"Travesía Del Horizonte" - читать интересную книгу автора (Marías Javier)LIBRO SÉPTIMO– ¿Sabe usted? Acabo de descubrir que la novela de mi amigo no es tan buena como creía. Aquel comentario me sorprendió y me apresuré a contestar con mi elogiosa opinión, pero Branshaw movió la cabeza de un lado a otro como si con ello estuviera dando a entender que no hacía falta que intentara consolarle con mentiras y dijo: – Verá: yo había leído y releído esta novela cerca de diez veces en el silencio de mi habitación y siempre me había parecido una pequeña obra maestra que superaba a casi todo lo que hoy en día se escribe. No es que la considerara original o grandiosa, genial o inimitable, pero le profesaba un especial cariño, me interesaba enormemente la historia de Victor Arledge y, dentro de su sobrio estilo, la juzgaba inmejorable. Pero todo esto había sido, como le digo, en el silencio de mi habitación. Aunque siempre, desde la muerte de mi amigo, había pensado que su publicación era necesaria y que su divulgación colocaría a Edward entre los mejores novelistas actuales, no había asociado El discurso del señor Branshaw, aunque me interesaba, tenía visos de hacerse cada vez más evocador y de resultar interminable. No comprendía muy bien a qué se debía su repentino descrédito hacia la novela de Edward Ellis -por fin había tenido ocasión de saber el nombre del autor-, sobre todo cuando, en efecto, sus razonamientos me parecían un tanto pueriles y caprichosos. Pero lo que sobre todo me obligó a interrumpirle fue la mención de la señorita Bunnage. La había olvidado por completo, y al oír su nombre y acordarme de ella, volví a sentirme intranquilo por su ausencia y a preguntarme qué podía haberle sucedido. Así que pregunté: – Señor Branshaw, ¿sabe usted cómo el señor Ellis logró averiguar tantos detalles acerca de la travesía del El señor Branshaw pareció despertar de un sueño y me pidió que repitiera la pregunta. Yo así lo hice, añadiendo mis disculpas por haberle interrumpido, y entonces él repuso: – Bueno, tenga en cuenta que lo que mi amigo escribió fue una novela y no un relato biográfico. Hay muchos diálogos y muchas situaciones, por ejemplo, que inventó. En ningún sitio consta que fueran así exactamente. – No me refería a eso en concreto, señor Branshaw -dije yo-. Lo que preguntaba es cuál fue su método de trabajo, aparte de interrogar a un sobrino de Lederer Tourneur, por ejemplo. – Ah -dijo Branshaw entonces-. Pues verá: interrogó a muchas más personas que al sobrino de Tourneur, entre ellas a Esmond Handl, que murió hace sólo cuatro años, y gracias al cual supo acerca de la carta y otros pormenores. Muchos otros pasajeros del – Me ha parecido observar -dije- que hay algunos errores técnicos. Por ejemplo, me parece que el – Sin duda los habrá. Por un lado, Edward Ellis no sabía nada de navegación; por otro, murió sin poder corregir la novela, y, por un tercero, lo que escribía era ficción, y, según su criterio, este tipo de errores sólo son imperdonables en un ensayo. – Ya comprendo -murmuré, y al hacerlo me puse en pie. – ¿Ya se va? -me preguntó Branshaw levantándose a su vez. – Sí. Mis obligaciones me reclaman -contesté-. Le agradezco mucho su gentileza, señor Branshaw, y confío en que tendremos oportunidad de volver a hablar sobre – Como usted guste, pero le advierto que mi decisión ya está tomada y es irrevocable. La novela no se publicará. Yo sonreí, anduve hasta la puerta, que él abrió, y al estrecharle la mano en señal de despedida dije: – Espero que podré hacerle cambiar de opinión. Branshaw volvió a sonreír y respondió: -No puedo impedirle que lo espere, pero será en vano, se lo aseguro. Adiós. – Hasta pronto, y gracias por todo, señor Branshaw. Salí y la puerta se cerró tras de mí, silenciosamente. Tardé más tiempo del previsto en llegar a casa de la señorita Bunnage, en Finsbury Road. Estaba ansioso por verla, por saber qué le había impedido acudir aquella mañana a la mansión de Holden Branshaw -no compartía en absoluto las suposiciones de éste- y por que me revelara -si no se había arrepentido de su promesa o no la consideraba sin validez al no haber ella asistido a la