"Soldados de Salamina" - читать интересную книгу автора (Cercas Javier)

Primera parte. Los amigos del bosque

Fue en el verano de 1994, hace ahora más de seis años, cuando oí hablar por primera vez del fusilamiento de Rafael Sánchez Mazas. Tres cosas acababan de ocurrir me por entonces: la primera es que mi padre había muerto; la segunda es que mi mujer me había abandonado; la tercera es que yo había abandonado mi carrera de escritor. Miento. La verdad es que, de esas tres cosas, las dos primeras son exactas, exactísimas; no así la tercera. En realidad, mi carrera de escritor no había acabado de arrancar nunca, así que difícilmente podía abandonarla. Más justo sería decir que la había abandonado apenas iniciada. En 1989 yo había publicado mi primera novela; como el conjunto de relatos aparecido dos años antes, el libro fue acogido con notoria indiferencia, pero la vanidad y una reseña elogiosa de un amigo de aquella época se aliaron para convencerme de que podía llegar a ser un novelista y de que, para serlo, lo mejor era dejar mi trabajo en la redacción del periódico y dedicarme de lleno a escribir. El resultado de este cambio de vida fueron cinco años de angustia económica, física y metafísica, tres novelas inacabadas y una depresión espantosa que me tumbó durante dos meses en una butaca, frente al televisor. Harto de pagar las facturas, incluida la del entierro de mi padre, y de verme mirar el televisor apagado y llorar, mi mujer se largó de casa apenas empecé a recuperarme, y a mí no me quedó otro remedio que olvidar para siempre mis ambiciones literarias y pedir mi reincorporación al periódico.

Acababa de cumplir cuarenta años, pero por fortuna -o porque no soy un buen escritor, pero tampoco un mal periodista, o, más probablemente, porque en el periódico no contaban con nadie que quisiera hacer mi trabajo por un sueldo tan exiguo como el mío- me aceptaron. Se me adscribió a la sección de cultura, que es donde se adscribe a la gente a la que no se sabe dónde adscribir. Al principio, con el fin no declarado pero evidente de castigar mi deslealtad -puesto que, para algunos periodistas, un compañero que deja el periodismo para pasarse a la novela no deja de ser poco menos que un traidor-, se me obligó a hacer de todo, salvo traerle cafés al director desde el bar de la esquina, y sólo unos pocos compañeros no incurrieron en sarcasmos o ironías a mi costa. El tiempo debió de atenuar mi infidelidad: pronto empecé a redactar sueltos, a escribir artículos, a hacer entrevistas. Fue así como en julio de 1994 entrevisté a Rafael Sánchez Ferlosio, que en aquel momento estaba pronunciando en la universidad un ciclo de conferencias. Yo sabía que Ferlosio era reacio en extremo a hablar con periodistas, pero, gracias a un amigo (o más bien a una amiga de ese amigo, que era quien había organizado la estancia de Ferlosio en la ciudad), conseguí que accediera a conversar un rato conmigo. Porque llamar a aquello entrevista sería excesivo; si lo fue, fue también la más rara que he hecho en mi vida. Para empezar, Ferlosio apareció en la terraza del Bistrot envuelto en una nube de amigos, discípulos, admiradores y turiferarios; este hecho, unido al descuido de su indumentaria y a un físico en el que inextricablemente se mezclaban el aire de un aristócrata castellano avergonzado de serlo y el de un viejo guerrero oriental -la cabeza poderosa, el pelo revuelto y entreverado de ceniza, el rostro duro, demacrado y difícil, de nariz judía y mejillas sombreadas de barba-, invitaba a que un observador desavisado lo tomara por un gurú religioso rodeado de acólitos. Pero es que, además, Ferlosio se negó en redondo a contestar una sola de las preguntas que le formulé, alegando que en sus libros había dado las mejores respuestas de que era capaz. Esto no significa que no quisiera hablar conmigo; al contrario: como si buscara desmentir su fama de hombre huraño (o quizás es que ésta carecía de fundamento), estuvo cordialísimo, y la tarde se nos fue charlando. El problema es que si yo, tratando de salvar mi entrevista, le preguntaba (digamos) por la diferencia entre personajes de carácter y personajes de destino, él se las arreglaba para contestarme con una disquisición sobre (digamos) las causas de la derrota de las naves persas en la batalla de Salamina, mientras que cuando yo trataba de extirparle su opinión sobre (digamos) los fastos del quinto centenario de la conquista de América, él me respondía ilustrándome con gran acopio de gesticulación y detalles acerca de (digamos) el uso correcto de la garlopa. Aquello fue un tira y afloja agotador, y no fue hasta la última cerveza de aquella tarde cuando Ferlosio contó la historia del fusilamiento de su padre, la historia que me ha tenido en vilo durante los dos últimos años. No recuerdo quién ni cómo sacó a colación el nombre de Rafael Sánchez Mazas (quizá fue uno de los amigos de Ferlosio, quizás el propio Ferlosio). Recuerdo que Ferlosio contó:

– Lo fusilaron muy cerca de aquí, en el santuario del Collell. -Me miró-. ¿Ha estado usted allí alguna vez? Yo tampoco, pero sé que está junto a Banyoles. Fue al final de la guerra. El 18 de julio le había sorprendido en Madrid, y tuvo que refugiarse en la embajada de Chile, donde pasó más de un año. Hacia finales del treinta y siete escapó de la embajada y salió de Madrid camuflado en un camión, quizá con el propósito de llegar hasta Francia. Sin embargo, lo detuvieron en Barcelona, y cuando las tropas de Franco llegaban a la ciudad se lo llevaron al Collell, muy cerca de la frontera. Allí lo fusilaron. Fue un fusilamiento en masa, probablemente caótico, porque la guerra ya estaba perdida y los republicanos huían en desbandada por los Pirineos, así que no creo que supieran que estaban fusilando a uno de los fundadores de Falange, amigo personal de José Antonio Primo de Rivera por más señas. Mi padre conservaba en casa la zamarra y el pantalón con que lo fusilaron, me los enseñó muchas veces, a lo mejor todavía andan por ahí; el pantalón estaba agujereado, porque las balas sólo lo rozaron y él aprovechó la confusión del momento para correr a esconderse en el bosque. Desde allí, refugiado en un agujero, oía los ladridos de los perros y los disparos y las voces de los milicianos, que lo buscaban sabiendo que no podían perder mucho tiempo buscándolo, porque los franquistas les pisaban los talones. En algún momento mi padre oyó un ruido de ramas a su espalda, se dio la vuelta y vio a un miliciano que le miraba. Entonces se oyó un grito: «¿Está por ahí?». Mi padre contaba que el miliciano se quedó mirándole unos segundos y que luego, sin dejar de mirarle, gritó: «¡Por aquí no hay nadie!», dio media vuelta y se fue.

Ferlosio hizo una pausa, y sus ojos se achicaron en una expresión de inteligencia y de malicia infinitas, como los de un niño que reprime la risa.

– Pasó varios días refugiado en el bosque, alimentándose de lo que encontraba o de lo que le daban en las masías. No conocía la zona, y además se le habían roto las gafas, de manera que apenas veía; por eso decía siempre que no hubiera sobrevivido de no ser porque encontró a unos muchachos de un pueblo cercano, Cornellá de Terri se llamaba o se llama, unos muchachos que le protegieron y le alimentaron hasta que llegaron los nacionales. Se hicieron muy amigos, y al terminar todo se quedó varios días en su casa. No creo que volviera a verlos, pero a mí me habló más de una vez de ellos. Me acuerdo de que siempre les llamaba con el nombre que se habían puesto: «Los amigos del bosque».

Ésa fue la primera vez que oí contar la historia, y así la oí contar. En cuanto a la entrevista con Ferlosio, conseguí finalmente salvarla, o quizás es que me la inventé: que yo recuerde, ni una sola vez se aludía en ella a la batalla de Salamina (y sí a la distinción entre personajes de destino y personajes de carácter), ni al uso exacto de la garlopa (y sí a los fastos del quinto centenario del descubrimiento de América). Tampoco se mencionaba en la entrevista el fusilamiento del Collell ni a Sánchez Mazas. Del primero yo sólo sabía lo que acababa de oírle contar a Ferlosio; del segundo, poco más: en aquel tiempo no había leído una sola línea de Sánchez Mazas, y su nombre no era para mí más que el nombre brumoso de uno más de los muchos políticos y escritores falangistas que los últimos años de la historia de España habían enterrado aceleradamente, como si los enterradores temiesen que no estuvieran del todo muertos.

De hecho, no lo estaban. O por lo menos no lo estaban del todo. Como la historia del fusilamiento de Sánchez Mazas en el Collell y las circunstancias que lo rodearon me habían impresionado mucho, tras la entrevista con Ferlosio empecé a sentir curiosidad por Sánchez Mazas; también por la guerra civil, de la que hasta aquel momento no sabía mucho más que de la batalla de Salamina o del uso exacto de la garlopa, y por las historias tremendas que engendró, que siempre me habían parecido excusas para la nostalgia de los viejos y carburante para la imaginación de los novelistas sin imaginación. Casualmente (o no tan casualmente), por entonces se puso de moda entre los escritores españoles vindicar a los escritores falangistas. La cosa, en realidad, venía de antes, de cuando a mediados de los ochenta ciertas editoriales tan exquisitas como influyentes publicaron algún volumen de algún exquisito falangista olvidado, pero, para cuando yo empecé a interesarme por Sánchez Mazas, en determinados círculos literarios ya no sólo se vindicaba a los buenos escritores falangistas, sino también a los del montón e incluso a los malos. Algunos ingenuos, como algunos guardianes de la ortodoxia de izquierdas, y también algunos necios, denunciaron que vindicar a un escritor falangista era vindicar (o preparar el terreno para vindicar) el falangismo. La verdad era exactamente la contraria: vindicar a un escritor falangista era sólo vindicar a un escritor; o más exactamente: era vindicarse a sí mismos como escritores vindicando a un buen escritor. Quiero decir que esa moda surgió, en los mejores casos (de los peores no merece la pena hablar), de la natural necesidad que todo escritor tiene de inventarse una tradición propia, de un cierto afán de provocación, de la certidumbre problemática de que una cosa es la literatura y otra la vida y de que por tanto se puede ser un buen escritor siendo una pésima persona (o una persona que apoya y fomenta causas pésimas), de la convicción de que se estaba siendo literariamente injusto con ciertos escritores falangistas, quienes, por decirlo con la fórmula acuñada por Andrés Trapiello, habían ganado la guerra, pero habían perdido la historia de la literatura. Sea como fuere, Sánchez Mazas no escapó a esta exhumación colectiva: en 1986 se publicaron por vez primera sus poesías completas; en 1995 se reeditó en una colección muy popular la novela La vida nueva de Pedrito de Andía; en 1996 se reeditó también Rosa Krüger, otra de sus novelas, que de hecho había permanecido inédita hasta 1984. Por entonces leí todos esos libros. Los leí con curiosidad, con fruición incluso, pero no con entusiasmo: no necesité frecuentarlos mucho para concluir que Sánchez Mazas era un buen escritor, pero no un gran escritor, aunque apuesto a que no hubiera sabido explicar con claridad qué diferencia a un gran escritor de un buen escritor. Recuerdo que en los meses o años que siguieron fui recogiendo también, al azar de mis lecturas, alguna noticia dispersa acerca de Sánchez Mazas e incluso alguna alusión, muy sumaria e imprecisa, al episodio del Collell.

