"Gente De La Ciudad Doc" - читать интересную книгу автора (Edwards Jorge)

ROSAURA

en esos días, almorzaba en casa de mi tía Gertrudis, una hermana de mi abuelo materno que vivía cerca del colegio. Llegaba como a las doce y media, cuando mi tía andaba afuera, y me instalaba en el escritorio, la pieza más fresca y tranquila. Las pesadas cortinas permanecían cerradas después de la muerte de mi tío Edmundo, y un muro de vegetación espesa, creado por los árboles de la calle, aislaba el interior. Sobre el sillón de cuero, próximo a la ventana, caía un hilo de sol suficiente para leer. Un refugio en medio de la sombra. El retrato de mi tío Edmundo sonreía desde la oscuridad. Una acuarela, que alcanzaba a recoger algo de luz, hacia fulgurar en la pieza las aguas de un canal veneciano. El resto de las cosas guardaba un mutismo discreto, somnoliento.

Me había propuesto leer todos los libros del estante, por el orden en que estaban alineados, aprovechando el tiempo que transcurría antes del almuerzo. Comencé en el extremo inferior izquierdo, con un volumen de Pedro Antonio de Alarcón, unos apuntes de viaje por las provincias de España. Cuando las ramas asomadas a la ventana y los muebles del escritorio habían desaparecido de la conciencia, una empleada vieja, desde la puerta entreabierta, me sacaba de algún camino polvoriento, atravesado por recuas de mulas, o de alguna posada de mala muerte, con el anuncio de que el almuerzo estaba listo. Sumiso ante la realidad, devolvía el libro a su sitio. Almorzaba solo en el comedor espacioso, entre objetos cuyo aspecto extravagante se iba volviendo familiar. A veces, mientras oía los pasos de la empleada en la cocina, me levantaba sin ruido y me acercaba al gong de cobre, imaginando cómo seria coger el mazo y golpear a toda fuerza, en pleno centro; también observaba el jardín, extrañamente olvidado a esa hora. Tragaba el postre de prisa, para volver al puesto de lectura antes de que llegara mi tía. Pero ella, con absoluta precisión, irrumpía en el comedor en el momento en que tragaba mi último bocado. La casa se llenaba de agitación y de bullicio. Ni la más remota posibilidad de retirarse. Mi tía Gertrudis estaba convencida de que la peor desgracia era la soledad. Si yo hubiera insinuado lo contrario, se habría limitado a sonreir con escepticismo.

Ya con el segundo libro del estante quebranté mi propósito. Era un tomo de poesías del siglo XIX: gruesos bloques rimados, que en lugar de sacarme de la prosa cotidiana, me hicieron sentir más intensamente la aspereza del sillón de cuero y el calor del verano próximo. Lo dejé en su lugar, pensando en el profundo olvido en que yacían las efusiones líricas del autor, y pasé al tercer volumen de la fila, una novela de José Maria de Pereda. Sentado en el mullido asiento, me abría paso con dificultad a través de la descripción de un paisaje montañoso, mientras un primer bostezo me quitaba el hambre, cuando se abrió la puerta. Me demoré en levantar la cabeza, en espera de la voz cascada que anunciaba el almuerzo. El silencio me hizo mirar. En vez de la empleada vieja, me observaba una muchacha algo mayor que yo. Tenía un gesto que no sabría describir -mucha desenvoltura, y un asomo de burla.

– El almuerzo está servido.

Incapaz de contestar, me puse de pie con lentitud, sin cerrar el libro, como si continuara muy interesado. La joven dio media vuelta y alcancé a vislumbrar, a contraluz, unos pechos redondos y tensos, que inflaban el delantal de tela blanca.

Apenas me senté a la mesa, la muchacha entró con un plato de sopa. Dejó el plato en mi puesto, sonriendo indefinidamente, y se puso a ordenar las cosas que había sobre un mueble arrimado a la pared. Yo, que estaba como petrificado, tragué con precipitación -una enorme cucharada de sopa- y me quemé hasta el esófago. Por suerte, la muchacha salió y pude levantarme de la silla, abrir la boca de par en par y gesticular a gusto, paseando por la pieza.

Un rato más tarde, ella entraba de nuevo al comedor. Ahora el silencio se prolongó insoportablemente. Hice acopio de tranquilidad y le pregunté si era nueva en la casa.

– Si -dijo ella, con un tono despreocupado-. Entré a trabajar esta mañana, no mas… Me llamo Rosaura -añadió, con una sonrisa.

Se aproximó a mi asiento:

– ¿Le puedo retirar el plato?

– Sí, Rosaura.

La voz se me había adelgazado. Rosaura se inclinó y sus pechos casi me rozaron la nariz. Salió con el plato vacío y regresó al minuto con uno de jalea verde, que oscilaba y lanzaba reflejos cambiantes. Cuando volvió a salir, ataqué la jalea con voracidad, como si la substancia fresca, que se deshacía en la boca, participara misteriosamente de la naturaleza de la joven.

