"La línea de sombra" - читать интересную книгу автора (Conrad Joseph)5Oí el ruido de las tijeras que se le escapaban de las manos, observé el peligroso esfuerzo que hacía todo su cuerpo al borde de la cama para recogerlas, y luego, volviendo a mi primer impulso, subí apresuradamente hacia el puente. El centelleo del mar me llenó los ojos. Estaba magnífico y desierto, monótono y desesperante, bajo la curva vacía del cielo. Las velas pendían, inmóviles y flojas; los pliegues de sus abatidas superficies no tenían más movimiento que si estuviesen tallados en granito. La impetuosidad de mi aparición sobresaltó ligeramente al hombre que iba al timón. En lo alto de un mástil chirriaba una polea de modo incomprensible. ¿Cómo diablos podía chirriar así? Semejaba el silbido de un pájaro. Durante un largo rato contemplé aquel universo desierto, hundido en un silencio infinito, inundado de sol por una razón misteriosa. De pronto, oí junto a mí la voz de Ransome: – He hecho que Mr. Burns se vuelva a acostar, capitán. – ¡Cómo! – Sí, capitán; se levantó, pero apenas soltó el borde de la litera se cayó al suelo. Sin embargo, me parece que no delira. – No -contesté sordamente y sin mirar a Ransome. Éste aguardó un momento, y luego, con precaución, como para no disgustarme, agregó: – No creo que debamos dejar que se pierda ese medicamento, capitán. Puedo recogerlo, todo, o casi todo, y después se le quitarán los trozos de vidrio. Voy a ocuparme de ello enseguida. Esto sólo demorará diez minutos el desayuno. – Bien -dije amargamente-. El desayuno puede esperar. Recoja toda esa droga y tírela por la borda. Sólo me contestó un profundo silencio; mirando por encima del hombro, comprobé que Ransome, el inteligente y reposado Ransome, había desaparecido. La soledad absoluta del mar obraba sobre mi cerebro como un tósigo. Cuando mis miradas se dirigían al barco, una visión morbosa me lo hacía ver como urja tumba flotante. ¿Quién no ha oído hablar de esos navíos que van flotando a la deriva, con toda su tripulación muerta? Miré al hombre del timón y sentí un deseo súbito de hablarle; como si hubiese adivinado mi intención, su rostro adquirió una expresión atenta. Pero, al fin, opté por bajar, pensando que no estaría de más permaneciese a solas un momento ante la inmensidad de mis preocupaciones. Por desgracia, Mr. Burns me vio, al pasar por delante de su puerta, y no pudo por menos de decirme con tono gruñón: – ¿Y bien, capitán? – No van muy bien las cosas -contesté, después de entrar. Mr. Burns, instalado nuevamente en su lecho, disimulaba con la palma de la mano su hirsuta mejilla. – Ese endiablado mozo me ha quitado las tijeras -agregó. La tensión de espíritu que sufría yo era tan intensa que tal vez fue conveniente que Mr. Burns iniciase la conversación con aquella queja. Irritado, al parecer, profundamente, volvió a gruñir: – ¿Acaso cree que estoy loco, o qué? – No lo creo, Mr. Burns. En aquel momento me pareció un modelo de dominio de sí mismo. Desde este punto de vista, hasta sentía algo semejante a la admiración por aquel hombre, que -aparte de la respetable materialidad de lo que de barba le quedaba- se aproximaba a un espíritu desencarnado todo lo que es posible a un ser vivo. La extraordinaria delgadez de su nariz y las profundas cavidades de sus sienes me sorprendieron, y no pude menos de envidiarle. Estaba tan flaco y desencajado que, probablemente, no tardaría en morir. ¡Hombre envidiable! Tan próximo a extinguirse, en tanto que yo tenía que soportar en el fondo de mí mismo el tumulto de una dolorosa vitalidad, de la duda, de la confusión del remordimiento y una vaga repugnancia a enfrentarme con la horrible lógica de la situación. – Me parece que yo también me vuelvo loco -murmuré sin poder evitarlo. Mr. Burns fijó en mí sus ojos de espectro, pero no pareció alterarse en absoluto. -Siempre pensé que él nos haría una mala jugada -dijo, subrayando especialmente la palabra «él». Recibí un golpe interior, pero ni mi cabeza ni mi corazón se hallaban dispuestos a discutir con él. Mi enfermedad tenía la forma de la indiferencia. Era la creciente parálisis que puede producir una perspectiva desesperada. Me contenté, pues, con mirar a Mr. Burns, que se lanzó a un nuevo discurso. – ¿Qué? ¿No lo cree usted? ¿Entonces, cómo se explica todo esto? ¿Cómo cree que pueda suceder semejante cosa? – ¿Suceder? -repetí-. ¿Por qué… sí, cómo diablos ha podido suceder? Y realmente, pensando en ello parecía incomprensible que fuera así: los frascos terminados, llenados de nuevo, envueltos en sus papeles