"La línea de sombra" - читать интересную книгу автора (Conrad Joseph)1Sólo los jóvenes conocen momentos semejantes. No quiero decir los muy jóvenes, no; pues éstos, a decir verdad, no tienen momentos. Vivir más allá de sus días, en esa magnífica continuidad de esperanza que ignora toda pausa y toda introspección, es el privilegio de la primera juventud. Cierra uno tras de sí la puertecita de la infancia y penetra en un jardín encantado. Hasta sus mismas sombras tienen un resplandor de promesa. Cada recodo del sendero posee su seducción. Y no a causa del atractivo que ofrece un país desconocido, pues de sobra sabe uno que por allí ha pasado la corriente de la humanidad entera. Es el encanto de una experiencia universal, de la que esperamos una sensación extraordinaria y personal, la revelación de un algo de nuestro yo. Llenos de ardor y de alegría, caminamos, reconociendo las lindes de nuestros predecesores, aceptando tales como se presentan la buena suerte y la mala -los puntapiés y las perras chicas, como reza el adagio-, el pintoresco destino común que tantas posibilidades guarda para el que las merece, cuando no simplemente para el afortunado. Sí; caminamos, y el tiempo también camina, hasta que, de pronto, vemos ante nosotros una línea de sombra advirtiéndonos que también habrá que dejar atrás la región de nuestra primera juventud. Éste es el período de la vida en que suelen sobrevenir aquellos momentos de que hablaba. ¿Cuáles? ¡Cuáles van a ser!: esos momentos del hastío, de cansancio, de descontento; momentos de irreflexión. Es decir, esos momentos en que los aún mozos propenden a cometer actos irreflexivos, tales como el matrimonio improvisado o el abandono de un empleo, sin razón alguna para ello. Desde luego, no es ésta una historia conyugal. No; el destino no me fue tan adverso. Mi acto, por inconsiderado que fuese, tuvo más bien el carácter de un divorcio, casi de una deserción. Sin la menor razón que poder aducir sensatamente, tiré mi empleo por la borda, abandoné el barco donde venía prestando mis servicios, barco del que lo peor que podía decirse es que era de vapor y, quizá, por lo tanto, sin derecho a esa ciega fidelidad que… Pero, después de todo, ¿a qué tratar de paliar un acto que yo mismo sospeché, ya en aquel momento, obedecía sólo a un simple capricho? Fue en un puerto de Oriente. Era un barco oriental, puesto que a la matrícula de aquel puerto pertenecía. Traficaba entre islas sombrías, por un mar azul sembrado de arrecifes, el rojo pabellón* ondeando a popa y, en el palo mayor, la enseña de la empresa naviera, roja también, pero con una cenefa verde y una media luna blanca en el centro, pues el navío pertenecía a un árabe, a un Sayed, por más señas, y de ahí la cenefa verde del pabellón. Este Sayed era el cabeza de una gran familia árabe de los Estrechos, pero difícilmente se habría encontrado al Este del canal de Suez un súbdito más fiel del complejo Imperio Británico. La política mundial no le interesaba para nada, pero ello no le impedía ejercer un gran poder oculto sobre los de su raza. A nosotros poco nos importaba quién pudiera ser el propietario del barco. Fuera el que fuese, se veía obligado a emplear hombres de raza blanca en su tripulación, y la mayoría de los así empleados jamás tuvieron ocasión de verle con sus propios ojos. Yo mismo, sólo una vez le vi, y por mera casualidad, en un muelle. Era un vejete menudo, de tez bronceada, tuerto, vestido con una túnica inmaculada y calzado con babuchas amarillas. Una turba de peregrinos malayos, a los que sin duda había regalado con vituallas y dinero, le besaba las manos gravemente. Sus limosnas, oí decir, eran frecuentes y alcanzaban a casi todo el Archipiélago. Pues ¿no está dicho, acaso, que «el hombre caritativo es el amigo de Alá»? Hombre excelente (y pintoresco) este armador árabe, del que nadie se preocupaba lo más mínimo, y excelentísimo este barco escocés, de quilla a perilla, fácil de conservar limpio, dócil al timón como el que más y, a no ser por su propulsión interna, digno del cariño de todos. Todavía hoy conservo su recuerdo con profundo respeto. Por lo que se refiere al género de tráfico y al carácter de mis compañeros de a bordo, realmente no habría podido sentirme más satisfecho si un benévolo encantador hubiese creado a mi gusto la vida y los hombres. Y, súbitamente, abandoné todo aquello: Lo hice a la manera, para nosotros irrazonada, del pájaro que abandona una rama segura. Hubiérase dicho que, sin que ningún otro se percatase, había oído yo un murmullo o percibido algo. Tal vez fuese así, ¡qué demonio! Un día todo iba bien, al día siguiente todo había desaparecido: encanto, sabor, interés, contento, todo. Como veis, fue un momento de aquéllos. El malestar nuevo de la juventud que llega a su término se había apoderado de mí y me había arrastrado, arrastrado fuera del barco, quiero decir. Sólo éramos cuatro blancos a bordo, con una numerosa tripulación de kalashes y dos malayos de baja graduación. Al saber mi decisión, el capitán me miró fijamente, como si se preguntara qué mosca me había picado. Pero era un marino y él también, en su tiempo, había sido joven. Así pues, disimuló una sonrisa bajo su espeso bigote gris y declaró que, evidentemente, no podía retenerme por la fuerza si yo creía que debía marcharme. Y todo quedó dispuesto para que a la mañana siguiente me pagasen. Cuando salíamos del cuarto de los mapas, agregó de repente, con singular tono pensativo, esperaba que encontrase lo que con tanta impaciencia buscaba. Frase amable y enigmática, que sentí penetraba en mí más profundamente que lo habría hecho un instrumento diamantino. Me parece que había comprendido mi caso. Las maneras del segundo maquinista fueron muy distintas. Era un escocés, joven y vigoroso, de rostro y ojos claros. Su honrada faz rojiza emergió por la carroza de la cámara de máquinas, seguida por todo su cuerpo de hombre robusto; arremangado, se limpiaba lentamente los macizos antebrazos con un puñado de estopa. Sus ojos claros tenían una amarga expresión de disgusto, como si nuestra amistad hubiese quedado reducida a cenizas. Enérgicamente, declaró: “ ¡Ah!, sí; ya había pensado yo que era ya tiempo de que volvieses a tu casa para casarte con cualquier chica estúpida”. Todo el mundo sabía en el puerto que John Nieven era un misógino feroz; lo absurdo de esta salida me probó que había querido molestarme, diciéndome la frase más hiriente que pudo ocurrírsele. La risa con que respondí a sus palabras parecía pedirle excusas. Después de todo, sólo un amigo podía enfadarse así. Pero, en el fondo, me sentí un tanto apabullado. Nuestro primer maquinista juzgó de manera igualmente característica, aunque más amable, mi manera de obrar. También él era joven, pero muy delgado, y su rostro macilento aparecía enmarcado por una barba castaña y sedosa. De la mañana a la noche, en el mar o en el puerto, podía vérsele midiendo a grandes pasos la cubierta de popa, con una expresión de intenso éxtasis producido por la continua atención que dispensaba a los molestos desórdenes de su organismo. Nuestro primer maquinista era un dispéptico inveterado. Su manera de juzgar mi caso fue muy sencilla: declaró que la causa radicaba en el mal funcionamiento de mi hígado. ¡Evidentemente! Me aconsejó que hiciese un nuevo viaje antes de retirarme y que durante ese tiempo me tratase con cierto específico en el que tenía una fe absoluta. – Le diré a usted lo que voy a hacer. Voy a comprarle de mi bolsillo dos frascos. Eso es. No puedo decirle nada mejor, ¿no es cierto? Creo que, al menor signo de debilidad por mi parte habría perpetrado esta atrocidad -o generosidad-. No obstante, en aquel momento me sentía más descontento, disgustado y obstinado que nunca. Aquellos últimos dieciocho meses, llenos, sin embargo, de tantas experiencias nuevas y diversas, no me parecían ya sino una lúgubre y prosaica pérdida de tiempo. Me parecía -¿cómo expresarlo?