– ¿Cómo está el postre? -preguntó ella, asomándose por detrás del biombo.

– ¡Rico! -exclamé, limpiándome los labios.

Con reposada satisfacción, contemplé las curvas de Rosaura, que había salido del biombo y miraba el jardín, frente a la claridad de la ventana. La puerta principal se abrió bruscamente, crujiendo y dando paso a mi tía Gertrudis, que venia sofocada por el calor de la calle. Yo había olvidado por completo la hora. Me levanté y besé a mi tía en una mejilla. Rosaura se retiraba en la punta de los pies, con el plato de postre vacío.

– ¿Has comido bien, hijito? -preguntó mi tía, mientras se dejaba caer, suspirando, en la silla de la cabecera.

– Muy bien, tía.

Ella miró la puerta, extenuada. Otras voces resonaban en el vestíbulo. Se puso de pie, con determinación, cambió de sitio dos platos chinos del aparador, movió un milímetro, por razones de simetría, un cenicero de plata, limpió con los dedos una mancha invisible de polvo y se volvió a sentar, fatigada pero rígida. La puerta se abrió de nuevo -una señora pequeña, con cara de urraca, vaciló un segundo antes de divisar a Gertrudis.

– ¿Que haces aquí? -preguntó, sorprendida.

– Le hago compañía a este pobre niño, que se aburre solo -dijo mi tía Gertrudis, con aire de resignación.

La señora pequeña me vio, en ese momento y saludó con una sonrisa de simpatía protector; Prepare el ánimo, sabiendo que la decisión de sacrificio de mi tía Gertrudis era irrevocable.

Mi proyecto de recorrer, como un gusano, los volúmenes polvorientos alineados en el escritorio, fracasó con la llegada de Rosaura. Me paseaba ocioso por las salas del primer piso, Contemplando los efectos de luz de la claraboya o los dibujos de los muebles, donde una ronda de sátiros danzaba entre guirnaldas de flores. Postergaba para más tarde, para cuando cesara la inquietud, el momento de encerrarme a leer pero la inquietud, en vez de amainar, me roía los nervios. A veces, una carcajada de Rosaura, cristalina y vigorosa, brotaba de la lejanía del repostero. Yo caminaba de una punta a otra del salón, sintiéndome absurdamente solo. Durante el almuerzo, en presencia de Rosaura, estos sentimientos descendían a un fondo neutro, caía sobre ellos una especie de lápida.

– Parece que hay una mosca en el postre…

– A ver…

Rosaura, una mano apoyada en el respaldo de mi asiento y la otra en la mesa, se inclinó sobre el plato:

– ¿Quiere que se lo cambie?

Sonrió, muy próxima.

– No tengo ganas de comer más -dije, súbitamente ronco.

– ¿De veras?

Una expresión de sorpresa. En seguida, volvió a sonreir, a pocos milímetros de mi rostro. Se me oscureció la mente. Puse una mano sobre su antebrazo. Ella se aproximó todavía más. Hice presión sobre el antebrazo, cerré los ojos y la besé con torpeza en el cuello. Sonriendo en forma enigmática, Rosaura retiró el plato y desapareció detrás del biombo.

El corazón todavía me palpitaba con violencia cuando apareció mi tía Gertrudis. Creí advertir en su mirada una sombra de sospecha. Por su parte, al regresar desde atrás del biombo, Rosaura tenía una perfecta impavidez.

En los días que siguieron, Rosaura actuó como si no hubiera sucedido nada. Entraba con los platos, hacia alguna observación trivial sobre los guisos o sobre el calor y lo poco que faltaba para el verano, y salía. Tanto que llegué a pensar que lo del beso había sido un sueño. Sin embargo, un día cualquiera la encontré más expansiva, con un brillo especial en la mirada. Me sirvió la sopa y dijo que comiera -si no engordaba me iba a llevar el viento. Preguntó después por el colegio y no me dio tiempo para responder. Ella opinaba que estudiar demasiado hacía mal.

Cuando terminaba el postre, se plantó junto a mi:

– ¿Estaba bueno?

– Si -dije, moviendo la cabeza vigorosamente.

Se inclinó para retirar el plato y sus ojos me miraron con fijeza, entre risueños y tiernos. Tuve que hacer un esfuerzo para tragar el último bocado. Las orejas me ardían. Los ojos de Rosaura se acercaron. Bajé la vista, encontré unos labios que se ofrecían, entreabiertos y húmedos, y me adelanté a besarlos. Tomé distancia, para comprobar que era ella, y la volví a besar, con la sensación de haberme liberado de un peso infinito, de unas ataduras invisibles, que hasta entonces me habían oprimido insoportablemente, sin que me diera cuenta.

