"El conserje" - читать интересную книгу автора (Pinter Harold)

HAROLD PINTER

De entre estos jóvenes dramaturgos británicos, el que ha causado más amplio y hondo impacto en el público y la crítica ha sido Harold Pinter.


Pinter se dio a conocer con la obra en un acto The room, estrenada en la Universidad de Bristol en mayo de 1957. Esta pieza es ya como el embrión de todo el teatro de este autor; contiene, en potencia, casi todo el programa que ha de desarrollar en los años sucesivos, tanto en lo que se refiere a la temática -el hombre solitario y a la defensiva, asediado por el terror, o al menos ensimismado (el hombre de la mirada hostil sartriano)- como en lo que atañe a la exposición-: un estilo e idioma peculiares, pero basados en ese parloteo más que coloquial vulgar, incongruente, elíptico, rutinario, monologante, que en un mundo absurdo produce la impresión de una extravagante irracionalidad.


El título de la obra -The room («El cuarto» o «La habitación»)- es ya toda una declaración de principios. «Dos personas en una habitación -ha dicho el propio Pinter-. La mayor parte del tiempo no hago sino darle vueltas a esta imagen de dos personas en una habitación. Se levanta el telón y yo veo la escena como formulándome una pregunta sumamente imperiosa: ¿Qué va a sucederles a estas dos personas que están en la habitación? ¿Va a abrirse la puerta y va a entrar alguien?» El punto de partida de este teatro es, por consiguiente, un retorno a los elementos verdaderamente básicos del drama, la expectación creada por los ingredientes elementales de un teatro puro, anterior a toda literatura: una escena, dos personas, una puerta, una imagen poética que suscita en nuestro ánimo un temor y un «suspense» indefinidos. Al preguntarle un crítico qué era lo que temían esas dos personas, Pinter explicó: «Evidentemente, sienten miedo por lo que haya en el exterior de la habitación. En el exterior de la habitación hay un mundo que les acecha, un mundo aterrador. Estoy seguro que a usted también le aterra, no menos que a mí…»


El telón se levanta. La habitación. Un recinto cerrado. Una puerta. Es la morada de Rosa, una anciana sencilla y maternal, cuyo marido, Bert, no le dirige nunca la palabra, a pesar de que aquélla le trata con abrumadora solicitud. El aposento pertenece a una casa muy grande. En el exterior, el invierno y la noche. Rosa ve el cuarto como su único refugio, el único lugar seguro en un mundo hostil. Este cuarto, se dice a sí misma, es exactamente lo que desea. Habla del aposento con una mezcla de afecto y ansiedad. Dice que sentiría mucho tener que mudarse. Y por nada del mundo se trasladaría al sótano, que es oscuro y húmedo. La habitación se convierte, pues, en una imagen de la reducida área de luz y calidez que nuestra consciencia, el hecho de existir, abre en el inmenso océano de la nada, del que emergemos gradualmente después de nuestro nacimiento y en el que nos hundimos de nuevo al morir. Las tinieblas del exterior están erizadas de amenazas. Rosa no está segura del lugar que ocupa la habitación en la estructura de las cosas, cuál es su engarce en el plano del edificio. Lo pregunta a Mr. Kidd, al que toma por el propietario, pero que acaso no sea más que un apoderado. Las contestaciones de éste, un viejo ya decrépito y titubeante, no pueden ser más imprecisas. El marido de Rosa y Mr. Kidd se marchan. Aquel es conductor de camión y realiza un servicio nocturno. Rosa se queda sola. La puerta. Tras ella, silenciosamente ávida, se oprime con furia la amenaza. Y cuando Rosa la abre, por fin, para sacar la basura, hay allí dos personas en pie, recortándose sus siluetas sobre el fondo oscuro del exterior. Experimentamos un sobresalto, un espeluzno de terror nos recorre el cuerpo. Como a Rosa. Sin embargo, se trata simplemente de una joven pareja que busca aposento y se les ha dicho que hay uno vacante en la casa. ¿Qué habitación? La número siete. «Pero si el número siete es nuestra habitación y no queremos mudarnos», explica Rosa. La pareja se marcha. Entra Mr. Kidd. Abajo, en el portal, hay un hombre que desea ver a Rosa. Ha estado allí días enteros, esperando que se fuera el marido de Rosa. Mr. Kidd sale. De nuevo se convierte la puerta en la frágil barrera que retiene precariamente la constante e insaciable amenaza del exterior. Al fin se abre y entra un negro de gran corpulencia, ciego, que se llama Riley. Dice que trae un mensaje a la anciana del padre de ésta. El marido regresa y ataca brutalmente al negro. Rosa se queda ciega.