Pasó el tiempo. Empecé a olvidar la historia. Un día de principios de febrero de 1999, el año del sesenta aniversario del final de la guerra civil, alguien del periódico sugirió la idea de escribir un artículo conmemorativo del final tristísimo del poeta Antonio Machado, que en enero de 1939, en compañía de su madre, de su hermano José y de otros cientos de miles de españoles despavoridos, empujado por el avance de las tropas franquistas huyó desde Barcelona hasta Collioure, al otro lado de la frontera francesa, donde murió poco después. El episodio era muy conocido, y pensé con razón que no habría periódico catalán (o no catalán) que por esas fechas no acabara evocándolo, así que ya me disponía a escribir el consabido artículo rutinario cuando me acordé de Sánchez Mazas y de que su frustrado fusilamiento había ocurrido más o menos al mismo tiempo que la muerte de Machado, sólo que del lado español de la frontera. Imaginé entonces que la simetría y el contraste entre esos dos hechos terribles -casi un quiasmo de la historia- quizá no era casual y que, si conseguía contarlos sin pérdida en un mismo artículo, su extraño paralelismo acaso podía dotarlos de un significado inédito. Esta superstición se afianzó cuando, al empezar a documentarme un poco, di por casualidad con la historia del viaje de Manuel Machado hasta Collioure, poco después de la muerte de su hermano Antonio. Entonces me puse a escribir. El resultado fue un artículo titulado «Un secreto esencial». Como a su modo también es esencial para esta historia, lo copio a continuación:

«Se cumplen sesenta años de la muerte de Antonio Machado, en las postrimerías de la guerra civil. De todas las historias de aquella historia, sin duda la de Machado es una de las más tristes, porque termina mal. Se ha contado muchas veces. Procedente de Valencia, Machado llegó a Barcelona en abril de 1938, en compañía de su madre y de su hermano José, y se alojó primero en el Hotel Majestic y luego en la Torre de Castañer, un viejo palacete situado en el paseo de Sant Gervasi. Allí siguió haciendo lo mismo que había hecho desde el principio de la guerra: defender con sus escritos al gobierno legítimo de la República. Estaba viejo, fatigado y enfermo, y ya no creía en la derrota de Franco; escribió: "Esto es el final; cualquier día caerá Barcelona. Para los estrategas, para los políticos, para los historiadores, todo está claro: hemos perdido la guerra. Pero humanamente, no estoy tan seguro… Quizá la hemos ganado". Quién sabe si acertó en esto último; sin duda lo hizo en lo primero. La noche del 22 de enero de 1939, cuatro días antes de que las tropas de Franco tomaran Barcelona, Machado y su familia partían en un convoy hacia la frontera francesa. En ese éxodo alucinado los acompañaban otros escritores, entre ellos Corpus Barga y Carles Riba. Hicieron paradas en Cerviá de Ter y en Mas Faixat, cerca de Figueres. Por fin, la noche del 27, después de caminar seiscientos metros bajo la lluvia, cruzaron la frontera. Se habían visto obligados a abandonar sus maletas; no tenían dinero. Gracias a la ayuda de Corpus Barga, consiguieron llegar a Collioure e instalarse en el hotel Bougnol Quintana. Menos de un mes más tarde moría el poeta; su madre le sobrevivió tres días. En el bolsillo del gabán de Antonio, su hermano José halló unas notas; una de ellas era un verso, quizás el primer verso de su último poema: "Estos días azules y este sol de la infancia".

»La historia no acaba aquí. Poco después de la muerte de Antonio, su hermano el poeta Manuel Machado, que vivía en Burgos, se enteró del hecho por la prensa extranjera. Manuel y Antonio no sólo eran hermanos: eran íntimos. A Manuel la sublevación del 18 de julio le sorprendió en Burgos, zona rebelde; a Antonio, en Madrid, zona republicana. Es razonable suponer que, de haber estado en Madrid, Manuel hubiera sido fiel a la República; tal vez sea ocioso preguntarse qué hubiera ocurrido si Antonio llega a estar en Burgos. Lo cierto es que, apenas conoció la noticia de la muerte de su hermano, Manuel se hizo un salvoconducto y, tras viajar durante días por una España calcinada, llegó a Collioure. En el hotel supo que también su madre había fallecido. Fue al cementerio. Allí, ante las tumbas de su madre y de su hermano Antonio, se encontró con su hermano José. Hablaron. Dos días más tarde Manuel regresó a Burgos.

»Pero la historia -por lo menos la historia que hoy quiero contar- tampoco acaba aquí. Más o menos al mismo tiempo que Machado moría en Collioure, fusilaban a Rafael Sánchez Mazas junto al santuario del Collell. Sánchez Mazas fue un buen escritor; también fue amigo de José Antonio, y uno de los fundadores e ideólogos de Falange. Su peripecia en la guerra está rodeada de misterio. Hace unos años, su hijo, Rafael Sánchez Ferlosio, me contó su versión. Ignoro si se ajusta a la verdad de los hechos; yo la cuento como él me la contó. Atrapado en el Madrid republicano por la sublevación militar, Sánchez Mazas se refugió en la embajada de Chile. Allí pasó gran parte de la guerra; hacia el final trató de escapar camuflado en un camión, pero le detuvieron en Barcelona y, cuando las tropas de Franco llegaban a la ciudad, se lo llevaron camino de la frontera. No lejos de ésta se produjo el fusilamiento; las balas, sin embargo, sólo lo rozaron, y él aprovechó la confusión y corrió a esconderse en el bosque. Desde allí oía las voces de los milicianos, acosándole. Uno de ellos lo descubrió por fin. Le miró a los ojos. Luego gritó a sus compañeros: "¡Por aquí no hay nadie!". Dio media vuelta y se fue.

»"De todas las historias de la Historia", escribió Jaime Gil, "sin duda la más triste es la de España, / porque termina mal." ¿Termina mal? Nunca sabremos quién fue aquel miliciano que salvó la vida de Sánchez Mazas, ni qué es lo que pasó por su mente cuando le miró a los ojos; nunca sabremos qué se dijeron José y Manuel Machado ante las tumbas de su hermano Antonio y de su madre. No sé por qué, pero a veces me digo que, si consiguiéramos desvelar uno de esos dos secretos paralelos, quizá rozaríamos también un secreto mucho más esencial».


Quedé muy satisfecho del artículo. Cuando se publicó, el 22 de febrero de 1999, exactamente sesenta años después de la muerte de Machado en Collioure, exacta mente sesenta años y veintidós días después del fusilamiento de Sánchez Mazas en el Collell (pero la fecha exacta del fusilamiento sólo la conocí más tarde), me felicitaron en la redacción. En los días que siguieron recibí tres cartas; para mi sorpresa -nunca fui un articulista polémico, de esos cuyos nombres menudean en la sección de cartas al director, y nada invitaba a pensar que unos hechos acaecidos sesenta años atrás pudieran afectar demasiado a nadie- las tres se referían al artículo. La primera, que imaginé redactada por un estudiante de filología en la universidad, me reprochaba haber insinuado en mi artículo (cosa que yo no creía haber hecho, o más bien no creía haber hecho del todo) que, si Antonio Machado se hubiera hallado en el Burgos sublevado de julio del 36, se hubiera puesto del lado franquista. La segunda era más dura; estaba escrita por un hombre lo bastante mayor para haber vivido la guerra. Con jerga inconfundible, me acusaba de «revisionismo», porque el interrogante del último párrafo, el que seguía a la cita de Jaime Gil («¿Termina mal?»), sugería de forma apenas velada que la historia de España termina bien, cosa a su juicio rigurosamente falsa. «Termina bien para los que ganaron la guerra», decía. «Pero mal para los que la perdimos. Nadie ha tenido ni siquiera el gesto de agradecernos que lucháramos por la libertad. En todos los pueblos hay monumentos que conmemoran a los muertos de la guerra. ¿En cuántos de ellos ha visto usted que por lo menos figuren los nombres de los dos bandos?» El texto acababa de esta forma: «¡Y una gran mierda para la Transición! Atentamente: Mateu Recasens».

La tercera carta era la más interesante. La firmaba un tal Miquel Aguirre. Aguirre era historiador y, según decía, llevaba varios años estudiando lo ocurrido durante la guerra civil en la comarca de Banyoles. Entre otras cosas, su carta daba cuenta de un hecho que en aquel momento me pareció asombroso: Sánchez Mazas no había sido el único superviviente del fusilamiento del Collell; un hombre llamado Jesús Pascual Aguilar también había escapado con vida. Más aún: al parecer, Pascual había referido el episodio en un libro titulado Yo fui asesinado por los rojos. «Me temo que el libro es casi inencontrable», concluía Aguirre, con inconfundible petulancia de erudito. «Pero, si le interesa, yo tengo un ejemplar a su disposición.» Al final de la carta Aguirre había anotado sus señas y un número de teléfono.

Llamé de inmediato a Aguirre. Después de algunos malentendidos, de los que deduje que trabajaba en alguna empresa u organismo público, conseguí hablar con él. Le pregunté si tenía información acerca de los fusilamientos del Collell; me dijo que sí. Le pregunté si seguía en pie la oferta de prestarme el libro de Pascual; me dijo que sí. Le pregunté si le apetecía que comiéramos juntos; me dijo que vivía en Banyoles, pero que cada jueves venía a Gerona para grabar un programa de radio.

– Podemos quedar el jueves -dijo.

Estábamos a viernes y, con el fin de ahorrarme una semana de impaciencia, a punto estuve de proponerle que nos viéramos esa misma tarde, en Banyoles.

– De acuerdo -dije, sin embargo. Y en ese momento recordé a Ferlosio, con su aire inocente de gurú y sus ojos ferozmente alegres, hablando de su padre en la terraza del Bistrot. Pregunté-: ¿Quedamos en el Bistrot?

El Bistrot es un bar del casco antiguo, de aspecto vagamente modernista, con sus mesas de mármol y hierro forjado, sus ventiladores de aspas, sus grandes espejos y sus balcones saturados de flores y abiertos a la escalinata que sube hacia la plaza de Sant Doménech. El jueves, mucho antes de la hora acordada con Aguirre, ya estaba yo sentado a un velador del Bistrot, con una cerveza en la mano; a mi alrededor hervían las conversaciones de los profesores de la Facultad de Letras, que suelen comer allí. Mientras hojeaba una revista pensé que, al citarnos para esa comida, ni a Aguirre ni a mí se nos había ocurrido que, puesto que ninguno de los dos conocía al otro, alguno debía llevar una señal identificatoria, y ya estaba empezando a esforzarme en imaginar cómo sería Aguirre, con la sola ayuda de la voz que una semana atrás había oído al teléfono, cuando se detuvo ante mi mesa un individuo bajo, cuadrado y moreno, con gafas, con una carpeta roja bajo el brazo; una barba de tres días y una perilla de malvado parecían comerle la cara. Por alguna razón yo esperaba que Aguirre fuera un anciano calmoso y profesoral, y no el individuo jovencísimo y de aire resacoso (o quizás excéntrico) que tenía ante mí. Como no decía nada, le pregunté si él era él. Me dijo que sí. Luego me preguntó si yo era yo. Le dije que sí. Nos reímos. Cuando vino la camarera, Aguirre pidió arroz a la cazuela y un entrecot al roquefort; yo pedí una ensalada y conejo. Mientras esperábamos la comida Aguirre me dijo que me había reconocido por la foto de la contraportada de uno de mis libros, que había leído hacía tiempo. Superado el primer espasmo de vanidad, rencorosamente comenté:

– ¿Ah, fuiste tú?

– No entiendo.

Me vi obligado a aclarar:

– Era una broma.

Yo estaba deseoso de entrar en materia, pero, porque no quería parecer descortés o demasiado interesado, le pregunté por el programa de radio. Aguirre soltó una risotada nerviosa, que desnudó sus dientes: blancos y desiguales.

– Se supone que es un programa de humor, pero en realidad es una gilipollez. Yo interpreto a un comisario fascista que se llama Antonio Gargallo y que redacta informes sobre los entrevistados. La verdad: creo que me estoy enamorando de él. Naturalmente, de todo esto en el ayuntamiento no saben nada.

– ¿Trabajas en el ayuntamiento de Banyoles?

Aguirre asintió, entre avergonzado y pesaroso.

– De secretario del alcalde -dijo-. Otra gilipollez. El alcalde es un amigote, me lo pidió y no supe negarme. Pero en cuanto acabe esta legislatura me largo.

Desde hacía poco tiempo el ayuntamiento de Banyoles estaba en manos de un equipo de gente muy joven, de Esquerra Republicana de Catalunya, el partido nacionalista radical. Aguirre dijo:

– No sé qué opinará usted, pero a mí me parece que un país civilizado es aquel en que uno no tiene necesidad de perder el tiempo con la política.

Acusé el «usted», pero no me descompuse, sino que me lancé sobre el cable que me tendía Aguirre y lo cogí al vuelo:

– Exactamente lo contrario de lo que pasaba en el 36.

– Ni más ni menos.

Trajeron la ensalada y el arroz. Aguirre señaló la carpeta roja.

– Le he fotocopiado el libro de Pascual.

– ¿Conoces bien lo que pasó en el Collell?

– Bien no -dijo-. Fue un episodio confuso. Mientras engullía grandes bocados de arroz empuja dos por vasos de tinto, Aguirre me habló, como si considerara indispensable ponerme en antecedentes, de los primeros días de la guerra en la comarca de Banyoles: del fracaso previsible del golpe de Estado, de la revolución consiguiente, del salvajismo sin control de los comités, de la quema masiva de iglesias y la masacre de religiosos.

– Aunque ya no esté de moda, yo sigo siendo anticlerical; pero aquello fue una locura colectiva -apostilló-. Claro que es fácil encontrar las causas que la explican, pero también es fácil encontrar las causas que explican el nazismo… Algunos historiadores nacionalistas insinúan que los que quemaban iglesias y mataban curas eran gente de fuera, inmigrantes y así. Mentira: eran de aquí, y tres años después más de uno recibió a los nacionales dando vivas. Claro que, si preguntas, nadie estaba allí cuando pegaban fuego a las iglesias. Pero eso es otro tema. Lo que me jode son esos nacionalistas que todavía andan por ahí intentando vender la pamema de que esto fue una guerra entre castellanos y catalanes, una película de buenos y malos.

– Creí que eras nacionalista.

Aguirre dejó de comer.

– Yo no soy nacionalista -dijo-. Soy independentista.

– ¿Y qué diferencia hay entre las dos cosas?

– El nacionalismo es una ideología -explicó, endureciendo un poco la voz, como si le molestara tener que aclarar lo obvio-. Nefasta a mi juicio. El independentismo es sólo una posibilidad. Como es una creencia, y sobre las creencias no se discute, sobre el nacionalismo no se puede discutir; sobre el independentismo sí. A usted le puede parecer razonable o no. A mí me lo parece.

