"El embrujo de Shanghai" - читать интересную книгу автора (Marsé Juan)

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Crucé la calle de las Camelias con mi carpeta y mi caja de lápices Faber bajo el brazo, me entretuve un rato con los Chacón frente a la verja, como de costumbre, y cuando me disponía a entrar en el jardín, un chirrido de frenos de automóvil me hizo volver la cabeza. Era un miércoles, único día de la semana que la señora Anita no trabajaba, y justamente esa tarde a primera hora se hallaba en el jardín, más allá del sauce, tendiendo la colada con una tonadilla y dos pinzas entre los dientes.

La brusca maniobra del Balilla que echaba humo por el radiador tuvo lugar un poco más acá de la esquina Alegre de Dalt y el frenazo parecía deberse a que el conductor se había pasado de esa calle; ahora se disponía a dar marcha atrás para enfilarla correctamente. Estuvo parado apenas dos segundos y no vimos a nadie apearse del auto ni oímos el golpe de ninguna puerta, y sin embargo, después que el Balilla hubo retrocedido para corregir su despiste y volvió a ponerse en marcha para desaparecer en la esquina, allí estaba él de pie como surgido repentinamente del asfalto y sosteniendo una vieja maleta de cartón atada con una cuerda, la otra mano hundida en el bolsillo del pantalón, un hombre de mediana edad y aspecto algo desastrado pero a la vez decoroso, mandíbula prominente y mirada furtiva bajo el ala del sombrero gris. Moviendo muy lentamente la cabeza, miró a un lado y a otro de la calle y luego al jardín y la torre, antes de clavar la barbilla sobre el pecho y mirarse los pies; parado allí en medio de la calle, ni desorientado ni confuso, parecía simplemente constatar el lamentable estado de sus zapatos marrones y blancos. Sobre sus hombros un poco encogidos flotaba un amago de tensión nerviosa que me resultaba familiar.

Llegó a pasarme por la cabeza que podía ser el padre de Susana, pero inmediatamente le reconocí: Nandu Forcat. Estaba cambiado. No llevaba gafas de sol y se le veía más flaco y vulnerable que cinco meses atrás, cuando se nos apareció por primera vez parado en el umbral de su casa y al borde de la zanja erizada de peligros. Inmóvil y pensativo lo mismo que entonces, también ahora parecía, más que venir de quién sabe dónde pero de muy lejos, disponerse a partir otra vez desde el borde de otra zanja, el cuerpo vencido un poco hacia delante y recelando algo. Cambié una mirada con Finito y con su hermano, que también le habían reconocido, y mientras él se ponía en movimiento mantuve la verja medio abierta. Se acercó despacio, con la maleta en la mano y el ala del sombrero sobre los ojos, y, al alzar ligeramente la cabeza para hablarnos, su mirada estrábica me desconcertó y no supe a cuál de nosotros dirigía la pregunta:

– ¿Vive aquí la señora Anita Franch?

– Sí, señor -respondimos los tres a la vez.

Estoy seguro que ya la había visto y que preguntó porque sí, por no parecer un intruso. Terminé de abrir la verja y le vimos adentrarse en el jardín con paso muelle y decidido. La madre de Susana no le vio entrar. No sé por qué, me figuré que ambos ya se conocían, poco o mucho, aunque en ese momento aún no tenía la evidencia. Más adelante, el capitán me comentaría que, bastantes años atrás, en la época en que la criada Anita servía en casa del señorito Kim y aún no se había enamorado de él, podía haber conocido a Forcat en los bares del Paralelo y coqueteado con él. En cualquier caso, ahora Forcat la miraba tender la ropa y se dirigía hacia ella cruzando el jardín con una pausada y remota determinación, con unos andares que podían haber sido previamente soñados.

Entré yo también y le seguí un trecho, pero mi destino era la galería, ante cuya puerta me paré para verle dejar la maleta en el suelo, quitarse el sombrero y tender la mano a la señora Anita. Ella se mostró sorprendida y muy contenta, se tapó la cara con las manos y él sacó una carta del bolsillo. No me llegaron sus palabras de salutación, pero le oí perfectamente cuando dijo con la voz pastosa y cálida:

– Vengo de Toulouse y traigo noticias del Kim.

Aturdida por un sentimiento contradictorio, debatiéndose entre el alborozo y el reproche, ella tardó en reaccionar:

– No puede ser, Dios mío. ¿De verdad te envía ese tarambana?

– De verdad.

