"Travesía Del Horizonte" - читать интересную книгу автора (Marías Javier)LIBRO QUINTOLas andanzas del capitán Kerrigan no pueden ser resumidas en una sola conversación y por ello lamento no tener la capacidad de concisión que tienen algunos de mis colegas, pero trataré de ajustarme en lo posible a lo que él me contó y procuraré no olvidar -es decir, omitir-, entre tanta acumulación de hechos y tanto pintoresquismo, lo fundamental de su historia y al mismo tiempo ser tan riguroso en los detalles como el tiempo de que disponemos me permita. Como usted quizá ya sepa, Kerrigan ha pasado la mayor parte de su vida yendo de un sitio a otro; puede decirse sin temor a faltar a la verdad que hasta que hace cinco años -en septiembre del 99- se instaló cómodamente en París, no había permanecido en el mismo lugar más de dos o tres meses si exceptuamos, precisamente, la temporada durante la cual transcurrió lo que le voy a relatar. Esto, por supuesto, desde que en 1863, cuando contaba catorce años, abandonó su hogar de Raleigh. Pero espere, creo que no lo estoy contando bien: me temo que estos preámbulos -un tanto incoherentes, además, por no ser intencionados- no hacen sino demorar lo esencial de esta narración y aburrirle, cosa que en ningún caso debería suceder. No diré que el relato haya por fuerza de agradarle o divertirle. No es agradable ni divertido, pero, al menos en principio y en teoría, nunca debería aburrirle. Tal vez se haya usted ya fijado en la fecha que he mencionado, la fecha en que Kerrigan salió de su casa para no volver más: 1863. En efecto, lo hizo para incorporarse a filas a pesar de su extrema juventud y, según me dejó entrever en su abrumadora charla, combatió sin descanso hasta el final de la guerra. Cuando regresó a su casa la encontró en ruinas, quemada y saqueada, y aunque no halló los cadáveres de sus padres y su hermana, no se dedicó, como hacían muchos otros soldados de la época, a buscar su paradero, pues las posibilidades de encontrarlo eran en aquellos tiempos y en aquellas circunstancias, al parecer, nulas o en todo caso mínimas. Las familias que habían escapado con vida de las matanzas de Sherman y Schofield se refugiaban en los lugares más insospechados y a veces, si les era posible, emprendían largos viajes hacia el oeste sin mirar atrás. Por otra parte, Kerrigan supo que su hermano mayor, Alastair, había perecido de forma horrible en la segunda batalla de Bull Run. A partir de entonces -en realidad ya lo había hecho antes, al dejar su casa para ir al frente- decidió que la única manera de sobrevivir era no preocupándose más que de sí mismo y se propuso seguir solo su camino, cuya única meta clara, desde entonces y a lo largo de toda su vida, fue la de hacerse inmensamente rico. Nunca he tenido que empuñar un arma en un campo de batalla, pero me imagino que hacerlo lleva consigo más de una determinación, entre ellas, sin duda, la de dejar de lado todos los escrúpulos que se puedan tener. Exactamente fue en eso en lo que Kerrigan se convirtió a la edad de dieciséis o diecisiete años: en un hombre sin escrúpulos. No es que con su forzada participación en una guerra a tan temprana edad intentara justificar todos los delitos que ha cometido, pero sí quiso darme a entender que, en su situación de 1865 -después de haber sido derrotado y con tan sólo unos leves conocimientos de francés y cultura general-, no tenía más opción que la de hacerse un hombre duro e incluso cruel, sin miramientos de ninguna clase. La cantidad de fechorías y crímenes que Kerrigan ha cometido a lo largo de su azarosa existencia es incontable y no seré yo quien los divulgue, por dos razones esenciales: la primera es que, si bien no de una manera convencional, Kerrigan y yo hemos llegado a ser buenos amigos y no me parecería elegante ni correcto relatar, aun con su consentimiento, los detalles de sus desmanes, de los que, por otro lado, está completamente arrepentido en la actualidad; la segunda razón es más simple y menos noble: a nadie puede gustarle escuchar sus sanguinarias hazañas, en las que tienen cabida desde el robo a la mutilación, desde la violación a la trata de esclavos, desde la traición al asesinato, desde la tortura a la estafa y al desfalco, desde la calumnia a la delación. Espero que no me lo reproche, pero en verdad me siento incapaz de repetir, palabra por palabra, las confesiones que Kerrigan me hizo hace unos días. Lo que nos atañe, por lo demás, lo que en cierto modo provocó su enclaustramiento con cinco botellas de whisky y más tarde su censurable actuación sobre la cubierta del barco, que puso en peligro, entre otras, la vida de la señorita Bonington, su… ¿prometida? -no conteste, por favor, al fin y al cabo no es asunto de mi incumbencia: es tan sólo, una vez más, mi reprobable, insaciable y nunca escarmentado afán de saberlo todo-, no tiene mucho que ver con la figura de un desalmado. Le diré, no obstante, y para evitar que la opinión que se está usted formando de él -lo adivino en su estupefacta mirada- se asiente definitivamente en su cabeza, que el capitán Kerrigan no es en la actualidad una persona despreciable, miserable, perversa o ruin. El cambio que se ha operado en él con el transcurso de los años es más que notable, y hoy en día nos encontramos ante un típico caso de hombre atormentado por su pasado, casi totalmente arrepentido de él, y relativamente redimido. Por ello le pido que no lo juzgue con demasiada severidad; recuerde que fue el mismo Kerrigan, en definitiva, quien me rogó que les contara esta historia a la señorita Bonington (de cuya ausencia ahora casi me alegro) y a usted, señor Bayham, con el fin de obtener su comprensión -por no decir su perdón-. Lo cual, al parecer -y ello le honra-, tiene una enorme importancia para él. Corría el año 1892 y Kerrigan, con ya cuarenta y tres, se encontraba, arruinado y prematuramente envejecido, en la ciudad portuaria de Amoy, en el estrecho de Formosa. Durante siete largos años había permanecido en los Mares de China traficando -unas veces legalmente, las más sin autorización- en todo tipo de artículos. No era un contrabandista a gran escala; quiero decir que los trayectos que hacía con su pequeña embarcación no eran largos. Los productos que transportaba nunca procedían de América o Europa, y su comercio, por tanto, se reducía al Mar Meridional de la China, al Mar de Java, al Golfo de Bengala y en alguna ocasión excepcional -cuando se trataba de llevar algún artículo de primer orden o una carga cuyo transporte ilegal