"El embrujo de Shanghai" - читать интересную книгу автора (Marsé Juan)

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Convertido en la sombra matutina del capitán Blay, atrapado en la tela de araña de despropósitos que diariamente se iba ampliando y reforzando con los excesos verbales y gestuales del viejo grillado, a menudo me sentía flotar en la más pura irrealidad, confinado a un barrio petrificado y gris cuyos medrosos afanes no tenían absolutamente nada que ver con las emociones que por la tarde me esperaban en la torre: mi único deseo era volver junto a Susana y Forcat.

Al principio de nuestro peregrinar recogiendo firmas sentía mucha vergüenza, me escondía detrás del capitán cuando nos abrían la puerta y me hacía el distraído, pero después me acostumbré. Llevaba conmigo una pequeña carpeta con el documento de protesta y una cuartilla en la que el capitán me hacía anotar el nombre y el domicilio de los firmantes, y también de los que rehusaban firmar. Eran los más. El capitán se metía en bares y tiendas, en mercados y colegios, abarcando cada vez más calles alrededor de la odiada chimenea y ampliando una zona que ya contenía casi toda la barriada de La Salud y parte del Guinardó. Llamaba insistentemente a todos los pisos, y atareadas y recelosas amas de casa, bloqueando con el cuerpo la puerta entornada, atendían su petición de mala gana e incrédulas. Si le conocían, firmaban para quitárselo de encima, pero ocurría pocas veces. La mayoría de los inquilinos, sobre todo cuando el que nos abría era el marido, nos mandaba a paseo de malos modos. ¿Una firma para alargar unos metros de chimenea y para atajar una fuga de gas tóxico? ¿A qué coño de chimenea se refería, qué fuga de gas tóxico ni qué humo envenenado ni qué hostias en vinagre?, decían mosqueados, y nos daban con la puerta en las narices.

– Es usted un botarate y un mentecato, señor mío -les respondía el capitán a través de la puerta. Y luego en la calle se lamentaba-: La mierda les llega al cuello y no se quieren enterar. Seguro que este desgraciado es adhesivo al Régimen…

– Querrá usted decir adicto, capitán.

– Quiero decir lo que he dicho, mocoso. Los hay adictos y los hay tan caguetas y pusilánimes que ni siquiera llegan a eso y se quedan en adhesivos. Y encima, gaseados.

Pero no se desanimaba nunca. A finales de mayo, casi un mes después de la llegada de Forcat a la torre, no habíamos conseguido ni una docena de firmas; según sus previsiones, si queríamos que el Ayuntamiento nos hiciera caso no debíamos conformarnos con menos de quinientas, así que ya me veía subiendo y bajando escaleras y llamando a puertas y más puertas hasta el próximo otoño, hasta que el taller me reclamara como aprendiz y me librara por fin de los trotes y delirios del capitán.

No pocas vecinas chafarderas de las proximidades de Camelias y Alegre de Dalt aprovechaban la visita del extravagante recolector de firmas, al que suponían enterado por su mujer de todo lo que pasaba en la torre de la señora Anita, para sonsacarle descaradamente: ¿es verdad que el hombre que esa pelandusca tiene en su casa a pan y cuchillo no vino de Francia, sino del penal de Burgos? ¿Por qué no sale nunca de la torre, qué hace todo el día metido allí con una muchacha tísica de quince años y con este chico…? ¿Es cierto que la taquillera se pasea borracha y desnuda por toda la casa, delante del guercho, o sólo son habladurías?

Con la mayor desfachatez del mundo, y a menudo con todo lujo de detalles, el capitán Blay se complacía en enredar aún más la madeja de chismes. No, señora Clotilde, está usted mal informada, este hombre en realidad es un curandero recién llegado de la China y está tratando a la niña tuberculosa con friegas de agua de rosas cocida con luciérnagas, un remedio muy antiguo contra el bacilo de Koch, y es verdad que en su juventud fue camarero de barco y viajó por todo el mundo y estuvo enamorado de la taquillera, pero Joaquim Franch i Casablancas fue más listo y le birló la novia, él se resignó y parece que olvidó a la rubia, pero quién sabe si aún queda algo de aquel fuego, con estos aventureros no hay que confiarse nunca, y menos de éste que tiene la mirada atravesada y el corazón lleno de cicatrices… ¡Forcat el aventurero transatlántico!