segunda parte de la lectura- los misterios que rodeaban y envolvían a Llamé a la puerta, pero nadie respondió, de modo que volví a llamar y aguardé, en vano. Insistí tres veces más sin ningún resultado y entonces pensé en tratar de descubrir algo a través de las ventanas. Fue entonces cuando me di cuenta de que todas las contraventanas menos una del piso de abajo estaban cerradas. Miré por la ventana que estaba descubierta, pero, obviamente puesto que la luz sólo penetraba por aquel hueco, la oscuridad impedía discernir nada -o casi nada: apenas si logré vislumbrar las cuatro patas de una silla-. Extrañado, me pregunté a qué podrían deberse aquel silencio y aquel abandono, y varias respuestas desfilaron por mi cabeza, entre ellas la acertada. Mi excitación disminuyó y entonces me invadió una terrible sensación de cansancio que me obligó a tomar otro coche y dirigirme hacia mi casa. Allí me di un baño y almorcé en compañía de una prima mía de veintiocho años, hermosa e inteligente, recién llegada a Londres, que me había estado esperando pacientemente y a la que yo había invitado a comer una semana antes, habiéndolo luego olvidado por completo. Constance, ese es su nombre, me notó intranquilo y agitado, y, solícita, me preguntó qué me sucedía. Yo, entonces, cada vez más nervioso, me levanté de la mesa y busqué el teléfono de la señorita Bunnage en el listín. Llamé, pero nadie respondió. Estaba ya dispuesto a llamar a la policía cuando Constance, visiblemente alarmada por mi estado y mi comportamiento, repitió su pregunta. Me senté de nuevo a la mesa y le conté, muy por encima, todo lo que había ocurrido en los dos últimos días. Se mostró interesada por el relato y preocupada por la suerte de la señorita Bunnage y me propuso que volviéramos los dos hasta Finsbury Road y preguntáramos a los vecinos o esperáramos sentados en los escalones del portal hasta que la señorita Bunnage o su criada apareciesen. Yo, cómo no -agradecido por que hubiera sido ella y no yo quien hubiera tenido la ocurrencia, impidiendo con ello que yo la considerara ridícula o improcedente-, aplaudí su idea e inmediatamente los dos nos pusimos en marcha. Constance había traído su coche y en pocos minutos nos encontramos ante la puerta verde oscuro de la damita. Constance, mucho más decidida que yo, llamó al timbre de la casa contigua, pero allí tampoco nadie salió a abrir, de modo que nos sentamos en los peldaños de acceso al número cuatro y nos dispusimos a esperar. No tuvimos que hacerlo durante mucho tiempo, porque cuando llevábamos allí no más de diez minutos vimos aparecer tres coches negros seguidos -la calle apenas si tiene tráfico- que se detuvieron a nuestra altura, y de ellos descendieron unas doce personas, entre las que estaba la vieja criada de la señorita Bunnage. Mis sospechas se vieron confirmadas al observar que todos iban vestidos de gris o negro y estaban muy compungidos. La vieja criada, ayudada por dos hombres -sin duda los demás eran los vecinos ausentes-, se encaminó hacia el lugar en que Constance y yo habíamos estado esperando. Nos pusimos en pie y yo, con gravedad, pregunté: – ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde está la señorita Bunnage? -y al ver que la criada no me reconocía, añadí-: ¿No se acuerda usted de mí? Ayer estuve almorzando en esta casa. La vieja criada me miró y pareció caer en la cuenta de quién era yo. La presencia de Constance debía de haberla desconcertado. – Acabamos de enterrarla -respondió, y con un ademán pidió paso para entrar en la casa. Constance y yo nos hicimos a un lado, pero antes de que la vieja criada desapareciera tras la puerta, le pregunté si la señorita Bunnage había dejado algún mensaje para mí y dije mi nombre. Ella se volvió y respondió que no con la cabeza. Los vecinos me explicaron que la señorita Bunnage estaba muy delicada del corazón y que durante la noche anterior había sufrido un ataque que le había provocado la muerte instantánea. Su testamento había sido en favor de la vieja criada: ahora la casa, los cuadros, los muebles, los libros y algún dinero le pertenecían. |
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