"Rosario Tijeras" - читать интересную книгу автора (Franco Jorge)

OCHO

Emilio me había dicho que me iba a presentar a la mujer de su vida: Rosario. Como siempre decía lo mismo, esa vez tampoco le creí. A mí un despecho y unos exámenes parciales me habían alejado por esos días de la rumba que siempre compartía con él.

No me era extraño tenerme que encerrar por esas razones, el amor y el estudio siempre me dieron duro. Pero cuando lograba recuperar la materia y el corazón, volvía a la búsqueda nocturna en las discotecas, descifrando las miradas de las nuevas y posibles candidatas, envalentonado por la música y el alcohol. Por lo general, al poco tiempo me volvía a rajar, y me encerraba de nuevo para sacar a mis estudios de sus notas en rojo y para reponerme del maldito amor. Siempre fue así, hasta que llegó Rosario.

– Vos ya la conocés -me dijo Emilio-. Es una de las que se sientan en la parte de arriba.

– ¿Cómo me dijiste que se llamaba? -pregunté.

– Rosario. Vos ya la has visto.

– ¿Rosario qué? -volví a preguntar.

– Rosario… No me acuerdo.

Yo estaba buscando en mi cabeza a alguien de nuestro lado, por eso me extrañaba no recordarla; además, a esos sitios siempre terminamos yendo los mismos. Al poco tiempo, cuando por fin la conocí, entendí por qué no la ubicaba. Emilio me la señaló. Bailaba sola en la parte alta donde siempre se hacían ellos, porque ahora que tenían más plata que nosotros les correspondía el mejor sitio de la discoteca, y tal vez, porque nunca perdieron la costumbre de ver a la ciudad desde arriba.

Del humo y las luces que prendían y apagaban, de los chorros de neblina artificial, de una maraña de brazos que seguía el ritmo de la música, emergió Rosario como una Venus futurista, con botas negras hasta la rodilla y plataformas que la elevaban más allá de su pedestal de bailarina, con una minifalda plateada y una ombliguera de manga sisa y verde neón; con su piel canela, su pelo negro, sus dientes blancos, sus labios gruesos, y unos ojos que me tocó imaginar porque bailaba con ellos cerrados para que nadie la sacara de su cuento, para que la música no se le escapara con alguna distracción, o tal vez para no ver a la docena de guaches que la creían propia, encerrándola en un círculo que no sé cómo Emilio pudo traspasar.

– Eso no es nada -me dijo Emilio-, cada vez que va al baño hay un tipo que la acompaña.

– Y entonces, ¿cómo la conociste?

– Al principio nos echamos miradas, nos miramos y nos miramos, cuando yo volteaba a verla ella ya me estaba viendo, y cuando ella volteaba a verme me pillaba en las mismas, después nos dio risa, entonces ya nos mirábamos y nos reíamos, después ella se fue para el baño y yo me fui detrás, pero con el primero que me topé fue con el atarván que no la desamparaba.

– ¿Y entonces?

– Entonces nada -continuó-, no pudimos hacer nada, apenas mirarnos y sonreírnos, pero yo creo que el tipo se la pilló, porque vos no te imaginás el mierdero que se armó después, eso manoteaban y gritaban y había uno que la agarraba por el brazo pero ella no se dejaba, hasta patadas le dio al tipo, y ella me miraba de vez en cuando, y el que la acompañaba al baño me señaló un par de veces y ella seguía alegando y todo el mundo tuvo que ver con el despelote ese.

– ¿Y entonces?

– Entonces nada. Se la llevaron a la fuerza. Pero vos no te imaginás la mirada que me echó cuando salió. Vos no te la imaginás.

A mí la historia en lugar de intrigarme me asustaba. Ya habíamos sabido de algunos de nosotros, que por meterse con las de ellos se habían ganado un tiro o les había tocado cambiar de discoteca. Estaba seguro de que Emilio no iba a ser la excepción. Sin embargo, cuando él me contó esta historia, ella ya dominaba la situación y era la nueva pareja de Emilio.

– Al otro día volvió sola. Imaginate, viejo, sola, sin el combo, solamente con una amiga, que te la vamos a presentar y no está tan mal.

– No me mariquiés la vida, Emilio, más bien seguime contando.

