"Gente De La Ciudad Doc" - читать интересную книгу автора (Edwards Jorge)EL FUNCIONARIOFRANCISCO levanta la vista, dejando la redacción de un oficio a mitad de camino. Es el silbido del viento, que lo hace recordar la pequeña casa de madera, en la costa. Sin que se haya dado cuenta, ha transcurrido más de un año. Era la segunda quincena de marzo del año anterior. Los veraneantes habían desaparecido. El viento soplaba, en las tardes, y cubría el mar de crestas espumosas. Una pareja de ancianos rezagados caminaba por la playa todos los crepúsculos, de chal y bastón. Cada vez oscurecía un poco antes. Bajaba una noche vasta, lúgubre, que acentuaba la sensación de haber roto con el engranaje ciudadano. Una sensación que se mantuvo hasta las postrimerías de un domingo en que debió preparar maletas apresuradamente. La última fecha del feriado legal había sido tarjada en el calendario. El verano recién terminado no pudo salir. Un tratamiento a los dientes había comprometido su sueldo para muchos meses. Pasó los quince días hábiles en Santiago, entrando a los cines y vagando, de noche, por las calles, con el consuelo y el estímulo de una cerveza esporádica. En el silencio de la oficina, el viento estremece los vidrios. Francisco piensa que el viento, el viento huracanado de la costa, abre de golpe las ventanas y arrasa con papeles, archivadores, carpetas, tinteros. (En la oscuridad, los pinos tejen un muro alrededor de la pequeña casa. Entre los pinos, un pedazo de mar. Estampido lejano de las olas. Los minutos avanzan lentamente, marcados por el reloj pulsera, en medio del insomnio…). Pero los archivadores permanecen en su sitio. Papeles sometidos al polvo, a la escoria de los años. Francisco sigue donde había quedado: "No escapará, en efecto, al elevado criterio del Señor Director…" Cree sentir un golpe nítido en los vidrios. Ideas suyas. Nada más que el bullicio de las tardes de invierno, apagado por las gruesas paredes. En el edificio del frente, una mujer acerca la nariz a la ventana iluminada y observa el cielo. Francisco descubre, contra el reflejo de un farol, que caen gotas de lluvia. "En efecto…" Suena el teléfono. Una voz gangosa de mujer, que pregunta por un tal José María. Francisco imagina encuentros innumerables, hoteles dudosos cuyos corredores empiezan a llenarse de pasos y murmullos. "Equivocada, señorita". Un gruñido de respuesta. Después de "elevado criterio del Señor Director’", pone una rúbrica ostentosa e inútil, guarda los papeles y apaga las luces. Afuera, el viento ha cesado y llueve débilmente. Las ruedas de los automóviles se arrastran por el pavimento mojado. El se detiene bajo el alero de un puesto de diarios y salta un poco para combatir el frío de los pies. Cuando se sube al trolley, la lluvia ha comenzado a golpear con furia. Después, el vaivén y la monotonía del viaje lo adormecen. Entra a la casa medio entumecido, frotándose las manos. Como de costumbre, Emelina se asoma al corredor. Junto a ella se detiene el perro, que viene de la tierra húmeda del huerto, con las patas embarradas. – ¿Qué hay de comer? – Comida, pues -dice Emelina, con un gesto despectivo. – ¿Pero qué comida? Encogiéndose de hombros, la vieja vuelve a la cocina, seguida por el perro. "¡Vieja de porquería!", murmura Francisco. Entra a su pieza y se tumba en la cama. La imagen de su padre cruza por su memoria. De él heredó a Emelina, además de un poco de dinero para comprar la casa y de una colección de códigos. Ahí están los códigos, apolillados. El interior de la casa muestra porosidades y resquebrajaduras. Como decía su padre: "dejarás que todo mi trabajo se pierda… serás un matarratas… " "Así fue", piensa Francisco, cambiando de postura. Los códigos evocan trajes oscuros, dedos manchados de tabaco, una voz incesante, bajo una lámpara, sobre unas páginas amarillas… En cada recodo