"Un Puente Sobre El Drina" - читать интересную книгу автора (Andric Ivo)CAPÍTULO XIIFue así cómo la vida en la kapia se hizo todavía más animada y más llena de variedad. Durante todo el día y aun a ciertas horas de la noche, se sucedía en ella una masa abigarrada de personas: los nuestros y los extranjeros, los jóvenes y los viejos. Sólo se preocupaban de sí mismos y estaban completamente absortos en los pensamientos, los placeres y las pasiones que los habían empujado a aquel lugar. Por eso, no prestaban ninguna atención a los paseantes que, llegados allí con otros pensamientos y otras inquietudes, cruzaban el puente cabizbajos y con la mirada ausente, sin detener la vista en nada ni nadie, sin tener en cuenta a la gente que estaba sentada en la kapia. Entre aquellos paseantes se encontraba Milán Glasintchanin, de Okolichta, hombre alto, seco y encorvado, de cara pálida. Todo su cuerpo parecía diáfano y sin peso, fijado únicamente a unos talones de plomo. He ahí por qué oscilaba al marchar y se plegaba, como una oriflama de iglesia, entre las manos de un monaguillo, en una procesión. Su cabello y sus bigotes eran grises como los de un anciano; siempre mantenía los ojos bajos. Andaba con pasos de sonámbulo. No se daba cuenta de que algo había cambiado en la kapia y en el comportamiento de la gente y, él mismo, pasaba casi inadvertido para aquellos que acudían a aquel lugar, a sentarse, a soñar, a cantar, a vender, a discutir o a matar el tiempo. Los más viejos lo habían olvidado, la juventud no se acordaba de él, y los extranjeros no lo conocían. Y, sin embargo, su destino había estado en estrecha relación con la kapia, si se tiene en cuenta lo que se contaba en la ciudad, lo que se murmuraba a propósito de él diez o doce años antes. El padre de Milán, el viejo Nicolás Glasintchanin, se estableció en Vichegrado sobre poco más o menos en el momento en que la revolución estaba en su apogeo en Servia. Compró una bonita propiedad en Okolichta. Siempre se había creído que había huido a aquel lugar con una fortuna importante, pero conseguida por medios poco claros. Nadie tenía pruebas, por lo que sólo se aceptaba a medias la hipótesis que nadie, sin embargo, rechazaba del todo. Se casó por dos veces, sin tener, empero, muchos hijos. Educó únicamente a Milán, y a él legó todo lo que poseía (lo que se veía y lo que estaba escondido). Y Milán tuvo un hijo único, Pedro. Sus bienes le habrían bastado y habría dejado tras él una importante fortuna si no hubiese tenido una única pasión, una pasión todopoderosa: el juego. Los verdaderos vichegradeses no eran por naturaleza jugadores. Como ya hemos visto, sus pasiones eran de un género completamente distinto: amor inmoderado a las mujeres, inclinación a la bebida, las canciones, la gandulería o a soñar al lado del río natal. Ahora bien, la capacidad del hombre es limitada en todo, incluso en eso. Por ello, las pasiones chocan en él, se rechazan y, muy a menudo, se eliminan unas a otras. Eso no quiere decir que no hubiese alguien en la ciudad que se entregase a tal vicio, pero el número de jugadores era realmente inferior al de otras ciudades y, en la mayor parte de los casos, los jugadores eran extranjeros o recién llegados. Sea como fuere, Milán Glasintchanin pertenecía al reducido grupo. Desde su más tierna adolescencia, se dio al juego en cuerpo y alma. Cuando no encontraba en la ciudad compañeros de juego, se iba al próximo cantón, de donde regresaba cubierto de dinero, como un mercader que vuelve de la feria, o con los bolsillos vacíos, sin reloj, sin cadena, sin tabaquera y sin anillo, y pálido y con los rasgos descompuestos, como si estuviese enfermo. Su lugar habitual estaba en la taberna de Ustamuitch, en el extremo del barrio comercial de Vichegrado. Había allí una habitación estrecha, sin ventana, donde, incluso de día, había