"Palo y hueso" - читать интересную книгу автора (Saer Juan José)

A hala

Resulta en realidad difícil soportar el crepúsculo. El día empieza a descender con lentitud, con una minuciosa aplicación que exaspera. Yo no puedo resistir el encierro a una hora determinada, en especial cuando está próximo el verano. Así que salgo de mi casa. A mucha gente le sucede lo mismo: eso explica la presencia de la muchedumbre en las calles, en los bares, en las estaciones, entre las seis y las ocho de la tarde, todos los días, hasta que llega por fin la noche. Los domingos la cosa se vuelve horrible.

Estábamos con Barra en el centro, frente a la vidriera de una librería, un jueves, para noviembre del año pasado, un poco después de las siete. La calle estaba llena de gente. Barra la tenía con tocarse el bigote a cada momento, sin hablar, la nariz pegada al vidrio, mirando un cuaderno francés de reproducciones de Fra Angélico, en cuya portada se exhibía un detalle lleno de unos celestes quietos y plácidos y unos ásperos dorados. Yo miraba pasar la gente, una manera entretenida de matar el tiempo. En una de ésas Barra se da vuelta y me dice:

– Pancho está de regreso en la ciudad, ¿no sabías?

– No sabía -le digo.

– Con muchísima plata en el bolsillo -me dice Barra-. Mucho más mejorado.

– Supongo que querrá salir una de estas noches -le digo.

Barra adopta de nuevo su aire distraído, vuelve a pegar la nariz al vidrio observando el cuaderno con las costosas y cálidas reproducciones de Fra Angélico, y me dice:

– Supongo que sí -como si él no tuviera nada que ver con la cosa.

Entonces se le ocurre algo de repente, porque se da vuelta y me dice:

– Podemos ir a buscarlo a su casa.

– ¿Estará? -digo yo.

Barra adopta entonces la expresión de quien se encuentra realizando cálculos mentales.

– Creo que sí -dice con cierta duda.

Pancho se había tomado una temporada de descanso a base de insulina, electroshocks y psicoanálisis en un sanatorio para enfermos nerviosos, en Buenos Aires. Había estado adentro cosa de cuatro meses. Reconozco que no me habría gustado en absoluto encontrarme en el lugar del médico. Pancho conoce Freud y familia bastante bien, de manera que está al tanto de todos los trucos de que se vale la psiquiatría para hacer tirar un par de meses más al enfermo y sacarle un poco de dinero antes de internarlo definitivamente en un manicomio. A mi modo de ver, internarse temporariamente es una especie de broma pesada que Pancho se hace a sí mismo, y ya lo ha hecho tres veces, una por año. Por lo menos desde un mes antes de que parta para el sanatorio, Tomatis, Barra y yo ya estamos al tanto de que por un par de meses Pancho va a faltar de entre nosotros. Empieza por adquirir cualquier manía chocante. La última vez, por ejemplo, y entre otras cosas, se empecinaba en no ceder el paso en el tranvía a su compañero de asiento cuando éste se disponía a bajar. Se hacía pedir permiso tres o cuatro veces antes de correrse ligeramente hacia el pasillo, tan ligeramente que el pasajero tenía que pasar la mayoría de las veces por encima de sus rodillas. Otra de sus manías consistía en tomar un café, pagar con cien pesos, y dejar el vuelto de propina. Lo terrible del asunto era que ningún mozo se sentía capaz de aceptarle semejante propina, actitud que enfurecía a Pancho de un modo indecible. En esa época quería ser tomado a toda costa por un caballero. Sostenía que uno debía hacer un esfuerzo para no volver la cabeza cuando oía un chistido en la calle, porque esa indiferencia era propia de un caballero, y una vez que Barra comentó en forma distraída que un caballero de verdad no necesita hacer ningún esfuerzo para no darse vuelta porque un caballero de verdad no oye sencillamente el chistido, Pancho lo desmayó de un golpe en la cara. Esto nos llamó la atención a todos porque Pancho no es un tipo violento, sino todo lo contrario: fue siempre de modales tímidos y dulces, y hasta melancólicos. Cuando sus tratamientos le dejan algún tiempo libre, Pancho enseña literatura argentina en el Colegio Nacional.

– Aquí me tienen -nos dice después, otra vez en el centro, los tres, antes de cenar, sentados frente a rubios "Claritos" en el bar de la galería-. Han hecho de mi esquizofrenia una neurosis compulsiva. El médico me aplicaba todos los días inyecciones de objetivación axiológica.

– Estás mucho más gordo -digo yo.

– De veras -dice Pancho.

– Bueno -dice Barra-. Ahora antes de pegarme Tenés la obligación de considerar que por el peso no pertenecemos a la misma categoría.

– Lo tendré en cuenta -dice Pancho, tomando un trago de su "Clarito". Se quedó durante un momento pensativo, diciendo en seguida:- ¿Qué pasó al fin de cuentas con el contrabandista desaparecido?

– Pero eso es una historia vieja -dice Barra.

– Eso fue el verano pasado, Pancho -digo yo.

– ¿El verano pasado? -dice Pancho-. ¿Tanto?

– Tanto, efectivamente -dice Barra-. Quien lo mató no se sabe; se sabe que la mujer lo quemó. Ella misma confesó. Después se suicidó.

Pancho me mira sonriendo, sin atender a Barra.

– Dios mío -dice-. ¡Cómo me voy a aburrir la semana que viene!

– La mujer era camarera en el "Copacabana" -digo yo-. Le echó nafta al cadáver y en seguida un fósforo. Dijo que para ocultarlo de la policía porque la habían amenazado. No dijo quién. Se cortó las venas en la correccional.

– ¿Allá en el sur? -dice Pancho.

– Sí -digo yo-. Me parece que sí. Parece que fue para no batir.

– ¿Y que tal estaba? -dice Pancho.

– Yo la vi un par de veces en el "Copacabana" -digo yo-. Tenía sus años.

– No me explico esa contradicción entre la lealtad y el suicidio.

Entonces Barra se pone de pie en ese momento. Se despereza, tocándose después los bigotes, y dice:

– Voy al baño.

Se alejó caminando lentamente entre las mesas.

– Me parece que está un poco resentido conmigo -me dice Pancho entonces, aproximándoseme a través de la mesa de hierro pintada de rojo.

– No, qué va a estar -le digo.

– Me parece que sí -dice Pancho-. Como si se sintiera molesto de andar con nosotros.

– Hace un par de meses que está así -le digo-. Tiene problemas con la mujer. No es un muchacho rencoroso.

– Sin embargo lo encuentro algo tenso -dice Pancho.

– Ideas tuyas -le digo-. Barra es un buen muchacho. Ese golpe tuyo fue un hecho inexplicable.

– Horacio -dice Pancho- ¿por qué no nos vamos a Córdoba una temporada?

Me parece que lo miré con alguna desconfianza.

– ¿Quiénes? ¿Con qué elemento?

– Tengo más de veinte mil pesos guardados. Mi sueldo de cuatro meses -dice Pancho echándose sobre el respaldar de la silla y estirando las piernas por debajo de la mesa.

– Habría que pensarlo -le digo.

Ya habíamos hecho juntos un veraneo en Capilla del Monte, un par de años antes. Habíamos ido a quedarnos diez días, gastando a cuenta de una retroactividad que Pancho cobraría unos meses después. Llegamos un domingo a la noche. El lunes lo pasamos durmiendo hasta el mediodía. De tarde, después del almuerzo, dice Pancho: "Creo que no voy a soportar el aire de las sierras". "¿Podrías hacerme el favor de alcanzarme esas cañas de pescar?" -le digo yo. Pancho se tiró entonces en la cama murmurando: "Tengo ganas de estar en la ciudad. Me revienta el aire de las sierras". A los diez minutos roncaba. Yo me fui de pesca a un arroyo bellísimo, en las afueras de la ciudad. Cuando volví a la noche, bastante tarde, Pancho dormía todavía. Enciendo la luz de la habitación y él se despierta, mira con los ojos entrecerrados a su alrededor, se rasca la cabeza y me dice: "¿Todavía estamos en Capilla? ¿No nos van a fusilar de una vez por todas?" Entonces yo me desvestí y me eché de un salto en la cama. Estaba rendido, no le contesté una palabra. Él se incorporó, se levantó, fue al baño, regresó trayendo un vaso de agua y se sentó en el borde de la cama, con aire pensativo. Por ahí suspira y me dice: "Extraño la ciudad". "Sí, claro, sin duda", le digo yo. "¿Apago la luz?" Pancho no dijo una palabra: se tumbó de espaldas y al minuto roncaba fuertemente, emitiendo unos silbidos raros, rítmicos y largos. A la mañana siguiente sentí que me sacudían con suavidad: "Barco, Barco", me dice Pancho. Me desperté en seguida. Pancho estaba completamente vestido. Su valija cerrada se hallaba sobre la cama.

– Me voy -dice-. Me vuelvo a la ciudad.

Debo haberlo mirado con una cara demasiado rara, porque Pancho agregó: "Sobre la mesa de luz hay mil pesos para que los gastes la semana que viene". Salté de la cama, me vestí, y me vine con él de regreso a la ciudad.

– Tengo exámenes la semana que viene -dice Pancho-. Tendría que ser antes de Navidad.

– Oh, Navidad, Navidad -digo yo.

Entonces Pancho se bebe otro sorbo de su "Clarito" y dice:

– ¿Y cómo se suicidó?

– Se cortó las venas -le digo.

– No es buen método -dice Pancho.

Hizo silencio.

– Lo mejor es un tiro en la sien, para eliminar inmediatamente el pensamiento -concluye diciendo con un suspiro.

– No es el pensamiento -digo yo, medio en broma, medio en serio-. Es el recuerdo.

– Ahora -dice entonces Pancho, quedándose un momento pensativo antes de continuar, tocándose repetidamente la frente con la yema de los dedos- lo que yo no entiendo es: ¿por qué se suicidó antes que denunciar a los asesinos de su propio marido?

– Qué sé yo -le digo-. Lo más probable es que haya querido negar el asesinato apropiándose del finado.

– ¿Era camarera en el "Copacabana"? -dice Pancho-. ¿Era una morocha, bajita, media viriloide?

– No -le digo-. Era rubia y alta. Tenía más de cuarenta años. En el "Copacabana" nunca hubo ninguna camarera bajita, ni morocha, ni viriloide, por lo menos que yo recuerde. Hay una ligeramente viriloide, pero es alta y pelirroja. Es la protectora de una cantante. Además no es camarera. Es adicionista.

– No -dice Pancho-. Yo no la conocía.

– Es probable que no -digo yo.

– Eso fue el verano pasado -dice Pancho-. ¿Qué hice yo el verano pasado?

Barra regresó, sorteando lentamente las mesas, con su aire distraído.

– Tengo hambre -dice entonces, y se sienta, las piernas abiertas, tocándose una y otra vez el duro bigote negro.

– ¿Qué diablos fue lo que hice yo el verano pasado? -dice Pancho.

– Nada posiblemente -dice Barra. A pesar de que ha hablado en sentido irónico, su rostro no pierde ni un momento su aire grave, pensativo y remoto.

– Seguramente anduviste de prostíbulo en prostíbulo -digo entonces yo, riéndome, dándole a Pancho unas suaves y tiernas palmadas en el hombro.

En eso aparece Tomatis por el pasillo de la galería. Habíamos convenido por teléfono encontrarnos allí a las nueve. Tomatis se detuvo en la entrada del patio, en medio de la muchedumbre raleada por la hora de comer, y desde allí saludó seriamente, alzando la mano. Se aproximó con lentitud, mirando despaciosamente a uno y otro lado, como si buscara a alguien.

– Hola, inútiles -dijo, dejando caer la mano.

– Aquí está el hombre que se ha hecho solo -digo yo. Y mirando a Pancho y a Barra agrego-: Así también ha salido.

Tomatis estiró la mano con displicencia. Sonriendo con aire paternal tocó el hombro de Pancho. Este había alzado la cabeza y lo miraba, sonriendo.

– Pancho -dijo- ¿Esa neurosis? ¿Progresa?

Pancho sin embargo ya estaba pensando en otra cosa.

– ¿Qué hicimos el verano pasado? -le dice.

– ¿A qué hora? -responde Tomatis, sin mirarlo, sentándose, paseando la mirada por el patio iluminado. Estaba recién bañado y afeitado, con su remera bordó, y sus pantalones blancos impecables. Tenía un aire irónico y plácido al mismo tiempo, al parecer producto de la higiene minuciosa.

– Hoy va a haber crisis -digo yo en voz baja, no tanto como para que él no me oiga.

Tomatis entonces enarcó las cejas mirándome afectadamente de soslayo.

– ¿Cómo dice, doctor Barco? -me dice.

– No, nada -digo yo-. En serio que nada. Meditaba en voz alta. Palabra que no dije nada.

– Suficiente -dice Tomatis. Mira a Pancho; después a Barra y a mí. -¿Nadie le va decir a Pancho que me pague a mí, o pague a mí o me pague, un miserable "Clarito"?

Pancho hizo una seña al mozo con gran seriedad, mecánicamente, y le pidió cuatro cócteles. Nadie habló por un momento.

– ¿Y qué hizo con el cadáver después de quemarlo? -dijo Pancho de pronto.

