"Rabos De Lagartija" - читать интересную книгу автора (Marsé Juan)LA MENTIRA DELA PELIRROJA Una porfiada estridencia se va desenrollando como una cinta en los oídos, llevándose el sueño e instalando en su lugar el desasosiego. Las manos bajo la nuca y los ojos en el techo, tumbado en su camastro, David convoca otros ruidos y hace por figurarse e imitar devastadores huracanes silbando en palmeras que se doblan abatidas frente a olas rugientes, Varsovia bajo las bombas, o el terremoto de San Francisco atronando en el Delicias con potencia, siempre una octava más alta para silenciar la olla de grillos que acaba siendo su cabeza a estas horas. Finalmente recibe el ronroneo penoso del Spitfire al caer abatido, es un zumbido que esta noche se abre paso de forma más persistente y rabiosa que de costumbre. Enciende la lámpara de flexo sobre la silla y mira la pared frontal. El ventanuco está abierto y entra en el cuarto la noche sofocante con el chirrido de los grillos en el barranco. Hola, amigo. Como siempre, empieza admirando la cazadora de cuero y las gafas y el foulard, pero enseguida su atención se desplaza hacia la actitud del piloto frente a la muerte. En medio del páramo calcinado, rodeado de humeante chatarra bélica y seguramente de cadáveres, el aviador permanece de pie con los brazos en jarras y apretando la boquilla de nieve con los dientes, la cazadora incólume, las gafas por encima de la frente y las orejeras del gorro colgando junto a su poderoso y esbelto cuello. Rompiendo tras él la línea dentada del horizonte que sugiere las ruinas de una cota, la columna de humo negro sigue elevándose hacia el cielo desde un amasijo de hierros retorcidos. Si le viera desde el aire algún compañero de escuadrilla, suponiendo que haya alguien de su escuadrilla volando cerca, piensa David, podría intentar una pasada rasante disparando una ráfaga y librarle así de los dos soldados alemanes que le retienen encorvados y tensos con sus metralletas, uno a cada lado y parcialmente visibles, sin acabar de introducirse en el encuadre y de espaldas al objetivo. Del fuselaje del avión sale un crujido metálico, un lamento postrero de hojalata y derrota. David deletrea nuevamente en el costado de la carlinga: Hello, boy, dice aproximadamente. ¿Todavía no te han matado? Se lo están pensando. Estos boches son algo lentos de mollera. Como tarden un poco más estallará el depósito de combustible y la palmaremos los tres. ¿Qué te parece? Bien. Morir matando, por lo menos. Estos ojos que le miran dormir todas las noches desde ámbitos remotos y devastados expresan confianza y coraje, a pesar de todo, y siempre hay en ellos una chispa de pitorreo. Y eso es extraño, porque cuanto más mira al prisionero más convencido está David de que los alemanes se disponen a coserlo a balazos ahora mismo. En el conjunto de la escena anida una tensión que anuncia el desenlace fatal. El cabrón de poli tenía razón, es hombre muerto. El avión, a su espalda, ha estado a punto de capotar. El año pasado vi caer un avión en la playa, murmura David. ¿De veras? La abuela también lo vio, pero no se lo pudo creer, o le daba miedo creérselo, y siempre lo negó. Pero yo lo vi con estos ojos. Era un bombardero B-26. Esa difusa nubécula blanca que flota sobre la cabeza del piloto es que acaba de estallar en mil fisuras lo que resta del parabrisas de la carlinga, seguramente por la acción del calor. El timón de cola envuelto en llamas se ha desprendido, está cayendo, pero aún no ha llegado al suelo. Te estoy hablando de tu cazabombardero, aclara David, no del bombardero. Juraría que la luz de navegación de estribor, bajo este cielo emborrascado, todavía parpadea. Lo de la nubécula blanca sobre la cabeza podría ser que los soldados hayan empezado a disparar; si así fuera, cuando esa efusión termine de diluirse, tú ya estarás muerto. Retumba a lo lejos, como en una cueva, la artillería antiaérea. Las grandes manos quemadas y tranquilamente posadas en la cintura, una de ellas sujetando todavía los maltrechos guantes de piel, le traen a la memoria otra mano todavía más negra, agarrotada y con las uñas calcinadas, meciéndose entre dos orlas de espuma blanca cerca de la rompiente de la playa de Mataró. En una mar sofocada de espejismos, flotando fuera del tiempo, la marea alta ha estado a punto de depositarla en la arena como si fuera un pájaro mordisqueado por los peces, pero finalmente el suave oleaje de la resaca la lleva mar adentro. Segundos antes de que David la pierda de vista, la mano cortada emerge en el agua con la palma abierta como solicitando atención, haciéndole señas. Hace más de año y medio de eso, todo empezó cuando estaba leyendo una novela de Bill Barnes, el aventurero del aire, sentado junto a las redes de pesca apiladas en la arena, la espalda apoyada en el costado de una barca. Es el 29 de marzo, sábado, David ensaliva el pulgar y gira página con gesto impaciente, pues necesita verificar cuanto antes que la mano mutilada y chamuscada que flota en la orilla del mar no pertenece a Bill Barnes, sino al rabioso piloto suicida que se ha