– Pues que ella llegó sola, pero yo estaba con Silvana.

– ¡¿Con Silvana?! -le pregunté-. No jodás. ¿Y entonces?

– Pues que Rosario me quería comer con los ojos y Silvana estorbando, entonces apliqué el viejo truco de la maluquera, pedí la cuenta, y cuando estaba saliendo le hice la seña a Rosario de que ya volvía.

– ¿Y por qué estás manejando tan rápido, Emilio? ¿Cuál es el afán? -le preguntó Silvana.

– Es que estoy muy maluco, mi amor -le contestó-. Muy maluco.

– Vos sos la cagada, Emilio -le dije.

– ¿Cuál cagada? -dijo-. Con ese bizcocho esperándome.

– ¿Y sí te esperó?

– Pues claro, güevón, a mí todas me esperan. Y vos no te imaginás la dulzura. Al principio como tímidos, pero después…

– ¿Cómo te llamás? -le preguntó Emilio.

– Rosario -contestó ella-. ¿Y vos?

– ¿Yo? Emilio.

Definitivamente Emilio era de buenas, tanto que resultó ser la excepción. No sabíamos qué tenía Rosario porque aunque sus amigos siguieron yendo, nunca se acercaron ni molestaron a Emilio y mucho menos después del incidente con Patico. El único que cuando iba no les quitaba los ojos de encima, que no bailaba por estar mirándolos, que no soltaba la mano de la cacha de la pistola, que cuando ponían una para bailar pegados se le salían las lágrimas, era Ferney. Se entronizaba en su palco alto, pedía una botella de whisky, y se acomodaba de manera que siempre los tuviera al frente, para mirarlos con rabia, y cuanto más borracho más ira y más dolor se le veía en los ojos; sin embargo, nunca se levantó de su silla, ni siquiera para orinar.

Al comienzo, no pude evitar sentir cierta simpatía por él, cierta solidaridad con alguien que indiscutiblemente era de los míos. Ferney era del club de los que callamos, los del nudo en la garganta, los comemierda que no decimos lo que sentimos, los que guardamos el amor adentro, escondido cobardemente, los que amamos en silencio y nos arrastramos. Mientras él nos miraba, yo de reojo también lo miraba, y no entendía por qué tanta obsesión, hasta que la fui conociendo, hasta que se me empezó a meter, hasta que me vi perdido con Rosario adentro, causándome desastres en el corazón. Entonces lo entendí, quise poner una silla junto a la suya y emborracharme con él, y mirarla con su mismo dolor y su misma rabia, y llorar por dentro cuando la besaba, cuando bailaban juntos, cuando le hacía en secreto las propuestas que consumaban más tarde.

– Ese Ferney sí es bien raro -decía Rosario-. Miralo, ¿vos lo entendés?

– A lo mejor sigue enamorado -le dije, justificándolo.

– Ahí está la güevonada -dijo ella-. Ponerse a sufrir por amor.

«¿De qué estás hecha, Rosario Tijeras?», me preguntaba siempre que la oía decir cosas así. «¿De qué estás hecha?», cada vez que la veía irse para donde los duros de los duros, cada vez que la veía salir flaca y volver gorda, cada vez que me acordaba de nuestra noche.

– La tengo aquí -decía Emilio, mostrándome la palma de su mano-. Creo que esta noche sí como de eso.

No le di importancia a la primera vez que se acostaron, es más, ni siquiera recuerdo cuándo fue. Rosario todavía no hacía estragos en mí. Cuando él me lo contó, yo solamente pensaba que Emilio estaba jugando con candela y que lo iban a matar.

Además, si bien Ferney no se acercaba, por esa época fue que le dio por mandar razones, y yo temía que cumpliera sus amenazas. En ese entonces yo quería más a Emilio, y me preocupaba lo que le pudiera pasar, hasta me atreví a contarle mis temores a Rosario.

– Tranquilo -me respondió-. Mi hermano ordenó que no nos tocaran.

No es que el tipo hubiera querido proteger a Emilio, porque ni siquiera se conocían. Era por ella, porque los deseos de su hermana eran órdenes. El «terror de las comunas», el subalterno que empanicó a Medellín, caía rendido, chocheando con los caprichos de su hermana menor.

