"Glosa" - читать интересную книгу автора (Saer Juan José)Las siete cuadras siguientes Estábamos en que Leto y el Matemático, una mañana, la del veintitrés de octubre de mil novecientos sesenta y uno habíamos dicho, un poco después de las diez, se habían encontrado en la calle principal, habían empezado a caminar juntos en dirección al Sur y el Matemático, a quien a su vez se lo había contado Botón en el puente superior de la balsa a Paraná, el sábado anterior, se había puesto a contarle a Leto la fiesta de cumpleaños de Jorge Washington Noriega, a finales de agosto, en la quinta de Basso en Colastiné, y en que, después de recorrer unas cuadras juntos, cruzaron la calle con paso idéntico y regular y, los dos al mismo tiempo, plegaron la pierna izquierda elevándola por encima del cordón, con la intención, inconsciente más que calculada, de apoyar la planta del pie en la próxima vereda, ¿no? Pues bien: apoyan nomás la planta. Y el Matemático piensa: "Si el tiempo fuese como esta calle, sería fácil volver atrás o recorrerlo en todos los sentidos, detenerse donde uno quisiera, como esta calle recta que tiene un principio y un fin, y en el que las cosas darían la impresión de estar alineadas, de ser rugosas y limpias como casas de fin de semana bien parejas en un barrio residencial". Pero dice: – ¡Shht! Il terso conchertino dilestro armónico. Un cocoliche inesperado desorienta a Leto, máxime que el Matemático se ha quedado inmóvil, reteniéndolo por el brazo y adoptando una pose teatral consistente en girar un poco la cabeza hacia él, sin verlo, ya que los ojos se han desplazado en sentido opuesto y, dejando de mirar lo exterior, se suman a una expectativa intensa y dulce concentrada en el índice de la mano izquierda, el cual, en el extremo del brazo elevado y ligeramente plegado, señala un punto hipotético del espacio que se extiende ante ellos y en el que el dedo, como la aguja de un detector de metales preciosos, trata de ubicar el nacimiento exacto de la música. De un modo casi simultáneo, Leto la oye a su vez, y su atraso de segundos respecto del Matemático parece provenir menos de causas sensoriales constitutivas, espaciales o acústicas, que de la distracción en que lo tienen sumido sus pensamientos. A pesar de su atraso, los dos localizan su origen al mismo tiempo: una casa de discos que se anuncia a sí misma propalando música hacia la calle, y que abre sus puertas en la vereda de enfrente. Los ruidos matinales de la calle principal, vehículos, pasos, voces, parecen una ganga sonora, indisciplinada y salvaje, en la que se engasta, organizada, la música, pero también, para el oído sutil y especulativo del Matemático, un contraste deliberado y aleatorio en el que la yuxtaposición de ruido bruto y sonido estructurado crea una dimensión sonora más rica y más compleja, una dimensión, decía, ¿no?, en la que el ruido puro, denunciando por contigüidad la naturaleza real de la música, asume un papel moral, como en esos grabados en los que la calavera demuestra, con su sola presencia, la cara verdadera de la doncella. Después de localizar la fuente musical, el dedo del Matemático se pliega y la mano comienza a efectuar en el aire ondulaciones rítmicas que la cabeza, moviéndose, acompaña, no sin que dejen de adherir también, los primeros entrecerrándose, la segunda insinuando una sonrisa arrobada, los ojos y la boca. Y cuando siguen caminando, el cuerpo entero del Matemático parece arrastrado, con discreción desde luego, por la atracción magnética de la música, ante la mirada un poco sorprendida de Leto, que no alcanza a distinguir, en esa especie de bacante moderada en que se ha convertido el Matemático, la pose del entusiasmo sincero. El arrobo del Matemático pasa, casi en el acto, como un momento de locura un poco histriónica, y aun cuando en realidad van acercándose a la fuente de la música, y la oyen por lo tanto con mayor nitidez, el Matemático recupera su actitud serena, indolente, y vuelve a ser el hombre atlético y medido, rubio, alto, todo vestido de blanco, incluso los mocasines, con la pipa apagada en la mano, realizando gestos precisos, estrictos, elegantes, que a esta altura de su vida ya ni siquiera necesita calcular, en fin, el Matemático, ¿no?, que, olvidándose del fondo de ruido y de música, le cuenta: – Botón dice que Washington presentó al mosquito de la siguiente manera: ocho milímetros de vida palpitante. Leto se lo representa, Botón, Washington, el mosquito. Según el Matemático, Washington, una noche del verano anterior, tuvo un encuentro casual con tres mosquitos, de cuyo comportamiento, según el Matemático, y siempre según Botón, extrajo una serie de consecuencias insospechadas, de un orden semejante, le había parecido (a Washington, ¿no?), a las que la distinguida asistencia acababa de extraer a propósito del caballo de Noca. El verano anterior, Washington se ocupaba de sus cuatro conferencias -Lugar, Linaje, Lengua, Lógica- sobre los indios Colastiné, de las que, por el momento, nadie conoce más que los títulos: sumergido en tratados de historia y de antropología, se vio obligado a trabajar de noche a causa del calor, terrible en enero y febrero. Leto, que ha ido un par de veces con Tomatis a lo de Washington en Rincón Norte, no tiene dificultad en imaginárselo sentado ante su mesa de trabajo, frente a la ventana que da al patio lateral en el que, protegidos por la sombra de eucaliptus y de paraísos se extienden, entre senderos de tierra arenosa, canteros de conejitos, de claveles, de margaritas y de malvones. Leto recuerda dos o tres laureles rosa, una glicina, un lapacho, un timbó y, bien al fondo del terreno, como un residuo del campo pretrabajado, cinco o seis aromos. En el patio trasero ha visto un huerto grande y bien cuidado, árboles frutales, un corral y hasta una conejera. – Las famosas cuatro conferencias de Washington sobre los indios Colastiné -dice el Matemático. Leto ha oído hablar de ellas -de un modo fragmentario, por supuesto, como, por otra parte, de todo lo relativo a Washington. Viene trabajando en ellas -Lugar, Linaje, Lengua, Lógica- desde hace cuatro o cinco años; de un modo fragmentario, ¿no?, por ejemplo, que Washington, de quien Leto, antes de mudarse desde Rosario, nunca había oído hablar, en fin, que Washington, por ejemplo, ha estado en la cárcel varias veces, sobre todo en los años veinte y treinta, y que no después, a finales de los cuarenta, ha pasado un tiempo en un psiquiátrico, que se ha casado dos veces y separado las dos, que la hija se casó con un médico y vive en Córdoba desde hace algunos años, que la casa de Rincón Norte, en todo caso el terreno, lo heredó de su padre, farmacéutico en Emilia, con el que desde 1912 hasta su muerte (la del padre, ¿no?), no se habían dirigido más la palabra, que Washington vive de una pensión por invalidez que le dieron cuando salió del psiquiátrico y de traducciones, etc., etc. -y muchas otras cosas desordenadas, que ha ido pescando al azar de las conversaciones, que le ha oído decir a Tomatis, a Barco, a César Rey, a los mellizos, etcétera. Asintiendo, sin volver la vista hacia el Matemático, Leto sacude la cabeza. Ahora han llegado a la altura de la casa de discos, en la otra vereda, así que cuando pasan enfrente pueden oír con mayor nitidez la música que, igual que ellos por la calle recta, ha venido avanzando, por el camino más intrincado de la melodía, hasta ese encuentro pasajero. Pero la indiferencia actual del Matemático respecto de ella es tan completa que Leto siente una irritación rápida, una especie de rebeldía, como si, con esa indiferencia súbita, el Matemático lo defraudara -lo cual de algún modo es exacto, porque cuando lo ha visto absorbido por la música, Leto ha sentido por él una admiración confusa y un poco problemática. Ajeno a todo accidente exterior, el Matemático prosigue: – Pero esa es otra historia -dice. Las conferencias, ¿no? En la noche tranquila de Rincón Norte, en el estudio iluminado y silencioso donde el humo del cigarrillo olvidado en la muesca del cenicero sube callado y regular hacia la lámpara, Washington lee, apacible, el libro abierto sobre la mesa. Y es ahí donde los tres mosquitos hacen su aparición. Aquí el Matemático efectúa una pausa ostentosa y satisfecha, volviendo brusco la cabeza hacia Leto que, para castigarlo por su ligereza de hace unos instantes, decide no registrar el efecto, absteniéndose de desviar la vista del punto fijo ante él muchos metros más adelante en la vereda recta en que la viene fijando, de modo que la sonrisa un poco teatral que el Matemático ha comenzado a esbozar se borra de su cara, y una expresión indescriptible, pero muy leve, de pánico y tristeza, aparece en ella. Pero casi en el mismo momento en que se lo ha propuesto, Leto, por falta de carácter o por desaprobar en el fondo lo pueril de su actitud, cede y gira la cabeza, adoptando una expresión intrigada no menos teatral que la pausa satisfecha del Matemático. El Matemático revive. Nuevos relentes del Episodio, en onda fugaces, tenues y sucesivas, lo han asaltado, relentes de los que la expresión leve de pánico y tristeza, que acaba de pasar inadvertida para Leto, ha sido únicamente la manifestación más exterior, como las lámparas de Entre Ríos que, según dicen, vibraron, parece, la noche del terremoto de San Juan. Las ondas refluyen, y en la imaginación del Matemático, Washington, absorto en la lectura, oye el triple zumbido mucho después que los mosquitos han comenzado a revolotear en la pieza, por encima de su cabeza, en algún punto entre la mesa y el techo -y esto, desde luego, según Botón, y, según Botón, según Washington. Ahora, casi a cada puerta de calle, abierta a menudo entre dos vidrieras, corresponde un negocio. En la vereda de enfrente, por ejemplo, después de la casa de discos, que va quedando atrás, dé modo que la intensidad de la música disminuye, hay una sedería, una mueblería, el negocio de artefactos eléctricos Por razones estadísticas, más que de popularidad efectiva, el Matemático se ve obligado, de tanto en tanto, a saludar, ya sea con un ademán rápido, con un movimiento de cabeza, o con alguna fórmula escueta y convencional, a los conocidos que va cruzando -estadísticas que por una parte desfavorecen a Leto ya que, como vive en la ciudad desde hace poco tiempo, tiene muchos menos conocidos que el Matemático, que pertenece a ella ¿Por qué los odiaba tanto? El Matemático sacudía la cabeza: Ese odio añejo, ya casi rancio, del Matemático por su propia clase, aparte de exteriorizarse en confidencias ocasionales, no transparentaba casi nunca en sus gestos ni en sus actos, no porque tratara de disimularlos, sino por una especie de fatalismo -no valía la pena ocuparse de ellos, no eran interesantes, para qué perder el tiempo en escupirles la cara si la vida entera no le alcanzaría para meditar la Ética de Spinoza o la paradoja EPR. Sin embargo, algo salía a veces de ese odio al exterior, puesto que el Matemático, que era atento, cordial, respetuoso, en algunos casos hasta la afectación según Tomatis, cuando estaba frente a un patricio, a un pudiente cualquiera, un sobrino de obispo, un ministro, o un hijo de general, no podía reprimir una condescendencia irónica ante lo que él consideraba, de antemano y sin apelación, las inepcias del otro. Si el encuentro tenía lugar en presencia de algún testigo, de alguien a quien respetaba o admiraba, esa ironía no estaba exenta de crueldad, como si con ella tratase de diferenciarse al máximo de su interlocutor. El Matemático, ¿no? ¡Y cómo lo habían marcado los mismos que detestaba! Basta verlo ahora, en la calle principal, todo vestido de blanco, incluso los mocasines comprados en Florencia, bronceado bien parejo, alto, rubio, al abrigo de la imperfección y de la contingencia para quien, como Leto, lo observa desde el exterior, a tal punto que su sola presencia, sus expresiones exactas y pausadas, el cúmulo aparente de sus atributos positivos, refuerzan todavía más en Leto su sentimiento de exclusión, de torpeza, de ser no el capricho, sino el error irredimible del Todo. Pero ya han llegado a la esquina, ese ángulo recto que, en los cálculos sumarios de Hipodamos, interrumpiendo abrupto la vereda, introduciendo un hiato evidente para conductores y peatones, facilitando la orientación, la circulación y la visibilidad, geometrizando de un modo ilusorio el espacio que, a decir verdad, no tiene forma ni nombre, pondría un orden convencional en las mañanas del Pireo. Sombra, baldosas grises, sol lateral, cordón, empedrado, cordón, baldosas grises, sol lateral, sombra: ya están, sin novedades ni mayores modificaciones de ritmo o velocidad, ni sobre todo de trayectoria, caminando por la vereda siguiente. El Matemático dice que