estrellado contra su avión al iniciar éste un amerizaje temerario con el motor incendiado y el timón roto, y justo en ese momento otro rugido, en el cielo azul de verdad, llama su atención. Un bombardero cuya imponente silueta reconoce al instante, pues lo tiene en docenas de láminas recortables, vuela a baja altura sobre el mar, a menos de un kilómetro de la rompiente. Es un B-26 Marauder de la RAF. Inclinado sobre el ala de estribor, describe círculos por encima de un buque de carga que navega rumbo norte. David se incorpora y no da crédito a sus ojos. ¿Qué hace frente a la costa de Mataró un bombardero de la segunda guerra mundial? En cierto momento cree oír una fuerte detonación, aunque no sabría precisar si proviene del avión o del barco. El bombardero lleva pintada en el costado del fuselaje una chica en traje de baño y la leyenda David mira a su alrededor buscando a alguien que también haya visto el prodigio. La playa está desierta a esta hora. La mano de la abuela Tecla agarra la suya y tira de él para casa. ¡¿Lo has visto, abuela?! ¡¿Has visto caer el avión?! Yo no he visto nada. Y tú tampoco. A casita. Más tarde, desde el paseo de la playa, ya que no le dejan acercarse más, ve los cuerpos quemados de cinco tripulantes tendidos en la arena. Han sido rescatados por los pescadores. Son colocados en un camión del ejército y tapados con mantas. Bajo una de las mantas asoma la bota de un cadáver cortada por la mitad junto con la mitad del pie. La brisa trae las voces de un joven suboficial y algunos pescadores. Falta uno, dice el militar, en estos aviones van seis tripulantes. ¿Seguro?, dice un pescador. Se lo habrá llevado la corriente. No irá muy lejos. Vete a saber, tercia otro pescador más viejo, el comportamiento de un cadáver en el mar es imprevisible. ¿Y qué me dice usted del comportamiento del capitán del carguero?, dice el suboficial. No se dio por enterado, no hizo nada por auxiliarles, y siguió su ruta… ¿Sería un barco de guerra camuflado?, dice el viejo. La Guardia Civil obliga a circular a los curiosos que se acercan al Paseo Marítimo, no hay nada que ver, circulen, vuelvan a sus casas, cierren puertas y ventanas y déjense de comentarios. En los días siguientes la noticia del avión caído al mar no viene en ningún periódico y la radio tampoco dice nada. La gente de Mataró se hace preguntas. ¿Será que los aliados están llegando, será que le vamos a dar la vuelta a la tortilla? No sea usted majadero, hombre, haga caso de la autoridad y cállese, que aquí no pasa nada. Majadero lo será usted, oiga. Cuidadito, ¿eh?, que tengo un primo que es de Falange y subcabo del somatén de Arenys… Al atardecer, David zascandilea por la playa con su novela de Bill Barnes bajo el sobaco. Un agente de la Guardia Civil se le acerca. Vete a casa, chico. ¿Por qué? Porque es mejor. ¿Por qué es mejor, señor guardia? ¡Porque yo lo digo! ¡Andando! David remonta la playa y enfila el Paseo, donde otro guardia está bebiendo agua de una fuente con el naranjero a la espalda. Es muy joven, tiene los ojos verdes y luce una cicatriz en forma de estrella que le frunce hermosamente la barbilla. David se planta a su lado con la cabeza gacha y las manos a la espalda. Oiga, señor guardia, tengo que decirle una cosa importante. ¿Mi compañero no te ha dicho que te vayas a casa? Es que yo he visto caer el avión. Lo he visto. Qué dices. Aquí no hay ningún avión. Está sumergido, aquí cerca. Es un… No me vengas con historias, chaval. ¡Lárgate! …un bombardero B-26 Marauder con seis tripulantes y dos motores radiales Pratt-Whitney R-2800-5 Double Wasp de 1.850 caballos de potencia, dice David de corrido, poseído repentinamente por una extraña melancolía. Sus pies firmemente asentados sobre el suelo del Paseo registran un remoto temblor que proviene de la entraña de la arena o del fondo del mar. El avión venía tocado, añade David, seguramente estuvo bombardeando Berlín y después ha cruzado media Europa ametrallado y en llamas, con un solo motor, seis cadáveres en la cabina y los mandos bloqueados… ¡Ya estás corriendo para tu casa si no quieres que te lleve al cuartelillo!, amenaza el guardia. ¿Todavía no han encontrado al sexto aviador? Pues sepa que acabo de ver una mano achicharrada cerca de la orilla. Lo habrás soñado, niño, replica el agente, y le mira en silencio unos segundos. ¿Dices que has visto qué?, ¿dónde has dicho? Ahí mismo, en la orilla, una mano de hombre cortada, toda negra negra… Bueno, está bien, ahora vete a casa. No quiero volver a verte, ¿entendido? Se interna en la playa para reunirse con su compañero, y se vuelve. ¡¿No me has oído?! ¡Lárgate! Echado en una esquina del camastro, Chispa se remueve y gime presa de otra quimera, quizás aún más fantasmal e inexplicable que la suya. Adormilado, David le acaricia el lomo con el pie y el perro se calma. En la orilla, los dos guardias hablan y seguidamente se separan yendo cada uno por su lado a lo largo de la rompiente, el naranjero al hombro y la vista fija en el suave oleaje y en la espuma que lame la arena, procurando no mojarse las botas. Entonces qué