"Asuntos de un hidalgo disoluto" - читать интересную книгу автора (Faciolince Hector Abad)

IX

En el que al discurrir sobre el nombre sucede un incidente somnoliento


Jacobo, Antonio, Jorge, Gaspar. ¿Cómo llamarme? Todos estos nombres quiso darme mi padre, don Juan Esteban Urdaneta. Gregorio, Serafín, Elías, Benjamín. ¿Cómo llamarme? Todos estos nombres quiso darme mi madre, doña Pilar Medina. Según un pacto en el que mi madre quedó ganando por un nombre, el nombre de pila de mi extensa partida de bautismo quedó pergeñado así: Jacobo Gregorio Benjamín Gaspar. Pero en la casa no se pusieron de acuerdo. Mi padre prefería llamarme Gaspar. "Querido Gaspar" en las cartas, ¡Gaspar! en las llamadas para mostrarme el regalo que me había traído del Perú. Y mi madre prefería llamarme Gregorio, Gregorio para acá y Gregorio para allá. ¿Y yo? ¿Cómo me llamo yo? Yo hubiera escogido llamarme Serafín, porque es el nombre que más se me parece. Pero como fue uno de los descartados, he acabado por llamarme Gaspar, según el deseo de mi padre. Y para compensar escogí el apellido de mi madre, Medina. Gaspar Medina. ¿Este es mi nombre? Pues sí, aunque jamás hubiera empezado este capítulo poniendo "call me Gaspar", como haría cualquier gringo. No, yo nunca estuve de acuerdo con mi nombre, pero llámenme así, Gaspar Medina, como ha quedado escrito. La pregunta de Quitapesares, ¿what is in a name?, es una de las que más me ha fascinado. Creo que cada persona acaba encontrando su secreto y verdadero nombre. Y voy a demostrarlo con la anéc…

He seguido dictando por más de media hora sin darme cuenta de que mi fiel secretaria Cunegunda Bonaventura, ya no estaba en este mundo. Andaba recorriendo en profundidad los hondos territorios del sueño. Dormida sobre los papeles, el lápiz aún en la mano y esa sonrisa ausente que tiene siempre que le dicto. Pero no ha soportado el sopor de mi soporífera explicación sobre el nombre y así, para la eternidad, se han perdido páginas seguramente luminosas sobre lo que hay detrás de un nombre. Oh, Cunegunda, bella durmiente, dormidora dormilona, algún día este descuido tuyo recibirá su merecido. Pero quizá te comprendo. Me he puesto a hablar como un libro, he perdido la dicha de contar historias y me he sumergido cada vez más en áridas reflexiones.

Para que no te duermas, lectora, lector, para que no se duerma Cunegunda, dejaré de divagar. No se vayan, no os vayáis. Ni te distraigas, copista de mis disparates. Incluso muy a mi pesar, incluso echando por la borda una de mis más firmes convicciones, ahora va a pasar algo.


X

Cuyo protagonista es el sacramento del matrimonio, con sus innumerables posibilidades y su consumada validez


Tal vez en una vida pueda faltar el amor, pero en un libro no. El amor es la sal de los libros, así como el adulterio es la sal del matrimonio, el matrimonio la sal del adulterio y la sal es la sal de la sopa. En mí, el amor ha sido siempre un ejercicio de la imaginación, un juego espiritual, una hinchazón del pensamiento y no ese retorcerse de vísceras ni ese intercambio de humores corporales y efluvios de la carne. Tampoco esa explosión de adjetivos enfáticos que engarzan los poetas. Nunca pude decir, definitivo como Melibea: "Mi mal es de corazón, la izquierda teta es su aposentamiento". Ojalá. He amado la búsqueda, he amado el amor, aquello que no existe. Nunca pude, como otros, salvar la brecha que hay entre la realidad y el deseo, y se ha instalado en mí, para siempre, la desolación de la quimera. Me ha gustado más el labio que el beso, más el gesto que la mano, más la sonrisa que el gato. Y como estas memorias parecen convertidas en un presente continuo y no, como debieran, en un entrenamiento del recuerdo del viejo reblandecido que soy, diré que hace un rato, después de 72 años de larga soltería, he contraído matrimonio.