de la conversación, un hito conocido: la "segunda instancia", el "criterio jurídico", las "reglas de hermeneútica"… – ¡Emelina! La vieja no responde. – ¡¡Emelina!! – Esperesé. ¿No ve que no le he puesto la mesa? Como una aquí tiene que hacerlo todo… Francisco observa una trizadura en el cielo raso. Es un río que se bifurca y desaparece, tragado por un desierto. El perro, expulsado por Emelina, ladra desde el huerto para que le abran la puerta. "¡Vieja de porquería!" Francisco sale al huerto y mira las estrellas, que brillan en el cielo límpido. A la mañana siguiente, encuentra en su mesa un papelito del Director. Corre y se detiene en el umbral de la oficina, perdido el aliento. Empuja la puerta. El Director hace anotaciones. No levanta la vista. La esmerada caligrafía va invadiendo el espacio en blanco. Las frases deben de ser sinuosas y oscuras… – Asiento -dice el Director, con una mueca que pretende ser amable. Ahora examina un grueso expediente. Francisco clava los ojos en la calle. Alcanza a divisar una mujer de pechos opulentos, cuya desaparición, detrás del marco de la ventana, le produce una leve angustia. – Bien -dice el Director, dejando los anteojos sobre la mesa. El Director ha observado que Francisco, en los últimos meses, pone menos empeño en su trabajo. Por ejemplo, el informe urgente, que le encargó hace dos semanas… Francisco se eriza y se pone rojo, como gallo desplumado: – Anoche me quedé redactándolo hasta después de la hora de salida. No había tenido un minuto… – Bien-. Las manos hacen un gesto apaciguador. -Pero no es la primera vez. Usted mismo estará de acuerdo conmigo, ¿verdad? Francisco se echa para atrás en la silla, enarca las cejas y hunde una mano en el bolsillo del pantalón. La sangre sube a su rostro violentamente. – ¿Verdad? -insiste el Director. Un ademán de duda de Francisco. El Director se aclara estrepitosamente la garganta. Cambia los anteojos de sitio. – No es mi ánimo desmoralizarlo. Muy por el contrario. Se explaya sobre la responsabilidad y la dedicación en el desempeño del cargo. Para terminar, declara que no ha tenido otro propósito que darle un consejo útil. No se habría tomado esa molestia si considerase que Francisco carece de "condiciones funcionarias". – Muchas gracias -dice Francisco. – Bien, mi amigo -dice el Director. Suena el teléfono y Francisco queda sin saber si debe retirarse o no. – ¡Sí, don Nepomuceno! La obsequiosidad inunda los rasgos del Director. – Tengo el expediente a la vista, don Nepomuceno… Sí… Por supuesto… ¡Pierda cuidado!… Sí, don Nepomuceno… ¡Encantado!… ¡Mucho gusto de saludarlo!… Cuelga el fono y anota en la agenda el nombre completo de don Nepomuceno. La sonrisa desaparece. Con inusitadas energías, toca el timbre. Entra un tipo lívido, encorvado, de anteojos como saleros. – ¡Hay que darle un corte definitivo a este asunto! -Exclama el Director, cogiendo el expediente. En ese momento, repara en la presencia de Francisco. – Puede retirarse. Encuentra en un corredor a Matilde, que lo saluda con la sonrisa de siempre, un poco solapada y burlona. Ella es baja, ligeramente corpulenta y tiene pantorrillas redondas y fuertes. Francisco se acuerda de haber anotado su número de teléfono en un rincón de la libreta. Ahí quedó sepultado. Entre nombres que, durante un tiempo, perturbaron la imaginación, y que fueron reemplazados por otras imágenes, otras ideas fijas. Actuaba el deseo, pero la voluntad permanecía enclaustrada. No había manera de romper el círculo… ¿Para dónde va? El automatismo de la reflexión lo ha hecho seguir de largo. Regresa a la oficina y contempla el cielo gris a través de los barrotes. Los papeles de su escritorio le producen sueño y desánimo. Su corazón palpita con rapidez. Un corazón prematuramente cansado, que podría detenerse en cualquier instante. La fila de archivadores, inmóvil. Tardíamente, lo