pasa, jolín, por qué lo niegan, si están buscando… Abuela, ¿de verdad no has visto al avión inglés cayendo al mar? ¿Y el abuelo tampoco lo ha visto? Aquí nadie ha visto nada y te prohibo que andes por ahí hablando del avión inglés. Poco antes de dormirse, fija de nuevo la mirada en el piloto y distingue tras él, sobre el asiento descalabrado de la cabina, una rosa con su largo tallo envuelto en papel de estaño y los pétalos contraídos por efecto del fuego cercano, como un puño diminuto y lívido consumiéndose en su propia rabia. Una nebulosa de polvo rojizo lleva toda la tarde suspendida en el aire, vagando inmóvil y a ras del sendero que bordea el barranco, y de esa nube sale inesperadamente el inspector con las manos en los bolsillos del pantalón y el gesto envarado. Viene hacia la puerta de noche caminando despacio, cuando ya David se ha sentado en los tres escalones y guarda el cortaplumas en el cinto. – Sahib, por un real le enseño una foto muy extraña de mi padre en Montserrat con un cirio en la mano, por dos reales le cuento lo del bombardero caído en el mar frente a Mataró, y por una miserable pela le digo la tienda donde ahora mismo mi madre se está probando unos zapatos, que han de ser de suela de corcho porque le descansan mejor los pies… – Así que no está en casa -dice el inspector Galván. – Hoy tampoco tener usted suerte, sahib. – Si sólo ha ido a eso, volverá enseguida. – Quién sabe. Se ha llevado un libro, ese que perdió en la calle y usted tuvo la amabilidad de traerle, así que igual ahora mismo la tenemos leyendo sentada tranquilamente en un banco de por ahí, pero a saber dónde… Mientras le oye hablar, el inspector se afloja el nudo de la corbata y apoya el pie en el tercer escalón. David observa que el bolsillo izquierdo de su americana soporta un peso que abulta bastante. – Si trae algo para mi madre, puede dármelo a mí. -Hace una pausa y añade-: Seguro que trae usted algo bueno de comer para la memsahib. ¿Verdad que sí? La verdad aún no existe, pero David ya la dice. No encuentro una forma mejor de explicar esa extraña facultad de mi hermano, la certera puntería de su malicia, esa flecha intuitiva, envenenada de presagios y vigilias que le proporcionan una visión supletoria, una especie de segunda oportunidad de la mirada para anticiparse a lo por venir, como alguna vez le había pasado callejeando por el barrio con la belicosa pandilla de charnegos del Carmelo: antes de lanzar la piedra a la farola, ya ha visto en el suelo los añicos del cristal. Sea lo que fuere ese bulto en el bolsillo, un bote de leche condensada o un par de latas de sardinas en aceite o medio kilo de azúcar blanco, el poli guarda silencio y observa a Chispa viniendo a echarse a los pies de David jadeando y con la lengua fuera. – Yo tengo una mirada que atraviesa las paredes y la noche más oscura, sahib, soy como Garú-Garú el Atraviesamuros y además tengo los ojos misteriosos de Londres -entona David viéndole indeciso-. Es una lata de melocotón en almíbar. El inspector está pensando qué debe hacer, si esperar o irse. Enciende un cigarrillo con su Dupont dorado. El movimiento preciso del pulgar en torno al mechero, la rosca girando y el chasquido de la tapa al caer, ¡clinc!, fascina a David. – ¡Ondia, qué encendedor más fermi! – Dile a tu madre que volveré mañana. – Si no trae usted noticias frescas de mi padre -escupe David un salivazo que va a parar, rebozado en polvo, junto al zapato del poli-, no hace falta que venga. – Tú dile que he venido -inicia la retirada, pero se vuelve un momento y lo apunta con el dedo para añadir-: Y cuidado con liar las cosas. Con la verdad por delante seremos amigos. ¿Conforme? – Sí, bwana. Le ve irse con paso lento y el aire mohíno por el senderillo de ceniza y meterse de nuevo en la espiral de polvo rojo parado en el aire. Regresando del lado oscuro y deshabitado de la casa, escapando de su propia aprensión a los muebles que crujen y a las paredes desconchadas que rezuman salitre y señales de mal agüero, a los espejos heridos de azogue y a las cortinas mohosas donde reptan arañas y asoman puntas de zapatos calzados por nadie, David camina de puntillas hacia su cuarto. Sabe que mamá está allí haciendo la cama o barriendo y se dispone a gastarle una broma de las suyas. Pero no sólo piensa en ella: Agárrate a la placenta, ranita venenosa, que tú también te vas a llevar un buen susto. ¿No ves que tus gansadas le causan sobresalto y podría abortar, animal? Más angustias y retortijones le causas tú. Llegado al umbral del cuarto levanta los brazos y se dispone a lanzar un ¡Ahhhhhhh…! con voz de Hombre Lobo: ¡El señor Talbott se quiere comer a la pelirroja! ¡Ahhhhhhh…! Pero se inmoviliza bruscamente al verla contemplar tan ensimismada la foto del aviador clavada en la pared; está sentada al borde del camastro, la escoba en el suelo y las manos yertas en el regazo, y algo en la inclinación melancólica de su cabeza y en el leve movimiento de sus labios, como si rezara, conturba a David y lo paraliza. No es el temor, siempre latente, de otro desfallecimiento, es la absoluta