Sí, ¿de qué se quejan? ¿No acaban pues así las historias de amor? Pues yo voy a empezar por el final: esta mañana anudé el sacro vínculo matrimonial con mi infiel secretaria. Y como el adulterio es la sal de ese vínculo, la luna de miel la pasaremos acá, en esta biblioteca, con un cacique ojiazul (el hijo de mi cocinera) como instrumento de caricias y deleites del tálamo. He puesto a mis pies un colchón de blanda pluma y espejos por encima y por detrás para no perder los detalles del espectáculo de mi luna de miel con marido vicario.

Debo advertir varias cosas al lector. Si es menor de edad no podrá leer este capítulo sin peligro de que algo se conmueva en sus riñones. Galeotto fu il libro e chi lo scrisse. No se sabe bien por qué, pero hay madres y padres de familia que detestan y se aterrorizan con la masturbación de sus hijos. Los éticos progenitores saben que todo el mundo, y a lo mejor ellos mismos, se masturba o se ha masturbado o se masturbará. Pero el hombre civil es solapado por naturaleza. Si este es el caso de tus padres, joven lector, no dejes que te vean este libro, ni cuentes que lo estás leyendo. En caso de que te lo descubran, di que lo tienes para leña. Si el lector es adulto, queda advertido que aquí deberá someterse a ver escrito lo que él mismo, si es normal o anormal, ha hecho despierto o ha soñado dormido (y viceversa). Si no quiere ver escrito lo que hace y menos lo que sueña, salte de capítulo o arránquele las páginas. Si es persona morigerada y de rígida moral sexual, siga también las instrucciones anteriores. Quedan advertidos. El que me acuse de pornografía, querrá decir que quiso leer lo que sigue, ergo lo pornográfico, después de habérsele dicho que no lo hiciera. Nada de hipocresías: el que quiera leer lo hace por su cuenta y riesgo. El que no, salte al capítulo sucesivo, que esta historia de lechos poco le añade o le quita a mi morigerada vida de casto. Yo soy el primero que le resta importancia a la vida sexual. Nos han hecho creer que es el origen de todo, y qué va, es mera carpintería, como dice Quitapesares.

La señorita Bonaventura, no sé si poner la señora Medina, ha sido buena conmigo y se lo merece todo. No que una chica de su edad pueda ponerse feliz de casarse con un viejo como yo, por lo demás enfermo. Pero es esto último lo que hace de mí una elección certera. Yo moriré, a lo sumo, el año entrante. Pero me parecía mal dejarle al Estado (primer-mundista además) mis bienes italianos, mi pensión privada de vejez, mi seguro de muerte, y peor aún dejar a mi marea de sobrinos colombianos, las hectáreas de tierras de mi patria que todavía conservo; son ya asaz engreídos esos sobrinos agringados que tengo, como para aumentar sus ínfulas a fuerza de millones. Mi modesta, casta y humilde Cunegunda hará mejor uso de la fortuna de mis padres.