No pude soportarlo más.

– Preferiría que me llamases de tú.

– Perdona -dijo: sonrió y continuó comiendo-. A las personas mayores estoy acostumbrado a tratarlas de usted.

Aguirre continuó hablando de la guerra; se detuvo con detalle en sus últimos días, cuando, inoperantes desde hacía meses los ayuntamientos y la Generalitat, reinaba en la comarca un desorden de estampida: carreteras invadidas por interminables caravanas de fugitivos, soldados con uniformes de todas las graduaciones vagando por los campos y entregados a la desesperación y la rapiña, montones ingentes de armas y pertrechos abandonados en las cunetas… Aguirre explicó que en aquel momento había recluidos en el Collell, que desde el principio de la guerra había sido convertido en cárcel, cerca de mil presos, y que todos o casi todos procedían de Barcelona: habían sido trasladados hasta allí, ante el avance imparable de las tropas rebeldes, por tratarse de los más peligrosos o los más implicados con la causa franquista. A diferencia de Ferlosio, Aguirre pensaba que los republicanos sí sabían a quién estaban fusilando, porque los cincuenta que eligieron eran presos muy significados, gente que estaba destinada a desempeñar cargos de relevancia social y política después de la guerra: el jefe provincial de Falange en Barcelona, dirigentes de grupos quintacolumnistas, financieros, abogados, sacerdotes, la mayoría de los cuales había padecido cautiverio en las checas de Barcelona y más tarde en barcos-prisión como el Argentina y el Uruguay.

Trajeron el entrecot y el conejo y se llevaron los platos (el de Aguirre tan limpio que relucía). Pregunté:

– ¿Quién dio la orden?

– ¿Qué orden? -preguntó a su vez Aguirre, examinando con avidez su enorme entrecot, con el cuchillo de carnicero y el tenedor en ristre, listo para atacarlo.

– La de fusilarlos.

Aguirre me miró como si por un momento hubiera olvidado que estaba ante él. Se encogió de hombros y aspiró, honda y ruidosamente.

– No lo sé -contestó, espirando mientras cortaba un trozo de carne-. Creo que Pascual insinúa que la dio un tal Monroy, un tipo joven y duro que quizá dirigía la cárcel, porque en Barcelona había dirigido también checas y campos de trabajo, en otros testimonios de la época se habla también de él… En todo caso, si fue Monroy lo más probable es que no actuase por su cuenta, sino obedeciendo órdenes del SIM.

– ¿El SIM?

– El Servicio de Inteligencia Militar -aclaró Aguirre-. Uno de los pocos organismos del ejército que a esas alturas todavía funcionaba como es debido. -Fugazmente dejó de masticar; luego siguió comiendo mientras hablaba-: Es una hipótesis razonable: el momento era desesperado, y desde luego los del SIM no se andaban con chiquitas. Pero hay otras.

– ¿Por ejemplo?

– Líster. Estuvo por allí. Mi padre lo vio.

– ¿En el Collell?

– En Sant Miquel de Campmajor, un pueblo que queda muy cerca. Mi padre era entonces un niño y estaba refugiado en una masía del pueblo. Me ha contado muchas veces que un día irrumpieron en la masía un puñado de hombres, entre los que estaba Líster, exigieron que les dieran de comer y de dormir y se pasaron la noche discutiendo en el comedor. Durante mucho tiempo creí que esta historia era un invento de mi padre, sobre todo cuando comprobé que la mayoría de los viejos que estaban vivos entonces decían haber visto a Líster, un personaje casi legendario desde que se puso al mando del Quinto Regimiento; pero con los años he ido atando cabos y he llegado a la conclusión de que quizá sea verdad. Verás -me preparó Aguirre, empapando golosamente un trozo de pan en el charco de salsa en que nadaba el entrecot. Imaginé que se había recuperado de la resaca, y me pregunté si estaba disfrutando más de la comida que de la exhibición de sus conocimientos de guerra-. A Líster acababan de nombrarle coronel a finales de enero del 39. Lo habían puesto al mando del V Cuerpo del Ejército del Ebro, o, mejor dicho, de lo que quedaba del V Cuerpo: un puñado de unidades deshechas que se retiraban sin presentar apenas batalla en dirección a la frontera francesa. Durante varias semanas los hombres de Líster estuvieron por la comarca y es seguro que algunos de ellos se instalaron en el Collell. Pero a lo que iba. ¿Has leído las memorias de Líster?

Dije que no.

– Bueno, no son exactamente unas memorias -continuó Aguirre-. Se titulan Nuestra guerra, y están muy bien, aunque dicen una cantidad tremenda de mentiras, como todas las memorias. El caso es que allí cuenta que la noche del 3 al 4 de febrero del 39 (o sea: tres días después del fusilamiento del Collell) se celebró en una masía de un pueblo cercano una reunión del Buró Político del partido comunista, a la que, entre otros jefes y comisarios, asistieron él mismo y Togliatti, que por entonces era delegado de la Internacional Comunista. Si no recuerdo mal, en la reunión se discutió la posibilidad de organizar una última resistencia al enemigo en Cataluña, pero da lo mismo: lo que cuenta es que esa masía bien pudo ser la masía donde estaba refugiado mi padre; por lo menos los protagonistas, las fechas y los lugares coinciden, así que…

Insensiblemente, Aguirre se me enredó entonces en una abstrusa digresión filial. Recuerdo que en aquel momento pensé en mi padre, y que el hecho me extrañó, porque hacía mucho tiempo que no pensaba en él; sin saber por qué, sentí un peso en la garganta, como una sombra de culpa.

– ¿Entonces fue Líster quien dio la orden de que los fusilaran? -atajé a Aguirre.

– Pudo serlo -dijo, recobrando sin dificultad el hilo perdido, mientras rebañaba su plato-. Pero también pudo no serlo. En Nuestra guerra dice que él no fue, ni él ni sus hombres. Qué va a decir. Pero, la verdad, yo le creo: no era su estilo, era un tipo demasiado obsesionado por continuar como fuese una guerra que tenía perdida. Además, la mitad de las cosas que se atribuyen a Líster es pura leyenda, y la otra mitad…, bueno, supongo que la otra mitad es verdad. En fin, quién sabe. Lo que a mí me parece indudable es que quienquiera que dio la orden sabía perfectamente a quién estaba fusilando y, desde luego, quién era Sánchez Mazas. Mmmmm -gimió, rebañando la salsa roquefort con un pedazo de miga-, ¡qué hambre tenía! ¿Quieres un poquito más de vino?

Se llevaron los platos (el mío con restos abundantes de conejo; el de Aguirre tan limpio que relucía). Pidió otro frasco de vino, un pedazo de tarta de chocolate y café; pedí café. Pregunté a Aguirre qué sabía acerca de Sánchez Mazas y de su estancia en el Collell.

– Poco -contestó-. Su nombre aparece un par de veces en la Causa General, pero siempre en relación al juicio que le formaron en Barcelona, cuando le detuvieron al escapar de Madrid. Pascual también cuenta alguna cosa. Que yo sepa, el único que puede saber algo más es Trapiello, Andrés Trapiello. El escritor. Ha editado a Sánchez Mazas y ha escrito cosas muy buenas sobre él; además, en sus diarios siempre está hablando de la familia de Sánchez Mazas, de manera que debe de estar en contacto con ella. Me suena incluso que en algún libro suyo he leído la historia del fusilamiento… Es una historia que corrió mucho después de la guerra, todo el que conoció por entonces a Sánchez Mazas la cuenta, supongo que porque él se la contaba a todo el mundo. ¿Sabías que mucha gente pensó que era mentira? Y en realidad todavía hay quien 1o piensa.

– No me extraña.

– ¿Por qué?

– Porque es una historia muy novelesca.

– Todas las guerras están llenas de historias novelescas.

– Sí, pero ¿no te sigue pareciendo increíble que un hombre que ya no era joven, porque tenía cuarenta y cinco años, y que además era miope…?

– Claro. Y que encima estaría en unas condiciones de lástima.

– Exacto. ¿No te parece increíble que un tipo como él consiguiera escapar de una situación así?

– ¿Por qué increíble? -La llegada del vino y la tarta de chocolate y los cafés no interrumpió su razonamiento-. Asombroso sí. Pero no increíble. ¡Pero si eso lo contabas muy bien en tu artículo! Recuerda que fue un fusilamiento en masa. Recuerda al soldado que tenía que delatarle y no lo delató. Recuerda, además, que estamos hablando del Collell. ¿Has estado allí alguna vez?

Dije que no, y Aguirre evocó entonces una enorme mole de piedra asediada por bosques espesísimos de pinos y tierra caliza, un territorio montañoso, agreste y muy extenso, sembrado de masías y pueblecitos aislados (El Torn, Sant Miquel de Campmajor, Fares, Sant Ferriol, Mieres) en los que, durante los tres años de guerra, operaron numerosas redes de evasión que, a cambio de dinero (a veces también por amistad o incluso por afinidades políticas), ayudaban a cruzar la frontera a víctimas potenciales de la represión revolucionaria, así como a jóvenes en edad militar que deseaban eludir el reclutamiento forzoso ordenado por la República. Según Aguirre, en la zona abundaban también los emboscados, gente que, porque no podía costearse los gastos de la huida o no acertaba a entrar en contacto con las redes de evasión, permaneció oculta en el bosque durante meses o años.

– De modo que era un lugar ideal para esconderse -arguyó-. A esas alturas de la guerra los campesinos estaban más que acostumbrados a tratar con fugitivos, y a echarles una mano. ¿Te habló Ferlosio de «Los amigos del bosque»?

Mi artículo concluía en el momento en que el miliciano no delataba á Sánchez Mazas; para nada se mencionaba en él a «Los amigos del bosque». Me atraganté con el café.

– ¿Conoces la historia? -inquirí.

– Conozco al hijo de uno de ellos.

– No jodas.

– No jodo. Se llama Jaume Figueras, vive aquí al lado. En Cornellá de Terri.

– Ferlosio me dijo que los muchachos que ayudaron a Sánchez Mazas eran de Cornellá de Terri.

Aguirre se encogió de hombros mientras recogía con los dedos las últimas migas del pastel de chocolate.

– Hasta ahí no llego -admitió-. Figueras me contó la historia muy por encima; tampoco me interesaba demasiado. Pero si quieres puedo darte su número de teléfono y le pides a él que te la cuente.

Aguirre acabó de beberse su café y pagamos. Nos despedimos en la Rambla, frente al puente de Les Peixeteries Velles. Aguirre repitió que me llamaría al día siguiente, para darme el número de teléfono de Figueras y, mientras le estrechaba la mano, advertí que una mancha de chocolate oscurecía las comisuras de sus labios.

– ¿Qué piensas hacer con esto? -preguntó.

A punto estuve de decirle que se limpiara los labios.

– ¿Con qué? -dije, sin embargo.

– Con la historia de Sánchez Mazas.

Yo no pensaba hacer nada (simplemente sentía curiosidad por ella), así que dije la verdad.

– ¿Nada? -Aguirre me miró con sus ojos pequeños, nerviosos, inteligentes-. Creía que estabas pensando escribir una novela.

– Yo ya no escribo novelas -dije-. Además, esto no es una novela, sino una historia real.

– También lo era el artículo -dijo Aguirre-. ¿Te dije que me gustó mucho? Me gustó porque era como un relato concentrado, sólo que con personajes y situaciones reales… Como un relato real.

Al día siguiente Aguirre me llamó y me dio el número de teléfono de Jaume Figueras. Era el número de un móvil. No me contestó Figueras, sino la voz de Figueras, invitándome a grabar un recado; lo grabé: dije mi nombre, mi profesión, que conocía a Aguirre, que estaba interesado en hablar con él acerca de su padre, de Sánchez Mazas y de «Los amigos del bosque»; también le dejé mi teléfono y le pedí que me llamara.