y colocados en su sitio… Una especie de complot, un siniestro engaño, una a modo de secreta venganza… pero ¿con qué fin? O bien una burla diabólica. Mr. Burns tenía su propia idea al respecto. Muy sencilla por otra parte. Con una voz cavernosa, declaró solemnemente: – Supongo que le darían unas quince libras en Haiphong por la provisión. – ¡Mr. Burns! -exclamé. El segundo meneó grotescamente la cabeza, por encima de sus piernas, levantadas como dos mangos de escoba cubiertos por su pijama y rematadas por dos enormes pies desnudos. – ¿Por qué no? La quinina es una droga bastante cara en esta parte del mundo, y en Tonkín carecían de ella. ¿Y qué podía importarle eso a él? Usted no lo conoció. Pero yo sí, y le hice frente. No temía a Dios ni al diablo ni a los hombres ni a los vientos ni a las mareas ni siquiera a su propia conciencia. Y tengo para mí que odiaba a todo bicho viviente. No obstante, me parece que temía a la muerte. Creo que fui yo el único hombre que se atrevió a hacerle frente. Cuando cayó enfermo, en la cabina que ahora ocupa usted, le hice frente y lo vencí. Me parece que hasta temió que le retorciera el cuello. Si hubiese hecho lo que él quería, habríamos tenido que luchar contra el monzón del nordeste por los siglos de los siglos. Representar el Buque Fantasma en los mares de la China, ¡ja, ja! – Pero ¿por qué volvió a llenar así los frascos? -pregunté. – ¿Y por qué no había de hacerlo? ¿Por qué había de tirar los frascos? Después de todo, hacen bulto en el cajón, forman parte del botiquín. – ¡Pero si estaban envueltos de nuevo en sus papeles! – ¿Y qué? Para eso estaban allí los papeles. Supongo que lo haría por costumbre, y en cuanto a llenarlos de nuevo, siempre hay en el botiquín gran cantidad de drogas, que llegan con sus envolturas de papel, que al cabo de cierto tiempo se rompen. Además, ¿quién puede saberlo? Supongo, capitán, que no probaría usted la droga. Pero, naturalmente, está usted seguro… – No -lo interrumpí-. No la probé. Ahora, la han arrojado toda por la borda. A mi espalda oí una voz dulce y tranquila, que decía: – Yo la he probado. Sabía como una mezcla de toda clase de cosas dulzonas, saladas y amargas… ¡un horror! Ransome, que salía de la despensa, nos escuchaba desde hacía un momento, cosa muy excusable por otra parte. – ¡Una mala jugada! -exclamó Mr. Burns-. Siempre dije que nos la jugaría. Mi indignación no tenía límites. Y también aquel simpático y buen doctor… El único hombre simpático que había conocido yo… en vez de escribirme aquella carta de advertencia, por un refinamiento de simpatía, ¿no habría hecho mejor revisando cuidadosamente el botiquín? Pero, después de todo, era injusto reprocharle nada al doctor. Todo parecía estar en perfecto orden y el botiquín era una cosa oficial. No había nada en él que pudiese despertar fundadamente la más ligera sospecha. La única persona que no tenía excusa era yo mismo. Jamás debería uno estar seguro de nada. El germen de un remordimiento eterno echaba raíces en mí. – Comprendo que toda la culpa es mía -exclamé-, mía y sólo mía. Lo comprendo perfectamente, y no me lo perdonaré nunca. – Eso es absurdo, capitán-dijo impetuosamente Mr. Burns. Y, una vez hecho este esfuerzo, volvió a caer sobre su lecho, agotado. Cerró los ojos. Jadeaba. También a él lo había abrumado aquel descubrimiento. Al salir del camarote, vi a Ransome, que me miraba con aire indeciso. Comprendía lo que aquello significaba, pero no por eso dejó de dirigirme una de sus habituales sonrisas, llenas de gravedad. Luego, volvió a entrar en su despensa, y yo subí apresuradamente al puente, para ver si soplaba algo de brisa. Fue inútil: ni el menor soplo bajo el cielo ni el menor movimiento en el aire ni el menor signo de esperanza. Una inmovilidad de muerte me acogió de nuevo. Nada había cambiado, como no fuese que otro hombre se hallaba ahora en el timón. Parecía enfermo. Tenía una expresión de agotamiento, y más parecía agarrarse a los radios de la rueda que sostenerla con mano firme. – No está usted en estado de continuar aquí. -Puedo gobernar, capitán… En realidad, no tenía nada que hacer. El barco ni siquiera dejaba estela. Permanecía inmóvil, con la proa dirigida hacia el oeste, visible siempre a popa la eterna Koh Ring, con algunos islotes en torno, manchas negras entre aquel gran resplandor, titilando ante mis ojos turbios. Aparte de aquellos trozos de tierra, no había la menor mancha en el cielo ni sobre el agua; ni la sombra de un vapor ni un rastro de humo ni una vela ni un barco ni el menor asomo de animación