"Palo y hueso" - читать интересную книгу автора (Saer Juan José)

1

Echado en el catre (era de noche), Domingo oía la voz incesante del viejo Arce aproximándose al rancho. Estaba en la penumbra. Acababa de anochecer. A unos cincuenta metros de allí el agua del San Javier venía a morir en la costa, al parecer con un murmullo rítmico y largo.

Por la voz, Domingo supo que el viejo había estado tomando en el hotel y ahora venía con alguien, ya que hablaba sin cesar explicándole alguna cosa a la otra persona que parecía seguirlo en silencio. También por las vacilaciones y los cambios de voz, Domingo adivinaba con exactitud en qué punto cercano a la casa se hallaba su padre, si tropezaba o se tambaleaba, o si se volvía para mirar a la otra persona, imaginando la encogida figura del viejo Arce, con el sombrero de paja, los pantalones y la camisa rotosos, descoloridos y sucios, caminando delante de su silencioso acompañante. No entendía las palabras; oía sólo la voz rápida, exasperada y chillona, dificultosa a veces y entonces Domingo pensaba viendo "ahora salta el zanjón," "ahora cruza el alambrado," "ahora se ríe de lo que acaba de decir y mira al de atrás por un momento"; echado en el camastro, en la penumbra del cuarto en el que se colaba por el ventanuco rectangular abierto sobre la pared de adobe un complicado motivo blanco y negro que la claridad ultralunar proyectaba a través de la fronda de los árboles y que iba a reproducirse inmóvil, como dibujado, como una muestra de tejido arcaico con un marco oblongo expuesto sobre la cortina negra de un museo, un poco más allá del camastro, sobre el piso.

Había estado trabajando en la arrocera hasta las seis, regresando y echándose en su camastro permaneciendo despierto y pensando hasta entonces, y eran como las nueve. Domingo se quedaba distraído muchas veces, donde estuviera, sin que nadie pudiese saber en qué pensaba. El sí. El estaba al tanto de que pensaba en la ciudad, en tomar el gran ómnibus amarillo y rojo de las seis de la mañana frente al hotel y viajar de una vez por todas a la ciudad para instalarse allí con un trabajo fijo y cambiar de vida. Comenzó a oír los pasos: las descoloridas y rotas alpargatas del viejo Arce resonando opacamente sobre el sendero de arena, o quebrando la maleza polvorienta que crecía en las inmediaciones del rancho. Después llegaron y el viejo dejó de hablar. Domingo oyó los golpes de las alpargatas contra el piso de tierra frente a la puerta del rancho y la voz de su padre, próxima y nítida por un momento.

– Pera -dijo la voz a la persona que lo acompañaba.

"Es algún pielero", pensó Domingo, "o a lo mejor es Cándido Rolón; han estado tomando en el hotel", pensó. Se incorporó sobre la cama, sosteniéndose por los codos, en el mismo momento en que la silueta de su padre, le pequeña y oscilante figura, apareció en la puerta, resaltando sobre la grisácea claridad lunar del exterior.

– Domingo -dijo el viejo.

– Acá estoy -respondió, él.

– Bueno -dijo el viejo desde la puerta, con voz ensimismada, habiendo confirmado la presencia de Domingo; y mientras se volvía al exterior:

– Prendé el farol -dijo.

– Pera que prenda -oyó Domingo que el viejo decía a la otra persona; y él se palpó el bolsillo de la camisa, sacó la caja de fósforos y fue a descolgar el farol que pendía del travesaño. Lo trajo consigo hasta la mesa, encendiéndolo; primero se trató de una llamita tenue, más intensa en seguida; después volvió a mermar un poco echando un humo negro pringoso y por último se convirtió en una incandescente lengua blanca de luz inmóvil, que expandía una exigua claridad de un tinte ligeramente verdoso.

El viejo entró sin esperar que él lo llamara, apenas la luz estuvo encendida.

– Pasa Rosa -dijo volviéndose para hablar a la persona que lo acompañaba-. Es la Rosita del Cándido. Es mujer mía ahora -dijo el viejo.

El viejo Arce estaba tomado. Él lo supo apenas escuchó su voz, pero ahora con el sombrero echado hacia atrás dejando ver sobre la frente un mechón de pelo entrecano y como húmedo, viéndole los ojos, chicos y brillantes e inmóviles, como pintados y laqueados sobre su exigua cara color tierra, la certidumbre de Domingo se fortificaba. Cuando tomaba, el viejo Arce se ponía desconfiado y miedoso. No miraba a nadie. A veces le daban accesos de furia y se la agarraba con Domingo.