Durante los días que siguieron estuve esperando con impaciencia una llamada de Figueras, que no se produjo. Volví a llamarle yo, volví a dejar otro recado, volví a esperar. Mientras tanto leí Yo fui asesinado por los rojos, el libro de Pascual Aguilar. Era un recordatorio truculento de los horrores vividos en la retaguardia republicana, uno más de los muchos que aparecieron en España al término de la guerra, sólo que éste se había publicado en septiembre de 1981. La fecha, me temo, no es casual, pues cabe leer el relato como una suerte de justificación de los golpistas de opereta del 23 de febrero de ese año (Pascual anota varias veces una frase reveladora que José Antonio Primo de Rivera repetía como si fuera suya: «A última hora siempre ha sido un pelotón de soldados el que ha salvado la civilización») y como un aviso de las catástrofes que se avecinaban con el ascenso inminente del partido socialista al poder y el final simbólico de la Transición; el libro, sorprendentemente, es muy bueno. Pascual, a quien ni el tiempo ni los cambios operados en España habían erosionado ni una sola de sus convicciones de camisa vieja falangista, refiere con soltura su peripecia de la guerra, desde el momento en que la sublevación militar le sorprende de vacaciones en un pueblo de Teruel, que cae en zona republicana, hasta pocos días después del fusilamiento del Collell -un hecho al que dedica muchas páginas de encarnizado detallismo, así como a los días que lo precedieron y lo siguieron-, cuando es liberado por el ejército de Franco después de haber llevado durante la guerra una vida mezclada de Pimpinela Escarlata y Enrique de Lagardére, primero como miembro activo y luego como dirigente de un grupo de la quinta columna barcelonesa, y de haber padecido más tarde una temporada de reclusión en la checa de Vallmajor. El libro de Pascual era una edición de autor; en él se menciona varias veces a Sánchez Mazas, con quien Pascual pasó las horas previas al fusilamiento. Siguiendo la sugerencia de Aguirre, leí asimismo a Trapiello, y en uno de sus libros descubrí que él también contaba la historia del fusilamiento de Sánchez Mazas, y casi exactamente en los mismos términos en que yo se la había oído contar a Ferlosio, salvo por el hecho de que, igual que había hecho yo en mi artículo o relato real, él tampoco mencionaba a «Los amigos del bosque». La similitud puntualísima entre el relato de Trapiello y el mío me sorprendió. Pensé que Trapiello se lo habría oído contar al propio Ferlosio (o a alguno de los demás hijos de Sánchez Mazas, o a su mujer) e imaginé que, de tanto contar la historia Sánchez Mazas en su casa, ésta había adquirido para la familia un carácter casi formulario, como esos chistes perfectos de los que no se puede omitir una sola palabra sin aniquilar su gracia.

Conseguí el número de teléfono de Trapiello y le llamé a Madrid. En cuanto le expuse el motivo de mi llamada, estuvo amabilísimo y, aunque según dijo hacía años que no se ocupaba de Sánchez Mazas, se mostró encantado de que alguien se interesara por él, a quien yo sospecho que no consideraba un buen escritor, sino un gran escritor. Conversamos durante más de una hora. Trapiello me aseguró que de lo ocurrido en el Collell no conocía más que la historia que había contado en su libro y confirmó que, sobre todo inmediatamente después de la guerra, la había contado mucha gente.

– En los periódicos de la Barcelona recién ocupada por los franquistas apareció a menudo, y también en los de toda España, porque fue uno de los últimos coletazos de violencia en la retaguardia catalana y había que aprovecharlo propagandísticamente -me explicó Trapiello-. Si no me engaño, Ridruejo menciona el episodio en sus memorias, y también Laín. Y por ahí debo de tener un artículo de Montes donde habla también del asunto… Me imagino que durante una época Sánchez Mazas se lo contó a todo el que se le ponía por delante. Claro que era una historia brutal, pero, en fin, no sé… Supongo que era tan cobarde (y todo el mundo sabía que era tan cobarde) que debió de pensar que ese episodio tremendo le redimía de algún modo de su cobardía.

Le pregunté si había oído hablar de «Los amigos del bosque». Me dijo que sí. Le pregunté quién le había contado la historia que contaba en el libro. Me dijo que Liliana Ferlosio, la mujer de Sánchez Mazas, a la que al parecer había frecuentado mucho antes de su muerte.

– Es curiosísimo -comenté-. Salvo en un detalle, la historia coincide punto por punto con la que a mí me contó Ferlosio, como si, en vez de contarla, los dos la hubieran recitado.

– ¿Qué detalle es ése?

– Un detalle sin importancia. En su relato (es decir, en el de Liliana), al ver a Sánchez Mazas el miliciano se encoge de hombros y luego se va. En cambio, en el mío (es decir, en el de Ferlosio), antes de irse el miliciano se queda unos segundos mirándole a los ojos.

Hubo un silencio. Creí que la comunicación se había cortado.

– ¿Oiga?

– Tiene gracia -reflexionó Trapiello-. Ahora que lo dice, es verdad. No sé de dónde saqué lo del encogimiento de hombros, debió de parecerme más novelesco, o más barojiano. Porque yo creo que lo que Liliana me contó es que el miliciano le miró antes de marcharse. Sí. Incluso recuerdo que una vez me dijo que, cuando volvió a encontrarse con Sánchez Mazas después de los tres años de separación de la guerra, éste le hablaba a menudo de esos ojos que le miraban. De los ojos del miliciano, quiero decir.

Antes de colgar todavía seguimos hablando un rato de Sánchez Mazas, de su poesía y de sus novelas y artículos, de su carácter imposible, de sus amistades y de su familia («En esa casa todos hablan mal de todos, y todos tienen razón», me dijo Trapiello que decía González-Ruano); como si descontara que yo iba a escribir algo sobre Sánchez Mazas, pero por un escrúpulo de pudor no quisiera preguntarme qué, Trapiello me dio algunos nombres y algunas indicaciones bibliográficas y me invitó a visitar su casa de Madrid, donde guardaba manuscritos y artículos fotocopiados de la prensa y otras cosas de Sánchez Mazas.

A Trapiello no lo visité hasta unos meses más tarde, pero de inmediato me puse a seguir las pistas que me había facilitado. Así descubrí que, en efecto, sobre todo recién acabada la guerra, Sánchez Mazas le había contado la historia de su fusilamiento a todo el que aceptaba escucharla. Eugenio Montes, uno de los amigos más fieles con que contó nunca, escritor como él, como él falangista, lo retrató el 14 de febrero de 1939, justo dos semanas después de los hechos del Collell, «con pelliza de pastor y pantalón agujereado de balazos», llegando «casi resurrecto del otro mundo» después de tres años de clandestinidad y cárceles en la zona republicana. Sánchez Mazas y Montes se habían reencontrado eufóricamente pocos días antes, en Barcelona, en el despacho del que era a la sazón jefe Nacional de Propaganda de los sublevados, el poeta Dionisio Ridruejo. Muchos años más tarde, en sus memorias, éste todavía recordaba la escena, igual que la recordaba en las suyas, algo después, Pedro Laín Entralgo, por entonces otro joven e ilustrado jerarca falangista. Las descripciones que los dos memorialistas hacen de aquel Sánchez Mazas -a quien Ridruejo conocía un poco, pero a quien Laín, que luego le odiaría a muerte, no había visto nunca- son llamativamente coincidentes, como si les hubiese impresionado tanto que la memoria hubiera congelado su imagen en una instantánea común (o como si Laín hubiera copiado a Ridruejo; o como si los dos hubieran copiado a una misma fuente): también para ellos tiene un aire resurrecto, flaco, nervioso y desconcertado, con el pelo cortado al rape y la nariz corvina monopolizando su rostro famélico; los dos recuerdan también que Sánchez Mazas contó en aquel mismo despacho la historia de su fusilamiento, pero quizá Ridruejo no le concedió demasiado crédito (y por eso menciona los «detalles un poco novelescos» con que aliñó para ellos el relato), y sólo Laín no ha olvidado que vestía una «tosca zamarra parda».

Porque, según averigüé por azar y, después de algunos trámites inusitadamente ágiles, pude comprobar sentado en un cubículo del archivo de la Filmoteca de Cataluña, con esa misma tosca zamarra parda y ese mismo aire resurrecto -flaco y con el pelo al rape- Sánchez Mazas también contó ante una cámara la historia de su fusilamiento, sin duda por las mismas fechas de febrero del 39 en que se lo contó, en el despacho de Ridruejo en Barcelona, a sus camaradas falangistas. La filmación -una de las pocas que se conservan de Sánchez Mazas- apareció en uno de los primeros noticiarios de posguerra, entre imágenes marciales del Generalísimo Franco pasando revista a la Armada en Tarragona e imágenes idílicas de Carmencita Franco jugando en los jardines de su residencia de Burgos con un cachorro de león, regalo de Auxilio Social. Durante todo el relato Sánchez Mazas permanece de pie y sin gafas, la mirada un poco perdida; habla, sin embargo, con un aplomo de hombre acostumbrado a hacerlo en público, con el gusto de quien disfruta escuchándose, en un tono extrañamente irónico en el inicio -cuando alude a su fusilamiento- y previsiblemente exaltado en la conclusión -cuando alude al final de su odisea-, siempre un tanto campanudo, pero sus palabras son tan precisas y los silencios que las pautan tan medidos que él también da a ratos la impresión de que, en vez de contar la historia, la está recitando, como un actor que interpreta su papel en un escenario; por lo demás, esa historia no difiere en lo esencial de la que me refirió su hijo, así que mientras le escuchaba contarla, sentado en un taburete frente a un aparato de vídeo, en el cubículo de la Filmoteca, no pude evitar un estremecimiento indefinible, porque supe que estaba escuchando una de las primeras versiones, todavía tosca y sin pulimentar, de la misma historia que casi sesenta años más tarde había de contarme Ferlosio, y tuve la certidumbre sin fisuras de que lo que Sánchez Mazas le había contado a su hijo (y lo que éste me contó a mí) no era lo que recordaba que ocurrió, sino lo que recordaba haber contado otras veces. Añadiré que no me sorprendió en absoluto que ni Montes ni Ridruejo ni Laín (suponiendo que llegaran a saber de su existencia), ni por supuesto el propio Sánchez Mazas en aquel noticiario dirigido a una masa numerosa y anónima de espectadores aliviados por el fin reciente de la guerra, mencionaran el gesto de aquel soldado sin nombre que tenía orden de matarle y no le mató; el hecho se explica sin necesidad de atribuirle olvido o ingratitud a nadie: basta recordar que por entonces la doctrina de guerra de la España de Franco, como todas las doctrinas de todas las guerras, dictaba que ningún enemigo había salvado nunca una vida: estaban demasiado ocupados quitándolas. Y en cuanto a «Los amigos del bosque»…

Pasaron todavía algunos meses antes de que consiguiera hablar con Jaume Figueras. Después de haber grabado varios mensajes en su teléfono móvil y de no haber obtenido respuesta a ninguno de ellos, yo ya casi había descartado la posibilidad de que se pusiera en contacto conmigo, y alternativamente conjeturaba que Figueras era sólo una figura de la nerviosa inventiva de Aguirre, o que simplemente, por motivos que ignoraba pero que no era difícil imaginar, a Figueras no le apetecía rememorar para nadie la aventura de guerra de su padre. Es curioso (o por lo menos me parece curioso ahora): desde que el relato de Ferlosio despertara mi curiosidad nunca se me había ocurrido que alguno de los protagonistas de la historia pudiera estar todavía vivo, como si el hecho no hubiera ocurrido apenas sesenta años atrás, sino que fuera tan remoto como la batalla de Salamina.

Un día me encontré por casualidad con Aguirre. Fue en un restaurante mexicano adonde yo había ido a entrevistar a un vomitivo novelista madrileño que estaba promocionando en la ciudad su última flatulencia, cuyo argumento transcurría en México; Aguirre estaba con un grupo de gente, supongo que celebrando algo, porque todavía recuerdo sus risotadas de júbilo y su aliento de tequila abofeteándome la cara. Se acercó y, acariciándose con nerviosismo su perilla de malvado, me preguntó a bocajarro si estaba escribiendo (lo que quería decir que si estaba escribiendo un libro: como para casi todo el mundo, para Aguirre escribir en el periódico no es escribir); un poco molesto, porque nada irrita tanto a un escritor que no escribe como que le pregunten por lo que está escribiendo, le dije que no. Me preguntó qué se había hecho de Sánchez Mazas y de mi relato real; más molesto todavía, le dije que nada. Entonces me preguntó si había hablado con Figueras. Yo también debía de estar un poco borracho, o quizás es que el vomitivo novelista madrileño ya había conseguido sacarme de mis casillas, porque contesté que no, furiosamente añadí:

– Si es que existe.

– Si es que existe quién.

– ¿Quién va a ser? Figueras.

El comentario le borró la sonrisa de los labios; dejó de acariciarse la perilla.

– No seas idiota -dijo, enfocándome con sus ojos atónitos, y sentí unas ganas tremendas de pegarle un guantazo, o a lo mejor a quien de verdad quería pegar era al novelista de Madrid-. Claro que existe.

Me contuve.

– Entonces es que no quiere hablar conmigo.

Casi compungido, excusándose casi, Aguirre explicó que Figueras era constructor o contratista de obras (o algo así), y que además era concejal de urbanismo de Cornellá de Terri (o algo así), que era en todo caso una persona muy ocupada y que eso explicaba sin duda que no hubiera atendido a mis recados; luego prometió que hablaría con él. Cuando regresé a mi asiento me sentía fatal: con toda mi alma odié al novelista madrileño, que seguía perorando.

Tres días más tarde me llamó Figueras. Se disculpó por no haberlo hecho antes (su voz sonaba lenta y remota al teléfono, como si el propietario fuera un hombre muy mayor, quizás enfermo), me habló de Aguirre, me preguntó si aún quería hablar con él. Dije que sí; pero concertar una cita no fue fácil. Finalmente, después de repasar todos los días de la semana, quedamos para la semana siguiente; y después de repasar todos los bares de la ciudad (empezando por el Bistrot, que Figueras no conocía), quedamos en el Núria, en la plaza Poeta Marquina, muy cerca de la estación.