humana ni el menor signo de vida, ¡nada! La primera cuestión que se presentaba era determinar lo que debía hacerse. ¿Qué podía hacerse? Evidentemente, ante todo era preciso advertir a los hombres. Aquel mismo día lo hice, pues no quería que la noticia se esparciese por sí sola. Yo afrontaría la situación. Con ese propósito hice reunir a la tripulación en la cubierta de popa. En el mismo momento en que me adelantaba para hablarles, descubrí que la vida podía reservarnos terribles momentos. Jamás criminal alguno se sintió tan oprimido por el sentimiento de su responsabilidad. Tal vez fue ésa la causa de que mi rostro tomara una expresión dura y mi voz se volviera áspera al declararles que ya no podía atender a sus enfermedades proporcionándoles medicamentos. En cuanto a los cuidados que pudieran prestárseles, ellos sabían que nunca les habían faltado. Les habría reconocido de buena gana el derecho a hacerme pedazos. El silencio que siguió a mis palabras fue tal vez todavía más difícil de soportar que las más furiosas vociferaciones. Me sentí abrumado por la infinita profundidad de su reproche. Pero, en realidad, me equivocaba. Con una voz que sólo a costa de grandes esfuerzos podía mantener firme, proseguí: – Supongo, amigos míos, que habréis comprendido lo que he dicho y que sabéis lo que eso significa… Una o dos voces se levantaron: – Sí, capitán… Comprendemos. Habían guardado silencio simplemente porque pensaban que no se les exigía contestación alguna; pero cuando les hube dicho que tenía la intención de dirigirme hacia Singapur y que la suerte del navío y de su tripulación residía en los esfuerzos de todos nosotros, enfermos y sanos, para sacar de allí el barco, recibí el estímulo de un murmullo de asentimiento y de una voz que gritó: – ¡Desde luego que lo sacaremos de este cochino agujero! Transcribo aquí algunas de las notas que tomé en aquella época: Por fin habíamos perdido de vista Koh Ring. Creo ahora que durante muchos días sólo pasé abajo dos horas seguidas. Estoy en el puente, como es natural, día y noche, y las noches y los días se suceden sin interrupción, sin que pueda decirse si son cortos o largos, pues toda noción de tiempo se pierde en la monotonía de la espera, de la esperanza y del deseo, del deseo único de hacer ruta hacia el sur. ¡Hacer ruta hacia el sur! El efecto es curiosamente mecánico; el sol se levanta y desciende, la noche se balancea sobre nuestras cabezas como si alguien, más allá del horizonte, diese vuelta a una manivela. Todo esto es mezquino y sin objeto… Y mientras dura este lamentable espectáculo, no hago otra cosa que medir el puente con mis pasos. ¡Cuántas millas no habré andado por la cubierta de este navío! Peregrinación hija de la terquedad y del enervamiento, a la que dan alguna variedad las cortas visitas que hago a Mr. Burns. No sé si es una ilusión, pero mi segundo parece más fuerte a medida que pasan los días. Habla poco. Pero la verdad es que la situación no se presta a observaciones ociosas. Otro tanto he advertido en los tripulantes cuando los veo trabajar o descansar sobre el puente. No hablan entre ellos. Si existe un oído invisible que recoge los murmullos de la tierra, creo que no podría descubrir en ella lugar más silencioso que este barco… No, Mr. Burns no tiene mucho que decirme. Permanece sentado sobre su litera, afeitadas las mejillas, llameante el bigote y con una expresión de firmeza silenciosa en su rostro blanco como el yeso. Ransome me dice que devora hasta la última migaja de la comida que le sirve, pero que, aparentemente, duerme muy poco. Hasta por la noche, cuando bajo para cargar mi pipa, observo que, aun adormecido, tendido sobre la espalda, conserva siempre su expresión resuelta. A juzgar por la rápida mirada que me lanza de soslayo cuando está despierto, se le creería molesto de ver interrumpida una meditación particularmente ardua. Cuando vuelvo a subir al puente, encuentro de nuevo el orden perfecto de las estrellas, sin la más pequeña nube, lo que es infinitamente desalentador. Todo está allí: las estrellas, el sol, el mar, la luz, las tinieblas, el espacio, las aguas, toda la obra formidable de los siete días, en la cual parece haber sido precipitada la humanidad a pesar suyo. O atraída con añagazas. Como fui atraído yo mismo a la aventura de este mando siniestro, y poco menos que mortal. La única mancha de luz que había de noche sobre el barco era la de las lámparas de la brújula, que iluminaban el rostro de los hombres que se iban sucediendo en el timón; fuera de ella, permanecíamos sumidos