enardece el resabio de la conversación con el Director. Cierra el puño y golpea iracundo la cubierta del escritorio. – ¿Qué te pasa? -pregunta Varela, mirándolo por un lado del diario que le oculta la cara. Francisco alza los hombros. Por el rostro de Varela pasa una sombra de perplejidad, pero vuelve a enfrascarse en la lectura. Al rato, Varela abandona el diario y se le acerca. ¿No irías a tomarte un vinito? – … – ¡Vamos! -exclama Varela, súbitamente entusiasmado, y corre a colocarse el abrigo. Varela y Francisco salen a tranco largo, hablando con animación. Se dirigen a los bares de la parte baja de la ciudad… A la mañana siguiente, Varela, con una voz destemplada, que a Francisco le da en los nervios, relata la tomatina de la noche anterior. Francisco recuerda el griterío del bar, las puertas abiertas, por las que se colaba el aire frío, el tumulto de los parroquianos reflejado en el espejo. El mozo corría entre los asientos, bandeja en alto, sudando la gota gorda. Recuerda que Varela, con los ojos brillantes, se desgañitaba llamando al mozo, y que él hablaba en forma incoherente. Una tristeza cada vez más pesada movía sus palabras. La risa estruendosa de Varela y del jefe de la oficina interrumpen la evocación. Alguien asoma la cabeza por la puerta: – Una persona quiere hablar con usted. – ¿Quién será? -pregunta el jefe, malhumorado. – Un viejo zarrapastroso. – ¡Ah, ya! ¡Que se espere! El jefe, dulcificado, se dirige a Varela: – ¿Y?… Francisco se había puesto de pie y había caminado entre las mesas, vacilando, hasta el teléfono. El número de Matilde, en un rincón de la libreta. Lo había marcado lentamente, con miedo de equivocarse, con la sensación de que esa caja mecánica no podía ponerlo en contacto con la voz de ella. Imposible. Y su intuición se había confirmado a medida que el llamado se prolongaba, sin contestación. Vuelta al asiento, lúcido a pesar de las tres botellas de vino. Después, anduvieron una hora larga, entre brumas, por calles estrechas, en busca de un prostíbulo que preocupaba a Varela. "Era más allá, estoy seguro. Al fondo" decía Varela, empujando a Francisco. "Pero si no tenemos plata." "¡No importa!… Al fondo… Ya nos arreglaremos." Los ojos de Varela tenían un fulgor de locura. Llegaron a una plaza. Francisco recuerda, o cree recordar, el canto de un gallo detrás de unas tapias. En la cordillera, se insinuaba el amanecer. Repentinamente, la furia de Varela se había transformado en melancolía. Francisco anhelaba el reposo de los arbustos, apenas agitados por la brisa, del pasto, sumido todavía en la oscuridad. Con toques lentos, serenos, el campanario de una iglesia anunciaba las seis de la mañana. De nuevo asoma una cabeza por la puerta de la oficina: – El viejo lo sigue esperando. – Hágalo pasar -dice el jefe. Varela y Francisco se retiran, mientras un viejo de pequeña estatura, mal vestido, se desliza junto a ellos. – El vino me da dolor de cabeza -dice Francisco. Frente a su escritorio, se derrumba en la silla. Intenta decirle a Varela que le duelen los huesos. Levanta la cara, pero no pronuncia palabra y queda con la mirada fija en la pared. En su mente se ha hecho el vacío. Diez minutos después, la puerta se abre muy despacio. Aparece el viejo que había entrado al despacho del jefe. El viejo mira a Varela, detrás de unos anteojos que brillan. Pero Varela se ha puesto a examinar un almanaque concienzudamente y no le hace caso. – ¿Señor? Arrastrando los pies, con el sombrero en la mano, el viejo se aproxima al escritorio de Francisco. Ha presentado hace días una solicitud y viene a preguntar por ella. – ¿Cómo se llama usted? – Joaquin Helvetius -dice el viejo. – ¡Ah, si! Ahora me acuerdo -dice Francisco, rascándose la cabeza y mirando, descorazonado, un alto de papeles-. Su solicitud está para informe de la Fiscalía. – ¿Puedo venir mañana, entonces? Los ojillos azules del viejo se clavan en Francisco, aparentemente humildes, pero con implacable obstinación. – Tiene que esperarse una semana, por lo menos -dice Francisco. – ¡Ah! El viejo mueve la cabeza y no se decide a – ¿Una semana?