estuviera especialmente penado- al Mar de Omán. Era, pues, un contrabandista local; aunque las distancias que he mencionado sean ciertamente considerables así son llamados los traficantes que se limitan a hacer ese recorrido. A pesar de que los focos más importantes de comercio en esa zona están situados en Hong-Kong, Macao, Shanghai, Singapur y Batavia, Kerrigan, modesto en sus ambiciones y previendo que en esta ciudad la competencia sería prácticamente nula, se había instalado en Amoy, un puerto de segunda o tercera categoría, con escaso control por parte de la policía y mayor facilidad para encontrar buenas ofertas por productos de mediocre calidad, como eran los que él introducía en el país. Su negocio, como podrá usted suponer, no era ni demasiado espectacular ni demasiado rentable, pero siete años son mucho tiempo y poco a poco Kerrigan se fue haciendo rico hasta lograr montar con la ayuda de un socio, casi dos años antes de su quiebra, nada menos que una compañía de navegación. Aunque ésta era de corto alcance -tenía una docena de embarcaciones que hacían recorridos entre Amoy y Malaca, entre Singapur y Bintulu, entre Fu-Cheu y Luzón- empezó a dar frutos al poco tiempo, y Kerrigan y su socio, un alemán llamado Lutz, con el que también compartía sus negocios de contrabando, comenzaron a nadar en la abundancia y se convirtieron en una especie de caciques de la ciudad de Amoy. Al tener dinero se hicieron prestamistas y, con la impunidad que les proporcionaba su condición de occidentales, se dedicaron a explotar a la población. Los intereses que cobraban a los confiados nativos por sus préstamos eran desorbitados, y cuando alguno de ellos no podía pagar dentro del plazo establecido, Lutz, un rubicundo de fuerte complexión y aún mayor crueldad que la del capitán Kerrigan, lo buscaba por toda la ciudad hasta encontrarlo y lo apaleaba sin compasión hasta la muerte. Este caballero era en verdad temible, insolente y despótico. Gordo más que corpulento, de cara redonda coronada por una estropajosa mata de cabellos rubios y ondulados, no rebasaría los cuarenta. Todo él era sonrosado y cuando se excitaba o enfurecía su rostro se hinchaba alarmantemente y una gruesa vena aparecía en su frente o en su cuello, según la estación del año. Vestía siempre con la misma ropa: un traje blanco y arrugado cuyos pantalones le quedaban demasiado anchos, unos botines negros que -quizá porque contrastaban con su desaliño general- relucían mucho, camisas de color crudo o azul claro y una corbata granate tan ancha que cuando se desabrochaba los botones del chaleco cubría por completo su voluminoso estómago. A estas prendas añadía, de vez en cuando, un desgastado sombrero panamá y un bastón descomunal. Sus ojos eran diminutos y por ello de color indescifrable, su mentón inexistente y su nariz indudablemente alemana. De estatura mediana, la grasa hacía de él un hombre bajo y desproporcionado; y a pesar de que llevaba el cinturón muy alto, sus piernas resultaban cortas. Solía pasear todas las mañanas por el puerto observando con mirada displicente las maniobras de los marinos y los estibadores; con su bastón en la mano, adoptaba los ademanes de un estricto general pasando revista a sus tropas, y aunque los nativos se mofaban de él a sus espaldas, su presencia en cualquier lugar de la ciudad imponía respeto y temor. Kerrigan era, seguramente, tan despiadado como él, pero sus ambiciones eran más abstractas y por tanto mayores que las de Lutz y por ello dejaba que el alemán se ocupara como era su deseo de las cuestiones públicas -por llamar de alguna manera a sus obligaciones: tratar con los subordinados, cobrar las deudas, sobornar a las autoridades y en definitiva ser la cabeza visible de “Lo pensaré”, para salir de la casa inmediatamente después. Pasó cierto tiempo sin que ninguno de los dos hombres volviera a mencionar aquella noche ni aquella cuestión. Kerrigan, puesto que Lutz había dicho que lo pensaría, no quería insistir en el asunto por temor a que su socio montara en cólera -aunque estaba dispuesto a enfrentarse con él y a matarle si era necesario, prefería evitarlo- y decidió dejarle todo el tiempo que deseara para meditar su resolución. Lutz, por su parte, continuó inspeccionando los muelles y propinando palizas a los nativos como si nada hubiera pasado. Así transcurrió un mes y Kerrigan empezó a sospechar que Lutz estaba maquinando algo aunque su comportamiento ni siquiera lo insinuara. Por ello tomó una medida: la de hacerle viajar. Alegando que los empleados de las embarcaciones destinadas al contrabando hacían escalas imprevistas en Hong-Kong y Victoria y allí vendían parte de la carga sin su consentimiento, quedándose ellos con los beneficios de la venta, que luego, claro está, no declaraban, le indicó la necesidad de que uno de los dos -no tenían ningún hombre de confianza que pudiera suplirles- acompañara personalmente los envíos y tomara parte en las expediciones. Kerrigan no podía dejar la administración y su presencia en Amoy era indispensable; las ocupaciones de Lutz, en cambio, podían muy bien ser encomendadas a una pareja de matones. Aunque al alemán no le satisfizo la idea de tener que pasar tanto tiempo fuera de la ciudad no pudo oponerse a los razonamientos de Kerrigan y empezó a dirigir personalmente los viajes al Golfo de Bengala y al Mar de Java. Tanto Kerrigan como Lutz eran expertos en el oficio y por tanto las expediciones en busca de mercancía no representaban un gran peligro para éste, que conocía a la perfección las rutas de navegación menos vigiladas y también sabía sortear las asechanzas o escapar de las persecuciones de las patrullas de la policía británica. Pero en muchas ocasiones la llegada de las cargas a las ciudades que las suministraban -Madras y Singapur principalmente- se retrasaban, y Lutz y su embarcación se veían forzados a permanecer esperando en los puertos varias semanas, con lo que las ausencias del alemán duraban a veces más de dos meses -bien entendido que, por supuesto, Lutz sólo viajaba cuando el género era muy delicado o de primera categoría-. Ello dejó las manos completamente libres a Kerrigan en Amoy. Por un lado empezó a estafar a Lutz, que ahora se veía imposibilitado para cobrar sus honorarios semanalmente y para revisar las cuentas con tanta frecuencia como lo había hecho hasta entonces; Kerrigan le pagaba cada vez que Lutz regresaba de una travesía, pero siempre menos de lo que le correspondía. Con esto descartaba un peligro: el de que Lutz hubiera decidido