"La Isla de los Jacintos Cortados" - читать интересную книгу автора (Ballester Gonzalo Torrente)

V

1. – Serían las ocho y media de esta tarde solitaria, tú en Pensilvania, cuando oí que se batía la puerta de tu cuarto, abierta quizá por mí en una de esas ocasiones en que me dejo llevar por mi confesado y gratificante fetichismo y busco la vista o el contacto de tus cosas, o me instalo en lugares de tu costumbre, asientos o rincones, y, desde ellos, contemplo lo que sueles contemplar, con ánimo seguramente de vivir lo que tú vives. ¡Qué malparado saldría de uno de esos análisis a los que recurren bastantes de nuestros amigos cada vez que encuentran en sí mismos algo que no sea lo trivial o lo vulgar o lo esperado! Digo que cerré tu puerta, y en seguida se batió una ventana, con estrépito mayor y, mientras la aseguraba, pude escuchar cómo silbaba ya el viento arriba de la chimenea, un silbido preferentemente agudo, atrevidas cabriolas en las zonas más altas de la escala, pero que también descendía, súbito e imprevisto, a las bajas y atemorizadas. Salí a la terraza, y casi me lleva en volandas ese viento que digo, casi me zambulle en las aguas del lago, o me cuelga en lo alto de un abedul. Había bajado por el valle uno de esos huracanes que se engendran en las nieves lejanas, desde allí corren y soplan, y a su paso hacen sonar el bosque, y todas las esquinas y rendijas de la cabaña, como una desconcertada orquesta de armónicas y flautas: llegaron a darme miedo los ímpetus que traía, el estruendo que armaba, el poder de sus aires revueltos, que desnudaban al paso los árboles y a algunos los tronzaban: dos o tres los habrás visto al regresar, más o menos de lado en la vereda; uno de ellos la atravesaba: no sé merced a qué esfuerzos conseguí apartarlo de tu camino, esta mañana, cuando ya todo había pasado, cuando las hojas caídas cubrían nuestro sendero y el haz del agua. No encendí, pues, anoche, chimenea ni velas: me alumbré con esa antipática lámpara de petróleo, protegida de cualquier aire, que usamos en la cocina, y estuve sentado frente al hogar barrido de cenizas, la piedra limpia, por donde caían las sombras y descendía el huracán ululante. Te habrá cogido en el avión, te habrá pegado en el rostro al desembarcar, después de bien zarandeado el aparato. ¡Oh, Ariadna! Sabes que no puedo refrenar la imaginación, y que una situación de peligro me lleva siempre a suponer lo peor. Llamé a tu casa; lo hubiera hecho también a la de esa amiga tuya, tu vecina, de haber sabido su número, su nombre al menos: Lita, como puedes suponer, no es dato suficiente, y es todo lo que sé de ella: eso, y que trabaja sobre Raymond Radiguet.

Quedé dormido allí mismo, junto a la chimenea, en el sillón de la izquierda. Esta mañana lucía aún la lámpara, y el libro que leía había caído sobre la piel de oso, y allí estaba, la página perdida. Fue entonces cuando llamé al departamento y te dejé el recado. A las nueve y media telefoneaste: me agradeciste la inquietud. Yo, por mi parte, te encargué que me trajeras un tomo de las Memorias de Metternich, al que me remitía lo leído mientras corría el vendaval, las de Chateaubriand. ¿Sabes que este señor anduvo por aquí, por estas tierras en que estamos y sufrimos, y que acaso en este bosque de nuestro retiro se tropezó con un francés que enseñaba el rigodón a una tribu de iroqueses? Sin embargo, no lo he leído por eso, sino porque su nombre apareció en los labios de Agnesse, según su propio testimonio, que en esto tal vez sea de fiar. Cuando sepas a lo que me refiero (y lo sabrás, naturalmente, antes de leer estas páginas), no dejarás de advertir la verosimilitud del incidente, que completa el detalle de que el vate escocés la tuviera enlazada por la cintura, y de que ambos se encontrasen en el salón florentino de gente de muchas campanillas. La autenticidad de la carta en que se encuentra jamás fue puesta en duda. Pero nada de eso importa ya, sino la referencia a Napoleón, y ese «como sabe monsieur de Chateaubriand» que Agnesse pone en sus propios labios. No busqué en las Memorias de Ultratumba confirmación a la frase, sino mención o alusión a alguna circunstancia en que pudiera haberse relacionado el autor de La vida de Rancé con el de las Melodías eróticas. Repasé los capítulos relativos a la estancia de Chateaubriand en Italia y no encontré indicio alguno del poeta, cuyo nombre no desconocería, seguramente, ya que había pasado en Inglaterra los años inmediatos a la publicación de las primeras Melodías, las Latinas, años de escándalo y de gloria. La edición de que dispongo viene provista de relación nominal: sir Ronald no aparece, aunque sí Byron. Felizmente se me ocurrió repasar la nómina de lugares, y hallé citada La Gorgona. ¡Un tesoro de páginas, tesoro breve, pero suficiente! Cuenta cómo se decidió a pasar unos días en la Isla, no solo, por supuesto; cómo bajaron, él y su compañera, hasta Ragusa para tomar el barco, y cómo allí se encontró con el conde de Metternich, quien, con la señora de Lieven, la del cuello de cisne, llevaba idéntica derrota. Coincidieron en el hotel, hicieron juntos el viaje, ocuparon habitaciones vecinas en el Albergo di Firenze, de La Gorgona, donde estaba también el almirante Nelson, tampoco solo. Que éste había pasado por allí, yo lo sabía, pues en todas las guías turísticas de la ciudad (y leí dos o tres) se cita el Albergo y se muestran las habitaciones que ocuparon lady Hamilton y el vencedor de Trafalgar, pero en ninguna se dice que también Chateaubriand y Metternich hubieran estado allí, por el mismo tiempo, en el mismo lugar y para el mismo ejercicio. Sería tentador dejar en paz a Agnesse, olvidarse un poco de sir Ronald, y escuchar lo que hablaron esos tres, y no digo presenciar lo que hicieron porque, dados el ocio y la naturaleza de sus acompañantes, no es difícil adivinarlo. Pero, sobre todo, los encuentros, las conversaciones entre el vizconde romántico y el diplomático ingenioso… ¡para mí, por lo menos, más interesantes que todo lo demás! En tu honor, sin embargo, renuncio. No parece que Metternich ni Nelson tengan nada que ver con la invención de Bonaparte. En cuanto a Chateaubriand, ¿si Agnesse se hubiese equivocado?, ¿si hubiera hablado a tontas y a locas?

Esta mañana, calmados ya el viento y mi inquietud, salí al jardín y recogí las hojas desparramadas: hice un montón y le prendí fuego: me andaban por la memoria los versos y las músicas de una canción antigua y querida cuyo final no obstante preferí evitar, más devoto del fuego que del viento, y, así, vi, primero, cómo ardían; después, en el humo, me llegaron imágenes en tumulto, como en una movióla loca, hasta que se quedaron las de La Gorgona, las que andaba buscando, las que pudieron venir porque ya el temor de que te hubiera sucedido algo malo no desplazaba de mi mente cualquier otra inquietud. La curiosidad me llevó al callejeo matutino, especie de policía supernumerario, testigo de mercadeos, de cómo se saludan los tenderos de un lado a otro de la Avenida, de cómo salen de misa las beatas, éstas del Carmen, aquéllas de las Angustias, otras de las Clarisas, las menos de la catedral, que es fría; de cómo -continúo- se descargan las mercancías en el muelle, y se guardan en los silos inmensos cavados en la roca: en la Isla no se produce más que el perejil y los ajos que algunas mujeres cultivan en tiestos de barro, de manera que todo viene de fuera; de cómo, en fin, la más estrecha contabilidad llega al despacho de Aldobrandini, ajetreado siempre, ahora inquieto porque acaba de recibir recado del señor cónsul de Inglaterra, de que tiene necesidad de hablarle con urgencia: y de aquí saca Ascanio pretexto para entrar en el despacho de Agnesse y preguntarle si será mejor que ella asista y actúe de trujamán, a lo que Agnesse responde que sí, que como quiera, que para eso está. Al cabo de unos minutos, vuelve y le dice que a lo mejor el señor cónsul prefiere la entrevista a solas, y que, aunque habla mal el italiano, seguramente acabará él, Ascanio, por enterarse de qué es lo que le trae tan de mañana y sin demora. Todavía entra de nuevo y decide que Agnesse esté presente, y que intervendrá o no según lo aconsejen las circunstancias. Después me lleva la brisa, a la cual se identifica mi voluntad, al barrio de los griegos, donde la gente se reúne en grupos que se deshacen en cuanto se columbra a un latino sospechoso: la gente se comunica que Demónica de Risi está encerrada en un calabozo de la Señoría, y que el propio ministro le lleva la comida, de puro incomunicada que la tiene, y que es un crimen, y que hay que hacer algo: todo lo cual se repite, con más energía y sin tanto disimulo, en el astillero y en los arsenales, adonde voy después. Aprovecho la ocasión para examinar de cerca los cinco navios que se construyen para Inglaterra, innominados aún, sí numerados: son los que, años más tarde, pocos, derrotaron en Trafalgar a Villeneuve. De construcción naval no entiendo, como puedes suponer, pero el gusto por las líneas hermosas me favorece, y te aseguro que las de estos barcos me agradaron: finas hasta la delicadeza, solemnes, en cierto modo terribles. Por las portas y troneras de los puentes asomaban su hociquito dorado los cañones, más de cien por cada banda. ¿Y esa maravilla de los castillos de popa, en los que se esmeran, colgados de los andamios, ebanistas y pintores? Imagino esos barcos navegando, y yo al mando de uno de ellos, capitán de navio a las órdenes de Collingwood, que me fue siempre más simpático que Nelson. Mis ensueños de infancia, fuego a babor y estribor, la proa contra el enemigo, no tienen cabida en estas líneas, y a lo mejor resulta de ellos, no sólo que coincido con Ascanio en ciertos gustos, sino que somos uno y el mismo personaje, el mito romántico de los barcos de vela: te lo contaré, si quieres, cuando haya pasado todo esto, cuando sepamos a ciencia cierta quién inventó a Napoleón, cómo y por qué. Lo que ahora me atrae son las voces de los trabajadores. Hay uno que propone enviar a Aldobrandini un ultimátum: o pone a Demónica en libertad y la saca de la Isla, indemne, o arderán los navios uno detrás de otro, inexorablemente. De lo que ahora se trata es del modo como recibirá Ascanio el recado sin que su portador vaya a flotar en el aire, colgado de una almena, cuando sople el levante. El cónsul de Inglaterra es ese gentleman tan bien vestido, aunque tan sin adornos ni colores, que en un cochecito inglés de un caballo asciende por la calle del Hospital hacia la Señoría. En el balcón de las Tres Gracias las inquilinas se disputan el catalejo; mejor dicho, La Tonta se lo reclama a La Vieja, quien no lo cede, y se pregunta: «¿A qué vendrá míster Smith a palacio?»; y La Tonta, en vez de repetir la pregunta, que La Vieja reitera, reclama el utensilio, chilla, lloriquea y finalmente amenaza con tirar a La Muerta por el balcón, y que se le rompa la cara de porcelana contra el pavimento. Ante semejante horror, La Vieja se lo cede, ahí lo tienes, pesada, mira qué bien, aunque ya tarde, porque la calesa, o el tilburí, o como se llame el carricoche, se ha detenido ante la puerta frontera, la guardia presenta armas, y el señor cónsul, displicente, atraviesa el umbral. Durante los minutos que tarda en ascender por la gran escalera de honor, el nombre de Inglaterra recorre los pasillos, penetra en los despachos, y alcanza, en el suyo lejano, a Flaviarosa, que esta mañana aparece particularmente bella, efecto probable de los potingues que acaba de recibir de Francia, si bien vía Roma: su marido tiene prohibido el comercio directo con la República, salvo el de informes confidenciales. La noticia que le trae el ujier -«Acaba de llegar el señor cónsul de Inglaterra»-, la levanta del sillón, le hace interrumpir la carta cifrada que escribía, la saca del despacho y de quicio: Una visita con la que no contaba, de la que no le advirtió ninguno de sus sistemas de espionaje. Su marido podía ignorarla; ella, jamás. Atraviesa pasillos, recorre estancias, hasta llegar a una, vacía, oscura, que abre con llave única que ella custodia. Pulsa un resorte, se le franquea una puerta secreta, se mete en un pasadizo sin luz por el que no titubea ni tienta las paredes: hasta un lugar en el que una tronera sitúa su mirada a la altura del cogote de Aldobrandini, frente por frente al señor cónsul de Gran Bretaña, mejor dicho, frente a su cigarrillo, de cuyo perfume exótico algo llega a aquel punto de mira. ¡Qué bien viste este hombre y qué antipático! Le está diciendo al ministro que va a venir el almirante Nelson a inspeccionar los barcos en construcción; no con su flota, que quedará a lo suyo en alta mar, sino a bordo de un aviso, y que permanecerá unos días en la Isla: todo lo cual traduce Agnesse a un italiano rotundo y plástico. ¡Ejem, ejem! Llegará también una dama, a bordo del Artemisa… Flaviarosa no puede ver la cara que pone su marido cuando el cónsul pronuncia el nombre de lady Hamilton, cuando advierte que morarán juntos en el mismo lugar, y que, tras haberlo pensado bien, encuentra que el más adecuado para que vivan aquellos días de sosiego, el almirante y la dama es el Albergo di Firenze, tan bonito, pegado a las murallas, con el jardín escalonado ascendiendo hasta el camino de ronda… La voz de Aldobrandini tiembla; la de Agnesse, allí presente, traduciendo, intenta reproducir el temblor: «¿Es que la Señoría, es que el Estado van a proteger, van a sufragar unos amores adulterinos? Porque todo el mundo sabe…» «Señor ministro, si el almirante Nelson no se cuida de su propia alma, ¿por qué va a preocuparse usted?» Agnesse, al transmitir la pregunta, sonríe: «¡Yo puedo, señor cónsul, dejar a un lado lo que me dicta mi conciencia en relación con lord Nelson, pero no en relación a mi pueblo, para el que la presencia de esa pareja será un escándalo!». El cónsul se encogió discretamente de hombros: «No me parece indispensable, señor ministro, que salga el pregonero y vaya por las calles advirtiendo a la gente de que un hombre y una mujer en situación ilegal moran y se aman en el Albergo». A Flaviarosa le pareció que la respuesta del cónsul rebosaba de sentido común, y se congratuló de que su marido callase, salvo lo que dijo, al despedirse, al estirado representante de la Rubia Albión: «Espero, señor cónsul, que el protocolo no me obligue a saludar a esa dama». «No lo creo, señor ministro. Fuera de inspeccionar los buques, el resto de las ocupaciones del almirante será estrictamente privado.» El ministro acompañó al cónsul hasta lo alto de la escalera de honor; Agnesse desapareció del campo visual de Flaviarosa. Quedó solitario el despacho. Flaviarosa se apoyó en la pared, cerró los ojos y, por unos instantes, se sintió también amada hasta el escándalo. A Flaviarosa, a veces, cuando algo que venía del exterior lo suscitaba, le daba por ponerse nostálgica de un gran amor, y no de los dramáticos, menos aún de los trágicos, a ser posible, sino de esos otros que consisten en la felicidad de una vez y para siempre, si bien sus posiciones dialécticas le permitiesen también admitir la idea de un amor más breve y algo menos feliz, hecho de dificultad y pasión, como aquel de lord Nelson, del que todo el mundo hablaba en el Mediterráneo, no sólo en Londres. Flaviarosa imaginaba aquellos trámites con las limitaciones de su experiencia, meramente carnal, y entonces suponía que los placeres tan arduamente alcanzados serían inconmensurables: más allá, mucho más allá, de lo que le había sido dado conocer. Y aquellos momentos de expansión imaginaria, de catarsis preventiva, siempre breves, por fortuna para el buen gobierno de La Gorgona, conmovían los cimientos de su ser como un temblor de tierra fuerte y poco duradero. Se sintió desfallecer, a punto de llorar de envidia, pero se sobrepuso, o la distrajo un ruidito que venía del despacho de Ascanio: vio entonces cómo alguien, o, más bien, cómo el brazo y la mano de alguien, dejaban un papel doblado encima de la mesa. El corredor desde el que espiaba, si perfecto en su construcción y útil para los tejemanejes del espionaje político, y para cualquier posible, inesperada, supresión táctica de gobernantes incómodos, carecía de puerta que abriese al despacho de Aldobrandini: para llegar hasta allí, habría que dar un gran rodeo. Flaviarosa se quedó con la curiosidad de saber qué decía el papel, quién lo había traído.

Lo vio inmediatamente Ascanio, lo apretujó con violencia, con rabia. Tocó furioso la campanilla. Al secretario que entró le encargó que avisase a los miembros del Tribunal de los Diez para aquella misma tarde. Flaviarosa formaba parte de aquel Consejo Supremo, de aquella Corte inapelable, en representación de su padre, preso del reuma: asistía, como los otros, enmascarada.


2. – Tenemos que volver atrás, Ariadna: no desandar el camino, etapa tras etapa, sino más bien pegar un salto y escoger desde el aire el momento en que vamos a caer, que será precisamente el día en que llegaron a la Isla, a bordo de un precioso velero cuyo nombre ahora mismo se me ha ido (aunque no el de su capitán), Agnesse y Demónica de Risi. ¿Recuerdas que al detenernos un poco tiempo en la contemplación de esta muchacha, cuando ella a su vez contemplaba la Isla desde lejos, dijiste algo así como que para qué perdíamos el tiempo, si la persona de nuestro interés era la otra? Pues, ya ves: nos desentendimos de ella y ahora algo sucede en La Gorgona que pone el nombre de Demónica en muchas bocas, causa, evidentemente, de la reunión inesperada, precipitada, del más alto tribunal, como acabas de ver. Me parece indispensable averiguar de qué se trata, porque, aunque directamente no nos concierna, ni parezca afectar a nuestro tema, ¿quién sabe si de rechazo algo se modifica, o desaparece, o surge?, ¿algo que sí nos atañe? Fue un error dejar de lado a Demónica, y lo peor es que otros como éste los venimos cometiendo a diario. Yo comprendo que aun restringiendo el campo de nuestra atención a un escenario tan reducido como La Gorgona, es imposible tener presente todo cuanto sucede, es incluso difícil establecer una jerarquía de sucesos por su interés o su importancia. Porque algo ahora trivial según nuestra estimación, puede cobrar relieve a causa de otros algos que se engendran en él o que de alguna manera de él proceden. La exactitud, la minuciosidad, nos llevarían al registro y constancia (quiero decir al relato) de cuanto en cada momento va pasando: lo mínimo, lo microscópico, las naderías de los nadies. Los grandes acontecimientos no son más que menudencias sumadas. Conocemos la historia por el teatro, pero la historia carece de protagonistas y de unidades. La enumeración de todo cuanto acontece en los Tres Reinos de la Realidad y en sus abundantes territorios adyacentes sería el modo legítimo de escribir la historia. Un modo interminable, ¿verdad?, un método imposible. Pues todo lo que no sea eso, es construcción y artificio.