Washington, cuando oye el triple zumbido, levanta, un poco extrañado, la cabeza, y ve los tres mosquitos revoloteando no lejos de la lámpara. Extrañado porque el último verano ha sido demasiado seco como para que las larvas, y después las ninfas, como les dicen, de esos así llamados dípteros, hayan podido acrecentar su prole, o sea, como se dice, proliferar. Mosquitos, a decir verdad, no escasean en la región y si en invierno hacen, como quien dice, las valijas y desaparecen, después, a partir de noviembre, cuando el calor comienza a apretar, si ha llovido lo suficiente como para que larvas y después ninfas prosperen, el aire se pone negro al atardecer, y los animales de sangre caliente se ven obligados a desplazarse a los cabezazos entre nubes insistentes, rapaces y zumbadoras. El hombre -el hombre, ¿no?, el ser humano, que compone, en su conjunto, lo que llaman la humanidad, o sea la suma de individuos desde la aparición de la especie, como la llaman, en, pareciera, el África oriental, por salto cualitativo en ramas evolutivas colaterales, y los atributos específicos que él mismo se atribuye-, el hombre decíamos, o decía, mejor, el que suscribe, le ha puesto ese nombre, diminutivo o peyorativo de mosca, siguiendo sin duda una clasificación anatómica por tamaño, bastante imprecisa de todos modos, pero en fin, de todos modos, en forma imprecisa y todo, no hay otra salida, hay que nombrar. Todo esto, desde luego, según el Matemático, más o menos y siempre según Botón, y, según Botón, decía, según Washington. Pensándolo bien, nadie dice los mosquitos, todos dicen el mosquito, como si fuera siempre el mismo y como si, por medio de esa sinécdoque, que le dicen, se tratara de escamotear o, quizás, al contrario, de sugerir, el problema fundamental: ¿uno o muchos? ¿Es siempre el mismo mosquito que, rehaciéndose una y otra vez del golpe que lo aplasta contra la pared blanca, vuelve a la carga cada anochecer de verano, o nuevas hordas de individuos, flamantes e igualmente transitorias, brotan todos los días, ávidas, de los pantanos, en busca de su sangre necesaria, para, después de haber sido larva, ninfa, punta volátil y zumbadora, si ha logrado escapar al manotazo asesino, digerir burguesamente, decaer y morir? ¿Forma parte de los que, definitivamente, nacen y mueren, o mecanismos intercambiables y biodegradables vienen a rellenar sucesivos un ente de ocho milímetros que pica y zumba, esencia invariable sin contingencia ni destino, exterior al melodrama espacio-temporal, y sin diferenciación individual? ¿Su función es ser alguien en la vida o palpitación anónima que va absorbiendo, a medida que aparece, para brillar inmutable, imperecedera, aun cuando no tuviese más cuerpitos grises que devorar, insaciable, la esencia? Y previa, dicen algunos, extrafáctica, postempírica, ultramaterial, etc., etc. -en fin, más o menos, según el Matemático seguramente no según Botón, pero sí, seguro, piensa, a través de Botón, según Washington. Leto va siguiendo, no sin dificultad, el relato del Matemático que lo explaya sin concesiones pedagógicas y sin preciosidad pero que, pareciera, va cobrando orden y sentido a medida que es proferido en frases claras y bien construidas, no solamente para el oyente, sino también, e incluso en mayor medida, para el relator, más atento a la coherencia del relato que su oyente, ya que, concentrándose en la formación de sus frases, de sus conceptos, estructurando sus recuerdos, sus interpretaciones, sus fragmentos de recuerdos y de interpretaciones, el Matemático es menos vulnerable a las interferencias sensoriales que Leto, para quien la historia de la que el Matemático parece tan empapado y satisfecho es un compuesto heterogéneo de palabras vagas y opacas, a las que casi no presta atención, y de tramos transparentes gracias a los cuales su imaginación, que se enciende y se apaga con intermitencias, fabrica visiones expresivas y nítidas: hubo una comilona en lo de un tal Basso, en Colastiné, a fines de agosto, para festejar el cumpleaños de Washington y se pusieron a discutir de un caballo que había tropezado; al Matemático -es Tomatis el que le puso el sobrenombre- se lo había contado Botón el sábado anterior en la balsa de Paraná, Botón, un tipo al que había oído nombrar muchas veces, pero que no tenía el gusto de conocer, y después Washington había dicho que el ejemplo del caballo no era adecuado para aplicarlo al problema que estaban discutiendo -Leto se pregunta oscuramente, sin atreverse a plantearle el caso al Matemático por temor de que el Matemático lo desprecie un poco, cuál diablos podría ser ese dichoso problema-, que el mosquito, si Leto ha entendido bien, sería un ente más apropiado, en razón de su carencia de finalismo antropocentrista, para utilizarlo como objeto de discusión y que justamente él, Washington, ¿no?, el verano anterior, después de medianoche, mientras trabajaba en sus cuatro conferencias -Lugar, Linaje, Lengua, Lógica- sobre los indios Colastiné, había tenido la ocasión de observar tres mosquitos que por su conducta singular, adquirían valor paradigmático y servían, más que el caballo, sobrecargado de proyecciones, para esclarecer el debate, todo eso, en la imaginación de Leto, ilustrado con pinturas esporádicas y fugaces, Basso y Botón puteando en el fondo de un patio impreciso, en un atardecer de invierno benigno, Beatriz armando un cigarrillo, el auto celeste de Marcos Rosemberg, llegando, cintilante y sin ruido, ante la casa de Basso que Leto nunca visitó, los amarillos y los moncholos envueltos en hojas de Leto alza el brazo y señala la vereda de enfrente, unos veinte metros más adelante. – Tomatis -dice. El Matemático se interrumpe y mira en la dirección que Leto acaba de señalar, un poco desorientado primero, como si saliera de un semisueño, y, cuando comprende, sacude afirmativo la cabeza y empieza a esbozar una sonrisa. – En efecto. Pane lucrando -dice. En efecto; y, como diría el Matemático, pane lucrando. En mangas de camisa, la cara vuelta hacia el Sur, en el escalón superior de los dos de granito reconstituido que conducen a la entrada principal de Pero no es exactamente eso, no -no mal humor. No. Tomatis, que tiene la cara vuelta hacia el Sur, como decía, hacia el pleno centro en rigor de verdad, y a pesar de los autos que pasan, de la gente que va y viene, del sol de la mañana -porque es, como decía nomás hace un momento, la mañana- del exceso rugoso y cambiante de lo perceptible, que podría ser uno de los nombres adecuados para darle a eso, está, desde que abrió los ojos en su cama, en un estado turbio y doloroso, del que la camisa arrugada, el pantalón lleno de manchas y la barba de tres días son la manifestación exterior, del mismo modo que la expresión ausente y preocupada. Desde el despertar, la realidad lo amenaza -la realidad, ¿no?, que es otro nombre, y de los menos felices, posible para eso, y que puede ser, a causa de su opacidad obstinada, adversidad y amenaza. De tanto en tanto, esas crecidas de amenaza lo visitan y cubren, oscureciéndolas, sin excepciones, las cosas. Ayer ha estado lo más bien, en acuerdo consigo mismo y con el mundo, y aunque el día ha transcurrido sin exaltación particular, él, Tomatis, ¿no?, lo ha ido atravesando también sin divergencias, bien amoldado a su envoltura, contemporáneo estricto de sus actos e idéntico a cada uno de ellos, el despertar, el trabajo, la comida, recuerdos neutros y proyectos tranquilos, las conversaciones, un paseo por la costanera al atardecer, aprovechando el buen tiempo, y un poco de lectura a la luz de la lámpara, en su cuarto de la terraza, después de la cena -un día entero, homogéneo, de primavera, sin accidentes, con su tinte apacible de permanencia, de continuidad, de existencia inequívoca y llana, uno de esos días que, por su naturalidad lisa y repetitiva, deben haber dado origen a la noción de eternidad. A eso de medianoche, sin novedades, se ha ido a acostar y él, Tomatis, a quien de tanto en tanto, y durante semanas, el insomnio lo hace dar vueltas cada vez más desesperadas en la cama hasta que, como dicen, lo sorprende el alba, anoche, justamente anoche, se ha dormido en el acto, sin soñar nada, con un sueño tan tranquilo que a la mañana, al despertar, lo primero que ha comprobado es que la cama con él bien encastrado entre las dos sábanas está casi intacta, como si – ¿Eh? -dice el Matemático, inclinándose un poco hacia la vereda de enfrente para oír mejor, y cuando Tomatis vuelve a dirigirse a él, alzando un poco más la voz, el ruido de una motoneta que acelera entre las dos filas de autos tapa otra vez sus palabras. El Matemático hace muecas exageradas, tratando de escuchar, sacude varias veces la cabeza sin dejar de reírse, para mostrar su contrariedad, y después, haciendo un ademán repetido con el que le indica a Tomatis que no se precipite, baja a la calle y, sorteando con rapidez, y a los saltitos, los autos que pasan lentos, empieza a cruzar. Más prudente, Leto, del que el Matemático parece haberse olvidado por completo, se resigna a seguirlo, pensando, mientras llega junto a ellos, en la vereda de enfrente, con un par de metros de retraso, maravillado por el contraste que presentan, en su aspecto exterior, Tomatis y el Matemático: "Por el modo de vestirse, cada uno hace de su cuerpo una ficción". Ahí están, en efecto, abrazándose, en la vereda, dándose palmadas en los hombros, en la espalda, en los brazos: el Matemático, todo vestido de blanco, incluso los, etc., etc., ¿no?, como decía, y Tomatis, el pelo oscuro y revuelto, la barba de tres días, la camisa y el pantalón que hubiese debido cambiarse esta mañana, después de afeitarse y darse una buena ducha tibia, si la amenaza, ocupando el lugar del Todo -que podría ser otro nombre, ¿no?- no le hubiese arrebatado a cada uno de sus actos, incluso los más banales, necesidad, gusto y sentido: "Si de todos modos voy a… y el universo entero tarde o temprano también va a… para qué diablos darse una ducha y cambiarse el pantalón", piensa, con estremecimientos minúsculos y depresivos, más que con imágenes claras o palabras, abandonándose, entre uñas negras y pies mal lavados, a una descomposición anticipada. Separándose del Matemático, Tomatis le lanza a Leto una mirada severa y chistosa al mismo tiempo. – Te veo hasta en la sopa -dice. Y después, al Matemático, volviéndose a reír y aludiendo a los gritos de hace unos instantes-: No, yo decía si ese bronceado viene de la Costa Azul. – En parte -responde, modesto, el Matemático. – ¿Y? -dice Tomatis-. ¿Dónde la tienen las europeas? – Una en cada axila -dice el Matemático. – ¡No digas! – Palabra -dice el Matemático-. Que te caigas muerto ahora mismo. – ¡Guá, Matemático! -dice Tomatis, con admiración distraída. Algún pensamiento extraño lo atraviesa, porque se queda en silencio unos segundos, mirando con atención sombría y rápida la brasa de su cigarrillo, y después se vuelve hacia Leto-: ¿Cómo va la cosa? – La cosa bien. Yo más o menos -dice Leto. Tomatis se echa a reír. – Qué humor tan fino -dice. Y al Matemático-: ¿Hay humor así de fino en Europa? – Hay, hay -contesta el Matemático, ratificando su afirmación con un movimiento solemne de la cabeza. – Entonces respiro -dice Tomatis. Y así, en fin, más o menos. Leto y el Matemático han, como se dice, registrado el cambio brusco en su actitud, cada uno por su lado, y los dos están convencidos en su fuero interior de ser el único que se da cuenta, a diferencia de Tomatis que, desde luego, no parece enterado y sigue actuando de modo tal que los otros perciben, a través de su euforia dicharachera, la confusión turbia y el agobio, apelmazados en el revés de sus risas hábiles y de sus sentencias ingeniosas. La diferencia entre la expresión ausente y ansiosa que han sorprendido desde la vereda de enfrente y la jovialidad actual, tan repentina y mecánica, produce en Leto y en el Matemático cierta incomodidad, como si en el disimulo repentino de Tomatis hubiese algo obsceno y vergonzante, mientras Tomatis, ajeno a esas impresiones y persistiendo en su retórica mundana, alza hacia el Matemático la cara oscurecida por la barba: no, fuera de broma, ¿cómo le ha ido por Europa? El Matemático vacila. Un sentimiento de pena y de irritación lo traba unos segundos ante la jovialidad compulsiva de Tomatis -desearía, no es cierto, que Tomatis, al tanto de que los otros lo han sorprendido en medio de una perturbación íntima, mostrase menos duplicidad o mayor lucidez adecuando su comportamiento a su estado de ánimo verdadero, pero al mismo tiempo se dice, el Matemático, ¿no?, que se trata tal vez de un orgullo semejante al que lo induce a él mismo a ocultarle al mundo, con precauciones minuciosas, los signos del Episodio, y Leto, que sin que el