demorar su respuesta hasta que tuviera ahorrado suficiente dinero como para superar la situación desventajosa en que se hallaba cuando Kerrigan le propuso comprarle su parte del negocio y para gozar de cierto bienestar monetario. Por otra parte, compró con favores la lealtad de la mayoría de los empleados de la compañía y -quizá pecando un poco de previsor- instaló en sus oficinas un verdadero arsenal: escopetas, rifles de repetición, municiones, pólvora y pistolas, por lo que pudiera suceder si un día Lutz daba rienda suelta a su rencor e intentaba tomar el local con una cuadrilla de maleantes. Kerrigan comenzó a sentirse seguro y a confiar en que la compañía sería exclusivamente suya en un plazo muy breve. Lutz, con sus constantes idas y venidas -al prosperar el negocio las demandas se habían hecho enormes-, estaba cada vez más desligado de lo que concernía a la dirección de la firma y se había convertido en un capataz; o, por lo menos, sus tareas no eran ya las propias de un copropietario acaudalado, sin duda alguna. Los meses pasaron y Lutz, por otra parte, siguió sin hacer la menor referencia a la proposición que Kerrigan le había hecho la noche del primer aniversario de la fundación de la compañía. Kerrigan llegó incluso a pensar que se le había olvidado y a preguntarse si tal vez no debería volver a hacerle su ofrecimiento -muy generoso ya entonces- aumentando la cantidad. Hasta que, once meses después de aquella noche, Lutz explotó. Como ya he dicho antes, la mayoría de los viajes del socio del atormentado capitán del «Adelante», y ésta se abrió dando paso a los recién llegados. Lutz, muy sonriente, avanzó hasta Kerrigan y le ofreció su mano. Su actitud era cordial y Kerrigan se la estrechó. Entonces Lutz se volvió hacia el hombre alto y delgado y lo presentó como el señor Kolldehoff, holandés. Kerrigan, que se había puesto en pie sin separarse de la mesa, estrechó también su mano y, tras rogarles que tomaran asiento, volvió a dejarse caer sobre su silla. Lutz y Kolldehoff atendieron a las indicaciones de Kerrigan y entonces el primero empezó a hablar. Dijo que el cargamento, como siempre, había llegado sin novedad y que esperaba que Kerrigan encontrara mejores ofertas de las que había tenido por el anterior envío de seda, a lo cual el americano contestó que haría lo posible, y añadió, dirigiéndose más bien a Kolldehoff, que la competencia estaba empezando a abrirse paso también en la ciudad de Amoy y que no era ya tan fácil colocar los géneros a buen precio como cinco años atrás. Kolldehoff se limitó a asentir con la cabeza en silencio. Fue entonces cuando Kerrigan cometió una imprudencia, aunque me imagino que de no haberlo hecho poco habrían variado los resultados de aquella entrevista: se encaró con Lutz y comenzó a hablarle de su próximo viaje, esta vez a Batavia, para recoger un cargamento de habanos procedentes de América. Le dio instrucciones, órdenes, le hizo ver la importancia de la mercancía -por primera vez americana-, le comunicó que habría de prescindir del timonel habitual por desconfiar de su fidelidad, le indicó la ruta que habría de seguir, le informó de la contraseña que habría de emplear para reconocer al hombre que le proporcionaría las cajas de habanos y, sin embargo, no observó que el rostro de Lutz se iba ensombreciendo más y más a medida que él hablaba. Entonces Kolldehoff miró al alemán con impaciencia y éste dio un puñetazo sobre la mesa. Kerrigan, sorprendido, interrumpió su torrente de palabras e instintivamente abrió un poco el cajón donde había escondido la pistola -con la mano izquierda- y se llevó la derecha al bolsillo de su chaqueta. Lutz, con mucho aplomo, se puso en pie y dijo que no deseaba demorar por más tiempo el feliz momento de comunicarle la buena noticia de que ya tenía una respuesta a la oferta que Kerrigan le había hecho once meses antes. Nuestro amigo se separó un poco de la mesa y preguntó: «¿Y cuál es esa respuesta?» «Deseo comprar tu parte, Kerrigan», contestó Lutz. En todos aquellos meses lo único que Kerrigan no había previsto era lo que entonces estaba sucediendo: él nunca creyó muy hábil a su socio. Aunque suponía cuál iba a ser la contestación del alemán, dominó su nerviosismo, soltó una carcajada e inquirió con cierta sorna: «¿Puedo saber con qué dinero, Lutz?» La respuesta de éste no le defraudó: «Con el del señor Kolldehoff, que será mi nuevo socio.» Kerrigan podría haber intentado jugar la misma carta que Lutz y haber dicho que lo pensaría, pero por un lado estaba convencido de que éste no se dejaría engañar tan estúpidamente como él y por otro se imaginaba que ante tal contestación los otros le pondrían un plazo. Por ello tomó la determinación de hacer de una vez frente al problema y, sacando de su bolsillo la diminuta pistola, encañonó a Lutz y a Kolldehoff y dijo: «Ya estoy harto de tenerte aquí, Lutz. No quiero matarte ni tampoco a tu amigo, a quien acabo de conocer y contra el cual no tengo nada. Has sido un mal socio y la compañía, lo sabes muy bien, es mía. Es mi idea y mi trabajo. Largaos de aquí para siempre y no volváis a poner los pies en este edificio si no queréis obligarme a mataros. ¿Lo oyes bien, Lutz? Si me dejas algunas señas te enviaré lo que te corresponde por tu parte en el negocio, aunque si no te fías de mí no te lo reprocharé. Has de correr el riesgo. Y ahora fuera de aquí. Te lo advierto, Lutz: te mataré si intentas algo. Y a usted también, señor Kolldehoff.» Los dos hombres retrocedieron hasta la puerta, la abrieron y salieron. Antes de cerrar Lutz exclamó lleno de ira: «¡Tendrás noticias mías, Kerrigan!» Kerrigan sabía que Lutz no se atemorizaría por unas simples amenazas, y si no lo mató entonces fue, según él mismo confiesa, porque ya se iba haciendo mayor y empezaba a costarle trabajo matar a una persona a sangre fría. Estaba seguro, mientras los veía alejarse en dirección al hotel desde la ventana, de que Lutz y Kolldehoff, aquel holandés impasible, volverían para tratar de matarle al cabo de unos días, cuando hubieran configurado un plan. Efectivamente, pasaron tres días sin que nada demasiado anormal sucediese y Kerrigan, no obstante, tuvo ocasión de comprobar cuál era el plan -o al menos los primero pasos del plan- de los dos centroeuropeos. Durante aquellos tres días los empleados de Kerrigan -cuya lealtad, como usted recordará, había comprado durante las prolongadas ausencias de Lutz- fueron desapareciendo de forma aparentemente misteriosa; y digo aparentemente porque Kerrigan sabía con certeza