"El Libro De Un Hombre Solo" - читать интересную книгу автора (Xingjian Gao)

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Pang! ¡Pang! ¡Pang! Los golpes del martillo neumático resuenan regularmente cada tres o cuatro segundos. ¡Un Partido grandioso, justo y glorioso! ¡Más justo, más grandioso, más glorioso que el mismísimo Dios! ¡Eternamente justo! ¡Eternamente glorioso! ¡Eternamente grandioso!

– ¡Camaradas, estoy aquí como representante del Presidente Mao y del comité central del Partido!

El dirigente era de estatura mediana, tenía una cara ancha y colorada, acento de los naturales de Sichuan, parecía un hombre enérgico y muy metódico. A primera vista se veía que había conducido a muchos hombres al combate. Al principio de la Revolución Cultural, todos los dirigentes que todavía mantenían su cargo, desde la mujer de Mao, Jiang Qing, hasta el Primer Ministro, Zhou Enlai, e incluso el propio Presidente Mao, todos llevaban uniforme militar. El dirigente se mantenía muy erguido junto al secretario del comité del Partido de la institución tras la mesa de la tribuna presidencial, que estaba cubierta por un mantel rojo. Él percibió que detrás de la puerta principal y de las puertas laterales del salón de la asamblea, hacían guardia unos soldados y representantes de la comisión política.

Alrededor de medianoche, los empleados y obreros se reagruparon según su sector en el gran hall. Había más de mil personas, no había faltado nadie al llamamiento, hasta los pasillos estaban llenos de gente sentada en un orden perfecto. Un comisario político recién trasladado, vestido también con uniforme militar, animaba a la masa a entonar la canción que los soldados cantaban todos los días: La navegación en alta mar depende del timonel; pero en aquella época, a los dirigentes y a los intelectuales de la institución todavía les costaba cantar aquel himno con un tono tan agudo. En cambio, a todos les resultaba familiar la melodía, inspirada en un viejo tema folclórico que empezaba con estas palabras: «Oriente está rojo, el sol se levanta, en China ha aparecido Mao Zedong». Sin embargo, siempre acababan cantando el tema de cualquier modo.

– ¡He venido a apoyar a los camaradas que abren fuego contra la banda negra que se opone al Partido, al socialismo y a Mao Zedong!

Las consignas surgieron de repente entre la muchedumbre. No sabía quién había empezado primero a gritar. No estaba preparado, pero instintivamente alzó el puño. Los eslóganes prorrumpieron en desorden. La voz del dirigente se alzó en el megáfono y cubrió rápidamente las dispersas consignas.

– ¡Apoyo a los camaradas que abren fuego contra toda clase de malhechores y malvados! Atención, hablo de todos los monstruos, los reaccionarios de cualquier estirpe que se ocultan en las sombras. Cuando la situación les sea más favorable, ¡se lanzarán con toda su rabia! El Presidente Mao ha dicho con acierto: «¡Los reaccionarios no sueltan su presa hasta que no se les mata!».

En aquel instante todos se levantaron, a su alrededor y por todas partes, y gritaron las consignas con el puño en alto:

– ¡Abajo los malhechores!

– ¡Viva el Presidente Mao!

– ¡Viva diez mil años!

– ¡Cien mil años!

Las palabras de orden se sucedían a partir de entonces sin interrupción, aumentando cada vez más el ritmo y subiendo el tono. Al principio las gritaban unos pocos, luego eran todos a pleno pulmón y al unísono, como las olas devastadoras, una impetuosa marea imposible de parar, que ponía la piel de gallina a todo el mundo. Él ya no se atrevía a mirar a su alrededor. Por primera vez sentía la amenaza que suponían esas consignas aparentemente anodinas. El Presidente Mao no estaba en la otra punta del mundo, no era en absoluto un ídolo que se pudiera despreciar, el poder que tenía era inmenso. Por eso, no podía hacer otra cosa que no fuera gritar con los demás, tenía que gritar alto y claro, no podía mostrar ninguna vacilación.

