"El embrujo de Shanghai" - читать интересную книгу автора (Marsé Juan)

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El jueves por la mañana lloviznó un buen rato y el montón de tierra de la zanja se esponjó, se oscureció aún más y finalmente se amazacotó. Al mediodía estábamos merodeando alrededor del quiosco para ver de cerca a los tres hombres sentados en el bordillo de la acera; se pasaban el uno al otro la botella de morapio y hablaban poco. La abuela Sorribes, que vivía en el número 8 y venía de la compra, se disponía a entrar en el portal pisando cuidadosamente las tablas enfangadas, cuando resbaló y estuvo a punto de caerse. Una mandarina saltó de la bolsa repleta y fue a parar al fondo de la zanja. La vieja tenía mala uva.

– ¡¿Cuánto va a durar esta puñeta?! ¡A vosotros os digo, gandules! ¡¿Es que nunca vais a tapar este dichoso agujero?!

– Cuando nos lo manden, abuela -masculló el capataz-. Seguramente habrá que ahondarlo aún más.

– ¡¿Y a qué esperáis entonces?! ¡Vagos, más que vagos! -Despotricando sobre las tablas resbaladizas la vieja entró en el portal-. ¡Qué asco! ¡Cómo lo han puesto todo!

– ¡Eh, señora, que esa mierda ya estaba ahí cuando llegamos! -protestó el más joven-. ¡No te jode la abuelita!

A la hora de comer sacaron sus fiambreras abolladas y sus navajas y servilletas. Yo tenía que acompañar al capitán Blay a su casa, pero ese día no quiso seguirme. Dijo que vendría a buscarlo su mujer, más tarde, y lo dejé en la taberna con el señor Sucre. Me fui con los Chacón y al pasar junto a los obreros, el más alto, de cabeza rapada, nos llamó.

– Eh, chavales. -En su fiambrera se veía una masa pejuntosa de arroz hervido-. Hacedme el favor, acercaros uno de vosotros al bar a por un pellizco de sal, hombre. Que no sé en qué estaría pensando hoy la parienta, pero esto no hay quien se lo coma… Anda, chico, tú mismo.

Juan echó a correr hacia el bar. Su hermano y yo le esperamos sin movernos de allí, viendo comer al otro peón y al capataz; éste, potaje de garbanzos con bacalao; el otro, lentejas con tocino. Masticaban deprisa y con semblante aburrido, y el capataz nos miró una sola vez, pero fue como si no nos viera; tenía ojos de agua y los párpados enfermos, y con la mano yerta, sin mirar lo que hacía, tanteó la botella de vino que su compañero le ofrecía. Desde la zanja llegaba hasta nuestras narices un suave olor a mierda de gato. Juan volvió corriendo con un puñado de sal en un trozo de papel y el peón rapado le dio las gracias. Entonces Finito, como si hubiera estado esperando este momento, se atrevió a preguntarle por qué no terminaban de cavar la zanja y por qué no buscaban el escape de gas.

– ¿Quién te ha dicho que hay un escape de gas? -gruñó el hombre esparciendo la sal en el arroz.

– Todo el mundo lo sabe -dijo Finito.

– ¿Ah sí? Se ve que sois muy listos en esta plaza. Lo único que hemos encontrado es una calavera.

– ¿Una calavera?

– Eso he dicho. -El hombre de cabeza rapada cambió una mirada con sus compañeros y añadió-: Una calavera y algunos huesos. Y por eso hemos parado de cavar, de momento. Tiene que venir alguien a mirar eso, un catedrático… Debajo de esta plaza hay un cementerio lleno de muertos, chaval. Cientos, miles de muertos. Son huesos antiguos de gran valor, huesos muy importantes, ¿comprendes? Que digan aquí mis colegas si miento.

– No miente, no -dijo el más joven.

– ¿Y dónde está la calavera? -preguntó Finito-. ¿Podemos verla?

– Claro que no. La están estudiando.

No tragamos, por supuesto. Podía ser una broma y esperábamos la risotada de un momento a otro, pero siguieron comiendo como si tal cosa, rascando con sus cucharas el fondo de las fiambreras y trasegando vino.

– Y por eso -prosiguió el peón de la cabeza pelona- creéis oler el gas. No hay ninguna fuga de gas. Ese pestucio es el que sueltan los huesos de los muertos cuando se juntan muchos. También echan al aire una luz verde como de fósforo, yo la he visto a veces en los cementerios, de noche… El olor se parece mucho al del gas, mismamente es un gas, el gas de los difuntos. Por mi madre que sí.

No dijimos nada. Esa patraña confirmaba nuestras sospechas; estaban allí para otra cosa, la obra no era más que una tramoya. Yo miraba con ansiedad la fosa y el portal y entonces noté los ojos de agua del capataz clavados en mí.

– ¿Qué te preocupa, muchacho? -murmuró con una voz rota.

– ¿A mí? Nada.

Me miró en silencio con sus ojos tristes y fatigados, un buen rato, y finalmente dijo:

– ¿Tienes miedo?

– ¿Yo? De qué.