inmovilidad del cuerpo, el bisbiseo inaudible de los labios y, sobre todo, esa mirada que traspasa los límites de la simple curiosidad y establece un pacto con algo que, si está verdaderamente en lo que contempla, se encuentra más allá del mero testimonio gráfico y del interés que pueda despertar una estampa de la guerra, más allá de la chatarra bélica y la desolación del paisaje, del humo negro y las ruinas y la muerte. ¿Le has atizado algún patadón, macaco?, susurra David para sus adentros. No me he movido, hermano. ¿Está hablando contigo? No está hablando conmigo. Ahora no. Pues canta en voz baja para ti, como suele hacer cuando está triste. No está cantando para mí. Finalmente David desiste. Retrocede dos pasos, carraspea y entra sin aspavientos. – ¿No te encuentras bien, madre? De todos modos se sobresalta, un poco azorada, como pillada en falta. – Estaba mirando… -se interrumpe, y enseguida añade-: Estaba pensando lo aburrido que ha de ser eso, tanto tiempo ahí metido en la portada de esa revista sin poder moverse… ¿No te parece? Ven a darme un beso, hijo. Lo estrecha en sus brazos y le devuelve el beso, los ojos fijos todavía en el piloto. Tiene a su lado, sobre el lecho, algunas prendas de ropa sucia. Recupera la escoba y se incorpora apoyándose en ella, coge unos pantalones de David con cierto apresuramiento y los examina, volviendo del revés el forro de los bolsillos. – ¿Qué llevas en los bolsillos que siempre están pringosos, David? – Ah, eso. Es por los rabos de lagartija. No es sangre, ¿sabes?, es otra cosa… No tienen ni una gota de sangre esos bichos. – ¿No eres un poco grandullón para andar todavía con estos juegos? – Lo hago por Pauli… – Mira tus manos -dice ella, indicando la piel manchada con el líquido del revelado-. Mira qué uñas. ¿Es que no hay manera de quitarle ese color amarillo a tus uñas? Y otra cosa -señala la foto del aviador clavada en la pared-: Te dije que lo quemaras todo. Todos los papeles que había en las cajas. – Y lo hice. Sólo me quedé con esto. ¿Te importa? – Lo más prudente habría sido quemarlo todo. Esta foto también. – ¿Pero por qué? – Porque sí. Sé lo que me digo, hijo. Ahora es David el que se sienta a los pies del camastro, mirando al piloto, preguntándose si hace bien diciendo lo que va a decir: – ¿Por qué has mentido, madre? ¿Por qué le dijiste al poli que la foto era mía? – ¿Yo le dije eso? – ¿Es que ya no te acuerdas? – Bueno, tú lo salvaste del fuego, ¿no?, tú decidiste quedarte con él en vez de quemarlo con todo lo demás, tal como te ordené. – Pero la foto no era mía. ¿Por qué le has dicho al inspector que era mía? -dice David-. Estaba en aquella caja de zapatos llena de papelotes que me diste para quemarlos, y yo nunca la había visto, no fui yo quien la guardó allí, ni la recorté de ninguna revista ni nada de eso… – Está bien, está bien, qué más da -corta ella impaciente-. La policía no tiene por qué saberlo todo acerca de tu padre. – Entonces ¿eran cosas de papá, lo que había en la caja? – Sí. – ¿Y la foto también? ¿La recortó él? – Papá conocía a este hombre. – ¿En serio? ¿Conocía personalmente a un aviador de la RAF? – Sí -de espaldas a David, mamá sigue examinando las raídas prendas con aire de desconsuelo-. Dios mío, esta camiseta ya no aguanta más… – ¿Y por eso le mentiste al poli, porque no querías que lo supiera? – Porque a tu padre no le convienen más líos. Con el expediente que tiene ya va servido. – ¿Y eran amigos, papá y ese piloto? ¿Dónde se conocieron? – Uf. ¿Nunca te habló de cuando él y sus amigos guiaban a los aviadores pasando la frontera, y aquí les proveían de documentación para viajar a Lisboa o a Gibraltar? – ¿En serio? Cuéntame. – Creía que la abuela ya te lo había explicado en Mataró, el año pasado… – Ya estaba muy pirada, la pobre abuela. – Bueno, pues que te lo cuente tu padre cuando vuelva a casa, si es que vuelve algún día… Y basta de preguntas. Vete a lavar las manos y siéntate a comer. Y harías bien quitando esa foto de ahí, a papá no le gustaría que la vieran… ¿Quieres escuchar lo que te digo, hijo? – Madre, lo que yo quiero es aprender idiomas. Eso es lo que quiero. Poco después David está en el comedor-recibidor sentado frente a un plato de garbanzos hervidos y una gota de sangre cae en su plato. – Papá se encuentra mal -dice llevándose rápidamente la mano a la nariz-. Ahora mismo está muy malito. – No digas tonterías y echa la cabeza atrás. Mamá moja una servilleta en la jarra de agua. – Está perdiendo mucha sangre… -añade David. – Y tú la perderás toda si no haces lo que te digo. Ponte eso en la nuca y quédate quieto un rato, así. Y a ser posible calladito. No es nada, no te asustes. – Quién está asustado. Chispa, ven aquí, valiente. David y Chispa unidos por la correa bajo el sol implacable, abriéndose paso en medio de un enjambre de abejas, remontan despacio el cauce del torrente pisando tobas y escombros, piedras limosas y lenguas de arena como espadas, voces de agua, presagios e intuiciones. Media legua, media legua, media legua más arriba y de espaldas a la ciudad, allí donde el cauce reseco se ensancha