– No creo que todos los que están aquí sean revolucionarios. En un lugar como éste, que reúne a tantos intelectuales, seguro que hay alguno que no defiende la revolución. ¡No digo que esté mal adquirir conocimientos, no, no digo eso, hablo de esos escritorzuelos que aceptan nuestros eslóganes revolucionarios y se oponen a la bandera roja blandiendo la bandera roja de los contrarrevolucionarios de dos caras, que dicen una cosa y piensan otra! Supongo que nadie se atreve a decir abiertamente que es contrarrevolucionario. ¿Hay alguno aquí, entre nosotros? ¿Alguno de los que se encuentran aquí se atreverá a levantarse y decir que está contra el Partido Comunista, contra Mao Zedong, contra el socialismo? ¿Quién de vosotros? ¡Que suba al estrado, si se atreve!

Silencio total entre los asistentes. Todos contenían el aliento en una atmósfera de tensión; se habría podido oír una aguja que cayera al suelo.

– ¡La dictadura del proletariado reina en nuestro país! Los contrarrevolucionarios sólo pueden avanzar con máscaras, aceptar nuestros eslóganes y cambiar de chaqueta. No son trigo limpio, se aprovechan de que llevamos una gran revolución cultural proletaria para atizar un viento siniestro y encender los fuegos diabólicos. Echan sus redes en todas las direcciones, quieren pasar por encima de las organizaciones de nuestro Partido a todos los niveles e imputarnos delitos como si fuéramos la banda negra. ¡Son terriblemente pérfidos, camaradas, debéis tener los ojos bien abiertos! ¡Debéis mirar a todos lados y encontrar a estos enemigos, a estos arribistas, esas serpientes que se esconden entre nosotros, tanto en el seno del Partido como fuera!

Cuando el dirigente se fue, los participantes se retiraron en orden y con la mayor tranquilidad, nadie miraba a nadie, por miedo a que su mirada lo traicionara. Al llegar cada uno a su despacho bien iluminado, todos se encontraron cara a cara y empezaron a someterse a las pruebas; entonces no fueron más que autocríticas, confesiones, peticiones de entrevistas individuales con su responsable, reconocimientos de faltas ante la organización del Partido, lloros y lágrimas. El hombre es tan versátil, más manejable que una masa de pasta, puede resultar feroz a la hora de denunciar a los demás para demostrar su inocencia. Sabían aprovechar esos momentos de la noche, en los que las personas son más vulnerables y normalmente buscan el reposo en la cama, para someterlos a las confesiones y los interrogatorios.

Unas horas antes, en la sesión de estudio político que vino cuando acabó el trabajo, todos tenían ante ellos en su mesa las Obras escogidas de Mao, pero hojeaban el periódico, impacientándose durante las dos horas de espera, pero simulando un cierto interés. Luego se separaron entre risas para volver cada uno a su casa. La revolución que tenía lugar en las altas esferas del comité central del Partido todavía no los había aplastado. Cuando un comisario político vino al despacho para advertirles de que se iba a celebrar una asamblea general de los empleados y trabajadores, ya eran las ocho, y el comisario no estaba seguro de que pudiera celebrarse antes de dos horas. El jefe de la oficina, Lao Liu, apretaba su pipa entre los dientes y la atiborraba de tabaco de vez en cuando. Le preguntaron cuántas pipas iba a llenar; rió sin responder, pero tenía aspecto de estar pasándolo mal. En tiempos normales Lao Liu no iba con aires de grandeza y, como también había pegado un dazibao [5] para criticar al comité del Partido, todos se sentían muy cerca de él. Alguien dijo una vez «Si caminamos con él, no podemos equivocarnos», pero de inmediato se sacó la pipa para rectificar: «¡Es con el Presidente Mao con quien tenemos que caminar!». Todos se rieron. Hasta aquel momento, probablemente nadie deseaba que la lucha de clases se desencadenara entre los colegas de la misma oficina. Además, Lao Liu era un miembro del Partido de la época de la guerra de Resistencia contra Japón y, en vista de la antigüedad de cada uno, pocos habrían podido pretender sentarse en su sillón de cuero de jefe de oficina. El olor a cacao que emanaba de su pipa hacía que la atmósfera de la habitación fuera menos tensa.