que Kolldehoff y su dinero los estaban sobornando para que lo abandonaran. Sin embargo, conocía a los chinos y su peculiar sentido de la amistad: él no los había comprado con dinero, sino con favores y buenos tratos y por tanto sabía que sus subordinados no levantarían una mano contra él por mucho que les ofreciese Kolldehoff y les intimidase Lutz; se limitarían a no apoyarle y a hacerse a un lado en la rencilla. No estarían de su parte, pero tampoco estarían de la de sus enemigos. Por ello, cuando al cuarto día la última pareja de empleados se esfumó, Kerrigan tuvo la seguridad de que tendría que luchar para guardar sus posesiones aquella misma noche, solo, y de que sólo tendría que hacerlo contra dos hombres. Pasó la mañana ocupado en cargar, una por una, todas las armas de que disponía y en colocarlas en sitios estratégicos de toda la casa: puso un rifle de repetición junto a todas las ventanas (que atrancó, así como las puertas, con gruesas estacas de madera) de tal manera que pudiera desplazarse con gran agilidad -sin el peso de un arma- de una zona del edificio a otra sabiendo que en cualquiera de ellas tendría algo con que disparar preparado a su alcance. Confiaba, además, en que con ello lograría dar la impresión de que eran varios hombres los que hacían fuego y, si no ahuyentar a sus atacantes, sí al menos hacerles dudar de su superioridad numérica y desconcertarles. La tarde, sin embargo, con todo ya bien calculado y nada que hacer sino esperar, le resultó inaguantable. Nervioso, paseaba por las habitaciones vacías, intentaba leer sin conseguirlo, bebía sin demasiadas pausas entre copa y copa. Cuando llegó la noche estaba muy excitado y algo ebrio. La casa de Kerrigan estaba rodeada por matorrales que él, desde una ventana, vigilaba constantemente. Empezó a ver sombras y a creer que oía pisadas y que los matorrales se movían hacia las nueve de la noche. A las nueve y media oyó un griterío lejano y vio cierto fulgor desacostumbrado sobre la zona del puerto, que apenas si se divisaba desde «¡Kerrigan! Tus barcos están ardiendo desde hace media hora; sal a verlo si tienes valor», había gritado la voz del alemán. Kerrigan comprendió dos cosas en aquel instante: por un lado, que el resplandor proveniente de la zona portuaria se debía al incendio de sus embarcaciones, y por otro, que Lutz no tenía el menor interés en quedarse con la compañía; sólo le interesaba vengarse de la oferta que le había hecho la noche en que celebraron el primer aniversario de la fundación de la firma y para lograrlo estaba dispuesto a destruirlo todo: los barcos, las mercancías, las oficinas, todo. Se dio cuenta de que había enfocado erróneamente la defensa de sus propiedades y, rabioso, contestó con una descarga hacia el lugar de donde había salido la voz de Lutz. Oyó como éste se replegaba y se escondía entre los matorrales y casi al mismo tiempo varias balas acribillaron las contraventanas desde las cuales había disparado. Se retiró de allí y esperó un rato hasta que volvió a oír la voz de Lutz: «Ya no tienes nada, Kerrigan, sólo esas malditas oficinas. Abandónalas si no quieres perderlas también, y con ellas la vida. He quemado las embarcaciones, pero todavía queda el dinero. Si nos entregas todo lo que tienes, nos iremos.» Kerrigan volvió a disparar contra los matorrales, pero aún escuchó la risa de Lutz cuando dejó de hacer fuego. No veía nada y empezó a perder el control de sus nervios. Le pareció oír un ruido en la puerta trasera; corrió hasta allí y vació un cargador sobre ella. Creyó también oír un quejido y, curioso, abrió la puerta para echar un vistazo. Recibió una lluvia de balas y una de ellas le alcanzó en una pierna. Era, por supuesto, Kolldehoff. Cerró apresuradamente, se sentó en el suelo, comprobó que la herida no era grave y que el proyectil no había roto ningún hueso y podía andar, y trató de calmarse. Mientras, seguía oyendo la voz de Lutz, que se burlaba de él y le amenazaba. De pronto se le ocurrió una idea. Elevó la voz y llamó a Kolldehoff. Éste no respondió, pero Kerrigan continuó: «No sé quién eres ni me importa, Kolldehoff, pero sé que eres un miserable y que no tienes dinero ni para comprar la compañía ni para volver de aquí a Singapur. ¿Cuánto te paga Lutz por hacer esto? Sea lo que sea yo te pagaré el triple si te pones de mi lado. Acabemos con él, ¿eh, Kolldehoff ¿Estás de acuerdo?» Hubo un rato de silencio y entonces la parca contestación del holandés se oyó clara y nítida: «¡No!.», gritó. Y acto seguido Lutz volvió a hablar con triunfalismo. Lanzó varia carcajadas y repitió una y otra vez que Kerrigan estaba perdido sin remisión. El capitán corrió de nuevo hasta la puerta delantera y disparó una vez más contra los matorrales, sin ningún éxito. Entonces hubo unos minutos de silencio hasta que, procedente de la parte trasera de la casa, se oyó el ruido de una ráfaga de aire. Kerrigan fue hasta allí y vio que Kolldehoff había lanzado una antorcha que había entrado a través de los cristales rotos por las balas del holandés y que había prendido las cortinas de lo que era su dormitorio. Las arrancó y sofocó el fuego, pero mientras acababa de extinguirlo dos teas más penetraron por la ventana rota y oyó cómo Lutz, por el otro lado, estaba a su vez lanzando antorchas encendidas. Notó que una de ellas caía sobre el tejado, de paja, y las llamas empezaron a extenderse por toda la casa. Recordó entonces que tenía pólvora almacenada y corrió al cuarto en que estaba guardada. Abrió una ventana y echó fuera tres o cuatro cajas; no le dio tiempo a más porque el humo le atosigaba y hacía llorar a sus ojos y además oyó que uno de los dos estaba intentando echar abajo la puerta delantera. Se trasladó hasta allí, algo renqueante ya a causa de la mucha sangre que había perdido, y aguardó, escondido detrás de un enorme archivador de madera muy gruesa, a que la entrada cediera, con una pistola en cada mano. Cuando la puerta se abrió de golpe Kerrigan no pudo ver a nadie hasta que de repente Lutz entró, disparando hacia todos los puntos de la habitación. Kerrigan esperó un poco más, y cuando vio que el humo empezaba a irritar los ojos de Lutz y a cegarle, salió de su escondite y abrió fuego contra él. Lutz soltó la escopeta que llevaba entre las manos y se desplomó. En realidad cayó al suelo aparatosamente y en pocos segundos su cabello rubio estropajoso y su traje blanco se tiñeron de rojo. Kerrigan vio borrarse sus facciones y aprovechó el momento para salir de la casa, próxima a explotar, con