Bonaventura, Bonaventura bona, buena Bonaventura, ojos de gato azul, pechos de sirena joven, pelo de virgen prerrafaelita, a mi muerte y por el resto de tus días no tendrás que volver a trabajar. Sin mover un dedo el patrimonio que te dejo te rentará mensualmente más, muchísimo más de lo necesario para tu propio sustento, el de tu cacique degenerado y el de todos los hidalgos y caciques que te quieras conseguir por el resto de tu casta existencia. Sé que has hecho un buen negocio y yo voy a morirme pudiendo contar algo más: que me he casado. Que he llegado a las nupcias con la deliciosa Cunegunda, la del perfecto seno, la del vientre más acogedor, la del mejor regazo, la de más bella vulva, la de manos de encanto, la lozana, rolliza y apetitosa amante de este nuevo y viejo Cándido en que me han convertido mis días. No tendrás conmigo, eso sí, descendencia. Sabrás, amada Cunegunda, que ya estaba muy avanzado el siglo cuando leí de un nuevo invento: extirpando o interrumpiendo no sé qué conductos microscópicos, un hombre podía deshacerse del peso de su estirpe. Eso que mis congéneres veían como una humillante castración a medias, era para mí la panacea de una pesadilla: tener hijos; que un descendiente se me escapara por engaño o negligencia. Esta idea obsesiva, a lo mejor, la padecía para expiar un pecado de orgullo juvenil. Como ya he dicho, durante algún tiempo la vanidad me llevó a efectuar agotadoras y continuas (lunes, miércoles y viernes) donaciones de esperma. Demasiado tarde leí esa página de Quitapesares en la que denigra de los espejos y el coito, que reproducen a los hombres, y me convencí de la ingenua y terrible fatuidad de la descendencia. La nueva convicción me había llevado a usar siempre condón doble durante los coitos; recuerdo con agrado la mirada de sorpresa de las mancebas que compartían mi lecho al verme deslizar en el cipote un segundo preservativo después del inicial. Y no se crea que por esta precaución me permitía descargar mis humores dentro de ese oscuro recipiente, acogedor en exceso y por desgracia no siempre sementerio. Mis temores me llevaban a interrumpir el abrazo incluso con el par de condones puesto. ¿Y qué decir de los interminables lavados de asiento que recetaba a mis amantes, y de mi insistencia en el uso abundante de cremas espermicidas? La idea de tener un hijo era el terror de mis noches insomnes. Hasta que me llegó la noticia de esa operación definitiva que realizaban en Houston. A las pocas semanas ya estaba en Texas, en la lista de espera, por cierto no muy larga, de los primeros varones que se sometían al experimento, ya perfectamente coronado y demostrado en toros, chimpancés, conejos y marranos. Ninguno de estos animales, después de la operación, había perdido su potencia; pero todos se habían deshecho del fardo inútil de la fertilidad. A mí, la verdad, el mismísimo resultado de impotencia no me habría preocupado en lo más mínimo pues, como ya tengo dicho, de los trabajos del priapismo no probé jamás las consecuencias deleitosas. Lo había consultado y, de no ser por los problemas endocrinológicos que se derivaban, no habría dudado en hacer incluso como el famoso eunuco cantor de mi tío el arzobispo. No lo hice porque no me gustaba la idea de engordar como un novillo por el resto de mis días ni llegar así a convertirme en un humano y obeso buey seboso. Jamás entendí, eso sí, por qué los santos de mi Iglesia no llegaron, que yo sepa, a castrarse. Bien dice la Biblia que si el ojo derecho nos escandaliza debemos arrancárnoslo y tirarlo lejos; no necesito ser Jung para saber que ojo y falo ocupan la misma casa en el barrio de los símbolos. Si uno se arranca el ojo al observar unas nalgas, o se corta la mano después de tocarlas, no veo por qué no extirparse los famosos testigos de que somos varones y no hembras. Las obras de alta poesía son impermeables a las vulgaridades, pero en lenguaje pedestre el versículo sonaría de otra manera. Si tu virilidad se levanta en presencia de alguien que no sea tu mujer oficial (o en presencia de cualquiera, si tu esposa es la Iglesia), machácate en un cajón tus dos cojones. Es esto lo que quiere decir la Escritura (el Maestro o su escriba), como lo tiene muy claro el más obtuso de los hermeneutas.