Durante la segunda parte de aquella noche, los dirigentes políticos y los secretarios de la célula del Partido, que habían demostrado ser prudentes y fieles al comité del Partido, se apoderaron de los despachos. Tuvieron que confesarse todos los empleados, de uno en uno, confesar sus faltas; los que tenían que llorar lo hicieron, luego llegaron las denuncias recíprocas. La señora Huang, encargada de la recepción y del envío del correo, declaró que su marido había ocupado una función en el seno del gobierno del Guomindang y que después la abandonó y se llevó a su amante a Taiwan. De inmediato añadió el reproche de que fue el Partido el que le ofreció una nueva vida. Mientras pronunciaba estas palabras, no dejaba de gimotear y sacaba el pañuelo para secarse las lágrimas y la nariz. En realidad, sólo lloraba de miedo. Él no lloraba, pero sentía que el sudor le corría por la columna vertebral, y, probablemente, sólo él sabía por qué.

Cuando entró en la universidad, acababa de cumplir diecisiete años y todavía era casi un niño, asistió a una sesión de lucha contra los estudiantes «derechistas» de los cursos superiores. Los nuevos estudiantes estaban sentados en el suelo en la primera fila del gran anfiteatro, como si se tratara para ellos de un bautismo de entrada en educación política. Cuando llamaron a un estudiante derechista, éste se levantó y fue al pie de la escalera. Se quedó allí con la cabeza gacha y el cuerpo inclinado ante los asistentes. Le goteaba el sudor en la frente y la nariz, mezclándosele con las lágrimas y los mocos, mojando el suelo delante de él, y dándole el aspecto de un pobre y aturdido perro que se hubiera caído al agua. Los que hablaban en la tribuna eran compañeros de estudios que exponían con exaltación los crímenes contra el Partido que cometían los derechistas. Luego no recordaba a partir de cuándo, esos estudiantes acusados de ser derechistas, que, sin decir una palabra, buscaban las mesas vacías y comían rápidamente en el refectorio, desaparecieron y nadie más habló de ellos, como si nunca hubieran existido.

La palabra laogai, reeducación por el trabajo, nunca la había oído hasta que acabó sus estudios, como si se tratara allí de una palabra tabú que no se debía pronunciar. Ignoraba por qué investigaron a su padre en aquella época y lo mandaron al campo a someterse a la reeducación por el trabajo, tan sólo había oído a su madre pronunciar vagamente esos términos. Cuando ocurrió, él ya se encontraba en una universidad de Beijing y había abandonado el domicilio familiar. Su madre mencionó algo de eso en una carta, en la que decía que se trataba de curtirse por medio del trabajo. Un año más tarde, cuando volvió a casa para pasar las vacaciones de verano, su padre acababa de regresar del campo y recuperó su trabajo después de que le retiraran su etiqueta de elemento derechista. Sus padres siempre le habían ocultado este episodio, y sólo durante la Revolución Cultural le preguntó a su padre sobre aquel hecho y supo que fue su tío, el viejo revolucionario, quien intervino en su favor. Como el número de derechistas designados por la entidad de trabajo de su padre sobrepasaba ampliamente las cuotas fijadas por los superiores, su padre no tuvo que llevar esa etiqueta, tan sólo le rebajaron el salario y le abrieron un expediente. Los problemas de su padre venían porque había escrito en el periódico mural un artículo de unos cien caracteres, en el que expresó francamente su opinión en respuesta a un llamamiento del Partido que animaba a «no callarse lo que se sabía, no guardarse nada de lo que se tenía que decir para ayudar a mejorar el estilo de trabajo del Partido».

¿Cómo imaginar, por aquel entonces, que eso era una táctica del Partido para «sacar a la serpiente de su agujero»?

Como le ocurrió a su padre nueve años antes, él también cayó en la misma trampa. Sólo había firmado un dazibao, respondiendo al llamamiento del Presidente Mao impreso en caracteres gruesos en la primera página del Diario del pueblo: «Debéis preocuparos por los asuntos del Estado». Eso ocurrió en el momento de ir a trabajar, en la entrada del edificio; alguien estaba pegando un dazibao y pedía firmas. Él añadió su nombre en el cartel. Ignoraba quién había maquinado ese dazibao contra el Partido y las ambiciones políticas de los que lo habían redactado. No tenía nada que denunciar, pero debía reconocer que tenía motivos para estar contra el comité del Partido. Al firmarlo, perdió el rumbo y abandonó su posición de clase. En realidad, no sabía exactamente a qué clase pertenecía. De todos modos, no pertenecía al proletariado y, por eso, no tenía ninguna postura clara. Si no hubiera firmado aquel dazibao, habría firmado cualquier otro. Esa fue la autocrítica que se hizo. Indudablemente había cometido un error político y, a partir de aquel instante, arrastraría con él un expediente; su historia personal nunca más recuperaría su virginidad.