una vela encendida, y en la que se encontraban invariablemente tres o cuatro hombres para los cuales el juego era más querido que cualquier otra cosa del mundo. Encerrados allí, corrompidos, en medio del humo del tabaco y del aire viciado, con los ojos inyectados en sangre, la garganta seca y las manos temblorosas, empalmaban a menudo el día con la noche, sacrificados a su pasión, como mártires. En aquella estancia pasó Milán una buena parte de su juventud y dejó lo mejor de sus fuerzas y de su hacienda. No tenía más de treinta años cuando se produjo en él aquel cambio brusco e inexplicable para la mayoría de la gente, y que debía de curarlo para siempre de su aplastante pasión, cambiando y transformando, al mismo tiempo, su vida. Cierto otoño, hacía de esto unos catorce años, llegó a la taberna un extranjero. No era ni viejo ni joven, ni guapo ni feo, de mediana edad y de mediana estatura, poco locuaz; sólo sus ojos sonreían. Era un hombre de negocios, totalmente absorto en el asunto por el que había llegado. Pasó la noche en la taberna y, al crepúsculo, fue a caer en la habitación en donde, desde el mediodía, los jugadores estaban confinados. Lo acogieron con desconfianza, pero se comportaba de una manera tan tranquila y tan discreta, que ni siquiera se pusieron en guardia cuando él también empezó a hacer apuestas, más bien modestas, a una carta. Perdía más de lo que ganaba; turbado, fruncía el entrecejo y, con mano poco segura, sacaba monedas de plata de sus bolsillos interiores. Cuando perdió una suma bastante considerable, le tocó a él dar las cartas. Al principio, las distribuyó despacio y con precaución; después, cada vez con más rapidez y desenvoltura. Jugaba, no sólo sin emoción, sino con audacia. Los montones de monedas de plata crecían ante él. Los jugadores empezaron, uno tras otro, a abandonar la partida. Uno de ellos apostó su cadena de oro a una carta, pero el extranjero rehusó con frialdad, declarando que jugaban únicamente dinero. El juego cesó a la hora de la última oración, puesto que ninguno llevaba consigo dinero suficiente. Milán Glasintchanin fue el último en abandonar, pero, a fin de cuentas, tuvo también que retirarse. El extranjero se excusó cortésmente y se fue a su habitación. Al día siguiente, siguieron jugando, y, de nuevo, el extranjero perdió y ganó alternativamente; pero las ganancias superaron a las pérdidas, hasta el extremo de que los jugadores se vieron otra vez desprovistos de dinero contante. Le miraban las manos, escrutaban sus mangas, lo observaban desde todos los ángulos, pedían nueva baraja, cambiaban de sitio en el banco recubierto de un tapiz, sin que consiguiesen nada con tales precauciones. Jugaron al La presencia de aquel extranjero en la taberna torturaba e irritaba a Milán Glasintchanin. Aquellos días se sentía más febril y extenuado Se prometió no seguir jugando, pero continuó y perdió hasta el último céntimo. Después, volvió a su casa lleno de bilis y de vergüenza. Al cuarto o quinto día, consiguió dominarse y se quedó en casa. Había preparado dinero y se había vestido. Tenía la cabeza pesada y la respiración entrecortada. Cenó de prisa y sin saber lo que comía, A continuación, salió varias veces fuera de su casa, fumó, se paseó y observó la ciudad inanimada que se extendía a sus pies, en aquella noche de otoño. 