-, me parecía como si no contuviesen la menor verdad. ¿Qué verdad? Yo mismo me habría visto en aprietos para decirlo. Y si hubiesen insistido en preguntármelo, sin duda habría acabado, simplemente, por echarme a llorar. Todavía era lo bastante joven para ello. Al día siguiente, el capitán y yo arreglamos mis asuntos en la Oficina del Puerto. Era una habitación grande y de techo elevado, fresca y blanca, en la cual la luz tamizada brillaba serenamente. Todo el mundo, empleados y gentes de fuera, estaba allí vestido de blanco. Sólo los pesados y bruñidos escritorios formaban en el centro una fila oscura y reluciente. Algunos de los papeles que los cubrían eran azules. Enormes punkahs enviaban desde lo alto una agradable corriente de aire a través de aquel inmaculado interior y sobre nuestras frentes sudorosas. El empleado a quien nos dirigimos hizo una amable mueca, que conservó hasta que, en respuesta a la maquinal pregunta: «¿Desembarca usted para reembarcar?», respondió mi capitán: «No; desembarca definitivamente.» Su mueca se trocó entonces, bruscamente, en expresión solemne. No levantó los ojos hacia mí hasta el momento en que me tendió mis papeles, con una expresión de tristeza, como si aquello fuese mi pasaporte para los infiernos. Mientras me guardaba los papeles en el bolsillo, murmuró no sé qué pregunta al capitán, y oí que este último respondía alegremente: – No. Nos deja para regresar a su casa. – ¡Ah! -exclamó el otro, meneando melancólicamente la cabeza ante la idea de mi triste destino. A pesar de que nunca le había visto fuera de aquel edificio oficial, se inclinó por encima de su escritorio para estrecharme compasivamente la mano, como se la estrecharía a un pobre diablo que se hallase a punto de ser ahorcado. En cuanto a mí, temo haber hecho mi papel sin la menor gracia, con el aire empedernido de un criminal impenitente. No había ningún barco que partiese para Europa antes de cuatro o cinco días. Siendo ya, desde aquel instante, un hombre sin barco, habiendo roto momentáneamente mis lazos con el mar, siendo, en suma, sólo un pasajero eventual, tal vez hubiese sido más conveniente por mi parte alojarme en un hotel. Precisamente allí cerca, a dos pasos de la Oficina del Puerto, se encontraba uno: un edificio bajo, que, con sus blancos pabellones y columnatas, en medio de sus céspedes bien cuidados, tenía todo el aire de un palacio. Allí habría tenido, realmente, la impresión de ser un pasajero; pero, lanzándole una mirada hostil, me encaminé hacia el Hogar del Marino. Caminaba tan pronto al sol como a la sombra de los grandes árboles de la explanada, sin darme cuenta del uno ni gozar de la otra. El calor de aquel Oriente tropical penetraba a través de la fronda, envolvía mi cuerpo, ligeramente vestido, se abrazaba a mi rebelde descontento como para privarlo de su libertad. El Hogar de los Oficiales era un gran bungaló, con una amplia galería exterior y un jardincito, separado de la calle por unos cuantos árboles y extrañamente parecido a un jardín de arrabal. Esta institución tenía más bien carácter de club, pero con un no sé qué de oficial que le daba el hecho de estar administrada por la Oficina del Puerto. Su gerente ostentaba oficialmente el título de primer administrador. Era un desventurado hombrecillo, todo arrugado, que, vestido con una casaca de yóquey, habría desempeñado su papel a la perfección. Evidentemente, en algún momento de su vida, había tenido algo que ver con el mar; aunque es muy posible que la relación no pasara de una malhadada tentativa. Yo habría creído que sus funciones eran de las más fáciles, si él no hubiese tenido la costumbre de afirmar a cada instante que aquel empleo no tardaría en ser causa de su muerte. Afirmación un tanto misteriosa. Tal vez fuese que todo le costaba demasiado trabajo. En cualquier caso, parecía molestarle en extremo el que hubiese alguien alojado en la casa. Al penetrar en ella, no pude por menos de pensar que el administrador debía de alegrarse de mi ingreso. El edificio estaba más silencioso que una tumba. No vi a nadie en el salón ni en la galería, aparte de un hombre en el extremo opuesto, adormecido sobre una chaise longue. Al ruido de mis pasos, entreabrió un ojo, que recordaba abominablemente el. ojo de un pescado. No conocía a aquel hombre. Volví sobre mis pasos y, cruzando el comedor -una habitación desnuda, con un punkah inmóvil suspendido encima de la mesa del centro-, fui a llamar a la puerta en que se leían estas palabras, escritas en letras negras: «Primer administrador.» No habiendo oído en respuesta más que una doliente queja: «¡Dios mío, Dios mío, qué se les ocurrirá ahora!», me colé sin más. Era aquélla una habitación muy singular para los trópicos. Se hallaba casi a oscuras y tenía ese olor propio de las habitaciones que permanecen largo tiempo cerradas. Aquel hombre había guarnecido de horribles cortinas de encaje, extraordinariamente amplias y polvorientas, sus ventanas, a la sazón herméticamente cerradas. En los rincones se apilaban cajas de cartón semejantes a las que emplean en Europa las costureras y modistas; y, no se sabe cómo, el primer administrador se había procurado un mobiliario que muy bien habría podido venir directamente de cualquier respetable salón del East End londinense: un sofá y sillones rellenos de crin. Alcancé a distinguir algunas sucísimas cubiertas de respaldo a punto de crochet, arrojadas sobre aquel horrible mobiliario, que inspiraba tanto más espanto cuanto más difícil era adivinar qué accidente misterioso, qué necesidad o qué fantasía lo había reunido allí. Su propietario se había despojado de la chaqueta y, en pantalón y chaleco de franela, asomaba tras de aquellos respaldos, acariciándose los codos puntiagudos. Cuando supo que tenía la intención de alojarme allí, dejó escapar una exclamación de angustia, pero no pudo negar que la mayor parte de las habitaciones estaban libres. – Muy bien. ¿Puede darme usted la habitación que ocupé la última vez? Lanzó un débil gemido tras de la pila de cajas de cartón amontonadas sobre la mesa y que podían haber contenido guantes, pañuelos o corbatas. Todavía me pregunto qué guardaría en ellas aquel hombre. De su madriguera `se desprendía un olor de coral en putrefacción, de polvo oriental, de muestras zoológicas. Sólo conseguía ver la parte superior de su cabeza y sus ojos afligidos levantados hacia mí por encima de aquella barrera. – No estaré más de dos o tres días -le dije, esperando reanimarlo. – ¿Querrá usted pagar por anticipado? -sugirió de inmediato. – Por supuesto que no -exclamé indignado apenas hubo pasado el primer momento de asombro-. ¡Jamás he oído cosa semejante! Se necesita cara dura… El hombre, desesperado, se llevó las manos a la cabeza, y este gesto acabó con mi indignación. – ¡Dios mío, Dios mío! No se ponga usted así. A todo el mundo le pregunto lo mismo. -Lo dudo -dije ásperamente. – Pues bien, si no lo he hecho, voy a hacerlo, pues si ustedes, caballeros, consintieran en pagar por anticipado, yo podría hacer pagar igualmente a Hamilton. Siempre desembarca sin un céntimo, y aunque tenga dinero jamás quiere saldar su cuenta. No sé cómo arreglármelas con él. Siempre se pone a blasfemar, asegurando que en modo alguno puedo arrojar a la calle a un blanco. Si usted quisiera… Yo estaba estupefacto. E incrédulo. Sospechaba una impertinencia gratuita de su parte. Con tono enfático declaré que preferiría verlos ahorcados a él y a Hamilton, y le rogué que me condujese a mi habitación sin más historias. Sacó entonces una llave de no sé dónde y salió de su escondrijo, lanzándome al pasar una mirada oblicua y solapada. – ¿Hay aquí algún conocido mío? -le pregunté, antes de que se hubiese marchado de mi habitación. Había recobrado ya su tono habitual, impaciente y llorón, y me contestó que allí estaba el capitán Giles, de regreso de un viaje al mar de Sulú, y otros dos huéspedes. Al cabo de un momento de silencio, agregó: – Y, naturalmente, Hamilton… – ¡Ah!, sí, Hamilton… -contesté. Y el lamentable personaje se retiró con un gruñido postrero. Aún me exasperaba su desvergüenza cuando entré en el comedor para almorzar. Ya se hallaba en su puesto vigilando a los criados chinos. El almuerzo estaba servido en un extremo de la larga mesa y el punkah, que se balanceaba perezosamente, sólo abanicaba un desierto de madera bruñida. Éramos cuatro en torno del mantel. Uno de ellos, el desconocido durmiente de la galería. Tenía ahora los ojos medio abiertos, pero parecía no ver. El dignísimo personaje que se sentaba a su lado, un rostro adornado con cortas patillas y mentón cuidadosamente rasurado, era, naturalmente, Hamilton. Jamás he visto a nadie desempeñar con tanta dignidad el papel que la Providencia tuvo a bien asignarle en la vida. Me habían dicho que me consideraba como un simple aficionado. Al ruido que hice al apartar mi silla, levantó, no sólo los ojos, sino también las cejas. El capitán Giles ocupaba el extremo de la mesa. Cambiamos algunas palabras de cortesía y me senté a su izquierda. Gordo y pálido, con una frente calva semejante a un gran domo reluciente, se le habría tomado por cualquier cosa menos por un marino. Nadie, por ejemplo, se hubiera sorprendido de que fuese arquitecto. En cuanto a mí, y por absurdo que esto pueda parecer, me hizo el efecto de un sacristán. Tenía el aspecto de un hombre del que pueden esperarse prudentes consejos y sentimientos morales, entremezclados oportunamente a una o dos vaciedades, inspiradas no por el deseo de deslumbrar, sino por una honrada convicción. A pesar de ser muy conocido y apreciado en el mundo marítimo, no tenía empleo fijo. Ni lo deseaba. Tenía una posición propia y peculiar: era un perito. Un perito -¿cómo lo diría yo?-en navegación complicada. Se le suponía conocedor como nadie de los lugares del Archipiélago más lejanos y peor señalados en los mapas. Su cerebro debía de ser un almacén completo de arrecifes, posiciones, bajos fondos, siluetas de promontorios, formas de oscuras costas, perfiles innumerables de islas desiertas o habitadas. Un navío con destino a Palawan o cualquier otro paraje por el estilo, contaría siempre con los servicios del capitán Giles, ya para un mando temporal, ya «para ayudar al capitán». Se decía que, en la perspectiva de semejantes servicios, recibía un sueldo fijo de un poderoso armador chino. Por otra parte, siempre estaba dispuesto a relevar a un capitán que desease pasar un tiempo en tierra, sin que jamás naviero alguno se hubiese opuesto a estas combinaciones, pues era opinión corriente en el puerto que no podía encontrarse capitán mejor que Giles. Sin embargo, a los ojos de Hamilton no era más que un «aficionado». Yo creo que para Hamilton «aficionado» era un término genérico que nos englobaba a todos; aunque interiormente hiciese, creo yo, algunas distinciones. No traté de entablar conversación con el capitán Giles, a quien no había visto más de dos veces en mi vida. Pero, naturalmente, él sabía quién era yo. Al cabo de un momento, inclinando hacia mí su voluminosa y reluciente cabeza, me dirigió la palabra con el tono amable que le era habitual. Me dijo que, viéndome allí, era de presumir que pasaba algunos días de licencia en tierra. Su voz era naturalmente baja. Elevando un poco el tono de la mía, respondí: – No; he dejado el barco definitivamente. – Eso quiere decir que ya es usted un hombre libre por algún tiempo -comentó. – Sí, desde las once lo soy -dije. Al ruido de nuestras voces, interrumpió Hamilton su comida. Con la mayor suavidad, dejó su cuchillo y su tenedor y, quejándose a media voz de «este infernal calor, que quita el apetito», abandonó la estancia. Casi de inmediato, le oímos salir del edificio y bajar por la escalinata de la galería. Entonces, el capitán Giles declaró tranquilamente que sin duda Hamilton había ido a procurar conseguir mi antiguo empleo. El primer administrador, que había permanecido junto al muro, acercó a la mesa su rostro de cabra desventurada y se dirigió a nosotros con tono plañidero. Quería exponernos sus eternas quejas contra Hamilton. Aquel hombre le creaba constantemente dificultades con la Oficina del Puerto, por el estado de su cuenta. Pluguiera al cielo que consiguiese mi puesto, aunque, después de todo, eso no le produciría sino un alivio momentáneo. – No se preocupe usted -dije yo-. Hamilton no conseguirá mi puesto. Mi sucesor ya está a bordo. Pareció sorprendido, y al oír la noticia su rostro se descompuso un poco. El capitán Giles no pudo por menos de reír quedamente. Nos levantamos de la mesa y salimos a la galería, dejando al indolente desconocido al cuidado de los chinos. Al salir, alcancé a ver que habían puesto ante él un plato con una tajada de piña y que esperaban, a sus espaldas, para ver lo que sucedería. Pero el experimento fue inútil. El hombre continuó impasible. El capitán Giles me confió en voz baja que era un oficial del balandro de un rajá, venido a nuestro puerto para entrar en el dique seco. Sin duda se había estado «divirtiendo» la noche anterior, agregó, frunciendo la nariz, con un aire confidencial que me agradó en extremo, pues el capitán Giles no carecía de prestigio. Se le atribuían maravillosas aventuras y hasta una misteriosa tragedia, y nadie tenía nada que decir contra