Por otra parte, nos ha entrado la manía de olvidar que la realidad, además de simultánea, camina siempre hacia delante en el orden del tiempo y en el de las agujas del reloj, como nos han enseñado: un minuto tras otro, un acto después de otro, aquí corto y empiezo, allí corto y acabo, ¡Y menos mal cuando el principio y el fin coinciden con la vida de un hombre! Pero a lo que ahora acostumbramos es a movernos en direcciones contrapuestas, hacia atrás, hacia adelante, apartando esto de aquello según capricho u ocurrencia, cuando no según cualquier principio de construcción inexorable (el principio, no la construcción) que impone el desorden y prohibe el sistema, o que los hace regir por leyes bastante nuevas. Nosotros, en esta investigación que estamos llevando a cabo, de la que dependen seguramente mi gloria y tu felicidad, nos hemos portado con relativa improvisación, llevados por la inspiración o por la sugestión del momento, y así va de revuelto el resultado. Pues bien: tenemos que volver atrás, buscar una página pasada y, a partir de allí, leer de nuevo. ¿Te acuerdas de aquella escena cuyo desarrollo y cuyo contenido nos repartimos, cada cual con sus informes, ese día de la llegada de Agnesse a La Gorgona? Ascanio Aldobrandini no la trató descortésmente cuando la hizo esperar más de dos horas antes de recibirla, sino que algo bastante grave le atareaba. Para admitirlo, tienes que hacerte a la idea de que Aldobrandini, cuya vida y milagros figuró en los catálogos de nuestra curiosidad como personaje de fondo con el que, sin embargo, se tropieza todo el que viene a La Gorgona, nosotros incluidos, acabará por robarnos más tiempo del previsto. Creíamos al principio que, de la Isla, todo lo que no fueran las relaciones de Agnesse con sir Ronald carecía de interés: aceptamos, todo lo más, la eventualidad de una visita a Cagliostro, y no por otra razón que por habérselo yo prometido casi dos siglos más tarde. La advertencia, consignada, de que a la misma hora de distintas noches y con los mismos testigos, las miradas de Ascanio y de sir Ronald se posaron en la misma estrella o en los flecos de una nube, y de que ambos pensaron en mujeres semejantes por el nombre que durante mucho tiempo se tuvieron como la misma mujer, pudo habernos llevado a sospechar que correspondiese a Ascanio cierta función, al menos determinante, en una historia de amor. Acontece que todo este preámbulo, referente a Agnesse de manera indirecta, precede a un relato que nada tiene que ver con ella, salvo la simultaneidad con su espera casi desesperada en aquella inmensa sala sin espejos, abrumada en cambio de cuadros y tapices, por la que van y vienen, en la que entran y salen, hombres rápidos y silenciosos, todos vestidos de negro, a dejar papeles, a dejar recados, que también van a traerlos. Decirte que la cabeza de Agnesse se menea a su paso: derecha, izquierda, derecha, izquierda, como la del que contempla el vaivén de una pelota de tenis, no sería muy apropiado dada la fecha, aunque ¿quién sabe…?

También lamento tener que relatarte el suceso, y no hacértelo presente, como sería de mi gusto: me hubieras acompañado otra vez al muelle de La Gorgona, esa misma mañana de la llegada de Agnesse, y no para seguirla. Pero ¡cómo no estás…! Te detallaré, sin embargo, lo que me aconteció: entré en ese salón en el que ella esperaba, vi el movimiento de su cabeza, me sonreí. No se me ocurrió entonces fisgar en su conciencia, quizás por encontrarlo prematuro. Lo que hice fue pasar de largo y entrar en el despacho de Ascanio. Estaba allí, frente a él, sentada pero dramática, Demónica de Risi. No se decía nada en aquel momento. Parecía el silencio que sigue a palabras que nadie espera o que nadie desea. Me entró la comezón de saber lo que pasaba, y, en lugar de quedarme, volví atrás, al momento en que Demónica desembarcó del Artemisa, con una maleta de terciopelo rojo y cuero amarillento: a un cochero que se acercó con la gorra en la mano y la interpeló, le dijo: «Sí. Lléveme a la calle del Carmen, adonde vive la signorina De Risi». El cochero la miró con sobresalto y casi dio un paso atrás. «Sí. La signorina De Risi. Yo soy también otra signorina De Risi. No le va a suceder nada por llevarme en su coche.» El cochero le miraba la cara como si la estudiase, como si buscase algo en ella: pues debió de encontrarlo, porque dejó de temer y sonrió con simpatía: «Fui marinero. Estuve en la batalla de Agriggento». «Entonces ha podido ver a mi padre alguna vez.» «Sí, signorina, una. Yo, en la cubierta; él en el puente.» Sin decir nada más, recogió del suelo la maleta y marchó delante, hacia uno de los coches que esperaban la carga. Al abrir la portezuela, para que subiese Demónica, le dijo: «Hay lo menos, mirándola, dos o tres policías». «Gracias, pero contaba con eso.» El coche salió del muelle, hacia la calle del Carmen, y se detuvo ante una casa de dos plantas, ni rica ni pobre, pero con una hermosa galería de piedra. El cochero descendió del pescante, abrió la portezuela, sacó el equipaje. «Me llamo Beppo, signorina. No me dé nada, gracias. Tengo mucho gusto en servirla, y si quiere algo de mí, mándeme llamar. Beppo. Estoy siempre en el coche en la plaza de Armas.» Otro carruaje entró, entonces, en la calle, frenó el ímpetu, pasó de largo mientras Demónica llamaba, Beppo le dijo que acababa de pasar un policía. Ella se encogió de hombros. «Buena suerte, signorina. Beppo. No lo olvide.» Alguien preguntó desde dentro que quién llamaba. Demónica dijo su nombre, aunque en voz baja. Se abrió el portillo de una mirilla enrejada, unos ojos miraron, alguien exclamó: «¡Demónica!». Se abrió la puerta, había dos mujeres en el zaguán, viejas o envejecidas: la más cercana esperó a que la otra abrazase a Demónica, y, entonces, la abrazó ella también. «¡Niña Demónica, niña Demónica, hecha toda una dama!» Fueron a un salón al lado del zaguán: en él, los restos de un pasado: como en el de la viuda Fulcanelli, japonerías y chinerías, pieles de bichos fieros en los suelos, cachivaches de marfil y porcelana en las vitrinas, lozas, lacas, jarrones, biombos: sólo con mirar cosa por cosa se podrían reconstruir rutas marítimas que recorrieran los hombres de la familia, los dueños sucesivos del salón: donde colgaban también cuadros italianos; donde un torso de estatua griega, el mármol de una muchacha púber, descansaba en una amplia repisa. «¿Pues qué querías que hiciera, tía Annunziata? Durante todo este tiempo, mamá supo encontrar protección aquí y allá, en sitios y personas que respetan aún el nombre de mi padre, o que, al menos, lo recuerdan. Pero, muerta ella, se me pedía el pago de cualquier ayuda en moneda de hembra. En todas partes, por todo el mundo. Por eso tuve que volver.» «Pero, ¿y aquí? ¿Qué hará de ti Aldobrandini?» «¡Lo más que puede es ahorcarme!» Tía Annunziata adornaba de un camafeo su cuello largo de arrugas delicadas, y empezó a hablar del pasado, de lo que aún recordaba Demónica y de lo que no se acordaba ya; lo entreveraba de referencias al presente, Ascanio hace y deshace, yo vivo de las rentas que me envían los de Ragusa, la herencia de mi padre, se portan bien… Cuando llamaron a la puerta, estaba contando algo de la abuela Regina. Eran los de la policía: con un mandato escrito de mano de Aldobrandini, que fuese Demónica con ellos, y también que llevase el equipaje, si no lo había abierto todavía, porque, en tal caso, tendrían que registrar la casa: la maleta permanecía aún en el zaguán, los candados cerrados, no fue menester registro. Demónica, al abrazar a la criada, pudo decirle muy quedo: «Que lo sepa un cochero llamado Beppo. Para en la piazza degli Armi». Después, la metieron en un coche que esperaba. A la tía Annunziata le habían enseñado, allá, en su adolescencia, a reprimir las lágrimas delante de tercero, y, sobre todo, delante del que las causaba, de modo que sólo rompió a llorar cuando oyó que se cerraba la portezuela del coche; la criada lloriqueaba desde algo antes. A Demónica la llevaron al palacio de la Señoría, donde había nacido, y la metieron por escaleras y vericuetos que conocía desde la infancia. En aquel salón en que la obligaron a esperar, había recibido su padre a los representantes del Gran Turco, que traían en las manos ramitas de olivo; ella, escondida, o quizá por la rendija de la puerta entreabierta, había examinado a su gusto los turbantes y los largos caftanes. Ahora el salón no era el mismo, lo habían despojado de los cuadros de batallas navales contra los venecianos, contra los turcos, contra los españoles… Su padre se los había explicado todos, ella en sus rodillas, y le había dicho también que aquel que mandaba desde un puente fuego por las dos bandas era él. Aquellos cuadros enormes recordaban las glorias de La Gorgona. ¿Por qué los habían retirado? ¿Por qué habían dejado desnudas las paredes? Cuando entró Aldobrandini, se le quedó mirando: no recordaba aquel rostro afilado, de cabello de cuervo, hermoso acaso, pero de una hermosura inquietante. Supo que era Aldobrandini porque él se lo dijo. Le mandó que se sentara y empezó a repasar un grueso portafolio que traía bajo el brazo. «Aquí constan los actos de la viuda De Risi contra la seguridad de la República, desde que Su Excelencia el general, en una decisión magnánima, pero impolítica, Dios me perdone si pienso así, permitió que marchase al destierro. Su madre, signorina, ha conspirado con los franceses, enemigos del hombre y de la religión; con los venecianos, nuestros rivales; ofreció al rey de Napóles la soberanía de la Isla, y a la República de Genova la mitad de nuestros barcos, hoy dispersos por los mundos de Dios, traidoramente vendidos por sus capitanes y por sus dotaciones, si la ayudaba a expulsar de la Isla al general. Le enumero un poco de lo más grave, pero no desconozco el resto de lo que su madre hizo, así en Roma como en el Piamonte: que Dios la haya perdonado, aunque lo dudo, porque perteneció a la masonería, y de ella recibió cuanto la sostuvo en su lucha contra nosotros, ánimos y dinero. Nuestros agentes nos tienen igualmente informados de sus andanzas personales, signorina: por ahora, ni notorias ni graves. Vivía últimamente en Módena; los de Módena no fueron nunca ni amigos ni enemigos nuestros. Pero, ¿es cierto que actuaba usted a sueldo de la República francesa?» «No, respondió Demónica, secamente; si fuera agente de alguien tendría dinero y no me vería en la necesidad de regresar a La Gorgona, donde voy a vivir pobremente al lado de mi tía.» Ascanio se sonrió. «¡Pobremente! Las viudas, los huérfanos de los antiguos comodoros, viven muy pobremente en casas que les hemos respetado, rodeados de objetos fastuosos y raros, por los que cualquiera daría una fortuna. Comen bastante mal, eso es lo cierto, y no visten a la moda. Pero, ¿y el placer de moverse entre preciosidades que todos los demás envidian y que sólo ellos poseen? La cama en que espera usted dormir, signorina, ¿es por casualidad de marfil? No me atreveré a pensar que usted no lo merezca, pero seguramente será la única persona en la Isla que duerma en una cama de marfil. La que usa el general es un camastro de campaña.» «En casa de mi tía no hay ninguna cama de marfil. Todo eso son leyendas. Mi tía tiene una renta pequeña, y se ayuda con lo que borda. Pienso trabajar con ella.» Ascanio se levantó, dio un paseo hasta la ventana de vidrios emplomados, por los que entraba una luz multicolor. Sin mirarla, casi como si hablase consigo mismo, le dijo: «Es una lástima que una mujer como usted vaya a consumir su juventud encima de un bastidor. Una mujer inteligente y experimentada -se volvió con rapidez-, que sabe caminar sola por el mundo». Demónica resistió la mirada de Ascanio. «Si fuera así, no hubiera regresado. Lo hice porque tenía miedo.» «Tenía usted miedo por falta de dinero. Y la falta de dinero dice mucho en su favor.» Se aproximó a la mesa, calmoso, sin dejar de mirarla. Pasó unas cuantas páginas del portafolio. «Aquí me cuentan ciertas historias, pocas, dos o tres nada más: en Módena, ya le dije; en Florencia, en la inmensa Roma, donde nadie conoce a nadie, salvo mi policía. Unidos al suyo van otros nombres: quizá le suenen, ¿el conde Poppi, un hombre mayor ya, casado con una verdadera bruja, por cuya culpa la expulsaron a usted de Florencia? Y por lo que a Roma respecta…» Demónica levantó una mano. «Le ruego que no enumere más: veo que sus agentes son los mejores del mundo.» «No tanto que hayan podido averiguar si usted pertenece o no a la masonería.» «No, en absoluto.» «En ese caso, si está dispuesta a jurarlo por la memoria que le sea más sagrada, la de su padre, por ejemplo… ¡Cómo recuerdo al comodoro De Risi! ¡qué gran navegante era! Aunque no tan buen gobernante… Pues, sí, si está dispuesta a que la Señoría ponga su confianza en usted y si Su Excelencia el general lo acuerda…» -Demónica alzó la cabeza y le miró con incomprensión, con sorpresa- «…se podrá evitar esa colaboración con su tía en el bordado de sábanas para exportar. ¡Preciosas sábanas, por cierto, las que borda Annunzziata, a la que hace infinitos años que no veo! Ella cree que borda para los cardenales de Roma. ¡Qué gran error! Sus sábanas ornamentan los lechos en que los miembros del Directorio yacen con sus queridas; por eso las sábanas son llevadas desde Roma, de contrabando, a Francia. ¿No encuentra demasiado penoso que el trabajo de tan nobles, de tan castas manos, tenga un destino tan sucio?». Dejó pasar unos instantes, se sentó, se echó atrás en el sillón.

«Observo, signorina, que no me entiende. Le estoy ofreciendo una salida a esta situación que la Señoría no ha creado, pero que no le conviene en absoluto. Tengo que ser franco con usted: la presencia en La Gorgona de la tía Annunzziata no nos inquieta lo más mínimo: no es más que la cuñada del comodoro De Risi, una vieja beata y orgullosa sin medios para causar engorros ni siquiera con la lengua, porque no es murmuradora. Pero el caso de usted es distinto. Usted es la hija del que todavía se recuerda como el héroe sacrificado. Gente hay que acata la nueva Señoría, pero que no la respeta, y sueña vagamente con una restauración. ¡Otra vez los marinos al Gobierno, y los griegos en alza! ¿Imagina la algazara que se habrá armado ya en el Arrabal al saber que está usted aquí? Veneran la memoria de su padre y les ponen su nombre a sus hijos. ¡Cientos de bambini se llaman Giorgio! El comodoro navegó con muchos griegos y su mando se cita todavía como modelo de humanidad y de eficacia: nada de gato de siete colas, nada de encadenar a la barra. Además, el comodoro De Risi devolvió a la catedral griega la reliquia de san Demetrio, la devolvió contra toda justicia, porque está probado que pertenece a la catedral latina, que el derecho está de nuestra parte; pero a él le convino hacerlo, un acto demagógico que le aseguraba la lealtad de esa gentuza. Pero no hay por qué mencionar estas historias, no hay por qué meterla a usted en ellas. Usted era muy niña, jamás ha visto la sagrada reliquia y, como ha vivido fuera, no puede comprender lo que para nosotros vale esa aparente menudencia, hasta el punto de llegar a la guerra y a lo que fuese, digo a la guerra santa, para recuperarla. ¡Ya ve, acaso ahora se le alcance alguna de las razones por las que el general Della Porta se opuso al comodoro De Risi!» Demónica aprovechó el silencio que siguió a estas palabras para preguntar: «¿Adónde intenta llevarme? ¿Qué quiere usted decirme? Porque no creerá que voy a ponerme a la cabeza de los griegos y hacer una contrarrevolución que les restituya la sagrada reliquia, que a mí, naturalmente, no me importa». «De acuerdo. Admito sus buenas intenciones, pero me gustaría hacerle comprender que no puede vivir en la Isla. No puede, no es posible, daría lugar a conflictos y desórdenes, y la voluntad del general…» Demónica le interrumpió: «La voluntad de usted. ¿Por qué se refiere constantemente al general? Usted es el que manda». Ascanio apenas sonrió, pero no fue de desagrado su sonrisa. «No tengo por qué ocultar que soy el hombre fuerte de la Isla. Yo soy el que gobierna, en efecto, pero el general manda. No hace más de una hora, al enterarme de que usted había llegado, subí al castillo, a consultarle. "¿Y dices que está sola en el mundo esa pobre bambina? ¿Y dices que no tiene dinero?" El general es compasivo y afectuoso; al general le enternecen las penas de los demás; la enfermedad le tiene condenado a la soledad más espantosa, a acabar en sí mismo. ¡Por eso la llama bambina, como si fuera su hija! "Si es tan inteligente como dices, ¿por qué no la empleas en el servicio secreto? Nápoles sería un lugar excelente para ella." ¿Se da cuenta? ¡A nadie se le hubiera ocurrido, más que a él, una solución tan oportuna para su caso! En nombre del general, le ofrezco entrar a nuestro servicio con residencia en Nápoles. Le daríamos a usted…» Demónica movía la cabeza pausadamente: a la derecha, a la izquierda, a la derecha, a la izquierda. Ascanio le preguntó: «¿Por qué?». «Porque no puedo venderme a mis enemigos. Porque usted mató a mi padre.» A Ascanio se le alborotaron las manos, se le atropello la lengua. «¡Usted no puede decir eso, signorina! ¡Usted sabe que yo gobierno, pero que el general manda! ¡Usted sabe que a su padre le juzgó un consejo que presidió el general en persona, y que todos quisimos salvarlo, el general el primero! ¡Usted sabe que su padre fue ajusticiado por terco!» Demónica se puso en pie. Apoyó en la mesa de Ascanio, reluciente caoba de las Indias, sus manos de dedos largos, ahora un poco crispados. «Si hay alguna persona en el mundo a quien no se pueda hablar así, signore Aldobrandini, es a mí. Mi madre supo lo que sabía mi padre, yo sé ahora lo que mi padre supo: la historia de la revolución y sus secretos. A otros, al pueblo entero, a los ingleses que les compran los barcos, a los obispos que manda el Vaticano a pedir que no ahorquen a más gente, a los visitantes, a los viajeros, pueden ustedes, o puede usted, si lo prefiere, engañarlos con la historia de Galvano della Porta, el héroe de la batalla de la Esquina Rosada -¡qué horror, veinte hombres muertos de cada bando!-, el gobernante implacable que se pudre en la soledad del castillo porque la lepra le arranca a pedazos la carne, pero que todos los días se asoma a la terraza para que los ciudadanos vean al menos su sombra. ¡En fin, la carroña viviente que aún dicta las leyes y decreta las muertes! Le aseguro, signore Aldobrandini, que es una historia bien tramada, todo el mundo la cree, sería insensato intentar desbaratarla. ¿Hasta usted mismo habrá llegado a creerla? ¡He visto tantas cosas extrañas! Pero yo sé, signore Aldobrandini, que el general Della Porta no es más que una ficción, una historia sin nombre, algo que han inventado y siguen inventando en la tenebrosidad de la Señoría, cuando se reúne el Tribunal de los Ciento, o el más secreto todavía, el poderoso y siniestro de los Doce, que usted y no el supuesto general preside; o acaso se le haya ocurrido a usted solo, acaso únicamente nosotros dos estemos en el secreto, y eso nos una…»