– ¿Por qué… por qué no ha venido él?

– Mujer, ya sabes por qué.

– ¿Y cómo está, qué hace, aún se acuerda de su familia?

– Claro. Me dio esto para ti.

Le entregó la carta en un sobre sin franquear que ella abrió inmediatamente y, tras identificar la letra y leer unos párrafos, dejó escapar un grito de alegría y se colgó del cuello del recién llegado. Pero enseguida se soltó, tal vez avergonzada por no saber contener un entusiasmo que de nuevo, como no tardaría en averiguar, era injustificado. Lo primero que su marido le decía en esa carta era que hiciera el favor de acoger en su nombre al amigo Forcat y le diera cobijo en la torre en la forma más discreta posible, mientras resolvía en Barcelona un asunto de suma importancia. Supe los detalles más adelante, y naturalmente la señora Anita no podía preverlo entonces, al leer la carta, pero ese favor que su marido le pedía para un compañero en apuros iba a ser, en realidad, el origen de lo único bueno y gratificante que a ella le ocurriría en muchos años, ya que al final del mensaje el Kim reiteraba su viejo anhelo de llevarse a la niña con él algún día, cuando pudiera viajar sin quebranto para su salud, pero respecto de si contaba también con su mujer para emprender una nueva vida fuera de España, de eso no decía nada.

Estuvieron un rato hablando en el jardín mientras ella terminaba de tender la colada, y poco después, cuando yo me había enfrentado de nuevo a mi dibujo sentado a la mesa camilla y Susana se removía en la cama hecha un manojo de nervios, pues ya sabía por mí que este hombre traía noticias de su padre, la señora Anita entró sonriendo en la galería cogida de su brazo y lo presentó:

– Nena, éste es el señor Forcat. Papá le quiere como a un hermano -dijo, y se apresuró a añadir, mirándole con sus chispeantes ojos azules -: Y yo también. Se quedará unos días con nosotras… Y este chico tan serio y tan formalito -se volvió hacia mí- es un buen amigo de Susana que viene cada día a hacerle compañía, y se llama Daniel.

Estirado y algo ceremonioso, tendió la mano a Susana y luego a mí. Preguntó a la enferma cómo se encontraba y ella se arrodilló en la cama apretando contra su pecho el gato de felpa.

– Bien -dijo-. La mar de bien. Cada día mejor.

– ¿De veras? -dijo Forcat-. Tu padre se alegrará de saberlo…

– ¿Viene usted de parte suya?

– Sí.

– ¿Cuándo le vio? ¿Se encuentra bien?

Su madre atizaba las brasas de la estufa. Con voz mimosa ordenó a Susana que se metiera entre las sábanas y se abrigara, y después dijo:

– Iré a ver cómo tengo el cuarto de arriba -sonrió a su invitado-. Luego subirás la maleta. Dame la americana, aquí tendrás calor.

Él se la dio y la señora Anita salió de la galería. Susana daba saltitos de impaciencia arrodillada sobre la colcha y abrazada a su gato, y repitió la pregunta:

– ¿Cuándo le ha visto?

– Hace apenas un mes -dijo él, y cruzándose de brazos sonrió ligeramente y se sentó a los pies de la cama dispuesto a satisfacer la curiosidad de Susana-. Bueno, ¿qué más quieres saber?

– No sé… ¿Qué le dijo?

– Pues me contó muchas cosas. Llegaba de un largo viaje y se disponía a partir otra vez, en misión digamos especial.

– ¿Dónde fue que lo vio? ¿En Toulouse?

– Sí. Pero ya no está allí.

– ¿Y dónde está ahora?

– Pues… bastante más lejos. Ya sabes cómo es tu padre, un culo de mal asiento. Pero creo que ahora lo mejor es que te acuestes, y que dejemos todo eso para más adelante. Estoy un poco cansado del viaje… Y ya oíste a tu madre, debes abrigarte.

Observé sus cejas hirsutas y altas y su ojo acerado y estrábico, yerto, el ojo que nunca lo vimos mirar directamente a ninguno de nosotros, ni a Susana ni a su madre ni a mí ni a nadie; el ojo frío de pupila inmóvil y levemente velada que parecía repeler la luz y percibir otra realidad, atender a otro reclamo que estaba más allá del entorno inmediato y que probablemente provenía del pasado. Su cara era muy larga y colgaba de ella un pasmo zumbón, una tristeza algo payasa. Pero al hablar no era su expresión ni eran sus ojos, sino su boca grande lo que atraía las miradas, eran los labios tensos y delgados y la dentadura perfecta, tan relamida y prieta que toda ella parecía falsa, artificiosa. Debo añadir que hablaba con una forzada distinción en la voz, esa dicción escrupulosa y afable de los que han luchado por su propio refinamiento en un medio hostil.