Rosa emergió en la habitación saliendo de detrás del viejo, como colándose sin que él la viera.

– ¿Qué decís, Rosa? -dijo Domingo-. Pasa y sentate.

– Háganos un poco de comer, chica -dijo el viejo. Por debajo del ala de su sombrero de paja se tironeaba el mechón de húmedo pelo gris, como pensativamente, mirando el suelo.

– Sí, don Arce -dijo la chica, quedándose inmóvil, mirando a Domingo.

Domingo la miraba.

El viejo fue y se sentó en una desvencijada silla de paja junto a la tosca mesa apoyando un pie sobre el travesaño de la silla. Encogido como estaba, su pequeño cuerpo parecía mucho más pequeño de lo que era.

– ¿Qué hay de la arrocera? -dijo como hablando para sí mismo-. Bueno -agregó rápidamente.

Rosita se hallaba de pie, una mano estrujando un pañuelo, el dorso en la palma de la otra a la altura del vientre, de modo tal que los antebrazos se apoyaban en las caderas. Tenía un vestido de algodón estampado con flores azules, abrochado en la parte delantera, apenas ceñido a la cintura. Calzaba unas zapatillas rojas de goma, nuevas. Viéndola Domingo recordó el baile en la pista del club, el último sábado. Recordó la salida del baile, a la madrugada, y lo que él y Rosita habían hecho en el pasto, echados cerca de la costa.

– Ahí hay carne -dijo Domingo señalando el travesaño con la cabeza.

– Haga un asadito si le viene bien -dijo el viejo Arce.

Rosita fue hasta el travesaño y descolgó una tira de carne oreada que dejó sobre la mesa.

– Indíquele la cocina -dijo el viejo a Domingo, tironeándose el mechón de pelo, los ojos clavados en el piso de tierra-. Después vení, Domingo, así te vas al almacén a tráir vino.

La cocina estaba en el exterior, una chocita unida transversalmente a la pared del rancho. Desde hacía por lo menos cinco años el viejo decía que iba a construir una galería para protegerse en los días de lluvia en el trayecto de la cocina al rancho.

Domingo iba adelante; sentía detrás suyo a Rosita.

En la cocina, mientras trataba de encender el farol, dijo en voz baja, en la oscuridad

– ¿Qué decís, Rosita?

– Y, nada -dijo Rosa.

La sintió sonreír tímidamente en la oscuridad. La llama vaciló antes de cuajar, se movía, y después fue una moneda blanca e inmóvil, dura. La cara obscura de Rosa emitía reflejos oliváceos; su nariz mocha brillaba.

Al hacerse la claridad, Domingo observó que ella lo miraba seriamente, con una curiosidad atenta y expectante.

– Bueno -dijo Domingo, señalando unos trastos-. Ahí Tenés todo. Afuera hay leña y el braserito lo vas a encontrar atrás.

Ella lo miraba. Tenía la tira de carne en una mano.

– Dice la Juana que vos le dijiste que se viniera para acá -dijo-. ¿De veras?

Domingo se volvió para irse.

– Por lo que precises llámame -dijo.

Regresó al rancho. El viejo estaba encogido sobre la silla.

– Fíjate que esta chica era un peso para el Cándido -dijo al entrar él, sin mirar hacia la puerta, como si hubiera estado esperándolo-. El andaba pensando en casarla. "¿No conoce un hombre bueno, don Arce, para la Rosa?", me dijo.

Parecía haber estado reflexionando sobre lo que iba a decir. Se había echado tan atrás el sombrero que media cabeza, con su desordenado pelo gris, quedaba en descubierto, y la parte posterior del ala del rotoso pajizo le rozaba la espalda.

– "¿Bueno cómo?" le digo yo -continuó diciendo el viejo-. "Usted sabe, don Arce, un hombre bueno", dice. Ya sabes que yo siempre he sido como un padre para Cándido. "Yo que querés que te diga", le contesté. "Uno sabe como es uno, pero de los demás, quién sabe. Quién dice que no te aconseje y después tengas un sinvergüenza en tu casa". -Miró a Domingo-. Estuvo bien dicho, ¿no te parece?

Domingo miró al viejo pero éste se hallaba con los ojos clavados en el piso.

– Seguro que sí -dijo con algún énfasis.