Engarzaba patrañas y verdades con la mayor naturalidad, y el vecindario, aunque le tenía por un chalado y un deslenguado, tragaba gustosamente todo aquello que se avenía a sus morbosas expectativas y a quién sabe qué íntimos delirios sentimentales y a qué húmedos sueños, sobre todo en los hombres, pues la rubia taquillera traía de cabeza a más de uno. Y por mucho que desbarrara el capitán, siempre que hablaba de la torre y de sus inquilinos, le escuchaban atentamente. En cuanto a él, simulaba un interés y una curiosidad por cuanto ocurría allí que estaba lejos de sentir. Una vez me dijo que descubrió que ya era un viejo el día que empezó a simular interés por cosas que, en el fondo, le aburrían mucho. Pero la verdad es que raramente se comportaba como un viejo, y mucho menos en todo lo relacionado con su doble obsesión: la chimenea de la fábrica y la peste del gas, auténticos motores de sus andanzas por el barrio y de su comercio con la maledicencia y el malentendido.

Así pude enterarme de muchos rumores que circulaban sobre la señora Anita, unos desmentidos por el capitán y otros no, como por ejemplo que no era la primera vez que acogía a un hombre en su casa: tres años atrás, el proyectista del cine donde ella trabajaba entonces, el cine Iberia, estuvo durmiendo y comiendo en la torre durante casi un mes; según el capitán, aquel hombre era pariente lejano de la señora Anita y estaba muy enfermo, lo habían echado de la pensión y no tenía dónde dormir, tosía y escupía todo el tiempo -siempre he creído que él contagió a la niña, aventuró el capitán-, y aunque había que admitir que era un hombre muy guapo y muy pulcro, ella le comentó a doña Conxa que sentía asco de él, sobre todo al cambiarle las sábanas.

En una floristería de la calle Cerdeña próxima a casa, en la que el capitán se precipitó diciendo que tenía necesidad urgente de oler claveles -aunque al entrar exclamó husmeando el aire: «¡Hasta aquí llega el aliento corrompido de la mala bestia!»-, la dueña, una mujer flaca y envarada, antes de decidirse a firmar la carta de denuncia, que el capitán me ordenó leer en voz alta una vez más, opinó que la madre de Susana era una charnega ignorante: «Tantos años viviendo aquí y aún no ha aprendido a hablar catalán, ni ella ni su hija», y añadió que lo peor de la taquillera no eran sus líos amorosos, sino su afición al vino, sus faldas tan ceñidas y su manera de andar, su mal gusto, vaya, esos aires de fulana que ya nunca se quitará de encima, qué lástima. Con su marido en casa, seguro que movería menos el pompis, dijo.

– Los hombres la encuentran dulce y apetitosa, a esta rubia, ¿verdad?

– entonó con la voz meliflua el capitán-. Aquí donde la ve, es una fumadora empedernida. Pero mire usted, señora Pili, cuanto más viejo y carcamal se hace uno, menos ganas tiene de juzgar a nadie… Bueno, a casi nadie. Por eso creo que Dios, que ha de ser mucho más viejo y mucho más carcamal que yo, cuando me reciba allá arriba no me juzgará. Me dirá pase usted, Blay, y acomódese por ahí lo mejor que pueda. Eso es lo que me dirá… Y de todos modos, señora Pili, si uno lo piensa un poco, haga lo que haga esta rubita pizpireta con sus sentimientos y con su bonito trasero, lo único que a nosotros debería preocuparnos de verdad son los estragos que el bacilo de Koch está causando en su pobre hija, y este gas que ya está pudriendo sus flores y amenaza con pudrirnos a todos… Por eso pido su firma, para sanar los pulmones de una criatura inocente que morirá sin remedio si no nos unimos todos para reclamar justicia y exigirle a la autoridad que ordene derribar esta chimenea del demonio, o por lo menos que la eleven unos metros más…

– Está bien, está bien -cortó la señora Pilar muy atabalada, y me quitó de las manos el pliego de firmas-. Trae acá, chico. Firmaré. No se puede con este viejo mochales.

Le reprochó al capitán que dramatizara tanto la dolencia pulmonar de Susana; a ella no le constaba que esa niña se fuera a morir. Añadió que la tuberculosis era una enfermedad romántica, y que no había que exagerar… Ya en la puerta, el capitán se volvió para responderle a la señora Pilar que tuviera cuidado si, dejándose llevar por su alma romántica, se quedaba alguna noche clara y serena mirando las estrellas: que las estrellas no parpadean, le dijo, que eso es mentira, que lo que hacen es soltar un polvillo blanco que seca el nervio óptico y te puede dejar ciego.

– ¡No diga más tonterías, hombre de Dios! -exclamó la florista.