Allí estaba yo una semana después, casi con un cuarto de hora de adelanto sobre la hora convenida. Me acuerdo muy bien de esa tarde porque al día siguiente me marchaba de vacaciones a Cancún con una novia que me había echado tiempo atrás (la tercera desde mi separación: la primera fue una compañera del periódico; la segunda, una chica que trabajaba en un Pan's and Company). Se llamaba Conchi y su único trabajo conocido era el de pitonisa en la televisión local: su nombre artístico era Jasmine. Conchi me intimidaba un poco, pero sospecho que a mí siempre me han gustado las mujeres que me intimidan un poco, y desde luego procuraba que ningún conocido me sorprendiera con ella, no tanto porque me diera vergüenza que me vieran saliendo con una conocida pitonisa, cuanto por su aspecto un tanto llamativo (pelo oxigenado, minifalda de cuero, tops ceñidos y zapatos de aguja); y también porque, para qué mentir, Conchi era un poco especial. Recuerdo el primer día que la llevé a mi casa. Mientras yo forcejeaba con la cerradura del portal dijo:

– Menuda mierda de ciudad.

Le pregunté por qué.

– Mira -dijo y, con un mueca de asco infinito, señaló una placa que anunciaba: «Avinguda Lluís Pericot. Prehistoriador»-. Podían haberle puesto a la calle el nombre de alguien que por lo menos hubiera terminado la carrera, ¿no?

A Conchi le encantaba estar saliendo con un periodista (un intelectual, decía ella) y, aunque tengo la seguridad de que nunca acabó de leer ninguno de mis artículos (o sólo alguno muy corto), siempre fingía leerlos y, en el lugar de honor del salón de su casa, escoltando a una imagen de la Virgen de Guadalupe encaramada en una peana, tenía un ejemplar de cada uno de mis libros primorosamente encuadernado en plástico transparente. «Es mi novio», me la imaginaba diciéndoles a sus amigas semianalfabetas, sintiéndose muy superior a ellas, cada vez que alguna ponía los pies en su casa. Cuando la conocí, Conchi acababa de separarse de un ecuatoriano llamado Dos-a-Dos González, cuyo nombre de pila, al parecer, se lo había puesto su padre en recuerdo de un partido de fútbol en que su equipo de toda la vida ganó por primera y última vez la liga de su país. Para olvidar a Dos-a-Dos -a quien había conocido en un gimnasio, haciendo culturismo, y a quien en los buenos momentos llamaba cariñosamente Empate y, en los malos, Cerebro, Cerebro González, porque no lo consideraba muy inteligente-, Conchi se había mudado a Quart, un pueblo cercano donde había alquilado por muy poco dinero un caserón destartalado, casi en medio del bosque. De forma sutil pero constante, yo insistía en que volviera a vivir en la ciudad; mi insistencia se apoyaba en dos argumentos: uno explícito y otro implícito, uno público y otro secreto. El público decía que esa casa aislada era un peligro para ella, pero el día en que dos individuos intentaron asaltarla y Conchi, que para su desgracia se hallaba dentro, acabó persiguiéndolos a pedradas por el bosque, tuve que admitir que esa casa era un peligro para todo aquel que intentara asaltarla. El argumento secreto decía que, puesto que yo no tenía el carnet de conducir, cada vez que fuéramos de mi casa a casa de Conchi o de casa de Conchi a mi casa, tendríamos que hacerlo en el Volkswagen de Conchi, un cacharro tan antiguo que bien hubiera podido merecer la atención del prehistoriador Pericot y que Conchi conducía siempre como si todavía estuviera a tiempo de evitar un asalto inminente a su casa, y como si todos los coches que circulaban a nuestro alrededor estuvieran ocupados por un ejército de delincuentes. Por todo ello, cualquier desplazamiento en coche con mi amiga, a quien por lo demás le encantaba conducir, entrañaba un riesgo que yo sólo estaba dispuesto a correr en circunstancias muy excepcionales; éstas debieron de darse a menudo, por lo menos al principio, porque por entonces me jugué muchas veces el pellejo yendo en su Volkswagen de su casa a mi casa y de mi casa a su casa. Por lo demás, y aunque me temo que no estaba muy dispuesto a reconocerlo, yo creo que Conchi me gustaba mucho (más en todo caso que la compañera del periódico y que la chica del Pan's and Company; menos, quizá, que mi antigua mujer); tanto, en todo caso, que, para celebrar que llevábamos ya nueve meses saliendo juntos, me dejé convencer de que pasáramos juntos dos semanas en Cancún, un lugar que yo imaginaba verdaderamente espantoso, pero que (esperaba) el agrado de estar junto a Conchi y su despampanante alegría volverían por lo menos soportable. Así que la tarde en que por fin conseguí una cita con Figueras yo ya tenía las maletas hechas y el corazón impaciente por emprender un viaje que a ratos (pero sólo a ratos) juzgaba temerario.

Me senté a una mesa del Núria, pedí un gin-tonic y esperé. Aún no eran las ocho de la tarde; frente a mí, al otro lado de las paredes de cristal, la terraza estaba llena de gente y más allá cruzaban de vez en cuando convoyes de viajeros por el paso elevado del tren. A mi izquierda, en el parque, niños acompañados de sus madres jugaban en los columpios, bajo la sombra declinante de los plátanos. Recuerdo que pensé en Conchi, que no hacía mucho me había sorprendido diciéndome que no pensaba morirse sin tener un hijo, y luego en mi antigua mujer, que muchos años atrás había rechazado juiciosamente mi propuesta de tener un hijo. Pensé que, si la declaración de Conchi era también una insinuación (y ahora creí comprender que lo era), entonces el viaje a Cancún era un error por partida doble, porque yo ya no tenía ninguna intención de tener un hijo; tenerlo con Conchi me pareció una ocurrencia chusca. Por algún motivo volví a pensar en mi padre, volví a sentirme culpable. «Dentro de poco», me sorprendí pensando, «cuando ya ni siquiera yo me acuerde de él, estará del todo muerto.» En ese momento, mientras veía entrar en el bar a un hombre de unos sesenta años, que imaginé que podía ser Figueras, me maldije por haber concertado en pocos meses dos citas con dos desconocidos sin haber acordado previamente una señal identificatoria, me levanté, le pregunté si era Jaume Figueras; me dijo que no. Volví a mi mesa: casi eran las ocho y media. Con la vista busqué por el bar a un hombre solo; luego salí a la terraza, también en vano. Me pregunté si Figueras habría estado todo ese tiempo en el bar, cerca de mí y, harto de esperar, se habría marchado: me contesté que eso era imposible. No llevaba conmigo el número de su móvil, así que, decidiendo que por algún motivo Figueras se había retrasado y estaba al llegar, opté por esperar. Pedí otro gin-tonic y me senté en la terraza. Nerviosamente miraba a un lado y a otro; mientras lo hacía, aparecieron dos gitanos jóvenes -un hombre y una mujer-, con un teclado eléctrico, un micrófono y un altavoz, y se pusieron a tocar frente a la clientela. El hombre tocaba y la mujer cantaba. Tocaban, sobre todo, pasodobles: lo recuerdo muy bien porque a Conchi le gustaban tanto los pasodobles que había intentado sin éxito que me inscribiera en un cursillo para aprender a bailarlos, y sobre todo porque fue la primera vez en mi vida que oí la letra de Suspiros de España, un pasodoble famosísimo del que yo ni siquiera sabía que tenía una letra:


Quiso Dios, con su poder,

fundir cuatro rayitos de sol

y hacer con ellos una mujer,

y al cumplir su voluntad

en un jardín de España nací

como la flor en el rosal.

Tierra gloriosa de mi querer,

tierra bendita de perfume y pasión,

España, en toda flor a tus pies

suspira un corazón.

Ay de mi pena mortal,

porque me alejo, España, de ti,

porque me arrancan de mi rosal.


Oyendo tocar y cantar a los gitanos pensé que ésa era la canción más triste del mundo; también, casi en secreto, que no me disgustaría bailarla algún día. Cuando acabó la actuación, eché veinte duros en el sombrero de la gitana y, mientras la gente abandonaba la terraza, acabé de beberme mi gin-tonic y me fui.

Al llegar a casa tenía en el contestador automático un recado de Figueras. Me pedía disculpas porque un imprevisto de última hora le había impedido acudir a la cita; me pedía que le llamase. Le llamé. Volvió a pedirme disculpas, volvió a sugerir una cita.

– Tengo una cosa para usted -añadió.

– ¿Qué cosa?

– Se la daré cuando nos veamos.

Le dije que al día siguiente me iba de viaje (me dio vergüenza decirle que iba a Cancún) y que no regresaba hasta al cabo de dos semanas. Concertamos una cita en el Núria para dos semanas más tarde y, después de acometer el ejercicio idiota de describirnos someramente para el otro, nos despedimos.

Lo de Cancún fue inenarrable. Conchi, que había sido la organizadora del viaje, me había ocultado que, salvo un par de excursiones por la península del Yucatán y muchas tardes de compras por el centro de la ciudad, todo él consistía en pasar dos semanas encerrados en un hotel en compañía de una pandilla de catalanes, andaluces y norteamericanos gobernados a golpe de silbato por una guía turística y dos monitores que ignoraban la noción de reposo y que, además, no hablaban una sola palabra de castellano; mentiría si no reconociera que hacía muchos años que no era tan feliz. Añadiré que, por extraño que parezca, yo creo que sin esa estancia en Cancún (o en un hotel de Cancún) nunca me hubiera decidido a escribir un libro sobre Sánchez Mazas, porque durante esos días tuve tiempo de poner en orden mis ideas acerca de él y de comprender que el personaje y su historia se habían convertido con el tiempo en una de esas obsesiones que constituyen el combustible indispensable de la escritura. Sentado en el balcón de mi habitación con un mojito en la mano, mientras veía cómo Conchi y su pandilla de catalanes, andaluces y norteamericanos eran perseguidos sin clemencia, a lo largo y a lo ancho de las instalaciones del hotel, por la vesania deportiva de los monitores («¡Now swimming-pool!»), yo no dejaba de pensar en Sánchez Mazas. Pronto llegué a una conclusión: cuantas más cosas sabía de él, menos lo entendía; cuanto menos lo entendía, más me intrigaba; cuanto más me intrigaba, más cosas quería saber de él. Yo había sabido -pero no lo entendía y me intrigaba- que aquel hombre culto, refinado, melancólico y conservador, huérfano de coraje físico y alérgico a la violencia, sin duda porque se sabía incapaz de practicarla, durante los años veinte y treinta había trabajado como casi nadie para que su país se sumergiera en una salvaje orgía de sangre. No sé quién dijo que, gane quien gane las guerras, las pierden siempre los poetas; sé que poco antes de mis vacaciones en Cancún yo había leído que, el 29 de octubre de 1933, en el primer acto público de Falange Española, en el Teatro de la Comedia de Madrid, José Antonio Primo de Rivera, que siempre andaba rodeado de poetas, había dicho que «a los pueblos no los han movido nunca más que los poetas». La primera afirmación es una estupidez; la segunda no: es verdad que las guerras se hacen por dinero, que es poder, pero los jóvenes parten al frente y matan y se hacen matar por palabras, que son poesía, y por eso son los poetas los que siempre ganan las guerras, y por eso Sánchez Mazas, que estuvo siempre al lado de José Antonio y desde ese lugar de privilegio supo urdir una violenta poesía patriótica de sacrificio y yugos y flechas y gritos de rigor que inflamó la imaginación de centenares de miles de jóvenes y acabó mandándolos al matadero, es más responsable de la victoria de las armas franquistas que todas las ineptas maniobras militares de aquel general decimonónico que fue Francisco Franco. Yo había sabido -pero no había entendido y me intrigaba- que, al terminar la guerra que había contribuido como casi nadie a encender, Franco nombró a Sánchez Mazas ministro del primer gobierno de la Victoria, pero al cabo de muy poco tiempo le destituyó porque, según se contaba, ni siquiera asistía a las reuniones del consejo, y a partir de aquel momento abandonó casi por completo la política activa Y, como si se sintiera satisfecho del régimen de pesadumbre que había ayudado a implantar en España y considerara que su trabajo había concluido, consagró sus últimos veinte años de vida a escribir, a dilapidar la herencia familiar y a entretener sus dilatados ocios con aficiones un poco extravagantes. Me intrigaba esa época final de retiro y displicencia, pero sobre todo los tres años de guerra, con su peripecia inextricable, su asombroso fusilamiento, su miliciano salvador y sus amigos del bosque, y un atardecer de Cancún (o del hotel de Cancún), mientras hacía tiempo en el bar hasta la hora de la cena, decidí que, después de casi diez años sin escribir un libro, había llegado el momento de intentarlo de nuevo, y decidí también que el libro que iba a escribir no sería una novela, sino sólo un relato real, un relato cosido a la realidad, amasado con hechos y personajes reales, un relato que estaría centrado en el fusilamiento de Sánchez Mazas y en las circunstancias que lo precedieron y lo siguieron.