él. – Recuerdo -prosiguió- la primera vez que desembarcó aquí, hace ya algunos años. Me parece como si fuera ayer. Era un chico encantador. ¡Ah, estos chicos encantadores! No pude contener la risa. El capitán pareció estupefacto, pero luego comenzó a reír conmigo. – ¡No, no! No es eso lo que quería decir -exclamó-. Lo que quiero decir es que hay muchos de ellos que se reblandecen aquí enseguida. En broma, sugerí que aquel calor embrutecedor era la principal causa de ello. Pero el capitán Giles dio muestras de una filosofía más profunda. Ciertamente, la vida era fácil en Oriente para los blancos, pero lo difícil era continuar siendo blanco, y algunos de aquellos chicos encantadores no lo sabían. Me lanzó una mirada penetrante y, con un tono de viejo tío bonachón, me preguntó a quemarropa: – ¿Por qué dejó su empleo? Me sentí irritado, pues ya comprenderéis lo que semejante pregunta tenía de exasperante para quien tampoco sabía una palabra de algo que atañía de manera tan esencial a sí mismo. Diciéndome en mi fuero interno que era preciso cerrar el pico a aquel moralista, le pregunté, con un tono a la vez provocador y amable: – ¿Cómo…? ¿Me desaprueba usted? Quedó tan desconcertado, que no pudo sino mascullar confusamente: – ¿Yo?… En términos generales… – Y no pudo salir adelante. Pero se replegó en buen orden, al amparo de una chuscada sobre su propia persona, haciéndome observar que también él se reblandecía y que aquél era el momento en que solía echar su siestecilla cuando se hallaba en tierra-. Muy mala costumbre. Muy mala costumbre -concluyó. La sencillez de aquel hombre habría desarmado una susceptibilidad aún más juvenil que la mía. Así, cuando, en el almuerzo del día siguiente me hizo un saludo con la cabeza y me dijo que la tarde anterior se había encontrado con mi capitán, agregando en voz más baja: «Lamenta mucho su partida. Jamás había tenido un segundo con quien se entendiese mejor», le respondí seriamente y sin la menor afectación que, realmente, nunca me había encontrado tan bien en un barco ni relacionado mejor con ningún otro capitán en todo el tiempo que llevaba en el mar. – En ese caso… -murmuró. – ¿No le han dicho, capitán Giles, que tengo intención de regresar a casa? – Sí -respondió benévolamente-, ¡pero he oído decir esto con tanta frecuencia! – ¿Y qué? -exclamé. No pude por menos de pensar que era el hombre más limitado y menos imaginativo que había conocido. No sé ya lo que iba a agregar, cuando Hamilton, muy retrasado, entró en el comedor y fue a ocupar su lugar de costumbre. Así pues, me contenté con murmurar: – En todo caso, esta vez lo verá usted confirmado. Hamilton, recién afeitado, saludó secamente al capitán Giles, pero no condescendió a poner siquiera los ojos en mí, y sólo abrió la boca para decir al primer administrador que la comida que le servían no era digna de un caballero. El interpelado pareció tan abrumado por su aflicción que ni le quedaron fuerzas para gemir. Se contentó con levantar los ojos hacia el punkah, y eso fue todo. El capitán Giles y yo nos levantamos de la mesa, y el extranjero sentado al lado de Hamilton imitó nuestro ejemplo, poniéndose de pie penosamente. El pobre diablo había procurado hacer penetrar en su boca un poco de aquella indigna comida, no porque tuviese hambre, sino porque esperaba, creo yo, recobrar así en cierto modo el respeto de sí mismo; pero, después de haber dejado caer por dos veces su tenedor, pareció considerarse definitivamente vencido, y permaneció sentado, inmóvil, con aire de extremada mortificación y una horrible mirada vidriosa. Mientras estuvimos en la mesa, el capitán Giles y yo habíamos evitado mirar hacia su lado. Una vez en la galería, el extranjero se detuvo bruscamente para hacernos, con expresión de ansiedad, una larga observación, cuyo sentido no logré interpretar del todo. Hubiérase dicho que hablaba un horrible lenguaje desconocido. Pero cuando el capitán Giles, tras un momento de reflexión, le contestó: «Sí, seguramente; tiene usted razón», el individuo pareció encantado y se fue, andando casi sin tambalearse, a buscar un poco más lejos una chaise longue. – ¿Qué quería decir? -pregunté con cierta repugnancia. – No lo sé. No debemos ser demasiado duros con un camarada. Puede usted estar seguro de que sufre. Y, mañana, todavía será peor. A juzgar por su apariencia, eso parecía imposible. No pude por menos de preguntarme qué clase de complicado libertinaje lo había conducido a semejante estado. Pero la benevolencia del capitán Giles iba acompañada de un cierto aire de satisfacción de sí mismo que me disgustaba. Riendo ligeramente, le dije: – En todo caso, aquí está usted para mirar por él. Hizo un gesto de negación, se sentó y cogió un periódico. Yo hice otro tanto. Los periódicos eran antiguos y carecían de interés, llenos casi en su totalidad de descripciones estereotipadas de las ceremonias con que se había celebrado el jubileo de la reina Victoria. Sin duda habríamos cedido rápidamente a la somnolencia de aquel mediodía tropical si la voz de Hamilton no se hubiese dejado oír en el comedor. Hamilton acababa su comida. La puerta, muy ancha, tenía abiertos de par en par sus dos batientes y él no sospechaba que nos hallásemos sentados tan cerca. Le oímos, pues, contestar en altavoz y con tono arrogante a una observación que el primer administrador se había aventurado a hacer. – Puede usted estar seguro de que no aceptaré un empleo cualquiera. No se encuentra todos los días un caballero. No hay para qué apresurarse. Se oyó al administrador murmurar algo, y luego, nuevamente, a Hamilton, que respondía con un tono todavía más acentuado de desprecio: – ¿Cómo? ¿Ese joven mentecato que se cree un personaje por haber sido durante tanto tiempo segundo de Kent…? ¡Absurdo! Giles y yo nos miramos. Kent era mi antiguo capitán. Las palabras: «Habla de usted», que murmuró el capitán Giles, me parecieron completamente ociosas. Sin duda el administrador insistió en su opinión, pues de nuevo se oyó a Hamilton, todavía más desdeñoso si era posible, declarar enfáticamente: – Eso no tiene pies ni cabeza. No se compite con un aficionado semejante. Tenemos todo el tiempo para nosotros. Enseguida oímos un ruido de sillas que se movían, de pasos, y las plañideras exhortaciones del administrador persiguiendo a Hamilton hasta la puerta de entrada. – Cierto, es un individuo demasiado insolente -observó, de manera inútil, a mi parecer, el capitán Giles-. Muy insolente. Sin embargo, usted no le ha hecho nada, que yo sepa, ¿no es cierto? – En mi vida le he hablado -respondí con aspereza-. No comprendo qué quiere decir con eso de «competir». Ha procurado obtener mi puesto después de que yo lo abandoné, y no lo ha logrado. No es eso, precisamente, lo que podría llamarse competir. El capitán Giles meneó, pensativo, su voluminosa y benévola cabeza. – No lo ha logrado -repitió con lentitud-. No, con Kent no era probable obtenerlo. Kent no se consuela de que usted lo haya abandonado y dice que es usted un buen marino. Arrojé el periódico que aún tenía en la mano, me levanté