– Y -le digo-. Lo enterró en el fondo del patio. Un perro del barrio empezó a rondar el lugar, y los vecinos comenzaron a sentir olor a podrido. Hicieron la denuncia a la policía. El pesquisa llegó y le preguntó a boca de jarro: "Dónde está el finado, asesina", para ponerla nerviosa y hacerla caer en contradicción, y ella le respondió tranquilamente: "Ahí en el patio".

– Al diablo -dice Pancho-. ¿Y por qué lo quemó?

– Yo no sé qué habrá alegado -digo yo-. Cuando le preguntaron quién lo había matado, ella dijo que ella lo había quemado. Pero le encontraron cuatro balas en el cuerpo.

– Pero, y ¿por qué lo quemó? -dijo Pancho.

– No sé qué habrá dicho ella -digo yo-. Ni qué habrá pensado.

– Habrá querido purificarlo -salta Tomatis.

En eso regresa el mozo con los "Claritos". Los deposita cuidadosamente sobre la mesa; primero el mío, después el de Pancho, después el de Tomatis, y por último el de Barra.

– ¿Y por qué se suicidó? -dice Pancho.

Me parece que entonces suspiré.

– Para no denunciar a la policía la gente que lo mató. ¿Por qué lo mató esa gente? No sé. Alcaloides, me parece.

– Pero eso es un pretexto -dice Pancho-. Miedo de que la mataran no puede ser, porque ella misma se mató. Si ella hubiera querido, podría haberlos denunciado y después matarse. No quería denunciarlos.

– Código del hampa -dice Barra.

– Qué código ni qué diablos -digo yo-. No sé por qué tiene que ser más moral el asesinato que la delación: si un código me permite dejar en libertad a los asesinos de mi marido, hay con toda seguridad algo en ese código que no funciona.

– "Libertad", "asesino", "marido" -dice Tomatis-. Esos términos también pertenecen a un código.

– Es cierto -digo yo-. Pero solamente pueden tener valor cuando hay circunstancias reales que los sustentan.

– Lo cual quiere decir que ese código que abarca los términos "libertad" "asesino" y "marido", es falso -dice Tomatis.

– Exactamente -digo yo-. Por lo menos en este momento.

– Perfecto -dice Barra-. Los invito a comer a mi casa.

– ¿Tu mujer? -dice Pancho.

– Está en casa -dice Barra, tocándose con suavidad el bigote.

– Entonces no acepto -dice Pancho, poniéndose de pie-. Vuelvo en seguida.

Barra lo miró alejarse, sorteando las mesas con displicente lentitud. Pancho caminaba con la cabeza gacha, las manos en los bolsillos del pantalón. Estaba vestido con un saco sport liviano, jaspeado, de un color verdoso, y unos pantalones de tropical gris. Debajo del saco llevaba una remera de un color marrón obscuro.

– ¿Cómo lo encontrás? -dice Barra, y Tomatis alza en ese momento la cabeza para mirarlo con una distraída desconfianza.

– Bien -digo yo-. ¿Por?

– Lo encuentro algo maniático.

Tomatis sonríe.

– La pina que te dio antes de internarse -dice- desenfoca notablemente tu visión.

– No hombre, por favor -protesta Barra-. Esa cuestión está completamente olvidada.

– Mucho peor -dice Tomatis-. Has dejado de reflexionar sobre ella. Está incorporada a tu personalidad. Eso es gravísimo.

Barra se ríe. Le da a Tomatis unos golpecitos en el pecho con el dorso de la mano.

– Al carajo -le dice.

Tomatis, con las piernas estiradas a un costado de la mesa, hacia mi lado, las manos en los bolsillos del pantalón blanco inmaculado, ronronea riéndose, diciendo:

– Sí, sí, buena pina te dio Pancho.

Había menos gente en la galería a esa hora que un par de horas antes. Alrededor de las diez el patio de mosaicos borravino comenzaría a llenarse nuevamente. Con todo, nos hallábamos envueltos en el incesante murmullo monótono de la conversación y de la música de los altoparlantes. En general era casi toda gente joven la que se hallaba en el lugar, bebiendo cerveza, whisky o café, o comiendo casattas. Faltaba el grupo de la guitarra: un grupo de siete u ocho, varones y mujeres, que durante la primavera pasada se sabían sentar en uno de los rincones del patio y cantaban hasta la hora de cerrar, acompañándose con una guitarra. Pancho no los podía sufrir, pero a Tomatis y a mí nos gustaba escucharlos.

En ese momento Tomatis se palpa el bolsillo del pantalón, saca un paquete de "Saratoga" y convida, primero a mí, luego a Barra. Ninguno de los dos aceptó. Tomatis se coloca entonces cuidadosamente un cigarrillo entre los labios, se guarda el paquete, saca una caja de fósforos del bolsillo de su deslumbrante pantalón y enciende el cigarrillo. Echa una bocanada de humo y arroja la caja de fósforos sobre la mesa.

– Lo terrible del asunto -dice- es que tengo hambre.

– Mi mujer nos espera -dice Barra.

Pancho se aproximaba de regreso del baño, sorteando las mesas, alto y encorvado; los pantalones grises demasiado angostos, la remera obscura estirada sobre la barriga incipiente.

– ¿El verano pasado estuvimos en las sierras de Córdoba? -me pregunta.

– No -le digo- Eso fue el anteaño.

Entonces Pancho rodea la mesa y va a dejarse caer distraídamente sobre su silla vacía.

– El verano pasado no nos movimos de la ciudad -le digo-. No había metálico.

– ¿Estuvimos una semana en la isla? -dice Pancho.

– No -dice Barra- yo era virgen todavía en marzo.

– Eso era en noviembre -digo yo-. El verano pasado estuvimos yendo casi todos los días a la playa. El río tenía un altura adecuada. Me acuerdo perfectamente porque al final de febrero empezó a crecer y en una semana barrió la playa y nos desbarató completamente el veraneo.

– ¿No se había formado un grupo grande -dice Pancho- con una gente de Derecho, unos tipos insoportables, que yo no los aguantaba, que se nos pegaron en la playa arruinándonos el veraneo?

– Exactamente -digo yo-. Estuvo Conde también.

– Bueno. Sí -dice Pancho-. Pero Conde [1] es un tipo excelente.

– Por supuesto -digo yo-. Conde estaba con nosotros.

– ¿Qué es de la vida de Conde? -dice Pancho.

– Hace dos meses vino aquí -digo yo-. Anda atrás de unas cátedras de psicología.

– ¿En el Colegio Nacional?

– No, hombre -digo yo-. ¿A quién se le va a ocurrir enseñar en el Colegio Nacional?

– A mí -dice Pancho golpeándose el pecho con la palma de la mano, sonriendo.

– Enseñar no se puede en ningún lado -salta Tomatis-. No hay nada que enseñar.

– ¿Qué hora es? -dice Pancho.

Barra se echa hacia atrás en la silla y mira hacia el bar, estirando el cuello.

– Las nueve y media pasadas -dice.

– Yo podría invitar a comer -dice Pancho-. Pero también podría no invitar. Podría irme a comer solo.

– Vamos, Pancho -dice Tomatis-. No seas tacaño.

– ¿Así que me estás proponiéndome un mecenazgo? -dice Pancho.

– Exactamente-dice Tomatis. -

– ¿Escribirías una oda en mi alabanza? -dice Pancho.

– Por supuesto -dice Tomatis-. Todo hombre tiene su precio y yo no soy de los más caros.

– Siendo así -dice Pancho- vamos a comer una parrillada.

Así que nos levantamos y nos fuimos. Era una excelente noche de noviembre. Tomamos un taxi y fuimos a un restaurante que se encuentra ubicado al final de la avenida del puerto, cerca del puente colgante, frente al Club de Regatas. Desde el patio de la parrilla, más allá de la calle, por debajo de los vastos árboles, podía verse, pasando la explanada del viejo atracadero de la balsa, el río tocado por unos quebradizos reflejos lunares. El fresco olor a humedad de la costa llegaba hasta el patio de la parrilla. No debe haber habido en todo el mundo noches mejores, en octubre y noviembre, o en marzo y abril, que las que hemos pasado de muchachos caminando lentamente por la ciudad, hasta el alba, charlando como locos sobre mil cosas, sobre política, sobre literatura, sobre mujeres, sobre el viejo Borges, sobre Faulkner, sobre Dostoievski, sobre Sócrates, sobre Freud, sobre Carlos Marx. Puede decirse que todavía somos jóvenes. Excepción hecha de Pancho, que tiene veintiocho años, ni Tomatis ni Barra ni yo hemos alcanzado todavía los veintisiete años. Tomatis ni siquiera los veintiséis. Sin embargo, aquella época extraordinaria no se volverá a repetir: del sur al norte, del este al oeste, por plazas, por avenidas, por bares, hemos ido y venido, desde los quince años, durante todas las horas del día, en especial las de la madrugada, charlando, como he dicho, de mil cosas, hurgueteando la ciudad, no diré felices, porque, excepción hecha de algún condenado especialmente por la suerte, nadie puede siquiera atisbar la felicidad, pero invadidos al menos por una pasión singular, una curiosidad por todas las cosas, suficiente para hacer la vida soportable. Recordamos a menudo esa época con Tomatis. Barra no entra mucho en el cuadro; siempre fue para nosotros un poco sapo de otro pozo. No hay duda de que le falta algo, y no me atrevería a echar de lado la posibilidad de que esa carencia sea sólo la consecuencia de una pretensión absurda de nuestra parte, una imperfección decretada exclusivamente por nosotros. El primer contacto con la gente nunca es intelectual, ni siquiera emocional o afectivo: es epidérmico, casi de respiración, y de su resultado depende toda la relación futura. Además la simpatía es algo que tiene su origen fuera de nosotros, existe como una secreta coincidencia, no expresada en los primeros momentos de una relación, que ofrece la tranquilidad y la certeza de que el otro no creará ninguna tensión tratando de lograr la supremacía de sus preferencias. De ahí que a lo primero que apela el individuo que se encuentra frente a un tipo antipático es a mirar con fastidio a su alrededor tratando de demostrar que hay algo en el ambiente, no en la persona, que no resulta de su agrado. Trata de lograr la supremacía de sus gustos simulando que han sido desmerecidos. Con Barra pasó desde el principio una cosa parecida. Lógicamente, si hemos andado juntos tanto tiempo quiere decir que esa sensación original desapareció, pero estoy seguro de que nosotros, digo Tomatis, Pancho y yo, no hicimos jamás el menor esfuerzo para que eso sucediera. Fue el mismo Barra el que optó por limar las asperezas. Esto puede comprenderse perfectamente si se tiene en cuenta que Barra está casado desde los veintidós años y ha andado siempre bastante escaso de amigos. Es un tipo afectivamente complicado. Me da la impresión de que ese modo de ser suyo, excesivamente consecuente y al mismo tiempo crítico, vago y remoto, es el resultado de su intuición de ese rechazo epidérmico, de esa antipatía original, y ahora está vinculado a nuestro círculo a través de una relación sellada por la culpa.

"Yo sé identificar esas caminatas con la idea del bien", sabe decirme Tomatis cuando recordamos las viejas épocas, en los días tranquilos del presente. A esos días Tomatis los llama "días del tabaco de Macedonio". Dice que le merecen un respeto especial los tipos que fuman si tienen tabaco y que si no lo tienen no hacen el menor esfuerzo para conseguirlo, olvidándose por completo de las ganas de fumar. Dice que el arquetipo de una mentalidad así era el viejo Macedonio Fernández. Tomatis admira a los tipos que, procediendo de una familia acomodada, eligen vivir modestamente. "Una clase acomodada es una clase dominante" -sabe decir-, "y… una clase dominante tiene necesariamente que armar un complot tácito contra el resto de la humanidad". Les tiene más confianza que a los intelectuales, dice, porque es raro que un intelectual avale con acciones su toma de posición teórica contra la clase dominante de la que procede. "En cambio, esos tipos modestos" -sostiene Tomatis-, "que se alejan por repugnancia de su propia clase, avalan con su vida su aparente falta de radicalismo ideológico". No hace falta aclarar que considero a Tomatis un flor de muchacho, inclusive con talento para la literatura. (Por otra parte, para hacer una buena literatura no hace falta mucho talento: basta un poco de mala suerte). Entiendo perfectamente qué quiere decir cuando sostiene que nuestras caminatas nocturnas son identificables con la idea del bien: es que él es un hincha rabioso de Sócrates". "El… viejo Sócrates es el hombre más grande y hermoso que ha producido la humanidad", dice Tomatis. Lo he visto conmoverse repitiendo las palabras de la "Apología": ¿Y si condenáis a Sócrates al destierro, creeríais que Sócrates se sentiría bien mal gastando su palabra con extraños? Para Tomatis el bien es una especie de pasión intelectual que en su concentración lleva implícita una aceptación básica de la vida. En un tiempo estuvo ligado a esta idea un poco compulsivamente, cuando andaba por los veinte años; se veía bien que la desesperación lo impulsaba a aferrarse a ella, hasta que por fin se lanzó a cometer toda clase de barbaridades, estoy seguro que por lo menos en gran parte conscientemente. Dos años después debe haber pensado, como yo por otra parte lo he sostenido siempre, que también el desenfreno y el desorden obran en nosotros por compulsión, y que entre dos conductas anormales conviene adoptar siempre aquella que es capaz de hacernos menos daño. Esa simulación de la pasión intelectual intensa durante un período en el que en realidad se sentía desesperado fue realmente cómica, porque se le dio por usar maneras de sabio y estuvo un año entero leyendo a los positivistas. Andaba con los libros de Aldous Huxley por todas partes.