De regreso de Cancún, la tarde acordada con Figueras me presenté en el Núria, como siempre antes de tiempo, pero aún no había pedido mi gin-tonic cuando me abordó un hombre macizo y cargado de hombros, de unos cincuenta y pico años, de pelo ensortijado, de ojos profundos y azules, de modesta sonrisa rural. Era Jaume Figueras. Sin duda porque yo esperaba a un hombre mucho mayor (como me había ocurrido con Aguirre), pensé: «El teléfono envejece». Pidió un café; pedí un gin-tonic. Figueras se disculpó por no haber comparecido a la cita anterior y por no disponer tampoco de mucho tiempo en ésta. Aseguró que en aquella época del año el trabajo se le acumulaba y que, como además había puesto en venta Can Pigem, la casa familiar de Cornellá de Terri, estaba muy ocupado ordenando los papeles de su padre, muerto diez años atrás. En este punto a Figueras se le quebró la voz; con un destello de humedad brillándole en los ojos, tragó saliva, sonrió como disculpándose de nuevo. El camarero alivió con su café y su gin-tonic la incomodidad del silencio. Figueras bebió un sorbo de café.

– ¿Es verdad que va usted a escribir sobre mi padre y sobre Sánchez Mazas? -me espetó.

– ¿Quién le ha dicho eso?

– Miquel Aguirre.

«Un relato real», pensé, pero no lo dije. «Eso es lo que voy a escribir.» También pensé que Figueras pensaba que, si alguien escribía acerca de su padre, su padre no estaría del todo muerto. Figueras insistió.

– Puede ser -mentí-. Todavía no lo sé. ¿Le hablaba su padre a menudo de su encuentro con Sánchez Mazas?

Figueras dijo que sí. Reconoció, sin embargo, que no tenía más que un conocimiento muy vago de los hechos.

– Entiéndalo -se disculpó otra vez-. Para mí era sólo una historia familiar. Se la oí contar tantas veces a mi padre… En casa, en el bar, solo con nosotros o rodeado de gente del pueblo, porque en Can Pigem tuvimos durante años un bar. En fin. Yo creo que nunca le hice mucho caso. Y ahora me arrepiento.

Lo que Figueras sabía era que su padre había hecho toda la guerra con la República, y que cuando volvió a casa, hacia el final, se había encontrado allí con su hermano menor, Joaquim, y con un amigo de éste, llamado Daniel Angelats, que acababan de desertar de las filas republicanas. También sabía que, dado que ninguno de los tres soldados quería partir al exilio con el ejército derrotado, decidieron aguardar la llegada inminente de los franquistas escondidos en un bosque cercano, y que un día vieron acercarse a un hombre medio ciego tanteando entre las breñas. Lo retuvieron a punta de pistola; le obligaron a identificarse: el hombre dijo que se llamaba Rafael Sánchez Mazas y que era el falangista más antiguo de España.

– Mi padre supo de inmediato quién era -dijo Jaume Figueras-. Era una persona muy leída, había visto fotos de Sánchez Mazas en los periódicos y había leído sus artículos. O por lo menos eso era lo que él decía siempre. No sé si será verdad.

– Puede serlo -concedí-. ¿Y qué pasó luego?

– Estuvieron unos días refugiados en el bosque -prosiguió Figueras, después de beberse de un trago el resto del café-. Los cuatro. Hasta que llegaron los nacionales.

– ¿No le contó su padre de qué habló con Sánchez Mazas durante los días que pasaron en el bosque?

– Supongo que sí -contestó Figueras-. Pero no lo recuerdo. Ya le he dicho que yo no prestaba mucha atención a esas cosas. Lo único que recuerdo es que Sánchez Mazas les contó lo de su fusilamiento en el Collell. Conoce la historia, ¿verdad?

Asentí.

– También les contó muchas otras cosas, eso es seguro -prosiguió Figueras-. Mi padre siempre decía que durante esos días Sánchez Mazas y él se hicieron muy amigos.

Figueras sabía que, al terminar la guerra, su padre había estado preso en la cárcel, y que su familia le rogó muchas veces en vano que escribiera a Sánchez Mazas, que por entonces era ministro, para que intercediera por él. Y sabía también que, una vez que su padre hubo salido de la cárcel, llegó a sus oídos que alguien de su mismo pueblo o de algún pueblo vecino, sabedor de la amistad que los unía, había escrito a Sánchez Mazas una carta en la que, haciéndose pasar por uno de los amigos del bosque, solicitaba un favor de dinero en pago de la deuda de guerra que había contraído con ellos, y que su padre había escrito a Sánchez Mazas denunciando la suplantación.

– ¿Le contestó Sánchez Mazas?

– Me suena que sí, pero no estoy seguro. De momento entre los papeles de mi padre no he encontrado ninguna carta suya, y me extrañaría que las hubiera tirado, era un hombre muy cuidadoso, lo conservaba todo. No sé, a lo mejor se traspapeló, o a lo mejor aparece un día de estos. -Figueras metió la mano en el bolsillo de su camisa: parsimoniosamente-. Lo que sí encontré fue esto.

Me alargó una libretita vieja, de tapas de hule ennegrecido, que alguna vez fue verde. La hojeé. La mayor parte estaba en blanco, pero varias hojas del principio y el final estaban garabateadas a lápiz, con una letra rápida, no del todo ilegible, que apenas resaltaba contra el crema sucio y cuadriculado del papel; el primer vistazo delataba también que varias de sus hojas habían sido arrancadas.

– ¿Qué es esto? -pregunté.

– El diario que llevó Sánchez Mazas mientras anduvo huido por el bosque -contestó Figueras-. O eso es lo que parece. Quédese con él; pero no me lo pierda, es como un recuerdo de la familia, mi padre le tenía mucho aprecio. -Consultó su reloj de pulsera, hizo chasquear la lengua, dijo-: Bueno, ahora tengo que marcharme. Pero llámeme otro día.

Mientras se levantaba apoyando en la mesa sus dedos gruesos y encallecidos, añadió:

– Si quiere puedo enseñarle el lugar del bosque donde estuvieron escondidos, el Mas de la Casa Nova; ya no es más que una masía medio en ruinas, pero si va a contar esta historia seguro que le gustará verla. Claro que si no piensa contarla…

– Todavía no sé lo que haré -volví a mentir, acariciando las tapas de hule de la libreta, que me ardía en las manos como un tesoro. Con el fin de espolear el recuerdo de Figueras, sinceramente añadí-: Pero, la verdad, creí que usted me contaría más cosas.

– Le he contado todo lo que sé -se disculpó por enésima vez, pero ahora me pareció que un matiz de astucia o recelo asomaba a la superficie lacustre de sus ojos azules-. De todas maneras, si de verdad se propone escribir sobre mi padre y Sánchez Mazas, con quien tiene que hablar es con mi tío. Él sí que conoce todos los detalles.

– ¿Qué tío?

– Mi tío Joaquim. -Aclaró-: El hermano de mi padre. Otro de los amigos del bosque.

Incrédulo, como si acabaran de anunciarme la resurrección de un soldado de Salamina, pregunté:

– ¿Está vivo?

– ¡Ya lo creo! -se rió con desgana Figueras, y un ademán artificial de sus manos me hizo pensar que sólo fingía sorprenderse de mi sorpresa-. ¿No se lo había dicho? Vive en Medinyá, pero pasa mucho tiempo en la playa de Montgó, y también en Oslo, porque su hijo trabaja allí, en la OMS. Ahora no creo que le encuentre, pero en septiembre seguro que estará encantado de hablar con usted. ¿Quiere que se lo proponga?

Un poco aturdido por la noticia, dije que por supuesto que sí.

– De paso intentaré averiguar el paradero de Angelats -dijo Figueras sin ocultar su satisfacción-. Antes vivía en Banyoles, y a lo mejor todavía está vivo. Quien seguro que lo está es María Ferré.

– ¿Quién es María Ferré?

Figueras reprimió visiblemente el impulso de desbrozar una explicación.

– Ya se lo contaré otro rato -dijo después de consultar de nuevo el reloj; me estrechó la mano-. Ahora tengo que irme. Le llamaré en cuanto le consiga una cita con mi tío; él se lo contará todo con pelos y señales, ya verá, tiene muy buena memoria. Mientras tanto, eche un vistazo a la libreta, creo que le interesará.

Le vi pagar, salir del Núria, meterse en un todoterreno polvoriento y mal aparcado frente a la entrada del bar y marcharse. Acaricié la libreta, pero no la abrí. Acabé de beberme el gin-tonic y, mientras me levantaba para irme, vi cruzar un Talgo por el paso elevado, más allá de la terraza llena de gente, y me acordé de los gitanos que dos semanas atrás tocaban pasodobles en la luz fatigada de un atardecer como ése y, al llegar a casa y ponerme a examinar con calma la libreta que me había confiado Figueras, aún no se me había desenredado de la memoria la melodía tristísima de Suspiros de España.

Pasé la noche dándole vueltas a la libreta. Ésta contenía en su parte delantera, después de unas hojas arrancadas, un pequeño diario escrito a lápiz. Esforzándome por descifrar la letra, leí:


«… instalado casa bosque – Comida – Dormir pajar – Paso soldados.

3- Casa bosque – Conversación viejo – No se atreve a tenerme en casa – Bosque – Fabricación refugio.

4- Caída de Gerona – Conversación junto al fuego con los fugitivos – El viejo me trata mejor que la señora.

5- Día de espera – Continúo refugio – Cañones.

6- Encuentro en el bosque con los tres muchachos – Noche – Vigilancia [palabra ilegible] al refugio – Voladura de puentes – Los rojos se van.

7- Encuentro de mañana con los tres muchachos – Almuerzo medianamente de la cocina de los amigos.»


El diario se detiene ahí. Al final de la libreta, después de otras hojas arrancadas, escritos con una letra distinta, pero también a lápiz, figuran los nombres de los tres muchachos, de los amigos del bosque:


Pedro Figueras Bahí

Joaquín Figueras Bahí

Daniel Angelats Dilmé


Y más abajo:


Casa Pigem de Cornellá

(enfrente de la estación)


Más abajo aún viene la firma, a tinta -no a lápiz, como lo escrito en el resto de la libreta- de los dos hermanos Figueras, y en la página siguiente se lee:


Palol de Rebardit

Casa Borrell

Familia Ferré


En otra página, también a lápiz y con la misma letra del diario, sólo que mucho más clara, figura el texto más extenso de la libreta. Dice así:


«El que suscribe, Rafael Sánchez Mazas, fundador de la Falange Española, consejero nacional, ex presidente de la Junta Política y a la sazón el falangista más antiguo de España y el de mayor jerarquía de la zona roja, declaro:

»1° que el día 30 de enero de 1939 fui fusilado en la prisión del Collell con otros 48 infelices prisioneros y escapé milagrosamente después de las dos primeras descargas, internándome en el bosque

»2° que después de una marcha de tres días por el bosque, caminando de noche y pidiendo limosna en las masías, llegué a las proximidades de Palol de Rebardit, donde caí en una acequia perdiendo mis gafas, con lo cual me quedaba medio ciego…»


Aquí falta una hoja, que ha sido arrancada. Pero el texto sigue:


«… proximidad de la línea de fuego me tuvieron oculto en su casa hasta que llegaron las tropas nacionales -

»4° que a pesar de la generosa oposición de los habitantes del Mas Borrell quiero por medio de este documento ratificarles mi promesa de corresponderles con una fuerte recompensa metálica, proponer al propietario [aquí hay un espacio en blanco] para una distinción honorífica si así lo acepta el mando militar y testimoniarle mi gratitud inmensa a él y a los suyos durante toda mi vida, que todo ello será bien poco en comparación con lo que por mí ha hecho.