Esto es todo lo que cabe decir acerca de la trama de esta pieza. Cierto, desde el punto de vista realista, aunque el diálogo, los tipos y las acotaciones de tiempo y espacio son acendradamente reales, todo esto no significa gran cosa de una manera inmediata. Pero desde un principio se adivina repleto de contenido y suscita un cúmulo de preguntas. ¿Es el oscuro sótano la muerte? ¿Es el aposento, como hemos apuntado anteriormente, un símbolo de nuestra breve e incierta permanencia en este mundo? ¿Es el negro ciego el mensajero de un mundo distinto, que viene a conducir a la anciana a la casa de su padre? ¿Representa el marido silencioso la imposibilidad de comunicación incluso con los seres más queridos y próximos? Todas estas preguntas y otras muchas brotan constantemente, pero no se nos da ninguna contestación. Nos hallamos ante una mera situación, ante una atmósfera y, en último término, ante unos hechos que de un modo extraño nos afectan profundamente.


En el mismo año -1957-, Harold Pinter escribió otras dos piezas: The Dumb Waiter y The birthday party. La primera no se estrenó hasta el 21 de enero de 1960, en el Hampstead Theatre Club, de Londres. Nuevamente, una habitación con dos personas dentro. Y la puerta. Tras ésta, lo desconocido. La habitación, destartalada y sucia, está situada en los bajos de una casa, y las dos personas que la ocupan son dos asesinos a sueldo que se hallan al servicio de una organización misteriosa. Se les da unas señas, una llave, y se les dice que esperen nuevas instrucciones. Tarde o temprano llega la víctima, la matan y se van. De lo que pasa luego no tienen la más ligera idea. Ben y Gus, los dos pistoleros, están muy nerviosos. Quieren hacerse té, pero no tienen la moneda para introducir en el fogón automático de gas. En la pared posterior de la estancia se abre una especie de torno con un pequeño ascensor que comunica con el piso superior -«el camarero mudo»-, pues, a lo que parece, la pieza debió ser un día la cocina de un restaurante. De pronto, el ascensor empieza a moverse. Desciende. Ben y Gus se aproximan, ven que hay allí un papelito escrito, lo toman y leen: «Dos bistecs con patatas fritas. Dos pudins de sagú. Dos tés sin azúcar». Los dos pistoleros, despavoridos ante la posibilidad de que se les descubra, se entregan afanosamente a la tarea de cumplir, como sea, el misterioso encargo procedente de arriba. Buscan febrilmente en todos sus bolsillos y al fin envían arriba un paquete de té, una barrita de chocolate, una torta, un cucurucho de patatas fritas. Pero el «camarero mudo» desciende de nuevo, pidiendo más cosas, platos más y más complicados, especialidades chinas y griegas. Los dos hombres descubren un megáfono junto al torno. Ben establece contacto con los poderes de arriba, quienes le echan una severa reprimenda. Gus sale del aposento para ir a buscar un vaso de agua. En su ausencia, Ben recibe, a través del megáfono, las instrucciones definitivas. Tienen que matar a la primera persona que entre en la estancia. Es Gus. Despojado de la chaqueta, el chaleco, la corbata y la pistola, Gus se convierte en la nueva víctima…


The birthday party se estrenó, el mismo año en que fue compuesta la obra, en el Lyric, de Hammersmith, haciéndola saltar la crítica de la cartelera como un dinamitero hace saltar un puente, tal fue la carga de indignación que generó en el ánimo de los críticos londinenses. No obstante, aunque zozobrante de momento por efecto de los torpedos que habían lanzado contra ella las firmas pontificantes de la crítica teatral, no naufragó, sino que reemprendió su curso por derroteros menos expuestos al tiro de los grandes «destructores», dejando una estela de sorpresa y aplauso entre los públicos minoritarios. Luego se hizo de nuevo a la mar abierta, bastante bien acorazada de respetable prestigio, se adaptó a la televisión y acabó por obtener la atención de un amplio sector del público y la beligerancia y grave consideración de la crítica.