– Bueno -dijo el viejo-. "Eso no sería culpa suya", dice el Cándido. Entonces yo le dije que para casar a la chica tenía que buscar un hombre asentado, con experiencia, y que él conociera bien: que lo buscara de por aquí, sin ir tan lejos. "¿Usted no sabe quién puede ser, don Arce?", me dice el Cándido. "Y, yo no sé", le digo. "Hombres buenos no abundan en estos tiempos"; miró a Domingo. "¿No te parece que dije bien?", dijo.

Domingo movió rápidamente la cabeza tratando de no encontrarse con la mirada de su padre. Más bien dejó deslizar su mirada por todo el rancho, semejante al interior de una cueva: cerca de la mesa la luz era más intensa que en los rincones, y todo el rancho estaba lleno de cosas, camastros, travesaños, cueros, y también de sombras, y si por casualidad el viejo tocaba con el codo o la pierna la tosca mesa haciendo temblar el farol, todas las sombras y al parecer también todas las cosas se movían en el interior del rancho por un momento.

– Seguro -dijo Domingo sin mirar a su padre.

– "Si usted me aconseja", dijo Cándido, "yo voy a seguir su consejo al pie de la letra" -siguió diciendo el viejo-. "Pero que consejo te puede dar un hombre viejo como yo. Veinte años atrás, todavía. Ahora corren otros tiempos". "Bien dicho, don Arce -me dice-. Usted es un hombre con experiencia: hombres así no abundan en estos tiempos". "Y así como ves, Cándido," le digo, "vivo solo, sin mujer, teniendo que hacerme la comida y lavándome yo solo la ropa. Si no fuera por el Domingo, que de vez en cuando me cocina, me habría muerto de hambre hace rato". "¿Y cómo, don Arce?", dice el Cándido, "usted, un hombre tan bueno, viviendo en esas condiciones". "Bueno", le digo, "la verdad es que yo estaba pensando en conseguirme una compañera, pero sin apuro, ¿sabes Cándido? Primero quiero hacer una galería que cubra la puerta del rancho y de la cocina, para que la pobre no trabaje a la intemperie". El viejo hizo silencio por un momento, como reflexionando. En eso el Cándido me mira fijo -continuó- y dice "¿No quiere tomar un vino, don Arce?" "Cómo no iba a ir. Habíamos estado hablando en la plaza, donde nos hallamos de cruce, y nos fuimos para el hotel. El Cándido no dijo una palabra hasta que llegamos, más, miento, hasta después que tomamos el vino y volvimos a salir, y empezamos a cruzar de vuelta la plaza. Dice: "Don Arce, estuve pensando, ¿sabe? Yo sé quién es el hombre que le conviene a la Rosa ". "Ah", digo yo, "¿y puedo saber quién es?" "Pero cómo no", dice el Cándido, y después, dándome un golpecito en el hombro, me mira muy serio y dice: "Usted, don Arce". Me llevó hasta el rancho, la hizo cambiar a la Rosita y le dijo que se viniera conmigo. Y así fue como me la traje.

– Sí -dijo Domingo-. Déme para el vino.

Estaba de pie frente al viejo, la camisa y los pantalones descoloridos, los brazos separados del cuerpo. Era bajo como su padre, pero mucho más macizo y tenía la piel oscura y brillante. El viejo buscó un momento en sus bolsillos, de sentado, con gran dificultad, y después se puso de pie para continuar buscando; después de dar vuelta los bolsillos delanteros del pantalón de uno de las cuales cayó un paquete de "Colmena" que Domingo vio dar contra el suelo sin moverse para recogerlo, sin hacer siquiera un gesto, con la vista clavada en el viejo, su padre empezó a registrarse los bolsillos traseros haciendo un gesto con la cabeza que al parecer quería decir que no se explicaba dónde diablos había ido a parar el dinero.

– Pero yo no sé -dijo dejando de buscar. Después empezó a acomodarse el forro de los bolsillos y se agachó para recoger el paquete de cigarrillos. Sacó uno y se guardó el paquete-. Bueno -dijo al fin- Cómpralo de tu plata que después yo te doy.

Domingo salió al patio, a la noche. Por la abertura de la cocina veía la gran sombra de Rosa moviéndose en medio de la tenue claridad verdosa que expandía el farol. La noche estaba límpida, llena de estrellas inmóviles brillando sobre la superficie tensa y lisa del cielo. Todo el lugar estaba iluminado por la claridad lunar, y más allá, visible entre los árboles que formaban un angosto bosquecito anterior a la costa, el río era una plácida planicie atravesada por cambiantes reflejos. Domingo se encaminó a la cocina; Rosa estaba salando la carne sobre una mesita. Junto a ella se hallaba el farol.