»Firmo el presente documento en el mas Casanova de un Pla cerca de Cornellá de Terri a 1…»

Hasta aquí, el texto de la libreta. Lo releí varias veces, tratando de dotar de un sentido coherente a aquellas anotaciones dispersas, y de ensamblarlas con los hechos que yo conocía. Para empezar, descarté la sospecha, que insidiosamente me asaltó mientras leía, de que la libreta fuera un fraude, una falsificación urdida por los Figueras para engañarme, o para engañar a alguien: en aquel momento me pareció que carecía de sentido imaginar a una modesta familia campesina tramando una estafa tan sofisticada. Tan sofisticada y, sobre todo, tan absurda. Porque, en vida de Sánchez Mazas, cuando podía ser un escudo de derrotados contra las represalias de los vencedores, el documento era fácilmente autentificable y, una vez muerto, carecía de valor. Sin embargo, pensé que de todas formas era conveniente cerciorarse de que la letra de la libreta (o una de las letras de la libreta, porque había varias) y la de Sánchez Mazas eran la misma. De ser así (y nada autorizaba a suponer que no lo fuera), Sánchez Mazas era el autor del pequeño diario, sin duda escrito durante los días en que anduvo errante por el bosque, o a lo sumo muy poco después. A juzgar por el último texto de la libreta, Sánchez Mazas sabía que la fecha de su fusilamiento había sido el 30 de enero del 39; por otra parte, la numeración que precedía a cada entradilla del diario correspondía al número de día del mes de febrero del mismo año (los nacionales habían entrado en efecto en Gerona el 4 de febrero). Del texto del diario deduje que, antes de acogerse a la protección del grupo de los hermanos Figueras, Sánchez Mazas había hallado un refugio más o menos seguro en una casa de la zona, y que esa casa no podía ser otra que la casa o Mas Borrell, a cuyos habitantes daba las gracias y prometía «una fuerte recompensa metálica» y «una distinción honorífica» en la extensa declaración final, y deduje también que esa casa o mas sólo podía estar en Palol de Rebardit -un municipio limítrofe del de Cornellá de Terri- y que sus habitantes sólo podían ser miembros de la familia Ferré, a la que por lo demás pertenecería con seguridad la María Ferré que, según me había anunciado Jaume Figueras en el final precipitado de nuestra entrevista en el Núria, todavía estaba viva. Todo lo anterior parecía evidente, igual que, una vez se ha dado con ella, parece evidente la correcta ubicación de las piezas de un puzzle. En cuanto a la declaración final, redactada en el Mas de la Casa Nova, el lugar del bosque donde los cuatro fugitivos habían permanecido ocultos -y sin duda cuando ya se sabían a salvo-, también parecía evidente que se trataba de un modo de formalizar la deuda que Sánchez Mazas tenía con quienes le habían salvado la vida, así como de un salvoconducto que podía permitirles cruzar las incertidumbres de la inmediata posguerra sin necesidad de padecer todos y cada uno de los ultrajes que ella reservaba a la mayoría de quienes, como los hermanos Figueras y Angelats, habían engrosado las filas del ejército republicano. Me extrañó, no obstante, que uno de los fragmentos arrancados de la libreta fuera precisamente el fragmento de la declaración en el que, según todo parecía indicar, Sánchez Mazas agradecía la ayuda de los hermanos Figueras y de Angelats. Me pregunté quién había arrancado esa hoja. Y para qué. Me pregunté quién y para qué había arrancado las primeras hojas del diario. Como una pregunta lleva a otra pregunta, me pregunté también -pero esto en realidad ya llevaba mucho tiempo preguntándomelo- qué ocurrió en realidad durante aquellos días en que Sánchez Mazas anduvo vagando sin rumbo por tierra de nadie. Qué pensó, qué sintió, qué les contó a los Ferré, a los Figueras, a Angelats. Qué recordaban éstos que les había contado. Y qué habían pensado y sentido ellos. Ardía en deseos de hablar con el tío de Jaume Figueras, con María Ferré y con Angelats, si es que aún estaba vivo. Me decía que, si bien el relato de Jaume Figueras no podía ser fiable (o no podía serlo más que el de Ferlosio), pues su veracidad ni siquiera pendía de un recuerdo (el suyo), sino del recuerdo de un recuerdo (el de su padre), los relatos de su tío, de María Ferré y de Angelats, si es que todavía estaba vivo, eran, en cambio, relatos de primera mano y por tanto, al menos en principio, mucho menos aleatorios que aquél. Me pregunté si esos relatos se ajustarían a la realidad de los hechos o si, de forma acaso inevitable, estarían barnizados por esa pátina de medias verdades y embustes que prestigia siempre un episodio remoto y para sus protagonistas quizá legendario, de manera que lo que acaso me contarían que ocurrió no sería lo que de verdad ocurrió y ni siquiera lo que recordaban que ocurrió, sino sólo lo que recordaran haber contado otras veces.

Abrumado de interrogantes, seguro de que con suerte aún tendría que esperar un mes antes de hablar con el tío de Figueras, como si caminara por una zona de médanos y necesitara pisar tierra firme llamé a Miquel Aguirre. Era un lunes y era muy tarde, pero Aguirre todavía estaba despierto y, después de hablarle de mi entrevista con Jaume Figueras y de su tío y de la libreta de Sánchez Mazas, le pregunté si era posible cerciorarse documentalmente de que Pere Figueras, el padre de Jaume, había estado en efecto en la cárcel al terminar la guerra.

– Es facilísimo -contestó-. En el Archivo Histórico hay un catálogo que registra todos los nombres de los presos ingresados en la cárcel de la ciudad desde antes de la guerra. Si a Pere Figueras lo encarcelaron, su nombre aparecerá allí. Seguro.

– ¿No pudieron haberle enviado a otra cárcel?

– Imposible. A los presos de la zona de Banyoles los destinaban siempre a la cárcel de Gerona.

Al día siguiente, antes de ir a trabajar al diario, me planté en el Archivo Histórico, que se halla en un viejo convento rehabilitado, en el casco antiguo. Guiándome por los letreros, subí unas escaleras de piedra y entré en la biblioteca, una sala espaciosa y soleada, con grandes ventanales y mesas de madera reluciente erizadas de lámparas, cuyo silencio sólo rompía el teclear de un funcionario casi oculto tras un ordenador. Le dije al funcionario -un hombre de pelo revuelto y mostacho gris- lo que buscaba; se levantó, fue hasta un anaquel y cogió una carpeta de anillas.

– Mire aquí -dijo, entregándomela-. Al lado de cada nombre está su número de expediente; si quiere consultarlo, pídamelo.

Me senté a una mesa y busqué en el catálogo, que abarcaba desde 1924 hasta 1949, algún Figueras que hubiese ingresado en prisión en 1939 o 1940. Como el apellido es bastante común en la zona, había varios, pero ninguno de ellos era el Pere (o Pedro) Figueras Bahí que yo buscaba: nadie con ese nombre había estado en la cárcel de Gerona en 1939, ni en 1940, ni siquiera en 1941 o 1942, que era cuando, de acuerdo con el relato de Jaume Figueras, su padre había estado preso. Alcé la vista de la carpeta: el funcionario seguía tecleando en el ordenador; la sala, desierta. Más allá de los ventanales inundados de luz había una confusión de casas decrépitas que, pensé, no ofrecería un aspecto muy distinto al de sesenta años y unos pocos meses atrás, cuando, en las postrimerías de la guerra, a pocos kilómetros de allí, tres muchachos anónimos y un cuarentón ilustre aguardaban emboscados el final de la pesadilla. Como asaltado por una súbita iluminación, pensé: «Todo es mentira». Razoné que, si el primer hecho que intentaba contrastar por mi cuenta con la realidad -la estancia de Pere Figueras en la cárcel- resultaba falso, nada impedía suponer que el resto de la historia igualmente lo fuera. Me dije que hubo sin duda tres muchachos que ayudaron a Sánchez Mazas a sobrevivir en el bosque tras su fusilamiento -una certeza avalada por diversas circunstancias, entre ellas la coincidencia entre las notas de la libreta de Sánchez Mazas y el relato que éste le hizo a su hijo-, pero determinados indicios autorizaban a pensar que no eran los hermanos Figueras y Angelats. Por de pronto, en la libreta de Sánchez Mazas sus nombres habían sido escritos a tinta y con una caligrafía diferente de la del resto del texto, que estaba escrito a lápiz; era indudable, pues, que una mano ajena a la de Sánchez Mazas los había añadido. Además, el fragmento mutilado de la declaración final, en el que, según yo había deducido al estudiar la libreta, debía de mencionarse a los Figueras y a Angelats, porque estaría destinado a agradecerles su ayuda, muy bien podía haber sido arrancado precisamente porque no se les mencionaba; es decir: para que alguien cediese a la deducción que yo había hecho. Y en cuanto a la falsa temporada en la cárcel de Pere Figueras, sin duda era una invención del propio Pere, o de su hijo, o de quién sabe quién; en todo caso, sumada a la orgullosa negativa de Pere a escapar del cautiverio apelando al favor de un alto dignatario franquista como Sánchez Mazas y a la carta en que denunciaba al desaprensivo que pretendía sacarle dinero a Sánchez Mazas haciéndose pasar por él, la historia constituía un cimiento ideal para edificar sobre ella una de esas brumosas leyendas de heroísmo paterno que, sin que nadie acierte a identificar nunca su origen, tanto prosperan a la muerte del padre en ciertas familias propensas a la mitificación de sí mismas. Más decepcionado que perplejo, me pregunté quiénes eran entonces los verdaderos amigos del bosque y quién y para qué había fabricado aquel fraude; más perplejo que decepcionado, me dije que quizá, como algunos habían sospechado desde el principio, Sánchez Mazas ni siquiera había estado nunca en el Collell, y que acaso toda la historia del fusilamiento y de las circunstancias que lo rodearon no era más que una inmensa superchería minuciosamente urdida por la imaginación de Sánchez Mazas -con la colaboración voluntaria e involuntaria de parientes, amigos, conocidos y desconocidos- para limpiar su fama de cobarde, para ocultar algún episodio deshonroso de su extraña peripecia de guerra y, sobre todo, para que algún investigador crédulo y sediento de novelerías la reconstruyese sesenta años después, redimiéndole para siempre ante la historia.

Devolví la carpeta de anillas a su lugar en el anaquel, y ya me disponía a salir de la biblioteca, anulado por una sensación de vergüenza y estafa, cuando, al pasar frente al ordenador, el funcionario me preguntó si había encontrado lo que buscaba. Le dije la verdad.

– Ah, pero no se me rinda tan pronto. -Se levantó y, sin darme tiempo de explicarle nada, fue de nuevo hasta el anaquel y volvió a sacar la carpeta-. ¿Cómo se llama la persona que busca?

– Pere o Pedro Figueras Bahí. Pero no se moleste: lo más probable es que no haya estado nunca en ninguna cárcel.

– Entonces no estará aquí -dijo, pero insistió-: ¿Tiene idea de cuándo pudo ingresar en prisión?

– En 1939 -cedí-. A lo sumo en 1940 o 1941.

Rápidamente el funcionario localizó la página.

– No figura nadie con ese nombre -constató-. Pero el funcionario de la prisión pudo equivocarse y transcribirlo mal. -Se atusó el mostacho, murmuró-: Vamos a ver…

Pasó varias veces atrás y adelante las hojas del catálogo, recorriendo las listas de nombres con un dedo inquisitivo, que por fin se detuvo.

– «Piqueras Bahí, Pedro» -leyó-. Seguro que es él. Haga el favor de esperar un momento.

Se perdió por una puerta lateral y regresó al rato, sonriente y provisto de un portafolios de tapas ajadas.

– Ahí tiene a su hombre -dijo.

El portafolios contenía en efecto el expediente de Pere Figueras. Excitadísimo, recobrado de golpe el amor propio, diciéndome que, si la estancia de Pere Figueras en la cárcel no era una invención, tampoco lo era el resto de la historia, examiné el expediente. En él constaba que Figueras era natural de Sant Andreu del Terri, un municipio asimilado con el tiempo al de Cornellá de Terri. Que era agricultor y soltero. Que contaba veinticinco años. Que se ignoraban sus antecedentes. Que había ingresado en la cárcel, procedente del Gobierno Militar y sin que pesase sobre él acusación alguna, el 27 de abril de 1939 y que había salido de ella apenas dos meses después, el 19 de junio. También constaba que había sido puesto en libertad por el General Auditor de acuerdo con una orden incluida en el expediente de un tal Vicente Vila Rubirola. Busqué a Rubirola en el catálogo, lo encontré, le pedí su expediente al funcionario, me lo trajo. Militante de Esquerrá Republicana, Rubirola había estado en la cárcel a raíz de la revolución de octubre del 34 y había vuelto a ella al terminar la guerra, justo el mismo día en que lo hicieron Pere Figueras y otros ocho vecinos de Cornellá de Terri; todos ellos también fueron puestos en libertad el 19 de junio, el mismo día que Figueras, de acuerdo con una orden del General Auditor en la que no se especificaba ninguno de los motivos que justificaban la toma de esa decisión, aunque Vila Rubirola había regresado a la cárcel en julio del mismo año y, después de haber sido juzgado y condenado, no había salido definitivamente de ella hasta al cabo de veinte años.

Di las gracias al funcionario del Archivo y, al llegar al periódico, me faltó tiempo para telefonear a Aguirre. A éste le sonaban muchos de los nombres de la gente que entró en prisión con Pere Figueras -la mayoría notorios activistas de partidos de izquierdas-, y sobre todo el de Vila Rubirola, que en los primeros días de la guerra había intervenido al parecer en el asesinato, en Barcelona, del secretario del Ayuntamiento de Cornellá de Terri. Según Aguirre, el hecho de que Pere Figueras y sus ocho compañeros ingresaran sin explicaciones en la cárcel entraba dentro de lo normal en aquel momento, cuando a todo aquel que había mantenido algún tipo de vinculación política o militar con la República se le sometía a un riguroso aunque arbitrario escrutinio de su pasado, durante el cual permanecía en la cárcel; tampoco juzgaba extraño que Pere Figueras estuviera en libertad al cabo de poco tiempo, pues ocurría a menudo con quienes la justicia del nuevo régimen consideraba que no constituían un peligro para él.