y ya no es tan pedregoso, y sí mucho más arenoso y húmedo a causa de la proximidad de las huertas, David percibe claramente el raspado de un fósforo. Se vuelve y le ve prendiendo la colilla sentado de costado en una roca y doliéndose, en una mano la botella y la cerilla, y en la otra el pañuelo ensangrentado que aprieta contra la nalga. Se te va a infectar, dice David. ¿Por qué no le echas un poco de coñac? El coñac es para otra clase de heridas. Son cosas que ya deberías saber, hijo. ¿Todavía no has encontrado un sitio mejor para esconderte? Aquí me tienes, caído en esta sima de iniquidad, de infección y de mugre, masculla papá con una veta de herrumbre en la voz. David reflexiona viendo avanzar a Chispa con la lengua fuera. Papá, ¿es cierto que el comportamiento del cadáver de un piloto en el mar es imprevisible? Si te refieres al cadáver que pienso, en el mar no lo sé, pero lo que es en casa su comportamiento resultó perfectamente previsible. Si no, pregunta a tu madre. Me refiero al cadáver del aviador que no encontraron los pescadores. Yo también. A ese cadáver me refiero, a ése. Habla mirando a un lado por encima del hombro, en un gesto precavido y altivo a la vez, como si escuchara otra voz en otro lugar, más allá de la de David y de la suya propia. Va descalzo y con los faldones de la camisa fuera del pantalón. Como oscuras serpientes enroscadas en el aire, las raíces de la higuera muerta coronan su cabeza surgiendo del flanco escarpado del torrente. Mamá me ha mentido, dice David. Este perro está para el arrastre. Deberías acabar con el. ¿Tú también con esta monserga? Mírale. ¿Es que no tienes corazón, hijo? Piensa un poco. Yo pienso con el corazón. Y ella nos ha mentido a mí y al poli. Primera vez que le oigo una mentira, lo juro. Tampoco le pidió la orden de registro, pero eso es lo de menos… Tu madre nunca miente, refunfuña papá. Pero ya que en estos tiempos la verdad discurre a ras de suelo, como el turbio estiaje de este torrente bajo la neblina del amanecer, lo veo todos los días y te aseguro que de poético no tiene nada, pues a veces hay que utilizar la mentira para recuperar la dignidad perdida. A ver si me entiendes. Mamá le dijo al guripa que la foto del piloto la recorté yo de una revista. Y no fui yo. Fue ella, dice papá con expresión de perdonavidas. Ella en persona. ¿Ah, sí? Pues entonces ha dicho dos mentiras, porque después me ha dicho que fuiste tú. ¿De veras te ha dicho eso?, inquiere desdoblando el pañuelo empapado, doblándolo de nuevo cuidadosamente y aplicándolo a la nalga a través del roto del pantalón. Joder con la raja, no para de sangrar. Si vuelves por aquí más despierto tráeme un par de pañuelos limpios… Fue tu madre la que vio por casualidad esa foto en la portada de la revista ¿Y por qué hizo eso? ¿La cogió para ti? ¿Para mí? No caigo… Ella dice que tú conocías al aviador. Haz memoria, papá. La memoria es un cementerio, hijo, dice el fugitivo con la voz lúgubre. De todos modos me acuerdo… David había imaginado que la voz podría provenir de su estómago lleno de coñac y hacerse oír como una carraca empapada de alcohol, pero no; salía de su atractiva boca de labios robustos y sonaba desvertebrada, sin timbre, pastosa y rápida y con algo de chunga. Cómo no voy a acordarme del teniente Bryan O'Flynn, prosigue papá. Un tipo alto y rubio, muy simpático y dicharachero. Tenía el brazo tatuado: un corazón con un gusanito en su interior. Era australiano de origen irlandés y sonreía por un lado de la boca de un modo que a tu madre le hacía mucha gracia. Tenía las manos pecosas y siempre decía itismailaif y… ¿Qué significa? …pilotaba un Spitfire. Ocho ametralladoras de ala, se apresura a decir David de corrido, monoplaza, puede elevarse a 3.500 metros en cuatro minutos y ocho segundos y su techo son los 10.000, alcanza una velocidad de 587 kilómetros horas y carga 2.610 kilos. Vaya, sí que estás enterado. Eso lo sabe cualquiera, padre. ¿Y quién clavó a ese bravo teniente en la pared de tu cuarto, tú o mamá? Yo. ¿Por qué lo preguntas? Te pareció un tipo interesante, ¿verdad? Me gusta su cazadora de cuero. Pero no es sólo por eso… Sabe que lo van a matar, y sonríe. ¿Quién es capaz de sonreír, sabiendo que la va a palmar? No lo mataron, dice papá después de echar un trago de la botella. Consiguió escapar. ¿Cómo lo sabes? Siempre sospeché que las cosas son como son, pero me callé por respeto. ¿Respeto a qué, padre? A mis mayores. Y a las mujeres. Hay que ser precavido. Las mujeres andan toda la vida con algún asunto sentimental pendiente, así que conviene tomar precauciones… Ay ay ay cómo duele esta maldita raja. ¿Cuándo parará de sangrar, por las barbas de Lucifer? Te has alejado mucho de nosotros, padre. ¿Por qué? Porque debo reflexionar, hijo. Piensas mucho en mamá, ¿verdad? Sigues muy enamorado de ella, ¿verdad? El amor es para los hombres que no miran atrás. Y yo no hago otra cosa que mirar detrás de mí, ahí está ese desdichado culo… Pero háblame de tu madre. Cómo está nuestra costurera pelirroja, qué hace. Ya sabes, labores de confección para los mercadillos de