Matemático lo sospeche, está experimentando los mismos sentimientos, llega casi al mismo tiempo que él a la misma conclusión: "Tanta alegría de vernos muestra más desconfianza que amor"; todo esto, desde luego, sin palabras ni imágenes precisas y, desde luego, más o menos. Después de esa vacilación que Tomatis, obcecado, no percibe, y que Leto atribuye, no sin cierta razón, al cansancio anticipado del Matemático que ya ha debido salmodiarla muchas veces, el Matemático empieza a proferir, monocorde, su lista de ciudades: Aviñón, un calor matador; Barcelona, la quintaesencia del alma rosarina; Copenhague, parecieran más orgullosos de An-dersen que de Kierkegaard; Nápoles, el mismo ambiente que en el Mercado de Abasto; Bruselas, por el Censo de Belén; Fribourg, el Herr Professor debía estar de vacaciones; Roma, se la imaginaba de otra manera; Nantes, el término medio meteorológico. Como Tomatis parece no escucharlo, ocupado, con seriedad, en darle la última chupada al cigarrillo y tirarlo después a la vereda, el Matemático se interrumpe, pero una mirada impaciente y un poco sorprendida de Tomatis lo incita a proseguir: Rennes, a las siete de la tarde, las calles se vacían; Atenas, Pergamino más el Partenón; Lisboa, les parecía que podía verse Entre Ríos desde la plaza del Comercio; Varsovia, no dejaron nada; Oxford, una manga de snobs. Fugaces, sucesivas, pulidas y simplificadas por la memoria caprichosa, las imágenes que las palabras del Matemático van sacando al exterior, al aire soleado de la mañana, parecen rebotar contra la expresión deshecha, oscurecida por la barba, de Tomatis -Tomatis, ¿no?, pálido y barbudo, con el pelo revuelto, la camisa arrugada y el pantalón lleno de manchas que, entre Leto y el Matemático, no sólo por su posición en la vereda sino también por su estatura e incluso por su edad, ha adoptado, sin mirar a ninguna parte aunque con la cabeza ligeramente alzada hacia el Matemático, tal actitud de inmovilidad que el sacudimiento rápido y un poco nervioso de sus párpados para defenderse de la luz parece una facultad autónoma, un poco extraña y sin relación con el resto del cuerpo; Tomatis, decía, ¿no?, asido, por decir así, desde el despertar, por la amenaza, lo sin nombre, que lo tendrá el día entero, la semana entera quizás, en una zona ensombrecida; y mientras oye hablar al Matemático piensa: "si voy a… y el universo entero también va a… tarde o temprano va a… va a…", en tanto que el Matemático, sin dejar de vigilar la expresión ruinosa de Tomatis ni de recitar, con aplicación, sus impresiones europeas, está pensando: "Ahora, por lo menos, no simula escuchar". Y Leto: "Por su versión de los hechos, más larga y más irónica, se nota que lo estima más que a mí". En fin, todo eso, más o menos, ¿no? -y después de todo, qué más da. Han visitado, concluye el Matemático, varios centros científicos importantes. – En cierto sentido, no estoy en desacuerdo -dice, imperturbable, el Matemático, sin ignorar que, de algún modo, sus estudios de ingeniería y tal vez su persona entera están incluidos en la caracterización de Tomatis. Y metiendo la mano en el bolsillo y sacando una hoja doblada en cuatro, agrega-: Ya que estamos, ¿te sería incómodo alcanzarle a tu colega correspondiente el comunicado de la Asociación? Gracias. Con la misma convicción y buena voluntad que si se tratara de una víbora cascabel, Tomatis agarra la hoja doblada en cuatro que le tiende el Matemático. Se echa a reír. Leto y el Matemático se ríen; esta vez, la risa de Tomatis parece sincera, espontánea, como si, venciendo el agobio, el hecho de no ser un ingeniero sin sutileza ni elegancia en la expresión bastase, en las maquinaciones curiosas que se despliegan en su interior, para hacer retroceder, por alguna razón desconocida y durante unos momentos, la amenaza. Toda su persona es clarificada por la risa -la risa, ¿no?, esa euforia repentina, que sale a la cara entre estremecimientos corporales y destellos en el interior, abstracta y presente, de la que no se podría decir por qué ciertas imágenes y no otras liberan el chorro instantáneo y brillante que actualiza, durante unos instantes, la coincidencia con las cosas. Dejándose llevar por el impulso de un buen humor, Tomatis mete la mano en el bolsillo del pantalón y saca otra hoja doblada en cuatro, casi idéntica a la que acaba de darle el Matemático. – Yo también escribí un comunicado esta mañana -dice, y, sin otra aclaración, se pone a leer lo que está escrito en la hoja: Una sombra tenue pasa, rápida, por la cara de Tomatis. Sin haberlo pensado nunca, sabe que un pedido de relectura es una forma velada de indicar que el efecto buscado por el lector no ha alcanzado al oyente y que el oyente, o sea Leto, ¿no?, para no verse en la obligación de ensalzar lo que no le ha hecho ningún efecto, utiliza el pedido de relectura con fines dilatorios y también para preparar, durante la relectura, un comentario convencional que deje satisfecho a Tomatis. Pero en rigor de verdad, Leto no lo ha escuchado: mientras leía, recuerdos desteñidos, sin orden, y casi sin imágenes ni contenido, lo han arrancado de la mañana de octubre, llevándolo muchos meses atrás, al período durante el cual, gracias a la diligencia de Lopecito y a causa de la fuga compulsiva de Isabel, se han venido a vivir a la ciudad. Leto percibe la humillación leve, a su juicio injustificada, de Tomatis, cuando comienza a leer por segunda vez el poema y siente, sobre todo, mientras asume una expresión mucho más atenta que la que hubiese bastado a una atención natural, la mirada que clava en su rostro, desde un poco más arriba que su cabeza, el Matemático, quien parece haber asumido, solidarizándose con Tomatis, un control severo sobre la emoción estética que, perentoria, la lectura debe despertar en él, control que, desde luego, produce un efecto inverso al deseado, ya que por su presión excesiva sobre Leto se convierte en un motivo de distracción. La voz monocorde, aflautada y lenta de Tomatis, un poco diferente de su voz natural, va profiriendo las sílabas, las palabras, los versos del poema, estructurando, gracias a su entonación artificial, un fragmento sonoro de esencia paradójica, como se dice, ¿no?, que al mismo tiempo pertenece y no pertenece al universo físico-así, físico, ¿no?, que es, también, otro modo que tienen de decirle a eso, el magma ondulatorio y material, tan desmedido en su exterioridad, menos apto al rito que a la deriva, aunque el animal soñoliento que lo atraviesa, fugaz, sospechando su existencia, se obstine en naufragar contra él en asaltos clasificatorios y obcecados. Austera o lapidaria, la voz de Tomatis declama: – Redondo -estima por fin Leto. – ¿No tenés una copia? -pregunta el Matemático. Tomatis vacila un segundo, y después, desprendido y grandioso, le entrega la hoja al Matemático. – Intercambio oficial de comunicados entre la Asociación de Estudiantes de Ingeniería Química y Carlos Tomatis -proclama. – Unos años más, y esto vale millones -dice el Matemático, echándole una mirada admirativa a los versos mecanografiados en el centro de la hoja, y metiéndose la hoja en el bolsillo después de darle un beso ostentoso y de doblarla en cuatro con cuidado y facilidad, siguiendo los dobleces previos hechos por Tomatis. Y después-: – Unas cuadras -accede Tomatis con reticencia. Se ponen en marcha, siguiendo por el sol, y ocupando todo el ancho de la vereda, a tal punto que Leto, que va del lado de la calle, camina casi sobre el cordón y de tanto en tanto se ve obligado a echar miradas rápidas por encima de su hombro para que no lo rocen los autos que pasan lentos a su lado. Como Tomatis ha quedado en el medio, forman un grupo decreciente, del Matemático a Leto, no únicamente en cuanto a estatura y corpulencia, sino también a edad, ya que Tomatis tiene un par de años menos que el Matemático y tres o cuatro más que Leto. Pero el peso de la amenaza, que ha vuelto a surgir, distingue a Tomatis de los otros dos, a causa de la palidez excesiva, de la barba de tres días, de la ropa arrugada y manchada, pero sobre todo de su mirada inconstante, de su expresión ruinosa, de los sacudimientos leves de su cuerpo, de sus movimientos de cabeza bruscos, inacabados y caprichosos. Simulando no prestarle atención, Leto y el Matemático no dejan de percibirlo. Y después de caminar unos metros en silencio, el Matemático, de un modo impersonal e indirecto, lo interroga: él, Tomatis, que ha estado presente, ¿qué versión puede darles del cumpleaños de Washington? Porque ellos, Leto y el Matemático, ¿no?, tienen la de Botón, plagada de interpretaciones inverificables, de afirmaciones subjetivas y, sospecha, de anacronismos. El se ha encontrado con Botón en la balsa, el sábado anterior y, justamente, venía refiriéndole a Leto lo que Botón le contó. Como Tomatis no responde, limitándose a sacudir la cabeza con desdén contenido, el Matemático lo mira: ¿algún problema? – Más vale me callo -dejan pasar, sobreentendiendo el colmo de la abyección, los labios nerviosos de Tomatis y, demostrando triunfales la inconsistencia del plano denotativo, prosiguen sin transición (y más o menos): poco más o menos, el cumpleaños de Washington ha sido un rejuntado de borrachones, pistoleros y cabareteras. Por ejemplo, sin ir más lejos, Sadi y Miguel Ángel Podio, que se presentan como la vanguardia de la clase obrera, no bien pierden una elección desalojan a balazos del sindicato a los miembros de la lista ganadora; él, Tomatis, no se explica cómo esa noche vinieron sin sus guardaespaldas. De Botón, ni hablar: se había querido violar a la Chichito en el fondo del patio; la salvaron sus reflejos de burguesita y el hecho de que Botón estaba tan borracho que no únicamente ya ni se le paraba, sino que las piernas apenas si lo sostenían. Y la prueba de que estaba borracho la suministra el hecho de haber elegido justamente a la Chichito, inabordable para todo el que no haya pasado antes por el Civil, cuando había entre las mujeres presentes dos o tres que hubiesen ido con mucho gusto a darse una vuelta por el fondo, y tan livianas que hasta Botón les hubiese parecido un partido interesante -de Nidia Basso, por ejemplo, se decía que sufría de fiebre uterina, y él había oído decir que a Rosario, la mujer de Pirulo, que trabajaba de enfermera en una clínica, le gustaba sangrarse de tanto en tanto con una jeringa. ¿No habían visto lo pálida que era? Por encima de la cabeza de Tomatis, echada un poco hacia adelante en razón de la fuerza de sus disquisiciones, Leto y el Matemático cruzan una mirada perpleja y rápida con la que sellan, en esa situación de emergencia, un pacto del que la mirada fugaz da por sobreentendidas las cláusulas principales: 1°) esta mañana, Tomatis parece encontrarse en un estado de ánimo especial; 2°) Ignorando el pacto que acaba de establecerse por encima de su cabeza e incapaz de percibir en el silencio discreto y un poco avergonzado en el que caen sus palabras una muestra de reprobación, de escepticismo o de incomodidad, Tomatis prosigue: para colmo, después de la comida, a eso de medianoche, habían caído Héctor y Elisa, que andan siempre a las patadas, y Rita Fonseca, la pintora a la que, entre otros, se mueve Botón, y que cuando está borracha quiere mostrarle las tetas a todo el mundo. Y por último, a las cuatro de la mañana, había llegado Gabriel Giménez, que hacía tres noches que no se acostaba y que quería hacerle aspirar a toda costa a Washington un papelito de cocaína. El taxi que lo esperaba en la puerta, según Tomatis, lo tenía alquilado desde la mañana anterior. El Matemático ya le ha oído contar la historia a Botón, el sábado anterior, en el banco de popa, y aun viniendo de fuente tan sospechosa, su versión le ha parecido más verosímil, o en todo caso más elegante que la de Tomatis: según Botón, como decíamos, o decía. mejor, hace un momento, un servidor, según Botón, decía, ¿no?, Gabriel Giménez, en efecto, llegó en taxi a eso de las cuatro de la mañana, excitado sin duda a causa de sus papelitos de cocaína, y según Botón según el propio Giménez, después de tres noches consecutivas de no haberse acostado -algo frecuente en el caso de Giménez, en el caso de Botón y, sobre todo, en el caso de Tomatis y, en el caso de Tomatis, no pocas veces en compañía del propio Giménez, con quien son inseparables- de modo que, piensa el Matemático, Tomatis debería observar algunas reglas elementales, por ejemplo abstenerse de juzgar en los demás lo que cuando se trata de sí mismo suele considerar con tanta benevolencia. Y, según Botón, Giménez no sólo no había perturbado la fiesta a causa de su estado, sino que habría agregado, con su delicadeza innata y su amor sincero por Washington que, en tiempos normales, Tomatis sería