… – Si, señor -dice Francisco. El viejo le da la mano, inclinando la cabeza varias veces, y se aleja por el corredor. Camina un poco encorvado. Su marcha es como un trote suave, en el que las rodillas se disparan hacia afuera. Francisco lo sigue con la mirada hasta verlo desaparecer. Piensa en el destino, que une por un instante las vidas más dispares. Después sacude la cabeza. Está pensando idioteces. Una voz femenina lo saca del ensimismamiento. – Se ha olvidado de traer el libro que me prometió… – No, Matilde, no se me ha olvidado -dice Francisco, atolondradamente-. Lo que pasa es que me lo tiene otra persona. Pero en la tarde se lo puedo ir a dejar, si quiere. ¿No vive por aquí cerca, usted? – Si -dice ella, sonriendo-. A cinco cuadras. Le doy la dirección… ¡Siempre que no sea una molestia! – ¡Ninguna molestia! Por el contrario… Francisco apunta en su libreta y vuelve a la oficina, exaltado, con una sonrisa que no puede aplacar por más esfuerzos que hace. Abre un cajón y observa el libro que yace al fondo, a la espera de la ocasión más propicia. Varela se acerca, leyendo el almanaque, con cara preocupada. – ¿Sabes cuánto aumenta cada año la población del mundo? Francisco hace un gesto de indiferencia. Varela da una cifra y queda meditabundo, seriamente alarmado. Ha esperado que se vayan los demás, que avance la noche. Lástima que en la mañana no se puso el traje nuevo. Y la corbata es una hilacha. ¡No haber sabido! El libro, fuera de su escondite, aguarda sobre la carpeta, exactamente en Hay mucha gente en la calle. Los empujones y el ruido de las bocinas lo aturden. Además, la imaginación anticipada del encuentro con Matilde le produce palpitaciones. Como que las piernas no obedecen. Sin embargo, camina, sale del centro a callejuelas olvidadas, pasa frente a un depósito de artefactos sanitarios, que lo deprime. Unos metros más adelante se halla la dirección buscada. Sube por un ascensor deteriorado, desemboca en un vestíbulo oscuro y toca un timbre. Ya no hay manera de retroceder. ¿Ella no habrá llegado todavía? El timbre resuena otra vez en el interior, sin respuesta. Lentamente baja la escala. Le parece una burla estar de nuevo en la calle, junto al depósito de artefactos. En lugar de la inquietud sorda de hace dos minutos, lo devora la impaciencia. Resuelve caminar un poco. De regreso en el centro, divisa entre el gentío al viejo de la solicitud, que lleva un paquetón deshecho debajo del brazo. ¿En que trajines andará? Algo impulsa a Francisco a cruzar a la acera del frente, pero sigue al viejo con el rabillo del ojo. Escucha un bocinazo, el crujido de unos frenos, y alcanza a vislumbrar, confusamente, la mole de un bus que se precipita sobre él. ¡Pasó raspando! Francisco salta a la acera y camina de prisa. Sólo disminuye la marcha cuando los latidos del corazón empiezan a normalizarse. Un sopor tibio le hormiguea por los músculos, una modorra… El cielo, sobre las luces artificiales, está negro. "Vamos a casa de Matilde. Vamos despacio. No hay por qué agitarse… Despacio… La noche es larga." Retrospectivamente, imagina un círculo de curiosos; el chofer, lívido, pasándose un pañuelo por la cara; el carabinero que moja el lápiz con la lengua, impávido, y escribe en su libreta; sirenas; revuelo indefinido; murmullo creciente; el cadáver cubierto con papel de diario; un zapato asomado; en la última fila, el viejo de la solicitud, que se empina, pero no logra ver nada… Sacude la cabeza como en sus tiempos de seminarista, cuando desechaba las ideas pecaminosas con arrebatos de voluntad. Arrebatos cada día más