1. Juego turco de naipes cuya mecánica se parece considerablemente a la que regula nuestro juego de las siete y media". En el otuz bir, el triunfo se cifra en conseguir treinta y un puntos. Se pueden pedir cartas sucesivamente, hasta alcanzar esa cifra o una que se le aproxime, pues, de no lograr treinta y una, gana el jugador que esté más cerca de ello. Por consiguiente, el riesgo es mayor a medida que se van pidiendo cartas. Es un tipo de juego muy peligroso, por cuanto se desarrolla con gran rapidez y las apuestas pueden llegar a alcanzar las cantidades que los jugadores hayan establecido previamente. Luego de pasearse un buen rato, distinguió de pronto en el camino una silueta vaga que a medida que se aproximaba a la casa caminaba más despacio. Al llegar junto a la cerca, se dejó oír una voz que Milán reconoció: era el extranjero de la taberna. – ¡Buenas noches, vecino! -dijo el extranjero. No cabía duda de que aquel hombre había ido en su busca. Milán se acercó a la valla. – ¿Esta noche no has ido a la taberna? -preguntó el extranjero con tranquilidad e indiferencia, como de pasada. – Hoy no me sentí con ánimos de ir. ¿Los demás están allí? – No hay nadie. Todos se han marchado antes que de costumbre. Pero podemos ir nosotros dos. – Ya es tarde y no tenemos un sitio donde reunimos. – Bajaremos hasta la kapia. Va a salir la luna. – Ya no es hora -protestó Milán. Pero sus labios estaban secos y sus palabras le resultaban extrañas, como si fuese otro el que las pronunciara. El extranjero no se movía y esperaba; parecía estar seguro de que su proposición sería aceptada. Y, efectivamente, Milán abrió el portillo del jardín y partió con aquel hombre a pesar de su resistencia y de su antipatía hacia él, y aunque hubiese tratado con sus palabras, con sus pensamientos, con las últimas fuerzas de su voluntad, de sustraerse a aquel poder insidioso que lo atenazaba y del que no podía desembarazarse. Descendieron rápidamente la cuesta de Okolichta. La luna, redonda, se alzaba en efecto por detrás de Stanichvats. El puente parecía sin límites e irreal; sus extremos se perdían en una bruma lechosa y sus pilares quedaban ocultos, por su base, en las tinieblas. Uno de los lados de cada pilar y de cada ojo estaba violentamente iluminado, en tanto el otro quedaba en una sombra total. Aquellos planos de luz y sombra se rompían y se cortaban en líneas agudas, hasta el punto en que todo el puente semejaba un extraño arabesco nacido del juego momentáneo de la claridad y las tinieblas. En la kapia no había una sola alma. Se sentaron. El extranjero sacó las cartas. Parecía que Milán iba a decir una vez más que aquello era incómodo, que no se distinguían ni las cartas ni el dinero, pero el extranjero no le prestó atención. Comenzó el juego. Al principio, cambiaron algunas palabras, pero en cuanto el juego fue tomando impulso, se callaron por completo. Se limitaban a liar sus cigarrillos, encendiéndolos el uno con el otro. Las cartas cambiaron varias veces de mano, para quedar finalmente en las del extranjero. El dinero caía sin ruido sobre la piedra, cubierta por un fino rocío. Llegó el momento, aquel momento que Milán conocía bien, en que el extranjero, teniendo veintinueve, conseguía dos puntos, o teniendo treinta, llegaba a los treinta y uno. Sentía ahogos y se le velaba la vista. El rostro del extranjero, bañado por el claro de luna, parecía más tranquilo que de costumbre. En menos de una hora, Milán se quedó sin dinero. El otro se ofreció a acompañarle a su casa a buscar más. Se fueron y volvieron y continuaron jugando. Milán lo hacía como un mudo y como un ciego. Adivinaba la carta con el pensamiento y expresaba lo que quería por medio de signos. Casi parecía que las cartas, dispuestas entre ellos, se habían convertido en algo accesorio, una especie de motivo de aquel duelo desesperado y sin tregua. Cuando Milán se vio de nuevo sin dinero, el extranjero le ordenó que fuese otra vez a su casa a coger más, y él se quedó fumando en la kapia. No juzgó necesario ir con él, porque no cabía imaginar que Milán lo desobedeciese o le engañase quedándose en casa. Y Milán se marchó sin discutir y volvió dócilmente. Entonces la suerte cambió bruscamente. Milán ganó lo que había perdido. A causa de la emoción, el nudo que sentía en la garganta lo oprimió aún más. El extranjero empezó a doblar las