en la oscuridad, yo, paseando por el puente, y los hombres tendidos sobre cubierta. Tan debilitados se hallaban todos por la enfermedad, que ya no se podía formar el cuarto de guardia. Los que podían andar, estaban de servicio durante todo el tiempo, tendidos en algún rincón umbroso de cubierta, hasta que mi voz, dándoles una orden, los hacía ponerse penosamente de pie, en un pequeño grupo tambaleante que iba y venía pacientemente a lo largo del navío sin cambiar un murmullo ni un suspiro. Y cada vez que necesitaba elevar así la voz, experimentaba una angustia hecha de remordimiento y compasión. A eso de las cuatro de la mañana, brillaba una luz en la proa, en la cocina. Inmune, sereno, activo, el infalible Ransome, pese a su corazón enfermo, preparaba el café para la tripulación. No tardaba en llevarme una taza al puente, y sólo entonces me dejaba caer sobre mi chaise longue de cubierta, para gustar un par de horas de verdadero sueño. Indudablemente, ya había debido de adormecerme durante cortos momentos, cuando, abrumado por la fatiga, me apoyaba sobre la batayola. A decir verdad, no me daba cuenta de ello, salvo cuando un sobresalto nervioso, que a veces se producía aun en mitad de mi paseo, me advertía con brusquedad. Pero desde las cinco, más o menos, hasta pasadas las siete, dormía bajo la luz palideciente de las estrellas. Después de ordenar al hombre que llevaba el timón que me despertase en caso de necesidad, me dejaba caer en el sillón y cerraba los ojos con la impresión de que ya no habría más sueño para mí en este mundo. Sin embargo, no tardaba en perder la conciencia de todo, hasta que, entre las siete y las ocho sentía que me tocaban en el hombro y mi mirada encontraba el rostro de Ransome, con su leve sonrisa pensativa, sus ojos grises y amistosos, como si mi sueño fuese para él motivo de satisfacción. En ocasiones subía el segundo oficial a relevarme a la hora del café. Pero esto no tenía importancia. Generalmente, nos manteníamos en medio de una calma chicha o, a lo sumo, bajo una débil brisa, tan cambiante y fugitiva que no valía la pena mover una verga. Si alguna vez llegaba a levantarse el viento, podía contar con que el hombre del timón me gritaría: K ¡Velas en facha, capitán!», palabras que, como un toque de trompeta, me harían saltar sobre el puente, y que, sin duda, me habrían sacado de un sueño eterno. Pero eso no sucedía con frecuencia. Desde entonces, nunca he vuelto a ver auroras tan desprovistas de brisa. Y si por azar se hallaba allí el segundo oficial -generalmente la fiebre le dejaba un día de cada tres- lo encontraba sentado sobre la lumbrera, casi insensible, con una mirada estúpida clavada en cualquier objeto próximo: un cabo, una cuña, una bita, una argolla. Aquel muchacho era más bien una molestia. Sus sufrimientos conservaban un aspecto infantil. Parecía haberse vuelto completamente imbécil, y cuando un nuevo acceso de fiebre lo recluía en su camarote, se daba a menudo el caso de no encontrarlo en él. La primera vez que sucedió esto, Ransome y yo nos inquietamos mucho. Después de buscarlo minuciosamente, Ransome lo descubrió por fin, acurrucado en el pañol de velas, que tenía una puerta corrediza sobre el pasillo. En respuesta a mis observaciones, sólo murmuró, malhumorado: «Aquí hace fresco», lo cual, por otra parte, era mentira, ya que allí sólo hacía sombra. La lividez de su rostro no atenuaba sus defectos fundamentales, al revés de lo que sucedía con la mayoría de mis otros hombres. Los estragos de la enfermedad parecían idealizar el carácter general de sus rasgos, haciendo resaltar una insospechada nobleza en unos, en otros una profunda energía, y revelando en uno de ellos un aspecto esencialmente cómico. Era éste un hombrecillo pelirrojo, con una nariz y una barbilla de polichinela, al que sus camaradas, no sé por qué, llamaban Frenchy. Sin duda, nada se habría opuesto a que fuese francés, pero lo cierto es que nunca le oí pronunciar una palabra en esta lengua. Con sólo verle venir desde la popa para tomar el timón, ya se sentía uno consolado. Con su pantalón azul arremangado hasta las rodillas, un poco más alto sobre una pierna que sobre la otra, con su limpísima camisa de cuadros y su gorro de tela blanca, evidentemente confeccionado por él mismo, el conjunto de su persona era singularmente pintoresco, y la persistente jovialidad de su actitud, aun cuando el pobre diablo no podía dejar de tambalearse, denotaba una invencible energía. También había allí uno a quien llamaban Gambril. Era el único de la tripulación que tenía