Creo que fue en este momento cuando entré por primera vez en el salón, como te dije, Ariadna; cuando entendí que me importaba tanto lo sucedido como lo que iba a suceder, y volví atrás, a enterarme del cuento entero. Lo que pasó entonces fue que Ascanio permaneció callado y quieto, quieta incluso la mirada, hasta el momento en que Demónica empezó a remejerse, en que sus dedos arañaban el barniz de la mesa, en que respiró fuerte y se le agitó el pecho, en que acabó gritando: «¡Diga algo! ¡Mándeme ya a la horca!». Entonces, Ascanio rezongó en voz baja estas palabras, que Demónica seguramente no entendió, o que quizá haya entendido: «Siempre creí que Antígona era una pobre imbécil». Se levantó. Llegó hasta una de las puertas, habló con alguien, gritó a Demónica: «¡Venga!», se cerró la gran puerta tras ella, y, entonces, Aldobrandini se secó un poco el sudor de la frente, tocó la campanilla, y al ujier que acudió le dijo: «Haga pasar a la señora extranjera».


3. – ¿Sabes que cansa la fantasmagoría?, ¿que de pronto te desentiendes de Aldobrandini, y que a viajar por el tiempo prefieres el movimiento en este pobre espacio nuestro, remoloneando y todo eso que parece pecado mortal? Lo haría yo de buen grado, a estas horas de la tarde, casi el crepúsculo ya, si supiera que al final estabas tú, lo único real de este tumulto de palabras: no imagen vana, sino tangible, en carne y sangre. Pero tu realidad, en esta hora de hoy, es la realidad de tu ausencia, pura presencia del no estar, ¡y todo por la visita a un médico de locos! Hace un momento, tal vez nada más que media hora, me acometió la furia de la soledad, la gana desesperada de llamarte sin respuesta, Ariadna, Ariadna, por todas las veredas, por todos los rincones: buscar y no encontrar, no ya tu cuerpo, ni siquiera tu sombra. Sólo en algún lugar un rastro de tu olor semejante a un perfume, o un rastro de perfume semejante a tu olor. Cuando se siente la comezón que yo sentí, fallan los acostumbrados recursos, no hay engaño que valga, o te tengo o no te tengo. Pero como no te tengo nunca más que a distancia, más que tú ahí y yo aquí, necesito engañarme, por lo general, con la esperanza, a veces con la magia, pero acaban juntándose en una y la misma cosa, mi esperanza en el poder de la palabra: aunque la mía sea de las modestas, de las que sólo consiguen retener, jamás aproximar, menos aún sujetar y encadenar. Mi palabra, por ejemplo, es incapaz de traerte, ahora que no estás y que te necesito. Si grito otra vez: «¡ Ariadna!», mi voz se pierde en el bosque después de haber rozado en su camino las aguas frías del lago. ¡Ah, si supiera trazar el círculo de la omnipotencia, o los tres, según algunos, que no se sabe bien cuántos tienen que ser! Entonces, de la fogata que encendí con un montón de ramas secas y que ha ahumado el aire alrededor de la cabaña, de ese humillo azulado que todavía asciende en el espacio tranquilo, por la virtud del círculo y de la palabra aparecerías tú, con tu sonrisa y tu cartera, ya ves lo que he tardado, esos caminos están imposibles sobre todo a esta hora, cualquier día va a haber una catástrofe. Y después de besarte (en la mejilla) y de preguntarte si Olga te había dado algún sobre para mí; después de esperar un rato a que cambiases de ropa y te pusieras los blue-jeans y esa camisilla colorada que te sienta tan bien; después, por último de verte comer algo (yo ya lo hice en medio de la pena), te invitaría a escuchar las historias de hoy: esas que van escritas ya, y las que todavía no inventé.

Te explicarás mi deseo de que escuches cuanto antes el relato de lo que sucedió entre Ascanio y Demónica. ¿Llevarás la sorpresa que llevé, me obligarás a que vuelva atrás en el cuento y te repita esa declaración redonda y neta de que el general Galvano es una entera ficción? Confío en que así sea, no me extrañará, será la prueba de que descubras la utilidad de este peregrinaje por un pasado que nunca pareció concernirte, remoto en sus relaciones con lo que de verdad te importa. Pues, ¡ya lo ves! Por ahora no podemos decir que la invención de Galvano se relacione de algún modo con la de Napoleón, su modelo o su copia; pero me inclino a creer que no son ajenas la una a la otra si se tiene en cuenta el modo de vestir de Della Porta, que es, calcado, el más tópico del emperador de los franceses. ¡Sería demasiada casualidad, una casualidad sospechosa e inaceptable, proponer la mera coincidencia! Tampoco podemos, sin más datos, concluir alegremente que a Napoleón lo inventó Aldobrandini, pues si bien parece (o podría) ser cierto que el uno repite al otro, queda sin respuesta una pregunta que entiendo principal: ¿Por qué, para qué iba a hacerlo Ascanio? Sería atribuirle un espíritu de juego específicamente estético. Pero, sobre todo, ¿cómo? Porque, supuesto que el genio de Aldobrandini le hubiera llevado a semejante aventura de la imaginación, a semejante hazaña de la perspicacia histórica, ¿de qué medios se hubiera valido para comunicarla, para propagarla, para imponerla? No perdamos de vista las proporciones reales: en el concierto de las potencias contemporáneas a la Revolución Francesa, La Gorgona no pasa de estación cómoda para que las escuadras se provean de agua potable; incidentalmente, y sólo para Inglaterra, que tiene medios para asegurarle la independencia (relativa), es también un astillero barato del que todavía obtiene productos de la mejor calidad. En cuanto a sus gobernantes, jamás han sido de los que se tienen en cuenta a la hora de los grandes congresos, de los que se invitan preferentemente y cuya conformidad, o consejo, se buscan. La Gorgona no ha hecho historia ni colaboró con quienes la hacen: se limitó a aprovecharla unas veces, a padecerla otras, como comparsa, ni más ni menos: desde el punto de vista de esta clase de personajes, lo que acontece en los grandes escenarios trágicos resulta algo distinto de lo que nosotros entendemos, los del patio de butacas, o de lo que a nosotros nos han hecho entender: más desvaída y quizá menos solemne, pero siempre aprovechable y necesariamente imitable, cuando no temible. Por otra parte, la fisonomía ofrecida hasta ahora por Ascanio, según la documentación fidedigna, es la de un tirano local, dictador de escasos ámbitos, cuyos instrumentos exteriores no pasan de meros agentes policíacos, informadores o soplones, y aunque llegue a admitir que, como policía política, fuese la suya excelente, no me sirve de prueba de una visión más amplia de una función y de un destino. Recibámosle, pues, sin exagerar sus límites, pero también sin desquiciarla: dentro de la pequenez de la Isla, que tal vez resulte un poco estrecha, no tengo el menor inconveniente en conceptuarlo como un político genial (acabo de decirlo), si, como parece, Galvano della Porta es de su pura y quizá secreta invención: Galvano y cuanto le rodea, Galvano y su mito, Galvano y su lepra, Galvano y sus epifanías crepusculares, Galvano y su hambre sexual, Galvano… Ascanio fue consciente en algún momento de que no bastaba el respaldo de su suegro, es decir, del dinero, para gobernar, e inventó a Galvano, es decir, al que manda, al responsable: comprendió a tiempo que para ciertas operaciones de opresión y poderío no es menester un hombre, sino ante todo un nombre, aunque necesariamente haya de ser (se supone) de muchas campanillas. Escuchad éste: Galvano. ¡Tilín, tilín, tilín, tilín! ¡Oh, Galvano! ¿Cómo íbamos a encontrarlo, la otra tarde, cuando descendimos al castillo en su demanda? Este descubrimiento nos obliga a pensar que el destino de Inés (Agnes) de Bragança no fue la muerte repugnante en brazos de un leproso, el belfo podre en procura de un labio fresco. Pero, ¡qué bien maneja este sujeto los ingredientes melodramáticos! Fíjate tú… ¿Qué habrá sido realmente de Inés? ¿Estará acaso recluida en una mazmorra de la Señoría, como lo estuvo al parecer Demónica, alimentadas una y otra de manos de Aldobrandini, palomas preferidas de un cuidador celoso? Hechos pasados irremediables son: no nos es dado acudir a liberarlas. ¡Y es lástima, porque me gustaría hacer alguna vez en mi vida de Lan-zarote del Lago, o al menos de San Miguel. ¿Lo imaginas, la batalla entre el cojo Aldobrandini, ducho quizás en ardides de pelea, y este profesor cansado que sólo supo en su vida manejar la palabra? Lanzarote del Diccionario, o así… Bueno. Volvamos a lo nuestro: cualquier consideración moral sobre el caso queda ya fuera de tiempo. Pero, estéticamente, ¿verdad que es atractivo, que es fascinante? Imagínate a Ascanio recorriendo, solitario, toc-ti-qui-toc, los corredores profundos donde escucha todavía, el que sabe escuchar, ayes de torturados de antaño. Lleva en una mano una linterna; en la otra, un canastillo con comida y un mínimo servicio. Después de esquinas, escaleras, crujías y encrucijadas llega a un espacio ancho al que dos puertas abren. Se acerca a la primera, saca ese manojo de llaves de todos los carceleros, aro de alambre, piezas enormes que tintinean: una de ellas actúa (rechina); Ascanio empuja la puerta ferrada… ¡Chrrrrr! En el rincón apenas con luz -el ventanuco queda lejos, arriba- Inés medita acerca de su suerte, o quizá de su muerte; acaso ni siquiera medite: se limita a cerrar los ojos que fueron bellos… ¿Dormirá, así sentada, así inmóvil? Ascanio la sacude delicadamente, le habla al oído con dulzura, la anima a que coma. Ella, por fin, lo hace, voraz de pronto, como una niña, sin que el hedor que asciende de algún rincón oscuro se lo estorbe. Ascanio le ha puesto la servilleta, le parte el pan, le ofrece el agua de un vaso… Y cuando Inés aparta el plato de la amargura (donde aún quedan viandas, no puede decirse que la maten de hambre), él lo recoge y coloca encima de una mesilla que está en alguna parte, y advierte a Inés, por si más tarde tiene hambre. Ella ha abierto los ojos, mira hacia la penumbra de la pared frontera, como hacen todos los presos, aunque no todos hayan tenido los ojos tan bellos como Inés, si bien alguno (o alguna) puede haberlos tenido más bellos todavía. Chi lo ? La historia está llena de casos… Ascanio, entonces, se sienta junto a ella, empieza a hablar: el sermón de hoy, dicho con voz tan dulce, convincente, continúa el de ayer, preludia el de mañana: hay que ser casta… Por no haberlo sido sufre ahora este castigo. Las penas actuales le serán conmuntadas al llegar al Purgatorio: es lo que sale ganando. La dialéctica de las manos de Ascanio es de las persuasivas, de las apabullantes: lógica pura en dedos de marfil, algunos oscurecidos ya en las yemas a causa del tabaco.

Demónica está bastante menos decaída: pasaron pocos días desde el de su prisión, y, acaso por descuido, tal vez por imprevisión, aunque no quepa descartar en este caso la voluntad deliberada, Ascanio había ordenado que llevaran con ella su maleta, que le entregasen los instrumentos de su coquetería, de modo que ella cambiase de ropa: se muda la interior, y la que lleva no huele mal, todavía, como huele la de Inés. Demónica puede mantenerse erguida y orgullosa, dar a Ascanio la espalda, esquivar la respuesta. Él le cuenta que hace un día excelente, que las chicas de la edad de Demónica pasean por el camino de ronda, que está a punto de llegar a la Isla el almirante Nelson, quien representa a Inglaterra; la protección real y virtual de La Gorgona y de sus gobernantes. «Francia lo evitaría de buena gana, ya lo sabemos, pero los barcos de Francia no se atreven a presentar batalla a los ingleses. ¡Lástima que no lo hagan! Esa gentuza sería arrojada del poder usurpado y volvería a Francia el heredero legítimo del trono… Con él, las cosas en orden.»

Posiblemente, al espíritu embotado de Inés (Agnes) no llegue, con todo su peso imperativo, el discurso moral de Ascanio: la mente alerta de Demónica no se abre al político, lo deja que resbale y caiga como un rayo de sol que se acerca a la piel. Pero esta vez Ascanio no es expedito, como otros días: el discurso, breve de sólito, se alarga en una transición hecha de vagos manoteos y de generalidades, para, de pronto, cambiar el tono, ascender al trágico de las amenazas y la gesticulación tajante, referirse a los que conspiran en la sombra, a los que especulan con la catástrofe, a los que… A Demónica le cuesta trabajo simular la indiferencia: se estremece, tiemblan sus manos cuando Ascanio le anuncia (¿por qué?, ¿a santo de qué?) que aquella misma tarde se reunirá en sesión urgente el Consejo de los Doce, el de las grandes decisiones -inapelables, por supuesto. Tal vez muerda la lengua y refrene el ansia de preguntar si algo de todo aquello le concierne…

Aquella tarde (¿aquella tarde?), los ciudadanos de La Gorgona asistieron al desfile, extraordinario, espaciado y sistemático, de once sillas de manos labradas en madera oscura, los cierres opacos, y el interior, según se dice, mullido de guatas y damascos: todos sabían que encerraban, que transportaban, a los miembros del supremo consejo, a un tiempo tribunal y gabinete. De un lado a otro de la calle, comerciantes alerta se interrogaron con un gesto, con un movimiento de cabeza; se respondían encogiéndose de los hombros o levantando las cejas. Fue como si un ave de alas oscuras volase de calle en calle y ordenase silencio, fue como si un luto súbito entristeciera a la gente. ¿Qué es lo que irá a suceder? Dentro de la Señoría, los que habían caminado como sombras, ahora se movían como fantasmas de suave susurro. Las plumas se deslizaban sin rasgueo por el papel. Las voces eran quedas, y hasta habían enmudecido las campanillas de llamar.