La idea de la pasión intelectual intensa lo condujo a excesos por otro lado: lo indujo a aceptar indiscriminadamente todo lo que se relacionara con la pasión en general. Según su modo de pensar un avaro era un humanista radical, un optimista recalcitrante cuya codicia era la prueba más indiscutible de su aceptación del mundo. "Un amante de los caballos de carrera no tiene tiempo de cuestionar la validez de la vida", me dijo una vez. El tiempo lo ha hecho evolucionar en ese sentido, lo cual me alegra bastante, porque ahora está más próximo que nunca a mi manera de pensar, en especial cuando huelo en él una incurable desconfianza hacia todos aquellos tipos de los que intuye que jamás se les ha ocurrido sospechar, ni siquiera por un momento, que la vida no tiene ningún sentido.

Otra cosa que conviene aclarar acerca de Tomatis es eso de la "idea del bien". No tiene nada que ver con la felicidad. Es más bien lo contrario, porque esa idea del bien implica un conocimiento intenso de la realidad que predispone a impedir cualquier tipo de abandono que no tenga por objeto enriquecer ese conocimiento. Además dice que la felicidad es la aspiración de los desequilibrados y de los idiotas, y que el tipo inteligente que por casualidad llega a probar el sabor de la felicidad, no quiere volver a saber nada del asunto para toda su vida. "No quiere más guerra", dice Tomatis. "Tiene que ser muy cretino para tentarse nuevamente". "De acuerdo", le he dicho yo más de una vez, "pero si la felicidad no es posible, ¿para qué vivimos?" "Qué tonto es este muchacho, Dios mío" -ha salido diciendo él, agarrándose la cabeza- "¿qué tiene que ver una cosa con la otra? Si el hombre ha continuado viviendo hasta ahora quiere decir que la felicidad es algo de lo que puedo prescindir". "De acuerdo", le digo yo. "Pero ¿quién la inventó? ¿Dios?" Tomatis sonríe pensativo cuando oye la palabra: "Dios no existe" -dice con voz suave y serena-. El hombre. Pero no la inventó. Surge en él de un modo natural, como una condición permanente que la insuficiencia de su conciencia inmediata impone a la realidad". "Ahora bien" -le digo yo- ¿qué necesidad hay de ponerle condiciones a algo que no tiene sentido?". "Para dárselo" -dice Tomatis-, "y antes de que me lo digas, prefiero aclararlo por mi propia cuenta: aunque esa condición pretenda exigir como gratificación algo que no existe". También hablando de cosas parecidas hizo mención a lo que nosotros llamamos el grito de Dostoievski: "El viejo estaba completamente errado en ese punto. La existencia de Dios permitiría todo. Una de las cualidades de su perfecta perfección tiene que ser necesariamente la responsabilidad por todo lo creado, hasta las consecuencias del libre albedrío. Si Dios existiera la vida no sería más que una broma pesada. El peor de los crímenes del más perverso de los hombres pasaría a ser un simple juego de niños. Es justamente porque Dios no existe que no nos queda más remedio que reconocer que hay una serie de cosas que no pueden estar permitidas". Y así hasta el infinito. De estas chacharas hemos tenido a montones en estos diez años de atorrantear por la ciudad. En los últimos años han ido perdiendo frecuencia. Se requiere un clima especial para hablar como lo hacíamos, una atmósfera interior que no puede improvisarse. Las cosas van ahora bastante mal: ahí está el caso de Pancho o el de Conde como prueba.

Bueno, estábamos en que estábamos en el restaurante del final de la avenida del puerto, en el patio, frente al Club de Regatas. "Este es un país rico. Vive la abondance", dice Pancho, cuando el mozo deposita sobre la mesa la fuente llena de olorosa carne asada.

Empezamos a comer, masticando en silencio durante largo rato: Pancho excesivamente inclinado sobre su plato, dejando de vez en cuando los cubiertos sobre el borde del plato para cortar un trocito de pan con el que absorbe cuidadosamente el rico jugo de la carne, que brilla oscuramente en la superficie del plato. Barra corta primero la carne en muchos trozos, deja el cuchillo y después, con gran lentitud, uno a uno, va pinchando los pedazos, recogiéndolos luego de una especie de dubitación, como si jugara al "oso fe-te" antes de cada bocado, sentado junto a Tomatis, frente a mí, con Pancho del otro lado. Tomatis se ha sentado vuelto ligeramente hacia la calle, hacia la explanada del viejo atracadero, visible entre los troncos de los árboles, y en esa posición mastica lentamente, alzando de vez en cuando la cabeza para observar las copas de los árboles tocadas por la luz del farol de la esquina, o bien el cielo espléndidamente estrellado. Hacia la mitad de la comida, dice Pancho:

– Y esa media viriloide, esa pelirroja, ¿está todavía en el "Copacabana"?

– Si -dice Barra-. Está todavía.

– Podríamos darnos una vueltita por allí esta noche -dice Pancho.

– No estaría mal -dice Tomatis, pensando en otra cosa.

– Es igual para mí -digo yo.

– De todas maneras, no sería el primer jueves que uno se acuesta temprano -dice Tomatis-. Yo me acuerdo bien, que allá en mi infancia, una vez…

– No, no, pero vamos -dice Pancho.

Entonces Barra cruza los cubiertos sobre el plato, produciendo un rápido y leve tintineo, y dice:

– Yo no puedo. No quiero llegarle tarde a mi mujer. La cosa anda un poco tirante.

Pancho alza la cabeza y lo mira.

– ¿Cuándo vas a tirar a tu mujer a un tarro de basura, de una vez por todas? -dice.

– En serio que no puedo -dice Barra, carraspeando. Retoma los cubiertos, dejando el cuchillo sobre el mantel, a un lado del plato, y después se inclina sobre la fuente, eligiendo un trozo de carne. Con excesiva atención da vuelta un trozo, lo mira, y lo recoge con el tenedor, llevándoselo para su plato. Agarra el cuchillo y comienza a cortar la carne en trozos pequeños.

Pancho deja de comer, los cubiertos en ristre, y lo mira.

– ¿Por qué no vas a ir? -le dice.

– Es que no puedo -dice Barra.

– ¿Cómo no vas a poder? -dice Pancho.

– Y -dice Barra-. No puedo.

– No jodas -dice Pancho, reiniciando su comida-. Vos venís con nosotros y listo. Si es por la plata te aviso que tengo tres mil quinientos pesos en el bolsillo.

– Al diablo -dice Tomatis, mirando a Pancho con los ojos muy abiertos.- ¿Acabas de asesinar a tu hermano? [2]

– No -dijo Pancho-. Le pedí un préstamo solamente.

Tomatis lo miró con curiosidad.

– ¿Existen hermanos que dan tanto? ¿Padres que dan tanto?

– Depende de como se pida -digo yo.

– Pancho debe pedir revólver en mano -dijo Tomatis.

Barra se echó a reír. Pancho alzó súbitamente la cabeza y lo miró, dejando de comer.

– ¿Vas a ir?

– Pancho -digo yo-, el verano pasado, en la playa, ¿estuvieron las chicas con nosotros?

– ¿Qué chicas? -pregunta Pancho sin dejar de mirar a Barra; y le dice: -¿En serio que no vas a ir?

– Pocha y Miri -digo yo.

– Podría ir un ratito -dice Barra, recogiendo un trozo de carne con el tenedor.

– Pero un ratito, nada más -agrega, mordiendo el trocito de carne.

Entonces Pancho continúa comiendo.

– Bravo -dice-. Así me gusta.

– Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo -salmodia Barra.

Pancho queda en silencio, masticando, inclinado sobre el plato. Tomatis lo mira con una atención pensativa y melancólica.

– ¿Las chicas?-dice-¿El verano pasado? Si hace dos años que no están en la ciudad.

– Pero el verano pasado estuvieron aquí una semana -dice Barra.

– De veras -dice Tomatis.

– Quisiera saber si fue en realidad el verano pasado -digo yo-. Este Pancho me ha hecho mezclar todas las cosas.

– Pancho viejo -dice Barra.

– Pancho -dice Tomatis; Pancho se vuelve y lo mira, sonriendo; Tomatis sonríe por lo que se halla a punto de decir, después lo dice: -¿Qué es eso de no dejar paso a la gente en los tranvías?

Entonces Pancho se echa a reír sacudiendo la cabeza, con la expresión del chico que ha sido pescado en una falta.

– ¿Acaso los tranvías no pertenecen a la comunidad? -dice Tomatis.

Pancho me mira, riendo, deja el tenedor sobre el borde del plato, me toca el codo con la mano, y siempre riendo, cabecea hacia Tomatis, señalándolo, como diciendo: "Atiendan lo que dice."

– ¿O es que no sabías que pertenecen a la comunidad? -dice Tomatis. Nos mira a Barra y a mí.

– Él con su neurosis, se da el tremendo gustazo de incomodar a la gran familia argentina.

– Ha tenido la diabólica sabiduría de encontrar el pretexto -digo yo.

Pancho alza su copa de vino y toma un trago. La deja. Se seca los labios con una servilleta. Me mira.

– ¿Cómo es eso? -me dice- ¿Qué pretexto?

– El pretexto que le permite a uno hacer algo -fuera de lo común -digo yo. De las otras mesas casi todas ocupadas, nos miraban de vez en cuando con curiosidad y sorpresa. Hablábamos en voz un poco alta-. Permitimos que alguien cometa una barbaridad siempre que deje bien claro el motivo. Además nos permitimos hacerla atendiendo a las mismas condiciones.

– ¿Qué es eso? -dice Pancho-. ¿Qué condiciones?

Tomatis me mira, sonriendo. Vuelve lentamente la cabeza y mira a Pancho.

– Me parece que, por ejemplo, si en tu manía de no dejar paso a la gente como todo el mundo, no les ofrecieras la explicación paralela de la crisis neurótica, ellos se volverían locos de desconcierto y espanto -dice.

– Exactamente -digo yo.

– Y esa es la razón por la cual vas a internarte de vez en cuando a un sanatorio. Es para darle un sentido a tu conducta.

– Exacto -digo yo.

– Y al diablo -dice Tomatis.

– En definitiva ¿no soy más que un farsante? -dice Pancho-. Sí al diablo.

Hablamos media hora más sobre el asunto, hasta que terminamos de comer. "Lo peor que puede, sucedemos es que nos consideren extrahumanos. Queremos darle una explicación razonable a todos nuestros actos", dijo Tomatis. "Por supuesto", dijo Pancho. "Pero… ¡Un cuerno la vela! A qué hora es el primer varieté?" Tomatis miraba a Pancho sonriendo; creo que yo también. Barra no miraba a nadie ni sonreía: se hallaba invadido nuevamente por esa distracción triste o casi desesperada que lo hace levantar a menudo la cabeza, como si estuviera tratando de escuchar algún murmullo resonante y lejano, y tocarse muchas veces y con lentitud el bigote, con el pulgar y el índice como probando su consistencia. "Pensemos en el arte; en el arte sin ir más lejos", decía Tomatis. "Para justificarlo le adherimos la explicación de que es útil; pero en realidad no sabemos de qué se trata." "La literatura es lo peor que hay" dijo Pancho, como para sí mismo. "En especial la literatura argentina: está llena de viejos de la calaña de Guido y Spano."

Entonces dice Tomatis:

– No nos olvidemos de Leopoldo: ese pícaro tiene que encabezar la lista,

– Eso es -dice Pancho.

– Bueno -digo yo-. Acábenla.

Media hora más tarde, alrededor de las once y media, descendimos de un taxi frente a los pasillos iluminados de la galería. Recorrimos rápidamente una de las alas, entre los pequeños locales iluminados, envueltos en el sordo estruendo borroso de la música, y nos sentamos en una de las mesas del patio. Había muchísima gente; parloteaba y reía, diseminada en grupos de tres o cuatro alrededor de las mesas de hierro de todos colores. El grupo de la guitarra no estaba. Tomamos café.

– Sin embargo -dice Pancho-, ir a la playa no fue todo lo que hicimos el verano pasado.

– ¿Qué estás tratando de inventar? -le digo yo.

Pancho se toca la frente con aire confuso;

– No -dice-. En serio. Yo decía algo que no tiene nada que ver con la playa. Lo de la playa está bien; lo recuerdo perfectamente. Tengo prácticamente en blanco el otro período. Es bastante desagradable.

Ninguno de los tres dice nada; Pancho continúa tocándose la frente, y haciendo gestos de confusión. Habla como para sí mismo.

– Es bastante terrible -dice-. ¿Nunca les pasó? Deben ser los efectos del shock insulínico.

– No, hombre -dice Barra-. Qué va a ser.

Pancho alza de golpe la cabeza: los ojos le brillan furiosos y terribles. La sangre afluye rápidamente a su rostro pálido y áspero.

– Con vos no es la cosa -dice, mirando fijamente a Barra, haciendo gestos con la mano-. Bueno. Con vos no es la cosa.

Tomatis hace un rápido ademán, dejando con estrépito el pocillo de café sobre el platito.

– Bueno -dice.

Pancho se echa sobre el respaldo de la silla; sus facciones se distienden y cuajan en una creciente sonrisa.

– Se me hace tarde. Me voy -dice Barra, poniéndose de pie.

Entonces Pancho lo mira nuevamente, de un modo súbito también, y la sonrisa desaparece de su rostro, que ha adquirido ahora una expresión como de temor y sorpresa.

