"Toda la belleza del mundo" - читать интересную книгу автора (Seifert Jaroslav)14. El libro de memoriasEn la calle Kfemencova, en el barrio pragués de Nové Mésto, a unos pasos del instituto en el que se han de buscar los orígenes del grupo Devétsil, junto al edificio histórico de la cervecería U Flekuü en cuya entrada está colgado un gran reloj luminoso, hay una puerta pequeña, apenas perceptible. A esta puerta sólo le falta una campanilla como aquellas de los comercios de antes. Porque detrás de la puerta hubo, en efecto, un mostrador. Sin embargo, a través de la tienda sólo se pasaba a otra sala, parecida a una oficina; ahí, junto a un antiguo escritorio, se hallaba una mesa para los invitados, con sillas a su alrededor. Cualquiera que lo deseaba, encontraba siempre en aquella sala a Jan Goldhammer, a quien todo el mundo llamaba Goldi. Ese nombre pertenecía a un joven, hoy casi legendario propietario de unas cavas de vino en aquella casa. ¡Devétsil! Y para poder susurrar otra vez esta palabra agradable y encantada de nuestra juventud de hace tiempo, diré todavía que el edificio en que estaban aquellas salas, lo heredó Vladimír Sulc, uno de los primeros miembros de Devétsil. A Goldi le visitaba gente todo el día. Conversaban, hacían su negocio, se tomaban una copita de vino y se iban. Pero casi cada noche se reunía allí una pequeña compañía de personas que se conocían íntimamente y que tenían cosas que decirse las unas a las otras. En su tiempo, iba allí el escritor Eduard Bass con su acompañante Ladislav Khás. Miraba el mundo por debajo de sus gafitas, que parecían ser demasiado pequeñas para su cara llena. No obstante, su mirada inteligente y sonriente expresaba bienestar y amistad. A menudo acudía también allí V. V. Stech. Si menciono a éstos, no puedo dejar de nombrar a los demás. Antes que a nadie al invitado fiel, el profesor Josef Cibulka y también a Václav Talich. Eran cuatro nombres notables en la vida cultural checa y los demás venían con mucho gusto para estar con ellos. Ladislav Khás conoció ahí a su futura mujer, la competidora en carreras de automóviles Eliska Junkova. Algunas veces aparecían los poetas Nezval y Holán; de los prosistas, Jan Drda solía ser un invitado frecuente. De los pintores solía venir el agradablemente pulido Muzika, el charlatán Bauch y el travieso Frantisek Tichy. Y de los escultores, el narrador inolvidable Karel Dvofák y, a veces, también un amigo ameno: Josef Wagner, el escultor-poeta. De cuando en cuando, también se unía a nosotros la seductora actriz Eliska Poznerova, elegida por entonces reina de la belleza. Goldi era un hombre de buen corazón y mano generosa. Quería a sus invitados y pensaba siempre en qué sorpresa agradable podía prepararles. Cuando se reunía una compañía especialmente buena, se sentía feliz si a los invitados les gustaba el vino. Y no hacía economías, aunque en aquellos primeros años de después de la guerra no siempre había suficiente vino. Después del golpe de Estado del año cuarenta y cinco invitaba también a algunos oficiales del Ejército rojo. Había venido E. Registan, el autor del himno soviético. No sé cómo ni de dónde, pero Goldi, como un mago, siempre supo sacar algunas preciosas joyas líquidas del Rhin o del Mosela o viejos vinos alegremente espumosos de la región de Champaña. Ambos profesores, Stech y Cibulka, eran unos conocidos Era un verdadero placer escuchar a Stech cuando hablaba de Italia. Lo conocía todo: cualquier iglesia o capilla, y de los santos romanos estaba tal vez mejor informado que un canónigo del Vaticano. Conocía su aspecto, lo mismo si estaban pintados en color sobre el lienzo que grabados en la piedra o en un mosaico. Y eso, desde Venecia hasta Nápoles, y de ahí a Palermo, y de vuelta por otros caminos muy diferentes. Además, nunca olvidaba dónde preparaban una buena pizza. Y lo mismo que conocía un mosaico colocado sobre el pórtico de una catedral, sabía