Agobiado por mi ignorancia hagiográfica he llamado por teléfono a mi amigo Quitapesares. Me ha citado a Mateo, quien bien dice "que hay eunucos que nacieron tales del vientre de sus madres; y hay eunucos que fueron castrados por los hombres; y eunucos hay que se castraron a sí mismos por amor del reino de los cielos". Ha dicho que en este y otros pasajes bíblicos se han detenido muchos doctores de la Iglesia. De ahí que para él mi interpretación de los sagrados textos no es descabellada, pues a igual conclusión había llegado por ejemplo Orígenes, beato, mártir y sabio. Este hombre singular, harto de la zozobra en que lo sumergía la concupiscencia, se había hecho castrar. La Iglesia, sin embargo, siempre se ha opuesto a esta mutilación testicular y por lo mismo, sólo por esto, no ha hecho santo oficial a ese varón que fue tan o más santo que muchísimos santos. Oh san Orígenes, patrono de los eunucos, yo aquí te invoco y suplico que por tu intercesión jamás mi simiente salga de las oscuras y estrechas cavernas donde la he clausurado.

Sí, con esta volteriana Cunegunda, he contraído matrimonio. Tantas veces pude haberlo hecho, lo de contraer, y no con ella. Con Eva Serrano, por ejemplo, con Catalina Mejías, con Susana Robledo, con Angela Pietragrúa, con Josefina Logroño, con Matilde Sotomenor, con Artemisia Tomasinina, con Lorenza Battaglia, con Luisa Spiraglio… Debería aprovechar para contar mi trunca educación sentimental de amoríos fallidos. La historia de Eva Serrano ya la saben y saben también que se trató de pura lengua. La Catalina Mejías, en lo mejor de mi euforia premarital, me resultó lesbiana, como una de las protagonistas del Paraíso Perdido de John Huecos, una novela de costumbres ciudadanas. Fui despreciado con ignominioso y sumario proceso, como ese tal de la novela, y yo no repito historias. Baste decir que por el mero delito de ser hombre, quiero decir homo erectus de género masculino, Catalina Mejías me acusó de todas las culpas y todos los delitos, salvo el abigeato. Con Susana Robledo (última descendiente de don Jorge, conquistador de mis tierras) no sé por qué no me casé. Era una pianista excelente con un defecto solo: tocaba las sonatas con el metrónomo puesto a un ritmo demasiado lento; los allegro assai le salían en lentissimo y los lentissimo le salían en somnífero: una nota cada dos segundos. Hablaba como tocaba: sus frases de corrido eran palabras aisladas porque entre cada vocablo hacía una pausa y uno tenía que preguntarle siempre por la puntuación de lo que iba diciendo: "El otro… día… estaba… en mi casa… y se… me…o-cu-rrió…llamar… por…te-lé-fo-no… a… ". Yo era incapaz de oírle enteros los cuentos, y eso que prisa no he tenido jamás, pero su estilo oral exigía una concentración muy larga. De todas formas, como casi nunca hablaba, este defecto de Susana Robledo no se notaba mucho. La verdad es que era despaciosa para todo. Cuando se duchaba se gastaba el mismo tiempo que se lleva cualquiera haciéndose un baño de inmersión con doble cambio de agua. Si se bañaba en bañera se demoraba toda la mañana. Era de una lentitud para comer que exasperaba a los camareros. Yo, sabiendo su problema, entraba con ella a las once y media de la mañana a los restaurantes. Pero a las cuatro menos veinte no había sido posible que pasara a los postres y teníamos que irnos a tomar el café a otro lado si no queríamos que nos echaran a los gritos. Su parsimonia llegaba al extremo de que varias veces el semáforo volvía a pasar a rojo sin que ella, durante el verde, hubiera tenido tiempo de poner la primera. Y si hubiera decidido casarme con ella, creo que los preparativos para la boda hubieran podido durar hasta ayer, o sea que el asunto no cambia, casarme o no con ella habría dado el mismo resultado vital: esta extendida soltería. Las pocas veces que tuvimos tiempo suficiente para llegar a acostarnos, yo empezaba los preliminares a la media tarde de la víspera, de manera que muchas horas después, a la salida del sol, con la picha hecha polvo de dolorosísima expectativa, culminaba por fin el acto de lentitud inaudita. Sólo que coronada la unión genital yo había perdido ya la capacidad de contenerme y era un desastre su furia por mi precipitado derrame. Por suerte había tiempo de sobra para un segundo embate y una o dos veces conseguí, pasado el mediodía, que ella llegara a ese éxtasis del que los demás hablan y que para mí, ay, me duele confesarlo, es sólo un desahogo, un descanso, como orinar después de haber hinchado la vejiga mucho rato.