y con la palma de la mano abierta golpeé la mesa. ¿Por qué demonios había de volver siempre a aquel asunto, que a mí solo importaba? Aquello era, realmente, exasperante. La perfecta tranquilidad con que me miraba el capitán Giles me redujo al silencio. – No hay nada en ello que pueda molestarle -murmuró tranquilamente, con un deseo visible de apaciguar la infantil irritación que había producido con sus palabras. Y, en realidad, tenía un aspecto tan inofensivo que procuré explicarme de la mejor manera. Le dije que no deseaba oír una sola palabra más sobre lo que ya era cosa pasada. Durante todo el tiempo que duró, aquello había sido muy agradable, pero ahora que había terminado prefería no hablar, y ni siquiera pensar en ello. Estaba absolutamente decidido a regresar a Europa. Giles escuchó toda mi tirada con expresión particularmente atenta, como si hubiese querido sorprender en ella una nota falsa; luego, se enderezó y pareció meditar con ahínco sobre el asunto. – Sí, ya me había dicho usted que deseaba regresar. ¿Tiene ya algo en perspectiva allí? En lugar de contestar que eso no le importaba, respondí malhumorado: – Nada que yo sepa. Ciertamente, yo ya había enfocado ese aspecto un tanto oscuro de la situación que yo mismo me había creado al abandonar un empleo satisfactorio, y la verdad es que no las tenía todas conmigo. Estuve a punto de agregar que el sentido común no tenía nada que ver con mi manera de obrar y que ésta no merecía, Por lo tanto, el interés que parecía inspirarle. Pero Giles se había dedicado a exhalar bocanadas de humo de su corta pipa de madera, y tenía un aspecto tan plácido, tan limitado, tan vulgar, que realmente no valía la pena crearle un rompecabezas con un exceso de sinceridad o de ironía. Envuelto en una nube de humo, me preguntó bruscamente, a quemarropa: – ¿Ha tomado ya su pasaje Vencido por la descarada obstinación de un hombre con el cual era verdaderamente difícil mostrarse grosero, contesté con extremada delicadeza que todavía no había hecho ninguna diligencia al respecto. Pensaba que al día siguiente tendría tiempo de sobra para hacerlo. Y estaba a punto de alejarme, sustrayendo así mis asuntos privados a los esfuerzos ridículamente inútiles que hacía Giles para probar su consistencia, cuando el capitán colocó su pipa ante sí de manera significativa, como si quisiese indicar que había llegado el momento crítico y se inclinó de lado sobre la mesa que nos separaba. – ¡Ah! ¿Conque todavía no lo ha tomado? -Y agregó, bajando la voz misteriosamente-: Pues bien, en ese caso me parece conveniente que sepa que aquí sucede algo. Yo nunca me había sentido más desligado de las cosas de este mundo. Aunque liberado por algún tiempo del mar, había conservado ese estado de ánimo de los marinos, que se sienten completamente ajenos a todo lo que pasa en tierra. ¿En qué podía concernirme aquello? La agitación del capitán Giles me producía más compasión que curiosidad. A manera de preámbulo, me preguntó si el administrador me había hablado por la mañana, a lo que respondí que no, agregando que si lo hubiese intentado no habría encontrado por mi parte mayor estímulo. No tenía las menores ganas de conversar con aquel individuo. Sin desalentarse por mi petulancia, el capitán Giles, con una expresión de profunda sagacidad, comenzó a hablarme con toda clase de detalles de un ordenanza de la Oficina del Puerto. Pero ¿qué interés podía tener eso para mí? Aquella mañana habían visto pasar por la galería a un ordenanza que llevaba en la mano una carta, un sobre oficial. Según la costumbre de aquellas gentes, se la había mostrado al primer blanco que encontró, que no resultó ser otro que nuestro amigo de la chaise longue. Como sabemos, éste no se hallaba en estado de interesarse por las cosas sublunares, y se contentó con alejar al ordenanza con un gesto. El ordenanza recorrió entonces la galería y cayó sobre el capitán Giles, que, por azar extraordinario, se encontraba allí. Habiendo llegado a esta parte de su discurso, se detuvo para mirarme fijamente. La carta, prosiguió, estaba dirigida al primer administrador. ¿Qué podía el capitán Ellis, jefe del puerto, escribir al administrador? Éste iba todas las mañanas, puntualmente, a la Oficina del Puerto a dar su informe, pedir órdenes, etcétera. Apenas hacía una hora que había regresado de allí, cuando se presentaba un ordenanza oficial persiguiéndolo con una carta. ¿Qué significaba aquello? Y comenzó a meditar. Evidentemente, no era por esto… y tampoco podía ser por aquello. En cuanto a esa otra razón, era igualmente inadmisible… La inanidad de todo ese discurso me dejó verdaderamente perplejo. Si aquel hombre no hubiese sido tan simpático, casi me habría dado por ofendido. Pero, en realidad, sólo me sentía apenado por él. La expresión singularmente seria de su mirada me impidió reírme en sus narices. Tampoco bostecé en sus barbas. Me contenté con mirarlo. Y, aquí, su tono se hizo más misterioso todavía. Apenas el hombre (esto es: el administrador) hubo leído la carta, se precipitó sobre su sombrero y se lanzó fuera de la casa; pero no porque aquel mensaje lo llamase a la Oficina del Puerto. No era allí adonde había ido. No había estado ausente bastante tiempo para ello. Al cabo de un instante regresó repentinamente y, arrojando lejos de sí su sombrero, comenzó a correr por el comedor, gimiendo y golpeándose la frente. El capitán Giles observó tan singulares sucesos y no dejó de meditar desde entonces sobre el asunto. Realmente, comenzaba a compadecerme de él. Con un tono que me esforcé en hacer lo menos sarcástico posible, le dije que me alegraba de que hubiese encontrado en qué ocupar la mañana. Con su desarmante sencillez me hizo observar -como si el hecho hubiese tenido alguna importancia- cuán singular era que justamente hubiese pasado él allí la mañana. Casi siempre. salía antes del almuerzo y visitaba las diferentes oficinas o iba a ver a sus compañeros del puerto. Pero aquel día no se había sentido muy bien al levantarse; nada grave, apenas lo suficiente para sentirse perezoso. Me decía todo eso con la mirada fija, concentrada, cuya expresión, que contrastaba con la inanidad absoluta de sus palabras, daba la impresión de una triste y dulce demencia. Y cuando, bajando la voz misteriosamente, acercó un poco su silla, comprendí de pronto que una excelente reputación profesional no era siempre una garantía de sentido común. Yo no creía ignorar entonces en qué consiste exactamente el sentido común y no sabía hasta qué punto es delicada esta cuestión y relativa, en suma. Como no quería herir la sensibilidad del capitán, simulé un vivísimo interés. Pero cuando me preguntó misteriosamente si recordaba lo que acababa de suceder entre nuestro administrador y «ese Hamilton», no pude sino asentir con un gruñido, volviendo al mismo tiempo la cabeza. – Sí. Pero ¿recuerda usted cada una de las palabras? -insistió con amabilidad. – No sé. Eso no es asunto mío -dije, estallando, y en voz alta mandé al administrador y a Hamilton a hacer compañía a los demonios. De ese modo esperaba