"El embrujo de Shanghai" - читать интересную книгу автора (Marsé Juan)6A mediados de marzo los Chacón trasladaron su tenderete de almanaques descosidos y maltrechas novelas del Oeste a una esquina de la calle de las Camelias, junto a la verja del jardín de Susana Franch, que llevaba año y medio en cama enferma de tuberculosis. Susana tenía quince años y era hija del Kim. La habíamos tratado poco, sabíamos que durante algún tiempo frecuentó Las Ánimas haciendo amistad con las chicas de la Casa de Familia, y cuando nos enteramos que había tenido vómitos de sangre y estaba tísica, no podíamos creerlo: precisamente ella, que parecía una chica tan saludable y tan alegre, y viviendo en aquella bonita torre con jardín, y con el dinero que dicen que su padre había tenido. Pero su madre, según doña Conxa, al quedarse sola con la niña fue de mal en peor y tuvo que vender sus joyas y ponerse a trabajar; ahora hacía turnos de tarde como taquillera del cine Mundial, en la calle Salmerón, y para redondear una magra semanada hacía también encaje de bolillos por encargo de la mujer del capitán. Aun así debía pasar apuros, y más ahora con la niña tuberculosa; se decía que su marido ya no le enviaba dinero desde Francia, y que seguramente ella no ponía reparos en aceptar de los hombres cierto tipo de ayuditas… Estos rumores sobre sus devaneos amorosos indignaban a la Susana se pasaba el día en la cama instalada en la galería lateral y semicircular que daba al jardín, y que parecía la estancia más alegre y soleada de la torre; desde la calle se la podía ver recostada entre muchos almohadones y rodeada de efluvios aromáticos que humedecían la atmósfera y emborronaban la vidriera, con su camisón lila o rosa y el pelo negro suelto sobre los hombros, entretenida en pintarse las uñas con esmalte nacarado o rojo cereza y leyendo revistas, a menudo escuchando la radio y recortando anuncios de películas en los periódicos con unas tijeras. En un rincón de la galería humeaba constantemente una olla con agua y eucaliptos sobre una aparatosa estufa de hierro que ardía con carbón, y cuyo retorcido tiro, como un siniestro garabato negro, se encaramaba casi hasta el techo y salía al exterior por un agujero perfectamente redondo practicado en la vidriera. Reproché a los Chacón que hubiesen escogido aquella esquina de Camelias para espiar a Susana en la cama, y Finito dijo por quién me tomas, chaval, de eso nada, ¿no sabes que la pobre se va a morir pronto? Y que tampoco había elegido el sitio porque él y su hermano esperasen ver llegar algún día a su padre, al Kim, sino por algo menos emocionante pero más urgente: sencillamente por estar cerca del Mercadillo instalado en la misma calle, un poco más allá de la torre de Susana y en la acera opuesta, arrimado al largo muro del campo de fútbol del Europa. Había un colegio cerca y por lo tanto pasaban niños, y además los dos hermanos se turnaban para merodear de vez en cuando entre los puestos de frutas y verduras por si casualmente caía algún trabajito, acarrear cajas o limpiar la zona de desperdicios o llevar algún encargo. Y si no conseguían nada, Finito se tiraba al suelo sacudido por uno de sus formidables ataques epilépticos. Lo hacía de forma tan convincente que siempre, a pesar de conocerme el truco, la visión de sus revolcones y sus temblores y espasmos, con los ojos de ahogado y los espumarajos verdes en la boca, me causaban gran espanto. Había una churrería en la esquina de Cerdeña y casi nunca faltaba un alma caritativa que se compadecía del pobre cabileño y le compraba una bolsa de buñuelos, y alguna de las vendedoras del Mercadillo siempre le daba un par de manzanas o de plátanos. Desde su tenderete junto a la verja, Juan y Finito habían establecido con la niña enferma una relación muda y afectiva, un código risueño de señales y referencias, y a menudo le prestaban tebeos y novelitas y la proveían de eucaliptos para la olla. La madre de Susana solía aparecer en el jardín para enviar a uno de ellos al Mercadillo a comprar fruta, o al carbonero o al panadero, y cuando por la tarde se iba al cine les pedía que vigilaran para que no entrara nadie en el jardín. Algunas veces me paré a hojear novelas en el tenderete y podía ver a Susana levantarse de la cama y saludar a sus guardianes desde el otro lado de los cristales con una sonrisa triste y agitando la mano. Un atardecer inhóspito que pasé por la calle de las Camelias cuando los Chacón ya se habían ido, seguramente atosigados por el frío y la neblina que invadía la calle y desdibujaba el jardín y la torre, me pareció ver una mancha rosada girando como una peonza detrás de la vidriera, junto a la cama, y era la niña tísica que bailaba abrazada a su almohada. Fue sólo un momento, enseguida se dejó caer de espaldas sobre el lecho, luego se incorporó y vi con claridad su mano limpiando el vaho del cristal y seguidamente su cara pegada a él, pálida y remota, mirándome como si flotara en el interior de una burbuja. Pero creo que no me vio, porque agité mi mano y no respondió al saludo, y la cálida atmósfera de la galería no tardó en empañar nuevamente el cristal hasta emborronar su rostro. |
||
|