Se había levantado de la cama, yo creo que para rehuir momentáneamente las preguntas de Susana, y lanzó una mirada de soslayo a mi pobre dibujo, un esbozo apenas de la vidriera y de la chimenea asesina que emergía al fondo, detrás de los árboles del jardín; no había conseguido un solo trazo bueno de la cama ni de la estufa y menos aún de Susana. Me palmeó la espalda y no hizo ningún comentario. La señora Anita volvió y obligó a Susana a acostarse, la arropó y luego acolchó las almohadas y recompuso la cama, tarea en la que Forcat colaboró espontáneamente alisando el edredón con ambas manos y gran diligencia. En el dorso de sus manos, las poderosas venas azules se encabalgaban sobre los nervios, pero lo que daba dentera era la piel manchada, algunas zonas amarillas como de yodo y otras de color rosado intenso que sugerían el mapa desleído de otra epidermis, parches sedosos, como si las manos hubiesen estado sometidas al fuego o a un ácido o como si alguna enfermedad misteriosa las hubiera despellejado parcialmente. Percibí además junto a ellas un olor parecido al de la coliflor hervida, un aroma casero, sumiso y pocho que nunca se me habría ocurrido relacionar con un pistolero.

La señora Anita se lo llevó para enseñarle el cuarto donde se alojaría, en el primer piso, yo seguí garabateando y Susana se quedó un rato pensativa y luego abrió un pequeño frasco de laca y empezó a pintarse las uñas. Poco después les oímos hablar en el comedor contiguo. «¿Te busca la policía?», susurró ella, y él dijo: «No lo sé… Tal vez ya no. Yo no era importante en el grupo. Pero nunca se sabe, y en todo caso no tengo adonde ir». Seguidamente ella lo invitó a sentarse, le ofreció una copa de vino y entonces debió enfrascarse de nuevo en la lectura de la carta, porque le oímos decir a él con la voz dolida: «No vuelvas a leerla, mujer, no te tortures. Y sobre todo no pierdas la esperanza…». «Es demasiado tarde -dijo ella-, ya no puedo perdonarle. Le habría perdonado por cualquier otro motivo, por irse con otra mujer, por ejemplo…» «Me consta que no hay ninguna otra mujer en su vida», dijo Forcat. «Hay en su vida algo peor que eso», murmuró la señora Anita con la voz enredada en aquella tristeza cotidiana y puntual que le podía más que el vino, y añadió: «Ya sabes a qué me refiero». «Sí», murmuró él, y luego se callaron hasta que ella carraspeó y, como si cogiera el hilo de algo que habían hablado antes, susurró: «De modo que eso fue lo que te dijo. Sólo eso». «Sólo eso, no. También me dijo que nunca podría olvidarte. Quiero decir…» «Sé muy bien lo que quieres decir», lo interrumpió ella, y se oyó el familiar tintineo del cristal de la copa chocando con el cuello de la garrafa al recibir el vino. Entonces Forcat añadió: «Bueno, no le des más vueltas. Hace tiempo que todo acabó». La señora Anita preguntó: «¿Eso dijo él, que todo acabó? ¿Eso te dijo? ¿Y cómo se sabe eso? -y su voz se debilitó hasta casi apagarse -: En fin, por lo menos cuenta con su hija… Qué más da que yo me vaya a la mierda. Si lo piensas bien, siempre estás en la mierda…».

Observé a Susana: me habría gustado que no estuviera allí, y yo tampoco. Seguía cabizbaja y pintándose las uñas, y ponía en ello toda su atención. Acaso no era la primera vez que oía a su madre lamentarse de su soledad y de un desamor que, al parecer, ya tenía asumido. Pero entonces, después de un silencio mucho más largo que los anteriores, se oyó el ruido de una silla desplazada con premura, las patas chirriando sobre las baldosas del comedor y luego un leve gemido y otra vez el silencio… Imaginé a la señora Anita tapándose la cara con las manos para reprimir unos sollozos, tal vez ahogándolos en el pecho de aquel hombre, dejándose abrazar por él. Susana levantó la cabeza y me miró fijamente, como si quisiera leer en mis ojos lo que estaba pasando en el comedor. Enseguida volvió a enfrascarse en el esmalte de las uñas agachando de nuevo la cabeza, y su negra melena se partió en dos sobre su pálida nuca.