dar fin a todo aquello, pero el capitán Giles continuaba mirándome con expresión pensativa. Nada podía detenerlo. Me hizo observar entonces que mi persona había salido a relucir en aquella conversación. Como yo procurase conservar un aire de indiferencia, el capitán se tornó implacable. ¿Había oído yo lo que había dicho aquel hombre? ¿Sí? Y, entonces, ¿qué pensaba yo de ello? Necesitaba saberlo. La apariencia misma del capitán Giles excluía toda sospecha de malignidad. Así pues, llegué a la conclusión de que era, simplemente, el imbécil más desprovisto de tacto que hubiese soportado nunca la tierra. Casi me reproché mi debilidad y el haber intentado iluminar su pobre inteligencia. Acabé por declararle que no pensaba nada de ello y que Hamilton no merecía siquiera el honor de un pensamiento. Lo que un repugnante holgazán -«Sí, eso es lo que es», me interrumpió el capitán Giles…- piense o diga, no debe preocupar a las personas decentes, y yo estaba absolutamente decidido a no prestar la menor atención a semejante cosa. Esta actitud me parecía tan sencilla y natural que me sorprendí al ver que el capitán Giles no daba ninguna señal de asentimiento. Una estupidez tan perfecta casi resultaba interesante. – ¿Qué quería, pues, que hiciese? -le pregunté, riendo-. No seré yo quien vaya a buscarle querella por la opinión que de mí tenga. He oído muy bien la manera desdeñosa con que se refiere a mí. Pero nunca me ha manifestado su desprecio abiertamente; jamás lo ha expresado ante mí. Hace un momento no sospechaba que podíamos oírlo. Lo único que lograría con otra actitud sería ponerme en ridículo. El obstinado capitán Giles continuaba fumando tristemente su pipa. De pronto, se le iluminó el rostro y exclamó: – No me ha comprendido usted. – ¿De veras? Me alegra saberlo -dije. Con mayor animación aún, me repitió que no le había comprendido. Ni tanto así. Y con tono de creciente complacencia en sí mismo me aseguró que a él no se le escapaba nada, o casi nada, que reflexionaba mucho y que su experiencia de la vida y de los hombres lo conducía, en general, a una apreciación exacta de las cosas. Esa manera de hacer su propio panegírico cuadraba perfectamente con la laboriosa inanidad de la conversación, todo lo cual fortalecía en mí aquella vaga sensación de que la vida no era más que una sucesión de días malgastados, sensación que, casi inconscientemente, me había hecho abandonar un buen puesto y camaradas a los que apreciaba para escapar de la amenaza de semejante vacío… y, todo, para caer, al primer paso, en aquella inanidad. Tenía ante mí un hombre cuyo carácter y capacidades elogiaban todos, y descubría en él un absurdo y triste charlatán. Y, sin duda, lo mismo acontecía en todas partes, del este al oeste, de arriba abajo de la escala social… Me sentía presa de un gran desaliento, de una especie de embotamiento moral. La voz de Giles seguía sonando complaciente, como la voz de la hueca y universal vanidad, y ello sin que me produjera ya la menor irritación. No había nada nuevo, original, revelador que esperar de este mundo, ninguna sabiduría que adquirir, ningún placer que gustar. Todo era estúpido y artificial, como el mismo capitán Giles. Y eso era todo. El nombre de Hamilton hirió de pronto mi oído, sacándome de mis abstracciones. – Creía que ya habíamos terminado con él -dije con marcado disgusto. – Sí, pero dado lo que acabamos de oír, creo que debería usted hacerlo. – ¿Qué es lo que debería hacer? -pregunté, enderezándome, estupefacto-. ¿Hacer el qué? El capitán Giles me contempló muy sorprendido. – Pues… que debe usted hacer lo que le aconsejé que intentase: ir a preguntar al administrador lo que contenía esa carta de la Oficina del Puerto. Pregúnteselo sin darle tiempo a meditar. Por un instante quedé desconcertado. Verdaderamente, aquello era lo bastante inesperado y original para resultar perfectamente incomprensible. Idiotizado, murmuré: – Pero si yo pensaba que era Hamilton a quien usted… – Exactamente. No le deje usted hacer. Haga lo que le digo. Acometa al administrador. Apuesto que lo hará saltar -insistió el capitán Giles, agitando su pipa hacia mí. Enseguida aspiró rápidamente tres bocanadas. Su expresión de triunfante perspicacia era indescriptible. Sin embargo, aquel hombre continuaba siendo una criatura extrañamente simpática. Todo él irradiaba benevolencia, de una forma ridícula, plácida, impresionante. De todos modos, era exasperante. Pero yo declaré con frialdad, como quien se enfrenta con lo incomprensible, que no veía ninguna razón para exponerme a un sofocón por parte de aquel individuo. Era un administrador poco satisfactorio, y un pobre diablo además, al que, llegada la ocasión, daría con mucho gusto un tirón de orejas. – ¡Tirarle de las orejas! -exclamó el capitán Giles, escandalizado-. ¡Como si eso le fuera a servir de algo a usted! Esa observación estaba tan desprovista de oportunidad que era imposible tratar de tomarla en cuenta. Pero el sentimiento de lo absurdo acababa por ejercer en mí su conocida fascinación. Comprendí que no debía dejar que me hablase por más tiempo. En consecuencia, me levanté, declarando bruscamente que era un contrincante demasiado fuerte para mí y que no alcanzaba a comprenderlo. Sin dejarme tiempo para alejarme, prosiguió, con tono diferente, que revelaba su obstinación, y sin dejar de chupar su pipa: – Sí… es un… individuo sin importancia… no hay duda. Pero pregúntele sencillamente… Eso es todo. Esa nueva actitud me impresionó o, al menos, me detuvo. Pero la razón no tardó en prevalecer de nuevo, y abandoné la galería tras dirigirle una sonrisa desprovista de alegría. En unos cuantos pasos llegué al comedor; habían levantado la mesa y la habitación estaba vacía. Durante ese corto lapso diversos pensamientos pasaron por mi mente: que el capitán Giles había querido burlarse, divertirse a costa mía; que sin duda debía parecerle yo muy tonto y crédulo; que yo conocía muy poco la vida… De repente, para gran sorpresa de mi parte, se abrió ante mí, al otro extremo del comedor, la puerta en que se hallaba inscrito el nombre de «Administrador», y el individuo en persona se precipitó fuera de su horrible madriguera y se dirigió hacia la puerta del jardín, con su aire absurdo de bestia acorralada. Todavía hoy no sé lo que me obligó a gritarle: – Oiga. Espérese un momento. Tal vez fue la mirada de soslayo que me dirigió o bien el hallarme todavía bajo la influencia de la misteriosa gravedad del capitán Giles. En todo caso, fue un impulso interior, un efecto de esa fuerza que habita nuestras vidas y las modela a su antojo. Pues si no se me hubiesen escapado aquellas palabras y mi voluntad no tuvo en ello parte alguna- seguramente mi existencia sería aún la de un marino, aunque en una dirección que hoy me es imposible concebir. No; mi voluntad no tuvo en ello parte alguna. A decir verdad, apenas había emitido aquellas palabras fatales cuando ya lo lamentaba profundamente. Si el hombre se hubiese detenido y me hubiese mirado de frente, yo habría emprendido la retirada. No tenía el menor deseo