también el restaurante en que preparaban un delicioso El profesor Cibulka era un especialista en todos los vinos que se producen en nuestro continente. En su cava en la calle Valentinská tenía una pequeña colección y, para los invitados especialmente apreciados, sacó de allí botellas durante toda la guerra. Y nunca se olvidaba de la cocina. Cuando viajaba por Francia en coche, paraba en un pequeño pueblo provenzal e iba a una fonda; la especialidad de aquel lugar era la morcilla blanca y el vino de la propia viña, que no era peor que el mejor Sobre estas raras cualidades del señor profesor hallaron ocasión de convencerse todos aquellos que tuvieron la suerte de ser invitados a comer en su casa. Los acontecimientos de mayo sorprendieron, al final de la guerra, a algunos de los invitados de Cibulka en su generoso comedor. Es cierto que la comida estaba bastante afectada por la economía de guerra, pero el vino seguía siendo delicioso. Sin embargo, los invitados no sufrían hambre, aunque estuvieran obligados a quedarse varios días. El escritor Jan Drda encontró en la casa un viejo casco checoslovaco, se lo puso y se puso a la disposición de la guardia militar checoslovaca. Le destinaron como guardia nocturno delante de la Biblioteca Municipal y, para las horas nocturnas, se metió en el bolsillo una botella de Todavía hoy siento el olor y el gusto de todas aquellas comidas en que pude participar. ¡Qué lástima! Hace mucho que el fuego está extinguido en la cocina del profesor; la señorita Marie, la cocinera y mujer de su casa, dejó la fría cocina llorando. Estuvo con él durante treinta años, aunque al tercer día de su servicio ya se había dado cuenta de que había cometido un error. El profesor era muy exigente. Pero la señorita sabía cocinar milagrosamente. Preparaba poemas aromáticos. Hay una afirmación de un invitado de mucho renombre que proclamó la casa del señor profesor territorio francés, porque, en los buenos tiempos, allí se cocinaba y se comía igual que en Francia. Josef Cibulka, profesor de arqueología cristiana y de historia del arte eclesiástico en la Universidad de Carlos, ex cantante de la Capilla Sixtina, canónigo en la iglesia de Todos los Santos del Castillo de Praga, científico, autor de muchos importantes trabajos de investigación, historiador que hizo retroceder la historia checa cien años más atrás, no era un hombre aburrido. ¡Al contrario! Sabía reír de todo corazón y le gustaba cualquier clase de bromas y anécdotas. Su amigo Karel Kopf iva, también un invitado frecuente de Goldi, fue víctima de muchas ideas divertidas del señor profesor. Kopfiva era representante de una empresa inglesa exportadora de whisky, pero su verdadera profesión fue el amor a la música. Tenía una discoteca de nivel europeo y nosotros le visitábamos por las tardes para escuchar exquisitos conciertos mientras tomábamos una taza de té aromatizado con flores de azahar. Cuando su amigo Rafael Kubelík dirigía en la Sala Smetana un concierto basado en la ópera de Janácek Kopriva no debía haber comentado esta carta en las cenas de Goldi. El profesor organizó en seguida una amplia colección de toda clase de cadenas, que sus amigos mandaban o llevaban después a casa de Kopriva. Entre ellas había cadenas fuertes y pesadas para encadenar personas y llevar animales al matadero, pero también cadenitas de relojes de bolsillo y esas que los niños se ponen como colgantes. También había cadenas de las esposas policíacas y esas cadenas de papel que se cuelgan en el árbol de Navidad. El profesor no cejó en su empeño hasta que explotó todas las posibilidades; y sólo se lamentaba de que en nuestra lengua se dijera «una corona de morcillas» en vez de «una cadena de morcillas», giro que, además de ser más expresivo, serviría para que una cadena de morcillas rematara la colección de una manera triunfal. No tengo ni idea de lo que Kopriva hizo con sus cadenas. Pero, por lo que yo sabía, nunca