Camelias y de la Travesera. Vestiditos tobilleros, falditas plisadas, toreritas y todo eso, confecciones para muñecas baratas. Lo hace con patrones de la misma fábrica de muñecas, que son una birria. ¿Y cómo le va con el bebé que espera? Mal. Es un feto muy cotorra. Un día le oí gritar. David se tapa los oídos con las manos, pero el zumbido no cesa. Lleva en el bolsillo del pantalón dos pastillas de chocolate terroso que ya estarán deshaciéndose, las ha cogido de casa por si encuentra a papá, pero no se atrevería a ofrecérselas. No es eso lo que necesita, está bien claro. Lo único que necesita es darle al trago. Echado a sus pies, Chispa suelta un resoplido ronco y descontrolado, como un pellejo que vaciara un aire hediondo. Una nube de abejas sobrevuela el barranco modulando su zumbido, recomponiendo una y otra vez su simetría compulsiva. Pero la percepción más inmediata y persistente, paseando en compañía del perro, consiste siempre en una especie de náusea submarina, la sensación de caminar bajo las aguas muertas que un día pasaron por aquí devorando los márgenes, viniendo de muy lejos, arrastrando árboles y fango y animales y soldados muertos. Chispa no puede ya de calor y fatiga, y David se da cuenta, se agacha y lo coge en brazos. Y cuando se incorpora recibiendo cálidos lengüetazos en la cara y se vuelve diciéndose el matón del poli debería ver esto, debería ver cómo me quiere y me necesita y qué lejos está de querer morirse, y mi padre también debería verlo si estuviera aquí sentado bajo las raíces de la higuera con su culo rajado y su pañuelo manchado de sangre y su botella. Podrían ver sus ganas de vivir y la compañía que me hace y cómo entiende con quién estoy hablando aunque no le vea, de qué modo escucha y mira con sus ojos mansos lo que ni el guripa ni la pelirroja ni nadie sabría mirar ni escuchar… De todos modos, esta misma tarde le asaltaría a David alguna duda respecto a las ansias de vida de Chispa al verlo parado al borde del tajo, mirando el fondo con una angustia y una fijación desconocidas, realmente como si el anciano perro estuviera considerando la posibilidad de acabar de una vez con sus males tirándose al vacío. ¿Pero cabe en la cabeza de un chucho, por grandes que sean sus dolores y aflicciones, la idea del suicidio? Poco antes había estado dormitando despatarrado en los escalones de la puerta de noche, calentando sus huesos al sol, y de pronto se levantó dirigiéndose en línea recta, muy despacio y cabeceando, hacia el barranco. Los pájaros posados en los alambres de la colada ni se movieron al verle, tan acabado iba el pobre. Se paró en el borde y estiró el cuello, sus patas delanteras provocaron un pequeño corrimiento de tierra y pedruscos, y entonces se inclinó aún más sobre el vacío. Acaso no pensaba en matarse al mirar abajo, hermano, pero lo que es seguro es que pensaba ya en otra vida. Seguro. ¿Cómo saber lo que piensa un perro, tontolhaba? ¿De verdad has creído que se iba a tirar? ¡Serás capullo! – ¿Qué estás refunfuñando, David? -dice mamá cosiendo en la mesa camilla. – Nada. Es que me zumban los oídos… ¿Tú crees que Chispa se podría querer morir tirándose al barranco? – Pues quién sabe. Una vez, estando en casa de tu tía Lola, vi a un perro tirarse desde el puente de Vallcarca. – Pero Chispa está ciego -dice David-, no puede orientarse. No sabe dónde está el torrente, ni siquiera sabe volver solo a casa… – Tal vez, hijo. Pero debemos considerar la posibilidad de que el pobre esté deseando acabar con su sufrimiento. Y creo que tú harías bien teniéndolo en cuenta, apiadándote de él… Ya sabes que el inspector Galván se ofreció para ayudarnos. – ¡No y no! ¡¿Cómo va mi perro a querer matarse ni que lo maten?! Me lo habría dado a entender. Mamá clava la aguja en el cojín y endereza la espalda con gesto de dolor. Pero sonríe. – Es posible, hijo. Pero mira, cuando uno quiere morirse de verdad, no suele decírselo a nadie. ¿Me haces el favor de traerme la palangana con agua y sal? Los puños prietos sobre las cuencas de los ojos, todavía en posición fetal y, la verdad, sin demasiadas ganas de abrirme camino hacia el sangriento resplandor de este mundo, me complace ver a David tumbado en su camastro y convocando en sus atormentados oídos el terapéutico rugido del motor del Spitfire. El techo de su cuartito en penumbra acaba de abrirse y aparece en lo alto el espacio infinito y azul con nubes alargadas teñidas de rosa que viajan despacio por encima de la temeraria, arrogante cabeza del piloto bien pertrechado en su carlinga, con las solapas de la cazadora alzadas, con su gorro y sus gafas, con su mirada puesta en el horizonte y su inactiva sonrisa ladeada. Suavemente el avión se inclina sobre un costado y el sol espejea cegador en el parabrisas, luego gira majestuosamente y se sumerge en la alborada roja y esmeralda. Aquí abajo, en este sombrío callejón sin salida, delante de casa, una mariposa negra suspendida en el aire agita sus alas aterciopeladas sobre la mata de margaritas, acechando la secreta intimidad del rocío. Abre la puerta de día con las manos