apuestas, después, a triplicarlas. El juego se hacía más rápido, más áspero. Las cartas volaban, tejiendo una trama de monedas de plata y de oro. Ambos permanecían callados. Milán respiraba con dificultad, y a veces sudaba y a veces se sentía transido de frío, en aquella noche apacible, al claro de luna. Jugaba, daba cartas y ocultaba las suyas, no porque le gustase, sino porque se veía forzado a ello. Le parecía que aquel extranjero no le absorbía sólo su dinero, ducado tras ducado, sino hasta la médula y la sangre de sus venas, gota a gota. Sus fuerzas lo abandonaban y lo abandonaba su voluntad a cada nueva pérdida. De vez en cuando, miraba de soslayo a su adversario. Esperaba ver su rostro satánico de dientes amenazadores y ojos de fuego, pero, por el contrario, sólo distinguía la misma cara de siempre que conservaba la expresión tensa del hombre que ejecuta su trabajo cotidiano, que se apresura para terminar la tarea emprendida, una tarea ni fácil ni agradable. Una vez más, Milán perdió velozmente todo su dinero. El extranjero le propuso que se jugase el ganado, las propiedades y la tierra. – Apuesto cuatro buenas monedas húngaras, contantes y sonantes y tú tu caballo bayo con silla. ¿Te parece bien? – Sí. Así se fue el caballo bayo al que siguieron los dos caballos de carga y las vacas y las terneras. Como un comerciante consciente y de sangre fría, el extranjero enumeraba, por su nombre, todos los animales de la cuadra de Milán y valoraba cada cabeza exactamente a su precio, corno si hubiese crecido en aquella casa. – Once ducados contra tu campo llamado "salkucha". ¿Cuento con tu palabra? – De acuerdo. El extranjero hizo un gesto de mal humor. Con cinto cartas, Milán tenía veintiocho. – ¿Otra? -preguntó tranquilamente el extranjero. – Otra -dijo Milán en un murmullo apenas inteligible; y toda su sangre le afluyó al corazón. El extranjero levantó lentamente la carta. Era un dos, la cifra salvadora. Milán, con indiferencia, dejó escapar entre dientes. – ¡Basta! Reunió convulsivamente sus cartas y las ocultó. Se esforzó por dar a su voz y a su rostro una expresión llena de indiferencia para que su adversario no pudiese adivinar los puntos que tenía. Entonces el extranjero empezó a tomar cartas para sí mismo, las cuales iba poniendo boca arriba. Cuando llegó a veintisiete, se detuvo, miró tranquilamente a Milán a los ojos y éste entornó los párpados. El extranjero tomó otra carta. Era un dos. Emitió un corto suspiro apenas perceptible. Parecía que iba a plantarse en veintinueve. Con el presentimiento de la alegría de la victoria, la sangre empezó a subir a la cabeza de Milán. Pero entonces el extranjero se sobresaltó, arqueó el torso, levantó la cabeza, de modo que su frente y sus ojos brillaron al claro de luna, y cogió una carta más. Era otro dos. Resultaba inverosímil que pudiesen salir tres "doses" uno detrás de otro y, sin embargo, era así. Reflejado sobre aquel naipe, Milán vio su campo en primavera cuando, labrado y rastrillado, revestía su más bello aspecto. Los surcos daban vueltas alrededor de él como si fuese víctima de un síncope, pero la calmosa voz del extranjero le volvió en sí. – ¡Otuz bir! El campo es mío. Después le tocó el turno a los otros campos, a las dos casas y al bosquecillo de robles de Osoinitsa. Estaban de acuerdo invariablemente para las estimaciones. De vez en cuando, Milán ganaba y recogía con gesto ávido y apresurado algunos ducados. La esperanza brillaba como oro, pero después de dos o tres "manos" desgraciadas, se quedó sin dinero y apostó de nuevo sus propiedades. Cuando el juego, como un torrente, se llevó todo, los dos jugadores se quedaron parados un instante, no para recobrar el aliento, lo cual no les era necesario, sino para reflexionar sobre lo que podrían encontrar que sirviese de apuesta. El extranjero conservaba su sangre fría y