Antes de aquel acontecimiento nunca había pensado realmente en oponerse al Partido, no necesitaba oponerse a nadie, tan sólo deseaba que no vinieran a enturbiar sus sueños. Pero lo que ocurrió aquella noche le hizo despertar y vio con claridad que se encontraba en una situación peligrosa. En medio de los peligros políticos permanentes que le rodeaban, para protegerse a sí mismo, no podía dejar de mezclarse con los demás, pronunciar las mismas palabras que ellos, comportarse como la mayoría, seguir el mismo ritmo, fundirse en esa mayoría, decir lo que el Partido había decidido decir, acallar todas sus dudas, y limitarse a lanzar las consignas. Para evitar que lo tacharan de elemento contrario al Partido, tuvo que escribir un nuevo dazibao con unos consignatarios, en el que expresaba su apoyo a los dirigentes del Comité Central, negaba el dazibao anterior y reconocía su error.

El que cede salva la vida, el que se rebela muere. Al amanecer, los pasillos estaban cubiertos de nuevos dazibaos; lo que estaba mal ayer estaba bien hoy, todo cambiaba en función del clima político, todos se convirtieron en camaleones. Lo que le produjo la mayor estupefacción fue el contenido de un dazibao que había pegado un dirigente político:

«¡Traidor Liu, digo que eres un traidor, porque has dado la espalda a los principios de la organización del Partido! ¡Traidor Liu, digo que eres un traidor, porque has vendido los secretos del Partido! ¡Traidor Liu, digo que eres un traidor, porque siempre has sido un oportunista que has ocultado tu origen familiar de terrateniente para infiltrarte en el campo revolucionario! ¡Si te digo que eres un traidor es porque hasta hoy has continuado protegiendo al reaccionario de tu padre, lo escondes en tu casa, y te opones a la dictadura del proletariado! ¡Traidor Liu, te aprovechas por tu origen de clase del movimiento para confundir lo justo con lo injusto, engañar a las masas, has saltado para dirigir la punta de tu dardo envenenado contra el Partido y tus intenciones han quedado claras!»

Los textos de acusaciones revolucionarias, todos escritos de este modo, sembraban el terror. Lao Liu, su superior, se convirtió en aquel instante en un disidente de clase y de inmediato se encontró aislado. Al salir del círculo de personas que había alrededor de los dazibaos, Lao Liu regresó a su despacho y cerró la puerta, y cuando volvió a salir, sin su pipa en los labios, nadie se atrevió a dirigir la palabra al ex jefe de la oficina.

Después de aquellos combates nocturnos que duraron hasta el amanecer, el cielo empezaba a clarear. Fue al lavabo y se lavó la cara. El agua fresca le aclaró las ideas. A lo lejos, los techos de tejas grises se extendían hasta perderse de vista; los hombres, sumergidos en sus sueños, todavía no se habían despertado, sólo se veía la cúspide redonda del templo de la Pagoda Blanca bañada por la luz de la mañana, cada vez más clara. Por primera vez tenía claro que se había convertido en un enemigo «oculto en la sombra» y que, si quería sobrevivir, era necesario que se pusiera una máscara.

– Atención al cierre de las puertas, próxima parada Prince Edward Station.

El anuncio se hace en cantones, luego en inglés. Te has quedado dormido, y se te ha pasado la parada. El metro de Hong Kong está más limpio que el de París. Los pasajeros de Hong Kong son más disciplinados que los del continente. Tendrás que dar media vuelta en la próxima parada, regresar al hotel, dormir un poco, ya no sabes dónde te has despertado esta noche, estabas en una cama con una extranjera tumbada a tu lado. Ya eres una persona que no tiene remedio, y no sólo te has convertido en un simple enemigo, sino que te precipitas hacia el infierno; pues, para ti, el recuerdo es exactamente un infierno.