Me doy cuenta de que no hago retratos sino caricaturas, pero lo cierto es que mis amores fueron superficiales.

No todos. Por Josefina Logroño, ramera de mal agüero, mi ultimo amor colombiano, creo que sentí eso que las novelas decimonónicas denominaban pasión. Pienso en ella (en el período que fue de nosotros dos) y todavía me muerdo los labios de coraje. Escupitajos de ira mala me afloran a la boca. Josefina Logroño, ojalá te estés pudriendo con el dentista de tu maridito. La sedujo, pero quién va a creerme, con la obtusa música ambiental de su consultorio, música de dentista, pueden imaginarse: Beethoven para bobos y Bach edulcorado, un Chopin hecho Clayderman, melcocha de electrónica. En fin, este es el fin de la historia. Pero cuánto me gustaba, al principio, y hasta que le salió ese maldito absceso que sería la causa de mi desgracia.

Ahora veo con claridad que ella era tan sólo una ramera de alcurnia que consiguió hacerse mantener por el ilustre dentista gracias al aroma insuperable de su coño y a la dimensión rebosante de sus tetas de antes. Pero miento, lo anterior no es verdad; por mi recuerdo no habla la serenidad de estos días en que escarbo mis antiguas heridas sino la rabia de aquellos días aciagos en que Josefina Logroño me cambió por el dentista. Torpe sería ahora el misógino consuelo de convertir en putas a las mujeres que nos amargaron la existencia. Además, bien mirado, Josefina eligió lo que más le convenía.

Para olvidarse de un viejo amor, en todo caso, la receta infalible es no recordarlo en el período del buen amor. Lo mejor es tratar de ver de nuevo a ese pasado objeto del deseo. Eso hice yo en este caso.

La última vez que vi a Josefina Logroño fue en su casa de casada, la que le puso el dentista, y después de varios años de matrimonio sin hijos y con can. Yo estaba en uno de mis viajes periódicos de regreso a la patria y recuerdo que la llamé por teléfono; contestó la empleada del servicio: "Casa del ilustre dentista don Aurelio Escovar". Estuve a punto de colgar, muerto de rabia todavía pero ya también de risa; conseguí contenerme y pedí que me pasaran a la dignísima esposa del ilustre dentista. Ella me invitó a almorzar. Llegué al mediodía y lo primero que noté fue que también la casa, como las salas de espera de los aeropuertos, estaba invadida de música ambiental; las notas dentísticas se esparcían a través de altavoces puestos en todos los rincones, desde el baño hasta los árboles del patio.

En el patio, precisamente en el patio, encontré a los cónyuges Escovar Logroño. Ella, extendida en un sofá con forro plástico amarillo, se fumaba un larguísimo cigarrillo mentolado y al mismo tiempo observaba extasiada el infame oficio al que estaba dedicado su consorte. Yo, que no he sido remilgado ni demasiado escrupuloso con la higiene, sentí asco cuando el dentista me estiró la mano. No sé si me creerán, pero juro que el sacamuelas estaba ordeñando la perra. Sí, porque la pareja, a cambio de hijos, tenía una perraza de no sé qué raza, la cual sufría de embarazos utópicos. Después del calor, después del celo inútil (pues la pareja la sometía a total abstinencia), la pobre perra histérica se convencía de que, por alguna intervención sobrenatural (esto lo pongo yo de mi magín), había quedado preñada. Y tan preñada quedaba que al tiempo de parir empezaba a dar leche. Después de una mastitis que la había llevado al borde de la hoya, el ilustre dentista tenía que proceder durante las largas semanas de ilusoria lactancia, a ordeñar a su perra dos veces al día. Así lo hallé, envuelto en música y salpicado de rosada leche canina cuando me dio la mano. Fui al baño a lavarme la diestra, envuelto en el insoportable hilo musical.

