"Crímenes imperceptibles" - читать интересную книгу автора (Martínez Guillermo)CAPÍTULO 1Ahora que pasaron los años y todo fue olvidado, ahora que me llegó desde Escocia, en un lacónico mail, la triste noticia de la muerte de Seldom, creo que puedo quebrar la promesa que en todo caso él nunca me pidió y contar la verdad sobre los sucesos que en el verano del '93 llegaron a los diarios ingleses con títulos que oscilaban de lo macabro a lo sensacionalista, pero a los que Seldom y yo siempre nos referimos, quizá por la connotación matemática, simplemente como la serie, o la serie de Oxford. Las muertes ocurrieron todas, en efecto, dentro de los límites de Oxfordshire, durante el comienzo de mi residencia en Inglaterra, y me tocó el privilegio dudoso de ver realmente de cerca la primera. Yo tenía veintidós años, una edad en la que casi todo es todavía disculpable; acababa de graduarme como matemático en la Universidad de Buenos Aires y viajaba a Oxford con una beca para una estadía de un año, con el propósito secreto de inclinarme hacia la Lógica, o por lo menos, de asistir al famoso seminario que dirigía Angus Macintire. La que sería mi directora allí, Emily Bronson, había hecho los preparativos para mi llegada con una solicitud minuciosa, atenta a todos los detalles. Era profesora y Mi directora me había dado todas las indicaciones para que tomara en Heathrow el ómnibus que me llevaría directamente a Oxford y se había excusado varias veces por no poder recibirme a mi llegada: estaría durante toda esa semana en Londres en un congreso de Álgebra. Esto, lejos de preocuparme, me pareció ideal: tendría unos días para hacerme por mí mismo una idea del lugar y recorrer la ciudad, antes de que empezaran mis obligaciones. No había llevado demasiado equipaje y cuando el ómnibus se detuvo por fin en la estación no tuve problemas en cruzar la plaza con mis bolsos para tomar un taxi. Era el principio de abril pero me alegré de no haberme quitado el abrigo: soplaba un viento helado, cortante, y el sol, muy pálido, no ayudaba demasiado. Aun así pude ver que casi todos en la feria de la plaza y también el chofer paquistaní que me abrió la puerta estaban en manga corta. Le di la dirección de Mrs. Eagleton y mientras arrancaba le pregunté si no tenía frío. "Oh, no: estamos en primavera", me dijo, y señaló con felicidad, como una prueba irrefutable, ese sol raquítico. El cab negro avanzó ceremoniosamente hacia la calle principal. Cuando dobló a la izquierda pude ver a ambos lados, por puertas de madera entreabiertas y rejas de hierro, los tersos jardines y el césped inmaculado y brillante de los – No esperábamos alguien tan joven, ¿no es cierto, Beth? Beth, que se había quedado cerca de la entrada, sonrió en silencio; había descolgado una llave de la pared, y después de esperar a que yo respondiera tres o cuatro preguntas más sugirió con suavidad: – ¿No te parece, abuela, que debería mostrarle ahora su habitación? Debe estar terriblemente cansado. – Claro que sí -dijo Mrs. Eagleton-; Beth le explicará todo. Y si no tiene otros planes para esta noche estaremos encantadas de que nos acompañe a cenar. Seguí a Beth afuera de la casa. La misma escalerita de la entrada continuaba en espiral hacia abajo y desembocaba en una puerta pequeña. Inclinó un poco la cabeza al abrir y me hizo pasar a una habitación muy amplia y ordenada, bajo el nivel del suelo, que recibía sin embargo bastante luz de dos ventanas muy altas, cercanas al techo. Empezó a explicarme todos los pequeños detalles, mientras caminaba en torno, abría cajones y me señalaba alacenas, cubiertos y toallas en una especie de recitado que parecía haber repetido muchas veces. Yo me contenté con verificar la cama y la ducha y me dediqué sobre todo a mirarla a ella. Tenía la piel seca, curtida, tirante, como sobre expuesta al aire libre, y esto, que le daba un aspecto saludable, hacía temer a la vez que pronto se ajaría. Si yo había calculado antes que podía tener veintitrés o veinticuatro años, ahora que la veía bajo otra luz me inclinaba a pensar que tendría más bien veintisiete o veintiocho. Los ojos, sobre todo, eran intrigantes: tenían un color azul muy hermoso y profundo, aunque parecían algo más fijos que el resto de sus facciones, como si tardaran en llegarles la expresión y el brillo. El vestido que llevaba, largo y holgado, con