el pelo entrecano. Su rostro era austero. Pero si recuerdo los rostros de todos, enflaqueciendo de modo trágico ante mis ojos, la mayor parte de sus nombres se han borrado de mi memoria. Las palabras que cambiábamos eran escasas y pueriles, si se considera la situación. Yo tenía que hacer un esfuerzo para mirarlos a la cara. Esperaba siempre encontrar miradas cargadas de reproches. Sin embargo, no era así. La expresión de sufrimiento de sus ojos era, en verdad, bastante difícil de resistir. Pero ellos no podían hacer nada para evitarla. Por lo demás, me pregunto si era el temple de sus almas o la cordialidad de su imaginación lo que los hacía tan admirables, tan dignos de mi eterno respeto. En cuanto a mí, ni mi alma estaba templada ni lo bastante sofrenada mi imaginación. Había momentos en que no sólo me figuraba que iba a volverme loco, sino que me parecía que ya lo estaba, hasta el punto de no atreverme a entreabrir los labios por temor a que un grito insensato me traicionase. Por fortuna, sólo tenía que dar órdenes, y una orden ejerce sobre el que la da una influencia reconfortante. Además, el marino, el oficial de cuarto, continuaba en mí suficientemente indemne. Era como un carpintero loco que confeccionara una caja. Ni aun creyéndose rey de Jerusalén dejaría de hacer una caja razonable. Lo que yo temía era que se me escapase, a mi pesar, un grito agudo que fuese a romper mi equilibrio. Felizmente, no era necesario alzar la voz. La calma asfixiante que nos rodeaba parecía tan sensible al menor ruido como un resonador. Una palabra pronunciada en el tono normal de la conversación casi hubiera podido oírse de un lado a otro del navío. Lo más terrible es que la única voz que oía era la mía, especialmente de noche, repercutía, extrañamente solitaria, contra la superficie plana de las velas inmóviles. Mr. Burns, que continuaba en el lecho con la misma expresión de misteriosa firmeza, se quejaba de un sinfín de cosas. Nuestras entrevistas no duraban más de cinco minutos, pero eran bastante frecuentes. A menudo descendía yo en busca de fuego, a pesar de que apenas fumaba en aquella época. Mi pipa se apagaba de continuo; no era lo bastante dueño de mis pensamientos para poder fumar tranquilamente. Por otra parte, nada me habría impedido, la mayor parte del tiempo, encender una cerilla en cubierta, y aun tenerla encendida hasta que la llama me quemase los dedos; pero había adquirido la costumbre de bajar; era un cambio, la única tregua, en medio de aquel apremio constante, y, como es natural, Mr. Burns me veía pasar por delante de su puerta, siempre abierta. Con las rodillas bajo la barbilla y fija la mirada de sus ojos verdosos, ofrecía un aspecto extraño, y bien poco atractivo para mí, que conocía la absurda idea que lo obsesionaba. No obstante, me era preciso dirigirle la palabra, habiéndole oído quejarse un día del silencio que reinaba a bordo. Decía que permanecía tendido durante horas sin oír el menor ruido, hasta no saber qué hacer consigo mismo. – Cuando Ransome está en la proa, en su cocina, todo está tan tranquilo que se creería que no queda nadie vivo a bordo -gruñó-. La única voz que oigo a veces es la suya, capitán, y esto no basta para distraerme. ¿Qué les pasa a los hombres? ¿No hay uno solo que pueda cantar mientras hace la maniobra? – Ni uno solo, Mr. Burns -repuse-. Nadie a bordo puede desperdiciar su aliento en cantar. ¿Se ha dado usted cuenta de que a veces no puedo reunir más de tres hombres para la maniobra? – ¿No se ha muerto nadie todavía, capitán? -me preguntó apresuradamente, con tono medroso. – No. – Es preciso que no suceda -declaró enérgicamente Mr. Burns-. No hay que dejarle que se salga con la suya. Si llega a vencer a uno, todos los demás están perdidos. Aquellas palabras me irritaron. Hasta creo que, en mi turbación, llegué a blasfemar, pues atacaban lo que aún me quedaba de sangre fría. Durante la interminable vigilia sostenida frente al enemigo, imágenes horribles me habían obsesionado. Había entrevisto un navío flotando a la deriva sobre aguas tranquilas, balanceado por una ligera brisa, con toda su tripulación agonizando lentamente sobre cubierta. Cosas semejantes, y aun peores, han sucedido. Mr. Burns acogió mi explosión de cólera con un misterioso silencio. – Vamos a ver -apunté yo-; usted mismo no cree en lo que dice. Es imposible. No es eso lo que tengo derecho a esperar de usted. Mi situación ya es lo bastante difícil, para que encima venga usted a abrumarme con sus ideas absurdas. El segundo permanecía inmóvil, y su rostro se