– Eso de que nos envían luz es un camelo del Servicio Meteorológico

– afirmó el capitán-. Están muertas y bien muertas desde hace millones de años. Anoche lo dijo Radio España Independiente.

Se sentía como pez en el agua deambulando por el barrio. Le pregunté por qué no se había escapado de Barcelona como habían hecho el Kim y Forcat y tantos otros, y como seguramente habría hecho también mi padre de no haber desaparecido en el frente.

– Me moriré en La Salud -gruñó-. De aquí no me mueven, enterraré mi corazón en La Salud… Ufff…

Se había quedado rezagado y al volverme le vi meando tranquilamente en la boca de la alcantarilla, en la parte baja de la plaza Sanllehy. Soltaba una orina gruesa y trenzada, oscura y silenciosa.

– Aquí no, capitán, por favor -tiré de su gabardina, pero no se movió-. Por favor.

– Las meadas del Hombre Invisible no se ven -dijo riéndose.

– ¡Usted no es el Hombre Invisible, hostia! -Impotente y avergonzado, temiendo que alguien nos llamara la atención, me puse a patear el suelo, y, en un tono resabiado que me asqueó a mí mismo, le reprendí-: ¡Ya sabía yo que hoy terminaríamos haciendo alguna gansada!

– ¿Y qué quieres que le haga? -dijo él-. ¿No sabes que soy un viejo loco?

– Vámonos, capitán, se hace tarde.

Poco después platicaba con el dueño de la vaquería de la calle San Salvador donde la señora Anita compraba la leche de vaca para Susana. Solicitó su firma para ayudar a respirar mejor a una pobre tísica indefensa, pero el lechero gruñó que eso era una estupidez y una pérdida de tiempo, qué coño piensa conseguir con cuatro firmas, y me hacía señas para que me llevara del establecimiento aquel pelma que no paraba de hablar.

– ¿Qué le cuesta echar una firmita, eh? -dijo el capitán-. Creo que no se da usted cuenta del peligro que corre. Usted y toda su familia. ¿Sabe lo que es el gas?

– Pues hombre -resopló el lechero-, alguna idea tengo…

– Lo dudo, señor mío. El gas es una materia espiritosa, como el aire, como el olor de las vacas, como las mentiras de las mujeres rubias y como los pedos de los obispos, que no se oyen ni se ven. Y tiene la propiedad de propagarse indefinidamente, sin que nada pueda atajarlo.

– Que sí, maldita sea… Llévatelo, chaval. A este hombre alguien debería explicarle lo que le pasa. -Lo cogió del brazo y meditó un instante lo que iba a decirle, mirándole con unos ojos tan llenos de lástima que se ganó un desdeñoso bufido del capitán-. Mire, Blay, usted estuvo mucho tiempo encerrado en su casa y con metralla en la cabeza, y aún no está curado del todo, y lo mejor sería que no le dejaran andar por ahí…

– Es una miasma, un fluido -lo cortó el capitán-. Y hay muchas clases de gases. El grisú, por ejemplo, el gas de cloro, tóxico y asfixiante, que invade las trincheras. El gas doméstico, silencioso y rastrero. El gas verde de los pantanos y los embalses, una especie de adormidera… ¿Por qué cree usted que se inauguran tantos pantanos en este país?

– ¡Muy bien, lo hemos entendido! Ahora váyase, tengo mucha faena.

– Sí, echarle agua a la leche, ésta es su faena. ¡Está usted bien inficionado, entérese! ¡Mameluco, que es usted un mameluco! Bueno, ¿firma o no firma?

Después de algunos forcejeos conseguí sacar al capitán a la calle. Ese día me gané a pulso mi premio de todas las tardes, mi asiento de preferencia en la cálida galería de la torre, aparentemente aplicado en el dibujo pero en realidad esperando con impaciencia ver aparecer a Forcat con su magnífico quimono de amplias mangas donde ocultaba las manos, verle sentarse muy despacio y abstraído al borde del lecho de Susana y fijar un buen rato su ojo descentrado en la luz mortecina del jardín mientras seguramente buscaba las palabras para reanudar su relato, y entonces yo soltaba el lápiz y me levantaba de la mesa camilla sin hacer ruido y me deslizaba hasta la cama para sentarme al otro lado junto a Susana y poder así escucharle de cerca, dejarme atrapar como ella en la tupida red de su voz y en la tenaza abierta de su mirada, aquellos ojos alertados que hurgaban en el recuerdo siempre en direcciones opuestas.