el primero en reconocer, una pizca de sal a los acontecimientos: para estar con Botón, Gabriel se acercó a Washington y, haciendo una serie de reverencias lentas y gentiles, en la que todos los presentes podían reconocer una gracia superior, le presentó, con un gesto semejante al del ofertorio de la eucaristía, el papelito de cocaína, especie de hostia oblonga muy apreciada que Washington, halagado por la distinción que suponía el ofrecimiento, con una sonrisa cortés y una caricia rápida en la mejilla de Giménez, rechazó argumentando no comulgar con la secta pero declarándose al mismo tiempo partidario de la tolerancia religiosa. – Sí -dice el Matemático-. Botón me contó. Tomatis no parece escucharlo. Están llegando a la esquina: un atolladero de autos y de colectivos que se interceptan unos a otros trata de fluir en el cruce, a causa de que en la esquina la calle se vuelve exclusivamente peatonal, de modo que los autos que vienen desde el Norte se ven obligados a doblar por la transversal, para evitar las barreras que impiden seguir adelante, y los que vienen por la transversal únicamente pueden seguir derecho o doblar hacia el Norte. De tanto en tanto alguna bocina connota, mediante la producción artificial de, como las llaman, ondas sonoras convencionales, la impaciencia y, podría decirse, la excitación nerviosa de los conductores, lo que, sumado al pito perentorio pero inconsecuente de un agente de tránsito que revolea los brazos sobre una tarima, y al rumor general de la ciudad sobre el que resaltan los ruidos más cercanos y diferenciados, agrega algunas variables imprevistas al esquema ideal de intersecciones periódicas concebido por Hipodamos. Leto, Tomatis y el Matemático se dispersan, adoptando estrategias separadas para cruzar, mediante tanteos, desvíos, avances y retrocesos, por entre los vehículos inmovilizados, y cuando llegan al otro lado, casi en el mismo momento, retoman la posición inicial, de mayor a menor, y siguen caminando juntos, esta vez por el medio de la calle, desembarazada, por varias cuadras y durante algunas horas, de toda clase de vehículos -Tomatis en el medio, refractario al silencio circunspecto de los que lo acompañan, a la reticencia un poco desolada que genera, hosco y desprevenido, su relato, y que, enceguecido por la compulsión amarga de la amenaza, no se abstiene de continuar: no, la verdad, no fue una buena idea haber invitado a toda esa gente, a todos ésos, varios de los cuales, por otra parte, no tenían ningún derecho a estar presentes; debió haberse hecho algo más íntimo, con los verdaderos amigos, los que, cuando Washington se da vuelta, no tienen la costumbre de clavarle la puñalada por la espalda: Pirulo, por ejemplo, que se cree con derecho a mirarlo desde arriba porque Washington no comparte su culto supersticioso por los criterios cuantitativos en sociología, o el Centauro Cuello, que ahora pretende ser uno de sus íntimos, pero que cuando en el cuarenta y nueve los peronistas, para neutralizarlo políticamente a Washington que pedía todo el poder para el pueblo, lo habían hecho encerrar en el manicomio, él, que estaba entre los dirigentes de la juventud, se había lavado las manos; y todavía él, Tomatis, ¿no?, no está seguro de que Cuello no haya estado metido hasta el ídem en la maquinación. Lo mismo podría decirse de Dib, que, cuando fue dirigente del Centro de Estudiantes de Filosofía en Rosario, se las ingenió, con pretextos políticos, para boicotear una conferencia que los Cohen le habían obtenido a Washington con el fin de mitigar su miseria, porque hacía un año que no le pagaban la pensión -y de la vocación y del rigor filosófico de Dib puede poseerse, dice Tomatis, una prueba palpable cuando no se ignora que Dib, en cuya boca la palabra idealista es el peor de los insultos, apenas dispuso de capitales que le dejó su padre al morir, abandonó los estudios y se volvió a la ciudad para instalar un autoservicio, no sin dejar de calcular, él que se dice marxista, que la ventaja principal de un autoservicio es que puede funcionar, como las estancias de la oligarquía, con muy poco personal. De todos modos, dice Tomatis, haber sido dirigente del Centro de Estudiantes, ya es una prueba suficiente de su vocación de negrero, porque entre las costumbres de esos señores figura en primer lugar mandar al frente a la tropa durante las manifestaciones y reservarse para ellos los puestos de la jerarquía. No, a decir verdad, había varios que estaban de más esa noche. Y varios que no estaban y que deberían haber estado. Leto le echa una mirada discreta, de reojo, para ver si la última frase ha querido reparar la falta de no haberlo invitado, pero el perfil pálido de Tomatis no se modifica cuando lo roza su mirada; y, del otro lado, el Matemático, a quien también la frase acaba de llamar la atención, dictamina, en su fuero interno que, casi seguro, esa frase está dirigida a sus oyentes, no porque la ausencia de sus oyentes en la fiesta de cumpleaños le parezca una injusticia capital, sino porque, para mitigar un poco la malevolencia de su discurso, Tomatis estimula sin proponérselo de un modo deliberado la vanidad de sus oyentes para equilibrar la negrura de sus descripciones. La pausa de Tomatis le parece una confirmación, de modo que discreto pero no menos perentorio, aprovechando la cesura, se atreve a sugerir: ¿no está exagerando un poco? Está bien que la versión de Botón no es muy de fiar, sobre todo cuando pretende, en vez de atenerse con circunspección a los hechos, aderezarlos con sus propias interpretaciones, pero por lo que él -el Matemático, ¿no?- sabe de la gente que estuvo presente, le parece que, después de todo, la versión de Botón, dejando de lado algunas fantasías, no debe andar muy lejos de la verdad. Y por último, las caracterizaciones psicológicas de Tomatis -aquí el Matemático trata sin resultado de cruzar una mirada rápida de complicidad con Leto por encima de la cabeza de Tomatis-. si bien no son injustas o incorrectas en ciertos casos, le parecen más bien secundarias: ¿así que Botón se mama? ¡Chocolate por la noticia! ¿Que las concepciones de Pirulo son de lo más limitadas y que Cohen siempre la embarra con su psicologismo rudimentario? Ya se habían puesto de acuerdo sobre eso veinte veces. No; por lo que a él le ha dicho Botón, el interés de la fiesta no está en todas esas banalidades, sino en la discusión sobre el caballo de Noca y los tres mosquitos de Washington. Al terminar su tirada, el Matemático se pone la pipa vacía en la boca y, sin siquiera mirar a Tomatis, dispuesto a no hacer más concesiones, se queda esperando una respuesta. – El caballo de Noca, el caballo de Noca, los tres mosquitos… ¡Ah, sí! Ya me acuerdo -concede poquito a poco Tomatis, simulando tener que hurgar con mucho esfuerzo en su memoria para actualizar esos detalles insignificantes. Y agrega, exagerando su escepticismo: Sí, sí. Podría ser. Aunque, a su juicio, hay que mostrarse prudente. Si se propusiesen, por una vez, ser rigurosos, las objeciones sobrarían: en primer lugar que el caballo de Noca haya tropezado o no es un hecho inverificable por toda la eternidad, porque las fabulaciones de Noca son conocidas en la costa entera, desde la ciudad hasta San Javier y más al Norte todavía, y las razones que lo inducen a elaborarlas, de índole pragmática o artística según los casos, pero siempre estimuladas por el vino abocado, pueden variar hasta el infinito; existen por lo tanto muchas probabilidades de estar discutiendo a partir de algo que nunca sucedió. Además, si él se acuerda bien, Noca le habría dado esa explicación, motivada por la demora de los pescados, a Basso, el dueño de casa, fuente, como es bien sabido, más que discutible, en razón de su total incapacidad para el manejo de cualquier clase de criterio de verdad, a causa ir, de su pretendido orientalismo, mal leído y peor interpretado; y por último, si la memoria no le falla, el que lanzó la polémica fue Cohen, mientras preparaba el fuego, y ya se sabe que Cohen tiene una tendencia particular para exponer problemas que se presentan como fundamentales nada más que porque adopta formulaciones que parecen sutiles y expresiones que él supone muy entendidas para exponerlo; y todo eso porque Silvia, su mujer, es más inteligente que él cosa que él soporta a duras penas. – Instigado por -dice el Matemático, sacándose la pipa de la boca, sacudiéndola en el aire, y volviéndola a colocar entre los dientes-. Yo le decía a Leto, hace un momento. Tomatis no parece escucharlo. Y Tomatis sacude la cabeza, agobiado por la cantidad de invitados al cumpleaños de Washington incapaces de estar a la altura de la discusión. Pero el Matemático, alerta, no se deja impresionar: en todos los que, según Tomatis, serían capaces de mantener una controversia de calidad, reconoce, sin dificultades, a los mejores amigos del propio Tomatis quien, sin el menor escrúpulo, ha relegado al resto de la humanidad a las tinieblas exteriores. ¿Y él, Tomatis? Como si hubiese adivinado la interrogación mental del Matemático, Tomatis continúa, refiriéndose justo a su propia persona: él no intervino para nada, todo ese despliegue inútil de supuesta dialéctica tenía la capacidad de hincharlo soberanamente, así que se limitó a quedarse mudo en la punta de la mesa comiendo lo más tranquilo su amarillo y tomando piola su vino blanco -lo cual, si el Matemático se atiene a la versión de Botón, sería más bien falso, puesto que, según Botón, Tomatis, por cuyas arterias ya circulaban, desde antes de llegar a la fiesta con Barco y las chicas, tres o cuatro whiskies, si bien es cierto que no intervino de modo directo en la discusión, se la pasó todo el tiempo hostigando a unos y a otros, ridiculizando con juegos de palabras de segundo orden las diferentes intervenciones y reduciendo al absurdo, por pura volubilidad, la mayor parte de los argumentos. Mudo en la punta de la mesa comiendo lo más tranquilo su amarillo y tomando piola su vino blanco, pretende por segunda vez Tomatis, igual que un segundo martillazo que se da por las dudas para que el clavo entre del todo y bien, sospechando de un modo difuso que la cifra de su credibilidad ante el Matemático, y aun ante Leto que sigue silencioso la conversación, no dista mucho de ser equivalente a cero. Pero la amenaza es más fuerte que el amor propio: de Washington, por ejemplo, insiste, es difícil saber cuándo habla en broma o en serio, y el hecho de que haya permanecido en silencio durante tanto tiempo antes de intervenir a él le da bastante mala espina. Tal vez su intervención tan tardía fue un modo socarrón de decir que también él estaba harto. Esa historia de los tres mosquitos, uno que no se aventura, uno que se aventura y que levanta vuelo y se va cada vez que la mano sube para aplastarlo, y uno que a la primera tentativa nomás se deja aplastar contra la mejilla, le parece, a él, a Tomatis, que lo conoce bien a Washington, ¿no?, de lo más dudosa. Aun cuando la cosa haya ocurrido de verdad y que, sin duda alguna, los tres mosquitos hayan existido, apareciendo en las circunstancias consignadas y comportándose de la manera descripta por Washington, aun así, habría que ver primero si traerlos a colación podía ser algo más que un modo indirecto por parte de Washington de decirles a Cohen, Barco y compañía, que como se habían puesto a delirar sobre un caballo por qué no deliraban ya que estaban sobre tres mosquitos, de manera tal que, puesto que se les había dado por delirar, deliraran en serio, no a costa de un pobre caballo sobrecargado desde el vamos de delirio insensato por la especie humana, sino, si eran capaces, y ya que tanto les gustaba delirar, de tres mosquitos, grises, diminutos y neutros, un modo elegante de sugerirles que, cuanto más irrisorio es el objeto, más claro resulta el tamaño del delirio. Y, segundo, si se acepta la posibilidad de que Washington haya hablado en serio, no hay que dejar de considerar que, después de todo, Washington no es infalible. ¿Por qué no analizan un poco, a ver? Ahora, él, Tomatis, se acuerda -curioso, se le había borrado casi por completo. No conoce la versión de Botón pero como en cambio lo conoce a Botón, le basta y sobra. Por ende, la deja de lado. Además él, Tomatis, ha estado presente, y aunque no le haya interesado participar, o tal vez por esa razón, no se considera, después de todo, tan poco autorizado para reproducirla. Por otra parte, si alguien puede jactarse de conocerlo bien a Washington y ser capaz de captar las intenciones múltiples que a veces se vislumbran en lo que dice, no resultaría demasiado forzado admitir que él, Tomatis, podría ser esa persona. Pues bien, desde su punto de vista (el de él, el de Tomatis, ¿no?), si, desde luego, no se trató