las monedas un ejemplar de Sobre la nueva democracia impreso en papel basto, la más antigua edición de una obra de Mao Zedong que había visto en su vida; la trajo un misterioso amigo de su padre, el Gran Hermano Hu.

Aquel hombre era profesor de enseñanza secundaria. Cuando llegaba de visita a casa, los chicos tenían que salir. Los mayores discutían a escondidas sobre la «liberación», y él entraba y salía expresamente de la habitación de sus padres para captar algo de la conversación. El propietario de la vivienda, un hombre gordo, jefe de oficina de correos, afirmaba que los bandidos comunistas compartían a la vez los bienes y las mujeres, que comían todos en el rancho colectivo, renegaban de cualquier vínculo de parentesco y mataban cuando les venía en gana; pero sus padres no se creían ni una palabra. Por aquel entonces su padre le decía riendo a su madre: «¡Nuestro primo -un primo de su padre-, ese bandido comunista, con su cara picada, si todavía vive!».

Aquel tío, que había participado en su juventud en las actividades del Partido en la clandestinidad, cuando estudiaba en una universidad de Shanghai, enseguida dejó a su familia para unirse a la revolución en Jiangxi. Veinte años más tarde, el tío todavía estaba vivo y él acabó encontrándolo; tenía la cara picada por la viruela, pero no era nada desagradable. Cuando bebía un poco, se ponía muy rojo y todavía parecía más generoso. Se reía a carcajadas, sin reprimir el tono de voz, pero padecía asma, una enfermedad que contrajo, según decía, por fumar hierbajos, a falta de tabaco, en la época de la guerrilla. Cuando el tío entró en la ciudad con el Gran Ejército, publicó un anuncio en el periódico en busca de su familia, y, por su familia, supo en qué se había convertido su primo. El reencuentro fue un poco teatral, porque el tío tenía miedo de no reconocer a su padre, por eso precisó en la nota que mandó que, como signo para que le reconociera, blandiría en el andén de la estación una caña de bambú con un pañuelo blanco. Así, su ordenanza, un chico de campo un poco estúpido, que tenía la cabeza cubierta de tiña, su gorro militar incrustado en el cráneo a pesar del calor y todo él empapado en sudor, agitaba entre la multitud una larga caña de bambú por encima de todas las cabezas.

Su tío y su padre compartían la afición por la bebida, y cada vez que el tío venía, traía una botella de licor Daqu de sorgo, desempaquetaba todo tipo de manjares salados, envueltos en una gran hoja de loto, y los esparcía sobre la mesa para acompañar la bebida: alas de pollo, hígado de oca o mollejas de pato, patas de pato, lengua de cerdo. Luego le decía a su ordenanza que se retirara y se ponía a charlar con su padre hasta bien entrada la madrugada. Al final el chico volvía a buscarlo para llevarlo de nuevo a su guarnición. Las historias que contaba aquel tío, que iban desde la decadencia de su familia tradicional hasta su experiencia en los combates en la guerrilla, le mantenían en vilo hasta que sus párpados se cerraban y ya no podían abrirse. Su madre le repetía varias veces que se durmiera, pero siempre en vano.

Aquellas historias formaban un mundo completamente diferente al de los cuentos que había leído. Desde aquel momento su admiración por los cuentos se transformó en adoración por las leyendas revolucionarias. Su tío quiso también formarlo en la escritura, y se lo llevó con él durante varios meses. En su casa no había ni un solo libro para niños, tan sólo tenía las Obras completas de Lu Xun. La única enseñanza que le dio su tío fue la de exigirle que se aprendiera cada día un texto de Lu Xun de memoria para recitarlo cuando él volviera del trabajo. No entendía nada de lo que contaban aquellas viejas historias, en aquella época su interés iba dirigido más hacia la captura de grillos entre los matojos de hierba al pie de los muros de ladrillo. Su tío lo devolvió a su madre y reconoció con una gran carcajada que había fracasado en su educación.

Su madre todavía era joven. Con menos de treinta años, no tenía ni pizca de ganas de convertirse en un ama de casa dedicada por completo a su hijo. Se había entregado a su nueva vida y ya no tenía tiempo para ocuparse de él. Pero él estudió sin demasiadas dificultades y pronto se convirtió en un buen alumno. Llevaba el pañuelo rojo, pero no se mezclaba con los niños de su clase que decían guarrerías de las chicas o las hacían rabiar. El día de los niños del primero de junio fue elegido por su escuela para participar en las actividades de celebración del municipio y tuvo que entregar flores a los trabajadores modelo de la ciudad. Su padre y su madre se habían convertido, cada uno por su lado, en elementos de «vanguardia» de su unidad de trabajo y obtuvieron una recompensa: uno, un jarro esmaltado, el otro, una libreta. El nombre del camarada recompensado se imprimía o trazaba con pincel. Para él, eran años de felicidad. En el Palacio de la Juventud se celebraban a menudo actuaciones de música y baile, y él esperaba poder subir también un día al escenario.