estropeó ninguna broma. ¿Dónde están aquellos días despreocupados y llenos de risas, en los que había tiempo y humor para bromas como ésta? ¡Cómo le favorecía la risa a Cibulka! A Ustí nad Orlicí, donde el profesor Cibulka nació y donde solía pasar mucho tiempo, le fue a visitar su apreciado amigo el arquitecto S. Era un viernes y ambos eran católicos. Como es sabido, la Iglesia católica es estricta en cuanto a la observancia de la abstinencia, pero permite algunas excepciones. Por ejemplo los peregrinos, los enfermos o los obreros de trabajo pesado no tienen que observar la abstinencia. Cibulka cogió a su invitado del brazo, le llevó a la estación y se sentaron en el primer tren. No fueron demasiado lejos: bajaron en la ciudad de Ceská Tfebová y Cibulka condujo a su invitado al restaurante de la estación. Pidió costillas a la brasa y cuando trajeron los platos, pronunció: No me gustaría que juzgarais con severidad al señor profesor, inventor de ésta y otras bromas inocentes. Fue encantador en todos los sentidos de la palabra. El domingo, todos sus amigos, creyentes o no, se apresuraban a la misa matinal de la iglesia praguesa U krizovníkuú, donde su hermosa voz se entrelazaba con las nubéculas de incienso, mientras aquel que cantaba el coro gregoriano con la perfecta y fina gracia de los eclesiásticos del Vaticano, oficiaba su ceremonia sagrada. Luego, a veces, durante toda una semana, trabajaba en sus libros sobre la basílica de San Jorge de Praga, sobre las joyas de la coronación del Reino de Bohemia y sobre los santos Cirilo y Metodio y su largo camino hacia nuestras tierras. Después de una de mis largas visitas a la calle Valentinská, cuando ya me hallaba en la antesala del profesor, noté que mi cartera estaba bastante más pesada. Se me ocurrió que se trataba de una pequeña broma y no quise estropearle la diversión al señor profesor. Le salió una broma buena de verdad. Me había puesto en secreto, dentro de la cartera, una botella del maravilloso vino Clos de Vougeot, que habíamos bebido durante la comida y que yo no dejaba de alabar. Y si no tengo otro remedio que revelar lo que comimos para acompañar aquel vino, os lo diré: espalda de corzo; y, de postre, cestitos rellenos de arándanos rojos. Aquel vino de Borgoña era uno de los predilectos del profesor y mi amigo Goldi le hacía los más grandes honores. Sobre todo al de la viña Cote d'or, loada hasta por el poeta Joris-Karl Huysmans. Pero este señor ya no nos interesa tanto hoy en día. Guardé la botella en casa. Me daba pena abrirla. Al cabo de poco tiempo empeoró la salud del señor profesor y se vio obligado a guardar cama. Se acabaron las deliciosas comidas y cenas en la generosa mesa. Poco después, el infatigable y querido anfitrión desapareció. Ni después de su muerte me sedujo la botella. Cuando la veía, la acariciaba con cariño; me recordaba a una gran persona y esperaba con paciencia una ocasión más apropiada y festiva para degustarla. Esa ocasión se presentó al cabo de cierto tiempo. Me visitó el historiador del arte Jan Tomes, alumno y joven amigo de Cibulka. Sabía mucho de su maestro y contaba historias de él con verdadera gracia. A los profesores V. V. Stech y Josef Cibulka les gustaba acompañar a sus alumnos en los viajes de estudios. El primero, por Italia; el otro, por Francia y Europa occidental. Jan Tomes estuvo con Cibulka en aquel antiguo Otra exquisita historia es la que narra Tomes sobre una excursión a Znojmo. En la iglesia de San Nicolás de aquella ciudad tienen sobre el altar de la nave lateral derecha una estatuilla de la Virgen. El profesor Cibulka sabía de la existencia de tal estatuilla, pero nunca la había tocado con sus propias manos. Cuando llegaron al altar, el profesor apartó las cortinas, para poder llegar hasta la mesa del altar. No dejó que nadie le acompañase en esa ceremonia. Abrió el tabernáculo de cristal en que se encuentra la estatuilla, Sacó ésta y