– Hasta mañana -dice Barra, y comienza a alejarse sorteando las mesas. Tomatis golpea lentamente, manteniendo un ritmo regular, con expresión pensativa, la cucharita de café contra el pocillo. Barra desaparece por la ancha boca del pasillo iluminado.

Estuvimos varios minutos sin decir palabra. Yo escuchaba la música. No sé en qué estarían pensando los otros. Pancho se hallaba con las piernas estiradas debajo de la mesa, encogido sobre su silla, sosteniendo el mentón con la palma de la mano derecha, el codo derecho asentándose sobre la palma de la mano izquierda, el brazo izquierdo doblado a la altura de la barriga. Tomatis observaba la ruidosa gente que mataba el tiempo charlando en el patio. Nuestras miradas no se cruzaron ni siquiera una vez sola.

En eso Pancho se pone de pie rápidamente y nos dice:

– Vuelvo en seguida. No se vayan -y sale dando grandes trancos entre las mesas, desapareciendo por la boca del pasillo iluminado.

Todavía permanecimos un par de minutos sin decir nada.

– Bueno -dice por fin Tomatis, suspirando.

– Va a traerlo -digo yo.

Tomatis se pasa la mano por la frente en un gesto de cansancio.

– Mañana no trabajo -dice. Tomatis y Barra pertenecen al cuerpo de redacción del único diario de la ciudad. Barra hizo hace tiempo un par de años de estudios de Derecho en la Universidad Nacional; después abandonó la carrera. Tomatis está inscripto en la Facultad de Filosofía de Rosario y rinde alguna materia de cuando en cuando, muy de cuando en cuando. La facultad le sirve de pretexto para hacerse alguna escapada mensual a Rosario. El y Barra trabajan hace como cinco años en el diario, aunque en realidad a ninguno de los dos le interesa la profesión. Están en otra cosa: Barra, por ejemplo, se interesa por el cine, aunque creo que hasta él mismo sabe conscientemente que esa dudosa vocación le sirve en gran medida de pretexto para justificar el tiempo que pierde. A Tomatis lo único que parece interesarle seriamente es la literatura. De todas maneras, a él no le queda más remedio que trabajar en el diario, porque a esta altura, y como van las cosas, en este país la literatura no es una profesión: es una changa.

– Pancho está echándose a perder con tanto psicoanálisis -le digo a Tomatis.-

– Sí -dice Tomatis-. Se va a arruinar la salud.

– Sin embargo, lo pensás seriamente. No querés decirlo por pura lealtad.

– Gracias por echármelo en cara -sonríe Tomatis con dulzura.

Entonces me inclino hacia él a través de la mesa. La música resuena sordamente en el patio; la gente ríe y parlotea.

– ¿Qué te parece si mañana temprano, a las seis, nos tomamos el ómnibus y nos vamos a pasar el fin de semana a Colastiné? La costa está estupenda, me han dicho.

Tomatis suspira.

– Estoy terriblemente fatigado -dice, tocándose la frente con la palma de la mano-. Estoy terriblemente fatigado.

Estuvimos allí hasta las doce y media. La gente empezó a irse y el ruido disminuyó. Pero nosotros no teníamos ganas de hablar. Daba lo mismo que hubiese o no silencio. En todo el tiempo cruzamos alguna que otra frase perdida. Nosotros podemos estar juntos en silencio, durante largo tiempo, y no sentirnos incómodos por eso.

Alrededor de las doce y media regresaron Pancho y Barra; venían conversando con gran animación.

– Estuvimos charlando con una ginebra de por medio -dice jovialmente Barra al detenerse junto a la mesa.

– Nos alegramos -dice Tomatis.

Pancho y Barra permanecen un momento de pie junto a la mesa, mirándonos sonrientes.

– ¿Una ginebra? -dice Pancho; y sin consultar golpea las manos y rodea la mesa para sentarse, mientras el mozo se aproxima hacia nosotros-. Cuatro ginebras con hielo -dice Pancho, sentándose. El mozo se aleja hacia el bar. Barra se sienta; el silencio continúa, pero ahora se trata de un silencio incómodo.

En eso Pancho se remueve lenta y nerviosamente sobre la silla y, mirándome, pregunta:

– ¿Decidiste lo de Córdoba?

– Todavía no -le digo.

– Dame la respuesta mañana. Estuve hablando con Barra. Tal vez me acompañe.

– Perfectamente -le digo-. Mañana te contesto.

Debo aclarar que fue con Barra, durante la semana de las fiestas. Ese viaje trajo bastante complicaciones. Estela, la mujer de Barra, quiso separarse de él a raíz del asunto. Como sus vacaciones no le correspondían hasta marzo, de acuerdo a los turnos distribuidos entre el personal, Barra pidió diez días de licencia sin goce de sueldo. La mujer de Barra puso el grito en el cielo; tuvieron una pelea descomunal antes de que Pancho y Barra salieran para Córdoba. Estela le juró que se iba a matar si él se iba. Barra le contestó que le parecía una idea excelente. Estela no se mató: eligió un camino completamente diferente: sedujo a un pibe de unos dieciocho años, alumno de ella en el colegio secundario, donde dicta clases de psicología, y lo trajo a vivir con ella durante los diez días en que Barra estuvo afuera. Todo eso haciendo gran ostentación en el barrio, de tal manera que al tercer día ninguna respetable ama de casa de tres cuadras a la redonda le dirigía el saludo. Durante esos días en que Barra estuvo afuera, Estela se encontró con Tomatis en el centro y le pidió que la acompañara hasta la casa. Esto me lo contó el propio Tomatis. Dice que llegaron ("la noté rara desde el principio, me dijo; después me di cuenta de que estaba un poco borracha") y que ella llamó al pibe ("Ricardito, amor, bajá que hay visitas", dice que gritó melosamente asomándose a la escalera de la planta alta) y que lo sentó junto a ella en un diván, y que lo acariciaba y lo besaba, acomodándole el pelo y la ropa delante de Tomatis, dando muestras de gran cariño. Dice Tomatis que mientras él estuvo presente, Estela se tomó tres cuartos de botella de ginebra. "Yo, Carlitos", le decía, dice Tomatis, "siento compasión por toda la humanidad. No soy una cualquiera: soy una profesora de psicología, y siento compasión por toda la humanidad". Dice que el pibe la miraba con ojos muy abiertos, como aterrorizado, sin decir palabra. "Parece que si se quedó todo ese tiempo en la casa fue porque le tenía miedo", me dijo Tomatis. "Él anda diciendo por ahí que no tenemos hijos porque yo soy estéril", dice que le dijo Estela después. "Bueno. Te lo puedo decir: él es el estéril. Él es el que anduvo con putas. Él es el que no puede tener hijos". Después miró furiosamente al pibe: "Anda para arriba. Carlitos se queda a cenar conmigo. Tenemos que hablar. ¿No es cierto, Carlitos?" El pibe subió al piso alto y ahí se quedó el resto de la noche. "Yo tenía la impresión que estaba echado de panza en el piso del dormitorio", me dijo Tomatis, "con el oído pegado al suelo, tratando de oír lo que nosotros hablábamos, con el corazón en la boca". Estela insistió para que se quedara a comer. "No me dejes sola, Carlitos. Estoy tan aburrida, ¡qué barbaridad! A ese chico no lo aguanto". Después se aproximó a Tomatis y le habló en voz baja como si le contara un terrible secreto: "Estuve todo el año caliente con él. ¿Es un Adonis, no es cierto? Pero es terriblemente obtuso al mismo tiempo. Es incapaz de pronunciar correctamente la palabra psiquis. ¿Hace falta una técnica especial, no es cierto, Carlitos?" Entrecerraba los ojos, echando la cabeza hacia atrás, como en éxtasis, degustando y demorando las sílabas y los sonidos. "Psiquis. Psiss… iquis". "Bueno, pero ese no es el caso, Carlitos. ¿Un poquito más de ginebra? ¿Sí? Sí, hombre, un poquito". "Yo le dije (medio en broma, medio en serio, aunque después me arrepentí). "No termines proponiendo que nos acostemos", me dijo Tomatis. "Ella me miró sorprendida por un momento, con los ojos muy abiertos, y después se echó a reír: "Buena idea -me dijo-. Estoy hasta la coronilla de hacerlo tres veces por semana con mi marido. Y él también está hasta la coronilla". Después hizo silencio y me miró, dijo Tomatis. "Sos un vago de primera, vos, Tomatis", me dijo. "¿Cómo marcha esa literatura? ¿Cuándo vas a dar con el gran tema para que Alfredo (Barra) lo ponga de una vez por todas en imágenes? En imágenes: es la jerga de mi marido". "Después pasamos a la cocina, dijo Tomatis. Ella hizo unos bifes y unos huevos fritos. Yo la miraba trabajar pensando que mil años antes, dos, tres, cinco mil años antes, Estela había estado también en una cocina, friendo unos huevos, paseando silenciosamente por un recinto sombrío de piedra gris, y ahora estaba todavía ahí, de donde salía accidentalmente tres horas semanales para hablar frente a treinta adolescentes distraídos, desinteresados, tratando de enseñarles a pronunciar con la debida corrección la palabra psiquis. Pero pensaba también (en ese momento, mientras freía los huevos, se hallaba sosegada, tranquila, se movía con una pericia singular en la cocina, entre las ollas y los platos, no hablaba casi, parecía haberse olvidado completamente de mí, de Adonis y de su marido) que había algo deliberado en esa monotonía, en esa repetición; algo de lo cual la propia Estela estaba al tanto: en la cocina ella parecía moverse con la mecánica placidez que sólo puede conferir el confort interior de una envolvente y voluptuosa concha marina. Bueno, después comimos, tomamos un litro de vino sobre la ginebra y seguimos con la ginebra después del café", dijo Tomatis. Después regresaron a la sala y se sentaron a escuchar Bach. "No es lo más apropiado", dice Tomatis que dijo Estela. Después alzó la cabeza, señalando la planta alta: "Es una hermosura el muchacho. Lo vi por primera vez en la playa, el verano pasado. Llevaba un short piel de leopardo divino. Te juro que no dormí esa noche pensando en él. Tenía la piel tostada divina. En marzo resultó siendo alumno mío. En seguida, apenas lo vi, me puse a pensar cosas". "No hagas tanta alharaca por nada, Estela -dice Tomatis que le dijo-. Estás tratando de que yo se lo cuente a tu marido". "Por mí puede morirse mi marido" -dijo Estela-. Estoy un poco borracha, ¿no es cierto? Es un espectáculo desagradable. ¿Me vuelvo pesada? No tengas escrúpulo en decírmelo. Si me vuelvo pesada vos me lo decís en seguida, y amigos como siempre. A una mujer no puede pasarle nada peor que ser tildada de pesada". Todo eso no era nada, dice Tomatis. Estaba un poco borracha; no era nada del otro mundo que hablara un poco de más. Después quiso que nos sentáramos en el diván. "Para nada, por sentarnos en el diván nada más". Y antes de que él le respondiera nada, dice Tomatis, ella agregó: "Y no me digas que se te hace tarde, porque eso te desenmascararía: se vería bien que estás adoptando una actitud de superioridad moral". Nos sentamos en el diván, dijo Tomatis. Y ella se echó sobre mí, tiernamente ("para nada; por estar echada sobre el hombro de alguien") y estuvimos así casi media hora. De vez en cuando ella se incorporaba por un momento, me miraba parpadeando preguntándome: "¿Estás cómodo?" "¿No me pongo pesada?", y volvía a echarse sobre mi hombro, fumando pensativa; mandándose un largo trago de ginebra de vez en cuando. Finalmente la sólida Suite Inglesa terminó; en la habitación no quedaron más que un par de frágiles personas humanas, dijo Tomatis. "¿Puedo aflojarte el nudo de la corbata?", me dijo. "Estoy terriblemente excitada". "Yo, en cambio -le contesté- estoy terriblemente molesto". "¿Estás tirándotelas de santo, ahora?", dijo ella. "Todo lo contrario", le digo yo. "Bueno", me dice Estela. "Vamonos para arriba entonces". "¿Y Adonis?", le dije yo. "Adonis es el leitmotiv", dice Estela. "Para mí pasó esa época, Estela", le digo yo, me dice Tomatis. Dice que ella entonces le dijo, "Adonis no es ni siquiera capaz de pronunciar correctamente la palabra psiques: una puede utilizarlo como le plazca". "Es lo mismo", le dice Tomatis. "Quiero dormir en paz. Ni Estela, ni Adonis, ni nadie, por lo menos de esta manera. Terminaríamos haciéndonos señas por debajo de la mesa, en presencia de tu marido". "¿Tanto desprecias a mi marido como para no molestarte en traicionarlo?", dijo ella. A esta altura de su relato Tomatis se detuvo por un momento. Estábamos en casa. Era la hora de la siesta: hacía un calor pesado y gris y estaba lloviendo sin cesar desde la mañana. El estruendo del agua cayendo sobre los techos de la ciudad hacía más borroso el rumor de la conversación. Carlos se levantó y se aproximó a la ventana; se quedó mirando largamente la lluvia, con aire pensativo. Después regresó a sentarse, suspirando: "En tardes así, como esta -dijo- uno termina reconociendo que no sabe nada". Cambió de tono: "Le pegué" -dijo-. "Dos veces, en la cara. Después nos acostamos. Lo hicimos en el suelo, debajo de la mesa. Uno es capaz de hacerlo en cualquier parte. En eso el sexo es como la muerte: ineludible y momentáneo. Después me sentí culpable, aunque creo que fui demasiado injusto conmigo mismo, porque en realidad, durante esa situación absurda, yo me sentía tan mal como ella". Dice Tomatis que cuando se levantaron y continuaron tomando ginebra y charlando, y escuchando música de Bach, una Sonata para violín, dice Tomatis, ella lo miró y le dijo: "Yo no soy una cualquiera, soy una profesora de psicología y te lo puedo decir: siento compasión por toda la humanidad". Eso era casi a las dos de la mañana. "Mañana es Nochebuena", comentó Estela "Mañana voy a agarrarme una tranca de primera", le dije yo, dijo Tomatis. "No te vayas, Carlitos", dijo Estela. "Tengo que irme. Trabajo mañana". "No te vayas. Acostémonos. Vayámonos juntos a cualquier parte. Vámonos a vivir la vida". "¿Qué vida"?, dice Tomatis. "No te hagas el cínico, Tomatis: la vida es hermosa". Me acompañó hasta la puerta, dijo Tomatis cuando me lo contaba. "Anda. No te vayas. No me dejes sola con ese estúpido". "Tengo que irme, Estela". "¿Con quién vas a pasar Navidad?", me dice. "Con mi gente", le digo yo. "Tu gente es toda una familia. Hay que desintegrar la familia", dice Estela. "Es verdad", le digo yo. "Pero tengo que irme". "Yo estoy sola". "Hasta pronto, Estela. Feliz Navidad". Entonces ella me agarró del brazo, dijo Tomatis. "No te vayas", me dijo. "Tengo que irme", le digo. Ella me soltó y me miró con furia: "Hijo de puta. Porquería", murmuró. "Sí. Sí. Lógicamente", le dije. "Buena suerte, Estela. Hasta mañana". Salí a la calle y comencé a caminar bajo los quietos árboles. Era una noche espléndida. Ella salió detrás mío, se paró en medio de la vereda, y empezó a gritar: "¡Se lo voy a contar a mi marido! Y… Y… ¡Se lo voy a contar todo! ¡A mi marido!" No me di vuelta. Caminé una cuadra y al doblar la esquina Estela seguía gritando todavía.