débiles, compuertas carcomidas por la proliferación de las tentaciones… ¿Qué estoy pensando?" El depósito de artefactos sanitarios, sometido aún a la luz fluorescente, tiene la inesperada propiedad de restituirlo a su propósito. A escasos metros, la puerta del edificio, que la memoria ya había deformado. El ascensor sube con lentitud, tiembla y demora demasiado en abrirse. Sonido áspero y ronco del timbre, que desgarra el silencio… – Estoy de nuevo en el convento. La oficina es un convento. – ¿De veras que fuiste seminarista? – De veras. Recién me estaba acordando. Casi me atropellaron y me acorde. Asociación de ideas. – Te juro que no puedo creer. La incredulidad de Matilde se transforma primero en sorpresa, después, en una ligera y escondida desconfianza. – Si -dice Francisco, enarcando las cejas tristemente. Repite que si, meditabundo, y bebe de un golpe el vaso de aperitivo. – ¿Quieres más? Un signo de afirmación. Matilde le llena el vaso y se instala frente a él. Una sonrisa de ternura desplaza la desconfianza. – La verdad es que no quiero hablar -dice Francisco. Un pliegue despectivo de los labios. – No quiero acordarme. Vuelve a levantar el vaso. La cuarta copa desciende por el esófago con perfecta facilidad. Apoya su mano en la de Matilde, en un extremo de la falda escocesa. – ¿Dónde está tu marido? -pregunta. Cae en la cuenta de que ha hecho una pregunta estúpida. – En Buenos Aires -dice Matilde, sin alterarse. – Mm… Durante el silencio, Matilde no cesa de mirarlo y de sonreir. Francisco se pasa un dedo por el cuello de la camisa. Observa los muebles. Tose. Al fin, debe someterse de lleno a los ojos inquisitivos. La vista se le nubla. Coge por la nuca a Matilde, la aproxima y aplasta sus labios contra los de ella. – ¡No seas brusco! -dice Matilde, con suavidad, cuando logra zafarse-. Por poco me estrangulas. Con ambas manos, Matilde se echa para atrás los cabellos que le estorban la cara. Acerca la silla unos centímetros. Se acomoda bien y cruza los brazos por detrás de los hombros de Francisco. – Seminarista -dice, antes de avanzar los labios entreabiertos. Después del segundo beso, la sangre afluye de golpe al rostro de él. Los pulmones empiezan a expandirse y a respirar ansiosamente. Ven a verme mañana. – Te llamo por teléfono, mejor… Tengo que librarme de otro compromiso. Con la frente pegada a los vidrios, contempla los techos grises, irregulares, sumidos en la oscuridad. Adivina, a su espalda, la mirada de Matilde. Los besos y el asalto amoroso han arrasado con la máscara del maquillaje. Pálida, con la piel ajada, parece diez años mayor. Cierto que las pantorrillas guardan la elasticidad juvenil. Pero alrededor de los ojos hay un mapa de arrugas finas que el desgaste sexual ha marcado. – ¿Vas a llamarme sin falta? Los ojos de ella continúan dilatados, anhelantes. – Sin falta -dice él, cogiendo la chaqueta y arreglándose el nudo de la corbata. Se inclina sobre la cama para despedirse. Los brazos de Matilde forman un nudo ciego, que lo ahoga. El nudo, por fin, se deshace. Francisco sale a la calle y el aire frío le espanta la somnolencia. En la madrugada del domingo, Francisco, que ha tenido una noche de insomnio, mira la calle desde su ventana. Emelina vuelve de misa, paso a paso, envuelta en un abrigo negro. En las manos el misal deshojado que heredó de misia Mercedes, la madre de Francisco. Sol de invierno. Unos muchachos juegan en la calzada con una pelota de trapo. La pelota pasa silbando junto a la cabeza de Emelina, que se encoge, cierra los ojos y sigue su marcha gruñendo. – Chiquillos de moledora -comenta Emelina, al llegar a la casa. Cruza hasta el huerto Y mira el horizonte, con los botines hundidos en el barro. Las montañas bajas, de cumbre redondeada, dan la sensación de hallarse más cerca que otras veces. Francisco se pasea por la galería en mangas de