hallaba iluminado de tal modo que tuve vagamente la impresión de que había sonreído. – Escuche -proseguí, cambiando de tono-. Nuestra situación se hace tan desesperada, que desde hace un momento estoy pensando si, ya que no podemos dirigirnos al sur, no convendría tratar de volver la proa hacia el oeste y alcanzar la ruta del vapor correo. En todo caso, encontraríamos quinina en él. ¿Qué le parece a usted? – ¡No, no, no! -exclamó-. ¡No haga usted eso, capitán! Es preciso no dejar de hacer frente ni un solo minuto a ese viejo bandido. Si hace usted lo que dice, estamos perdidos. Lo dejé. Era verdaderamente intolerable. Parecía un poseído. De todos modos, su protesta era perfectamente razonable. En realidad, mi idea de dirigirnos hacia el oeste para correr el albur de encontrar un vapor problemático, no resistía el examen. Allí donde estábamos, aún teníamos bastante viento, al menos de vez en cuando, para tratar de avanzar hacia el sur, o cuando menos bastante para mantener nuestra esperanza. Pero ¿y si, aprovechando esos saltos caprichosos del viento para navegar hacia el oeste fuéramos a parar a una región en la que, durante días enteros, no soplara la menor gota de brisa? ¿Qué sucedería? Mi espantosa visión de un navío a la deriva con una tripulación de cadáveres se convertiría, tal vez, en una realidad, que semanas más tarde descubriría, empavorecida, la tripulación de otro barco. Aquella tarde me llevó Ransome una taza de té y, mientras esperaba, con la bandeja en la mano, me dijo, con tono de simpatía: – Resiste usted bien, capitán. – Sí -le dije-. Me parece que usted y yo hemos sido olvidados. – ¿Olvidados? – Sí, olvidados por esa fiebre diabólica que se ha instalado a bordo. Ransome me dirigió una de sus cordiales e inteligentes miradas, y se alejó con su bandeja. Entonces advertí que me había expresado a la manera de Mr. Burns, y eso me disgustó. Sin embargo, muchas veces, en los momentos más sombríos, me inclinaba a adoptar frente a aquellas dificultades la misma actitud que habría tomado de tener que enfrentarme con un enemigo vivo. Sí. Aquella fiebre del demonio no había puesto aún su garra sobre Ransome ni sobre mí. Pero ello podía suceder de un momento a otro, y ése era uno de esos pensamientos que era preciso combatir, alejar de uno a toda costa. La idea de que Ransome, el mayordomo del barco, fuese abatido por la enfermedad, resultaba intolerable. ¿Y qué sería del barco si yo mismo lo fuese, hallándose aún Mr. Burns demasiado débil para ponerse de pie sin apoyarse en su litera y encontrándose el segundo oficial reducido a un estado de permanente imbecilidad? Imposible de imaginar; o, por mejor decir, demasiado fácil de adivinar. Me hallaba solo en el puente. Como no había ruta que vigilar, había mandado al hombre del timón que se sentase o tendiese en cualquier sitio a la sombra. La resistencia de los hombres era tan escasa que se hacía preciso ahorrarles la menor tarea inútil. El hombre que estaba al timón era el austero Gambril, el de la barba canosa. Se había alejado sin discutir, pero los accesos de fiebre habían debilitado de tal modo al pobre diablo que para bajar por la escalera tuvo que volverse y agarrarse a la barandilla. Partía el corazón ver aquello. Y Gambril no estaba mejor ni peor que la media docena de infortunados que había logrado reunir en cubierta. Era una tarde terriblemente quieta. Hacía varios días que venían apareciendo a lo lejos unas nubes bajas, masas blancas de bordes sombríos que se hubiesen dicho colocadas sobre el agua inmóvil, casi sólidas en apariencia, y no obstante cambiando sin cesar de forma. En general, desaparecían hacia el anochecer, pero aquel día esperaron la puesta del sol, que se inflamó y rutiló en medio de ellas antes de hundirse en el horizonte. Puntuales y fastidiosas, reaparecieron las estrellas encima de nuestros mástiles, si bien la atmósfera continuaba estancada y abrumadora. El infalible Ransome encendió las lámparas de la bitácora y se inclinó hacia mí como una sombra. – ¿Quiere usted bajar y tratar de comer alguna cosa, capitán? -me sugirió. Su voz queda me sobresaltó. Había permanecido de pie, mirando por encima de la batayola, sin sentir nada, ni siquiera el cansancio de mis miembros, agobiado por aquel maldito encantamiento. – Ransome -le pregunté bruscamente-, ¿cuánto tiempo he permanecido sobre el puente? Pierdo la noción del tiempo. – Catorce días, capitán. El lunes último hizo quince días que salimos del fondeadero. -Su voz parecía velada por cierta tristeza. Se interrumpió por un instante, y