de continuar a expensas mías ni a las del administrador la estúpida broma del capitán Giles. Pero el viejo instinto humano de la persecución entró entonces en juego. El administrador se hizo el sordo, y yo, sin reflexionar siquiera por un instante, me lancé a lo largo de la mesa y le corté la retirada en la misma puerta. – ¿No puede usted contestar cuando se le habla? -pregunté brutalmente. El administrador se apoyaba en el quicio de la puerta. Su expresión denotaba un desconcierto total. Mucho me temo que la naturaleza humana no abrigue solamente sentimientos generosos. Hay en ella aspectos bastante desagradables. Sentí que la cólera me dominaba, y ello únicamente, según creo, a causa del aspecto miserable de mi presa. ¡Pobre diablo! Sin más ceremonias, lo ataqué: – He sabido que esta mañana llegó una comunicación oficial de la Oficina del Puerto para el Hogar. ¿Es verdad? En lugar de contestarme, como habría podido hacerlo, que me ocupase de mis asuntos, empezó a gemir, con un tono en que se traslucía su imprudencia. No había conseguido encontrarme en ninguna parte aquella mañana. Después de todo, él no podía correr tras de mí por toda la ciudad. – ¿Quién le pedía que lo hiciera? -grité, al tiempo que mis ojos descubrían las interioridades de cosas y palabras cuya insignificancia me pareciera tan desconcertante y fastidiosa. Declaré que deseaba saber lo que decía aquella carta. La firmeza del tono qué empleé y la de mi actitud eran fingidas sólo a medias. Algunas veces la curiosidad puede ser feroz. El administrador se refugió en un farfullar descosido y malhumorado. Aquello no me concernía, murmuró. Yo. le había dicho que regresaba a Europa, y desde el momento que regresaba a Europa, no veía por qué había él de… Ése era el sentido general de su argumentación, a tal punto incongruente, que casi resultaba insultante. Insultante para mi inteligencia, por lo menos. En esa región crepuscular que separa la juventud de la madurez en que yo me encontraba entonces, se es particularmente sensible a este género de insulto. En realidad, temo haberme mostrado demasiado violento para con el administrador, pero éste no era hombre capaz de afrontar cosas ni gentes. Tal vez el uso de los estupefacientes, tal vez la embriaguez solitaria…,. y, cuando perdí los estribos hasta el punto de injuriarlo, se turbó y comenzó a gritar. No quiero decir con esto que lanzase un gran grito. Fue una confesión cínica, hecha a voz en cuello, y, sin embargo, tímida, lastimosamente tímida. Sus palabras no eran muy coherentes, pero sí lo suficiente para quedarse, en un principio, con la boca abierta. La indignación me hizo apartar la mirada de él, y entonces vi en la entrada de la galería al capitán Giles, que contemplaba tranquilamente la escena: su propia obra, por así decirlo. Su pipa, negra y humeante, cogida en su grueso puño paternal, atraía la mirada, lo mismo que el brillo de la gruesa cadena de oro que cruzaba su chaqueta blanca. Toda su persona exhalaba un aire de tan virtuosa sagacidad que cualquier inocente habría recurrido a él con toda confianza. Y yo recurrí. – ¡Quién se lo habría podido figurar! -le grité-. Era un aviso pidiendo un capitán para un navío. Según parece hay un mando vacante, y a este individuo no se le ocurre otra cosa que guardárselo en el bolsillo. El intendente lanzaba gemidos desesperados: – ¡Usted será la causa de mi muerte! La vigorosa palmada que aplicó al mismo tiempo a su mísera frente no fue menos ruidosa. Pero, cuando me volví para verle, había desaparecido. Se había eclipsado no sé por dónde. Esa súbita desaparición me hizo reír. A mi entender, aquella fuga ponía fin al incidente. El capitán Giles, en cambio, sin dejar de mirar fijamente hacia el lugar por donde había desaparecido el administrador, comenzó a tirar de su imponente cadena de oro, hasta que al fin salió el reloj de un profundo bolsillo, como sale una palpable verdad del fondo de un pozo. Con ademán solemne, volvió a meter el reloj en su bolsillo, contentándose con decir – Las tres en punto. Si se apresura usted, llegará a tiempo. – ¿A tiempo de qué? -pregunté. – Pues, hombre, a la Oficina del Puerto. Es necesario saber de qué se trata. Hablando en puridad, el capitán tenía razón. Pero jamás me han gustado mucho las investigaciones para desenmascarar a las gentes, y otras cosas de ese estilo, moralmente muy meritorias, sin duda. Ese episodio sólo se me presentaba desde un punto de vista puramente moral. Si alguien había de causar la muerte del administrador, no veía yo por qué no había de ser el propio capitán Giles, hombre de edad y de importancia y pensionista habitual del Hogar. En tanto que yo, en comparación, me hacía el efecto de ser en aquel puerto una simple ave de paso. Y, en efecto, ya en aquel instante habría podido decirse que había roto los lazos que me ligaban a él. Murmuré, pues, que no pensaba…, que aquello no me concernía en nada… – ¡En nada! -repitió el capitán Giles, dando muestras de una indignación tranquila y resuelta-. Ya Kent me había advertido de que era usted un muchacho singular. Y ahora me dice usted que no le interesa la capitanía de un barco… ¡Eso, después de todo el trabajo que me he tomado! – ¡El trabajo! -murmuré, sin comprender-. ¿Qué trabajo? Todo lo que yo recordaba era el haber sido mixtificado y penosamente importunado por su conversación durante una hora larga. ¡Y a eso llamaba tomarse mucho trabajo! Giles me miraba con un aire de satisfacción que habría resultado insoportable en cualquier otro. Repentinamente, como si al volver la página de un libro descubriese la palabra que explicara todo lo anterior, comprendí que aquel asunto tenía también otro aspecto aparte del simplemente moral. Entretanto, yo continuaba inmóvil. El capitán Giles comenzaba a perder la paciencia. Aspirando rabiosamente una bocanada de humo, volvió la espalda a mis vacilaciones. Y, sin embargo, no había vacilación por mi parte. Me sentía, si así puedo decirlo, mentalmente desazonado. Pero, tan pronto como comprendí que en aquel viejo y estéril universo, objeto de mi descontento, existía algo así como un mando que tomar, recobré mis facultades locomotivas. Del Hogar de los Oficiales a la Oficina del Puerto había un buen trecho de camino, pero, con aquella mágica palabra de «mando en la cabeza, en un abrir y cerrar de ojos me encontré en el muelle, ante un gran portal de piedra, en lo alto de una blanca escalinata de cortes peldaños. Todo aquello me hizo el efecto de haber salido rápidamente a mi encuentro. A mi derecha, la gran rada no era sino un espejear de resplandeciente azul, y el vestíbulo oscuro y fresco me tragó bruscamente al salir de aquel calor y aquella claridad, de las que no tuve conciencia sino en el momento mismo en que salía de ellas. En cierto modo, la gran escalera interior se insinuó por sí misma bajo mis pasos. Un mando es un poderoso sortilegio. Los primeros seres humanos que distinguí claramente desde el momento en que me aparté de la indignada espalda del capitán Giles fueron los hombres de la chalupa de vapor del puerto, que