El tribunal actuaba con luz escasa: un candelabro de tres brazos encima de una mesa tapizada de negro; al lado, un Cristo en la cruz, sanguinolento. Los doce miembros vestían también de negro, hopalandas o ropones de terciopelo y brocado; negros eran asimismo los antifaces y capuchones que los enmascaraban. Se sentaban a tres por banda, alrededor de la mesa, sin presidencia, pero las voces, por supuesto, no las disimulaban, aunque impusiesen la tradición y el uso que fuesen tétricas, que resonasen desde el principio como sentencias de muerte: algo así como si resbalase cada una sobre un redoble de xilófono por las zonas más graves. La de Ascanio dio cuenta de la amenaza encerrada en aquel papelito que una mano ignorada había dejado caer encima de su mesa: «O pone en libertad a Demónica de Risi, o arderán los navios del astillero sin que nadie se mueva a apagarlos». «Esto supone un intento de intervención, por parte de la chusma, en la política gubernativa, y entiendo…»; pero aquí le interrumpió, desde una esquina, la voz caliente de Flaviarosa: «¿Y quién puso presa a Demónica? El tribunal no está enterado de semejante medida, ni siquiera le consta la llegada de Demónica a la Isla, y espero que sus miembros uno a uno, lo ignoren asimismo». No se veían los muros de la estancia, o por remotos, o por negros; pero debían de estar tapizados por estofas espesas, ya que, en vez de rebotar la voz, se la tragaban: ¡así la de Flaviarosa, vibrante y armoniosa siempre, sonaba como de corcho, casi sin timbre, apenas con tonalidad! Debía de ser lo acostumbrado, porque nadie manifestó sorpresa: relató Ascanio la llegada, días atrás, de aquella ciudadana peligrosa, su entrevista con ella, y que la había mandado presa por razones urgentes de Estado. «¿Cuáles?» «Sabe demasiado.» «¿Y qué sabe?» Ascanio no se movió, permaneció en silencio. Flaviarosa, insistió, irónica, rasgado el tono: «…en el caso, por supuesto, de que el supremo organismo de gobierno esté capacitado para el conocimiento de esos secretos». Las otras voces, hasta ahora en silencio, murmuraron. Las otras cabezas, hasta ahora quietas, se acercaron. «Pero yo me pregunto -continuó Flaviarosa- que si hay secretos que el tribunal no puede conocer, ¿por qué existe y por qué subsiste? ¿Sólo para respaldar las decisiones que el ministro se toma por su cuenta y sin previa consulta? Estimo que la persona de Demonica de Risi, por razones que se alcanza a todos, sería digna de un trato más político y, por supuesto, menos cruel. Si es peligrosa, no aceptarla en la Isla, pero siempre después de haberlo deliberado aquí y por los que aquí estamos.» «Al ministro competen las decisiones urgentes.» «Sí, pero dando cuenta de ellas inmediatamente después.» «La opinión del general Della Porta…», comenzó Ascanio, y le interrumpió Flaviarosa, segunda vez, pero con una carcajada anterior a las palabras, y que casi las resumía, aunque no adelantase su sentido: «¡Apuesto -dijo, riendo todavía- que el general lo ignora todo de este asunto! Con lo enfermo que está, ¿cómo va a distraerse en pequeñeces? El ministro, que es tan considerado con nuestro Podestá, que no vive temiendo por su salud, estoy segura de que le ocultó la llegada de Demonica, de quien, por otra parte, tengo informes escasamente inquietantes. Lo que le gustaría es casarse y dejar de andar de un lado para otro en busca de quien le ayude y a veces de quien la invite a comer. Quizás su madre haya conspirado contra nosotros, lo admito, pero la hija es inofensiva». «¡Sabe cosas! -repitió Ascanio con fuerza-, y si no las sabe las inventa. Imagínense que dijo… que me dijo, ¡que el general no existe! ¿Piensan que es prudente dejarla que propale por ahí un infundio como ése, que, en manos de nuestros enemigos, podía llegar a hacernos daño?» Se dirigía Ascanio especialmente a su mujer: en aquel aire oscuro, las puñetas de la toga y el blancor de las manos semejaban ilusiones autónomas de prestidigitador, claridades dotadas de vida propia, dinámicas y caprichosas; independientemente de ellas, como perteneciendo a otro mundo, el tono de sus palabras parecía contener notas en clave que sólo de Flaviarosa pudieran ser interpretadas. ¿No habrá pensado alguno de los presentes que sea el tono con que se hablaban en la cama cuando aún dormían juntos? Pues, si lo pensó, se equivocaba, ya que nosotros sabemos, Ariadna, de qué calaña habían sido sus relaciones íntimas. En fin, pensaran lo que pensasen los perspicaces miembros del tribunal, la respuesta de Flaviarosa fue bastante inesperada: «Propongo que no perdamos el tiempo en discutir esa anécdota frivola. Propongo que los serenísimos miembros del tribunal se trasladen a la Sala de los Pasos Perdidos y mediten si es o no conveniente poner en libertad a la señorita De Risi. Propongo, finalmente, que se someta después a votación. Los conformes, que levanten la mano». Siete contra cinco. «La votación está ganada», pensó Flaviarosa. Los serenísimos señores fueron saliendo. Ella no se movió. Ascanio, sí: hacia ella, hasta sentarse a su lado. «Has cometido un error político.» «El error más bien ha sido tuyo. ¿A qué viene eso de creer o no creer en el general Galvano? Si preguntas uno a uno a tus súbditos, descubrirás que ninguno de ellos cree, ni siquiera los tontos.» «Es posible que sea eso lo que descubra, pero también descubriré que ninguno se atreve a decirlo, en ninguna ocasión, bajo ningún pretexto, ni siquiera la mujer al marido si a él le interesa saberlo. Y eso es lo que importa, nada más. En las conciencias, por desgracia, no me es dado meterme, pero un día llegará en que los gobernantes puedan saber lo que los subditos piensan y callan, y ese día empezará el mundo a ser gobernable y pacífico.» Flaviarosa se encogió de hombros. «Bien. Allá tú. Pero no tienes derecho a mantener en prisión a Demónica de Risi por hacer algo que hacemos todos.» «No por hacerlo, sino por decirlo.» «Es igual. La práctica te muestra que haberla encerrado fue un error. Puede dar lugar a una catástrofe.» «Si reuní el tribunal fue para proponerle la libertad de Demónica, aunque no como perdón de su delito, sino por exigencia de una razón de Estado ineludible: así quedarán salvados los principios y se evita la destrucción de los barcos.» «¿Y no crees más político no mostrarte medroso? Acceder a lo que piden los griegos por temor a su amenaza es la confesión de tu debilidad. De modo que si mi propuesta gana, habrás de reconocer que acabo de hacerte un gran servicio.» «Eres muy lista…»

Las bolas de votar salieron de una cuna de marfil, blancas y negras como los hados, redondos instrumentos del Destino en forma de conveniencia urgente: quedaron alineadas encima de un tapetillo rojo: doce y doce, también dramática cuanto inesperada muestra de la insoluble estructura contradictoria de la realidad: el día y la noche, el sol y la luna, lo salado y lo dulce, lo bueno y lo malo, lo caduco y lo eterno. ¡Lo que se puede decir de unas bolitas blancas y negras! Y eso que dejo aparte al mullido lecho de terciopelo rojo del que vienen y al que irán, que de ahí también podría sacar un poco de literatura. Te la ahorro. Como había previsto Flaviarosa, en aquella ocasión ganaron nones y se acordó que Demónica fuese pasaportada al continente en el primer navio que partiese de la Isla, y se aceptó la propuesta complementaria de que fuera provista de un razonable viático «que la eximiese de todo riesgo de pecar para comer nada más desembarcada en Ragusa», aunque Ascanio, casuista, adujese (con escasa energía), que si los fondos del Estado debían cooperar en el castigo de las transgresiones morales, no estaba escrito en ningún código que se les debiera también utilizar para evitarlas.

Flaviarosa pidió ser ella misma quien sacase a Demónica de la mazmorra, quien la tomase a su cargo, quien la guardase en custodia antes de que saliera de la Isla. Necesitó un guía que la alumbrase por aquellos vericuetos profundos, y pasó delante de la puerta de Inés (Agnes) sin detenerse, porque los gemidos de la muchacha, espaciados y débiles, no llegaban al corredor: eran como gemidos de moribunda. Desde la puerta dijo a Demónica con su voz más suave: «Recoja su equipaje, señorita. Está usted en libertad».


4. – Aquel lunes tuve por la mañana dos horas de clase, de nueve a once, sin más interrupción que los minutos justos del café sacado de una máquina; al terminar, me fui solo al comedor del restaurante, no bajo la luz del sol, que se había nublado y soplaba un viento largo, sino por los túneles; y antes de coger el ascensor, me entretuve un rato en la bolera, viendo a una muchachita morena (tirando a negra) elástica y graciosa, que apuntaba con tino, disparaba con fuerza y ponía al mismo tiempo en juego los resortes más eróticos de su musculatura, aunque inocentemente, me pareció. Lo más probable es que de todos los presentes, docena y media entre chicas y muchachos, fuese yo solo el que recibiera la sugestión emanante de aquel sistema puesto en tensión por el deporte. ¿Debo sentirme orgulloso o avergonzado? ¿Es una deficiencia advertir y responder (imaginariamente) a la llamada involuntaria de unos ojos calientes, de unos muslos estirados, de unos senos que a veces asomaron por encima del escote, duros e impertinentes? ¿O es lo correcto? No podría responderme, porque jamás he llegado a comprender el meollo de la moral puritana y de sus derivaciones, pero insisto en confesar que lo pasé muy bien contemplando a la chica, la cual, siendo mestiza, llevaba nombre judío, con el que la llamaban o la jaleaban: Déborah.

Mi preocupación, sin embargo, no debió de ser mucha, porque el problema moral se desvaneció en el trayecto del ascensor, quizá a causa de la entrada tumultuosa y súbita de un grupo de visitantes de mi lengua, mujeres y hombres, y, aunque mezclados, más de allende el Atlántico que del aquende: deducido por los acentos. Comentaban lo mal que se come en los Estados Unidos y lo barata que está la gasolina: dos realidades que deben de estar profundamente relacionadas, juzgando por su posición vecina en el mapa mental de aquellos vocingleros. Me senté solo en una mesa, llegó alguien después, la conversación fue normal, entiéndase trivial. ¿Quién piensa que los profesores, sólo por serlo, estamos siempre en trance, o de parto, y sólo producimos proposiciones de contenido genial y expresión rigurosa? Recuerdo que una vez, en mi patria, un mancebo comentó lo vulgar de los coloquios que se escuchaban en el tranvía, convencido de que, si aquel artefacto traslaticio fuese en aquel momento ocupado por medio centenar de profesores, lo menos de que se hablaría sería de Picasso o de la fisión del átomo. Confío en que a estas alturas mi joven amigo se habrá desengañado y habrá aprendido que nosotros, los escogidos, somos vulgares como cualquiera, y, a veces, más, y que en nuestros paliques jamás se pierden los resplandores. Pues fíjate en mí: me encandilan las tetas de una morena, y charlo, durante media hora larga, con un profesor de lingüística, de lo inseguro que está el tiempo, de que se anuncian fríos, de que van a subir un diecisiete por ciento los neumáticos para la nieve. De todo esto, lo que realmente me interesa es lo del frío. ¿Qué pasará en nuestra cabaña cuando caigan los primeros copos? Me gustaría ver el estanque a través de las estrellas heladas de los vidrios. Mi alquiler se agota el treinta y uno de diciembre; hasta entonces…

Apareciste a las tres en mi despacho. Antes, había estado Nancy Ray, un rato largo, con lágrimas y todo, porque le ha salido mal el matrimonio procurado con tan grande entusiasmo, con tan hermosas esperanzas, al que asistí, ¿lo recuerdas?, en una iglesia unitaria donde el pastor, vestido de toga académica, desde una especie de presbiterio decorado con un tresillo romántico realmente bonito, nos habló del espíritu puro (que no sé si escribir con mayúsculas o minúsculas) mientras el órgano trepaba por las escalas más abstractas y la gente pensaba en el partido del domingo. ¡De esta ceremonia no hace más que seis meses! Si vieras llorar a Nancy… Llegó a recriminarme por no haberla advertido de lo que es un matrimonio por dentro. ¡Y yo qué sé, criatura! Nancy no llegó virgen al tálamo propiamente dicho, aunque sí a los brazos del que es aún su marido. ¿Será la inexperiencia la causa del fracaso? Uno ya no sabe qué pensar… Quedó en volver otro día. La encontré desmejorada, ella, que pimpaba como una flor, y que no hace más que ocho meses venía a confesarme que era feliz con su novio: a confesarlo porque necesitaba decirlo a alguien, porque rebosaba de ella la felicidad, y la naturaleza, en estos casos, no suele responder, ni sonreír, menos aún congratularse.

Tampoco tú traías buena cara. Te me sentaste enfrente, mi dulce silencio, desanimada a juzgar por el suspiro. «Hay dos cosas, ¿por cuál quieres que empiece?», y, sin esperar palabra mía, me contaste tu desilusión de la visita a la doctora Wagner, una señora objetiva como una computadora, cuyo diagnóstico resultó de cotejar datos referentes a Claire con los que a ti te conciernen, incluidas las respectivas historias familiares, aunque de esto poco hayas podido decir, porque eres una emigrante que se olvidó de la aldeíta griega y de sus generaciones, y porque de la prosapia de Claire, poco más sabes que el abolengo de sir Ronald -nombre por otra parte que no inmutó a la doctora. «¡Es uno de los más grandes poetas ingleses, señora!» «Sí, pero, como antepasado, poco recomendable.» En fin, que a lo que tú ibas es a saber si tu mezcla de amor y sacrificio podría remediar las deficiencias de Claire, te respondió leyendo una estadística de resultados positivos y negativos, no en tanto frutos de un amor desesperado, sino de tratamientos. «Tendrá usted que traérmelo aquí, y después hablaremos.» Y al terminar me preguntaste: «¿Qué hago?». Y no te respondí sino esto: que tenías dos caminos y que antes de elegir cualquiera de ellos deberías pensarlo bien. ¿Te diste cuenta de que eso mismo se le puede decir al que trae en los labios la palabra angustiada que conduce a la muerte, y al que no sabe si asesinar o no al presidente de la Unión (en el nombre, siempre respetable, de una tradición ya secular)? Tengo a mi favor (o en mi contra) que lo hice adrede, consciente de la ambigüedad; pero en aquel momento no me sentí capaz de cogerte por los brazos, de morderte en la boca y de llevarte conmigo. Probablemente, de hacerlo, hubiera fracasado.

Después echaste encima de la mesa unos papeles. «El artículo del profesor Spencer. Ya lo he leído.» Y yo lo conocía también, ahora estás enterada: lo sabía de memoria, pero, por habértelo ocultado, hube de leerlo otra vez, simulando atención, volviendo atrás en alguno de los pasajes, y, en otros, levantando la vista y mirándote a los ojos: una pequeña farsa que me salió bastante bien. ¿Quién fue el que le dijo al otro: qué es lo que piensas? Creo recordar que hablé el primero: «Es como un martillo pilón, apabullante». «Luego, ¿crees que Claire…?» «Si lo tuviera ante mí, desmantelado, perdida la fe en sí mismo (que es como debe estar, o como estará cuando lea esto), le diría: Reconozco y admito que la ciencia reclame, para la exposición de una verdad, fundamentos teóricos de indiscutible rigor; pero siempre se corre el riesgo de que si tales fundamentos llegan a ser descalificados, en nombre de otros más modernos, o inutilizados por una teoría opuesta que se recibe como legítima porque se demuestra que lo es, la verdad, antes tan bien cimentada, queda en el aire, y habrá que esperar a que cambien las cosas de la teoría, y se restaure lo antes desechado, para que la verdad recobre su condición. Es lo que pasa con lo que tiene a Dios como principio, con lo que se cimenta en Él: que, cuando nadie cree en Dios, tampoco cree en lo que él sostiene en su mano, y habrá que esperar a la nueva ola de la fe.» «¿Piensas, entonces, que el sistema de Norman Ray dejará algún día de estar vigente?» «Si no fuera así, no sería un sistema; de modo que, ese día, alguien se acordará de un genio que se llamó Alain Sidney, que padeció de injurias por la ciencia y fue vituperado, pero que ahora, a la luz de los nuevos descubrimientos, resplandece hasta el asombro por su profundidad y penetración históricas, posiblemente a causa de una mágica intuición; aunque, claro, su tesis no se mantenga ya a la altura de los tiempos, y haya que corregirla, no en el sentido de que Napoleón haya o no verdaderamente existido, sino en el de que, habiendo existido, se haya manipulado su existencia como si fuera una ficción y no una realidad patente, de manera que a la luz de la ciencia rigurosa más parezca inventado que real. Con lo cual se hará paz entre tirios y troyanos, y al lado de aquellos que investiguen la historia en sí de Napoleón (si es que algo queda por investigar), vendrán los que descompongan su mito en factores primos o constituyentes, son a saber, quién, por qué y para qué, y hasta es posible que cómo, cuándo y dónde. ¡La de operaciones gramaticales que comporta la ciencia! Y no sería de extrañar que a todo esto se añadiese, de forma complementaria, o quizá paralela, aunque probablemente discutida y. por supuesto, discutible, la consideración estética del acontecimiento, lo que puede sacar a la luz o a relucir estructuras colmadas de sorpresa: una invención como la de Claire lleva mucho de poesía dentro, pero, en todo caso, más de lo que el autor sospecha. Como verás, eso basta para que sobrevenga, como un tifón, una nueva especialidad, que acaso se bautice con el nombre de Claire.» No respondiste nada, pero no pareció que mis palabras te hubieran tranquilizado. Retiraste la fotocopia, la guardaste en tu cartera. «Quizá a estas horas ya la haya leído Claire. Le envié un ejemplar esta mañana por una compañera que pasó por Schenectady: dejó el sobre en un restaurante en el que Claire suele almorzar. Como lo espera, hoy habrá ido.» Te pregunté si pensabas venir a la cabaña. «Sí, ¿por qué no? No sería capaz de soportar la soledad de mi casa. Aunque a veces no lo creas, tu compañía me ayuda… Tu compañía y tus historias.» Me agarré con fuerza a aquel tenue cable que me tendías: «A propósito de historias… Hoy he tenido un hallazgo, en realidad una verdadera perla inesperada, un premio a la constancia. Por escapar al pelma que me acompañó en el restaurante, y que intentaba prolongar su lección de lingüística bloomfieldiana con el pretexto de una copa de coñac, entré un rato en la biblioteca, y consulté por rutina los repertorios bibliográficos. Encontré por tercera o cuarta vez una referencia extraña a La Gorgona: que había pasado por alto y en la que hoy me detuve: que figura en un libro titulado Exposición y comentario de las últimas teofanías paganas, en Filadelfia, Pha., imprenta de Jones and Jones. 1876: ese mismo libro que tienes ahí delante (y tú lo cogiste y lo miraste con cierta displicencia). Lo hallado no se refiere, por supuesto, a sir Ronald, ni siquiera a Agnesse, pero sí, en cierto modo bastante oblicuo, a Ascanio Aldobrandini. Consiste en una introducción y en la transcripción de un texto de míster Algernon Smith, el cónsul de Inglaterra en la Isla, escrito a requerimiento (indirecto) del primer ministro, que debía de ser entonces William Pitt, el curda. El documento dice estar tomado del original que se guarda en el archivo del Foreing Office: ahí está la signatura. Del relato que hace se infiere que míster Algernon Smith, pese a su depravada vida y quizá a causa de ella, no carecía de sentido del humor, y daba por sentada la existencia en los cielos y en la tierra de bastantes más cosas de las que sueña cualquier filosofía. He aquí los hechos: a Londres llega, se ignora por qué vías, el relato de un suceso extraordinario, de un suceso inverosímil, acontecido en La Gorgona: el primer ministro solicita de su colega del Foreing Office que recabe información oficial del representante inglés en la Isla, quien responde más o menos: "Si en virtud de mis obligaciones consulares hubiera informado a ese departamento de esos acontecimientos por los que V. E. se interesa, se me hubiera tomado por loco, se me hubiera destituido con toda urgencia, aunque también con injusticia escasamente notoria. Preferí, cautamente, esperar a que noticias más o menos deformadas, aunque siempre de contenido descomunal, llegasen a Londres (tenían forzosamente que llegar: el día de autos había al menos dos barcos británicos surtos en el puerto de La Gorgona), sorprendiesen a los miembros del gabinete de Su Graciosa Majestad por su inverosimilitud, y, por lo menos, les causasen cierta alarma. La comunicación de V. E. es la prueba de que no me equivoqué. Paso, pues, a narrar lo sucedido, aunque se entiende que en ningún momento ni por ningún procedimiento directo o indirecto intentaré explicarlos o reducirlos a los límites de lo humanamente inteligible y aceptable. Debo advertir a V. E., y a todos aquellos a quienes alcancen mis relatos, que me considero excepcionalmente favorecido por la fortuna al poder testificar lo que sigue y al poder defender su realidad ante el lucero del alba que se la niegue: es, de cuanto llevo visto y experimentado en mi ya larga vida, lo primero y lo único que considero inexplicable. Todo lo demás que sucede en el mundo puede entenderse, ya poniéndose en el lugar de Dios, ya en el del Diablo, ya algunas veces en el lugar del Destino. Nunca me tuve por desdichado, pero esto me hace feliz.