luego agregó-: Se diría que por primera vez vamos a tener lluvia. Observé entonces la gran sombra que ocultaba en el horizonte las estrellas más bajas, en tanto que, al levantar la cabeza, me pareció verlas brillar sobre nosotros a través de un velo de humo. Cómo había llegado aquel velo y cómo se había extendido a tal altura, no habría podido decirlo. Tenía un aspecto amenazador. No había ni un soplo de aire. A una nueva invitación de Ransome, bajé a la cámara para «tratar de comer alguna cosa», como él decía. No creo que el ensayo tuviese mucho éxito. Supongo que durante ese período de mi vida me alimenté como de costumbre, pero el recuerdo que guardo es de que, durante aquellos días, mi vida sólo se sostuvo gracias a una invencible angustia, infernal, estimulante, que me excitaba y consumía al mismo tiempo. Es ése el único período de mi vida durante el cual intenté llevar un diario. Es decir, no el único. Algunos años más tarde, hallándome en especiales condiciones de aislamiento moral, anoté sobre el papel los pensamientos y acontecimientos de una veintena de días. Pero esa vez fue la primera. No recuerdo cómo sucedió aquello ni cómo me cayeron el cuaderno y el lápiz bajo la mano, pues se me antoja inconcebible la posibilidad de que los buscara expresamente. Supongo, de todos modos, que me ahorraron el absurdo de hablar a solas en voz alta. Cosa bastante extraña: las dos veces lo hice en circunstancias de las que «no pensaba salir adelante», como suele decirse. Por otra parte, no podía esperar que este testimonio mío me sobreviviese, lo que prueba que era una simple necesidad de desahogarme, y que no obedecía a las solicitaciones del egotismo. Transcribiré aquí algunas líneas de este cuaderno, que hoy me parecen casi irreales y que extraigo de las páginas que emborroné aquella misma tarde. Diríase que se produce en el cielo una especie de descomposición, de corrupción del aire, que continúa tan inmóvil como de costumbre. Después de todo, son simples nubes, que pueden traer o no lluvia o viento. Es extraño que esto me desasosiegue tanto. Me siento como si hubiesen descubierto todos mis pecados; pero supongo que esta desazón se debe a que el barco continúa inmóvil, sin mando, y a que no tengo nada que impida a mi imaginación el extraviarse entre las imágenes desastrosas de las peores eventualidades que pueden caer sobre nosotros. ¿Qué sucederá? Probablemente, nada. Aunque también puede suceder algo. Quizás una furiosa borrasca, para hacer frente a la cual sólo tengo cinco hombres, que en punto a vitalidad y fuerza apenas si valen ya por dos. Es muy posible que perdamos todas nuestras velas, que hemos mantenido desplegadas desde que salimos de la desembocadura del Meinam, hace quince días… o quince siglos. Me parece como si toda mi vida anterior a este día memorable estuviese ya infinitamente lejana de una juventud despreocupada, como si ésta quedase al otro lado de una sombra. Sí, es muy posible que perdamos las velas; lo que vendría a equivaler a una sentencia de muerte para la tripulación, pues no hay suficiente fuerza a bordo para reemplazarlas. Sí, por increíble que esto pueda parecer, hasta es muy posible que seamos desarbolados. Esto ocurre muchas veces por no poder maniobrar con la rapidez necesaria, y la verdad es que ya no nos quedan fuerzas para bracear las vergas como es debido. Es como verse atado de pies y manos antes de que le corten a uno el cuello. Y lo que más me espanta es la sola idea de subir al puente para ordenar la maniobra. Es mi deber con respecto al barco, con respecto a los hombres que quedan sobre cubierta, algunos de ellos dispuestos a dar lo que les resta de fuerzas a una palabra mía. Y he aquí que la sola idea de ello me hace temblar. Y todo por una simple visión. ¡Mi primer mando! Ahora comprendo ese extraño sentimiento de inseguridad que sentía antaño. Siempre sospeché que, llegado el caso, podría no estar a la altura de las circunstancias. Y he aquí la prueba positiva. Estoy a la altura de las circunstancias. En ese instante o, tal vez, un instante después, me di cuenta de que Ransome había entrado en la cámara. Algo que vi en su expresión, y cuyo sentido no lograba adivinar, me sorprendió. – ¿Ha muerto alguien? -exclamé. Ransome pareció sorprenderse. – ¿Muerto? No, que yo sepa, capitán. Hace diez minutos estuve en el castillo de popa y no había allí ningún muerto. Su voz era extraordinariamente dulce. Me explicó que había bajado para cerrar el ventanillo del camarote de Mr. Burns, en previsión de que lloviese, y agregó que ignoraba