Durante una sesión de lectura, una profesora recitó un texto del escritor soviético Korolenko, que explicaba como, en una noche de tormenta, al héroe de la novela, «yo», se le había estropeado el jeep que conducía en una carretera de montaña. Entonces vio una luz que brillaba en la cima de una escarpa rocosa y se dirigió a tientas, enfrentándose a todas las dificultades, hacia una casa en la que vivía una anciana. Aquella noche el viento gemía, «yo», este héroe, no conseguía dormirse y le pareció escuchar en los quejidos intermitentes del viento a alguien que suspiraba. Se levantó y descubrió a la vieja señora sentada sola en la habitación, a la luz de un candil, frente a la puerta de la entrada que golpeaba el viento. Entonces le preguntó por qué no iba a dormir, si estaba esperando a alguien. Ella contestó que esperaba a su hijo. «Yo», el héroe, le propuso esperar en su lugar, pero la vieja le explicó que su hijo había muerto y que ella misma lo había empujado bajo las rocas. «Yo» no pudo, por supuesto, evitar preguntarle qué había pasado, y la mujer lanzó un hondo suspiro antes de explicar que su hijo había desertado en plena guerra, que había vuelto al pueblo, y que ella no podía permitir que un desertor cruzara la puerta de su casa. Aquella historia le afectó mucho; le hizo pensar que el mundo de los adultos realmente era incomprensible. Hoy no sólo era un desertor y, según las ideas que daban vueltas por su cabeza desde la infancia, estaba incluso abocado a ser condenado como un enemigo, sino que no regresaría jamás a la madre patria.

Todavía recordaba que fue probablemente hacia la edad de ocho años cuando empezó realmente a reflexionar. Por el lugar, debía de haber sido poco después de empezar a escribir su diario; estaba subido sobre el antepecho de la ventana de su habitación, en el piso, la pelota que sujetaba en la mano se cayó y después de varios botes fue a parar a las hierbas que estaban al pie de un laurel rosa. Le pidió a su joven tío que estaba leyendo en el patio que le lanzara la pelota. «Perezoso -respondió su tío-, tú la has tirado, entonces ven a buscarla tú mismo.» Él dijo que su madre le había prohibido bajar a jugar hasta que no hubiera acabado de escribir su diario del día anterior. «¿Y la volverás a tirar si te la lanzo?», preguntó su tío. El dijo que no había tirado la pelota, que se había caído sola. A regañadientes, su tío le lanzó la pelota hasta dentro del cuarto. Él volvió a subir al antepecho de la ventana y preguntó a su tío:

– ¿Por qué cuando se cae la pelota no bota hasta aquí? Si botara a la misma altura, no me la habrías tenido que lanzar.

– ¡Cómo habla el niño! Es una cuestión de física -respondió su tío.

– ¿Qué es una cuestión de física?

– Es de la teoría de base; si te lo explico, no lo entenderás.

En aquella época su tío era alumno de segundo ciclo de secundaria y le inspiraba un profundo respeto, sobre todo cuando hablaba de física, y todavía más de teoría de base. Siempre recordó esas dos cosas, porque creía que, en ese bajo mundo, lo que parecía ordinario, en realidad, era misterioso e insondable.

Más tarde su madre le compró una colección de libros para niños, Los cien mil porqués. Leyó cada volumen sin que ninguno le impresionara, y sus dudas primeras con respecto al mundo permanecieron enterradas en él.

De su lejana infancia, como una bruma, como el humo, sólo permanecen en su memoria algunas manchas brillantes. Los recuerdos, enterrados por el tiempo en su memoria, emergían poco a poco cuando evocaba un fragmento, como una red cuando sale del agua -basta con tirar de un pedazo para que le siga el resto- y se extiende hacia el infinito, con las mallas enlazadas, a veces tan visibles como desaparecidas. Algunos momentos y hechos de distintas épocas resurgieron al mismo tiempo, y era imposible saber por dónde cogerlos, imposible encontrar el hilo conductor para hacerlos remontar a la superficie y clasificarlos; además, era imposible esclarecerlos. La vida humana es una red que querrías deshacer, nudo tras nudo, pero al final sólo consigues una madeja de hilos enredados. Y eres incapaz de desenredar esas cuentas caóticas que la vida representa.