– Busca leña -dijo Rosa.

– Voy al almacén -dijo él.

Rosa dejó de salar. Echaba sal con la mano sobre la carne y después pasaba la mano para desparramarla. Dejó de salar.

– ¿Es cierto lo de la Juana? -dijo, mirando a Domingo. Éste metió los dedos en la bolsa de sal y después empezó a chupárselos. No dijo nada. Volvió a meter los dedos en la bolsita y volvió a chupárselos, y Rosa todavía lo miraba.

– ¿Cierto? -volvió a decir Rosa.

– Voy al almacén -dijo Domingo, dándose vuelta y saliendo de la cocina.

Los perros se le aproximaron y comenzaron a saltar y a ladrar a su alrededor. Domingo atravesó el espacio abierto frente a la casa y tomó el sendero paralelo al bosquecito, internándose entre la maleza que crecía a los costados de la angosta cinta de tierra arenosa. Los perros llegaron con él hasta el alambrado; él lo cruzó, saltó el profundo zanjón y al retomar el paso normal oyó detrás suyo a los perros, cuyos ladridos comenzaban a alejarse en dirección a la casa.

Regresó con dos botellas de vino, una en cada mano. Cerca de la casa comenzó a sentir el aroma de la carne asándose. Cuando llegó vio a Rosa en el patio, detrás de la cocina, inclinada sobre el brasero del que se elevaba una columna de humo oblicua y lenta. El viejo la contemplaba apoyado en el marco de la puerta del rancho, su figura nítidamente recortada contra la claridad verdosa del interior.

Rosita se incorporó cuando él llegó:

– Eh, Domingo -dijo, pasándose el dorso de la mano por los ojos.

– Domingo -dijo el viejo-. Saca afuera la mesa para comer al fresco. Deja por ahí las botellas.

Domingo dejó las botellas en el suelo y fue hasta el interior del rancho. El viejo le dio paso en la puerta, saliendo al exterior, tambaleando.

Domingo retiró el farol de la mesa y lo colgó del travesaño; al hacerlo todas las sombras se movieron, y como el farol quedó oscilando levemente pendiendo del travesaño, mientras Domingo alzaba la mesa con las dos manos y la llevaba al patio, todas las sombras en el interior del rancho estuvieron moviéndose lentamente; cada vez más lentamente hasta que el farol colgado quedó inmóvil y las sombras se detuvieron.

Domingo depositó la mesa en el patio. Rosa se hallaba inclinada cerca del brasero. El aroma de la carne asándose se mezclaba con el de la humedad, el de los árboles y el de la noche. Detrás de Domingo, contra la claridad rectangular de la abertura, el viejo Arce encendía un "Colmena" y sacudía después el fósforo arrojándolo lejos de sí, hacia la noche. Los perros se hallaban lejos de la casa, moviéndose y ladrando sin cesar, y de pronto, amarillos o verdes, duros como piedras preciosas, sus ojos brillaban.

– Chichos, chichos -les gritó el viejo distraídamente, sibilinamente, avanzando unos pasos para recoger una botella de vino del suelo-. Trái una sillas, Domingo -dijo mirando la botella.

– ¿Quiere que la destape, don Arce? -dijo Rosa viniendo hacia él- Domingo, trái un tirabuzón.

– Está en la cocina -dijo Domingo, yéndose para el rancho. Había dos sillas de paja completamente desvencijadas y un cajón precario. Domingo juntó las sillas por los respaldares, las levantó por los travesaños y con la otra mano alzó el cajón, regresando. En la puerta se puso de costado; sacó las sillas primero, y después el cuerpo, y detrás el cajón. Al salir vio la gran sombra de Rosita en el interior de la cocina. El viejo estaba con la botella en la mano, aguardando junto a la mesa. Domingo distribuyó las sillas y el cajón alrededor de la mesa. El viejo se sentó en una de las sillas.

– Dame el tirabuzón -dijo en voz alta hacia Rosa, en la cocina.

– No lo encuentro, don Arce -dijo la voz de Rosa desde la cocina.

– Vaya enséñele, Domingo -dijo el viejo.