La puerta del comedor se abrió con estrépito. Mi tía Gertrudis fue a hablar, como de costumbre, y su boca permaneció abierta, en un gesto de estupefacción. Rosaura salió rápidamente. Rígida, revestido el rostro por una máscara de dignidad ultrajada, mi tía avanzó despacio y se puso a efectuar los pequeños arreglos habituales. Traté de concentrar energías, pero mi cerebro giraba, descontrolado, incapaz de encontrar un punto sólido. Felizmente, mi tía se había decidido por el reproche mudo. Ocupó su sitio en la cabecera, se colocó la servilleta en la falda y agitó brevemente la campanilla, clavando la mirada en un punto situado por encima de las flores del centro de mesa. Entró Rosaura con la vista baja, trayendo el primer plato. Creí notar en ella un dejo de hipocresía. Pero su aparente sumisión consiguió apaciguar a mi tía Gertrudis, que lanzó un imperceptible suspiro.

Según el reloj del aparador, faltaban más de veinte minutos para la hora del regreso al colegio, pero me descubrí sacando fuerzas de flaqueza y anunciando que tenía que partir. Alcancé a arrepentirme, viendo los ojos acerados de mi tía Gertrudis.

– Hasta mañana -dijo mi tía, después de un largo silencio, y puso la mejilla, con siempre, para que le diera el beso de despedida.

Al salir del comedor, el vestíbulo me recibió con una fisonomía extraña e inhóspita. La luz de la claraboya tenia una cruda lividez y los muebles, en la penumbra de las salas, se habían reagrupado en formaciones hostiles. Cuando divisé el escritorio, a través de la puerta entornada, entendí que las lecturas en el sofá de cuero, a la sombra del retrato de don Edmundo pertenecían a un pasado remoto. El golpe de la puerta de calle alejó esa atmósfera de encierro. Me sumergí en las veredas polvorientas, bulliciosas, respirando con delicia el aire de la primavera. Estaba sofocado, confuso, pero si descartaba como una pesadilla, el recuerdo de mi tía Gertrudis, me quedaba la exaltación de un mundo nuevo, lleno de promesas.

Al día siguiente, Rosaura no estaba en la casa. Sirvió el almuerzo una vieja de anteojos y de caderas gruesas, que caminaba como un ganso.

– ¿Y Rosaura?

– No sé -dijo la vieja, encogiéndose de hombros.

Mi tía Gertrudis llegó de buen humor. Contó su conversación con un maestro medio pitancero, que le barnizaba una cómoda. Me preguntó si me había gustado el almuerzo. Tuve que poner buena cara y decir que si, aunque había comido con desgano. Al poco rato, el tono seguro de mi tía me hacia sentir que lo de Rosaura había sido una locura, el producto de una fiebre.

Sin embargo, esa noche y las que siguieron anduve por calles apartadas, con la esperanza vaga de un encuentro. Creía reconocer una silueta y apuraba el paso, profundamente alterado. Siempre un rostro desconocido, que me devolvía a la aridez, al desierto de la separación.

No la encontré entonces, sino algunos años después, empleada en el departamento de un amigo mío, donde yo solía llegar en las tardes, a falta de un destino mejor.

Mi amigo se llamaba Juan Gil. Era un tipo un poco adiposo, atrabiliario, perpetuamente dominado por una nerviosidad excesiva, que lo llevaba de la euforia a la tristeza con rápidas transiciones. Aficionado a la música y a las bebidas alcohólicas. Yo no conocía bien su historia. En alguna forma, había llegado a poseer ese departamento, cuyos muros se estaban descascarando, y un dinero que, según el capricho del dueño, corría o era defendido con avaricia extrema.

Solía irritarme con Juan, sobre todo después de verlo a menudo, de modo que mis visitas seguían un ritmo intermitente. Una vez que me dejé caer al cabo de semanas de ausencia, me abrió la puerta Rosaura. La encontré muy cambiada. Sus rasgos se habían marcado y ajado ligeramente. Una palidez malsana. Ahora usaba pintura en abundancia y los ojos, que al comienzo reflejaron la sorpresa del encuentro, me observaron en seguida sin la coquetería de antes, más bien con desparpajo y una especie de reto cínico. Disimulando el disgusto, respondí a su saludo con amabilidad.

El salón estaba lleno de humo. Juan, en mangas de camisa, sentado en el suelo, clavaba la mirada brillante en una mesa baja. Junto a él, sobre la alfombra, un vaso semivacío, empañado por el hielo, y un cenicero repleto de colillas. Albumes de discos repartidos por toda la pieza. Un concierto para violín de Vivaldi proporcionaba un fondo suave a las voces alborotadas. Tenía la palabra un joven macizo y de mediana estatura, uno de esos chilenos que aspiran a norteamericanos: corbata de mariposa, pelo corto, ausencia de formalismos, giros yanquis salpicados en la conversación. Otro joven, sentado en la orilla opuesta del mismo sofá y vagamente norteamericano también, subrayaba la conversación del primero por medio de carcajadas estridentes.