"Ese mismo día que V. E. señala en su carta, a eso de la media mañana, el vigía de la cofa dos descubrió en la lontananza marina una extraña procesión de seres inmediatamente no identificables. Debo advertir, a propósito de la cofa dos, que no pertenece a ningún barco, sino a una especie de palo de mesana que mandaron instalar en la torre del Castillo de la Palma con fines mixtos de vigilancia y simulación: que pudiera, la vigilancia, llevarse a cabo desde la torre del castillo sin necesidad de palo ni de cofa; la segunda obedece a la añoranza de la mar y los barcos que esta gente manifiesta desde que perdió su flota. Vuelvo, pues, atrás: el marinero de guardia vio a lo lejos cierta extraña procesión, y sin intentar comprenderla, comunicó su descubrimiento por medio de banderas, al vigía de la cofa uno, que está instalada en un cubo de la antigua muralla, esta vez en un palo trinquete, y que abarca nada más que el interior de la ría. El vigía número uno, es decir, el de la cofa uno, lo escribió en un papel y lo pasó a la autoridad inmediatamente superior, que es la de un cabo, a partir del cual, y con añadidos, el mensaje recorrió hacia arriba toda la jerarquía militar y civil hasta llegar a la mesa del ministro: quien ordenó que se le dieran al vigía de la cofa dos veinte azotes por prestar servicio briago, y que fuese arrestado; pero antes de que tan oportuna cuanto justa decisión hubiera iniciado el camino hacia abajo por los peldaños de la jerarquía, llegó un segundo mensaje con la noticia de que ahora se veía claramente que se trataba de un grupo numeroso de personas en y alrededor de un carro, pero que no podía decir más, a causa de la distancia a que aún se encontraban y de cierta neblina que lo emborronaba un poco. Ascanio iba a decretar que se doblase el número de azotes, pero, sin transición ni meditación previa, como quien dice de súbito, preguntó desde qué punto de la ciudad, terraza o torre, se alcanzaba una buena visión hacia aquella parte del mar que señalaba el vigía, el SSO precisamente, y le dijeron que desde la torre del castillo, porque hacia esa parte de los vientos las colinas que cierran la ría pierden altura y la mirada puede saltar por encima de sus lomas y catar con libertad las lejanías: decisión, al parecer, de naturaleza inspirada, pues no parece existir otra causa que la explique o justifique más que lo sobrenatural. Ascanio pidió su coche y el catalejo más potente: tardó unos diez minutos en llegar al puente levadizo, y más o menos otro tanto en trepar a la terraza susodicha: oteó desde allí el horizonte con movimientos que delataban la práctica en columbrar de un verdadero almirante (aunque cojo), según murmuración posterior de quienes le acompañaron. Sin decir una palabra, visiblemente alterado, pasó el utensilio al más próximo; éste miró también en la dirección consabida, y entregó el aparato a un tercero, quien repitió la operación y comentó: 'Es completamente incomprensible'. '¿Qué ven ustedes?', preguntó, entonces, el ministro; y sus adláteres le respondieron, casi a coro: 'Un carro al parecer de caballos, Señoría, y gente a su alrededor'. 'Como si vinieran por una carretera, ¿verdad?' 'Como si vinieran por una carretera.' 'Pero vienen por la mar.' 'Sí, Señoría, por la mar, y eso es lo incomprensible.' '¿No advirtieron ustedes ninguna otra cosa rara?', insistió Ascanio. 'Sí, Monseñor: que esa gente, o lo que sea, tiene el color verdoso.' 'Yo no sé qué me preocupa más: si el color, o el que naveguen por la mar como si nada.' A todo esto, resulta que desde el barrio de los griegos alguien había visto y traducido el mensaje de las banderas, y quien tenía a mano un anteojo de larga vista subió también al monte y contempló lo que Ascanio contemplaba. Como era un griego, le fue más fácil entender lo que veía, de modo que bajó del Arrabal y lo contó en secreto a todo el mundo: 'Ahí viene Poseidón con Anfítrite y todo su cortejo. Se conoce que ahora cumplen mil años de la boda anterior, y les toca celebrar otra nueva'. La gente del barrio griego festejó la aparición, porque habían creído siempre que Poseidón y Anfitrite se casan cada mil años, y sabían por tradición que el tálamo de estos dioses marítimos está encerrado en el fondo de una gruta luminosa donde mana la fuente que dio fama a esta Isla desde la Antigüedad. En un lugar secreto de la casa en que habito, se conserva un mosaico romano de hace aproximadamente dos mil años, en que se representa el cortejo del dios de los mares penetrando con su esposa en esta cueva, cuyo perfil se puede identificar y yo mismo lo he identificado. Y en la catedral de los griegos, en un manuscrito viejo de unos mil años, siglo más, siglo menos, y escrito en el griego de Bizancio, se representa también la misma escena, aunque con bastante menos precisión que en los mosaicos, y ciertos caprichos interpretativos que revelan alguna curiosidad por las partes pudendas de Anfítrite, así como bastante incompetencia, o, ¿quién sabe?, excepcional sabiduría, pues las pintan trifoliadas o trifendidas, así como una llor de lis utilizada para cualquier inmenso tapiz señorial. Si ahora se cumplen dos mil años de las primeras bodas documentadas, y mil de estas segundas, ¿a quién puede extrañar la nueva aparición de la cópula divina, si le llega su tiempo como la pubertad a las gallinas? Pero si los honorables ministros de Su Graciosa Majestad desean conocer las razones que tienen Poseidón y Anfítrite para recasarse cada mil años, es cuestión a la que me siento incapaz de dar una respuesta que pueda satisfacer a mentes templadas en los rigores de Oxford o de Cambridge. Las leyes civiles o consuetudinarias que rigen la vida privada de los dioses sólo tortuosamente nos fueron reveladas, siempre a través de mitos y de otras confusiones, pero yo pienso que, dada la tendencia de la gente a no casarse, esta pareja de paradigmas olímpicos se junta públicamente cada mil años para que cunda el ejemplo.

"El pueblo del Arrabal se echó a la calle y a las orillas de la mar. La noticia corrió también a la ciudad de los latinos, quienes en un principio, se negaron a admitir lo evidente: no en vano son italianos y tienden a no creer más que en la fuerza secular de la Iglesia. Pero ante la presencia del cortejo nupcial, que se acercaba a la bocana, y de que antes de media hora habría hecho su aparición en la ría, todo el mundo corrió al muelle, o a los balcones y torres desde los que la mar se divisaba. A muchos se les reveló por primera vez la utilidad de un catalejo y la conveniencia de que ese instrumento sea cuanto antes incorporado a los ajuares domésticos, sobre todo en una Isla, aunque, como ésta de La Gorgona, haya renunciado a las glorias marineras. El mío, Excelencia, lo recibí en regalo de un capitán de fragata inglés, y me permitió ver con precisión y cercanía la entrada del carro de Poseidón, tirado por caballos palmípedos que levantaban nubes de espuma. Le precedía un escuadrón de delfines, le acompañaba una pequeña corte de tritones y nereidas, tan hermosas ellas como desvergonzados ellos, pues si bien es cierto que entraron en la ría haciendo sonar relucientes bocinas, como quien dice '¡Aquí estamos!', lo es también que muy pronto prescindieron de las tocatas y se dedicaron a perseguir a las nereidas y a fornicar con ellas a ojos vistos: los más púdicos de ellos, entre dos aguas. No sé si serían conscientes de que una muchedumbre bilingüe les contemplaba, o si les salía por un ardite esta abundante presencia de testigos. Sin ánimo de escandalizar a Sus Honores, debo decir que los dioses que transportaba el carro tampoco daban señas de mayor continencia: durante todo el tiempo que mi anteojo los mantuvo dentro del campo de visión, el señor de los mares se dedicó a mordisquearle apasionadamente los muslos a Anfitrite, lo cual, si se explica por la calidad de lo mordido y quizá también por las ansias del mordiente (el cual, en los últimos años, a lo mejor vivió apartado de su diosa), no por eso justifica semejante publicidad. Debo advertir, sin embargo, que a la gente no la cogió de sorpresa; que la mayor parte de los presentes halló justificadas las expansiones del dios, y que muchos las tomaron como una auténtica invitación al vals, aunque esto de hincar el diente a un muslo no lo aconsejen los moralistas romanos a causa de ciertas propincuidades. El clero griego no suele ser tan detallista, menos aún tan meticón. Para los latinos imitadores del dios, la operación alcanzó la emoción de las grandes trasgresiones.

"Honorable señor ministro, voy alargándome, pero no puedo contar lo que me pide con escasez de palabras, si el actual inquilino del 10 de Downing Street ha de quedar ampliamente informado, al menos en la medida que requiere nuestra política de expansión mediterránea. A la vista de lo narrado, conviene admitir sin discusión que este mar pertenece todavía a los dioses paganos, y que todo poder que no sea el suyo constituye una intolerable intromisión, si bien admita, y me apresuro a dejarlo constante, que el almirante Nelson, erguido en lo más alto de su nave, es semejante a un dios y bien merece competir con cualquiera de ellos. No obstante no parece ser que el estatuto mediterráneo impuesto por Nelson lo hayan admitido (me refiero a los dioses, como es obvio), y por eso castigan algunas injerencias con crueldad e indiferencia por el sufrimiento humano. Yo sé que aquella noche, en lugares secretos de la costa, se encendieron luminarias y se lloraron preces a Ennosgaios, el dios que sacude la tierra, o sea, el propio Poseidón (aunque bajo distinta catadura), quien, para esta gente, además de los mares, señorea también los movimientos telúricos, y en esta Isla se teme, desde el fondo de los siglos, que uno de esos terremotos la hunda en el abismo. Los latinos dicen que así fue profetizado por algún santo ante ciertos pecados cuya consistencia, o cuya formulación verbal, fueron lo suficientemente ambiguos como para que cada predicador los interprete a su manera y condenase, en unos casos, la avaricia, y en otros, la lujuria, según la conveniencia del que manda: pero un humanista que conozco, amigo mío y destripador de cuentos, asegura que en la época de Julio César ya se temía lo mismo.

"Los latinos viven bastante al margen de esas tradiciones. Si contemplaron la entrada de los dioses en la ría, fue para escandalizarse por su escaso pudor. El obispo intentó presentarse en el muelle convenientemente revestido y provisto de un complicado, aunque brillante, instrumental para la exorcización, pero alguien cuenta que un sacerdote que le acompaña siempre, gran teólogo y hombre no muy claro, así como escurridizo y navegante entre aguas, impidió que acometiera tal ceremonia, por la certeza que tenía de que iba a quedar mal. '¡Los hundiré en el fondo de los infiernos con el hisopo!', dicen que clamaba el obispo; y el otro le preguntaba: '¿Y si siguen flotando?'. 'Pero, ¿cómo van a flotar si les echo agua bendita?' '¡Están tan lejos!', dicen que dijo el preste, y eso solo dejó al obispo acoquinado, que no se explica lo que le sucedió, y hasta es posible que hubiera seguido adelante con la ceremonia si no fuera porque se le acercó un propio de Aldobrandini y le enteró claramente de que el ministro quería hablar con él: en lo cual terminó el incidente. Los presentes, que eran miles, a una banda y a otra de la ría, vieron por fin cómo el cortejo lo tragaba la espelunca, que por cierto se iluminó al recibirlos, si se ha de creer el testimonio de los marineros que andaban por allí con sus odres haciendo agua y contaron que aquella gente divina dejaba un rastro u olor a marea fuerte, como de berberechos o de caviar, y que la luz iluminante les salía de los cuerpos como a los peces de noche, aunque bastante más intenso y de un verde más suave. El caso fue que se los engulló la cueva, y allí acabó la visión. Como los griegos, pese a la reliquia de san Demetrio por la que pelean los de aquí, nunca dejaron del todo de creer en sus dioses antiguos, esos que ellos mismos inventaron y que han tenido siempre, o como retirados, o como supernumerarios y en reserva, no se han creado graves problemas de conciencia. En cambio, los latinos no aciertan con la explicación, y eso que no hacen ya otra cosa que buscarla, y se murmura entre ellos que entre el obispo y el ministro se cruzaron al respecto palabras violentas, y que salió para Roma un informe en latín con el ruego de una respuesta urgente a la pregunta formulada."

»E1 resto de lo escrito por míster Algernon Smith tiene menos importancia, pues se trata únicamente del desahogo de un ateo que siempre sospechó, sin embargo, que los dioses no habían muerto del todo, y que anuncia a sus superiores ciertas alteraciones en sus ideas personales acerca de la divinidad, si bien sólo en lo profundo de su corazón, ya que en la mera apariencia continuará siendo fiel a la Iglesia Anglicana y a Su Graciosa Majestad que la gobierna. Pero a mí me interesaba saber un poco más de la entrevista del obispo con el ministro, y, como si dijéramos, hojeé el texto de la Historia del mundo hasta encontrarla: que fue en el despacho de Ascanio, quien, de pie y con la mesa por delante, recibió al prelado con ira visible, y, por supuesto, audible, y, sin mandarlo sentar, le exigió una razón suficiente de cuánto acababan de ver, "…no sólo el pueblo entero, señor obispo, sino usted y yo", y el obispo sólo sabía decir que era el demonio, que sin duda era el demonio, que únicamente el demonio podía ser. Pero al ministro no pareció convencerle aquella respuesta balbucida. "Señor obispo, yo he respetado la vida de personas que estorban mi política porque Roma me lo ordena. Señor obispo, yo vivo en difícil castidad forzada porque Roma me dice que, en el caso contrario, iré al Infierno. Y ahora acabo de ver cómo una pareja de dioses fornica en mis narices y en las de Su Señoría Ilustrísima. Señor obispo, el pueblo acaba de ver lo mismo que nosotros, y en el pueblo hay también personas que no pecan por temor al Infierno. ¿Qué pensarán, qué es lo que harán, después de ver lo que han visto?" El obispo estaba consternado. No se atrevía a levantar del suelo la mirada, y el suelo sólo le daba la imagen alucinante de infinitos cuadrados de mármol, blancos y negros. "Roma no miente, Roma jamás engaña, Roma dejará tranquila y satisfecha nuestra razón." "¿También la suya, señor obispo?" "¡También la mía, señor ministro, también la mía!" Esta repetición, cargada de esperanza o decepción, no se puede saber; en cualquier caso, de intención claramente patética, pareció dulcificar un poco a Aldobrandini. Al menos, entonces fue cuando rogó al obispo que se sentara y le preguntó si quería tomar algo.»