tanta rapidez como su pierna herida le permitía, pero mientras corría hacia los matorrales sintió el impacto de una bala en el hombro izquierdo. Tuvo tiempo de volverse y de ver a Kolldehoff, que sin duda había entrado por la puerta que hasta entonces había asediado, en el umbral. Un segundo después lo que quedaba de Como le dije muy al principio de esta narración, Kerrigan, en el año 1892, se encontraba en la ciudad de Amoy arruinado y prematuramente envejecido, rabioso y desolado. Había cifrado sus esperanzas de regenerarse y llevar una vida apacible en la compañía de navegación, que le había costado cinco años poner en marcha. La destrucción de todo lo que poseía, incluido el dinero, que guardaba en las oficinas, fue un duro golpe para él y lo hizo aún más amargado y rencoroso. Decidió que nada valía la pena y comprendió que jamás llegaría a convertirse en un caballero digno y respetable y que la única manera de vivir era por y para el presente y sin tener ningún tipo de consideración hacia los demás. Usted se preguntará que cómo puedo decir que fue entonces cuando tomó estas decisiones, pero le diré que Kerrigan siempre tuvo el deseo recóndito de abandonar su vida aventurera y llegar a ser lo que por ejemplo fue su padre: un terrateniente querido y admirado por su familia y por sus vecinos. Si Kerrigan se endureció y fue un hombre cruel y despiadado fue principalmente por culpa de las aciagas circunstancias que siempre lo rodearon. Fue entonces, como digo, en 1892, cuando tomó aquellas decisiones, y precisamente que fuera entonces cuando lo hizo, hace sólo doce años, hace aún más admirable su figura actual, que poco tiene que ver con la de aquella época. No crea usted que es fácil que un hombre tan desengañado como Kerrigan cambie después de haber rebasado los cuarenta; y él lo hizo, créame, a pesar de que hace unos días tirara por la borda a Amanda Cook y apuñalara al capitán Seebohm. También yo disparé contra Léonide Meffre hace unos días y no por ello me considero un desalmado aun en contra de la opinión de la señorita Bonington. Bien, reanudaré mi relato: el capitán Kerrigan consiguió llegar hasta Hong-Kong y allí permaneció, vagando por los muelles y viviendo de pequeñas chapuzas que le ofrecían, hasta que se hubo restablecido plenamente de sus heridas. Entonces trató de enrolarse en la tripulación de algún barco con destino a América, pero aquello no era fácil: era la época de las grandes emigraciones al nuevo continente y los asiáticos que aspiraban a lo mismo que Kerrigan se contaban por millares. Ni su experiencia ni su condición de americano le sirvieron de nada y -esto es muy confidencial- su grado de capitán es tan sólo imaginario. Salir de China se convirtió en una verdadera obsesión para él hasta el punto de que llegó a asesinar a dos marinos, uno americano y otro francés, con el fin de apoderarse de su documentación y sus uniformes y suplantarlos. Pero en ambas ocasiones -en una porque la víctima era el hijo del comandante del navío y en otra porque sus conocimientos de francés eran muy leves- fue descubierto y se vio obligado a huir precipitadamente y a permanecer escondido hasta que las embarcaciones de los marinos hubieran zarpado. Su situación era tan desesperada que incluso trató de ahorcarse, pero fue salvado en última instancia, aunque no recuerdo ahora por quién. Llevó esta miserable existencia plagada de reveses, infortunios y traspiés durante casi un año, hasta que por fin, y de forma un tanto casual, encontró la oportunidad de abandonar Hong-Kong. Kerrigan, entre otros muchos oficios, había aprendido el de carterista, y durante la temporada que siguió a la desaparición de «Aye, are, señor», volvió a decir Kerrigan con un acento exageradamente británico, «durante quince años he sido capitán de un buque al servicio de Su Majestad». Y añadió: «Capitán Joseph Dunhill Kerrigan, a sus órdenes.» El caballero del monóculo cogió por fin la cartera, le dio las gracias y se presentó como el doctor Horace Merivale y acto seguido el hombre más joven hizo lo propio como Reginald Holland, y ambos, casi al unísono, le invitaron a tomar algo en el bar del hotel. Kerrigan aceptó de buen grado y los tres se encaminaron hacia el lugar no sin antes haber advertido a un conserje que si la señora Merivale bajaba le indicaran en qué sitio podría encontrarles. Una vez que se hubieron sentado a una mesa y tuvieron ya sus copas, Reginald Holland se atrevió a preguntarle a Kerrigan si aún estaba en servicio activo, pero antes de que Kerrigan pudiera contestar que ya estaba retirado y que se hallaba en Hong-Kong haciendo turismo -aunque tuvo ocasión de manifestarlo más tarde- el doctor Merivale intervino y, haciendo votos por que la franqueza imperase en todas las relaciones, fueran personales o comerciales, reprendió a Holland por andarse con rodeos y se encaró con Kerrigan directamente. Le explicó sin ambages que necesitaban con urgencia la cooperación de un hombre extremadamente familiarizado con el mar y sus secretos que estuviera dispuesto a adentrarse en el Océano Pacífico sin rumbo determinado y a la búsqueda de islas paradisíacas. Kerrigan, un tanto sorprendido por estos fines, le preguntó que a qué se refería con exactitud al hablar de islas paradisíacas. El doctor Merivale se sonrojó un poco, quizá pensando que Kerrigan lo tomaba por un ingenuo, y le amplió la información: tanto Holland como él eran enormemente ricos -no dijo por qué y Kerrigan supuso que habrían heredado minas o el control de grandes empresas- y tenían la intención de comprar -a instancias de la caprichosa señora Merivale: se excusó- una isla en el Pacífico de clima constantemente cálido y que estuviera deshabitada. Allí podrían construir una gran mansión o, quién lo sabía, tal vez fundar una ciudad de la que ellos serían dueños y a la que podrían bautizar, por ejemplo, con el nombre de Merry Holland -y aquí fue el de menos edad quien enrojeció más, no se sabe si de vergüenza o de placer-. Añadió Merivale que, por supuesto, no había contado tal historia a los marinos chinos o tabernarios por estimar que eran gente de escasa agudeza y de menos escrúpulos que se habrían reído de sus intenciones o habrían tratado de desvalijarlos a la primera oportunidad. En su lugar les habían hecho creer que eran arqueólogos en busca de islas inexploradas; y agregó, con cierta ampulosidad servil, que la cosa cambiaba al tratarse de un marino de la Armada Real Británica de fino espíritu, de un conocedor del mundo y de la complejidad de la