la llevó hasta donde estaban sus alumnos. Igual que el Niño Jesús de Praga, la Virgen estaba adornada de ricos vestidos. Pero el señor profesor metió la mano por debajo de las faldas de la Virgen y afirmó triunfalmente con una sonrisa: – ¡Es gótica! Cuando le quitaron la ropa, se demostró que tenía razón. Serví el rojo vino de Borgoña de la bodega del profesor y brindamos por su memoria. Aunque V. V. Stech rechazaba el arte moderno, que no le gustaba -no reconocía ni a la generación de Josef Capek y Jan Zrzavy-, no se puede decir de ningún modo que desconociese el arte antiguo. Su escepticismo empezaba con los impresionistas; proclamaba que habían destruido las reglas del arte. Sin embargo, su amplia monografía sobre Rembrandt es excelente. Se publicó antes de su muerte. Los artistas modernos no le apreciaban: cuando el pintor Otto Gutfreund exhibió el retrato de Stech, Pacovsky, el redactor de – ¡Parece vivo! ¡Sólo falta que diga una estupidez! Pero las conversaciones con él, aun no estando de acuerdo, siempre eran interesantes. Amaba a Praga auténtica y profundamente. Eso fue lo que nos acercó. Podía hablar de la ciudad con cariño durante horas. En aquellas veladas bebíamos mucho vino. Me parecía que, cuanto más bebíamos, con más entusiasmo traía Goldi nuevas botellas y más satisfecho se sentía. Treinta años después incluso me dijo que no supo invertir el dinero de mejor manera: aún amaba el recuerdo de aquellas personas. Yo quería mucho a Cibulka; y le respetaba. Pero a Talich le adoraba. Cuando hablaba de música, era encantador. Fascinante. Cuando, como director de la ópera del Teatro Nacional, estudiaba Talich me apartó un poco y, lleno de convencimiento, me propuso que escribiera para esta joven orquesta unos poemas que se podrían recitar acompañando la – Oye, me parece que los asuntos de este muchacho, Mozart, no eran tan idílicos como los pintas tú en estos versos. Aquel hombre tenía que tener unas pasiones que hoy desconocemos y que, junto con la exaltación creadora, aceleraron su muerte. A Talich le gustaba explicar una anécdota sobre el compositor Suk. Suk está sentado en una tasca y habla de Mozart: «Si ahora se abriera la puerta y entrara Beethoven, le saludaría educadamente y le invitaría a mi mesa y charlaríamos sobre música. Pero si viniera Mozart, me caería debajo de la mesa.» Talich tampoco llegó a dirigir la Recordé entonces las palabras de Talich sobre la muerte de Mozart cuando, en el otoño del 1976, se publicó en la revista ¡No, no eran las mujeres! Vladislav Vancura solía decir: -¡En el mundo hay pasiones más fuertes que las mujeres! Hace ya tiempo que quitaron y trasladaron los grandes barriles de la bodega de Goldhammer y convirtieron la sala en un almacén. Probablemente siguieron oliendo a vino durante mucho tiempo. Es como si convirtieran una antigua iglesia en un almacén: sus paredes estarían profundamente penetradas del incienso y de las oraciones. Hace poco me vino a ver Goldi y me trajo el libro de memorias de la calle Kfemencova. Naturalmente, estaba manchado de vino en muchas páginas. Al lado de los versos eróticos de Vítézslav Nezval había poemas polémicos de Jan Drda y, unas páginas más adelante, encontré una exclamación de Vladimír Holán: Y así, nombre tras nombre, una tumba y un recuerdo con cada uno, y una copa que resuena suavemente con cada nombre. Bass, Talich, Cibulka, Nezval, Stech, Muzika, Konrád y muchos más. Los amigos que iban desapareciendo con el precipitado paso del tiempo, que se apresuraba inconteniblemente. Menos mal que los nombres quedan y no callan. Hace poco que volvía del café Manes y no pude resistir la tentación de ir a mirar la vacía calle Kfemencova. Fue de noche. El gran reloj de la cervecería U Flekú brillaba quebradamente entre los copos de nieve que caían y recordaban una luna que había tenido una avería en aquella calle memorable. |
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