tenía el aire de trabajador concienzudo que descansa después de la primera parte de su tarea, pero que tiene prisa por pasar a la segunda. Milán estaba frío, embotado; la sangre le golpeaba los oídos, tenía la impresión de que el asiento de piedra sobre el que se encontraba subía para hundirse después. En aquel momento, el extranjero tomó la palabra y dijo con voz monocorde, enojosa, ligeramente gangosa: – ¿Sabes, amigo, lo que vamos a hacer? Jugaremos otra partida, pero esta vez arriesgaremos el todo por el todo. Yo apuesto cuanto he ganado esta noche, y tú tu vida. Si ganas, todo es tuyo, como antes: dinero, ganado y tierras. Si pierdes, te tirarás desde la kapia al Drina. Dijo esto como si nada, secamente y con el tono de un hombre de negocios, igual que si se tratara del acuerdo más normal entre jugadores absorbidos por el juego, Milán pensó que había llegado el momento de perder o salvar su alma, y hacía esfuerzos para levantarse, para arrancarse de aquel torbellino incomprensible que le había robado todo y que ahora lo arrastraba irresistiblemente; pero con una sola mirada, el extranjero lo dominó. Y como si hubiesen jugado en la taberna, apostándose tres o cuatro grochas, inclinó la cabeza y tendió la mano. Cada uno eligió una carta. El extranjero tenía un "cuatro" y Milán un "diez". Le tocó a él dar las cartas. Aquello lo llenó de esperanza. Repartió, y el extranjero siguió pidiendo más cartas. – ¡Otra, otra, otra! Sólo después de haber pedido cinco cartas, dijo: – ¡Basta! Le tocó la vez a Milán. Llegado a veintiocho, se detuvo un instante, miró las cartas del extranjero y hacia su rostro enigmático. Era imposible adivinar cuántas tenía, pero era muy probable que pasase de las veintiocho; en primer lugar, porque aquella noche no se quedaba en cifras más bajas, y en segundo lugar, porque tenía cinco cartas. Reuniendo sus últimas fuerzas, Milán tomó otra carta. Era un "cuatro". Total, treinta y dos; es decir: había perdido. Miraba la carta sin dar crédito a sus ojos. Le parecía imposible haber perdido todo de un golpe. Algo ardiente y ruidoso le atravesó el cuerpo de la cabeza a los pies. Súbitamente, todo se le hizo claro: el precio de la vida, el valor del hombre y aquella maldita e inexplicable pasión que tenía de jugar con los suyos y con los extranjeros, incluso solo. Todo resultaba luminoso y claro, como si estuviese amaneciendo o como si hubiese soñado que jugaba y que perdía; pero en verdad, una verdad irrevocable, algo que no podía repararse. Hubiese querido proferir una palabra, gemir, llamar a alguien en su ayuda, lanzar aunque no fuese más que un suspiro, pero ya no tenía fuerzas ni para eso. A su lado el extranjero esperaba. De pronto, en algún lugar de la orilla cantó un gallo, alto y claro, una vez, otra. Estaba tan próximo, que parecía como si se oyese el batir de sus alas. En el mismo momento, las cartas dispersas volaron, como levantadas por una borrasca, el dinero se desperdigó y la kapia se bamboleó hasta sus cimientos. Milán cerró los ojos espantado y pensó que había llegado su última hora. Cuando volvió a abrir los ojos, observó que estaba solo. Su adversario se había volatilizado como una pompa de jabón y, con él, las cartas y el dinero que se encontraban sobre la losa de piedra. La luna, color naranja, nadaba al fondo del horizonte. Se había levantado un viento fresco. Se acentuaba el tumulto de las aguas en las profundidades. Milán, con precaución, palpó la piedra donde estaba sentado, tratando de volver en sí, de reconocer el lugar donde se encontraba y de saber lo que pasaba; luego, se levantó con dificultad y se dirigió hacia su casa de Okolichta, sin darse cuenta de que andaba. Gimiendo y titubeante, apenas llegó ante su casa, cayó como un herido; su cuerpo chocó pesadamente con la puerta. Los suyos, que se habían despertado a causa del