He pensado a veces que nunca me sentí tan cerca de ella como en este momento, viendo repentinamente gravitar sobre su cabeza rendida el mismo sentimiento de orfandad y desarraigo que yo cultivaba secreta y maliciosamente a la vera de mi madre, y que en ella había de ser sin duda más hondo y persistente debido a la enfermedad y al hecho de que la sensual rubia gustaba de coquetear con la vida, burlar a la soledad y desafiar a los hombres. En ese chirrido de la silla desplazada bruscamente, en el pequeño gruñido imperceptible y en el prolongado silencio que le siguió, Susana habría adivinado lo mismo que yo: una efusión repentina e irreprimible de su madre, y eso la avergonzaba. Y de pronto cogió un trozo de algodón y se puso a frotar frenéticamente el esmalte de las uñas hasta borrarlo, tapó el frasco y lo arrojó sobre la cama y luego se deslizó entre las sábanas con las piernas abiertas. Encendió la radio y la volvió a apagar, me miró fijo y empezó a comportarse como cuando quería divertirse a mi costa y distraerme del dibujo que ella despreciaba, el destinado al capitán: me sacó la lengua, simuló una tos de perro y se golpeó el pecho con la mano, se destapó y pataleó, manoteó el aire como limpiándolo de miasmas y se tapó la nariz con los dedos como si no pudiera soportar el olor del gas y el infecto humo negro que, según las estrambóticas y macabras predicciones del capitán Blay, terminarían por secar sus pulmones. Esta vez, sin embargo, la broma era el reflejo nervioso de algo que la afectaba más íntimamente. Y cuando me propuso con mal disimulada impaciencia una partida de parchís, dejé lápices y dibujo para complacerla. Nada volvió a oírse en el comedor.

Al atardecer, cuando me disponía a regresar a casa, Forcat entró en la galería calzando unas extrañas sandalias de suela de madera y embutido en un largo batín negro estampado con flores y adornado con una grafía china. Ocultaba algo a la espalda y sonreía a Susana. Se recostó un momento en la mesa camilla, donde yo recogía mis papeles, y me llegó la fragancia vegetal de sus manos, ahora más intensa: col estrujada, o tal vez alcachofa.

– Mira, este quimono de seda me lo regaló tu padre -dijo, y se acercó a la cama lentamente-. Y ahora, la sorpresa. Me dio esto para ti.

Era una postal de la ciudad de Shanghai y un abanico de seda verde. Lo que se veía en la postal, según le explicó enseguida, era el río Huang-p'u y sus muelles atrafagados y pintorescos junto al Bund, el paseo más famoso del Lejano Oriente, con sus orgullosos rascacielos y el antiguo edificio de la Aduana. El reverso de la postal, que iba sin franqueo porque el Kim se la entregó en mano, dijo Forcat, estaba totalmente ocupado por una caligrafía diminuta y compulsiva que Susana reconoció en el acto como la de su padre, y que decía:

Mi querida Susana, recibirás esta postal por medio de un mensajero muy estimado por mí y de absoluta confianza. Trátale como si fuera yo mismo y ofrécele hospitalidad y afecto, ha estado siempre a mi lado ayudándome en todo (¡cocina muy bien!) y ahora tiene problemas (se lo explico a mamá en la carta). Trae un abanico de seda auténticamente chino de color verde, tu color favorito, y muchos besos y memoria de mí, de este trotamundos que no te olvida. Que seas buena y come mucho, obedece en todo a mamá y al médico, y sobre todo cúrate pronto. Tu padre que te quiere, Kim.

Susana se quedó mirando el vacío, pensativa, luego le dio la vuelta a la postal para contemplar de nuevo el bullicioso río Huang-p'u.

– Pero no lo entiendo -dijo-. ¿Por qué lo ha hecho? ¿Por qué se ha ido tan lejos…?

– Es una larga historia. Yo diría… -Forcat se interrumpió y, antes de proseguir, ocultó las manos en las amplias mangas del quimono y se sentó en el borde de la cama sin apartar los ojos de Susana-. Yo diría que ha ido a buscar algo que olvidó precisamente aquí… Pero dejemos eso ahora. Vamos a tener mucho tiempo para contarnos cosas.