La Josefina, un poco ajamonada ya después de seis arduos años de vida marital, me ofreció un entero pernil de cerdo (hueso a la vista en el medio) con papas a la bogotana. Comiendo carne yo miraba su carne y todo en ella me recordaba a Bachué, la diosa tetona. Desde el patio, y por encima de la música ambiental y los gemidos lácteos de la perra histérica, se oía el chapuceo oral de una lora afásica que repitió cacao cacao durante toda la comida. Pero la conversación en la mesa no fue de mayor trascendencia que la de la lora hasta cuando el marido se fue a la dentistería. Entonces Josefina me ofreció más carne, de cerdo en un principio, y después su propia carne, pero yo ya no tenía ganas. Así, entre el ordeño del marido y el jamón de la esposa, todo envuelto en un insulso sonsonete musical, me curé de mi última pasión colombiana.

Fue divertida y hermosa, sin embargo, la despedida con que me sorprendió Josefina. Al ver que yo ya no quería repetir con ella el monstruo de dos espaldas, me condujo de todas formas a su alcoba. Detrás de sus vestidos me mostró la puerta acerada de una caja fuerte y con lentitud le fue dando vueltas a la clave; cuando la puerta se abrió, su mano temblorosa buscó un interruptor general y suprimió, al fin, al fin, las notas dentífricas. "Seis años llevo así, Gaspar, seis años envuelta en este sonsonete, pero casi nunca me atrevo a apagarlo. Es el precio de mi matrimonio, y lo pago".

Pero no me había llevado allí tan sólo para esto. Su mano temblorosa volvió a entrar en la oscuridad de la caja fuerte y de allí sacó, con gran sigilo, una cajita de fósforos El Rey, me la entregó y me pidió que la abriera con cuidado. Dentro de la caja había unos cuantos pelos enroscados. Josefina me dijo: "La última vez que lo hicimos (yo sabía que iba a ser la última), cuando te fuiste, recogí de las sábanas todos los vellos púbicos diseminados por la pasión; son mi mayor tesoro". Yo solté una de las pocas carcajadas de mi vida, pero me callé al ver sus ojos encharcados y no fui capaz de decirle el pensamiento que me hacía reír: que había visto muchas pendejadas en mi vida, pero ninguna tan grande como la de guardar pendejos.

Después me enamoré (¿el verbo es excesivo?) también de mujeres italianas, escocesas, brasileñas. Ah, las mujeres, las mujeres. Aquí habría que poner que son todas iguales. Pero son todas distintas; ni una que se parezca a otra, todas diferentes. Iguales en esto, debo decirlo, a los hombres (y así completo otra frase para mi colección de lugares comunes invertidos). Con todas, creo, cometí algún error, por exceso o por defecto. Con Artemisia Tomasinina, por ejemplo, cometí la tontería de no pasar a la acción a tiempo. Cuando quise hacer algo, ya nos habíamos vuelto amigos y era demasiado tarde. Mucho cerebro, mucha labia y cuando quise arrimar el labio, la mente se nos interpuso. Ni mi beso la humedeció, ni ella me humedeció con su beso. Si nos gusta una mujer tenemos que impedir que se vuelva muy amiga antes de tocarle alguna parte importante; ya habrá tiempo para la amistad, pero hay que empezar por escuchar esos motivos del cuerpo que ni la cabeza ni el corazón entienden.