esperaban en el amplio rellano de la escalera, frente al pasillo cerrado con cortinas que llevaba a la oficina de navegación. Una vez allí me abandonó el entusiasmo. La atmósfera administrativa es de tal naturaleza que mata todo lo que vive y respira energía humana, y es capaz de apagar la esperanza, como el temor, bajo la supremacía de la tinta y el papel. Abrumado, pasé por debajo de la cortina que el patrón malayo de la chalupa recogió ante mí. En la oficina, no había nadie fuera de los empleados que escribían, colocados en dos filas laboriosas. Pero el jefe de servicio se precipitó desde su estrado y vino a detenerse ante mí, sobre las gruesas esterillas que señalaban el paso a través de la habitación. Aquel empleado ostentaba un nombre escocés, pero su tez tenía un hermoso color oliváceo; su corta barba era negra como el azabache y sus ojos, negros también, tenían una expresión lánguida. Con tono confidencial, me preguntó: – ¿Desea usted verlo? Yo había perdido toda vivacidad de espíritu y de cuerpo, al simple contacto de aquella administración. Lánguidamente, contemplé al escriba y le pregunté con tono cansado: – ¿Qué cree usted? ¿Sería de alguna utilidad? – ¡Pero, hombre…! Si ha preguntado hoy dos veces por usted. Como es natural, se refería a la autoridad suprema, al superintendente de la Marina, al jefe del puerto: un altísimo personaje a los ojos de todos aquellos plumíferos de la oficina. Pero esa opinión no era nada comparada con la que el mismo superintendente tenía de su grandeza. El capitán Ellis se consideraba una especie de emanación divina (en el sentido pagano de la palabra): el vice-Neptuno, por así decirlo, de los mares circunvecinos. Si en realidad no mandaba las olas, pretendía al menos regir el destino de los mortales cuya existencia transcurría sobre las aguas. Tan exaltadora ilusión le confería un carácter inquisidor y perentorio. Y como era naturalmente colérico, había quienes no se presentaban ante él sin temblar. Era temible, no en virtud de sus funciones, sino a causa de sus injustificables pretensiones. Hasta entonces nunca había tenido yo nada que ver con él. – ¿Es cierto? -exclamé-. ¿Ha preguntado dos veces por mí? Entonces, tal vez haga bien en entrar. – Seguramente, seguramente. El jefe del despacho me precedió con cierta afectación a través del dédalo de despachos, hasta llegar ante una alta e imponente puerta, que abrió con gesto deferente. Sin soltar el tirador, se detuvo en el umbral y, luego de lanzar una mirada respetuosa a la habitación, me hizo con la cabeza un ademán silencioso, Enseguida salió dulcemente, cerrando la puerta tras de sí con la mayor delicadeza posible. Tres grandes ventanas se abrían sobre el puerto. Sólo dejaban ver el espejo azul profundo del mar y el azul luminoso y más pálido del cielo. A lo lejos, vi, sobre la extensión de aquellos dos tonos de azul, la manchita blanca de un gran navío que acababa de llegar y se disponía a anclar en la rada exterior. Debía de tratarse de un navío que llegaba de Inglaterra después de noventa días de travesía. Un navío que llega del mar y cierra sus blancas alas para tomar reposo es siempre un espectáculo emocionante. La primera cosa que vi a continuación, fue el plateado mechón que coronaba el rostro rojizo, liso y -si no hubiese sido por su aspecto de lozanía- casi apoplético del capitán Ellis. Nuestro vice-Neptuno no era barbado ni se veía ningún tridente en un rincón de la estancia, a la manera de un paraguas, pero su mano sostenía una pluma, la pluma oficial, mucho más poderosa que la espada para hacer o deshacer la fortuna de los simples trabajadores. Por encima del hombro, contemplaba mi entrada. Cuando estuve a una distancia conveniente de él, me dirigió una interpelación a modo de saludo: -¿Dónde ha estado metido todo este tiempo? Como aquello no le interesaba en modo alguno, no presté la menor atención a su salida y me contenté con decirle que, tras enterarme de que necesitaban un capitán para un velero, creía que podría hacer una petición… – ¡Cómo! ¡Qué diablos! Si es usted, precisamente, el hombre que necesitamos, y al que escogeríamos aunque hubiese otros veinte en pos del puesto. ¡Pero no hay peligro! Todos tienen demasiado miedo para aprovechar esta oportunidad. Ésa es la cuestión. Parecía muy irritado. Inocentemente, dije: – ¿De veras! ¿Y por qué, si puede saberse? – ¿Por qué? -exclamó con vehemencia-. Los veleros les causan miedo. Temen una tripulación de blancos. ¡Demasiadas preocupaciones! ¡Demasiado trabajo! ¡Demasiado tiempo lejos de tierra! La vida fácil y las chaise longues les van mejor. Aquí me tenía usted con el telegrama del cónsul general ante mí y sin esperanzas de encontrar al único hombre capaz de aceptar y llevar a cabo semejante misión. Ya empezaba a creer que también usted tenía miedo… – No he tardado mucho en venir a la Oficina -observé calmosamente. – Y, sin embargo, usted goza aquí de una buena reputación-gruñó, con expresión de furia y sin mirarme. – Encantado de oírselo decir-repuse. – Sí; sólo que no se le encuentra cuando se tiene necesidad de usted. Usted sabe muy bien que no estaba allí. No es posible que el tal administrador se atreviese a olvidar un mensaje proveniente de este despacho. ¿Dónde diablos se metió usted durante toda la mañana? Me contenté con sonreír amablemente; el capitán pareció recobrar el dominio de sí mismo y me ofreció asiento. Luego me explicó que, habiendo muerto en Bangkok el capitán de un barco inglés, el cónsul general le había cablegrafiado pidiéndole que enviase un hombre competente para encargarle del mando. Según parece, Ellis había pensado de inmediato en mí, aunque la notificación transmitida al Hogar de los Oficiales estuviese, por principio, dirigida a todo el mundo. Ya estaba preparado el contrato. Me lo dio a leer, y cuando se lo devolví diciéndole que aceptaba sus condiciones, el vice-Neptuno lo firmó, lo selló con su mano todopoderosa, lo dobló en cuatro (era un pliego azul de tamaño comercial) y me lo entregó de nuevo: regalo de extraordinaria eficacia, pues al guardarlo en mi bolsillo sentí que la cabeza me daba vueltas ligeramente. – Es su nombramiento -me dijo con cierta gravedad-, en el que constan las condiciones aceptadas por la compañía. Ahora bien, ¿cuándo cree usted que podrá tomar posesión? Respondí que, si era necesario, partiría ese mismo día. Al punto, me cogió la palabra. Aquella misma noche, a eso de las siete, zarparía para Bangkok el vapor Melita. Oficialmente, requeriría al capitán de aquel barco para que me llevase a bordo, esperándome hasta las diez de la noche. A continuación se levantó de su sillón, y yo hice otro tanto. Ya no era posible dudar: la cabeza me daba vueltas y sentía todos mis miembros singularmente pesados, como si hubiesen crecido durante el tiempo que había permanecido sentado allí. Lo saludé con una inclinación de la cabeza. Un cambio sutil se operó en las maneras del capitán Ellis, como si hubiese dejado a un lado su tridente de vice-Neptuno. En realidad, sólo había dejado, al levantarse, su pluma oficial. |
||
|