Eso fue lo que me contó Tomatis. Cuando Barra regresó Adonis estaba todavía en la casa. Era la madrugada del seis de enero. Barra se lo contó a Pancho y Pancho, por supuesto, en seguida, me lo transmitió a mí. Barra entró, encendió la luz del dormitorio, y ahí estaban los dos en la cama de matrimonio, uno junto al otro, durmiendo. Era pleno enero: una noche de calor pesado; las ventanas estaban abiertas. No hacen falta, en esas noches, ni frazadas, ni sábanas, ni nada. En esas noches el roce de una seda delicada lastima ásperamente la piel. Las noches de enero son lentas y ardientes, difíciles de soportar. "Bueno", dijo Barra al ver el cuadro; y golpeando las manos gritó: "¡Arriba todo el mundo!" Adonis fue el primero en despertar; abrió los ojos con gran asombro y espanto y se quedó sentado en la cama. "Póngase un pijama" le dijo Barra. "¿Quién es usted?", preguntó Adonis. "El marido", dijo Barra. "La ley me ampara. Puedo matarlo y salir inmediatamente en libertad". Estela roncaba. Comenzó a moverse incómoda en ese momento. El pibe dio un salto y quedó de pie junto a la cama: "Yo no tengo la culpa, diga. Fue ella la que me trajo -dijo-. Yo no sabía que era casada. Me dijo que era separada. Además estuvo aquí con otro tipo la semana pasada". Estela dejó de roncar y entreabrió los ojos. "Pongase un pijama le digo", dijo Barra. "No tengo pijama". El pibe estaba a punto de llorar. Tenía un susto terrible. "Yo no me las tiro de vivo, diga", murmuró. "Échalo a la calle, Alfredo", dijo Estela lentamente. "Es terriblemente ordinario. Estuvo conmigo toda la semana". "Yo no soy un vivo", dijo Adonis. Al fin se vistió y se fue. Estela, continuó durmiendo. Barra se desvistió y se acostó. A la mañana siguiente Estela preparó un desayuno ejemplar: jugo de naranja, leche fría, queso de cabra que el propio Barra había traído de Córdoba, uvas y melón frío. Se lo llevó a Barra a la cama: "Estoy segura de que sos incapaz de separarte de mí", le dijo. "Yo tampoco soy capaz de una cosa semejante. No te hagas más problemas sobre el asunto. Me has engañado muchísimas veces desde que estamos casados con mujeres que otros hombres no tocarían ni con una caña. Esta uva es moscatel. Es deliciosa. No dejes de probarla".

Así fue como me contaron las cosas Pancho y Carlos Tomatis. Pero eso sucedió casi dos meses después de la noche en que nos habíamos juntado porque Pancho acababa de regresar de Buenos Aires. Esa noche, después que nos tomamos un par de ginebras (cada uno, se entiende) nos levantamos por fin para ir a ver el varíete del "Copacabana". Tomamos un taxi frente a la entrada misma de la galería y descendimos bajo el resplandor rojo y verde del letrero luminoso del cabaret. Como el barrio es algo desierto y silencioso, si bien no está nada lejos del centro, la música del cabaret se oye siempre desde por lo menos una cuadra a la redonda. El "Copacabana" es un galpón largo, frío y rectangular. La pista rectangular está separada del espacio donde se hallan esparcidas las mesas por medio de una baranda de caños, pintados de todos colores, con cuatro aberturas, una por lado, destinadas al acceso de las parejas. Las mesas se hallan dispuestas junto a la baranda, en una o dos hileras. En uno de los extremos del salón se abre un escenario de tipo italiano, ocupado por un piano vertical y abarrotado de sillas y atriles. En la pared del fondo del escenario hay un terrible mural pintado al parecer por un pintor de brocha gorda que representa un morro, con un caserío en el fondo, una palmera, ingenuamente fálica, y la correspondiente pareja de negros bailando. El salón está iluminado por luces indirectas, rojas, verdes y azules, como las del letrero luminoso de la fachada exterior. Ese tipo de iluminación crea una penumbra incómoda y por esta misma razón inquietante, en medio de la cual nada puede percibirse ni ocultarse completamente.

El techo del salón es altísimo, como el de un depósito o el de una iglesia. Tanto el lugar como los clientes, o como el personal o los números del varíete, son especiales para hacer que el tipo más o menos inteligente que va al "Copacabana" experimente de un modo constante la sensación de que está pasando una noche horrible.

A veces me río para mis adentros cuando oigo decir a alguien que se ha divertido en el cabaret. Ningún tipo con dos dedos de frente puede ir seriamente a buscar diversión a un cabaret. No hay lugar en la tierra más aburrido que el cabaret, además de ser un estilo de espectáculo completamente pasado de moda. Ir al cabaret entre nosotros (me estoy refiriendo a Tomatis, a Barra, a Pancho y a mí, o a cualquiera de los otros muchachos) significa ir a un lugar que permanece abierto después de media noche, cuando todos los otros lugares están cerrados, un local del que no pueden echarnos hasta después de las cinco de la mañana. El único encanto que puede tener un lugar como el "Copacabana" es la posibilidad que ofrece de escuchar algunos viejos tangos que debido al flujo y reflujo de la moda de la música popular no se tocan en otro lado.

Entramos. Estaba semidesierto, como de costumbre. La orquesta (un violín, un bandoneón, un piano) ejecutaba "Rosas de otoño". Al otro lado de la pista había tres mesas ocupadas; del lado que nos sentamos nosotros sólo una, aparte de la nuestra. Era un hombre solo, muy flaco, al parecer de más de cincuenta años, vestido con un traje claro, visible en la penumbra, y un sombrero con el ala doblada sobre la frente. Observaba silenciosamente a una pareja que recorría la pista girando sin cesar al compás del vals. En su mesa había una botella de vino, sumergida en un baldecito de hielo. Nos miró atentamente cuando entramos: su cabeza giró y mantuvo su rostro fijo hacia nosotros. Yo vine a quedar enfrente de él, de modo que pude observar cómo nos contemplaba de vez en cuando como si tuviera interés en decirnos algo.

Cuando vino la camarera le pedimos una botella de vino blanco. La mujer, una rubia gruesa de edad bastante imprecisa, nos miró con un aire maternal y desconfiado.

– ¿Y la pelirroja? -dijo Pancho tocándose el brazo con la mano después que la camarera se alejó.

– No la veo -respondí.

– Me excitan las pelirrojas -dijo Pancho, volviendo a pasear indolentemente su mirada por la pista.

En eso veo que el tipo flaco de la mesa vecina le toca el hombro a Tomatis que le daba la espalda. Tomatis se dio vuelta y el tipo le dijo algo, señalándole un cigarrillo que sostenía en la mano derecha.

– ¿Nadie tiene fuego? -dice Tomatis, entre el estruendo de la música-. Aquí el señor quiere fuego.

Le alcancé a través de la mesa mi encendedor. Tomatis se lo entregó. El tipo encendió y a la luz de la llama alcancé a ver su rostro: un rostro nervioso y chupado, pero ingenuo. Después que apagó la llama alzó un poco el encendedor, como para observarlo mejor a la escasa luz. Le dijo algo a Tomatis. Tomatis se encogió de hombros, recibiendo el encendedor de manos del tipo.

– Dice si es de oro -dijo Tomatis.

– No -le digo yo-. Es dorado nada más.

Tomatis le dijo algo y el tipo hizo un gesto desmesuradamente afirmativo y después continuó mirando a la pareja que giraba sin cesar al compás de "Rosas de otoño".

Después que la camarera rubia nos trajo la botella de vino, sumergida en un baldecito idéntico al de la mesa de al lado, y la cobró (trescientos pesos, los pagó Pancho, separando minuciosamente tres billetes de cien de un fajo bastante abultado, que la camarera alcanzó a distinguir, cambiando de golpe la actitud hacia nosotros). Desde ese momento empezó el desfile de chicas a la mesa. Vinieron cuatro, que regresaron por donde habían venido, una por vez, y cada vez que una de ellas se aproximaba el tipo de la mesa de al lado se volvía hacia nosotros y escuchaba el diálogo con una sonrisa de interés y expectativa. Se veía que tenía unas ganas bárbaras de sentarse con nosotros.

Después se encendieron las luces de la sala y dio comienzo el varíete.

– Ahora viene lo bueno -dijo entonces el tipo de al lado, moviéndose impaciente sobre la silla. Me miró y me guiñó el ojo, cabeceando hacia la pista.

Entonces pude verlo con mayor precisión: tenía el cuello de la camisa abrochado, pero no llevaba corbata; el rostro amarillo y tierno, unos labios finos, las mejillas ajadas y rasuradas y unos ojos pequeños y sumisos, inquisitivos.

– ¿No es cierto, muchachos? -repetía-. ¡Ahora viene lo bueno!

Y guiñaba el ojo, cabeceando con una expresión entendida y connivente hacia la pista; excepción hecha de mí, que me hallaba sentado frente a él, nadie le hacía caso. Yo trataba de responder en la mayor medida posible a su comunicatividad, pero confieso que no estaba con buena disposición de ánimo para eso. En cuanto a Pancho, Barra y Tomatis, ninguno decía nada: los tres parecían hallarse ensimismados y taciturnos y Tomatis tenía un aire soñoliento y melancólico.

El varieté contaba con cinco números. Un dúo vocal centroamericano: una mujer de unos cuarenta años, gruesa, que llevaba un vestido muy ajustado lleno de lentejuelas, de color rosa, y un hombre bajito, de aspecto raro, con una gran dentadura, como la de un caballo, que quedaba al descubierto apenas abría la boca: se hallaba vestido con unos zapatos combinados, bastante viejos, blancos y negros, un pantalón negro, y un smoking celeste de tela ordinaria. El hombre tocaba la guitarra y la mujer sacudía torpemente unas maracas; no daban con el tono de voz adecuado, se confundían al principio de cada estrofa, se olvidaban de la letra de las canciones, y en un momento dado, cuando quisieron cambiar de lugar, efectuando una especie de esbozo coreográfico, para quedar parado uno en el sitio en el que hasta entonces se había hallado el otro, el vestido de la mujer se enredó en el cable del micrófono, desgarrándosele un penacho de gasa que llevaba en el ruedo y haciendo trastabillar ruidosamente el micrófono, todo de un modo tan lento y complicado que debieron interrumpir por un momento la canción que se hallaban cantando. Aproximadamente en la mitad de la primer canción, un poco después del incidente, Pancho y Barra comenzaron una chachara interminable, inclinándose uno hacia el otro, hablando en voz un poco más baja que lo normal y haciendo amplios gestos con la mano, de un modo tan descarado que el tipo de la guitarra comenzó a mirarlos nerviosamente de reojo, sin suspender su sonrisa profesional, que dejaba al descubierto sus grandes dientes amarillos de caballo, y la mujer clavó definitivamente su mirada en nuestra mesa, con una expresión de creciente cólera.