Personalmente presencié la excelente interpretación que dieron a esta obra los «Tavistock Players» en el Tower Theatre, este de Londres, en la primavera de 1959. La acción se desarrolla en una pensión familiar de una población marítima. La dueña, Meg, mujer de edad avanzada, maternal, recuerda a la Rosa de The room; el marido de Meg, Petey, es casi tan silencioso como el marido de Rosa, Bert, pero sin la brutalidad de éste. Los dos pistoleros de The dumb waiter reaparecen bajo la forma de dos siniestros visitantes: un irlandés taciturno y brutal y un judío lleno de falsa campechanía y de sospechoso savoir faire mundano. Pero el protagonista del drama es Stanley, hombre de unos treinta y pico de años, atrabiliario e indolente. Meg siente por él una debilidad, hecha de sentimiento maternal y sexualidad, lo cual le permite a Stanley prolongar abusivamente su estancia en la pensión. Poco se sabe del pasado de éste, aparte de que en cierta ocasión -según él mismo cuenta, y todo induce a creer que no es verdad- dio un recital de piano en Lower Edmond. Obtuvo un gran éxito. Pero luego, en ocasión de su segundo concierto, fue víctima de una conspiración anónima que le hundió en el descrédito. Aunque Stanley sueña en hacer una gira mundial, lo que realmente desea es seguir guarecido en la pensión y acogido a los cuidados, por muy irritantes que le resulten a veces, que le prodiga Meg. Es evidente que se guarda de un mundo hostil. La puerta se abre. Dos siniestros visitantes, Goldberg y McCann, preguntan si hay habitaciones libres, pero muy pronto se echa de ver que van en busca de Stanley. ¿Por qué? ¿Para qué? Organizan una fiesta de cumpleaños en honor de Stanley, quien insiste en que él no cumple años aquel día. Es inútil: los preparativos se prosiguen y la fiesta se celebra. En el curso de la misma, Meg, ajena a lo que está ocurriendo, coquetea grotescamente; Goldberg, que por lo visto tiene, además de éste, una multitud de nombres, seduce a la muchacha rubia y medio tonta que vive en la casa vecina; McCann bebe y vigila a Stanley, cuyas gafas le ha arrancado de la cara y ha hecho añicos y el jolgorio culmina en un alucinante juego a la gallina ciega. Todo esto va produciendo un vértigo creciente en Stanley, quien al fin, presa de una crisis de histeria, intenta estrangular a Meg; Goldberg y McCann se apoderan de él y lo conducen al piso superior. Al iniciarse el tercer acto vemos que Goldberg y McCann descienden por las mismas escaleras, llevando en medio, como preso, a Stanley; éste viste ahora chaqué negro, pantalón a rayas, lleva un cuello limpio con la correspondiente corbata, cubre su cabeza con sombrero hongo y en una de sus manos sostiene las gafas rotas; está pálido y se mantiene silencioso y se deja hacer como si fuera un guiñapo. Los dos hombres se lo llevan en un automóvil grande y negro. Meg sigue soñando en la espléndida fiesta de la noche anterior y ni por asomo cae en la cuenta de lo que ha sucedido.