vida, de un oficial de honor. Kerrigan, que había escuchado a aquellos dos megalómanos con una indiferencia en verdad británica y marcial, se limitó a responder que aceptaba la oferta, a manifestar que los honorarios que habría de cobrar no eran una cuestión que tuviera importancia para él y que por tanto les rogaba que fueran ellos los que decidieran la cantidad, y a preguntar si disponían ya de una embarcación. Los dos hombres, alborozados por su respuesta afirmativa, contestaron que ya habían adquirido, por un precio razonable si se tenía en cuenta que las excelencias de la embarcación no eran escasas, un pequeño velero que sólo necesitaba de un capitán -con el que ya contaba- y de dos marineros -los cuales, dijeron, esperaban que fueran fáciles de reclutar entre los muchos muertos de hambre que veían por las calles- para lanzarse al océano; y estrecharon la mano de Kerrigan con mucho énfasis y calor. Éste expresó sus deseos de ver el barco antes de partir y prometió estar listo para zarpar en un plazo de treinta y seis horas y encargarse de contratar a los dos esbirros. El doctor Merivale y el señor Holland rieron de buena gana ante la ocurrencia de Kerrigan, que tan ingeniosamente había apodado a los que habrían de ser poco menos que sus compañeros de viaje, pagaron, y después de haber concertado una cita con él para el día siguiente con el fin de que comprobara el buen estado del velero y si era adecuado para realizar sus extravagantes propósitos, y con el de estudiar con detenimiento y con el consejo del capitán la ruta que habrían de seguir, se retiraron, seguramente decididos a subir de una vez a los aposentos de la señora Merivale. El La señora Merivale, de nombre Beatrice, era, sin embargo, otra cuestión. Rubia, muy bella, caprichosa y arrogante, parecía desdeñar a la humanidad entera, incluyendo en ella a su marido y al señor Holland. Mucho más joven que aquél, sin duda se había casado por dinero, y, con sus amplios pantalones blancos y sus pañuelos al cuello, los tres primeros botones de la blusa siempre desabrochados y un aire que era mezcla de ausencia y provocación, se paseaba por el velero o permanecía sentada durante largo rato cerca de Kerrigan, distrayéndole con su fragancia. E incluso, muy de cuando en cuando, le distraía con espaciadas preguntas acerca del mar y de los criterios de navegación, formuladas en un tono que más que otra cosa parecía indicar que consideraba a Kerrigan un simple manual que encerraba todas las contestaciones. Esto, y que con frecuencia peinara su largo cabello rubio sobre cubierta, eran dos cosas que exasperaban a Kerrigan, quien se sentía impedido para hacer cualquier tipo de avance o insinuación respecto a ella. No parecía tonta, sino más bien lo contrario, y por eso el capitán, así como tenía la certeza de que ninguno de los dos hombres había advertido el cambio de rumbo, ignoraba si Beatrice Merivale lo había hecho. A veces, mientras su marido y Reginald Holland estaban ocupados con sus naipes, se quedaba mirándole fijamente durante largo rato, como pidiéndole explicaciones por su conducta desobediente, con un gesto de desafío cuyo alcance Kerrigan no llegaba a comprender. Y sobre todo, cuando los dos caballeros, al cabo de diez días de viaje, preguntaron extrañados cómo aún no habían encontrado ninguna isla en su camino y la señora Merivale les tranquilizó diciéndoles, a manera de reproche por su ingenuidad, que el Pasaron los días y Kerrigan, avisado de que los dos hombres ofrecían el peligro de ser tan impacientes como inocentes, cambió de actitud y decidió alterar sus planes. Aminoró la forzada marcha que habían llevado hasta entonces y una mañana reunió a los tres pasajeros del velero y les anunció que se estaban aproximando a un archipiélago. La noticia fue acogida con enorme alborozo por parte del doctor Merivale y Reginald Holland y con una expresión de extrañeza por parte de la señora, que no hizo sino fortalecer las suposiciones del capitán. Este no sólo había decidido detenerse en la isla Marcus -cuyos islotes adyacentes eran incontables, no figuraban en los mapas y, por decirlo de alguna manera, estaban por descubrir- para contentar a sus patrones, sino que también lo había hecho porque empezaban a estar necesitados de provisiones y porque juzgó que el «¡Ah, pero para eso tienen que ir más al sur! Aquí no encontrarán nada que sea de su agrado.» «¿Más al sur?», preguntó entonces Holland, y añadió: «¿En qué paralelo nos encontramos?» Fue entonces cuando Kerrigan estuvo a punto de derribar a Flock, pero tuvo que reprimirse y éste respondió: «Estamos un poco más al norte, casi lindando con el Trópico de Cáncer.» Merivale, entonces, se encaró con Kerrigan y le preguntó que cómo explicaba aquello. El capitán, algo nervioso, respondió que había tomado aquella dirección sin consultarles por su propio bien: él conocía la zona a la perfección y sabía de la existencia de numerosas islas que cumplían todos los requisitos necesarios para satisfacerles, pero los había visto tan empeñados en ir hacia el sur que no se había atrevido a comunicarles que se había desviado por temor a que se hubiesen enfadado y le hubieran obligado a alterar el rumbo antes de llegar a aquella zona. Había supuesto que, al constatar la belleza de sus islas, le habían de agradecer su iniciativa. Pero entonces Flock, respaldado por los millonarios -que súbitamente recordaron su desilusión de la mañana cuando habían recorrido el primer islote-, le dijo que debía de estar equivocado. Él, manifestó, conocía muy bien aquella zona y tenía la certeza de que las islas que se podían encontrar por allí no tenían comparación con las que había más al sur, en las Carolinas, y les aconsejó que tomaran aquella dirección. Kerrigan, tenaz, desautorizó las palabras del austriaco y dijo con tono ofendido que él sabía muy bien lo que se traía entre manos y les aseguraba que no habría virado si no estuviera convencido de que los islotes Marcus eran los más hermosos de todo el Océano Pacífico. Flock soltó una carcajada y se enzarzó en una discusión sin fin. Él repetía una y otra vez que no encontrarían nada que fuera de su agrado en aquel lugar y Kerrigan, cada vez más excitado, sostenía lo contrario. Los millonarios se limitaban a decir que desde luego lo que habían visto por la mañana no era digno de los elogios de Kerrigan y más bien parecía demostrar que era Flock quien llevaba la razón. Así continuaron durante más de media hora hasta que de repente Beatrice Merivale dio, golpe en la mesa