de una tomadura de pelo descomunal -el gusto de Washington por la cachada pocos se dan cuenta de lo pronunciado que es-, la intervención de Washington habría consistido en una meditación, indirecta desde luego, sobre la noción de destino, y no de un curso acelerado sobre aspectos oscuros de alguna rama marginal de la entomología. Puesto que para él, Tomatis, Washington, que se ha divorciado dos veces y que por lo tanto no se siente obligado, cada vez que está en público, a demostrar que es más inteligente que su mujer, no es tan ingenuo tampoco como para creer que cuando se pone a hacer fiorituras sobre el comportamiento de tres mosquitos, está hablando en verdad de esos tres mosquitos y no de otra cosa. Porque el que dice, del mosquito, que es tal o cual cosa, no dice, dice Tomatis, a decir verdad, del mosquito, nada. Dice de él, no del mosquito, dice Tomatis, y lo repite, tan fuerte en la mañana soleada y en la calle principal, que una mujer que cruza en ese momento, levanta la cabeza y lo mira sorprendida: Incluso Leto lo mira, no sin asombro, echando un poco la cabeza hacia atrás para dar por registrada la vehemencia; Leto que, desde que el Matemático ha visto a Tomatis parado en la puerta del diario y ha comenzado a gesticular hacia él desde la otra vereda, tiene la impresión de haberse vuelto transparente, en razón de la atención excesiva que se acuerdan, mutuos, Tomatis y el Matemático, formando una especie de aura común, impalpable y vivaz, de la que se siente excluido. Y sin embargo, en la cuadra anterior, el Matemático lo ha mirado por encima de la cabeza de Tomatis para crear con él una especie de complicidad destinada a neutralizar las tiradas arbitrarias y compulsivas que Tomatis no puede abstenerse de proferir a causa, sin que ellos lo sepan, de las titilaciones tenaces de la amenaza. La exclusión penosa que lo vuelve como transparente incita a Leto, paradójica, a sonreír todo el tiempo, tal vez para ocultar sus sentimientos verdaderos, pero los músculos de la cara, que deberían obedecer a sus intenciones y configurar su sonrisa, se le resisten, como si tuviese la piel tirante y dura, a punto tal que, de tanto esforzarse por sonreír o a causa de su impresión agobiadora de transparencia, siente un dolorcito esporádico en la mandíbula. Según Tomatis, entonces, los famosos mosquitos habían sido, para Washington, un pretexto -y Tomatis recuerda que Washington asintió con la cabeza cuando Cohen, al terminar Washington su relato, hizo la sugerencia siguiente: si Washington había matado a uno de los mosquitos, a ése de entre los tres que, precisamente, se había dejado atrapar al primer manotazo, la razón había que buscarla no en el mosquito sino en Washington. "¡La putísima madre!", piensa Leto. "No largan prenda sobre ese dichoso plano. Mejor. Total, me importa una mierda." Pero no es cierto. La prueba es que dieciséis, diecisiete años más tarde, se seguirá acordando todavía de los mosquitos de Washington. También el Matemático que, una mañana de mil novecientos setenta y nueve, a bordo de un avión que viene desde París y que empieza a bajar hacia el aeropuerto de Estocolmo, mientras espera, paciente, el aterrizaje, saca la billetera del bolsillo y, de entre los billetes, las tarjetas de crédito, las credenciales, retira la hoja doblada en cuatro que Tomatis le regaló en la puerta del diario, la hoja cuyos dobleces ya están más marrones que amarillos y, tan gastados que, para abrirla sobre la mesita plegadiza de la que la azafata acaba de llevarse la bandeja con los restos del desayuno, el Matemático toma infinitas precauciones, por miedo de que los dobleces, ya rasgados en parte, se separen por completo. Pero el Matemático ni siquiera lee los cinco versos mecanografiados -se limita a recorrerlos con la mirada, ya que la hoja, después de tantos años y de tanto ser transportada por pura costumbre de una billetera a otra, de un saco a otro, de un continente a otro, únicamente a medias guarecida de los años en los bolsillos tibios del Matemático, ha perdido ya su carácter de mensaje para volverse objeto y, sobre todo, reliquia, a caballo entre su presencia material y, como quien dice, el gran fondo de olvido que tarde o temprano dará cuenta de ella; o vestigio, más bien, no de Tomatis, desde luego, de quien ha estado hablando el día anterior nomás con Pichón Garay, mientras paseaban por Saint-Germain des Prés. viniendo desde la Assemblée Nationale en dirección a la Place Maubert, no, no de Tomatis, sino de la mañana en que, acabando de volver de su primer viaje a Europa, se encontró con Leto en la calle principal y caminaron juntos hacia el Sur. El Matemático mira la hoja, sacude la cabeza, la vuelve a plegar con cuidado y, después de meterla otra vez en la billetera, y de guardar la billetera en el bolsillo interior del saco sport, se pone la pipa vacía en la boca y, cruzando las manos sobre la mesita plegadiza, se queda pensativo. A decir verdad, la primera vez que la puso en la billetera fue porque, a punto de cambiar de pantalón, en el anochecer del mismo día en que Tomatis se la regaló, sacó todos los objetos de su bolsillo, pañuelo, llaves, la pipa vacía -la llenaba y la encendía muy de cuando en cuando-, una copia del comunicado de la Asociación y, como la hoja plegada en cuatro estaba entre ellos, la guardó rápido en la billetera porque si no llegaría tarde a la reunión de la Asociación, y durante meses la tuvo olvidada en un compartimiento, hasta que un día, cuando la billetera estuvo demasiado gastada, en los dobleces también, como la hoja, y su madre le regaló una nueva para sus veintiocho años, al pasar papeles y billetes de una a otra la volvió a encontrar. Estuvo a punto de dejarla en su escritorio, para después ponerla en un cajón con otros papeles, pero una vacilación supersticiosa lo detuvo: le vino la intuición, desagradable por cierto porque lo sometía a una especie de servidumbre, de que si se desprendía de esa hoja de papel, algo grave sucedería. Con un sacudimiento de cabeza y una sonrisita corta y escéptica, característica de quien se concede una debilidad pasajera que no coincide con su personalidad y que cuenta corregir apenas tenga tiempo de ocuparse a fondo del problema, guardó la hoja en la billetera nueva y volvió a olvidarla durante varios meses. Un día en que estaba leyendo en su cuarto se acordó de que la tenía y de la vacilación que lo asaltó cuando había tratado de desprenderse de ella y, como estaba de humor excelente y se sentía limpio, organizado y sólido por dentro, decidió sacarla de la billetera para abolir con un gesto decidido el malestar que, después de todo, le había dejado su reacción supersticiosa, de modo que abrió el ropero en el que estaba colgado su saco, retiró la billetera del bolsillo, la hoja de la billetera, volvió a guardar la billetera en el bolsillo del saco, cerró la puerta del ropero y, abriendo un cajón del escritorio se dispuso a dejar caer la hoja doblada en cuatro sobre unos papeles que, como se dice, dormían en el fondo del cajón, pero a último momento se dijo que si obraba de esa manera se trataría de un acto compulsivo y que era más conveniente, en lugar de esconderla en el cajón del escritorio, dejarla un tiempo, con naturalidad, sobre la mesa, como hubiese hecho con un objeto cualquiera. Así que dejó la hoja sobre la mesa y se sentó a leer. Se hizo de noche. Había estado concentrado un buen rato en la lectura, distrayéndose únicamente para encender la lámpara cuando advirtió que oscurecía, y de golpe alzó la cabeza y vio el rectángulo de papel blanco bien nítido sobre la mesa, expuesto a la luz intensa de la lámpara que, colocada con mucha estrategia, proyectaba un círculo luminoso sobre una porción de la mesa en que estaban sus manos, el libro y el papel, y dejaba el resto de la habitación en penumbras. Pero únicamente el papel parecía estar presente; presa de otra de esas emociones que, como a él le gustaba decir, si A pesar de que todavía era el mes de febrero, en París, cosa curiosa, había hecho buen tiempo, un sol húmedo y todavía frío, y habían venido volando a nueve mil quinientos metros, de modo que el sol, de tanto en tanto, entraba pálido por las ventanillas. Distraído, el Matemático le echó una mirada, sabiendo que ahora, en Upsala, durante algunos meses, hasta mayo por lo menos, estaría ausente, y justo cuando alzó la vista hacia las ventanillas -estaba sentado del otro lado del pasillo, en los asientos del medio- el avión se hundió en una niebla grisácea y muy espesa, que eran las nubes y que parecieron amortiguar, de golpe, el ruido monótono y ya de por sí discreto de los reactores. Si el limbo estaba en algún lugar entre esas nubes, sin duda en ese momento el avión empezaba a atravesarlo. Por el momento, antes de las maniobras finales de aterrizaje, daba una impresión más fuerte de inmovilidad, pero como esa inmovilidad sucedía a un cambio brusco, el del hundimiento en la masa espesa de nubes, la impresión era la de una inmovilidad fijada en pleno movimiento, como si fuese el tiempo entero y no la mera máquina móvil lo que se hubiese detenido. No menos inmóvil, apoyado contra el respaldo de su asiento, las manos abandonadas sobre la mesita plegadiza, el Matemático, con los ojos fijos en un punto impreciso de la enorme cabina vacía, estaba tan ausente del avión que, como consecuencia sin duda de la inmovilidad ilusoria y súbita de la máquina, parecía el personaje de una de esas historias maravillosas a los que un hechizo traslada instantáneamente a un mundo mágico, mientras el mundo real del que provienen permanece detenido y como congelado, durante el tiempo que duran sus aventuras. Está en el bulevar Saint-Germain con Pichón Garay; vienen caminando desde l'Assemblée Nationale en dirección a la Place Maubert; en este momento, se encuentran a la altura de la rué du Bac; en la entrada de l'Assemblée se han separado del resto de la delegación -un grupo de exilados que acaba de ser recibido por el bloque de diputados socialistas y que les ha prometido, el bloque, ¿no?, ocuparse del asunto, las masacres, las desapariciones, las torturas, los asesinatos en plena calle y en pleno día, etc., etc., en fin, como decíamos, ya desde el principio nomás, o decía mejor, un servidor, y más o menos, ¿no?, todo eso. Los dos cuarentones vestidos con ropas juveniles, se han separado del resto de, como se dice, compatriotas, y se han puesto a caminar despacio bajo el sol inesperado de febrero, frío, y húmedo sobre todo, como ya ha sido consignado por otros, no es cierto, muchas veces, aunque se trate, como decía un servidor desde el principio, de la misma, siempre, también desde el principio y hasta el fin, si hubo, como dicen, los que dicen saber, principio y si habrá, como pretenden, fin -decía, ¿no?, la misma Vez, en el mismo, ¿no?, como ya dije varias veces, en el Mismo, a pesar de la ciudad, de Buenos Aires, de París, de Upsala, de Estocolmo, y más afuera, todavía, como decía, Lugar. En una palabra, entonces, o en dos mejor para ser más exactos, todo eso. El año anterior, en mayo, Washington ha muerto de un cáncer de próstata; en junio, el Gato y Elisa, que estaban viviendo juntos en la casa de Rincón desde que Elisa y Héctor se separaron, han sido secuestrados por el ejército y desde entonces no se tuvo más noticias de ellos. Y para los mismos días, aunque se haya sabido un poco más tarde, Leto, Ángel Leto, ¿no?, que desde hacía años vivía en la clandestinidad, se ha visto obligado, a causa de una emboscada tendida por la policía, a morder por fin la pastillita de veneno que, por razones de seguridad, los jefes de su movimiento distribuyen a la tropa para que, si los sorprende, como dicen, el enemigo, no comprometan, durante las sesiones de tortura, el conjunto de la organización. Y Leto ha mordido la pastilla. El Matemático, por otra parte, está bastante al tanto de todas esas cosas, puesto que, sin estar muy de acuerdo con sus ideas, ha compartido con su mujer, durante varios años, hasta que la mataron, en mil novecientos setenta y cuatro, esa existencia singular. ¡El casamiento del Matemático! Tomatis, para quien todo ejemplar del sexo femenino cuyas medidas de torso, cintura y caderas no coincidan con las de Miss Universo es un ente borroso o transparente, una noche de mil novecientos setenta, sentado con Barco en un banco de la costanera después de una larga caminata, comentaba el matrimonio en términos más o menos semejantes a éstos: El Matemático era uno de los hombres más buenos mozos, inteligentes, elegantes y ricos que había conocido; más de una vez, lo había visto permanecer impenetrable a los asaltos de las chicas más lindas de la ciudad; cada vez que una mujer entraba en una reunión, en la que el Matemático