ruido, lo llevaron a la cama. Durante dos meses fue presa de la fiebre y del delirio. Llegaron a creer que no se recuperaría. El pope Nicolás acudió a administrarle la extremaunción. Sin embargo, se restableció y se levantó, pero no parecía el mismo hombre. Ahora era un viejo prematuro que vivía al margen de todos, que hablaba poco y que limitaba al mínimo sus relaciones con los demás. Sobre su rostro, que ya no sonreía, se reflejaba una atención dolorosa. Se ocupaba únicamente de sus negocios y se entregaba a sus ocupaciones, como si nunca hubiese conocido la compañía de sus amigos. Durante su enfermedad, contó al pope Nicolás todo lo que le había sucedido aquella noche en la kapia y, más tarde, confió su historia a dos buenos amigos, pues sentía que le habría sido imposible vivir con su secreto. La gente se enteró de algo, pero como si lo que había sucedido en realidad fuese insuficiente, añadió algunos detalles; después, como es corriente, dirigió su atención a algún otro y terminó por olvidar a Milán y su aventura. Y así, el hombre que ya no era más que una sombra del Milán Glasintchanin de antaño, vivía, trabajaba y discurría entre los habitantes de la ciudad. La joven generación sólo lo conocía tal y como era en aquellos momentos y no pensaba que hubiese sido de otro modo. Él mismo se comportaba igual que si hubiese olvidado todo. Y cuando habiendo dejado su casa para bajar a la ciudad, cruzaba el puente, con sus andares lentos y pesados de sonámbulo, pasaba junto a la kapia sin la menor emoción, incluso sin recuerdos. Ni siquiera volvía a su memoria que aquel sofá, guarnecido de asientos de piedra blanca, en los que se sentaba gente ociosa, pudiese tener alguna relación con el lugar remoto en el que, una noche, jugó su última partida, apostando a aquella carta traidora todo lo que tenía, incluso su persona, su vida en este mundo y en el otro. Milán se preguntaba a menudo si toda aquella aventura no habría sido más que una pesadilla que le hubiera asaltado cuando perdió el conocimiento delante de la puerta de su casa, si no habría sido más bien la consecuencia que la causa de su enfermedad. A decir verdad, el pope Nicolás y los dos amigos a quienes se confió, se mostraron inclinados a considerar el relato de Milán como una fantasía, una alucinación producida por la fiebre. Porque lo cierto es que ninguno de ellos creía que el diablo jugase al "otuz bir" ni que atrajese a la kapia a aquellos pára los que desease la perdición. Pero nuestras aventuras suelen ser tan confusas, tan penosas, que no es extraño que las gentes vean en ellas una intervención del mismísimo Satán, esforzándose así en explicarlas o, al menos, en hacerlas más verosímiles. Sea como fuere, con o sin el diablo, en sueños o en la realidad, lo que era cierto es que Milán Glasintchanin, después de haber perdido en una noche la salud, la juventud y una enorme cantidad de dinero, se encontró para siempre, como por milagro, librado de su pasión. Pero eso no era todo. Al relato de Milán se encontraba estrechamente ligada la historia de otro destino cuyo hilo partía de la kapia. Al día siguiente de aquel en el que Milán Glasintchanin (en sueños o en realidad) perdió su última partida en la kapia, lució un espléndido sol de otoño. Era sábado. Como todos los sábados, los judíos de Vichegrado se reunieron en la kapia, llevando con ellos a sus hijos. Desocupados y solemnes, con sus pantalones de raso y sus chalecos de lana, tocados con su fez aplastado, de color rojo subido, celebraban escrupulosamente el día del Señor, paseándose a lo largo del río como si buscasen a alguien. Pero, la mayor parte del tiempo, mantenían ruidosas y acaloradas conversaciones en español, empleando únicamente el servio cuando juraban. Bukus Gaon, hijo mayor del barbero Abraham Gaon, hombre piadoso, pobre y honrado, fue uno de los