De nuevo guardó silencio, y era como si renunciara a hacerse entender, no sólo conmigo, sino también consigo mismo. Lo percibí en sus ojos y en su voz:

– Anda, vete a casa. Tu madre te estará esperando para comer. Y vosotros también. Largo de aquí.

No me dolieron sus palabras, sino sus ojos anegados. Dejó de mirarnos y se quedó pensativo y cabeceó un poco con una mezcla de autoconmiseración y de impotencia, y masculló con voz casi inaudible mierda puta sin que pudiera uno saber a quién se dirigía ni qué ofensa pasada o futura evocaba o presentía. Un gato negro se encaramó al montículo junto a la zanja para husmear los grumos oscuros de tierra, y las ruedas de un tranvía girando frente al cine chirriaron en las vías y dentro de mi cabeza. Recuerdo todavía los ojos de aquel hombre y la jodida sensación de negligencia y confusión que me invadió, como cuando me saluda muy amistosamente un conocido cuyo nombre y afecto por mí he olvidado.

Nos fuimos para casa y convinimos que, de todos modos, aun pareciendo inofensivos vistos de cerca, aquellos tipos escondían sus intenciones, cualesquiera que fuesen. Y acordamos juntarnos en la plaza después de comer para seguir espiando sus movimientos.

A media tarde se levantó viento, soplaba a rachas y era húmedo, arremolinó las hojas amarillas contra el costado del quiosco y las sepultó en la zanja, y yo me puse a pensar en los hombres encogidos y mudos que se frotaban las manos a mi lado tras los cristales de la taberna, en tantas tabernas del barrio y de la ciudad a esta hora, hombres oscuros y retraídos que bebían de pie mirando la calle o junto al mostrador o arrimados a los toneles de vino como si la vida les hubiera acorralado allí, sobre una sucia alfombra de serrín y escupitajos. Y más tarde llegaron Finito y Juan y estábamos mirando una paloma que aleteaba inmóvil sobre la fuente de la plaza, como suspendida de un hilo invisible, cuando, inesperadamente, Nandu Forcat apareció en el portal de su casa, al borde de la zanja, con una gabardina gris echada sobre los hombros, gafas oscuras y un cigarrillo sin encender en los labios. Lucía una vistosa corbata, de un fulgor anaranjado y malva, y era un hombre alto, cargado de hombros y de barbilla prominente. Miró durante unos segundos el quiosco y la parada de tranvías y, todavía inmóvil, encendió el cigarrillo con un mechero, y en ese momento yo no pensé que la llama podía hacer volar la plaza entera, sino en los tres hombres que estaban sentados en un banco pasándose, una vez más, la botella de vino. El capataz le vio en el acto, pero no hizo el menor movimiento ni alertó a sus compañeros.

Antes de disponerse a salir pisando las tablas, Forcat miró el fondo de la zanja que se abría ante él, vio seguramente el amasijo de tubos y cables eléctricos retorcidos y roídos por la humedad, vio las hojas muertas y la mandarina podrida, y luego abarcó con una lenta mirada circular la plaza macilenta y tranquila que se abría ante él, sin fijarse ni un segundo en los tres hombres sentados en el banco; sus ojos escudados en las gafas negras se demoraron solamente en un punto del vacío, en no sabíamos qué, en la derrota de su vida tal vez, en algo que más tenía que ver con su sombrío corazón que con lo que podía verse ahora en torno al quiosco y la parada de tranvías bajo un cielo plomizo, esa luz sobresaltada del atardecer y la gente transitando como sombras furtivas, los niños con sus gruesas bufandas y sus rodillas moradas de frío correteando de la churrería a la fuente y dos o tres palomas que picoteaban en el charco.

Por más que no dejamos de observarle en su inmovilidad un poco envarada, por mucho que nos fijamos en sus manos largas y oscuras y en su boca tensa, no pudimos captar ninguna señal que estableciera una alianza entre muerte y escenario, ningún gesto que delatara fugazmente su conciencia cercada y condenada. Parecía, eso sí, un poco al acecho y en tensión, pero era más bien un efecto de sus hombros alzados y felinos. Dispuesto por fin a traspasar el umbral de nadie sabía qué, le dio un par de caladas al cigarrillo pero luego, inesperadamente, lo arrojó a la zanja, dio media vuelta y le vimos desaparecer al fondo del zaguán.

Dos días después, los obreros echaron paladas de tierra a la zanja y la cubrieron con las mismas gastadas baldosas, cargaron las herramientas y las vallas en una furgoneta y se fueron para siempre. Entonces advertimos algo que se nos había pasado por alto: durante todo el tiempo que la acera permaneció desventrada, mostrando las tuberías herrumbrosas y los cables despellejados, ningún olor especialmente tóxico se percibió en el entorno, como no fuera el suave tufillo a mierda de gato que exhalaba la tierra removida. Pero una vez cubierta la zanja y sus podridas entrañas, el olor a gas volvió a emponzoñar el aire frente al portal número 8, y no sólo allí; la fétida atmósfera parecía expandirse cada día más y más, y llegó un momento, acaso porque se te había pegado a las ropas y a la piel, que podías detectar el jodido olor en calles distantes de la plaza e incluso más lejos, en barriadas remotas.