Domingo fue a la cocina. Antes de entrar vio la sombra inmóvil de Rosa proyectada contra la pared y el bajo techo de la choza. Al entrar vio a Rosa con el tirabuzón en la mano, sonriendo malévolamente. Domingo se detuvo.

– ¿Es cierto? -dijo Rosa, en voz muy baja-, ¿eh? ¿Es cierto?

– Dame el tirabuzón -dijo Domingo en voz baja, aproximándose a Rosa. Ella no se movió-. Dámelo te digo -dijo Domingo, tratando de quitárselo. Ella no lo soltaba y se reía.

– ¿Es cierto? ¿Es cierto? -dijo en voz muy baja. Soltó el tirabuzón. Domingo regresó al patio y le entregó el tirabuzón a su padre. Éste se dispuso a sacar el corcho a la botella.

– Rosita -gritó hacia la cocina-. Trái unos vasos.

– Ya va, don Arce -dijo la voz de Rosa desde la cocina.

Domingo se sentó en el cajón, de modo que tenía enfrente el bosquecito y más allá el río. Los perros se movían en el espacio abierto frente a la casa, saltando y corriendo, perfectamente visibles en la claridad nocturna. Ahora toda una franja dorada, la luz de la luna, se había asentado sobre el río, y Domingo podía verla. Sólo el bosquecito permanecía envuelto en una penumbra más densa.

Domingo encendió un cigarrillo. Echó una primera bocanada de humo y después sopló el fósforo. Rosa vino con los vasos: un alto vaso de vidrio verde, un vaso pequeño y panzón y un jarro abollado. El viejo Arce sostuvo la botella con los muslos y de un tirón sacó el corcho. Echó vino en el vaso verde, hasta el borde, y dejó la botella sobre la mesa. Domingo sacó el tirabuzón del corcho, distraídamente y tapó la botella. Los mosquitos zumbaban alrededor de la mesa y el viejo los espantaba con manotazos cortos y negligentes. Mientras tanto alzó el vaso y de un solo trago se bebió tres cuartas partes del contenido.

– Esta semana vamos a hacer la galería -dijo dejando el vaso sobre la mesa, pasándose después la lengua por los labios.

– Sí -dijo Domingo, pensando en otra cosa.

– ¿Y, de áhi? -dijo el viejo a Rosita.

– Ya va, don Arce -dijo Rosita. Fue hasta el brasero y se inclinó para mirar la carne, regresando. Después dijo:

– ¿De veras, don Arce que Domingo está por juntarse con la Juana de lo Baucedo?

El viejo se rió.

– Yo no sé -dijo-. Primero va a hacer la milicia, ¿no es cierto, Domingo? Con el traje de militar va poder elegir mejor. ¿Cuál de las Baucedo decís vos? Si tiene como una docena.

Domingo habló con un tono vagamente rencoroso.

– ¿Ahora por una vez que la vi -dijo- voy a tener que juntarme con ella? Por favor.

A Rosa no le gustó eso.

– ¡Por favor! -repitió.

Comieron. El viejo se durmió antes de terminar la comida. Domingo encendió un cigarrillo y se levantó de la mesa. El viejo tenía las piernas estiradas bajo la mesa, y había entrecruzado las manos sobre el vientre apoyando la cabeza contra el travesaño superior del respaldar de la silla. Continuaba con el sombrero puesto, a punto de caérsele para atrás. La parte visible de su pelo gris estaba revuelta y como húmeda; parecía pegada al cráneo como una peluca. De vez en cuando el viejo se movía, cabeceaba, gruñía, o roncaba.

– Voy a ver si sale algo -dijo Domingo. Rosa no le contestó. Él fue al interior del rancho y dirigiéndose hacia uno de los rincones se agachó donde había una cantidad considerable de redes, líneas y cañas para pescar; había también un mediomundo con sus tiros y su palo. Domingo hurgó un momento entre el revoltijo de elementos de pesca, deteniéndose de vez en cuando con alguna línea para observar sus anzuelos. Por fin eligió una. Con el cigarrillo pendiendo de sus labios, el humo ascendiendo en una lenta columna gris contra su cara, Domingo trabajó cuidadosamente con la línea verificando el estado de los anzuelos y desenredándola. Después se la puso bajo el brazo, enrollada, descolgó el farol del travesaño, entre las sombras moviéndose, y se encaminó afuera, con el farol en alto, dejando tras de sí, en el interior del rancho, toda la sombra.