El segundo número del varíete era una bailarina española, Amparo de Sevilla, vestida, como es corriente, con un amplio vestido de cretona ordinaria, lleno de volados. Su indumentaria se complementaba con un rulito engominado sobre la frente, un gran clavel rojo entre los pechos, las castañuelas, etcétera, y a pesar del tremendo estruendo que creó su paso por el salón, no pudo lograr que Pancho y Barra interrumpieran su súbita y animada conversación, así como tampoco logró interrumpirla una bailarina tropical que era el tercer número del varíete, y que apareció dando unos pasitos cortos y arrastrados por la pista, llevando como única indumentaria un corpiño y una bombachita de un raso verde bastante desvaído, llenos de lentejuelas, y un tocado de plumas de todos colores en la cabeza: era, para decir la pura verdad, bastante vieja, y bailaba asimismo bastante mal, y como si no bastara con que su piel fuese repugnantemente blanca, tono completamente pasado de moda para la piel femenina, y algo ajada y flácida, no había tenido el cuidado de ocultar la cicatriz de una operación que dividía su vientre, cicatriz cuya presencia descomponía de un modo definitivo y total todo el espectáculo.

El cuarto número del varíete era un bailarín folklórico que zapateaba un malambo, y lo cómico del asunto, en lo que se refiere a Pancho y a Barra y a su dichosa conversación, fue que al finalizar el número, antes de que comenzara el próximo, me incliné hacia Pancho para preguntarle si él también había advertido que el bailarín tenía cierto parecido físico con Tomatis (algo cargado de hombros, una cabeza de forma rara, la nariz ganchuda, los ojos separados entre sí como los de una ballena), y entonces tuve la sensación de que Pancho y Barra no sólo habían estado conversando sin atender el espectáculo, sino que ni siquiera se habían dado cuenta de que el espectáculo había tenido lugar, porque cuando le hice la pregunta Pancho se volvió bruscamente hacia mí, me miró con los ojos muy abiertos, con expresión de sentirse realmente sorprendido, y me preguntó: "¿Qué bailarín folklórico?", mirándome sin parpadear durante un largo momento.

Solamente cuando se presentó el número central del varíete, Pancho y Barra se callaron la boca, cambiaron de posición sobre sus sillas y se dedicaron a mirar el espectáculo, una joven de unos veinticinco años, graciosa y bien formada, cuya especialidad era el streap-tease, que se presentó vestida de pies a cabeza con un traje de novia hecho de una tela transparente, con las manos juntas en actitud de quien se encuentra rezando, y caminando con gran lentitud, entonando con unas modulaciones infantiles, buscadas deliberadamente, las estrofas de una canción picaresca que hablaba de una novia abandonada la noche misma de la boda, antes de que la cosa sucediera; la letra explicaba que la chica se ponía a disposición de quien quisiera realizar el trabajo, y después dejaba de cantar y comenzaba a despojarse de sus prendas con exasperante lentitud, amagando dos o tres veces con cada una antes de sacársela, hasta quedar con una estrella pequeñísima, dorada, sobre cada uno de los pezones, y otra de mayor tamaño en el pubis; a esa altura las luces se encendieron y se apagaron tres o cuatro veces, y el tambor redobló en el escenario para dar la sensación de climax, y entonces la chica se cubrió con una capa completamente transparente y dio una vuelta a la pista, en cuyo extremo se detuvo, y en medio de los compases de la "Marcha Nupcial", resonando pesada y paródicamente, se volvió hacia el público, arrojó un beso con la mano, estirando el brazo y haciendo una leve genuflexión, y salió al trotecito para los camarines.

A todo esto el tipo de la mesa de al lado demostraba un entusiasmo singular: se movía nerviosamente sobre la silla, decía cosas que la música impedía escuchar, se volvía hacia mí guiñándome repetidas veces el ojo, cabeceando hacia la chica con expresión picara y connivente. Pancho y Barra miraban sonriendo el espectáculo. Tomatis dormitaba. Cuando la música cesó y las luces se apagaron, devolviendo la semipenumbra al local, Tomatis se despertó como sobresaltado.

– ¿Eh? ¿Qué pasa? -dijo.

Los músicos dejaron sus instrumentos en el escenario y bajaron al salón para descansar. Se hizo un momento de silencio en todo el salón que interrumpió la risa prolongada y áspera de una de las chicas. El tipo de la mesa de al lado se levantó, con la copa en la mano y se aproximó a la mesa; por la manera de caminar me di cuenta de que estaba un poco ebrio.

– Buenos noches, muchachos -dijo de un modo entusiasta, apoyando su mano sobre el hombro de Tomatis. Carlitos lo miró, dejando caer levemente la cabeza hacia un costado-. ¿Cómo marcha la cosa?

– Bien, nomás -dijo Tomatis.

– Gorosito, a sus órdenes -dijo el tipo.

– Mucho gusto -dijo Tomatis.

– ¿Qué le pasa? -dijo Pancho, como emergiendo de una honda meditación, sin mirarlo, alzando más bien la cabeza hacia la pista.

– Pancho -dije yo- El señor Gorosito.

– Gorosito, a sus órdenes -dijo el tipo.

– Bueno, está bien – dijo Pancho.

El hombre oscilaba ligeramente, sosteniendo la copa con una mano, la otra apoyada sobre el hombro de Tomatis. Nadie decía nada.

– ¿Andan de garufa, muchachos? -dijo tímidamente.

– Eso es -dijo Tomatis.

– No, claro -dijo el tipo; se inclinó más hacia mí, al advertir que yo era el único que le prestaba cierta atención-. En mis tiempos era diferente, se lo puedo asegurar.

– ¿Si? -le dije yo.

– Seguro -dijo él-. Era otra gente, viejo.

Entonces Pancho se inclina hacia mí, de costado me toca el brazo y dice:

– ¿Quién es este tipo?

– Qué se yo -le digo.

– Me pone nervioso ahí parado -dice Pancho.

– Ya pasaron esos tiempos, mi amigo -dice el tipo.

– ¿Qué tiempos? -dice Pancho, alzando la cabeza hacia él, invadido por un real y súbito interés.

– Ustedes ni siquiera habían nacido -dijo el tipo, y viendo el interés inesperado de Pancho se separó de Tomatis y vino hacia nosotros-. Aquello sí que era diversión.

Pancho hizo una especie de espiral en el aire, con el dedo, con lo cual señalaba el local.

– ¿En el cabaret? -preguntó.

– En todos lados. Y antes de que yo naciera también, según sabía contarme mi finado padre -miró a su alrededor con gesto de repugnancia-. Antes el tango se bailaba de corazón -dijo-. ¿Me puedo sentar un ratito con ustedes, muchachos?

– Cómo no, don -dijo Pancho-. Déle. Siéntese nomás.

Su rostro adquirió una expresión de brillante satisfacción; dejó cuidadosamente su copa sobre la mesa, inclinándose en forma exagerada, y dijo:

– En seguida.

Fue hasta su mesa y arrastró de vuelta una silla, caminando ligeramente, dando saltitos. Colocó la silla con gran entusiasmo, entre Pancho y yo. Cuando estuvo sentado se dio unos golpecitos sobre la rodilla, con aire de satisfacción; después alzo su copa y tomó un trago. Los cuatro lo mirábamos. Cuando dejó de tomar, sosteniendo todavía la copa en la mano, la sonrisa desapareció de su rostro, pareció sentirse completamente confundido, y carraspeó tres o cuatro veces.

– Andamos con el ánimo por el suelo, don -dijo Tomatis, suspirando.

El tipo aprovechó la grieta para colarse.

– ¿Problemas con las mujeres, muchachos? -dijo, mirándonos, buscando en especial conversación con Pancho debido al interés demostrado por éste un momento antes-. Por eso yo soy soltero. Me fui quedando, quedando, y aquí me tienen, sin problemas, solterito.

– Es una suerte -dije yo, al ver que nadie le respondía-. Esta gente es muy amarga -dije sonriendo, señalando a los muchachos.- Siempre son así.

– En mis tiempos era diferente, se lo puedo asegurar -dijo el tipo-. Y antes de que yo naciera, según sabía contarme mi finado padre, mucho mejor. Era gente de otra pasta.

– Antes el tango se bailaba de otra manera, ¿no es cierto? -le dije.

– Efectivamente -dijo el tipo-. Y la juventud era otra cosa.

– ¿Otra cosa? -le dije-. ¿Cómo otra cosa?

El hombre dudó; meditó, y creo que se puso un poco colorado.

– Y -dijo-. Otra cosa.

Está demás decir que Tomatis había recomenzado a dormitar y Barra observaba distraídamente el salón, acariciándose el duro bigote con los dedos. Pancho se puso de pie.

– Voy al baño -dijo. Al baño se va en el "Copacabana" por una pequeña puerta abierta junto al escenario; el alto y lento cuerpo de Pancho se dirigió al baño, y al pasar frente al escenario pálidamente iluminado resaltó como un escorzo sombrío. Pancho iba tocándose la cara con la mano, cargado de hombros, la cabeza caída, en una actitud como pensativa.

– ¿Qué hora es? -preguntó Barra. Al efectuar la pregunta volvió el rostro hacia nosotros, y en seguida, sin siquiera esperar la respuesta, continuó mirando el salón, tocándose el bigote, como si tratara de olerse los dedos. El tipo sacó trabajosamente su reloj de bolsillo, lo abrió, y echándose para atrás lo elevó acercándolo a su rostro, para tratar de ver la esfera en la atenuada penumbra. Con voz vacilante respondió que eran las dos pasadas.

– Yo vengo aquí casi todas las noches -dijo después, con aire raro.

– Cierto. Le encuentro cara conocida -le digo yo.

– Pero me aburro -dijo el tipo-. No es como antes, cuando yo era joven. Qué mujeres. Cómo bailaban, se lo puedo asegurar. Ahora, ¡qué! ahora no es nada en comparación con aquella época.

Se inclinó hacia mí haciendo gestos de complicidad:

– Yo no dormía nunca -dijo-. Había un patio con una glorieta, en el sur. Se bailaba las veinticuatro horas del día. Dos por tres el baile terminaba con

un finado. ¿Ahora? -dijo, con aire de superioridad-. Qué me van a venir a hablar de diversión. Hace por lo menos desde el año cuarenta que no me divierto en ninguna parte, se lo puedo asegurar.

Me tocó el brazo cabeceando hacia Tomatis. Carlitos dormía, apoyando el codo en la baranda y sosteniéndose la cabeza con la palma de la mano.

– Fíjese -dijo el tipo-. Eh, mi amigo -le gritó. Tomatis ni siquiera se movió-. Eh, oiga, oiga, diga -dijo el tipo. Como Tomatis seguía sin responderle el tipo se paró torpemente, y lo tocó inclinándose hacia él a través de la mesa.

– ¿Qué? -dijo Tomatis, despertándose.

– No se duerma, mi amigo -dijo el tipo.

Tomatis bostezó.

– No -dijo-. No dormía.

– Bueno -dijo el tipo, disponiéndose a sentarse. Tomatis apoyó nuevamente el codo sobre la baranda y la cabeza en la palma de la mano. El tipo se inclinó de nuevo hacia él-. No. No -le dijo, sacudiendo el índice delante de él, como reprendiéndolo.

– No, si no dormía -dijo Tomatis, con voz soñolienta.

– Che, Tomatis -digo yo-. Dice el señor que no te duermas.

– Apenas suba la orquesta típica -le prometió el tipo a Tomatis- voy a bailar un tango.

– Perfecto -dijo Tomatis-. Está en su casa.

– Pero como se bailaba en mis tiempos -dijo el tipo.

– Mejor todavía -dice entonces Tomatis-. Nos trasladaremos gracias a usted a los limbos de nuestra tradición.

En eso Barra da un golpe suave sobre la mesa y con la palma de la mano.

– Creo que me voy a ir -dice.

El tipo estaba por alzar su copa de vino de sobre la mesa en ese momento; se volvió rápidamente hacia Barra.

– ¿Se va? Pero no mi amigo, quédese -dijo sacudiendo pesadamente su flaca mano ante el rostro de Barra. Ahora vamos a pasar un buen momento. Ahora va a ver cómo se baila el tango de puro corazón. Este punto -se golpeó el pecho suavemente con la palma de la mano- va a dar cátedra esta noche.

– Es que mi mujer me espera -dice entonces Barra.

– Ah, si se trata de eso -dijo el tipo con suma gravedad- yo no voy a retenerlo, viejo, se lo puedo asegurar.

– Pero no -salta Tomatis -si no tiene nada que ver la mujer con el asunto.

– Realmente -dice el tipo-. Si el hombre es casado y tiene sus obligaciones.

– Qué va a tener obligaciones -dice Tomatis- si es un atorrante. Dígale que se quede. -Se volvió hacia Barra-. Me extrañaría mucho de vos, Alfredo -dijo- hacer un desprecio al hombre justo cuando va a bailar el tango de puro corazón.

– Había un patio que le decían la "Glorieta" -dice el tipo-. Yo he estado bailando veinticuatro horas seguidas, sin parar, con la misma pareja. Empezamos a la tardecita de un sábado y terminamos el domingo a la noche.

– Una especie de fakirismo -dice Tomatis.

El tipo ni siquiera lo oyó; se inclinó trabajosamente hacia la mesa y alzó su copa; bebió un trago largo, minucioso, y se quedó con la copa en la mano.

– ¿Actualmente? -dijo-. Por favor. Qué me van a decir a mí de diversión.

Quedó en silencio, como ofendido.

– Bueno -dijo Barra-. Me quedo. Siempre y cuando esta noche no trate de batir su propio record.

El tipo le dio una fuerte palmada en la espalda.

– Así me gusta -dijo.