Amor amor sentí, tan sólo, por Ángela Pietragrúa, mi primer capricho italiano. Tenía unos veintiséis años cuando la conocí, y un amante noble a cuestas. Trabajaba en Einaudi, la editorial de Turín, pero en un cargo administrativo, y por lo mismo ni Calvino ni Pavese la habían notado. Peor para ellos que no sabrán jamás de lo que se perdieron. Tenía un cuerpecito de quinceañera y una cara estupenda de veinticinco vividos con intensidad. Los ojos amarillos y el cabello castaño oscuro en sortijas amplias, desordenadas, casi siempre peinado hacia atrás y cogido con un simple elástico. Piernas largas y busto amable, las manos perfectas. Pero dice mi secretaria, o mi esposa Bonaventura, que no es nada de buen gusto que el mismo día de nuestro matrimonio yo me ponga a escribir primero de Robledo y de Logroño y ahora de esa mujer que tal vez amé, Angela Pietragrúa, y no de ella, mi única esposa legítima. Tiene razón. Toco el timbre para llamar al efebo que hemos contratado especialmente para que nuestra unión se consume. Yo no puedo, o no quiero, ya lo he dicho, así que hemos contratado al hijo de mi cocinera, un cacique ojiazul, para que calme los ímpetus de recién casada que tiene Cunegunda y mis escrúpulos canónicos por aquello del ratus sed non consumatus o como diablos se diga.

Ahí entra el cacique, bien armado ya, pues sabe a qué lo llamo. Envuelto en los calzones se le nota el bulto de eso que se resiste a quedar encerrado entre sus piernas, detrás de la bragueta.

Recibo las hojas en blanco de manos de mi esposa y ahora me encargo yo de tomar los apuntes. El catío Jesús de ojos azules la está besando en la boca. Mi esposa Bonaventura no se niega a abrir los labios. Se entregan a una ventosa lingüística, como esa de las que me aplicaba con Eva Serrano… ah, intercambian saliva con furia de sonidos, sin esa castidad postiza de la Tomasinina, mi mujer que no fue. Ahora Jesús, con una mano, le recorre la espalda en busca del cierre de la blusa. Hábil se ha vuelto en la operación de desvestirla pues ya cae el primer velo de la novia robada. Debajo está el corpiño que se ha puesto para la ceremonia. Impaciente debe estar mi buena mujer pues ha bajado la mano hasta el pubis del marido vicario. Baja la cremallera, introduce la mano y no la saca vacía, la saca con la mulata verga enardecida entre sus dedos. Se han puesto horizontales sobre el blando jergón. Él consigue deshacerla del fastidioso corpiño y las tetas perfectas de Cunegunda Bonaventura vibran con la luz que se filtra detrás de las cortinas. Veo su pecho palpitar y la boca del indio se apodera de parte de su teta derecha. La mano de mi esposa sigue apoderada de la polla rebosante de mi buen servidor. Ella lo acaricia con apremiante insistencia, forma un anillo con su manita tersa y hace que la piel del oscuro miembro indígena se estruje contra sí mismo. Él le levanta la falda y le baja los calzones precipitadamente. Aparece el vello bermejo de mi pupila y mujer, su coñito inaudito está mojado como una espuma marina. Yo les recito en voz alta una vieja jaculatoria: Abre las piernas, muchacha, ganas más de lo que pierdes. Empuja, muchacho, sacas más de lo que metes. Wall Street se quisiera los negocios del tálamo. Mientras recito con gran recogimiento el rezo del epitalamio, la pareja se abraza y ambos agitados y trémulos están. Entonces les sonrío con paternal cariño, mas cruza por mi espíritu como un temor extraño, por lo que en el futuro, de angustia y desengaño, las prisas del cacique a ella guardarán. Y como si se oyera mi presentimiento, ¿qué veo?, veo que el miembro restregado por la blanca mano está escupiendo leche antes de tiempo, que la inefable semilla cae sobre el ombligo de mi asombrada esposa, que el muchacho ojiazul gime de gusto y susto, pues ya mi mujer protesta enfurecida y pide que mi mano, por lo menos, la mano que le di ante los testigos esta misma tarde, la haga sentir allí, en su vulva espumosa, el placer que el ojiazul no ha sido capaz de darle con su verga mulata. Ah, si yo tuviera menos años y menores achaques lo haría de buen grado, pero como aquel lisiado soldado de Urbina, tengo más lengua que manos. En mi estado no me queda sino escribir.