Rosa limpiaba la mesa. A la luz del farol aproximándose, su rostro fue tocado por un destello malévolo. Domingo dejó el farol y la línea sobre la mesa, pasó junto a Rosa encaminándose al brasero, sacó un pedazo de carne y regresó con él hasta la mesa, mientras Rosa se dirigía a la cocina con los platos y los vasos. El viejo dormía. El sombrero se le había caído por fin. Respiraba profunda y rítmicamente balanceando la cabeza desnuda. Domingo cortó en pequeños trozos la carne y después, llevando la carne en la palma de la mano, alzó el farol y la línea dirigiéndose al río. Al caminar movía el farol, que llevaba en alto aunque la noche era clara y todas las sombras y las cosas se movían rápidamente alrededor suyo. Los perros saltaban y corrían a su alrededor, en silencio.

La costa era una estrecha franja de arena blanca, hecha también como de materia lunar, y matas de pasto ralo. A un metro de la costa, el río se volvía considerablemente profundo. Domingo colgó el farol en la rama de un sauce caído sobre la corriente; el árbol tenía mucha raíz afuera y su tenue fronda era atravesada por la claridad cálida de la luna. Sobre el río flotaba un reflejo fluctuante, quebradizo. Domingo dejó la carne en el suelo y comenzó a desenredar lentamente la línea. Bajo la claridad verdosa del farol su figura se movía inclinándose, dando pasos en una u otra dirección, moviendo las manos que hacían correr diestramente el piolín. Después dejó la línea lista en el suelo, buscó los trozos de carne y encarnó uno por uno los anzuelos. Ató el extremo de la línea a una de las raíces del sauce y después, alejándose unos pasos de la orilla revoleó por sobre su cabeza la línea, arrojándola. Al caer sobre el agua, los anzuelos y las plomadas produjeron un "floop" prolongado desintegrando por un momento el reflejo lunar, y convirtiéndolo en un rápido torbellino de esquirlas doradas.

Se sentó sobre la arena y encendió un cigarrillo, arrojando el fósforo al agua. De vez en cuando se inclinaba sobre la raíz del sauce para probar la tensión de la línea. Los perros habían desaparecido. Domingo trató de escuchar, hacia la casa, en medio del profundo silencio. Le pareció oír la voz de su padre diciendo "Rosa", y a Rosa responderle.

Despertó estirado sobre la arena, y debían ser más de las cuatro. Un silencio impresionante lo rodeaba. Se hallaba todavía semidormido, de modo que le costó un poco recordar que había tirado la línea, se había sentado a esperar y que al parecer se había quedado dormido. Se puso de pie, sacudiéndose la arena de la ropa, y después buscó un cigarrillo en el bolsillo de la camisa, pensando: "Otra vez hoy a la arrocera" y ayer, al crepúsculo, desde la seis hasta las nueve había estado echado en el camastro fumando cigarrillo tras cigarrillo y pensando en la ciudad.

Encendió un cigarrillo. El farol se había apagado. En la oscuridad, ahora un poco mas densa que unas horas antes, la llama del fósforo fue una forma súbita, brillante, que después cruzó el aire en semicírculo apagándose antes de llegar al agua. La incandescencia del cigarrillo era un punto débil de resplandor rojizo en la oscuridad.

"Otra vez hoy a la arrocera", pensó. Era peón. Trabajaba ocho horas acarreando bolsas o bien barría el patio, o hacía mandados a los empleados de la administración, pero él había ido a la escuela hasta cuarto grado y no se conformaba con eso.

Ahora se sentía cansado. Pensó regresar a la casa, y recordó a Rosa y al viejo. Se sentó nuevamente en la arena, con lentitud, como dejándose caer, viendo, al hacerlo, el sábado anterior, a la salida del baile: Rosa lo había escuchado atenta y pensativamente cuando él le habló, con cierta cautela y de un modo muy vago, de su proyecto de irse a la ciudad. Ahora ella se había venido con el viejo. "Justo Rosa tuvo que ser", pensó.

"Otra vez al patio de la arrocera", pensó recostándose sobre la arena. Se adormecía en aquella penumbra quieta, estirado de espaldas, con un brazo encogido sobre el pecho, sosteniendo en la mano el cigarrillo consumiéndose. Le dio una última pitada (el resplandor mínimo de la brasa se hizo más intenso) y arrojó el cigarrillo hacia el agua. La brasa fue desintegrándose en el aire, llenándolo de chispas rojas y fugaces, y al caer sobre el agua se apagó súbitamente. Después Domingo se durmió.