estaba presente, se advertía de un modo inmediato que los ojos de la susodicha mujer, giraban, inevitables, en dirección al Matemático. A Tomatis le constaba que, durante un par de años, Beatriz, que él había intentado seducir sin resultado, estuvo enamorada en secreto del rugbyman leibniziano. Y después de años de soltería imperturbable y misteriosa, el Matemático se había puesto en concubinato con Edith. El Matemático se puso los lentes. En la cabina semivacía su gesto brusco y lento al mismo tiempo, contrastó con la inmovilidad ilusoria del avión asentado en medio de las nubes grisáceas, semejante a un objeto frágil protegido por una envoltura algodonosa. A la de lo exterior en equilibrio, correspondía en ese momento una especie de inmovilidad interior, desprovista de toda superioridad moral o emotiva, resultado de una cadena demasiado larga, demasiado complicada y demasiado secreta de acontecimientos como para sentirse con ganas de analizarla, pero bastante paradójica como para que, en medio de tantas malas noticias, de vuelta al Norte oscuro y a la soledad casi total por tres o cuatro meses, esa inmovilidad indudable de su interior, en el limbo inmóvil e iluminado del avión entre las nubes o coincidiendo con él, no fuese muy diferente del bienestar. ¡Y todo por el paseo que habían hecho la víspera con Pichón Garay, a la salida de l'Assemblée Nationale, caminando por el bulevar Saint-Germain en dirección a la Plaza Maubert! Después del encuentro con los diputados, los otros miembros de la delegación habían propuesto almorzar todos juntos, pero sin haberse puesto previamente de acuerdo, Pichón y el Matemático rechazaron la invitación. Con los otros miembros de la delegación, no tenían, a decir verdad, más que principios en común, muy respetables en verdad, pero sin la fuerza de la experiencia o del recuerdo. Y despidiéndose de los otros, se habían puesto a caminar. Sin saber cómo, habían empezado a hablar del cumpleaños de Washington, tal vez porque de esa noche, había quedado una expresión, Y así. O, si se quiere, más o menos -más o menos así, ¿no? A través de los lentes, el Matemático paseaba su mirada por la cabina iluminada, sin prestar, como se dice, demasiada atención a las cabezas inmóviles que sobresalían de las cimas de los respaldos, ni a las ventanillas bloqueadas por esa sustancia algodonosa que, interceptando la luz exterior, había acentuado, paradójica, la claridad artificial de la cabina. En todos esos años, había engordado un poco, no mucho, porque la convicción de que el deporte era la mejor manera de contrabalancear su sedentarismo lo había preservado, gracias a la práctica metódica, aunque menos obsesiva que la religión del propio cuerpo que, después del eclipse de los dioses, había hecho su aparición en Occidente, de los estragos que el tiempo hace en los cuarentones, pero su cabello rubio se había vuelto opaco y un poco ceniciento, y unas arrugas finísimas, más parecidas a las de un bebé que a las de un anciano, le ajaban la cara en paquetes de líneas más o menos paralelas, que se orientaban reproduciendo en la piel la disposición oculta de los músculos faciales. La explosión súbita de las risas en el bulevar Saint-Germain, el día anterior, resonaba en su fuero interno, con ese atributo singular de las rememoraciones sonoras que, aunque vuelven silenciosas a la memoria, no pierden ni timbre, ni color, ni intensidad. El bienestar le venía menos de la alegría implícita en la conversación, al fin y al cabo restringida, en sí misma y en el contexto en que había aparecido, que del efecto de ciertas palabras, de ciertas asociaciones las cuales, de un modo inesperado, le permitieron desplegar, o despegar más bien, porciones de su vida superpuestas entre sí y apelmazadas, igual que esos carteles que, en las paredes de las ciudades, bajo capas sucesivas de engrudo y papel impreso, forman una especie de costra de las que apenas si pueden hojearse los bordes toscos y atormentados, aunque uno sepa que en cada una de las láminas recubiertas subsiste, invisible, una imagen. Desde el día anterior, muchas de esas imágenes recubiertas habían reaparecido gracias, no a sus propios recuerdos, sino a los de Pichón -Pichón, ¿no?, que a pesar de los privilegios de la experiencia, no está menos perdido en la incertidumbre engañosa que él, que en aquellos días se había despreciado un poco por haber estado en Francfort, privándose de ese modo de atrapar, en un punto preciso de lo que es, la sucesión rugosa del acaecer con la red de sus cinco sentidos. De golpe, el Matemático se acordó de su sueño o. mejor dicho, de su pesadilla. Estaba paseando por la cabina la mirada un poco vacua, a causa de la neutralidad emotiva en que se había ido convirtiendo, a medida que las risas se disipaban en su memoria, el bienestar de unos momentos antes -y si, como dicen, el placer no es otra cosa que ausencia de dolor, su vacuidad interior, sin error posible indolora, podía ser considerada como una consecuencia de ese bienestar. El avión persistía en su detención ilusoria en el limbo algodonoso que bloqueaba las ventanillas, ligeramente oblicuo, de manera que el Matemático, sentado en el borde de la fila de asientos, en las hileras del medio, podía ver el piso de la cabina en declive sutilísimo hacia abajo, hacia la parte delantera del aparato, y el Matemático volvió a pensar, un poco maravillado, en esa paradoja elemental de la mecánica, que demuestra que es lo inmóvil lo que crea el movimiento, que el movimiento es una simple referencia a la inmovilidad, y en ese mismo momento, la máquina, que estaba embarazada de él desde París y que iba a parirlo unos minutos más tarde en Estocolmo, como si hubiese estado atenta a sus pensamientos, corrigiendo su posición, su velocidad tal vez, su rumbo, no sabía bien, produjo, benévola, una serie de vibraciones que la hicieron temblar un poco, del mismo modo que a lo que llevaba en su interior, como si hubiese querido confirmarle al, Matemático que ese limbo era transitorio, una tregua de la diversidad, y que cada una de las vibraciones reactualizaba el tiempo, el espacio, la materia, las pasiones, hasta que, después de esas dos o tres sacudidas que introducían de nuevo el hormigueo de las distinciones en el seno de lo único, volvió a inmovilizarse por completo. Y la pesadilla del Matemático había sido la siguiente: caminando por una ciudad imprecisa y desierta, encontraba tirado en la vereda un pedazo de papel, una especie de cinta rígida de cuatro o cinco centímetros de largo y uno de ancho; durante unos momentos, se quedó observándola, sin desconfianza pero sin apuro, tratando de comprender su significación, su uso, las circunstancias probables que la habían depositado ahí, casi casi su misterio; encorvado hacia ella, pero sin decidirse a recogerla, intrigado, la observaba, hasta que por fin la levantó y la puso en la palma de su mano para estudiarla más de cerca, comprobando que se trataba, no de una simple cinta rígida sino de una hoja plegada en acordeón, cuya banda exterior, vista desde arriba, le había dado la impresión de ser una cinta plana. Ahora que la tenía cerca, se daba cuenta de que no se había fijado en lo principal: lo que le había parecido una mancha en el medio de la cinta era en realidad su propio retrato, impreso verticalmente, la cabeza y los hombros, del que no podía darse cuenta si se trataba de un dibujo o de una fotografía, su propio retrato, ¿no?, mostrando una expresión que le pareció ingenua, juvenil, un poco enternecedora. Encantado con su hallazgo, sacudiendo un poco los dedos, dio vuelta la cinta para observar la otra cara, en el sentido literal del término, ya que un nuevo retrato suyo estaba impreso en medio de la cinta, a la misma altura que la del anverso; únicamente la expresión había cambiado, hasta tal punto que, durante un instante, creyó que se trataba de otra persona; pero no, era él, él mismo. En el reverso, la expresión era ceñuda, solemne, y parecía querer demostrar una fuerza de carácter que no resultaba convincente porque era demasiado ostentosa. Todo eso le causaba cierta gracia pero acrecentaba su curiosidad, de modo que tomando cada uno de los extremos del objeto entre las yemas del índice y del pulgar, empezó a desplegar, muy despacio, el acordeón, verificando lo que presumía, a saber que en cada una de las caras de los distintos pliegues del papel, a la misma altura que los anteriores, había un nuevo retrato suyo, del que no podía juzgarse con precisión si se trataba de un dibujo o de una fotografía; en cada uno de los retratos la expresión era tan diferente que, aunque él sabía que se trataba de la misma persona, por un momento tuvo la ilusión rápida, que pasó en seguida, de que no era así. Separando los pulgares y los índices enfrentados en posición simétrica a cada extremo de la hoja, desplegó un poco más el acordeón, sabiendo que acrecentaría la variedad de retratos diminutos, impresos a la misma altura y verticalmente, que ya empezaban a formar una pequeña multitud, y de los que lo regocijaba el carácter demasiado convencional de las expresiones. Un actor de tercer orden, en la más industrial de las series de televisión, no hubiese empleado efectos más groseros para significar la inocencia, el dolor, la ingenuidad, la inteligencia, la avaricia, la resolución, el desprecio, la picardía, el deseo, emociones y rasgos de carácter que presentaban una evidencia obsecuente, tan dócil a las convenciones, que exhalaban un tufo a servidumbre y sin embargo revelaban, por detalles secretos, una actitud compasiva hacia el espectador. "Claro", pensó. "Esto es un sueño. Significa que no tenemos una personalidad sino muchas. Además, que cada una de las poses que adoptamos es insincera, incompleta y convencional. Qué sueños tan simplistas que tengo", y siguió desplegando la cinta. Ahora ya la había desplegado tanto que estaba parado en medio de la vereda con – Además -dice Tomatis- no hay que olvidar que a esa altura la cerveza y el vino blanco ya estaban empezando a surtir efecto. No en Washington, desde luego, aclara, pero Beatriz y Silvia no son de las que le esquivan a la botella. De Cuello, ni hablar -desgraciadamente su populismo constitutivo aflora cuando tiene unas copas encima y resulta imposible disuadirlo de su idea fija, consistente en creer que el mejor modo de llenar el silencio en una reunión es ponerse a contar cuentos criollos. Pirulo, en cambio, es de mala bebida, y le da por pelear-, él, Tomatis, entiende ese resentimiento, en quien no tiene otro instrumento para manejarse con la realidad que la sociología americana. A la madrugada, ahora no se acuerda bien por qué, había empezado a darse trompadas con Dib, y él y Pichón tuvieron que ir a separarlos -Dib y Pirulo, que habían sido tan amigos en la facultad y que pretendían haber movilizado ellos solos, en el cincuenta y nueve, a todo el estudiantado rosarino. Uno entiende, sugiere Tomatis que, viviendo con Pirulo, Rosario busque compensaciones en la punta de la jeringa. La cosa es que los encontraron dándose golpes a él y a Dib en el fondo del patio -a Dib le salía sangre por la nariz y tenía unas manchas sanguinolentas así de grandes en el pulóver. Apenas él, Tomatis, ¿no?, y Pichón se descuidaron, habían empezado otra vez: Dib agarró a Pirulo del pelo y lo arrastraba por el patio, entre los mandarinos. Al final había tenido que intervenir Barco, que mide como dos metros, para separarlos. Entre los tres los habían llevado a empujones al baño, y los habían obligado a lavarse la cara, todo eso en voz baja, susurrando, para que los que estaban bajo el quincho o en la casa no se diesen cuenta. Sin resultado, desde luego, porque dos minutos más tarde ya estaban en el baño él, Tomatis. ¿no?, Pichón, Pirulo, Dib, Barco, Basso, Nidia Basso, Rosario y Botón, discutiendo en lo que se imaginaban que era voz baja y todos a la vez. Basso los quería echar pero Nidia intercedía en favor de ellos, Rosario sacudía la cabeza sin decir nada, mirando a Pirulo con una expresión que significaba más o menos Brusco, Tomatis interrumpe su relato y se para, de un modo tan inesperado que Leto y el Matemático avanzan todavía dos o tres pasos antes de detenerse a su vez, para comprobar, cuando se dan vuelta, que Tomatis, parado en medio de la calle, observa, con aire preocupado, el trayecto que acaban de recorrer juntos, como si estuviese calculando la distancia. A decir verdad, desde que arrancaron en la puerta del diario, ya han hecho tres cuadras, y después de haber atravesado, no sin dificultad, a causa del embotellamiento, el primer cruce, siguiendo con facilidad por el medio de la calle gracias a la ausencia de coches, han franqueado otras dos bocacalles, sin prestarles la menor