5. – Aquella tarde volvimos a la cabaña en mi coche. No recuerdo por qué: la costumbre era venir en el tuyo. ¿Porque conduces mejor? Acaso. Aquella tarde lo hacía yo, y tú permanecías silenciosa, acurrucada en el extremo del asiento. Fuimos dejando atrás las casas y los anchos caminos de asfalto, y entramos en el bosque, amarillento ya, y uniforme, con algunos jirones de la color antigua, que se iban apagando. Se me repitió la sensación de la otra tarde, la de entrar en un mundo que llamar irreal sería tópico y, sobre todo, equívoco, pues no creí que lo fuera, sino sólo distinto, o tal vez el de todos los días, pero como si se le hubiera caído la pátina y se fuera mostrando en su ser, aquel en que los árboles palpitan, en que las ramas se retuercen como brazos desnudos que clamasen al cielo, en que la luna muestra la nueva faz y el cielo permanece perezosamente purpúreo. Yo había dicho unas cuantas palabras, posibles cabos de una conversación, que tú no recogiste. Empecé, entonces, a silbar, no estrepitosamente, por supuesto, sino suave, y si al principio fueron tonadas vulgares y conocidas, acabé dándome cuenta de que silbaba una música distinta, jamás sabida por mí, y que no sé de dónde me salía, ¡mira qué cosas! Y era como si aquella musiquilla, a la que, por supuesto, te mantenías ajena, fuese precisamente la clave de lo que se iba trasmudando, o, con más exactitud, modificando, aunque quizá no sea ésta la palabra que describe la operación de encenderse el contorno por el que vamos con la luz que cada cosa lleva dentro, de que sea todo trasparente y trascendido, y de que veas bajar la savia lenta de los árboles, y cómo pujan, creciendo, las flores del otoño. Distraje unos instantes la mirada hacia el rincón donde ocultabas tu silencio, y te vi también iluminada, y, no sé si fue ilusión, bombear la sangre tu corazón hacia las manos y los pies remotos, y toda tú poseída por la imagen de Claire, por su recuerdo y su nombre, en esa medida absoluta que yo conozco tan bien, porque de esa manera me siento a veces poseído. Así alcanzamos el lago, así te situaste en la popa de la barquilla como alumbrando el rededor de las aguas y del bosque, así entraste en la cabaña como si no pusieras en el suelo los pies, quiero decir, así lo pareció, o quise que lo pareciera, no sé, escapando a esa impresión jamás abandonada de que eres la más real de las mujeres, que echas raíces cuando pisas. Bueno, no me hagas caso, pero es lo cierto que aquella convicción de que andábamos por un mundo distinto, que tampoco es nada extraordinario, puesto que sucede a mucha gente, me duró mucho rato, todo el que permanecimos sentados ante el fuego, yo no sé cuánto tiempo: silencios largos y largas locuacidades, te conté varias historias, tú me hablaste de Claire, ¿cómo no?, y acabaste el discurso al parecer veleidoso, pero, pude observarlo instalado en mi mudez atenta, muy restringido en el fondo a un par de temas, que Claire te necesita, que tú puedes salvarlo, y mezclando el problema de Napoleón con las incertidumbres de la cama, que intentabas destruir como tales, confiada en la magia de tu cuerpo y de tu amor. ¡Ay, Ariadna! Tu palabra iba y venía como una lanzadera, de un tema a otro, por la urdimbre de tus deseos, y, a veces, se desviaba, se metía en terrenos ajenos, me hacía pensar que iba a perderse acaso en un abismo del que yo tuviera que sacarte; pero no, no, regresaba confiada para afirmar que Claire no se equivoca, que alrededor del libro se ha levantado una muralla de envidia rencorosa, y que la impotencia sexual, por ser de origen psicológico, es curable casi siempre. Me gustaría saber lo que dijiste en griego cuando hablabas de su madre, qué maldiciones antiguas y tremendas echaste encima de su memoria. Y, por último: «Todo lo que me cuentas de esa gente de La Gorgona, ya te lo dije, me divierte y distrae, pero te ruego que los dejes de lado por una vez y vayas a lo que me importa, si es que existe: el cómo, el cuándo y el quién inventó a Napoleón». «Confío en llegar a eso de un episodio en otro.» «Sí, pero yo tengo prisa. Varias veces me has dicho que el pasado es como un libro. Pues te ruego que lo vayas hojeando, y cuando llegues al capítulo que me interesa, te detengas y me lo dejes leer. Confío en que será posible.» «Sí, seguramente lo es. Lo intentaré, por supuesto.» Y te miré. Tenías las piernas recogidas debajo de las nalgas, el cuerpo echado hacia atrás, erguida la cabeza, y el fulgor tembloroso de la llama te alumbraba desde abajo, de modo que tus ojos quedaban en penumbra. Estabas allí concreta y, sin embargo, difusa, tres o cuatro manchas de luz nada más, verdaderamente irreal. No me dejé llevar de la apariencia, no me sentía empujado a hacerlo, porque en aquellos momentos no te veía como cuerpo ni como sombra, sino como Destino. Me andaba por el recuerdo una canción antigua portuguesa, una canción vulgar, de las que a veces encierran migajas de la gran sabiduría. Ésta dice: «Tengo el Destino marcado -desde el día que te vi». Así, en castellano, se aparta poco del portugués escrito: cantada difiere más. Tú podrías cantársela a Claire; yo te la cantaría a ti: es ridículo pensar que ninguno de nosotros recibiría respuesta. Pues, en aquel momento, lo que es todavía oculto de tu Destino, se me ofreció como un pecado posible, como una tentación blasfema, aunque evidente y convincente en sus términos: si todo está ya dicho y pensado, si ya está hecho de antemano, se puede contemplar lo mismo que el pasado, no es más que un solo libro, si bien leyendo a la derecha (ya me lo había advertido Cagliostro). Seguías con la mirada oscura, el mentón clareado por las llamas temblonas. Dejé de mirarte, busqué en el fuego tu rostro y tu futuro, no enteramente (no me atreví a tanto, por miedo de no encontrarme en él), pero sí lo inmediato, lo que iba a suceder un día de éstos, lo que no ha sucedido aún cuando escribo estas líneas, pero que sucederá mañana… Nítidamente, lo mismo que en un espejo, estabais Claire y tú, en esa casa que él tiene en la ribera del Hudson, un poco más arriba de Schenectady, en un prado con abedules y un pequeño embarcadero. ¡Qué hermosa es! Ha reunido en ella todo lo que se trajo de Inglaterra, en libros, en muebles, en cachivaches, y ha compuesto un salón un poco abigarrado, sí, pero con gracia. Y aplica a sus rincones motes que aprendió en Francia, el coin repas, el coin repos y también el coin amour. Es ahí donde te tiene, hundida en miraguano de almohadones, quieta, diríamos que fascinada por la belleza de todo lo que te envuelve -ante todo su palabra. Hace ya rato que le has contado nuestra revelación, eso que aún no sabemos, pero que sabremos mañana: quién inventó a Napoleón; y a él le pareció lógico, comprendió por qué caminos le había llegado la intuición, a qué sistema absurdo de causas y de efectos debía el descubrimiento. Él habla y habla, veleidoso también, aunque adrede: como abeja de unas flores en otras: Agnesse, Napoleón, sir Ronald, pero al revés, porque no chupa el néctar, sino que lo derrocha. La verdad es que no lo oigo, sino que lo adivino. Como a ti, me sucede que el ansia de llegar al final me impide detenerme en el discurso y perderme, gozoso, en laberintos. No me importan las palabras: lo que me importa es que, pese a esa especie de hipnosis que te mantiene inmóvil, de cuando en cuando desvías la mirada hacía un retrato enorme, con lujo de metal y espejos, quizá un antiguo marco veneciano, que representa a la madre de Claire. Esas miradas oblicuas descubren que tu atención no pasa de aparente, que dentro de ti contienden la decisión y la vergüenza, que tu instinto te acaba de gritar «¡Ahora o nunca!». Para mí el tiempo no existe. ¿Fue inmediatamente, fue más bien algo tarde, cuando te levantaste y ocultaste con tu cuerpo delgado el retrato? Él se calló, de repente, y te miró, porque algo desacostumbrado, imprevisto, había en tu rostro, en tu actitud. Tuvo miedo, recuérdalo: vaciló. Y entonces, le preguntaste: «Claire, ¿me amas?». «Sí, claro, lo sabes.» «Pues llévame, entonces. Anda.» Así de simple, así de pulcro. Y empezaste a desabrochar el traje, o a descorrer la cremallera, no lo recuerdo bien. Él se había levantado y tú ya estabas desnuda. Te cogió en brazos, te levantó, dio una especie de alarido de highlander que se quebró a la mitad, aturuxo frustrado y un poco innecesario, y se ocultó contigo en la sombra. No quise estar allí, me limité a esperar atraído también por la efigie de la madre: tan delicado rostro, con un algo en la frente indicio de dominio que la afea. Y entonces, yo no sé cuánto tiempo después, seguramente poco, escuché a Claire gritar con voz desconcertada y rota: «Si lo sabías ya, ¿por qué me obligaste a esta vergüenza? ¡Vete! ¡Te odio!». Lo que le respondiste no me llegó, por ser seguramente tu pena susurrada, por ser el puente de silencio y amor por el que ambos pudierais transitar, todavía hacia una tierra común, pero él repitió que te fueras, y que no quería verte más. Me alejé, sin retirarme. Lo que siguió fue que te vestiste deprisa, que saliste, que te metiste en el coche, que te hundiste en el camino oscuro. Entonces dejé de mirar al fuego y contemplé tu ser real, inmóvil aún, y lo adiviné todavía poseído de Claire, como lo había estado aquella tarde, como lo suele estar. Y se me entró un temor de que tu coche acabara por salirse del camino, esa noche futura en que te apesadumbre el desprecio de tu amor y de tu cuerpo. Y entonces me vinieron las ganas de matarle. ¡Oh, no lo haré, naturalmente! Soy todo un caballero y hasta es posible que un poco gentlemán. Pero, ¿no crees (no lo crees ahora, cuando estés leyendo esto, pasado el tiempo ya, pasada la ocasión, y hasta es posible que un poco restaurada de ti misma), no crees que bien podía haberse portado de otro modo, haber aceptado con el humor de siempre, con su ironía, el dolor de su deficiencia, y, sobre todo, haberte amado mucho más por aquel sacrificio a que te mostrabas dispuesta? Cosas como éstas, y otras que acaso haya olvidado o querido olvidar, las estaba esperando mientras te contemplaba: el fuego se iba extinguiendo, el resplandor que te alcanzaba era más débil; si antes únicamente consistías en unas manchas de luz, ahora las manchas eran menos y menores. No podías haberte dormido en aquella postura: imaginabas, estoy seguro, la escena que yo acababa de ver, pero con otro desarrollo, y, sobre todo, con un final feliz.


6. – Ya sé que vamos a pasar rápidamente por encima de algunos acontecimientos, acaso baladíes, otros sin duda importantes, probablemente divertidos. A lo mejor, una de estas tardes en que me encuentre solo, o en una de estas noches, me vienen ganas de recobrarlos y de escribirlos aquí. Hay sin embargo dos o tres de ellos que voy a relatarte ahora. Aún no ha pasado tiempo desde que nos hemos despedido. Tenías sueño, yo permanezco desvelado. Tu puerta está cerrada: desde la mía, entreabierta, contemplo aún el rescoldo, siento cómo me atrae, cómo tira de mí. De responder a esa llamada, ¿qué escenas no surgirían de ese remoto ayer en que también seguramente había alguien que amaba y no era amado? Ascanio, ¿por qué no? Desde un principio le hemos cogido ojeriza, le hemos atribuido el papel del malo de la fábula. Sin embargo, ya ves, con el obispo se portó correctamente, como hombre apasionado y capaz de asentarse con pie firme en los umbrales de la tragedia. «Yo amo a Agnesse, pero el miedo al Infierno me la prohibe. Señor obispo, ¿qué es peor, el adulterio o el asesinato? El asesinato es rápido, fugaz: el adulterio dura y acaba por convertirse en hábito. Sólo quien se empecina en el crimen acaba hallándolo normal, pero éste no es mi caso. Me arrepentiré como Dios manda, cubriré mi cabeza de cenizas, lloraré como David. En cambio, amancebado con Agnesse, llegará una mañana en que pregunte a mi conciencia qué daño hago, y a quién, acostándome con ella, y dejaré de creer que es un pecado. De hábitos pecaminosos, señor obispo, de conciencias muertas, ustedes saben mucho. ¡Piénselo bien, que lo piensen con calma sus asesores, ese cura larguirucho y moreno que le acompaña siempre, que parece dictarle la conducta! Señor obispo, si yo enveneno a Flaviarosa y mando a un sicario que busque en el ejército francés al marido de Agnesse y lo liquide, admito que sea un doble asesinato, aunque con atenuantes. Por lo pronto, el marido de Agnesse, ese jovenzuelo veneciano que traiciona a su patria y se va con los franceses, ante cualquier tribunal de recta justicia es reo de muerte: por traidor, ya lo dije, y por poner su vida al servicio del Mal. Porque, señor obispo, ¡el Mal es la Revolución Francesa, el Mal son las ideas que tienden a destruirnos a usted y a mí! Los teólogos de Roma que encoraginan la guerra de los Príncipes contra la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad, ¿cómo no van a perdonar un suceso minúsculo de tan gran guerra, la muerte que un enviado mío pueda inferirle al marido de Agnesse? Y, si no se atreven a perdonarlo, quizá por guardar las formas, admitirán al menos que al responsable se le reciba a las puertas de la gracia tras una corta penitencia. De acuerdo: hay que satisfacer del daño a los herederos, pero de eso me encargaré con gusto, se lo aseguro, cerca de la única, de la legítima que lo puede reclamar. En cuanto a lo de mi esposa, ¿no recuerda ya que lo hemos tratado, y que si bien en cuanto a tal esposa no me es dado tocarle un solo pelo, aunque me ponga los cuernos, que estoy seguro de que me los pone, en tanto subdita rebelde sospechosa de traición la cosa varía mucho, ya lo creo? Convendría, sin embargo, discutir si como tal adúltera no incurre en rebeldía y traición contra la autoridad legalmente constituida. Véalo bien, señor obispo. Que su teólogo lo examine. Hubo casos… Yo podría aducir hasta media docena, pero en los archivos vaticanos queda constancia de más: reinas envenenadas, algunas descuartizadas, por adulterio… De modo que ya hablaremos, si es que salta la ocasión. Porque si Roma no me responde a mi entera satisfacción en eso de Poseidón y de Anfitrite, le aseguro que brincaré por encima de todo escrúpulo, mandaré los infiernos al diablo, y llevaré a la cama a mi amada con honores de legítima esposa y bula para las fantasías. Como lo oye.» No es que haya escuchado semejantes palabras de la boca de Ascanio, pero sí me fue dado adivinarlas al contemplarlo una tarde a la hora del crepúsculo, cuando la luz policromada de las ventanas se amortiguaba y él había quedado solo y a solas con su silencio. La última persona vista era Agnesse, que se había despedido de él como todas las tardes, coqueta hasta en la respiración, aunque sin destinatario fijo, coqueta para sí, como quien dice, para su propia tranquilidad y quizá satisfacción, y que para colmo de osadía, al retirarse (tenía que atravesar la diagonal entera de aquel despacho inmenso), alzó un poco la falda y dejó al descubierto la tentación violeta de su tobillo y el arranque de la pierna: y si lo de violeta va dicho, se debe al color de las medias. Ascanio la contempló con las pestañas inmóviles, sin que siquiera se le crisparan los dedos, pero no pudo evitar que ciertos pensamientos le aliviaran de la desesperación y le dejaran una punta de esperanza. ¡Como que deseaba en el fondo que los dioses fuesen de verdad inexplicables, además de evidentes!

Por esos días sucedió lo del barquito en botella, pero acerca de esta materia no he logrado aclararme, y estimo conveniente exponerlo con sus contradicciones, que no creo que en el fondo lo sean, sino meras coincidencias, probablemente azares. De una parte, conservo cierta imagen de sir Ronald y, por supuesto, el recuerdo de su poema al barquito embotellado. La imagen corresponde al período de sus amores con Agnes, allá arriba, en el alfoz del castillo, casa de la viuda Fulcanelli, y me llegó no sé cómo y no sé cuándo, seguramente alguna de esas veces en que repaso la historia y se me quedan fragmentos descolgados de alguna de las secuencias. Así, este en que los dedos de sir Ronald, largos y blancos, cogen con la energía contenida de los fuertes discretos la botella en que se encierra el barquichuelo, lo sitúa delante de las bujías encendidas, lo mira al través. «Se me ocurre pensar que este barco es lo mismo que el que se asoma a la vida, con ímpetus, pero atado. O quizás como yo…» Agnes le abrazó por detrás, acariciándole. «¿Y por qué como tú? A ti nadie te ata más que yo, y yo lo hago suavemente.» «Pienso en ese muro de cristal que todos hemos de salvar y del que nadie regresa. A lo mejor el mío no está lejos.» «¡No quiero que lo pienses! ¿No ves que, por besarme, eres eterno?» Agnes le acaricia con la lengua las orejas, se las muerde, y a sir Ronald se le subleva la sangre, rápida: con ritmo por el que el barquichuelo se desliza hecho ya amor, hecho ya verso. El barco era la copia en miniatura de una corbeta militar, con bandera de España y el nombre de algún santo. Traía cargado el trapo, navegaba viento en popa, y en algún lugar de la estela asomaban su hocico las sardinas.