cuello redondo, como el de una campesina, no dejaba decir demasiado sobre su cuerpo, salvo que era delgada, aunque mirando con más atención quedaba algún margen para suponer que esta delgadez no era, por suerte, totalmente uniforme. De espaldas, sobre todo, parecía muy abrazable; tenía algo de la indefensión de las chicas altas. Me preguntó al volver a encontrar mis ojos, aunque creo que sin ironía, si había algo más que quisiera revisar y yo desvié la mirada, avergonzado, y me apuré a decirle que todo estaba perfecto. Antes de que se fuera le pregunté, dando un rodeo demasiado largo, si creía que de verdad debía considerarme invitado esa noche a cenar y me dijo riendo que por supuesto que sí, y que me esperaban a las seis y media. Desempaqué las pocas cosas que había llevado, apilé algunos libros y unas copias de mi tesis sobre el escritorio, y usé un par de cajones para guardar la ropa. Salí después a dar un paseo por la ciudad. Ubiqué de inmediato, donde empezaba St. Giles, el Instituto de Matemática: era el único edificio cuadrado y horrible. Vi los escalones de la entrada, con la puerta giratoria de vidrio, y decidí que aquel primer día podía pasar de largo. Compré un sandwich y tuve un picnic solitario y algo tardío a la orilla del Támesis, mirando el entrenamiento del equipo de regatas. Entré y salí de algunas librerías, me detuve a contemplar las gárgolas en las cornisas de un teatro, deambulé a la cola de un grupo de turistas por las galerías de uno de los De regreso, entré en un supermercado para hacer una pequeña provisión y me demoré un poco más para encontrar una licorería, donde elegí casi al azar una botella de vino para la cena. Cuando llegué a Cunliffe Close eran poco más de las seis, pero ya había oscurecido casi por completo y las ventanas en todas las casas estaban iluminadas. Me sorprendió que nadie usara cortinas; me pregunté si esto se debería a una confianza quizá excesiva en el espíritu de discreción inglés, que no se rebajaría a espiar la vida ajena, o bien a la seguridad también inglesa de que no harían nada en su vida privada que pudiera ser interesante espiar. No había tampoco rejas en ningún lado; daba la impresión de que muchas de las puertas estarían sin llave. Me duché, me afeité, elegí la camisa que se había arrugado menos dentro del bolso y a las seis y media subí puntualmente la escalerita y toqué el timbre con mi botella. La cena transcurrió con esa cordialidad sonriente, educada, algo anodina, a la que habría de acostumbrarme con el tiempo. Beth se había arreglado un poco, aunque sin consentir en pintarse. Tenía ahora una blusa negra de seda y el pelo, que lo había peinado todo hacia un costado, le caía seductoramente de un solo lado del cuello. En todo caso, nada de esto era para mí: pronto me enteré de que tocaba el violoncelo en la orquesta de cámara del Sheldonian Theatre, el teatro semicircular con gárgolas en los frisos que había visto en mi paseo. Esa noche tendrían un ensayo general, y cierto afortunado Michael pasaría en media hora a buscarla. Hubo un brevísimo instante de incomodidad cuando pregunté, dándolo casi por sentado, si era su novio; las dos se miraron entre sí y por toda respuesta Mrs. Eagleton me preguntó si quería más ensalada de papas. Durante el resto de la cena Beth estuvo algo ausente y distraída y finalmente me encontré hablando casi a solas con Mrs. Eagleton. Cuando tocaron el timbre y después de que Beth se hubo ido, mi anfitriona se animó notablemente, como si un invisible hilo de tensión se hubiera aflojado. Se sirvió por sí misma una segunda copa de vino y durante un largo rato escuché las peripecias de una vida verdaderamente asombrosa. Había sido una de las tantas mujeres que durante la guerra participaron con inocencia en un concurso nacional de crucigramas, para enterarse de que el premio era el reclutamiento y la confinación de todas en un pueblito totalmente aislado, con la misión de ayudar a Alan Turing y su equipo de matemáticos a descifrar los códigos nazis de la máquina Enigma. Fue allí donde había conocido a Mr. Eagleton. Me contó una cantidad de anécdotas de la guerra y también todas las circunstancias del famoso envenenamiento de Turing. Desde que se había establecido en Oxford, me dijo, había abandonado los crucigramas por el |
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