atención, Tomatis concentrado en su relato, y el Matemático y Leto en la reprobación un poco cohibida que el relato genera en ellos. Al estimar el trayecto recorrido, una expresión de hosquedad va haciéndose cada vez más intensa en la cara de Tomatis, cuya mirada, que se ha vuelto sombría y errabunda evita toparse, deliberada, con las de Leto y el Matemático. Un pensamiento amargo, humillante, lo subleva, inesperado y difuso, cuando comprende que, absorbido en los pormenores de su relato, se ha dejado arrastrar tres cuadras, algo semejante a "como si ellos no supieran que todo va a, que yo mismo voy a, que el universo entero tarde o temprano va a", ¿no?, "como si no lo supieran, y peor aún si no lo saben, qué tienen que venir a pedirme que los acompañe embarcándome en esta aventura insensata de recorrer tres cuadras y contarles el cumpleaños de Washington", pensamiento tan patente en su cara que el Matemático, que, por respeto a una hipotética, como se dice, fuerza de carácter de Tomatis, ha estado tratando de interceptar su mirada, renuncia a hacerlo y, muy por el contrario, dándose por vencido, intenta darle una ocasión de justificarse. – Te estamos alejando demasiado del diario, tal vez -propone. Desentendiéndose, un poco indiferente, de una situación tan delicada, Leto se ha puesto a pensar: "Puede ser que haya tenido, como ella pretende, una enfermedad incurable, pero el síntoma más importante no es la degeneración celular sino el hecho de levantar la mano con el revólver y apoyarse el caño en la sien". – Al diario -dice Tomatis- desde el director hasta el último de los cronistas deportivos, y sobre todo al director, y sobre todo al último de los cronistas deportivos, me los paso por el forro de las pelotas -lo que significa, cree entender el Matemático, si se lo pasa en limpio, más o menos lo siguiente: Así que se separan. Sacudiendo un poco la cabeza y dos dedos flojos a la altura de la sien como si realizara una venia informal, con la expresión de estar pensando "si ésta no me la pagan, es porque no soy rencoroso", Tomatis, sin conceder ningún otro signo de despedida, se da vuelta y empieza a caminar en dirección al diario. Corpulento y oscuro, un poco extraño en el sol de la mañana, parece ir reconstruyendo, mientras se aleja con un balanceo irregular, una especie de dignidad imaginaria que el encuentro con Leto y el Matemático le hubiese enajenado. Leto lo observa, más distraído que aliviado, preguntándose, sin darse cuenta, ahora que Tomatis se ha desembarazado de ellos, cómo, a su vez, le será posible a él, a Leto, ¿no?, desembarazarse del Matemático. Su indiferencia ante la partida abrupta y vejatoria de Tomatis no es otra cosa que una venganza módica por la complicidad fugaz de Tomatis y el Matemático que, unos momentos antes, lo han mantenido en la periferia del aura que irradiaban. El Matemático, después de sacudir con levedad la cabeza durante unos segundos, volviéndose resuelto hacia él, parece dar por terminado el incidente. – Que me corten un huevo si sé qué mosca lo picó -dice, exagerando su contrariedad. "Y a mí los dos si me sigo ocupando de estos papanatas", piensa Leto, pero mientras retoma la marcha junto al Matemático, que de un solo tranco ha llegado a su altura y prosigue sin detenerse, en lugar de mostrar su irritación, adopta un aire imparcial y comenta: – Se ve a la legua que no está nada bien. El Matemático no contesta, luchando, un poco exaltado, la cabeza bien erguida, con el enredo rápido de sus propias disquisiciones, de modo que Leto lo abandona a su silencio. De todas maneras, desde hace unos minutos, ha ido distanciándose de la calle soleada, de la mañana de octubre, para enfrascarse, como dicen, en un objeto único, el dichoso revólver que el hombre, es decir su padre, no sin insolencia según Rey, y sin duda sin vacilaciones, ha levantado el año anterior hacia la sien, cuidando de no fallar en lo relativo a los resultados -objeto discreto pero familiar que incluso él, de chico, de tanto en tanto, sabía sacar del ropero, donde estaba guardado en una caja de madera con otros chirimbolos, para jugar a los pistoleros. Una vez, durante una pelea, Isabel, melodramática, corrió al dormitorio, sacó la caja del ropero y, de la caja, el revólver que él, Leto, ¿no?, sabía que estaba descargado, mientras la tía Charo, que había llegado en medio de la pelea, forcejeaba con ella para arrebatárselo de entre las manos. Las dos lloraban y forcejeaban, en tanto que el hombre, sin decir palabra, se había encerrado en el garaje para ordenar la mesa de trabajo de la que Isabel, unos minutos antes, en la rabia de la pelea, le había tirado todo al suelo, cables, tornillos, herramientas, lámparas de radio que se habían hecho pedazos, ante el silencio imperturbable del hombre, su padre, ¿no?, que ni siquiera adoptaba la pose del estoicismo o la resignación -nada de eso, no, nada, ningún gesto teatral, ninguna desmesura, el ser de una pieza que, a diferencia de los aparatos que montaba y desmontaba, hechos de innumerables pedacitos o fragmentos interdependientes que le permitían funcionar, parecía macizo, sin tumulto interior, carente de signos exteriores que traicionaran la contradicción, absorto en la preparación del acto único que realizaría años más tarde con el fin de aniquilar, como quien se saca una pelusa del hombro de un papirotazo, el error grosero que las sombras borrosas que chapaleaban en lo exterior llamaban mundo. El debía tener ocho o nueve años en esa época -Leto y el Matemático cruzan, orondos, del mismo modo que no pocos transeúntes, que van en todas direcciones, por la calle y por la vereda, de Sur a Norte, de Norte a Sur, de Este a Oeste, de Oeste a Este, trazando trayectorias rectas, oblicuas, paralelas o diagonales, la bocacalle en la que espera, paciente y resignada, podría decirse, una fila de autos. Ocho o nueve años, no más, porque, y de eso se acuerda bien, el garaje era el de Arroyito. Debían ser las tres o cuatro de la tarde de un día de verano, una siesta silenciosa de la que las cortinas oscuras de puertas y ventanas atenuaban el resplandor, protegiendo la casa, limpia y fresca, gracias al trabajo empecinado de Isabel que, a pesar del lloriqueo de todas las noches, la limpiaba, la barría, la enceraba, sin descuidar un solo rincón, canturreando, ¿no?, todas las mañanas. El hombre estaba en el tallercito, en el garaje: Isabel, vestida para salir, esperando a la tía Charo en algún lugar de la casa; él, Leto, estirado de espaldas y de través en su cama, con la cabeza colgando un poco fuera del borde, tenía el brazo levantado y, con el dorso de la mano a cincuenta centímetros de los ojos, movía sin parar los dedos, sin plegarlos aunque manteniéndolos bien separados, fascinado por su forma y por los movimientos que eran capaces de realizar, personalizándolos un poco a cada uno, al mismo tiempo que, con la boca abierta, se entretenía en hacer vibrar sus cuerdas vocales, emitiendo una letanía gutural y un poco quebrada, cambiando el sonido de tanto en tanto, pasando de la a a la e, a la i, volviendo otra vez a la primera, o emitiendo las cinco vocales una atrás de la otra y modificando, como un virtuoso, la intensidad de las vibraciones. Con extrañeza curiosa, parecía auscultar algunas zonas de su propio cuerpo del mismo modo con que, podría decirse, ya más grande, se hubiese probado un traje nuevo la víspera de un casamiento. Tanta era la fascinación que, cuando el griterío empezó, pasó un momento bastante largo antes de empezar a oírlo, y cuando se levantó dirigiéndose despacio hacia el tallercito, de donde los gritos parecían provenir, la alarma no borró su curiosidad, sino que la hizo cambiar de objeto. Estaban los dos en el tallercito; Isabel, aullando y gesticulando, le daba golpes al hombre en el pecho y en la cara no con las manos o los puños, sino con los antebrazos, mientras el hombre, rígido y un poco echado hacia atrás, los recibía sin moverse ni reaccionar, con los ojos muy abiertos, más interrogativos y pacientes que sorprendidos, tan imperturbable que Isabel, humillada y enfurecida por la nueva decepción que el hombre le infligía, después de mirar un momento, desconcertada, a su alrededor, buscando en qué descargarse, descubrió la larga mesa de trabajo hecha de madera de cajón y, siempre con los antebrazos, manteniendo los puños bien apretados como si fuesen dos muñones, empezó a barrer la superficie de la mesa, tirando al suelo todo lo que había encima. Únicamente abría las manos cuando algún objeto se le resistía, y se veía obligada a aferrarlo para poder estrellarlo contra el piso de portland. Calmo, imperturbable, ni siquiera pálido o con labios apretados, el hombre la seguía, juntando uno a uno los objetos que caían, estimando, con imparcialidad de profesional, antes de volver a colocarlo en su lugar, el daño que podían haber sufrido. La escena duró un par de minutos hasta que Isabel, comprobando que todo lo que existía, autónomo, fuera de ella, era ingobernable y no se le doblegaba, asumió una expresión, demasiado intensa tal vez, de decisión, y empezó a correr hacia el dormitorio. El la siguió, sabiendo que el hombre, a sus espaldas, como si hubiese estado solo en la casa, continuaba juntando, lento y meticuloso, su material de trabajo. Leto vio a la tía Charo que entraba de la calle en ese momento y que, al ver a Isabel, salió corriendo detrás de ella hacia el dormitorio. Las vio forcejear, luchando por el revólver descargado, y cuando al fin Isabel cedió, Charo tomó posesión del revólver, lo guardó en la caja, y volvió a poner la caja en el ropero, y cuando cerró la puerta del ropero Leto pudo ver, reflejada en el espejo, la imagen de Isabel, parada cerca del ropero, la imagen invertida al mismo tiempo que Isabel, la imagen que, cuando la puerta se cerró del todo, desapareció de su vista. Por fin, Isabel se dejó caer sentada en el borde de la cama y durante unos minutos, la tía Charo, sollozando un poquito también ella, se dedicó a consolarla. El, Leto, ¿no?, las contemplaba desde la puerta, esperando, deseando casi, sin darse cuenta tal vez, que no advirtieran su presencia pero, como si hubiese adivinado sus pensamientos, o quizás por haberlos adivinado, Isabel, que ya había empezado a calmarse un poco, clavó los ojos en los suyos y, adoptando un aire de fatiga y conmiseración, hizo el gesto que él, al mismo tiempo que lo percibía, empezó a exorcizar con todas sus fuerzas para que no se produjera, a saber que estirara los brazos en su dirección incitándolo a que venga a acurrucarse en ellos, de modo que, cuando vio los brazos blandos y redondos que lo llamaban, salió corriendo del dormitorio y se encerró en su pieza. Estuvo en ella hasta el anochecer, sin pensar que se encerraba, sin aprensión ni culpabilidad -no, se quedó jugando y oyendo, de tanto en tanto, los ruidos de la casa, el hombre que de a ratos salía del tallercito para ir al baño o a la cocina, el regreso de Isabel que, canturreando, al parecer contenta otra vez y un poco ensimismada, empezó a preparar la cena. Cuando comprendió que llegaba la hora de comer, salió para la cocina y la ayudó a poner la mesa. Parecía fresca y tranquila, cuidadosa y ágil en sus tareas domésticas, satisfecha casi, y ya a los ocho o nueve años, esos cambios de humor inexplicables, pero que adivinaba sinceros, lo maravillaban. Cuando todo estuvo listo, ella le dijo que fuera a llamar al hombre a la mesa, de modo que Leto, sin apurarse, atravesó la casa y, por la puerta entreabierta, se asomó al tallercito instalado en el garaje. El hombre, tal vez porque había llegado hasta él el olor a comida, o porque la hora habitual de la cena se aproximaba, o porque al oír canturrear a Isabel en la cocina había comprendido que después de la pelea de la tarde la rutina de la casa funcionaba de nuevo, estaba parado junto a la mesa, ordenando sus implementos, como lo hacía cada vez que salía del tallercito, aunque más no fuera para comer y estar de vuelta a la media hora. Un vistazo le bastó a Leto para darse cuenta de que todo estaba de nuevo en su lugar y que en el orden habitual del tallercito no quedaba el menor rastro de lo que había sucedido. Serio y amable, el hombre, al oírlo llegar, le dirigió una mirada rápida de asentimiento, pero durante la distracción fugacísima que esa mirada le insumió, sus dedos, que palpaban la superficie de la mesa en un sector próximo a la pared, tocaron algo, tan inesperado, intenso y brutal que el brazo se retrajo y el cuerpo entero, contraído y rígido, saltó o fue como chupado hacia atrás, mientras el hombre, con expresión dolorida, se frotaba la mano y el brazo que acababan de retraerse. Leto estaba demasiado familiarizado con sus actividades como para no darse cuenta de que el hombre había recibido una descarga eléctrica, una patada, como le decían, pero la sorpresa de ver realizarse ante sus ojos la manifestación del hecho con que venían aterrorizándolo desde que había empezado a gatear, cedió en seguida paso al asombro, casi al pánico, ante la reacción imprevista del hombre que, después de recuperarse de su sorpresa, empezó a esbozar una sonrisa extraña, malévola, y, sin dejar de frotarse el brazo, empezó a hablar, a dialogar con la fuerza invisible que lo había sacudido, a conversar casi, con un tono tierno, pero irónico y desafiante, no exento de amenaza, como hubiese podido hacerlo con algo vivo, un cachorro o un ser humano con el que lo ligase una intimidad problemática. Irónico, plagado de amor-odio, el hombre platicaba, reconviniéndolo, con lo invisible. Se acercó a la mesa y se inclinó hacia la pared en la que, poniéndose en puntas de pie, Leto alcanzó El Matemático, entretanto, parece haberse calmado. A medida que avanzaban por el medio de la calle, a Leto le han ido llegando, cada vez más débiles, ráfagas de su silencio agitado. La actitud de Tomatis, después de haber generado en él -en el Matemático, ¿no?