– Lo que sí me parece muy raro es que alguien tan conocido como Vila Rubirola, y como algún otro de los que entraron en la cárcel con Figueras, salieran con él -observó Aguirre-. Y lo que ya no puedo entender de ninguna manera es que salieran todos el mismo día y sin la menor explicación, y todo eso para que Vila Rubirola, y no me extrañaría que también algún otro, volviera a la cárcel al cabo de nada. No me lo explico. -Aguirre hizo un silencio-. A menos que…

– ¿A menos que…?

– A menos que alguien interviniera -concluyó Aguirre, esquivando el nombre que los dos teníamos en mente-. Alguien con poder de verdad. Un jerarca.

Esa misma noche, mientras cenaba con Conchi en un restaurante griego, le anuncié solemnemente, porque tenía necesidad de anunciárselo solemnemente, que, después de diez años sin escribir un libro, había llegado el momento de intentarlo de nuevo.

– ¡De puta madre! -gritó Conchi, que estaba deseando añadir uno más a los libros que escoltaban en su salón a la Virgen de Guadalupe; con un pedazo de pan de pita untado de tzatziqui viajando hacia su boca, añadió-: Espero que no sea una novela.

– No -dije, muy seguro-. Es un relato real.

– ¿Y eso qué es?

Se lo expliqué; creo que lo entendió.

– Será como una novela -resumí-. Sólo que, en vez de ser todo mentira, todo es verdad.

– Mejor que no sea una novela.

– ¿Por qué?

– Por nada -contestó-. Es sólo que, en fin, querido, me parece que la imaginación no es tu fuerte.

– Eres un sol, Conchi.

– No te lo tomes así, chico. Lo que quiero decir es que… -Como no podía decir lo que quería decir, cogió otro trozo de pan de pita y dijo-: Por cierto, de qué va el libro.

– De la batalla de Salamina.

– ¿De qué? -gritó

Varios pares de ojos se volvieron a mirarnos, por segunda vez. Yo sabía que el argumento de mi libro no iba a gustarle a Conchi, pero, como tampoco quería que nos llamaran la atención por la escandalera, brevemente traté de explicárselo.

– Tiene miga -comentó en efecto Conchi, con un rictus de asco-. ¡Mira que ponerse a escribir sobre un facha, con la cantidad de buenísimos escritores rojos que debe de haber por ahí! García Lorca, por ejemplo. Era rojo, ¿no? Uyyyy -dijo sin esperar respuesta, metiendo la mano por debajo de la mesa: alarmado, levanté el mantel y miré-. Chico, qué manera de picarme el chocho.

– Conchi -le recriminé en un susurro, incorporándome rápidamente y esforzándome en sonreír mientras espiaba de reojo las mesas de al lado-, te agradecería que por lo menos cuando salgas conmigo te pongas bragas.

– ¡Menudo carrozón estás hecho! -dijo con su sonrisa más cariñosa, pero sin sacar a flote la mano sumergida: en ese momento noté los dedos de sus pies subiéndome por la pantorrilla-. ¿No ves que así es más sexy? Bueno, ¿cuándo empezamos?

– Te he dicho mil veces que no me gusta hacerlo en los lavabos públicos.

– No me refiero a eso, capullo. Me refiero a cuándo empezamos el libro.

– Ah, eso -dije mientras una llamarada me subía por la pierna y otra me bajaba por la cara-. Pronto -balbuceé-. Muy pronto. En cuanto acabe de documentarme.

Pero lo cierto es que tardé todavía algún tiempo en terminar de reconstruir la historia que quería contar y en llegar a conocer, si no todos y cada uno de sus entresijos, sí por lo menos los que juzgaba esenciales. De hecho, durante muchos meses invertí el tiempo que me dejaba libre mi trabajo en el periódico en estudiar la vida y la obra de Sánchez Mazas. Releí sus libros, leí muchos de los artículos que publicó en la prensa, muchos de los libros y artículos de sus amigos y enemigos, de sus contemporáneos, y también cuanto cayó en mis manos acerca de la Falange, del fascismo, de la guerra civil, de la naturaleza equívoca y cambiante del régimen de Franco.

Recorrí bibliotecas, hemerotecas, archivos. Varias veces viajé a Madrid, y constantemente a Barcelona, para hablar con eruditos, con profesores, con amigos y conocidos (o con amigos de amigos y conocidos de conocidos) de Sánchez Mazas. Pasé una mañana entera en el santuario del Collell, que, según me contó mossén Joan Prats -el cura de calva brillante y sonrisa devota que me mostró el jardín con cipreses y palmeras y las inmensas salas vacías, hondos pasillos, escalinatas con pasamanos de madera y aulas desiertas por donde habían vagado como sombras premonitorias Sánchez Mazas y sus compañeros de cautiverio-, acabada la guerra había vuelto a ser habilitado como internado para niños, hasta que, año y medio antes de mi visita, fuera reducido a su actual condición subalterna de centro de reunión de asociaciones piadosas y albergue ocasional de excursionistas. Fue el propio mossén Prats, que apenas había nacido cuando sucedieron los hechos del Collell, pero que no los ignoraba, quien me contó la historia real o apócrifa según la cual, al tomar los regulares de Franco el santuario, no dejaron con vida a un solo guardián de la prisión, y quien me dio las indicaciones precisas para llegar al lugar en que se produjo el fusilamiento. Siguiéndolas, salí del santuario por la carretera de acceso, llegué hasta una cruz de piedra que conmemoraba la masacre, doblé a la izquierda por un sendero que serpenteaba entre pinos y desemboqué en el claro. Allí permanecí un rato, paseando bajo el sol frío y el cielo inmaculado y ventoso de octubre, sin hacer otra cosa que auscultar el silencio frondosísimo del bosque y tratar de imaginar en vano la luz de otra mañana menos cristalina, la mañana inconcebible de enero en que, sesenta años atrás y en aquel mismo paraje, cincuenta hombres vieron de golpe la muerte y dos de ellos consiguieron eludir su mirada de medusa. Como si aguardara una revelación por ósmosis, me quedé allí un rato; no sentí nada. Luego me fui. Me fui a Cornellá de Terri, porque ese mismo día estaba citado a comer con Jaume Figueras, que por la tarde me enseñó Can Borrell, la antigua casa de los Ferré, Can Pigem, la antigua casa de los Figueras, y el Mas de la Casa Nova, el refugio temporal de Sánchez Mazas, los hermanos Figueras y Angelats. Can Borrell era una masía situada en el término municipal de Palol de Rebardit; Can Pigem estaba en Comellá de Terri; el Mas de la Casa Nova estaba entre los dos pueblos y en medio del bosque. Can Borrell estaba deshabitada, pero no en ruinas, igual que Can Pigem; el Mas de la Casa Nova estaba deshabitado y en ruinas. Sesenta años atrás habrían sido sin duda tres casas muy distintas, pero el tiempo las había igualado, y su aire común de desamparo, de esqueletos en piedra entre cuyos costillares descarnados gime el viento en las tardes de otoño, no contenía una sola sugestión de que alguien, alguna vez, hubiera vivido en ellas.

Fue también gracias a Jaume Figueras, que finalmente cumplió con su palabra e hizo de diligente intermediario, como pude conversar con su tío Jaume, con María Ferré y con Daniel Angelats. Los tres sobrepasaban los ochenta años: María Ferré tenía 88; Figueras y Angelats, 82. Los tres conservaban una buena memoria, o por lo menos conservaban una buena memoria de su encuentro con Sánchez Mazas y de las circunstancias que lo rodearon, como si aquél hubiera sido un hecho determinante en sus vidas y lo hubieran recordado a menudo. Las versiones de los tres diferían, pero no eran contradictorias, y en más de un punto se complementaban, así que no resultaba difícil recomponer, a partir de sus testimonios y rellenando a base de lógica y de un poco de imaginación las lagunas que dejaban, el rompecabezas de la aventura de Sánchez Mazas. Quizá porque ya nadie tiene tiempo de escuchar a la gente de cierta edad, y menos cuando recuerdan episodios de su juventud, los tres estaban deseosos de hablar, y más de una vez hube de encauzar el chorro en desorden de sus evocaciones. Puedo imaginar que adornaran alguna circunstancia secundaria, algún detalle lateral; no que mintieran, entre otras razones porque, de haberlo hecho, la mentira no hubiera encajado en el rompecabezas y los hubiera delatado. Por lo demás, los tres eran tan diversos que lo único que a mis ojos los unía era su condición de supervivientes, ese suplemento engañoso de prestigio que a menudo otorgan los protagonistas del presente, que es siempre consuetudinario, anodino y sin gloria, a los protagonistas del pasado, que, porque sólo lo conocemos a través del filtro de la memoria, es siempre excepcional, tumultuoso y heroico: Figueras era alto y fornido, de aire casi juvenil -camisa a cuadros, gorra de marinero, tejanos gastados-, un hombre viajado y provisto de una desaforada vitalidad y de una conversación erupcionada de gestos, exclamaciones y risotadas; María Ferré, que, según me dijo más tarde Jaume Figueras, había tenido la coquetería de ir al peluquero antes de recibirme en su casa de Comellá de Terri -una casa que había sido en tiempos el bar y la tienda de ultramarinos del pueblo, y que aún conservaba a la entrada, casi como reliquias, un mostrador de mármol y una romana-, era mínima y dulce, digresiva, de ojos alternativamente maliciosos y humedecidos por su incapacidad para sortear las trampas que en el curso del relato le tendía la nostalgia, unos ojos jóvenes, coloreados y fluyentes de arroyo en verano. En cuanto a Angelats, la entrevista que mantuve con él fue decisiva. Decisiva para mí, quiero decir; o, más exactamente, para este libro.

Desde hacía muchos años, Angelats regentaba en el centro de Banyoles una fonda que ocupaba parte de una decrépita y hermosa casa de campo con un gran patio con columnas y vastos salones sombríos. Cuando lo conocí acababa de sobrevivir a un infarto y era un hombre moroso y disminuido, cuyos gestos, de una solemnidad casi abacial, contrastaban con la inocencia pueril de muchas de sus observaciones y con la despaciosa humildad de su talante de pequeño empresario catalán. No sé si exagero al creer que, como a Figueras y a María Ferré, a Angelats le halagaba en cierto modo mi interés por él; sé que disfrutó mucho recordando a Jaume Figueras -que durante años había sido su mejor amigo y a quien hacía ya mucho tiempo que no veía- y su común aventura de la guerra, y mientras le oía esforzarse en presentarla como una travesura de juventud sin la menor importancia, intuí que tenía toda la importancia del mundo para él, quizá porque sentía que había sido la única aventura real de su vida, o por lo menos la única de la que sin temor a error podía enorgullecerse. Largamente me habló de ella; luego me habló de su infarto, de la marcha de su negocio, de su mujer, de sus hijos, de su única nieta. Comprendí que hacía mucho tiempo que le urgía hablar con alguien de estas cosas; comprendí que yo sólo le estaba escuchando en compensación por haberme contado su historia. Avergonzado, sentí piedad y, cuando consideré que ya había pagado mi deuda, quise despedirme, pero como había empezado a llover Angelats insistió en acompañarme hasta la parada del autobús.

– Ahora que lo recuerdo -dijo mientras cruzábamos bajo el paraguas una plaza encharcada. Se detuvo, y no pude evitar pensar que ese recuerdo no era sino una añagaza de última hora, para retenerme-. Antes de marcharse, Sánchez Mazas nos dijo que iba a escribir un libro sobre todo aquello, un libro en el que apareceríamos nosotros. Iba a llamarse Soldados de Salamina; un título raro, ¿no? También dijo que nos lo enviaría, pero no lo hizo. -Ahora Angelats me miró: la luz de una farola ponía un reflejo anaranjado en los cristales de sus gafas, y por un momento vi en las cuencas huesudas de sus ojos y en la prominencia de su frente y sus pómulos y en su mandíbula partida el dibujo de su calavera-. ¿Sabe usted si escribió el libro?

Un hilo de frío me recorrió la espalda. A punto estuve de contestar que sí; reflexioné a tiempo: «Si le digo que sí lo escribió, querrá leerlo y descubrirá la mentira». Sintiendo que de algún modo estaba traicionando a Angelats, secamente dije:

– No.

– ¿No lo escribió o no sabe si lo escribió?

– No sé si lo escribió -mentí-. Pero le prometo averiguarlo.

– Hágalo. -Angelats continuó caminando-. Y, si resulta que lo escribió, me gustaría que me lo enviara. Seguro que habla de nosotros, ya le he dicho que él siempre nos decía que le salvamos la vida. Me haría mucha ilusión leer ese libro. Lo comprende, ¿verdad?

– Claro -dije y, sin acabar de sentirme del todo sucio, añadí-: Pero no se preocupe: en cuanto lo encuentre se lo enviaré.

Al día siguiente, apenas llegué al periódico fui al despacho del director y negocié un permiso.

– ¿Qué? -preguntó, irónico-. ¿Otra novela?

– No -contesté, satisfecho-. Un relato real.

Le expliqué qué era un relato real. Le expliqué de qué iba mi relato real.

– Me gusta -dijo-. ¿Ya tienes título?

– Creo que sí -contesté-. Soldados de Salamina.