y dijo: «Basta, caballeros. ¿A quién vamos a creer ¿A un miserable técnico que, como es obvio», y miró a Flock con infinito desprecio de arriba a abajo, «nunca ha llegado a nada o a un marino de Su Majestad que ha demostrado conocer su oficio a la perfección, que goza de una posición digna y seguramente de un brillante historial que la modestia le impide confesar, y que ha tenido la generosidad de aceptar nuestro insólito ofrecimiento cuando estábamos desesperados y sus planes eran muy distintos? Parece mentira, señores, que todavía puedan dudar sobre quién está diciendo la verdad.» Merivale y Holland callaron y se miraron entre sí, abochornados. Hubo unos segundos de silencio y Kerrigan aprovechó la ocasión para intervenir: «Gracias, señora Merivale», dijo; «le agradezco lo que ha hecho por mí. Caballeros, si ustedes así lo desean, nos dirigiremos mañana hacia las Carolinas. No les reprocho que duden de mí por haberles traído hasta aquí sin su permiso. Pero, créanme, lo hice impulsado por los motivos que ya he mencionado y creo que, de una u otra forma, ya que estamos aquí, no perderán ustedes nada por que mañana al amanecer visitemos las islas cercanas. Que nos haya defraudado el islote que hoy hemos visto no significa nada en absoluto. ¿Acaso pensaban ustedes adquirir la primera isla que encontraran? De ser así, no habrían necesitado de mis servicios. Les pido que confíen en mí y les prometo que si mañana no han hallado lo que desean, partiremos inmediatamente hacia las Carolinas.» Merivale y Holland volvieron a mirarse y entonces el primero expresó su conformidad y, en compañía del segundo, se excusó ante Kerrigan por haber dudado de sus conocimientos y de su integridad. Flock, que había permanecido callado y probablemente humillado desde que Beatrice Merivale había golpeado la mesa con energía, se puso en pie y, sacando de su raída chaqueta un papel, se lo ofreció a Reginald Holland al tiempo que decía: – Como ustedes quieran. Al fin y al cabo es asunto suyo. Pero permítanme que les dé este mapa de la isla Marcus y sus alrededores hecho por mí mismo. Síganlo; no dejen de ver una sola de las islas que están señaladas en él. Véanlas y tengan en mejor opinión, después, a Dieter Flock. Comprobarán que era yo quien tenía razón. Holland cogió el mapa de sus manos, lo desdobló, lo miró y se lo entregó a Kerrigan no sin antes haber dejado que el doctor Merivale le echara un vistazo por encima de su hombro. Kerrigan se lo guardó en el bolsillo superior de su chaqueta. Dieter Flock, cabizbajo, salió del establecimiento; y cinco minutos después Kerrigan, Reginald Holland y el matrimonio Merivale le siguieron. Llegaron hasta el Como ve usted, señor Bayham, si los acontecimientos se precipitaron no fue precisamente por culpa de Kerrigan quien había calculado que hasta que llegaran a las islas Brooks la paz reinaría en el barco, sino que fue, como casi siempre sucede, por culpa del azar. Al día siguiente Kerrigan se encontró con la desagradable sorpresa de que los dos esbirros chinos, demostrando ahora que no lo eran tanto, habían desaparecido. Interrogó a la gente del pueblo sobre su posible paradero y fue el mismo Flock quien, en la puerta del almacén de provisiones y con una insolencia que tenía mucho de venganza, le dijo que los había visto partir en una especie de canoa de remos antes del amanecer y le aseguró que no encontraría en la isla Marcus otros dos marinos que los reemplazaran. Y así fue: Kerrigan no tuvo más remedio que zarpar sin tripulación, o, mejor dicho, sin más tripulación que el doctor Merivale y el señor Holland, a los que hizo ver la gravedad del caso y forzó a desplegar velámenes, trepar por escalerillas y maniobrar con el timón bajo sus instrucciones. Kerrigan, durante la noche, había cavilado acerca de lo que tenía que hacer para demostrar que había sido él y no Flock quien había dicho la verdad. La zona era desconocida para él y estaba convencido de que el mapa del austriaco -una concienzuda obra hecha por una persona que sabía de cartografía- era exacto y de que la belleza de los islotes adyacentes a la isla Marcus era inexistente. Y decidió que lo mejor sería llegarse a toda marcha hasta las islas Marianas, de clima mucho más benigno y de mayores atributos paradisíacos, y hacer creer a los millonarios que éstas se trataban de aquéllos, confiando en que no se dieran cuenta del engaño cuando les explicara que se había visto obligado a dar un gran rodeo para esquivar un tifón que se les acercaba y que ello había sido el motivo de que hubieran tardado en llegar mucho más de lo que lo habían hecho el día anterior desde los islotes a la isla. Por supuesto, todos lo creyeron, excepto seguramente Beatrice Merivale, que por entonces ya se había convertido en una verdadera aliada del capitán Kerrigan merced a su intervención en contra de Dieter Flock. Kerrigan estaba cada vez más seguro de esto, pero la mezcla de incondicionalidad y pasividad que, por otra parte, ponía de manifiesto la señora Merivale en todos sus actos le hacía mantenerse todavía a la expectativa, algo confundido, sin atreverse a dar ningún paso por temor a que sus suposiciones fueran erróneas. Lo que el capitán Kerrigan no advertía -poco y mal conocedor de las mujeres- era que Beatrice Merivale pertenecía a una clase de personaje femenino que por timidez, por falta de afecto y por estar acostumbrado a que todo se lo den hecho, jamás pide las cosas directamente por muy ardientes que sean sus deseos, sino que siempre espera a que se las ofrezcan. No sé qué maravillas logró hacer el capitán Kerrigan con su improvisada tripulación -bueno, tampoco me haga caso; nada sé acerca de navegación y tal vez no recuerdo los tiempos que me dio nuestro infortunado capitán-, pero el caso es que divisaron las islas Marianas antes de que terminara la mañana. El doctor Merivale y Reginald Holland, para los que en realidad no existían ni el desaliento ni el escepticismo, volvieron a mostrarse entusiasmados por la vista que se les ofrecía. Se apuraron aún más en sus tareas y en menos de una hora hubieron desembarcado en una isla que prometía reunir todos los requisitos indispensables para convertirse en la futura ciudad de Merry Holland. Los dos hombres se dispusieron a recorrerla en cuanto hubieron ayudado a Kerrigan a fijar la embarcación junto a la orilla e invitaron a Beatrice y al capitán a que los acompañasen. Ella contestó que no tenía ganas y que se fiaba del buen gusto de su marido y rechazó la sugerencia, y Kerrigan hizo lo