– ¿Desde cuándo que está Rosaura aquí? -pregunté a Juan Gil.

Juan levantó la cabeza, sorprendido. Los jóvenes del sofá rieron estruendosamente, golpeándose las rodillas con las palmas de las manos.

– ¡Cuidado! -exclamó el de la corbata de mariposa-. Que Juan está muy enamorado.

Juan gruñó algo en contrario. El joven de la corbata de mariposa me miraba con una sonrisa aprobadora, de complicidad varonil, de la que me esforcé por desprenderme.

– Estuvo empleada en casa de una pariente mía -dije, sentándome en el suelo, con los pies entrecruzados-. Eso es todo.

No obstante, el joven continuó mirándome con su sonrisa turbia, reacio a admitir la inocencia de mi relación con Rosaura, como si le interesara establecer conmigo una camaradería más o menos canallesca.

– ¡Bueno! -exclamó, mirando de pronto para otra parte y retomando el hilo de una conversación interrumpida. Se acomodó en el sofá y aclaró la voz:

– Como les iba diciendo…

Miró su vaso con atención, afectadamente.

– …Era una de las mujeres más macanudas que me han tocado… ¡Unos pechos formidables!

Hizo un gesto para dar idea de la amplitud de esos pechos.

– …¡Y unas piernas!

Modeló las piernas en el aire.

– No sé cómo diablos averiguó mi nombre y mi teléfono.

– ¿Ella te llamó?

El asombro del joven de la otra esquina del sofá no tenia límites.

– Ella -dijo el de la corbata de mariposa, contemplándose las uñas-. El marido había tenido que partir por una semana al extranjero.

Plegó los labios y observó el hielo de su vaso. El otro no lograba salir de su asombro. Sin darse por aludido de esa actitud, el de la corbata de mariposa retiró una hilacha que había descubierto en su pantalón. No soltó la palabra hasta el anochecer, y la verdad es que las historias eran entretenidas: una señora que veraneaba sola en unas termas, la amante del padre del propio narrador, una oficinista neurótica, una joven alemana aficionada al salto alto, de temperamento muy ardiente, la mamá de un compañero de curso, que lo había perseguido con descaro increíble… Solo hubo interrupción cuando Juan, en un rapto de entusiasmo, mandó a Rosaura a comprar comida para todo el mundo. Salió Rosaura y el joven de la corbata de mariposa, que había estado pasándose la lengua por los labios, reanudó el relato. La madeja de los recuerdos se desenredaba lentamente.

Vino a cortar la narración el anuncio de Rosaura de que la comida estaba lista. No era cosa de olvidar una buena comida. Cerré los ojos y tragué un vaso entero de aguardiente. Había bebido varios durante el relato. Ahora, en medio de la niebla que me invadía la conciencia, la voz de Rosaura me produjo una punzada de nostalgia.

– ¿Que te pasa? -dijo Juan, y me golpeó la espalda violentamente.

Avancé al comedor como sonámbulo. Con el alcohol, el relato donjuanesco se había tornado incoherente. El segundo joven, en vez de prestar su atención admirativa, seguía embobado las evoluciones de Rosaura. Yo estaba deprimido. El dueño de casa, abrumado por la embriaguez, inclinaba la cabeza y los párpados se le caían.

Terminada la comida, algo me hizo dirigirme, con pasos inseguros, al repostero. Rosaura, sola en el repostero estrecho, de muros ennegrecidos, lavaba un montón inmenso de platos sucios. Vasos desocupados, botellas vacías, tazas con restos de café, ceniceros repletos de cigarrillos a medio fumar. Volvió la cara y me miró con humildad y timidez, como si la desarmara encontrarse rodeada por esas cosas, testigos de su trabajo diario. No supe que decir. No puedo precisar hasta qué punto mis intenciones eran eróticas, pero me sentí miserable; la estupidez del joven de la corbata de mariposa me golpeó en forma retrospectiva. Divisaba, al fondo, lo que debía de ser la pieza de Rosaura: un cuarto angosto, oscuro, resumen de toda una existencia sórdida.

– ¿Cómo está usted, Rosaura? -pregunté, tratando de que el aguardiente no me trabara la lengua.

– Muy bien, señor.

Hubo un silencio. Rosaura bajó la mirada y se puso a refregar las ollas con más energías que antes. Di media vuelta y regresé al salón. Allí continué bebiendo, sin ocuparme de la conversación excitada de los jóvenes. Me fui a medianoche y no he aparecido de nuevo por el departamento de Juan. A veces, el recuerdo de Rosaura me provoca una momentánea melancolía.