La interpretación más superficial que se ha querido dar al simbolismo de esta pieza es que subraya, una vez más, la lucha entre la sociedad -el mundo exterior- y el individuo. Acaso haya algo de eso, pero a buen seguro no es todo, ni siquiera lo principal. En todo caso, está en los antípodas de la alegoría obvia y casi tosca del «Rinoceronte», de Ionesco. El simbolismo, si es que realmente de simbolismo se trata, cala mucho más hondo en la condición del hombre actual, aunque de una manera imprecisa, pero decididamente inquietante. Ocurren cosas, los personajes se agitan, entran y salen: algunas veces, arrastrados mecánicamente por el hábito y la rutina; otras, de una manera aparentemente arbitraria, mas sembrando siempre en nosotros el germen de la cavilación de hondura. Algo muy recóndito se remueve en nosotros. Y es que, en definitiva, son tipos y actos de nuestro mundo, rigurosamente reconstruidos y hábilmente quintaesenciados en el crisol de la poesía dramática. En efecto, todo ello se nos sirve con un admirable sentido del teatro y a través de un diálogo nada literario, al ras del suelo, quebrado, realzado con frecuencia su relieve expresivo mediante silencios henchidos del discurrir interior de los personajes, lleno de sorpresas clamorosamente hilarantes, a pesar del fondo trágico del drama. No acaba de ser un diálogo entre sordos, porque en ocasiones, a destiempo, por supuesto, en el momento más inesperado, surge la réplica o una alusión a lo que ha dicho hace ya rato el interlocutor. En realidad, se trata de un soliloquio que alguna que otra vez halla un eco fugaz, contingente, en el soliloquio del otro, como una corriente subterránea que muy de cuando en cuando aflora a la superficie y, si se da la causalidad de que la otra corriente ha abandonado también por un momento su cauce interior, establece un ligero contacto con ella y, por lo menos, registra distraídamente su rumor y luego vuelve a soterrarse.


The Birthday Party no es todavía Harold Pinter en su mejor forma. Como en sus piezas anteriores, aunque en ésta en una medida ya mucho menor, algunos pasajes en que se roza el melodrama, el simbolismo crudo y el misterio fácil nos hacen torcer el gesto, pero nos hallamos ya, de todas maneras, ante «ese momento vivo, algo que ocurre en aquellos instantes y que en lo que dice la escena y dicen los personajes se halla toda explicación y todo significado».


Tras «La fiesta de cumpleaños», Harold Pinter escribió la letra de algunos fragmentos de revista musical y dos piezas de radio-teatro; una de ellas, A Slight Ache -«Un dolorcillo»-, muy celebrada cuando la transmitió la BBC. En realidad, Pinter, que nació en Londres en 1931, lleva escribiendo desde su adolescencia -empezó publicando poemas sueltos en diversas revistas literarias y sigue siendo fundamentalmente un poeta trasplantado al teatro-. A los veinte años inició una carrera de actor. En todo ello halló Pinter un gran apoyo en sus padres, judíos que viven en el East End de Londres, donde tienen una sastrería. Estudió en la Escuela Central de Drama y Declamación. Eludió el servicio militar, aduciendo que su conciencia no le permitía prestarlo -conscientious objector-, lo cual le obligó a debatirse una temporada con los tribunales.


Como actor se ha presentado siempre ante el público bajo el seudónimo de «David Baron». Con este nombre recorrió Irlanda, incorporado a una compañía dedicada al teatro de Shakespeare. Ha actuado también en teatros de provincias, en uno de los cuales conoció a la que hoy es su mujer: la actriz Viven Merchant. A Pinter le gustan los «papeles tenebrosos». Siente una verdadera pasión por Samuel Beckett.


A slight ache lo transmitió por primera vez el Tercer Programa de la BBC el 29 de julio de 1959. De los tres personajes que tiene la pieza sólo dos hablan. El tercero, al que no se oye en absoluto, está investido, por lo tanto, con el terror de lo desconocido. Un matrimonio ya viejo, Edward y Flora, se sienten desazonados ante la misteriosa presencia de un vendedor de cerillas callejero, apostado junto a la entrada de la verja posterior de su casa. Allí está desde hace días, sosteniendo su bandeja de madera, sin vender nunca nada. El viejo vendedor ejerce sobre ellos tal fascinación que, al fin, deciden hacerle entrar en casa. Pero todo lo que hacen y dicen para que hable resulta inútil. Como si esta obstinada ausencia de toda reacción fuera una especie de desafío, Edward empieza a contar al extraño vendedor de cerillas la historia de su vida. Insiste en que no está asustado, pero en realidad lo está, y sale al jardín para respirar un poco de aire fresco. Ahora le toca la vez a Flora, la cual inunda al silencioso visitante de recuerdos y confesiones. Le habla incluso de cuestiones sexuales, sintiéndose evidentemente atraída y, al mismo tiempo, repelida por el viejo vagabundo. «Te voy a retener -le dice en un momento determinado-, te voy a retener, espantoso individuo, y te voy a llamar Bernabé.» Edward se siente terriblemente celoso. Nuevamente aborda a Bernabé, pero como tampoco consigue suscitar en éste la más mínima reacción, experimenta un desplome de su personalidad. El drama termina instalando Flora en la casa a Bernabé y despachando a Edward: «¡Edward! ¡Aquí tienes la bandeja!» El vagabundo sustituye al marido.