propio alegando que deseaba revisar la avería que Flock había sido incapaz de descubrir y que él seguía notando cuando navegaba a cierta velocidad. De manera que los megalómanos, especialmente joviales por intuir que la isla iba a ser de su agrado, se adentraron solos por aquellos parajes tropicales y brindaron a Kerrigan y a la señora Merivale la primera oportunidad de estar a solas. Cuando al atardecer regresaron, Kerrigan ya había seducido a Beatrice Merivale, o -si usted lo prefiere así- Beatrice Merivale ya había seducido a Kerrigan. Como ya le dije antes, señor Bayham, fue el azar, disfrazado de Dieter Flock, lo que precipitó los acontecimientos: el doctor Horace Merivale y su amigo Reginald regresaron de su expedición tan satisfechos que no se dieron cuenta de lo que había sucedido durante su ausencia -la ternura que es capaz de sentir el capitán Kerrigan al parecer lo revelaba- y, llenos de gozo, comunicaron a éste y a la señora Merivale que habían decidido comprar la isla y que sólo esperarían hasta el día siguiente para ponerse de nuevo en marcha y dirigirse hacia Hong-Kong, desde donde harían las gestiones pertinentes para la adquisición legal. Como anteriormente le había sucedido con su socio Lutz, Kerrigan se vio sorprendido por lo único que no había previsto. Rápidamente sopesó la posibilidad, de seguir engañándoles y hacerles creer que volvían al puerto chino para en realidad continuar viajando hacia San Francisco, pero -como también le había sucedido cuando, ante la contraoferta de Lutz y Kolldehoff, decidió no seguir anticipándose a los hechos o esquivándolos y enfrentarse a ellos- la desechó. Que Merivale y Holland no hubieran advertido que llevaba rumbo noroeste cuando lo suponían sureste era una cosa; que no se dieran cuenta de que iban hacia el este cuando querían ir hacia el oeste, otra muy distinta y, se le antojó, imposible. Aunque comportarse de esta manera (después de haber sorteado infatigablemente los peligros y las situaciones apuradas abandonar la lucha) es algo muy característico de Kerrigan, creo que en aquella ocasión la existencia de Beatrice Merivale influyó en su determinación: Kerrigan sacó una pistola del bolsillo derecho, de su chaqueta y encañonó a sus patronos. Estos, al principio, creyeron que se trataba de una broma y Holland se permitió rogarle que apuntara hacia otro lado, pero cuando Kerrigan disparó contra la arena, los dos hombres, sobresaltados, fruncieron el ceño y esperaron a que el capitán hablase: «Ustedes no van a ir a ningún lado», dijo. «Se quedarán en esta isla que tanto les gusta. Yo necesito el Los dos caballeros no comprendían muy bien de qué hablaba Kerrigan, pero empezaron a extrañarse de que hubiera perdido su fuerte acento inglés y su pronunciación marcial para sustituirlos por una jerga inequívocamente americana y barriobajera, y, viendo que la cosa iba en serio, se abstuvieron de hacer preguntas y simplemente trataron de hacerle razonar. Le dijeron que para conseguir lo que se proponía no hacía falta que los encañonase con un arma. Podían llegar todos hasta Hong- Kong y allí Kerrigan podría obtener un pasaje de primera clase para San Francisco. Aseguraron que pensaban pagarle espléndidamente por sus servicios y que tendría todo lo que quisiera una vez que hubieran llegado a la ciudad china. Kerrigan, él mismo lo confiesa, dudó. Usted habrá podido comprobar a lo largo de la narración que tenía más escrúpulos de los que él mismo se imaginaba. No le habría costado ningún trabajo desvalijar y asesinar a sus pasajeros el mismo día que salieron de Hong-Kong, y sin embargo no lo hizo. Pudo haberlos mantenido a raya y obligado a acatar sus órdenes cuando Flock les reveló que se encontraban mucho más al norte de lo que pensaban, pero tampoco lo hizo; trató de guardar las apariencias y de causarles el menor daño posible. Se comportó con aquel par de imbéciles con benevolencia digna de elogio. Kerrigan, a pesar de su dureza, nunca fue un hombre seguro de sí mismo. Por todo ello dudó ante los razonamientos del doctor Horace Merivale y de Reginald Holland. Se volvió hacia Beatrice y le consultó con la mirada. Ella hizo un gesto afirmativo. «Pero hay otra cuestión, doctor Merivale», dijo entonces Kerrigan. «Su esposa quiere venir conmigo. ¿Qué dice usted a eso? Tengo que dejarles aquí y lo siento. No me son ustedes antipáticos.» El doctor Merivale comprendió entonces lo que había sucedido durante su ausencia y su rostro alargado se contrajo de rabia. Miró a su esposa, luego a Kerrigan, y de repente, con un rápido ademán, levantó su afilado bastoncillo hasta ponerlo en posición horizontal y arremetió contra el capitán, desgarrándole un costado. Al fallar parcialmente en su blanco el doctor Merivale perdió el equilibrio y cayó de bruces al suelo, a espaldas de Kerrigan. Éste se volvió y le disparó en la nuca cuando se estaba incorporando. Merivale tuvo tiempo todavía de oír cómo algunos huesecillos de su cabeza se quebraban y volvió a caer de bruces, muerto. Reginald Holland, presa de la histeria por lo que acababa de contemplar, se lanzó sobre el capitán y lo derribó al suelo de un puñetazo. Kerrigan cayó aturdido y Holland corrió hasta la embarcación, fondeada a muy pocos metros del lugar en que se hallaban, y se introdujo en una de las cabinas para salir inmediatamente después con una escopeta entre las manos. De pie sobre la popa del Lo que sigue ya es otra historia. Lo que dio a Kerrigan el impulso necesario para cambiar definitivamente fue, en suma, un simple affaire d'amour. No le hablaré acerca de él porque yo nunca he sabido hablar acerca del amor, usted lo habrá comprobado si ha leído mis novelas. Pero Enterraron los cuerpos de Merivale y Holland y, sin más dilación, estuvieron amándose en aquella isla hasta que se les acabaron las provisiones. Discúlpeme si soy prosaico, pero no puedo evitarlo. Beatrice Merivale no sólo pertenecía a la especie de personajes femeninos que antes le describí: también era una mujer lánguida y amorosa. Bajo su aparente frialdad había sentimientos apasionados, desenfrenados; e hizo feliz a Kerrigan, un hombre que nunca había tenido tiempo de enamorarse. Permanecieron en lo que jamás pudo ser De toda esta historia yo sólo suponía algunas cosas hasta que hace unos días el capitán Kerrigan me reveló los pormenores. Su borrachera se debió a que, sorprendido por una de sus crisis durante la travesía, no pudo soportar la idea de tener que permanecer a bordo del |
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