-, escepticismo y hasta una especie de rumiación confusa y acalorada en el momento de la separación, cuando Tomatis ha dado muestras francas, como se dice, de hostilidad, se han transformado ahora, a decir verdad, en una estimación psicológica no exenta de tolerancia, un renunciamiento que lo induce a minimizar lo arbitrario del comportamiento de Tomatis o a atribuirlo a una debilidad moral pasajera de la que Tomatis sería más víctima que responsable. Ha tenido que vencer, eso sí, las oleadas fugaces del Episodio que, subiendo desde la oscuridad, se manifestaron varias veces, durante el debate que ha venido llevando consigo mismo. Ha tenido que vencerlas, desde luego, pero las ha vencido. De modo que, respirando hondo, y advirtiendo que Leto, que camina silencioso junto a él, agobiado al parecer por los desplantes de Tomatis, parece emerger también de sus pensamientos y se dispone a retomar la conversación, el Matemático yergue la cabeza, satisfecho, y, enderezándose un poco, mira con euforia o firmeza la calle soleada y recta que se extiende ante él. La ve nítida, clara, viviente -le parece que, sumido en chicanas psicológicas y en lucubraciones sombrías, se ha venido perdiendo lo mejor. Su entusiasmo atenuado, que modifica incluso el ritmo de su marcha, se propaga hasta el propio Leto que, casi al mismo tiempo que él, sale de su propio ensimismamiento y siente que el hecho de estar ahí, en el presente y no en la ciénaga de la memoria, aunque no ignora que lo arcaico perdura en lo material, en los huesos y en la sangre, de estar ahí, en la luz de la mañana, le produce un temblor de gozo y un sobresalto de liberación. "Tan papanatas, después de todo, no son", piensa y alza los ojos que se encuentran, durante un instante que se prolonga, con los del Matemático, abiertos y radiosos. El incidente Tomatis, masa blanda y oscura que acaba de enchastrar la mañana con sus salpicaduras pegajosas, se desintegra en el pasado, que es tiempo y calle recta a la vez, materia y soplo o fluido o quién sabe qué entrelazados, que la sucesión cristalina pero áspera de la experiencia, con ecuanimidad insondable, va descartando y dejando atrás -atrás, ¿no?, o sea en un abismo, más allá, en lo que es, por definición, inaccesible, y de lo que, piensan Leto y el Matemático, al unísono, si se nos permite la expresión, y con nada que tenga que ver con palabras, "no vale la pena ocuparse, en este momento por lo menos, en que un capricho de la contingencia, un azar convertido en don, una concatenación de los grumos dispersos de lo visible y de lo invisible, de los cuajarones inciertos de lo sólido, de lo líquido y de lo gaseoso, de lo orgánico y de lo inorgánico, de ondas y corpúsculos, ha venido justo a depositar en nosotros, en el centro traslúcido de esta mañana y no de otra, una reconciliación salvadora". O más o menos. El Matemático despliega frente a sí el brazo, aferrando en la mano el hornillo de la pipa, de modo tal que la boquilla negra sobresale por entre el medio y el anular, y trazando en el aire un movimiento semicircular, designa lo presente, es decir las veredas, la calle, las hileras de negocios, los letreros luminosos, la gente parada en las veredas o caminando en direcciones diferentes, los varios planos de la perspectiva que se van estrechando, en la calle recta, por ilusión óptica, a medida que se alejan hacia el horizonte, la luz matinal, el ruido de voces, pasos, risas, motores, bocinas, los olores familiares de la ciudad, del calorcito, de la primavera, la multiplicidad incesante y clara que podría ser también, y por qué no, una expresión nueva para eso. – El acontecer -dice. Visitado por una locuacidad repentina, Leto responde: – La niña bonita de los filósofos. Era esta calle. Este momento. Tantos que se quemaron o se hicieron quemar. – Que se jodan -dice el Matemático, por temor de que Leto, tan circunspecto hasta unos momentos antes, caiga, decepcionándolo, en la grandilocuencia. Pero enseguida se arrepiente: "¿Y qué tiene, al fin de cuentas? El modo en que una verdad se manifiesta es secundario. Lo importante es que la verdad se deje vislumbrar", piensa más o menos. Y después, incorregible: "Modo, verdad: llevaría años ponerse de acuerdo sobre estos términos". Cruzan la bocacalle. Sin darse cuenta, han acelerado un poco, y vistos desde fuera se diría que, apurados, están yendo a un lugar preciso, al que llegarán a tiempo, tanto el ritmo y la expresión que llevan traducen pericia, facilidad y despreocupación. Pero, justamente, no van a ninguna parte y, desembarazados, como podría decirse, de proyectos y de destino, caminan en una actualidad íntegra, palpable, que se despliega en ellos y que ellos despliegan a su vez, organización fina y móvil de lo rugoso que delimita y contiene en lo exterior, durante un lapso imprevisible, la deriva del todo, ciega, que desalienta y despedaza. El Matemático observa que la nitidez de las cosas se agudiza y persiste, no sólo en el conjunto sino en cada uno de los detalles y que la famosa realidad, de la que ha oído hablar tanto, no resulta ser más que eso, en lo que están ahora incorporados, y que es al mismo tiempo, y de lo que él es al mismo tiempo, objeto y envoltura -siempre la misma vez, como decíamos, o decía, mejor, un servidor, y en el Mismo, ¿no?, que también podría ser otro nombre, lugar, decía, ¿no?, y el Matemático, estimulado por la persistencia de su visión, cree empezar a comprender todo, desde el principio, a abarcar, de una sola mirada que va transformándose en pensamiento, la forma y el sentido de que lo que se mueve, vibra y se espesa en ese medio cristalino, relacionando cada una de sus percepciones con nexos tan rápidos y fuertes, en evidencias tan precisas y universales que, casi molesto de estar gozando al mismo tiempo que cree comprender, se imparte, austero y decidido, una orden: Que podría ser, según el Matemático, ¿no?, R = R, naturalmente, por realidad. Realidad igual a; y esa erre mayúscula, razona el Matemático, debería corresponder a una ecuación que la contenga de modo tan exhaustivo y riguroso, que cada vez que se emplee la palabra, todos los términos de la ecuación, perfectamente identificados, tendrían que estar comprendidos en ella. El primero de esos términos es él, el Matemático, ¿no?, no desde luego en tanto que individuo, sino en tanto que sujeto de la ecuación, un sujeto S, momento estructurado y transitorio, pero invariable a la vez, de la posibilidad de concebir la ecuación, y para que no se lo interprete como una pluralidad de momentos equivalentes del acto cognoscitivo, decide agregarle una s minúscula, para que la pluralidad de ese sujeto, que puede ser el Matemático o cualquiera de los que están en ese momento en la calle o en cualquier otra parte o momento, sea una constante incluida en el término. Se tendría, por lo tanto, se dice el Matemático, R = Ss para empezar. ¿Pero no es demasiado ingenuo poner Ss frente a un objeto O como si fuesen antagónicos y la adición una operación demasiado simple que destruye la unidad existente entre ambos? Sobre todo si se tiene en cuenta que Ss, en tanto que sujeto de la ecuación, ya está comprendido en O, el objeto que intenta formalizar. Luego Ss O constituye una entidad. Esa entidad, más vale denominarla x, lo que da R = x (SsO). "Al pelo", piensa el Matemático. Pero, en seguida, su entidad se desmorona: si en Ss hay ya una distinción, la minúscula que precisa el orden transindividual de S, la O mayúscula por el contrario no distingue sus diferentes componentes, entre los cuales S y Ss no son los menos importantes -en O hay que incluir Ss no como sujeto de la ecuación, sino como elemento objetivo de O, en quien se incluyen también todos los otros objetos contingentes que no son O en tanto que objeto universal y englobante de S, de Ss y de O, si con una o minúscula se designa la multiplicidad de objetos contingentes que lo integran. Lo cual da R = x SsO (S Ss O)… Lo heterogéneo y contingente designado por la o minúscula, por otra parte, es decir los momentos concretos de O presentan también no pocas dificultades, ya que su número, función, naturaleza, etc., pueden ser determinados o indeterminados -se sigue diciendo el Matemático, ¿no?- de modo que habría que designar a la vez su determinación y su indeterminación, ya que si se los designara por lo que tienen de determinado, un número indefinido de sus atributos no sería incluido en su definición. Pero como S y Ss, en tanto que objeto, no escapan tampoco a la indeterminación, en vez de escribir on, sería más exacto, se dice el Matemático, formularlo de la siguiente manera R = x SsO (S Ss o)n -y así, o en fin, y para ser más exactos, más o menos. Leto observa que el Matemático prosigue su marcha con los ojos entrecerrados y una sonrisita pensativa que atribuye a una especie de desafío rítmico que se ha lanzado a sí mismo, o a Leto tal vez, como si, concentrándose, se preparara a adaptarse a todos los cambios de ritmo, de velocidad e incluso de trayectoria que Leto, sin avisarle, decidiese efectuar. En todo caso, es la interpretación que da Leto de su expresión, y aceptando el desafío que imagina leer en la cara del Matemático acelera un poco más, de modo tan inesperado que el Matemático, cuya modesta persona está tratando de formalizar la ecuación que de una vez por todas, válida para todo tiempo, idioma y lugar, sustituya la palabra realidad por un útil de pensamiento un poco más manejable repara, sin volver la cabeza, Gracias al entrenamiento de años en las canchas de rugby, el Matemático podría muy bien, si quisiese, aventajar con un par de trancos vigorosos a Leto que, en razón de sus piernas más cortas y menos preparadas, debería suministrar un esfuerzo suplementario para seguirlo, pero, justamente, no quiere, y deja que sea Leto el que diría, obligándolo a un esfuerzo contradictorio destinado a mitigar, más que estimular, la fuerza de su marcha, de modo tal que cada uno de sus pasos es medido y cuidadoso, fruto, como se dice, de una energía controlada que le produce más satisfacción estética y moral, podría decirse, que la que le produciría una aceleración continua, en una carrera, por ejemplo, llevándolo al límite de sus fuerzas; y al cabo de unos segundos se adapta tan bien al esfuerzo, al cual se agrega el aumento imperceptible pero constante de velocidad que Leto imprime a la marcha, que la idea de una ecuación que sustituya en cualquier tiempo, idioma o lugar a la palabra realidad aparece otra vez obstinada pero en forma de convicciones eufóricas o de visiones, que van sucediéndose en la parte despejada de su mente: "Es lo visible más lo invisible. En todos sus estados. Yo más todo lo que no es yo. Esta calle más todo lo que no es esta calle. Todo en todos sus estados. Todo", piensa, exaltándose un poco, el Matemático, y por ver un estado de la calle diferente del que está viendo, hace girar la cabeza, sin modificar en nada el ritmo de su marcha, y se pone a mirar, por encima del hombro izquierdo, la calle que han venido dejando atrás. Leto que, tenso y vigilante, observa todos sus gestos por el rabillo, como lo llaman, del ojo, esboza una sonrisa rígida cuando percibe el giro de la cabeza y, muy despacio, como si se tratase de algo milimétrico y ritual, realiza el mismo movimiento. El Matemático, que lo advierte a su vez, espera unos segundos durante los que efectúan dos o tres pasos y, para tomar a Leto desprevenido y hacerlo vacilar, continúa con el cuerpo entero el giro que acaba de hacer únicamente con la |
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