En su segunda pieza de radio-teatro, A night out -«Una noche de francachela»-, transmitida por primera vez el 1 de marzo de 1960 por el Tercer Programa de la BBC y en abril del mismo año, en versión televisada, por la Televisión ABC, y en la escrita especialmente para la televisión, Night School - «Escuela nocturna»-, transmitida por primera vez el 21 de julio de 1960 por la Associated Rediffusion TV, Harold Pinter hace alarde de su maestría en el uso del idioma de la vida real para poner de relieve lo absurdo y fútil de la condición humana.


La primera narra las aventuras de un empleado, Albert Stokes, un refoulé, al que su madre ha retenido pegado a sus faldas con un afán de posesión semejante al de Meg para con Stanley y al de Flora para con el enigmático vendedor de cerillas. Albert ha sido invitado a una fiesta organizada por sus compañeros de oficina. Se desprende de su madre y va a la fiesta, donde su rival en la oficina le pone en situaciones embarazosas, haciendo que las muchachas le ataquen los puntos flacos de sus represiones. Se le acusa de haber abusado de una de las chicas, regresa a casa, su madre le regaña, pierde los estribos, arroja contra ésta un objeto y, creyendo que la ha matado, se precipita a la calle. Una prostituta le lleva a su cuarto, pero le regaña también porque ha dejado caer un poco de ceniza de su cigarrillo en la alfombra; Albert experimenta un nuevo estallido de cólera y se va. Al regresar a su casa por la mañana se encuentra a su madre viva, aunque algo maltrecha. ¿Ha logrado Albert Stokes escapar de sí mismo?


La pieza para la televisión Night School, al paso que retorna al tema típico de Pinter, de considerar la habitación como símbolo del lugar que ocupamos en el mundo, aborda el problema de la verificación y de la identidad. Walter, al regresar de la cárcel, donde ha cumplido condena por falsificar unos cheques, se encuentra con que sus dos ancianas tías han alquilado a otro su habitación. Siente un verdadero terror al enterarse de que quien ocupa ahora la habitación es una muchacha, Sally, maestra, según ella, y que sale mucho de noche porque sigue un curso de idiomas extranjeros en una escuela nocturna. Al ir a buscar algunas de sus cosas a la habitación, Walter echa de ver en seguida que en realidad la chica trabaja en un club nocturno. Aunque existen muchas probabilidades de que logre trabar amistad con ella y, seduciéndola o incluso tomándola en matrimonio, pueda recobrar su cama, Walter pide a un negociante de dudosa moral, amigo de sus tías, que averigüe cuál es el establecimiento donde trabaja Sally. Solto, el negociante, encuentra a la muchacha, le gusta, concibe la esperanza de seducirla y, sin darse cuenta, revela que ha sido Walter quien le ha enviado a espiarla. Pero Sally, que sabe ahora que Walter quería desenmascararla, se marcha, desaparece. De esta manera, Walter, al poner por encima de todo su deseo de recobrar su habitáculo, pierde la oportunidad de ganar a la muchacha, que podía haberle proporcionado un verdadero lugar en el mundo.


El drama que ha consagrado a Harold Pinter como una de las más grandes y fundadas promesas de la dramaturgia británica actual es The Caretaker, estrenado el 27 de abril de 1960 en el Arts Theatre y trasladado el 30 de mayo del mismo año al Duchess Theatre. The Caretaker -«El portero, conserje o encargado», que cualquiera de las tres cosas puede significar la palabra inglesa- representa un gran paso hacia adelante en la evolución artística de Pinter. Como en sus anteriores, aún se advierten en esta pieza síntomas de paranoia-uno de los personajes es un tipo medio tarumba, cuya individualidad ha sido difuminada mediante una operación de cerebro-, pero la intensidad de tales síntomas es mucho menor. Los símbolos se han retirado, por lo demás, a un fondo más recóndito; el melodrama no asoma por ninguna parte, ni tampoco la truculencia. Lo que queda es un drama que versa sobre personas de carne y hueso.