Pancho apareció de golpe junto a la mesa.

– Habiendo cumplido con las exigencias impuestas por el más inevitable de los tiranos, el cuerpo -dijo, corriendo la silla con el fin de sentarse-Pancho regresa ahora para continuar solazándose en compañía de sus viejos camaradas.

El tipo terminó de beberse su vino y dejó la copa vacía sobre la mesa.

– Claro que sí -dijo-. Todos somos camaradas, muchachos.

Inmediatamente abrazó a Pancho. Este lo palmeó.

– Pancho tiene el placer de expresar su solidaridad con un representante de la vieja generación -dijo.

– Ahora el señor Gorosito va a bailar con el objeto de demostrar qué hacían durante todo el tiempo nuestros gigantes padres mientras los ingleses desembarcaban en la Patagonia.

El tipo se puso de pie, tambaleándose, tocándose el sombrero.

– A ver -gritó hacia el escenario desierto-. Música, maestro.

Se oyó una risa de mujer en el fondo del salón, detrás mío. El tipo se volvió en esa dirección, miró un momento, alzó la mano con un gesto de ligera perplejidad, y en seguida se echó a reír.

– Un momento, muchachos -dijo. Avanzó hacia la mujer que continuaba riéndose, con tensas carcajadas de expectativa. Me di vuelta y observé en el fondo del salón un grupito de chicas y dos o tres tipos, distribuidos en dos mesas. El tipo se paró junto a la mesa de las chicas, se inclinó hacia ellas y comenzó a hablar en voz baja; su voz se oía como un pesado y trabajoso murmullo. Las chicas respondían con amplias carcajadas. Dejé de mirar.

– No hay ninguna pelirroja a la vista -dice Pancho entonces, apenas me doy vuelta.

– ¿Te fijaste en el bar? -le digo-. Es adicionista.

– No está; hay una vieja -dice Pancho.

– Tal vez esté franco hoy -le digo-. ¿Qué día es? ¿Jueves?

Barra y Tomatis conversaban en voz baja; Barra se hallaba inclinado hacia Tomatis, y escuchaba con la cabeza puesta de perfil hacia él. Tomatis hablaba sin moverse, como en medio de un plácido abandono. Yo alcanzaba a oír fragmentariamente algunas palabras: "…el viejo Borges", "…fantasía…", "…mayor oposición…"; en un momento dado desvié la cabeza hacia ellos, mirándolos un momento, y vi que Tomatis se acomodaba sobre la silla, como invadido por una súbita energía, y sacudiendo el índice en un ademán vagamente didáctico, dijo, con un tono casi despectivo: "…en su plenitud recoge mágicamente".

– Jueves, sí -dijo Pancho.

– Bueno, a lo mejor está franco hoy -le digo entonces. Y él me dice, paseando la vista por el salón largo y rectangular:

– Estas mujeres van de un lado a otro.

– No -le digo-. Pero la colorada es de aquí. La he visto muchísimas veces por la calle.

– ¿Es homosexual? -pregunta Pancho.

– Anda siempre con una cantante del "Bambú" -le digo-. Viven juntas. Y ella tiene un aire raro. Por supuesto que juraría que es lesbiana. Ya sabes cómo son las mujeres.

– Un exceso en la búsqueda de independencia social -dice Pancho.

– No seas tonto, hombre -le digo yo.

Pancho alza su copa de vino y bebe un trago. Busca al parecer cigarrillos en el bolsillo de su saco.

– ¿Tenés un cigarrillo? -me dice.

Saco el paquete y le doy uno; dejo el paquete sobre la mesa; enciendo el encendedor ante el rostro de Pancho. Este se inclina, con el cigarrillo sesgado en los labios y aproxima el extremo del cigarrillo a la llama. Al chupar la llama crece, y su rostro rasurada, a la luz viva, parece hecho de una áspera roca trabajada descuidadamente. Las cuencas de sus ojos se llenan de sombra. Su amplia frente, un poco húmeda, refleja resplandores recibidos de un modo indirecto. Se echa hacia atrás, lanzando humo por la boca; apago el encendedor y lo guardo en mi bolsillo.

– Nada de tonto -dice Pancho, fumando y mirando la brasa de su cigarrillo-. Es el resultado de su independencia social, y casi siempre…

– ¡Muchachos! ¡Muchachos! -se oye la voz del tipo detrás mío, mezclada a las ásperas y prolongadas risas de las mujeres.

Pancho alza la cabeza hacia él, por encima de mi hombro.

– ¿Eh? -dice-. Sí, hombre, sí. Ya va -y agrega por lo bajo, mirándome-: Este tipo ya me tiene hasta la coronilla. -Vuelve a mirarlo-. En seguida, don -dice en voz alta.

– No tiene nada que ver una cosa con la otra -digo yo.

En ese momento los músicos comenzaron a subir lentamente al escenario.

– ¡Muchachos! -gritó el tipo, detrás mío. Y en seguida comencé a oír sus pasos arrastrados aproximándose a la mesa. Inmediatamente estuvo parado entre Pancho y yo. Nos puso un brazo en el hombro a cada uno y comenzó a cabecear hacia la mesa de las chicas.

– Ahora voy a bailar con una morocha -dijo.

Fue hasta su propia mesa y trajo consigo el baldecito de hielo con la botella de vino adentro.

– Para tomarlo entre los amigos -dijo, guiñando repetidas veces los ojos, que brillaban en la penumbra como dos amarillas brasas húmedas, con vetas rojizas. Estaba de pie, oscilando ligeramente, con las piernas abiertas, agarrando el baldecito por el borde con una mano y sosteniéndolo por la base con la palma de la otra.

– Muchas gracias -digo yo-. Ya hemos tomado.

– No faltaba más -dijo el tipo-. Somos todos camaradas, muchachos. Lo que es de uno es de todos. -Se inclinó, un poco bruscamente, de modo que una gota de agua fría, del interior del baldecito me dio en pleno rostro-. Y ahora voy a bailar con una morochita, un kilo y medio la piba -dijo. El baldecito se halla peligrosamente inclinado hacia mí.

– Sin duda -dije, empujando el baldecito por el borde para enderezarlo. El tipo advirtió mi gesto, echándose ligeramente para atrás.

– Perdonen, muchachos -dijo-. No quise ofender. No faltaba más. Estoy un poco, ¿eh?, ya me entienden.

Decidió palmearme, con el objeto de mostrarme su gran afecto, de modo que separó la mano que sostenía el baldecito por la base y me dio dos golpe -citos cariñosos en el hombro, resultando que el baldecito, agarrado con una sola mano por el borde, se inclinó nuevamente hacia mí, en un ángulo peligroso. Cerré los ojos. Cuando sentí que retiraba la mano del hombro volví a abrirlos comprobando que colocaba nuevamente la mano bajo el baldecito.

Ahora los músicos revisaban lentamente sus instrumentos, recogiéndolos del suelo; el pianista se hallaba ya sentado frente al viejo piano vertical y tocaba distraídamente unas notas. El tipo volvió rápidamente la cabeza hacia el escenario.

– "La cumparsita", maestro -gritó.

Nadie le hizo caso.

– Eh -repitió- "La cumparsita".

Las chicas rieron detrás mío. El pianista miró hacia el salón pero al parecer no vio a nadie y continuó probando su piano.

– Eh, maestro -dijo el tipo encaminándose hacia el escenario, con el baldecito en las manos-, A pedido: "La cumparsita".

Cuando se alejó unos metros oímos el ruido de un chorro de agua chocando contra el suelo. El tipo se detuvo.

– "La cumparsita" -gritó tímidamente desde donde estaba. Por el tono de su voz se advertía de que tenía conciencia de haber metido la pata, e insistía para arreglar un poco las cosas. La camarera rubia se aproximó rápidamente a él y le dijo algo en voz baja.

– No -respondió el tipo con su voz pesada-. Yo quería que tocaran "La cumparsita".

– De acuerdo, señor. Perfectamente. Pero vaya y siéntese -oí decir a la camarera.

Todos los presentes mirábamos hacia el tipo y la camarera.

– Sí -dijo el tipo con voz tímida y apagada-. Pero yo quería…

– Comprendo -dijo la camarera- Pero ahora va y se sienta.

El tipo volvió, con el baldecito en la mano, y al pasar frente a su mesa lo dejó sobre ella, al parecer olvidando por completo la invitación que nos había hecho un momento antes. Después se aproximó a Pancho y cabeceando hacia el lado del escenario le dijo:

– Son unos hijos de puta.

– Sin duda alguna -convino Pancho.

El tipo siguió viaje hasta la mesa de las chicas, ubicada en el fondo del salón, detrás mío. En el escenario los músicos, el violín, el bandoneón y el piano, terminaron por fin de acomodarse, quedando inmóviles por un momento: el primero se hallaba de pie en el extremo opuesto del escenario en que estaba el piano, el bandoneonista sentado entre los dos. No alcancé a distinguir cuál, dio dos golpes con su zapato en el piso de madera, y en seguida comenzaron a ejecutar "La cumparsita".

Sin embargo el tipo no bailó: apenas el tango comenzó a escucharse regresó a su mesa, se sentó y se quedó inmóvil durante un momento. En seguida se levantó, aproximándose a nuestra mesa; pidió permiso y retiró su copa vacía llevándosela con él. Regresó a sentarse en su propia mesa, quedando completamente inmóvil y en silencio, moviéndose solamente de vez en cuando para llenar su copa y bebérsela de a cortos tragos.

Nos quedamos en el "Copacabana" hasta cerca de las tres. Cuando estaba a punto de comenzar la segunda sección del varíete nos levantamos y nos fuimos. A esa hora se habían ocupado un par de mesas más. El tipo de la mesa de al lado nos corrió hasta la puerta cuando advirtió que salíamos.

– Eh, eh, oigan, diga -nos gritó. Nos detuvimos.

Quedó parado a un metro de distancia del grupo cerca de la puerta de salida, junto al guardarropa.

– ¿Ya se van? -dijo.

– Y, sí -dijo Tomatis-. Ya nos vamos.

– ¿No quieren tomar una botellita de vino? -dijo el tipo.

– No -respondió Tomatis vacilantemente-. Es un poco tarde para nosotros, don. -Y agregó entre dientes-: Mañana tenemos que madrugar para continuar construyendo el sólido edificio de nuestra literatura.

– Al carajo la literatura -dijo Pancho.

– ¿En serio que se van? -dijo el tipo-. Bueno. Buenas noches, muchachos. Y perdonen, muchachos.

– Es una lástima -digo yo-. Nos hubiera gustado verlo bailar el tango como se bailaba en las viejas épocas.

El tipo vaciló antes de responder.

– Fue la morocha la que no quiso saber nada, se lo puedo asegurar -dijo.

– No importa -le digo-. Otra vez será, de todas maneras.

– Claro que sí, muchachos -dijo, dándonos la mano a todos-. Y no se olviden, ¿eh?

No sé en realidad qué era lo que quería que recordáramos. Finalmente, haciendo una especie de reverencia, dijo:

– Gorosito, a sus órdenes.

En seguida salimos. La calle estaba desierta, excepción hecha de un camión y un automóvil estacionados junto a la vereda de enfrente. Comenzamos a caminar hacia el centro, Tomatis, Barra y yo sobre la vereda, Pancho en la calle, haciendo a veces equilibrio sobre el cordón, como un chico.

– Que noche espléndida -dijo Tomatis.

En efecto, era una noche singular, cálida y liviana. En cada esquina malamente iluminada por los faroles del alumbrado público, el empedrado relucía a consecuencias de la humedad. No soplaba brisa. En la lejanía resonaba sordamente el motor de un coche.

– Tengo una idea vaga de un día del mes de enero, a la tardecita -dice entonces Pancho.

– ¿El año pasado? -digo yo.

– Sí -dice Pancho- el año pasado creo.

– ¿Dónde? -le digo yo.

– No sé -dice Pancho-. Sé que era en el mes de enero, a la tardecita, pero no sé dónde. Han hecho conmigo una limpieza poco efectiva. A propósito, ¿qué es de la vida del gran Conde?

– Estuvo en la ciudad -digo yo.

– Durmió en casa -dice Tomatis.

– Andaba a la pesca de unas cátedras de Psicología -digo yo-. Trabaja un poco por hacer algo, nada más. La familia de Conde está bastante bien; el gran problema son las diferencias políticas. Claro que siempre hay algún otro mar de fondo. Pero son una caterva de reaccionarios. De no ser así, Conde tendría la vida asegurada.

– ¿Qué hacemos mañana? -dice Pancho.

(Debo aclarar que a la noche siguiente volvimos al cabaret, y, a propósito de esto, conviene decir que he notado en todos nosotros una tendencia malsana a repetir nuestras visitas a un lugar determinado. He tratado de explicarme esta singularidad, y he llegado a la conclusión de que se trata de una elección simbólica del pasado, por lo que éste tiene de seguro y voluptuosamente acogedor para nuestra existencia. Enriqueciendo este sentimiento, he podido descubrir que el hábito es la expresión de esa misma tendencia, manifestada crónicamente.)