ensangrentadas, la izquierda sosteniendo por las patas traseras un conejo desollado. Frente a él, parado en el umbral, la trinchera abierta y la corbata negra floja en el cuello, el inspector Galván lo mira severamente. – ¿Está tu madre en casa? – Hoy tampoco es su día de suerte, bwana. – ¿Sabes dónde está? La frente humillada y los ojos en el suelo, pero el brazo estirado con el conejo sanguinolento en alto como si exhibiera un trofeo, o más bien como si estuviera empeñado en mostrar la prueba inmediata e irrefutable de una crueldad que no le es ajena, David ensaya su sonrisa meliflua. – No tiene usted chamba, no. Pero le diré a la memsahib que ha venido. ¿Qué más quiere? – Que te portes, mamarracho. Tu madre se merecía algo mejor. – Mi madre, señor, ¿es que no se ha enterado…? Debería usted saberlo, ya que la sigue a todas partes. – Eso a ti no te incumbe. ¿Adonde ha ido? – Déjeme que le cuente. Mi madre, señor, ha tenido un aborto. Se cayó en la cocina cuando se disponía a matar este conejo. Y con la lluvia… – ¿Qué diablos estás diciendo? – Lo que oye, bwana. Una ambulancia se la llevó desangrándose. Ahora mismo la estarán operando de urgencia con transfusiones y con la anestesia y una mascarilla. He tenido que liquidar el conejo yo solo, un golpe de karate en el cogote, así, mire. ¡Listo! Lo hago muy bien, un solo golpe, limpio y rápido y sin compasión, ¿sabe?, no hay que dejarse llevar por la compasión cuando matas un conejo, eso decía la abuela Tecla. Después lo he desollado y le he arrancado las entrañas. El inspector lo mira sin pestañear. El lado más inconmovible de su cara, con la pátina levemente sedosa y los rasgos deprimidos, con el ojo de acero más pequeño e incisivo que el otro, parece afectado por un tic nervioso. Reflexiona durante unos segundos. – ¿Qué vamos a hacer contigo, muchacho? – No lo sé, bwana. Usted verá. – Ya tienes casi quince años. Qué puñeta hay que hacer contigo. – Me gusta su trinchera, ¿sabe? De verdad se lo digo. Es fermi. Yo, una trinchera como ésta, no me la quitaría ni para dormir. Mirando al frente como si fuera a embestir, mientras el guripa sigue ahí plantado como un pasmarote, David tiene ocasión de apreciar muy de cerca las grandes solapas y las presillas, los muchos botones y hebillas que tanto le gustan, y ahora su olfato, o tal vez un soplo de su imaginación, percibe en la tela impermeable de color verde el aroma que los pinos mojados dejan caer sobre el barranco después de llover, cuando él y Pauli con la navaja en la mano acechan inútilmente alguna palabartija. El inspector se desprende de la trinchera y la sacude, se la echa sobre los hombros y vuelve a quedarse quieto y pensativo, las manos cruzadas delante del vientre con el sombrero cogido del ala. Parece acostumbrado a permanecer así, mirándole a uno en silencio, como si esperara ver en su cara algo especial, algo que tiene que ver con lo bueno o lo malo que tú puedas pensar de un perropoli de la Brigada Social, o con algo inconveniente que hayas podido hacer o decir. Tan cerca de uno y tan lejos, tan encima y envolvente con su mirada de agua y al mismo tiempo tan ajeno y distante que no sabes nunca si su actitud esconde la consabida amenaza o tal vez algún secreto deseo de ofrecer amistad y protección. Este hombre es un policía que a veces se comporta como si no lo fuera, diría la pelirroja poco tiempo después. Por consiguiente -habría podido contestarle papá-, es menos de fiar todavía, cariño. Abierto en canal, el conejo no está limpio del todo y le cuelgan tripas sanguinolentas. – ¿Te importaría apartar este jodido conejo de mis narices? -dice el inspector. David agacha más la cabeza y estira el brazo hacia atrás, pero no lo bastante como para ahorrarle al inspector la visión de la carne macerada y humeante. – Una miserable perra gorda nos da el trapero por la piel. Porque somos pobres, que si no… Un día le voy a timar. Conozco un chaval del Carmelo que caza gatos, los ahorca y los vende como conejos. – Vaya. Otro que promete. – ¿Ha sabido algo del hombre que se ahorcó en la calle Legalidad? ¿Ya se sabe quién era y por qué se colgó? Yo sí, tengo unos amigos en la calle Verdi que lo saben todo… El inspector lo acalla apuntándole con el dedo, sin el menor asomo de impaciencia en el gesto ni en la voz: – El otro día te previne, muchacho. ¿Recuerdas lo que te dije? – Sí, bwana. Dijo que voy por mal camino -susurra David-. Pero ya se iba usted, ¿no? ¿O trae una orden de registro? -sin alzar apenas la cabeza observa cómo el policía enciende un cigarrillo con su mechero Dupont, ¡clinc!, y lo vuelve a guardar en el bolsillo-. Porque si quiere registrar la casa otra vez ya puede usted darse prisa, mamá puede morir de un momento a otro por culpa del aborto. Y ahora que lo pienso, no me extrañaría que la bomba atomicia, que decía mi abuela, tenga que ver con eso, porque la verdad es que mamá empezó a sentirse mal el mismo día que el hongo gigante venía fotografiado en el periódico, y debe ser por la radiactividad. A diez mil grados subió la temperatura ese día. El señor Roig, el padre de mi amigo