primeros en acudir aquella mañana a la kapia. Tenía dieciséis años y aún no había encontrado trabajo fijo ni oficio determinado. El muchacho, a diferencia de todos los Gaon, era algo alocado, lo que le había impedido entregarse a una ocupación concreta, empujándolo a buscar en todas partes y en todas las cosas algo ventajoso y agradable. Cuando quiso sentarse, se aseguró antes de que el sitio estaba limpio. Entonces vio en la rendija, entre las dos losetas, un delgado hilo amarillo que brillaba. Tenía el resplandor del oro, ese metal tan querido a los ojos del hombre. Miró mejor. No cabía duda: un ducado había caído allí. El muchacho echó una mirada en torno, para ver si alguien le observaba, y para buscar algo con que sacar el ducado de la rendija. Pero en seguida le vino a la memoria que era sábado y que sería vergonzoso y, al mismo tiempo, pecado, hacer cualquier trabajo. Conmovido y embarazado, se sentó y no se levantó hasta el mediodía. Cuando fue hora de ir a almorzar y cuando todos los judíos, jóvenes y viejos, se fueron a sus casas, distinguió una brizna de paja de cebada más gruesa que las demás y, olvidando pecado y sábado, sacó con precaución el ducado de entre las dos losetas. Era una buena moneda húngara, delgada, que no pesaría más que una ligera hoja seca. Llegó tarde al almuerzo. Cuando se sentó a la mesa baja y pobre, en torno a la cual se encontraban trece personas (once hijos, el padre y la madre), no prestó atención a las amonestaciones de su padre que lo trató de desocupado y de vago, y que le reprochó el no acudir ni siquiera a la hora de comer. Le zumbaban los oídos y sus ojos estaban deslumbrados. Se realizaba al fin su sueño de una vida de lujo inaudito. Le parecía que llevaba el sol en su bolsillo. Al día siguiente, sin haberlo pensado mucho, Bukus se fue con su ducado a la taberna de Ustamovitch y se coló en la habitación en donde se jugaba a las cartas a casi todas las horas del día y de la noche. Siempre había soñado con aquello, pero nunca había tenido bastante dinero para atreverse a ir allí a probar fortuna. Ahora podía llevar a cabo su sueño. Pasó algunos minutos llenos de angustia y de sobresalto. Al principio, fue acogido con desdén y desconfianza. Cuando le vieron cambiar la moneda húngara, pensaron inmediatamente que se la había quitado a alguien; sin embargo, aceptaron su apuesta. (Si los jugadores tratasen de conocer el origen del dinero de cada uno de ellos, nunca podrían jugar.) Comenzaron nuevas pruebas para el debutante. Al ganar, le subía la sangre a la cabeza y la vista se le nublaba bajo el efecto del calor y de la transpiración. Si perdía, le parecía que se detenía su respiración y que el corazón le desfallecía. Pero, tras aquellos tormentos que parecían no tener fin, salió aquella noche de la taberna con cuatro ducados en el bolsillo. Y aunque a causa de la emoción se sintiese extenuado y febril como si le hubiesen azotado con varas encendidas, caminaba derecho y orgulloso. Ante su mirada ardiente se abrían perspectivas lejanas y espléndidas que arrojaban un brillo deslumbrador sobre su pobreza familiar y que limpiaba la ciudad hasta sus cimientos. Andaba enervado, con paso solemne. Por primera vez en su vida podía apreciar no sólo el resplandor y el tintineo del oro, sino también su peso. Durante aquel mismo otoño, Bukus, aunque joven y sin experiencia, se convirtió en vagabundo y jugador profesional y abandonó la casa paterna. El viejo Gaon se consumía de vergüenza y de pena por su hijo mayor, y toda la comunidad judía sintió aquella desgracia como si fuese suya. Más tarde dejó la ciudad para lanzarse al mundo con su triste destino de jugador. Después, pasados catorce años, no se volvió a oír hablar de él. El origen de todo aquello, decían, fue "el ducado diabólico" que encontró en la kapia y que desenterró un sábado. |
||
|