En las otras imágenes anda mezclada Agnesse, y empiezan con una serie de exclamaciones, ¡fíjate tú!, en griego popular, emitidas por un corro de niños del Arrabal que rodean a un viejo marinero francés, orgulloso del pompón colorado, que les enseña algo. Tenía que ser cosa nueva y nunca vista, a juzgar por la curiosidad de los mayores que se iban añadiendo: pues lo que el francés mostraba era también un barco embotellado, algo más grande que el anterior, algo distinto. «¡ Si alguien me lo quiere comprar…! Lo doy en tanto…» Y nadie se lo compraba, naturalmente, en aquel muelle del barrio pobre, pero, por la rareza de la mercancía, se extendió pronto la voz de su existencia a lo largo de los malecones, y de su precio. Franco Benvoglio, corredor de comercio, atravesó en una chalana rápida el cuerno de la ría y llegó a tiempo de encontrar al marinero francés arrimado a una pared, el sol de plano en el gorro y en las narices, y el barquito en el suelo, encima de un tapetillo: todavía le rodeaban los muchachos, alguno se acercaba de más y alargaba la mano, pero el marinero, al parecer dormido, le dejaba caer un pescozón. «¡Se ve y no se toca, mozo!», decía unas veces en italiano afrancesado y otras en italianizado griego. Franco Benvoglio le rescató del sopor, le discutió las piastras, le sacó una rebaja sustanciosa y regresó a la ciudad, a aquella hora de la mañana centelleante de sol. Fue derecho a la casa del señor Bengiamino Pitti, de quien se murmuraba que guardaba más dinero que el propio señor Della Croce, aunque en bancos de Inglaterra, por precaución. Del señor Pitti se decía, además, que era nieto de pirata, que se pirraba por los efebos, y que a esa clase de prevaricaciones vitandas dedicaba sus ausencias anuales, anunciadas con el pretexto de un peregrinaje a la Virgen de Loreto. El señor Pitti abrió mucho los ojos cuando Benvoglio le mostró el barquito; le dio vueltas y revueltas, lo dejó encima del mostrador brillante de su tienda. «No te discuto el precio, pero procura no robarme.» «Si te lo dejo en veinte no gano ni pierdo. Dame, pues, veinticinco.» El señor Pitti repitió el examen del objeto. «No hay en la Isla más que una persona a la que pueda vendérselo.» «En esa misma he pensado yo, pero tú tienes acceso a ella, y, yo, no. De manera que pierdo diez piastras.» «No tanto, no tanto. Si te doy veinticinco, ¿puedo pedir más de treinta?» «¡Ah, eso, tú lo verás!» El señor Pitti pagó en silencio. «Y sin irte de la lengua, ¿eh?» «Le diré a todo el mundo que no cobré más de quince.» «En ese caso, te mandaré apalear.» Benvoglio marchó riendo, y el señor Pitti se encasquetó el sombrero de copa de seda con reflejos, recibido de Inglaterra, que le permitía obtener bastantes triunfos en sus peregrinaciones. Envolvió el barco en un paño, se echó a la calle; no entró en la Señoría por la puerta de honor, sino por un lateral de poca monta, donde había un portero que recibió un recado, lo transmitió y que trajo al regreso la respuesta. «¡Que me acompañe!» Los vericuetos recorridos los conocía muy bien el señor Pitti. Sabía también que habría de esperar en la antesala, y allí se instaló en el extremo de un banco, el sombrero cubriendo el envoltorio, gris sobre rojo: bonito con aquella luz. Y, mientras esperaba, cerró los ojos y dejó que su fantasía persiguiese a un mancebico que había visto aquella misma mañana atravesando la calle, y del que quedara prendado. Le dio tiempo de imaginar esto, lo otro y lo de más allá, inspirándose siempre en las decoraciones de algunos vasos griegos que guardaba en su colección: en armario escondido y sin mostrarlo más que a colegas de mucha confianza, pues por aquella posesión podría perder, si Ascanio se irritaba, la misma vida. Le sacaron de sus ensoñaciones. «¡Que el señor ministro aguarda!» El señor Pitti, cada vez que visitaba a Ascanio, esperaba tener que atravesar pasillos largos y estrechos, quién sabe si pasadizos secretos, en todo caso alguno de los corredores desde los que se escuchaban, aunque lejanos, aullidos de prisioneros torturados en sotabancos húmedos, y se le ocurría siempre que, con un poco de mala suerte, él mismo podía acabar en una de aquellas mazmorras, si le cogían con las manos en la masa, quiere decirse con un mancebo entre las piernas, o cosa así, y no dejaba de encontrarlo gozoso, en medio del amor imaginario; pero, como otras veces, le llevaron por caminos bien alumbrados, y, como siempre también, la ausencia del melodrama apetecido le dejó algo perplejo y un poco despistado, puesto que su corazón seguía sufriendo cuando ya se hallaba en la presencia de Ascanio: no acertó con la reverencia y el saludo resultó un farfullo respetuoso. «Bueno, hombre, bueno, no se me ponga así. ¿A ver qué trae ahí debajo? ¡No será una de esas máquinas que ahora se usan, de las llamadas infernales, inventadas por el diablo contra quienes consumimos la vida en el oficio de gobernar, el más sacrificado de los oficios! Ya ve usted, señor Pitti, a nuestro general, bendito sea su nombre, nuestro pobre, desventurado general… ¿Quién más que él merecedor de la felicidad y del descanso? Sin embargo, enfermo como está, cuida de todos nosotros, de las vidas y las haciendas, de las…» El señor Pitti se iba aproximando a una mesa, empujado por el ministro, si bien suavemente. Dejó encima la carga, retiró el paño. Ascanio enmudeció (se le había abierto de repente la compuerta de los recuerdos felices, y se veía a sí mismo, de la mano de su padre, llevado a presenciar la Gran Revista anual, aquella ceremonia con que la antigua Señoría celebraba su contrato de amor con los mares: buques de línea, navios de alto bordo, fragatas, corbetas, lanchas armadas, urcas, carracas, los ligeros avisos, todos los barcos de guerra, y, también, aunque detrás, lo mismo de esbeltos y veloces, los mercantes. Cubrían la ría y la excedían, cientos y cientos de mástiles y vergas engalanadas, banderines al viento, gonfalones, las severas banderas de combate que habían bordado las esposas y las hijas de los comodoros, nombres todos de epopeya: desfilaban ante la Capitana y saludaban a la voz y al cañón. Como todos los niños de La Gorgona (¿cuántas veces se dijo?), había soñado Ascanio con mandar un navio de guerra. Ahora era el varón más poderoso, pero ya no tenía barcos propios la Isla).

«¿Y cómo puede ser esto? Porque el velero no cabe por la boca de la botella, no hay más que mirarlo. ¡Hace pensar en brujerías!» El señor Pitti le explicó que metían las piezas dentro con pinzas como picos de cigüeña, aunque más finas, y las iban montando con paciencia. Aquél lo había hecho un francés. «¡Es una mercancía cara, señor! Pero, ¿no es verdad que lo vale? Le juro por la Virgen de Loreto que pagué sólo cinco piastras por debajo de lo que voy a pedir. Pero, ¿qué menos que otro tanto de ganancia? Es un capital expuesto, y si no doy a la mercancía una salida rápida, corro el peligro de que me roben. Las cosas raras, aunque el valor intrínseco no sea alto, son siempre tentadoras. ¡Y un primor como éste, más! Señor ministro, le puede preguntar a Franco Benvoglio, el corredor de comercio, que fue quien me lo trajo. Le pagué treinta piastras. Y no esperé a que llegaran clientes, que no habían de faltar. Vine a la Señoría pensando en el señor ministro. En toda la Isla no hay nadie, fuera del señor ministro, que merezca una alhaja como ésta. Treinta y cinco piastras.» No extendió la mano para recibirlas, pero en su mirada de bujarrón sentimental y un poco barrigudo había algo de pala para sacar del horno las hogazas. Ascanio llamó, y al que vino le ordenó pagar al señor Pitti «cuarenta piastras de su peculio personal, no fuera el vendedor diciendo por ahí…». Cuando acabaron las zalemas del señor Pitti, Ascanio entró en el despacho de Agnesse, y llevaba su carga con el mismo entusiasmo que las más eróticas orquídeas. Ella miró con asombro. «Un bergantín-goleta del comercio de Su Majestad Británica, His Majestic Ship, armado por si acaso, quizá en corso, y abanderado. ¿Usted no entiende de barcos? Pues aquéllas son cofas, éstos los botes salvavidas, el capitán manda desde ese sitio que se llama puente, y esos palos cruzados con las velas aferradas, se dice así, aferradas, tienen que ser tan fuertes que aguanten todo el viento que les llegue.» Agnesse había recogido de las manos de Ascanio, como de las de un rey que abdica, el barquichuelo. «Precioso, realmente precioso.» Lo miraba contra los vitrales, al contraluz: caía sobre los mástiles un rayo violeta. «¿Y ese palito delantero, ése que sale de la nariz del barco y aguanta tantas velas?» «Es el bauprés. Las velas se llaman foques, y, por triangulares, son de las de cuchillo.» «¡Qué cosa más bonita!»

Agnesse iba vestida de rosa, y Ascanio enteramente de negro. A Agnesse le relucía el fuego del cabello bajo la luz; los relumbres del de Ascanio eran como de acero pavón. La una tez, de la color del alba; la otra, del de la oliva. Ascanio, aunque cojo, tiraba a corpulento, y parecía cubrir la fragilidad de Agnesse. «¿Sabe que lo he comprado para usted?» Agnesse dio un respingo casi de susto. «¡No puede ser! A lo mejor le gusta a la señora Flaviarosa lo mismo que a mí.» «¿La señora Flaviarosa? ¡No tiene por qué enterarse! Usted lo recibirá en su casa sin que sepa nadie quién lo envía…»

En los cartapacios de sir Ronald Sidney constaban, por supuesto, los esbozos del poema al barquito en botella, el XXII si no recuerdo mal, sí, el XXII. Con el regalo del ministro delante, Agnesse lo releyó y deseó una vez más que aquellos versos hubieran nacido en su regazo, y lo demás pertinente. ¿Sabes, Ariadna, que el velero embotellado que, en el Museo Británico, acompaña a los manuscritos de sir Ronald, es un bergantín-goleta, H.M.S., y no la fragata española que de verdad sir Ronald regaló a Agnes? Alguien miente en esta historia, Ariadna. ¿No seré yo?


7. – Es de los días en que me toca esperar. Te llevaste mi coche, prometiste no olvidar las cartas y los paquetes, espero con ansiedad tu vuelta, pero aún falta un buen rato. Si te cuento lo que hice esta mañana, ¿te aburriré? Probablemente. Si me amases, leerías con avidez y tumulto en el corazón cualquier trivialidad que me tocase de lejos: no lo sería para ti, y esperarías cualquier sorpresa a la vuelta de cada nadería, siempre dispuesta al asombro, a la ansiedad, al desaliento: lo mismo que me sucede al escuchar ese resumen de tus mañanas que haces siempre al regreso, o mientras almorzamos cuando lo hacemos juntos. Pero si yo te escribiera aquí lo que desayuné, que se me quemó el pan al tostarlo, y que perdí una buena media hora buscando una camisa, ¿no es cierto que te aburrirías? Te gustan las historias que te cuento, a condición de que no sean mías, y, si lo son, que pertenezcan a un pasado tan remoto que pueda ser el de cualquiera. Te he prometido buscar ese momento que más te importa, la culminación, el climax, y lo haré. Mejor dicho, lo haremos, será de los viajes emparejados, la sorpresa, la atención compartidas, de modo que jamás olvides que venías conmigo. Sin embargo, por mi gusto, esperaría un poco más, no son nada unos días, hasta tener la historia más entera, los cabos bien atados, y no estos fragmentos sin coherencia a que la va reduciendo tu impaciencia. Fíjate tú, ahora que están para llegar, de una parte lord Nelson, con su reputación y sus heroicas deficiencias; su amiga de la otra, pero también Chateaubriand y Metternich con sus amantes. ¿Será posible que te deje indiferente lo que hagan y lo que digan, lo que suceda en la Isla, que algo tendrá que sucederles? No se columbra todos los días la ocasión de convivir, si bien al modo contemplativo, con tan distintos y distinguidos personajes. Pues tú sigues obsesionada con ese desenlace, podemos llamarle así, del que yo, la verdad, empiezo ya a olvidarme. O más bien desearía que así fuese. ¿No será que me arrepiento, aunque no me lo confiese, de habernos metido en esta danza? Aunque por otro lado, quiero decir… en fin, yo me entiendo. Considero sin embargo indispensable, y en este lugar situada, una aclaración digamos teórica, que hago al mismo tiempo para los dos, pues nos es necesaria tanto al uno como al otro. Fíjate, Ariadna, que eso que vamos quizá a presenciar, la invención del Corso, es el acontecimiento histórico más importante de su tiempo y uno de los capitales de la historia contemporánea, de magnitud equivalente a las de la muerte de Robespierre, la publicación de Das Kapital, la aparición en París de Cleo de Merode o el pánico causado por el cometa Halley. Tú, perita en historias y en interpretaciones, heredera de tantas filosofías, sabes que esa clase de sucesos jamás se manifiesta al modo inesperado y gratuito de una peste o de una erupción volcánica, sino que más bien resulta de unas fuerzas o de unos hechos que a los contemporáneos pueden pasar inadvertidos, pero no al historiador que contempla desde el pasado y con la debida perspectiva. La historia, tú lo sabes, se parece a un buen drama francés en ser un sistema de rigores. Y, ahora, yo me pregunto: ¿dónde están esos eventos previos que conducen necesariamente a la invención de Bonaparte? Te doy mi palabra de honor de que llevo escrutada la realidad de La Gorgona y, sobre todo, sus relaciones con Europa, Francia a un lado, al otro Inglaterra y el Imperio: pues, nada. Los generales de la República, el pueblo en armas, invaden, pelean, triunfan, saquean. Los cónsules se divierten de lo lindo, roban lo que pueden y pronuncian discursos de irreprochable retórica en los que no cree nadie. Pero nadie suspira por Napoleón, nadie piensa que la República desemboque en un poder personal, menos aún se espera o se desea que la nación, la France, se identifique con un emperador, pues para eso ya tenía un rey hereditario y absoluto al que no fue exactamente indispensable degollar. En resumen, se va a inventar a Napoleón gratuitamente. Por cierto que… ¡te va a coger de sorpresa! El señor cónsul de Inglaterra, ése de las orgías y la carta acerca de los dioses, tiene un criado corso llamado Napollione. Ya ves tú… Es un ragazzo alto y un poco desgarbado, de una potencia sexual incalculable, como que míster Algernon Smith lo tiene a su servicio para que le pruebe las mujeres, y días hay de cuatro o cinco.

Pues me puse a leer un libro de los últimos llegados, había quedado en el montón, y es de los que pedí a Nueva York esos días atrás cuando nuestro interés se volcaba en Ronald Sidney. No sé quién me habló de él como cosa reciente, de grandes novedades. No hallé nada de esto, sino repetición de lo sabido, salvo un apéndice de citas, de la que escojo una, salida de ese baúl sin fondo de Fernando Pessoa y firmada por Alberto Caeiro. Te advierto que, al traducirla, me tomo algunas libertades, no de significación, pues va al pie de la letra, sino en la elección de las palabras, que dudé mucho rato cuáles hubieran sido agradables al Guardador de Rebaños. Pues ahí va el texto: «Es muy difícil encontrar en la historia entera de la poesía quién dé muestras de mayores inquietudes, de incomodidades más patentes para permanecer en la realidad, que sir Ronald Sidney. Causa en seguida la impresión de que el ser de las cosas engendra desasosiego, le hace infeliz o le zambulle en un mundo incomprensible, y quiere sustituirlo inmediatamente por otro de su invención, de la metáfora hacia arriba y siempre hasta más allá de la alegoría y de la hipérbole. Es evidente que un velero embotellado, y un polvo bien echado han sido siempre eso, y sólo eso: inevitable tautología de sí misma que es cada cosa, que es cada hombre, que somos tú y yo, Ricardo y Alberto. Pues en cuanto incidía en el mundo de Sidney cualquier realidad, velero o coito, con una mínima posibilidad poética, dejaba de ser lo que era e iniciaba una escalera de metamorfosis culminada con la complicidad de la palabra, la gran encubridora, y así el velero se trasmuda en el Destino de un adolescente al que estorban las trabas, y en el coito palpita nada menos que el cosmos íntegro. ¿No serían más bien las femorales de su amiga lo que de veras palpitaba junto al oído de sir Ronald? Él quizá lo admitiera, aunque añadiendo que ese palpito y el del cosmos en expansión son una y la misma cosa, a lo cual, ninguno de nosotros podríamos aducir una oposición dialéctica válida». Aunque el párrafo se alarga, y acaba por ascender y transformarse igual que un poema de Sidney, creo que con estas líneas basta. Es muy posible que saque copia de la cita para que se la lleves a Claire: acaso le divierta conocer esa opinión, y comprobar, una vez más, hasta qué punto los pares coinciden y discrepan.