A la noche siguiente, sin embargo, la cosa fue mucho más divertida, ya que se produjeron cambios importantes en el varieté y comenzó, a raíz de esos cambios, un período nuevo en la vida de Carlitos Tomatis, un período que todavía dura. Tal vez sea conveniente, por esa misma razón, pasar por alto el asunto. Sin ir más lejos, hoy charlamos de la cuestión con Tomatis. Pasé a buscarlo por la redacción. Tomatis se hallaba a punto de terminar y salir. Esperé que redactara los últimos párrafos de una crónica (la redacción es una sala larga, con siete u ocho escritorios de madera, cada uno con su correspondiente máquina de escribir, en actividad desde las nueve de la mañana hasta las cinco de la tarde), sentado frente a él, del otro lado de la máquina de escribir. Carlitos meditaba cada frase, golpeando nerviosamente el borde del escritorio con los nudillos del índice y el medio, y después castigaba las teclas de su Remington con una especie de descuidada pericia. Cuando terminó la crónica sacó la hoja del rodillo de la máquina de escribir y la leyó, retocándola con una lapicera fuente. Después llevó la crónica al despacho del jefe de redacción y regresó sonriendo: "Esto es lo que se llama la opinión periodística: un asalariado que copia con objetividad, dando una forma sencilla y accesible a la mayoría, los detalles más salientes de una asamblea de la Bolsa de Comercio. Por supuesto, no hay que olvidar el acompañamiento musical de los gritos de los colegas, de las diez máquinas de escribir resonando simultáneamente y de los campanillazos del teléfono que ha sido inventado por un tal Graham Bell con el objeto de que fuese distribuido en todas las redacciones del mundo, para que a cada minuto un señor con voz grave y cordial pregunte: «¿Podría informarme si mañana saldrá el sol?» o «¿Cómo formó el equipo de San Lorenzo de Almagro durante el campeonato del año treinta y ocho?». Lamento confesar que el periodista es una especie de parásito: es una especie de testaferro de la mentira." "El mundo está mal hecho, etcétera", le digo yo. "De acuerdo" -me dice Tomatis- "pero no hay que olvidar que los seres humanos somos los únicos responsables." Dicho esto se calzó su saco sport liviano, de color claro, y se ajustó el nudo de la corbata. Comenzamos a bajar las escaleras hacia la calle. "Carlos…", comienzo a decir yo, exactamente cuando trasponemos la puerta de calle.

"Un octubre casi otoñal el de este año", dice Tomatis, apenas ponemos el pie en la vereda. Es cierto que estos días no parecen de primavera sino de otoño: las noches son frescas y no sopla viento, ese viento amarillo y pesado, cargado de polen, característico de la primavera en la ciudad. La luz del sol no es áspera y cruda, color madera, sino de un amarillo fino y pálido, como la de marzo y abril. Pero por supuesto, ese no es el asunto: "¿Qué es de la vida de Vera?", le digo. "Es que ha llovido mucho", dice Tomatis.

"Ha llovido muchísimo este año." "En efecto" -le digo, pacientemente-, "ha llovido todo lo que ha querido." "¿Vera" -dice Tomatis-. Está bien. Perfectamente." "Pongamos que sí" -digo yo-. "¿La viste?" "Pongamos que sí", dice Tomatis. "A ver -le digo yo-. En forma sencilla y accesible para la mayoría: ¿qué es lo que pasa?" "Nada", dice Tomatis. "¿Qué papel juega Ivonne en todo esto?", digo yo. Tomatis se echa a reír: "El papel del marido", dice. "¿Pancho no ha podido hacer nada?", le digo yo. "Absolutamente" -dice Tomatis-. "A propósito; Pancho sale el lunes para Buenos Aires." "Ya sabía" -digo yo-. "He recibido la visita del hermano." "La cosa es mucho más grave ahora", dice Tomatis. "Pancho llora y se ríe, llora y se ríe, continuamente. Ha hecho una fogata con todos los libros del viejo Borges." "¿El viejo Borges?" -digo yo-. "Eso no lo sabía. Sabía que había quemado una serie de libros pero no sabía que eran los del viejo Borges." "No tiene ninguna importancia", dice Tomatis. "Sí que la tiene", digo yo. Estábamos en pleno centro en ese momento: eran un poco más de las cinco de la tarde. El sol comenzaba a dorar las cornisas de los edificios, el día comenzaba a declinar: uno empieza a sentir la proximidad de la hora terrible. "¿Vamos a echar un vistazo a la librería?", digo yo. "Vamos", dice Tomatis, y después, en el largo salón abarrotado de libros, acomodados en altos estantes que tocan el cielorraso, libros que hablan de libros que a su vez hablan de otros libros (y lo que puede servir a cada hombre, en medio de esa interminable charlatanería, muchas veces no pasa de ser una simple página, un párrafo, una frase, una línea, una palabra), mientras nos paseábamos entre las mesas de ofertas y novedades, entre los tomos de literatura, crítica, poesía, filosofía, o, Dios nos libre a todos, psicología, Tomatis se da vuelta y con voz seria y preocupada me dice: "Ivonne quiere conocerte." "Estoy volviéndome cada día más popular", digo yo. "Un cuerno la vela", dice Tomatis. "Me parece que es para que la ayudes a disuadirme." "Las pelirrojas son singularmente astutas", digo yo. "Puedo asegurarte que estás equivocado", dice Tomatis mientras hojea una edición compendiada (en forma sencilla y accesible a la mayoría, supongo) de " La Guerra y la Paz. " "¿En qué sentido?", digo yo. "Ivonne está completamente desesperada. Ahora simula aprobar nuestras relaciones. Y afirma que quiere conocerte para completar el cuarteto. Creo que inconscientemente sabe una cosa: así como su presencia neutraliza e inhibe a Vera, la tuya puede producir el mismo efecto sobre mí." "No veo ninguna razón", le digo. "Andamos a la pesca de traiciones que exalten nuestra inocencia", dice Tomatis. "Los que nos quieren lo saben y, si tienen un grado elevado de conciencia, las evitan. Si carecen de la conciencia necesaria las evitan por otra razón: para establecer la culpa en el otro. Es la clave del sacrificio." "Excelente", digo yo. "Elemental, mi querido Watson", responde Tomatis sonriendo. Deja la edición compendiada de " La Guerra y la Paz " y comenzamos a caminar hacia la calle. Miro a Tomatis de reojo; él no lo advierte: camina con la cabeza gacha, como si buscara algo en el suelo. "Carlos" -le digo yo- "¿y si yo indujera a Ivonne a la normalidad?" Tomatis me mira, sorprendido, parpadeando: "No seas pedante, Horacio", me dice. "No, en serio", le digo. "¿Si la trajera a la normalidad?" Tomatis vuelve a mirarme. Ni siquiera sabe que estoy bromeando; claro, no es totalmente una broma, como se-puede comprender. "Eso es imposible", dice Tomatis en forma terminante. "Nadie podría resistirlo." "Es verdad", le digo yo de un modo pensativo, mirándolo. "El mundo no sería mundo. Pero entonces, ¿para qué tanto análisis? Al carajo con el análisis. ¿Coincidimos, eh, Carlitos? ¿Para qué tanto análisis". Tomatis me miró parpadeando durante un momento; después comenzó a sonreír: "No te hagas el estúpido, Barco", me dijo.

Decidimos salir esta noche con Vera e Ivonne.

– ¿Mañana? -dice Tomatis-. Nadie es profeta aquí para decirlo.

Llegamos a la primera esquina. Nos detuvimos.

– Aquí me separo -dice Barra, que vive en el norte de la ciudad.

Hay un momento de silencio. Tomatis bosteza.

– Bueno, perfecto. Hasta mañana -dice Pancho.

– Hasta mañana, Alfredo -digo yo-. Mañana te llamo por teléfono si se produce algo.

– Sí, sí. De acuerdo. Exactamente -dice Barra, tocándose el duro bigote con los dedos.

Así que entonces nos separamos. Barra dobló en la esquina, nosotros cruzamos la bocacalle y continuamos en la misma dirección, a través de la angosta calle cuyo empedrado reluce en las esquinas a consecuencia de la humedad; una calle sin árboles, de casas de una o dos plantas, dormidas debajo del amplio cielo.

– Barra está verdaderamente mal -dice Pancho, haciendo equilibrio sobre el cordón de la vereda.

– No ha sido una noche feliz para él -digo yo-. Tiene problemas con Estela.

– No es un tipo para el matrimonio -dice Pancho.

– No es eso -digo yo.

Tomatis alza súbitamente el brazo, señalando el cielo estrellado con la mano, en un ademán displicente.

– Allá, en el cielo -dice-. No. Ya pasó.

Continuamos caminando en silencio. En una de esas Pancho se lleva la mano a la frente y murmura:

– ¿Qué diablos fue lo que hice? ¿Qué hice yo el verano pasado? ¿Qué fue lo que hice?

Al fin llegamos a la puerta de la casa de Pancho, una casa de una sola planta, con una alta puerta trabajada y barnizada, abierta en medio de dos balcones bajos con balaustradas de bronce y celosías de hierro pintado de un color verde obscuro.

– Bueno -dice Pancho.

Tomatis le estrecha la mano, le da unas palmaditas en el brazo.

– No olvidar los consejos del médico -le dice-. Higiene mental sobre todo. Nada de malos pensamientos. Fe en el porvenir de la humanidad. La bomba atómica es solamente un solipsismo radical, ¿entendido?, un solipsismo radical. Contracción al trabajo. Para el matrimonio, una chica de buena familia, con certificado de virginidad. Viejos maestros italianos a discreción. Frecuentes contactos con la naturaleza, no tan intensos como para que lleguen a producir algún tipo de misticismo histérico, desde todo punto de vista deleznable.

Pancho se ríe.

– No, Carlitos, en serio -dice-. No es para broma.

– Claro que no -dice Tomatis, con alguna dulzura-. ¿Nos vemos mañana?

– Por supuesto -dice Pancho-. Al medio día, en la galería.

– De acuerdo -digo yo.

Pancho se halla junto a la puerta, pero no hace ademán de sacar la llave del bolsillo; está parado, mirándonos, sin decir nada, y de pronto mueve la cabeza y mira el suelo.

– Bueno -digo yo, después de un momento de silencio.

– Es el pasillo -dice Pancho de pronto, ahora con los ojos fijos en la punta de sus zapatos, tartamudeando levemente-. Es el pasillo, o el living, o la cama. No sé bien.

Tomatis saca un cigarrillo de su paquete y se guarda el paquete sin convidar.

– Dame fuego -dice. Le alcanzo el encendedor dorado. Pancho continúa inmóvil.

– No sé bien -dice, tartamudeando levemente. Su voz resuena arrastrada y pesada. No hace ademán de moverse.

Tomatis enciende el cigarrillo. Su rostro se ilumina a la oleosa y brillante luz de la llama; su rostro alerta y absorto al mismo tiempo.

– Bueno, hasta mañana, Pancho -dice con voz decidida, alcanzándome el encendedor. Pancho no responde: permanece inmóvil, mirándose la punta de los zapatos.

– ¿Mañana en la galería entonces, Pancho? -digo yo.

Pancho continúa sin responder. Miro entonces a Tomatis: éste se halla abstraído, mirando con minuciosa atención la brasa de su cigarrillo.

– Bueno, está bien, es lo mismo -digo, con voz tranquila.

Pancho alza la cabeza y mira el cielo, y permanece con la cabeza alzada, como probando la calidad del aire. En la claridad de la noche los rasgos de su rostro resaltan obstinados, como hechos de un áspero granito de un tono verde, y sus ojos brillan vivaces.

– Vamos -dice Tomatis, después de un breve silencio.

Comenzamos a caminar. Antes de doblar la esquina me volví: la confusa figura de Pancho continuaba encogida e inmóvil junto a la puerta de su casa. Tomatis recitó gravemente dos estrofas del "Cántico Espiritual". Al hacerlo extendió hacia adelante el brazo con un gesto delicado, y señalaba lentamente a su alrededor. Su voz, aunque suave y lenta, bien modulada, tratando de ser natural, dejaba entrever una especie de temblor, un sedimento de amargura.

– Imposible ir al campo este fin de semana -dijo después.

– De todos modos -respondí- nos vemos mañana en la galería.

– Estoy terriblemente fatigado -dijo Tomatis-. Estoy cansado, viejo.

Nos detuvimos en la esquina de mi casa. Le di unas palmaditas en el hombro. -Nos vemos mañana en la galería -sonreí.

– Hasta mañana -dijo Tomatis. Siguió su camino y yo empecé a andar hacia mi casa. Tomatis comenzó a silbar fuertemente, mientras se alejaba. Me detuve, me volví: su lenta figura se alejaba en la penumbra de la calle, su blanco pantalón era un manchón relumbrante en la tenue obscuridad.

– Carlitos -le grité. Él se detuvo.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

– ¿Vas a tu casa? -le dije.

– Sí -respondió-. Sí, claro. ¿Por?

– No -dije yo-. Por nada. Anda a tu casa.

– Sí, hombre -respondió Tomatis, riéndose-. No hay otro remedio. Claro que sí. Hasta mañana.

Respondí en voz muy baja; él no me oyó. Puse la llave en la cerradura y abrí la puerta de mi casa. Es que de pronto, súbitamente, de un modo obsceno y malsano, yo había pensado que… Pero, al diablo, son las diez y media de la noche. Carlos me espera con Vera e Ivonne para ir a tomar juntos una copa. Veremos qué pasa. El futuro es tramposo como una vampiresa: deja entrever siempre mucho más de lo que está dispuesto a dar. Eso es lo que lo hace tentador en tan gran medida. No, no; no alarmarse. No diré una palabra más. Yo también he pensado que ya es hora de cerrar por esta vez el cuaderno.


1961