Jaime, tiene una droguería y entiende mucho de química, y dice que la bomba es como una llufa de aire venenoso, y que al estallar lanza como una especie de baba de caracol despanzurrado que primero sube y se mete en las nubes y luego cae del cielo juntamente con la lluvia, y que matará a mucha gente en todo el mundo, a los tísicos y a los que padecen de asma y de bronquitis los primeros… El inspector le deja hablar y sigue fumando. Observa con desdeñosa indiferencia el movimiento de sus labios, pero no parece escucharle. Habla David con la voz queda, sin inmutarse, y podría seguir así durante horas, empalmando trolas una detrás de otra. El conejo desventrado que sostiene en alto con el puño prieto suelta un tufillo cálido y persistente, y el inspector mira en silencio y alternativamente a ambos, al charlatán cabizbajo y al conejo desollado. – Ya basta. Levanta la cabeza. Vamos, arriba. Y mírame, no te voy a comer. ¿Le diste a tu madre de parte mía…? ¿Es que no te atreves a mirarme cuando te hablo? ¡Mírame! – Me duelen los ojos y los oídos, bwana. – ¿Le diste la bolsita de torrefacto que traje el otro día? – Sí, bwana. – ¿Dijo algo? – Dijo qué se habrá creído este hombre, no deberíamos aceptarlo, pero nos viene muy bien. El inspector lo mira en silencio mientras se pone el sombrero. De los dientecillos del conejo, que asoman en la boca abierta, se escurre una gota de sangre que cae entre sus zapatos. El brazo que sostiene el conejo acusa la fatiga, pero la cabeza mantiene su esforzada parodia de sumisión con los ojos tercamente en el suelo. Muchos años después de haber contado él mismo este encuentro, aún veo chisporrotear en su mirada que barre el mosaico aquella malicia burlona y temeraria que habría de cultivar hasta la hora de su muerte, y veo todavía los dientecillos sanguinolentos del conejo desollado que su puño enarbola como una bandera, mientras el inspector Galván gira sobre los talones y lanza por encima del hombro una última mirada, pesarosa y fría, a David y a su presa. Paulino Bardolet irrumpe con lágrimas en los ojos en la oscuridad de la platea y busca el brillo dorado de los cabellos de David entre las butacas. La película hace rato que empezó. …la matanza de Chucoti quedó grabada en la mente de los lanceros del Vigesimoséptimo de la Brigada Ligera como una herida que jamás se cerraría. Brota repentinamente una llama en el dulce rostro de Olivia de Havilland, la llama se extiende y devora sus grandes ojos oscuros y su boca y la peli se esfuma, dejando el Delicias a oscuras. Nada más sentarse junto a David, envolviéndole con su olor a tintura de yodo, su mano temblorosa ha buscado la del amigo, que le rehuye. – Llegas tarde, chaval -dice David. – Mi tío no me dejaba salir. – ¿Otra vez afeitando al ex legionario? – Sí, ahora también cada jueves. – ¿Y siempre para lo mismo, para que hagas de criadita de la casa y le limpies el correaje y el salacot y el uniforme? – ¡Qué remedio! -lloriquea Paulino. – Toma del frasco, carrasco. Y luego le tienes que enjabonar la jeta de gorila y afeitarle… Y encima estarle agradecido. ¡Vas bien, nano! ¿Dices que se deja para que aprendas a manejar la navaja? ¡Y un huevo! Yo que tú le endilgaba un buen tajo en la yugular, y hala, a sangrar como un cerdo. Eso haría yo. – También me deja desmontar y limpiar su pistola y tenerla un rato. Es una Star auténtica… Bueno, podrían encender las luces, por lo menos – añade Paulino removiéndose en la sombra, y en este momento se reanuda la proyección y David le dice cállate, déjame ver la peli, y le clava el codo en el costado-. Ahí no, por favor, creo que tengo una costilla rota. ¡Ay ay cómo duele! – Tienes mucho cuento, Pauli. Pero al rato percibe a su lado la ansiedad de las aletas de la nariz, la resonancia gangosa de la respiración y el fluido rencoroso de los pómulos machacados y del labio tumefacto, y presiente, más que verlo, porque no se atreve a mirarle todavía, la ceja partida y el párpado hinchado tapándole el ojo casi por entero. Ahora la pantalla repele un resplandor plateado casi cegador, que proviene de la vasta llanura entre las colinas de Balaklava, y el galope de los lanceros del Vigesimoséptimo se expande por la platea casi vacía. Los seiscientos cabalgan por el Valle de la Muerte. Paulino se encoge en la butaca y se anticipa a la mirada escrutadora de David y a sus reproches, musitando: – Ya no me duele. No te burles más. David busca en la sombra la mano del amigo, la que antes había esquivado, y permanece un rato en silencio. El capitán Vickers cabalga al frente de sus lanceros hacia las colinas de Balaklava. Media legua… – Vamos ahora mismo a tu casa a hablar con tu padre. – ¡Ni se te ocurra! -dice Paulino-. El tío Ramón me mataría. – Entonces mátalo tú, al hijoputa. Clávale la navaja en el pecho y escapa a la Montaña Pelada. ¡Traspásalo con una lanza, como a ese canalla de Surat Khan! Media legua, media legua, media legua. Por el Valle de la Muerte cabalgan los seiscientos. – Qué peli más buena, ¿verdad, David? – ¡Mátalo! ¡Mátalo! |
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