Pero el libro no dio más de sí. ¡La cita de Pessoa ha acabado por costarme siete dólares! Me quedaba por delante toda la tarde, y recurrí a las llamas, más o menos lo mismo que anteayer: el hojeo de la Historia, como quien pasa y repasa las ilustraciones de un libro interminable. Me detuve algún tiempo en unas imágenes que no sé si salieron de la lumbre o las puse allí yo mismo, sin buscarlo: el desfiladero entre unas grandes montañas enfrentadas, pared contra pared casi como un corredor de orografía gigantesca, altas y amenazantes por arriba; había quizá un río en lo más hondo, y, por la vereda frontera, caminaba una tropa de cosacos con largos caftanes grises, en las gargantas una canción viril y algo monótona que les precedió, que les acompañó y que dejó todavía en el aire enrojecido del crepúsculo algo de su eco cuando la tropa ya había pasado. ¿No te parece que esto ya pertenece a algún cuadro, o acaso a la portada de un disco con alguna ópera rusa o con canciones de coros militares? Era lo que intentaba recordar mientras seguía repasando llama por llama cuando, de pronto, algo detuvo mi intención y me obligó a fijarme en unas estampas nuevas que, por otra parte, nada tenían de extraordinarias, salvo, quizá, el aparecer en primer plano siendo de importancia relativa: no más que la silueta de un hombre y de una mujer, de noche, en una terraza. Se arrimaron a la baranda, él la enlazó por la cintura y ella se dejó atraer, le abrazó, le besó la primera, y así estuvieron, callados, aunque no quietos los labios y las lenguas, las manos ávidas en busca de su presa: próximos, apretados los cuerpos. Hasta que entró otra sombra sin toses que la precedieran, ángel guardián o cosa así: les gritó, y por la voz les reconocí: Agnesse, el hermoso Nicolás y la viuda Fulcanelli: «¡ Insensatos! ¡Amor con la complicidad del cielo! ¡A la hora de las Hermanas Siniestras! ¿Pretendéis que os descubran y os denuncien? ¡Pues son aquellos puntos negros que vuelan allá abajo! ¡Ellas son, no los cuervos! ¡Esconderos, ir a mi cuarto! ¡Allí hace ya muchos años que no entran!». Mirándose a los ojos, salieron Agnesse y Nicolás de la terraza, Marietta se santiguó, y las Hermanas Rabiosas pasaron raudas con ruido de faldas que el aire azota (según otras versiones, entre las muchas que puedo darte, con ruido de pedruscos escupidos de un volcán). Marietta las saludó con una mano y añadió un «¡Buenas noches!» gritado, casi cantado y, por supuesto, repetido. Las Hermanas Volantes se dirigieron hacia las claridades del castillo donde pegaba la luna con más fuerza, y allí quedaron, girando alrededor de la torre como si pretendieran ponerle una corona al pánico. Y yo las dejé allí, así, y presté atención a la pregunta que me salía de las zonas más exigentes y escrupulosas de mi razón, aquellas que, de haber prosperado, hubieran hecho de mí un matemático o tan solo quizá un ajedrecista pueblerino, con excursiones regionales y esperanzas de participar en un torneo nacional: ¿Por qué Agnesse y Nicolás? ¿Qué ha sucedido ocultamente, o qué acontecimientos he dejado pasar sin enterarme que justifiquen o que al menos expliquen este amor con el que nadie contaba? Porque, Ariadna, como recordarás, éstos eran los presupuestos: de una parte, Nicolás, poeta a sueldo de la Administración, con el compromiso que viene cumpliendo de publicar, en cada número (quincenal) de La Gaceta de la Isla, un fragmento al menos de cincuenta versos de su poema heroico Galvanoplastia, citado ya; amante de Flaviarosa o al menos en el desempeño de esa función durante algunas páginas. En cuanto a Agnesse, adorada por Ascanio en un silencio insinuante y, además, generoso (no hemos prestado la debida atención a los regalos que hace a Agnesse: el velerito en botella no fue más que uno de ellos), elaboraba, o, si lo prefieres, instituía un gran amor preñado de futuro y llamado a adquirir enorme importancia literaria, por no hablar de la inmortalidad, con materiales tan deleznables como el deseo, la esperanza, y unos poemas pacientemente descifrados de entre el montón de tachaduras, correcciones y lecturas ambiguas que lo dificultaban. La tengo vista, a Agnesse, debruzada sobre los textos, sacándoles una palabra tras otra, y, al final, cerrar los ojos y no sé si meditar o soñar. Me tienta ahora mismo una doble digresión, y no me la ahorro, Ariadna, porque, a fin de cuentas, ¿qué leyes rigen esta carta más que las mías? La primera se infiere de esa frase que vengo reiterando, hojear la Historia, y es que llego a sentirla como un ente folicular y apretado, una dalia, o así, pero esa imagen se complica si al hojear la Historia hojeo esa pantalla de fuego que se me ofrece, porque entonces lo foliáceo son las llamas mismas, suma de panes delicados de lumbre, que al juntarse dan forma y consistencia a algo sutil y tierno como la llama. Más larga es la segunda digresión, menos poética, más conforme con la Historia, aunque bastante desplazada ahora de lugar; pero, si no la cuento, a lo mejor, después, la olvido. Me la sugiere el recuerdo de Agnesse inclinada sobre los textos de los poemas como acabo de describírtela. Yo creo que ya entonces maquinaba sus cartas, ésas de las que nadie sabe más que nosotros la medida de su falsedad. Parece como si en determinado momento de su vida, la única misión de Agnesse sobre la tierra fuera la de escribir cartas a esta o aquella damas con el relato de sus intimidades, aunque siempre en relación con alguno de los poemas de sir Ronald: una mezcla de explicación y precisión histórica. La que se refiere al XXVII (cierra los ojos, Ariadna, y recuérdalo: su música se levanta en la memoria sólo al nombrarlo), se la escribió a una princesa austríaca con castillo en el Adriático y piso puesto en Venecia: la tengo a mano y me complace transcribirla: «Habíamos paseado tras la cena en una trattoria chiquita, como hacíamos siempre: le gustaban estos recorridos tranquilos y un poco al azar, en los que, como otras parejas de amantes, nos dejábamos ir por un canal abajo entre música y luna: en paz, pero siempre alertados a la sorpresa, como una noche en que sin proponérnoslo y casi en la alborada, nos encontramos ante la plaza vacía, salvo una orquestina inesperada que se acogía al muro de la catedral, y una docena de rezagados que la rodeaban. Tocaban a vuestro Bach, y la música, con la magia de la noche, las aguas y la luna, nos retuvo enmudecidos hasta que, con el alba, la orquesta cargó sus bártulos y se deshizo el auditorio. Recuerdo que en alguna de estas ocasiones culminó su elocuencia y me retuvo a su lado, arrobada, quieta, aunque reclinada en su pecho, sólo con el encanto de las historias que inventaba para mí, o el relato de su infancia en Escocia, niño descuidado en un castillo inmenso, que exploraba cada día, que en diez años no tuvo tiempo de conocer entero. En mi fantasía, lo cierto y lo ficticio de cuanto le escuché forma aún un conjunto luminoso y casi sonoro, que llevó siempre su nombre, que lo lleva: decir Ronald es siempre como decir ensueño, es como entrar en el país de las formas innumerables, de las imágenes imposibles y fascinadoras. Pues una de aquellas veces me dormí encima de su pecho, y él se dio cuenta, y en vez de despertarme, podía haberlo hecho con una melodía o con un susurro, continuó hablando, de modo que yo escuchaba el murmullo que me adormilaba más, pero no su meollo; y así pasamos no sé si por las rutas de costumbre, o si fue, aquella noche, otro el camino. Llegamos a mi casa, eso sí, y había que saltar de la góndola a las gradas. No nos movimos, claro: yo seguía dormida, y hubiera estado así hasta el día siguiente. Quizás el gondolero preguntase qué hacía; Ronald le respondió que había que esperar a que la signorina despertase, y lo dijo con voz que me arrancó violentamente del más divino de los sueños. Me sentí avergonzada y humillada, me sentí irritada contra él por no haberme despertado antes o no haberme despertado después. Que hubiera seguido hablando mientras yo soñaba, lo tomé como una burla. No lo disimulé: vi cómo se disgustaba, hasta el punto de creer que, como consecuencia, tendría que volver a su casa: yo le había prometido que la pasaríamos juntos, aquella noche, como casi siempre… Habíamos quedado en velar hasta bien salido el sol nuestras armas de amor: no me volví atrás, pero mi irritación no se calmó cuando me acariciaba, no sé si con sus manos más que con sus palabras, o si eran éstas las que lamían mi piel como lenguas candentes. El caso fue que mi cuerpo le negó la respuesta; como él dijo después (y fue el primero en decirlo: hoy lo repiten todos), las cuerdas de la guitarra no quisieron sonar, y él lo comprendió en seguida, con evidente espanto. Me pareció que envejecía su mirada, conforme se iba retirando, pero aún así, no fui capaz de conmoverme. Al día siguiente, al encontrarnos, había escrito ya el poema. Lo cual, como verás, no es nada extraño sino más bien pueril y pobre: a sir Ronald le hubiera bastado con darle a Agnesse un par de azotes y mandarla castigada a un rincón de la cama, y, hasta que llegara el mediodía, había tiempo de sobra para que la signorina irritada se calmase y propusiese un armisticio. Debo decirte, Ariadna, que éste y otros relatos de Agnesse no me convencen ni aun como ficción. Lo acontecido alguna vez, ignoro cuándo, entre sir Ronald y Agnesse tuvo que ser más profundo, también más doloroso, para que le dedicase uno de los mejores poemas salidos de su corazón. De modo que te ahorro la descripción que hace Agnesse de aquel otro momento, más de una hora en sus distintas fases, según ella, que culminó en el famoso orgasmo metafísico, ése que en las cátedras y en los seminarios de poesía inglesa se llama ya "el orgasmo de Sidney" lo mismo que pudieran decir "el síndrome de Sidney", base de tantos chistes eruditos o filológicos, comidilla de rectos y de envidiosos, que acaso sean los mismos».

Pero se acabó la digresión, y conviene regresar al punto de partida: que fue nuestra extrañeza de encontrar abrazados y regalándose el pico al bello Nicolás y a Agnesse Contarini, ¡acaso sólo unas horas después de la última fineza recibida de Ascanio! Encuentro casual, azar melodramático que me obligó a volver atrás urgentemente, a calar en los textos con más profundidad que de sólito. Tú no sabes, Ariadna, no lo puedes imaginar, la molestia que causa a un perito en relatos ajenos esto de que un azar se interponga en un plan bien llevado y dé al traste con él. Mira, ya ves, si yo no hubiera habido parte en lo de Agnesse, si me llegase ordenado por otro, allá él, pensaría; pero a éste yo le tengo cariño, es cosa mía, y, si es posible, suprimiré cualquier borrón. ¡Imagínate éste, que, de pronto y sin los debidos precedentes, dos que no se conocían aparezcan como enamorados habituales! Porque lo eran ya sin duda cuando los descubrí: los movimientos de cada uno revelaban conocimiento del cuerpo del compañero y de sus particularidades. De esta evidencia colegí que existía ya un pasado, que me hallaba ante un mero episodio, y que con ir cobrando el hilo… No me detuve en la noche en que el bello Nicolás, invocando sus derechos de sanguinidad y afecto, se presentó en casa de su tía la viuda y se convidó a cenar, y en que le dijo a Marietta: «¡Ya sé que tienes una huéspeda preciosa! ¿Por qué no me la presentas?». Ahí hubiera podido detenerme, pero, no sé por qué, se me ocurrió proseguir la investigación inversa (me son muy favorables, a causa acaso de mis muchas lecturas policíacas) y me encontré de pronto a las puertas de la Señoría, con el bello Nicolás susurrando al oído de un guardia: «Vengo llamado por la señora». Apenas tuvo que esperar. Le pasaron a una antesala que no lo parecía, sino más bien gabinete para iniciar los escarceos de amor. La otra puerta estaba tapizada de seda verde manzana muy clarito, con agremanes de oro y monerías pintadas, y por ella apareció en seguida Flaviarosa, un poco sofocada y un poco alicaída. Entró quejándose del trabajo, de lo mucho que le daban que hacer las noticias del continente, Francia revienta de las fronteras, Francia pone el pie de sus soldados aquí y allá, Francia ha llegado ya a la punta de la bota «y yo no sé lo que va a suceder, hasta que llegue el almirante no se podrá averiguar lo que piensa Inglaterra, fíjate tú, sin nadie que nos defienda si a los franceses se les ocurre enviarnos un par de barcos…». Se había sentado al lado del bello Nicolás, le había dado un beso largo. Luego se distanció. «¿Sabes que estás muy guapo?» «¡Tú sí que estás hermosa!» «¡Como en los mejores tiempos, Nicolás; sigues siendo atractivo! ¡Y yo que me temía que hubieras perdido el brillo en esas juergas con el cónsul de Inglaterra…! ¡Lo que vienen a contarme…! Dicen que hasta lleváis muchachos.» Nicolás brincó, puso el rostro compungido, respondió rápido: «¡No! ¡Eso, no! ¡Puedo jurarte…!». Pero ella le interrumpió con otro beso. «¡Me alegro, me alegro, no sabes lo que me alegro! Sería una vergüenza para mí, ¿no crees? Al fin y al cabo, yo soy tu pasado, y de lo que llegues a hacer siempre me alcanzarán salpicaduras.» Nicolás se arrodilló inesperadamente y hundió la testa rizada en el regazo de Flaviarosa. «¡Estás demasiado alta, pero yo aún no he caído tan bajo! Puedes seguir tranquila, y mirar hacia el pasado sin temor.» Flaviarosa le acarició el cabello con ambas manos, y le alzó después la cabeza. «Qué hermoso fue, ¿verdad? ¡Qué hermoso, sobre todo en el recuerdo! ¿Verdad que es una lástima que haya concluido?» Nicolás se irguió lentamente, sin dejar de mirarla. «¿Acaso me has llamado…?» Pero ella se apresuró. «¡No, no, no, no lo temas! Pienso que podemos contemplar el recuerdo sin temor a la reincidencia. Nos conocemos muy bien, Nico querido, y ninguno de nuestros cuerpos guarda sorpresas para el otro, aunque hay que reconocer que, sin sorpresa y todo…» Miró a Nicolás largamente; luego apartó de un manotazo imaginaciones impertinentes. «Siéntate. Te llamé para un negocio de Estado.» «¡Temí que hallases malos los últimos hexámetros! Aunque haya de confesarte que tampoco a mí me satisfacen.» «Cuando a uno le persisten en la piel, palpitantes siempre, caricias de turcas, de circasianas, de españolas e incluso de francesas, que todo eso pasa por el harén de tu compinche Algernon, poco espacio le queda para la poesía. Quedas, pues, prevenido, de que ese negocio de que acabo de hablarte exige que prescindas de las visitas a la Quinta del Inglés, como no sea en ciertas condiciones.» Nicolás asintió con una sonrisa. «Ya me dirás cuáles.» Flaviarosa dejó pasar en silencio algunos instantes más de los indispensables. De pronto: «¿Has oído hablar de esa muchacha veneciana que le traje a mi marido para enseñarle inglés?». «Sí, claro. No le di importancia. Es cosa del Estado y de Ascanio.» «Muy mal hecho. Por lo pronto, Agnesse Contarini, que pertenece a la aristocracia de Venecia, es algo más joven que yo y algo más bella, lo cual me obliga a tenerla en consideración. Debo advertirte de que ya lo sabía cuando me decidí a traerla, porque nunca me estorban las mujeres bonitas, ni aun ésta, que ocupa cerca de mi marido un lugar peligroso. Le da clase de inglés y le sirve de traductora. Antes lo hacía yo, pero, recuérdalo, Ascanio me tenía harta.» «¿Temes que se entienda con tu marido?» «¡Oh, no! Eso me traería sin cuidado, de limitarse, como sería lo natural, a un amor más o menos dramático. El drama, con mi marido, está garantizado: hay dos cosas, no lo olvides, a las que teme: una, a los franceses, porque traen la libertad; otra, al adulterio, porque conduce al Infierno. De modo que no se trata ahora de eso.» Hizo una pausa, contempló interesadamente algún rincón remoto de los pintados techos. «Y tampoco de asegurarla, de ponerle un espía. Hemos tenido una entrevista, Agnesse y yo, que yo misma busqué, y no me parece mujer de las capaces de traición, salvo en amor, al menos de momento. Tiene miedo y se siente desamparada. Lo ha pasado mal y le gustaría vivir tranquila. Creyó que todo eso lo encontraría aquí, pero se dio de bruces con el bruto de Ascanio, que le informó de buenas a primeras de que en La Gorgona el adulterio se castiga con la muerte. "Señora -tuve que decirle-, llevo años poniéndole los cuernos a mi marido, y aquí me tiene, entera…" "Sí, pero usted es quien es." "Señora, si usted es discreta, podrá acostarse con quien le dé la gana…" Suspiró desesperadamente. Ella es casada, ¿sabes? Su marido la abandonó por irse con los franceses.»

Aconteció de pronto un cambio de esos en que a todo lo visible se le muda el color, como cuando una nube oculta el sol en una mañana clara: Flaviarosa se agarró al brazo más cercano de Nico, y le preguntó con el tono usual de las más graves confidencias: «Dime tú, que eres amigo del cónsul de Inglaterra, ¿sabes si es masón?». Nicolás se estremeció. La geografía de su frente acusó temor. «Seguramente sí. No lo sé. Todos los ingleses son masones.» Flaviarosa aflojó la mano que oprimía. «Necesito distraer a Ascanio de la política exterior con algo apasionante, porque empieza a meterse donde nadie le llama. La fundación de una logia en el más negro secreto del que pueda tener indicios, pero no informes, algo que pueda volverle loco. Hay más de veinte caballeros que se harían masones con entusiasmo, aunque sólo sea porque el ministro lo considera el mayor delito del mundo, peor aún que el adulterio. El cónsul de Inglaterra podría facilitarlo…» «¿Y pretendes que yo…?» No parecía tranquilo, Nicolás: Flaviarosa le pasó una mano por la mejilla. «No lo sé, de momento. Es una idea repentina. No te llamé para esto.» «¡Ah! Como dijiste que era cosa de Estado…» «Sí, cosa de Estado, igualmente secreta. Pero no sé qué me da decírtelo: en el fondo es como proponerte una traición.» «¿Al Estado?» «¡Oh, no, de ninguna manera! Eso no me causaría emoción alguna. Se trata de traición… a mí.» Nicolás se arrodilló de nuevo, aunque con más prosopopeya. «Flaviarosa, tú sabes que mi cuerpo busca de vez en cuando en otros el placer, pero que te sigue fiel mi corazón.» Ella le indicó que se levantara. «No es tu corazón el que me preocupa, sino precisamente tu cuerpo. Has vuelto a gustarme, Nico. Me gustaría dormir contigo esta noche… aunque fuese la última.» Nicolás la abrazó y empezó a besuquearla. «¿Por qué la última? No hablemos más de eso. Me tienes, como siempre, a tus pies.» «Sí, amor mío, como siempre. Pero esta noche, o acaso esta madrugada (no sé si ya las cosas serán como hace años) cuando nos hayamos cansado, te pediré que seduzcas a Agnesse Contarini, que te hagas su amante. No te será difícil: vive en casa de tu tía, y encuentra que su lecho es demasiado ancho.»


8. – No te anunciaste con el bocinazo de costumbre, sino con varios: verdadera algarabía de rugidos, y yo comprendí el mensaje, corroborado con el beso y el abrazo que me diste al llegar, más afectuoso que de sólito, algo más amistoso: de modo que fue inútil la confidencia inmediata, en voz baja innecesaria, al menos desde mi punto de vista de único presente, aunque no desde el tuyo, corazón rebosante de alegría con marcada tendencia al susurro: «¡Me ha invitado a pasar juntos el Thanksgiving!», dijeron aquellas palabras vertidas en mi oído, sin soltar el abrazo todavía. Te respondí que bueno, y que enhorabuena, y que a ver si por fin se arreglaban las cosas. «Pues mañana tendré que llevarte a la Universidad, aunque no tengas clase, para que recojas tu coche. Como estaré fuera todo el fin de semana, no puedo dejarte aquí aislado, tanto tiempo.» Fue verdaderamente admirable comprobar el modo como, en aquel prolegómeno de dicha, te acordabas de mí y de algo tan trivial como dejarme aislado en el bosque, con el tiempo de lluvia y amenaza de nieve: siempre tuve tu corazón por generoso.

Pero aquella alegría de mis palabras, te lo confieso, no fue sincera; y no tanto porque anunciases el fin de mi esperanza, sino porque no podía olvidar lo que sé de tu futuro inmediato, ahora mismo no sé cómo denominarlo, premonición, adivinación, corazonada, eso de que te espera la decepción y con ella, no sé, el dolor, la temible conciencia del fracaso. O lo que me causó tanto miedo cuando veía tu coche deslizarse entre las sombras, cerca del río -rotos ya todos los puentes entre Alain Sidney y tú. Es lo que se me impone ahora, es lo que me obsesiona con fuerza desde que dejé de oírte, desde que cesó el airecillo silbado con que te acompañaste mientras caía el agua de la ducha sobre tu cuerpo moreno, mientras te acostabas. Sólo cuando quedó la casa en silencio, me atreví a escribir: y tuve el cuaderno abierto ante mí, indeciso; incapaz, sobre todo, de decirte lo que de verdad sentía. Repasé algo de lo anterior, completé la última historia (quizá abreviándola), y ahora, antes de apagar la luz, quiero dejar aquí constancia de lo que temo y de lo que espero. Me esfuerzo en recobrar la imagen de tu coche y de seguirla; me esfuerzo en comprobar que dejas de vacilar, que conduces derecha, que te alejas del río, que entras finalmente en la ruta del bosque y que, al ver la luz de mi cuarto encendida, me llamas. Esta vez, sólo un rugido de claxon, no muy enérgico.