que estuviese yo en la cámara. – ¿Qué tiempo hace fuera? -pregunté. – Está muy cerrado, capitán; seguramente se prepara algo. – ¿Hacia qué lado? – Por todos lados, capitán. Con los codos puestos sobre la mesa, repetí: – Por todos lados. Sí, seguramente. Ransome se demoraba en la cámara, como si tuviese algo que hacer en ella y vacilase. – ¿Cree usted que yo debería estar en el puente? -inquirí de pronto. De inmediato me contestó, aunque sin modificar en absoluto su tono habitual: – Sí, capitán. Me levanté de un salto, y Ransome se hizo a un lado para dejarme pasar. Al cruzar el pasillo, oí la voz de Mr. Burns, que decía: «Mayordomo, ¿quiere cerrar la puerta de mi cuarto?», y a Ransome que le respondía con cierta sorpresa: «Desde luego, Mr. Burns. Pensé que una completa indiferencia había embotado todos mis sentimientos; pero, al encontrarme de nuevo sobre el puente, me sentí más hastiado que nunca. Las impenetrables tinieblas bloqueaban el navío de tan cerca, que parecía que con sólo tender la mano por encima de la borda se tocaría una sustancia sobrenatural. Había en ellas un no sé qué de terror inconcebible y de indecible misterio. Las pocas estrellas que brillaban sobre nuestras cabezas sólo arrojaban sobre el navío una luz oscura, sin dejar sobre el agua ningún reflejo, como rayos aislados que atravesaran una atmósfera convertida en hollín. Era algo que yo no había visto nunca hasta entonces, y que no permitía la menor conjetura respecto a la dirección en que podría producirse un cambio. Algo semejante a una amenaza que se cerrase en torno a nosotros. El timón continuaba solo; una inmovilidad absoluta reinaba en todas partes. Si el aire se había ennegrecido, el mar parecía haberse vuelto sólido. Era inútil mirar a uno u otro lado, esperar una señal, tratar de prever la proximidad del momento. Cuando éste llegara, las tinieblas absorberían silenciosamente la débil claridad que caía de las estrellas sobre el navío, y sobrevendría el fin de todo, sin un suspiro, sin un movimiento, sin un murmullo, y nuestro corazón se detendría como un reloj al que se le termina la cuerda. Era inútil el tratar de combatir esa sensación de algo definitivo. La calma que había caído sobre mí tenía como un anticipado sabor de destrucción, y hasta en cierto modo me reconfortaba, como si, súbitamente, mi alma se hubiese reconciliado con la idea de una eterna y ciega inmovilidad. Sólo el instinto del marino sobrevivía íntegro en medio de mi disolución moral. Bajé por la escala y me dirigí hacia el castillo de popa. Antes de llegar allí, me pareció que las estrellas se apagaban, pero cuando pregunté con tono tranquilo: «¿Estáis ahí?», vi surgir en torno a mí unas sombras oscuras, muy confusas, y una voz me contestó: – Aquí estamos todos, capitán. Y otro agregó ansiosamente: – Todos los que servimos para algo, capitán. Aquellas dos voces eran tranquilas y apagadas; a decir verdad, no había en ellas ni exaltación ni desaliento. Eran voces perfectamente naturales. – Es necesario que probemos a ceñir la vela mayor -señalé. Las sombras se alejaron de mí en silencio. Aquellos hombres no eran ya sino los fantasmas de sí mismos y su peso sobre una driza tal vez no fuese mayor que el de un grupo de fantasmas. En verdad, si jamás fue ceñida vela alguna por efecto de una simple fuerza espiritual, ésta lo fue, pues, hablando con propiedad, no había bastantes músculos para ello en toda la tripulación, y menos aún en el mísero grupo que formábamos sobre cubierta. Naturalmente, yo mismo me encargué de dirigir el trabajo. Los hombres se arrastraban tras de mí de jarcia en jarcia, tambaleándose y jadeando. Hacían esfuerzos titánicos. Pasamos allí por lo menos una hora, y durante todo ese tiempo no nos llegó un solo ruido de aquel universo tenebroso que nos rodeaba. Cuando hubimos amarrado el último apagapenol, mis ojos, acostumbrados a la oscuridad, distinguieron formas de hombres extenuados apoyándose en la batayola o derrumbándose sobre los cuarteles de las escotillas. Uno de ellos, caído sobre el cabrestante de popa, jadeaba para recobrar el aliento. Y yo, de pie entre ellos, era como una torre poderosa, inaccesible al mal y sintiendo tan sólo el mal de mi propia alma. Esperé un momento, luchando contra el peso de mis culpas, contra el sentimiento de mi propia dignidad, y les dije: – Ahora, amigos míos, vamos a popa para escuadrear con la mayor rapidez posible la verga mayor. Esto es casi lo único que podemos hacer por el barco; y allá él por lo demás. |
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