– Que la niña decida -decía Johnefe.

Pero cuando lo mataron me volvieron los temores. Al no estar Johnefe, Ferney quedaba como jefe del combo y la muerte de su compañero lo había vuelto más violento y también más posesivo con Rosario. Pretendía reemplazar al hermano y recuperar su puesto de novio; sin embargo, Rosario no quería ninguna de las dos cosas.

– Mejor te calmás, Ferney -le dijo ella-, que yo ya me sé cuidar solita y además no me interesa tener novio.

– ¿Y el güevón del Emilio? -le preguntó Ferney.

– Emilio es Emilio -contestó.

– ¿Cómo así? ¿Y yo?

– Vos sos Ferney.

No era raro oírla salir con ese tipo de evasivas para resolver lo que le daba trabajo explicar. A Ferney, que era tan lento para la bala como para la cabeza, no le quedaba más remedio que rascársela y echarle un nuevo par de madrazos a Emilio.

– De todas maneras -le dije a Rosario-, a mí ese Arley no me deja de dar desconfianza.

– Ferney.

– Eso -continué-. El día menos pensado se emberraca y hace una de las suyas.

– Qué va, él ha cambiado mucho -dijo ella-. Si lo hubieras conocido antes ahí sí te hubieras asustado. Imaginate que una vez, cuando éramos novios, nos fuimos para cine a ver una de Schwarzenegger, no nos las perdíamos, pero atrás se nos sentó un tipo que desde que llegó no paró de comer papitas y el ruidito de la bolsa ya tenía loco a Ferney, me decía que no lo dejaba concentrarse y era verdad porque se la pasó mirando para el frente y para atrás, hasta que no se aguantó más:

»-Disculpe, jefe, pero nos está perturbando el ruido de la bolsita.

»El tipo no le paró bolas, ni siquiera lo miró y siguió comiendo. Es más, cuando terminó, abrió otra bolsa. Y Ferney insistió:

»-Disculpe, jefe, pero creo que no me escuchaste bien. Nos está molestando el ruido de la bolsita, ¿podrías dejar las papitas para después?

»El tipo ni se inmutó -continuó Rosario-, pero el que sí se emberracó duro fue Ferney. Se volteó del todo hasta que tuvo al tipo de frente, sacó el fierro, se lo incrustó en la barriga y disparó. El hombre apenas si se movió, soltó el paquete, se miró la barriga y ahí quedó, con cara de asustado como si la película fuera de miedo.

– ¿Y la gente qué hizo? -le pregunté.

– Nada. Nadie se dio cuenta porque el balazo de Ferney se perdió en la balacera tan berraca que había en la pantalla.

– ¿Y terminaron de ver la película?

– No, parcero. Ferney me dijo: «Vámonos de aquí que ya me aburrí».

Ése era el enemigo de Emilio. Y Rosario diciéndome que no me preocupara. Yo pensaba que si todo eso había sido por un paquete de papitas, qué no haría dolido por el amor. Si hasta yo, que no mato ni una mosca…

– Mirá, parcero -decía Rosario-: él sabe que si le hace daño a Emilio me lo hace a mí y de lo que sí estoy segura es que Ferney nunca se atrevería a herirme.

Rosario sabía mover sus fichas, conocía a su gente y qué esperar de ellos. Y si alguien le fallaba, sabía que sería recompensado con un beso y castigado con un tiro, a quemarropa, así como le enseñó Ferney.

Siempre hacía lo que le daba la gana, ella misma admitía lo voluntariosa que fue desde chiquita. Por eso dejó a su mamá y se fue con su hermano, y tal vez por eso es que nunca comprometía su corazón. Nada amarraba a Rosario, ni siquiera los duros de los duros, con quienes siempre se mostraba complaciente.

– Pero el día en que no me cumplan me largo -me decía.

– Que no te cumplan ¿qué?

– Es un negocio, parcero, un negocio de palabra, y si yo cumplo, ellos me tienen que cumplir.

Yo le escuchaba esos argumentos por la misma época, más o menos cada año, cuando les hacía sus nuevas exigencias, recordándoles las condiciones del contrato. Así lograba que le cambiaran el apartamento o el carro, o que le engordaran su cuenta bancaria.