camisa. – ¿Qué se pasea tanto? -grita Emelina-. ¿Por qué no sale a tomar un poco de aire? – ¡Y vos! ¿Qué te metes? Emelina, con los ojos chispeantes de furia: – ¡A usted lo tiene agarrado el demonio! ¡Ahí está! ¡Eso es lo que le pasa a usted! – Déjame tranquilo, ¿quieres? -dice Francisco, riendo con desgano. – ¡Eso es lo que le pasa a usted! -repite Emelina, cada instante más desorbitada. – ¡Vieja de porquería! Ella se retira al repostero, persignándose. Con expresión dolorida, como si sufriera por los pecados de los hombres, saca las ollas y el resto de los utensilios. Francisco regresa al dormitorio y se tiende en la cama. La trizadura del techo es un río cada vez más profundo. Cierra los ojos, pero no logra conciliar el sueño. El lunes por la tarde encuentra a Matilde en la oficina del habilitado. Salen juntos de la oficina y hablan del atraso en los pagos, de lo nada que cunde el sueldo, de una orden de servicio que reitera la obligación de firmar el libro de asistencia bajo amenaza de severas penalidades… – No me llamaste por teléfono -dice ella, cuando se van a separar. – Tenía un compromiso… – ¿Por qué no me vas a ver en la tarde? – ¿A qué hora? – A la hora que quieras. Francisco mira hacia arriba, como si revisara sus planes y dice finalmente que bueno. – Te espero a las siete. – Siete y media -dice Francisco. Quedan de acuerdo en las siete y media. El martes, supuso que había llegado el marido de Matilde. En los días que siguieron, evitó cuidadosamente encontrarla. Una tarde que la divisó al otro extremo del corredor, caminando en dirección a él, entró a la oficina que se hallaba más cerca. Un cuarto angosto, con estantes que cubrían los muros y llegaban al techo, cargados de Papeles. Para Francisco, las funciones de esa oficina eran un misterio. Dos empleados, hundidos detrás de escritorios enormes, lo miraron con indiferencia. – ¿No han visto a Varela por aquí? – No -respondieron, a un tiempo. – ¿Y al jefe? – Tampoco. – … ¿Podrían prestarme el teléfono? – Úselo, no más. Marcó el número de la oficina y estaba ocupado. Colgó. Su vista recorría los papeles sucios, pasto probable de ratones. Volvió a marcar y seguía ocupado. – Gracias -dijo, abandonando el teléfono Le respondieron con un gesto abúlico. Abrió la puerta y alcanzó a ver la espalda de Matilde, que se alejaba con lentitud. El salió disparado, rumbo a Días más tarde, supo que Matilde se retiraba del puesto. Ella se lo había dicho. A su marido no le gustaba que trabajara. Francisco fue a despedirse. Como no la encontró, le dejó un mensaje. Ella no se dio por aludida. El fue a despedirse por segunda vez Han transcurrido los meses de invierno. Avanza el crepúsculo de un día de sol, uno de los que inician la primavera. Francisco, que acaba de recibir del Director una vaga promesa de aumento de sueldo, camina rápido por el pasillo y entra a su oficina como un bólido. Varela está sacando las palabras cruzadas del diario de la tarde. – ¿Que hay? – Nada -dice Francisco, y se pone a pasear entre los cuatro rincones de la pieza. – Sabes -dice, al cabo de un minuto-. Me tomaría una botellita de vino. ¡Qué te parece! – ¡Vamos! -dice Várela, aplaudiendo y sobándose las manos. Varela y Francisco salen casi al trote, refocilándose con la idea de la botella que se van a echar al cuerpo. Con una inclinación de cabeza, se despiden del Director, que sale también, pausada y dignamente. Dos cuadras más allá divisan a Matilde, del brazo del marido, – ¿Te acuerdas de Matilde? -pregunta Francisco. Várela hace una mueca desdeñosa. Su miedo a las mujeres se ha transformado en resentimiento incurable, que fácilmente podría desembocar en odio. Sólo se siente seguro frente a las prostitutas, y en esas ocasiones abusa de su poder. Meditando en esto, Francisco sonríe con pesadumbre. |
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