– Si me quieren volver a ver, que me cambien el Mazdita – decía-. Ya va siendo hora.

Estoy seguro de que en el fondo a Ferney le gustaba que Rosario siguiera con ellos: lo alegraba ver a Emilio vuelto mierda, así él mismo la hubiera perdido para siempre. La diferencia fue que, en cuanto a ella, la relación con Emilio no cambió para nada. Para Rosario lo de los duros era una especie de cruce, donde cada cual ponía lo mejor que tuviera para poner.

– Y Emilio es Emilio -insistía.

Pero Emilio no lo veía con los mismos ojos. Para él era putear y nada más. Pero lo que más le dolía era que todo el mundo lo supiera y, sobre todo, porque él fue el último en saberlo. Por la cercanía que tuvimos con ella, Emilio y yo fuimos los últimos en saber para dónde era que salía Rosario calladita la boca. Se oían rumores, pero, como casi siempre venían de lenguas envidiosas, no les hacíamos mucho caso. Después, sería el mismo Ferney quien nos llegara con el cuento. También dudamos, porque sabíamos que Ferney andaba herido y dispuesto a aprovecharse de cualquier circunstancia con tal de acabar con la relación. De ahí no nos quedó otra que preguntárselo a la misma Rosario.

– Preguntale vos -me dijo Emilio-. A vos te tiene más confianza.

– ¿Y por qué yo? -le reproché-. Vos sos el novio.

Nos moríamos del miedo. Pensábamos que en su reacción nos mandaría para la mierda y que por un chisme nos quedaríamos sin Rosario. Hasta que un día, después que se perdió todo un fin de semana, la vimos llegar de buen genio y decidimos que ése era el momento.

– La gente sí es bien chismosa -empecé-. Ya no saben qué decir.

– Qué berracos tan chismosos -siguió Emilio-. Vos no te imaginás lo que andan diciendo.

– Ni tan chismosos -dijo ella.

– ¿Cómo así? -preguntamos los dos.

– Como siempre -nos dijo Rosario-. La mitad es verdad y la mitad es mentira.

– ¿Y cuál es la mitad verdad? -preguntó Emilio.

– Seguramente la que te duele -contestó ella.

Era verdad. Estaba involucrada con ellos desde antes de conocernos. Mientras Emilio se enloqueció tirando sillas, pateando puertas y quebrando muebles, yo me consumía por dentro. Cada vez aparecía alguien más para alejármela, Emilio, la sociedad, Ferney, y ahora ellos. Rosario se quedó callada mientras Emilio le destruía el apartamento. No dijo una sola palabra mientras él lloró, manoteó, puteó. Yo también me quedé en silencio, esperando, al igual que ella, a que Emilio terminara el show. Pero esperando también a que ella me mirara, me dijera algo, me involucrara en su confesión. Todavía no sé si me pasó por alto adrede o no fue capaz de mirarme.

Seguramente es peor la traición de los amigos que la del amor.

Vuelvo a pensar en Emilio y en la perturbación que los embrollos de Rosario le causaron. De pronto siento que debo llamarlo otra vez.

– Hace rato que estoy esperando tu llamada, viejo, ¿qué pasó?

– Ya hablé con el médico -le conté-. Dice que está llena de balas.

– ¿Las balas de anoche o las balas de antes?

– Le pegaron varios tiros a quemarropa.

– Mientras le daban un beso -añadió Emilio.

– ¿Vos cómo supiste? -le pregunté.

– Le están pagando con su misma moneda.

Recuerdo las veces que vi a Rosario besando a otros hombres y los recuerdo cayendo muertos después de un balazo seco, disparado a ras del cuerpo, aferrados a ella, como si quisieran llevársela en su beso mortal.

Recuerdo las palabras de Emilio cuando la besó por primera vez. Siempre hacía alarde de los primeros logros en sus conquistas, la primera cogida de mano, el primer beso, la primera vez en la cama. Pero esa vez su comentario no había sido triunfalista sino más bien desconcertante.

– Sus besos saben muy raro.

– ¿Cómo a qué? -le pregunté.

– No sé. Es un sabor muy raro -me dijo-. Como a muerto.