"Si Te Dicen Que Cai" - читать интересную книгу автора (Marsé Juan)

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Pero que no se diga: ya no puedo más, Marcos, esto es el fin, no tenemos salida. Inclinándose para encender el cigarrillo que el marinero sostenía con labios temblorosos llenos de pupas, acurrucado en un rincón del bar Alaska. Y pensar que al principio todos decían esto no puede durar, esto no aguantará, sin sospechar que el eco de sus palabras llegaría arrastrándose a través de treinta años hasta los sordos oídos de sus nietos. Estaban en babia, ciegos, sin esperanza, estaban muy lejos de verse empuñando las armas otra vez, de hecho ni siquiera podían imaginarse así: la cara tapada con el pasamontañas y pistola en mano empujando la puerta giratoria del Banco Central, o colocando una bomba en el monumento a la Legión Cóndor, o desplegando una bandera en la falda de una colina. Hombres de hierro, forjados en tantas batallas, llorando por los rincones de las tabernas como niños.

Palau era el único que ya entonces debía entrever, entre las lágrimas quemantes que aún le nublaban una visión de tropas victoriosas desfilando Salmerón abajo, a la rubia platino esperándole echada en la cama del Ritz y cubierta de joyas, o el coche del tío con chistera, parado a punta de revólver en la carretera de la Rabassada. Que no se diga, hombre, hay mil formas de joderles.

Cuanto más cierras los ojos, más claro lo ves: no era la realidad exigiendo formar un grupo de resistencia lo que volvió a juntarles en el piso junto al metro Fontana el mismo día que entraron éstos, los nacionales, sino el deseo obsesivo y suicida de repetirse unos a otros en voz baja esto no aguantará, no puede durar, este régimen ha de caer. Basta una escopeta de caza con los cañones recortados, arrestos y un poco de suerte; Bundó dispone de un Ford tipo Sedán y Palau recuperará su Parabellum enterrada al pie del limonero del jardín de los Climent, hay que localizar a Esteban y que venga, Meneses no volverá nunca a ser maestro de escuela en su pueblo y también está disponible, y tiene una Browning, y Marcos, si se decide a salir alguna noche de su escondrijo, que sea para algo más que para estirar las piernas o robar candelabros en las iglesias; hay que resistir, hay que aguantar como sea porque ya veis que esto no durará mucho y de todos modos acabarán viniendo los aliados.

– Hay que contar también con Luis Lage, cuando salga de la Modelo, y con Jaime Viñas -muy animado Palau.

El Ford girando en la plaza Calvo Sotelo dirección Pedralbes, un día de esa primavera que llegó riente y perfumada y empolvada de sol como una puta barata. Desfilan cegadores los plátanos reverdecidos, el fantasma del bar Mery y sus aperitivos esmeralda, las fachadas con cristales nuevos, las colchas de seda y las banderas rojo y gualda colgadas en los balcones, adheriéndose como una piel joven y lustrosa a las palmas secas del Domingo de Ramos. Pasando ante el portalón chamuscado de una iglesia abarrotada de fieles postrados de rodillas: el himno parece darle alas a la hostia, allá al fondo, por encima del mar de cabezas rendidas. Frescos despojos de la iglesia derruida, es decir, edificada al fin según la profecía bíblica: el ábside quebrado, el carbón de la viga y la vidriera rota justificaban finalmente todos los salmos.

Fueron a la comarca del Penedés a rescatar a Meneses del odio y la venganza de un pueblo enlutado, y a la vuelta enfilaron la Diagonal muy despacio por deseo de Bundó: tengo un plan, a ver qué os parece. Frente al Palacio Real una nube de polvo envuelve a una Centuria de flechas famélicos desfilando con la cabeza rapada, negros correajes, boina roja y machete al cinto: ahí van nuestros hijos, ríe Palau, vivir para ver esto. Bundó obsesionándose con su idea del atentado, ahora o nunca, coño, su dedo negro de mecánico apuntando más allá del parabrisas: la verja del parque. ¿Llegó a proponer en serio minar el Palacio cavando una galería subterránea durante noches y noches, y hacerlo volar con dinamita después que entrara el coche blindado? No vendrá, no le esperéis, diría Palau, pensar en liquidar a este cabrón son ganas de hacerse una paja porque sí.

– Tienes razón, hay otras formas de joderles -Esteban Guillén a su lado, tan pulcro y elegante pero con maullidos en las tripas

– . Limpiar sus Bancos, sus fábricas, sus oficinas de Abastos. Sus propios bolsillos, sus carteras.

– Eso lo primero -Palau -. Sin pela no haremos nada.

– Que no somos atracadores, tú -Meneses el «Taylor» con la blanca cara picada de viruela y las negras cejas casi femeninas, el maletín en las rodillas y dos maletas llenas de libros en el portaequipajes. Y en el recuerdo, una pizarra escolar y en ella «vete rojo» escrito con tiza, el pueblo con la giralda y las jóvenes viudas de guerra, una mujer bonita mirándole llorosa y asustada, la espalda contra un muro cubierto de lilas. Salvado del odio por los amigos, casi llorando él también en el momento de la partida, hundido al fondo del automóvil con los ojos bajos que sólo alzó un instante para mirar por última vez el corro de niños rodeando el coche, la blanca escuela y el camino blanco. Los cables del tendido eléctrico dejaban oír un zumbido de lejanías y de futuro. A un kilómetro del pueblo, la joven enlutada, ceñida la cabeza con un pañuelo negro, esperaba de pie junto a la tapia encalada del cementerio. Entre el son de las chicharras, igual que si la vida se hubiese paralizado en torno, un abrazo interminable, unas palabras de despedida, volveré a buscarte, el viento peinando los altos cipreses.

Muchos no aprobaban que Bundó tuviera contactos con Toulouse, pero él argumentaba:

– Ahora todos somos iguales.

– Iguales nunca, faieros, les dije -Palau sentado frente a mí en el bar Alaska, tanteando con la llama mi cigarrillo tembloroso-. Menos el «Taylor» y Guillén, que tienen estudios, ya sabes lo que han sido y lo que son. Unos fanfarrones. Tú eres distinto, musarañas, a ti también te enredaron, eras bueno en el frente pero aquí en la retaguardia ellos te pudrieron. El niño bonito de los faieros. Y mira cómo has de verte ahora. Cagado de miedo.

– Quieren que me una al grupo…

– Bien clarito se lo dije a todos. Y que de octavillas y petarditos y todo eso yo nada, no estoy para perder el tiempo con mariconadas. Yo al grano, tú. Nuestra primera obligación es limpiarles el billetero, no me cansaré de repetirlo. Anarquistas de mierda, le dije.

– Qué importa ya eso, Palau, hasta cuándo vamos a discutir de lo mismo.

– A ver si nos metemos la lengua en el culo, ¿eh, Palau? -me dijeron Bundó y el Fusam encabronados, tenías que verles-. Cantamañanas. Capullo. Que mientras muchos de los vuestros se escondían aquí, bajo las faldas de las viejas, los nuestros organizaban la resistencia en los campos de concentración de los boches, gente del POUM que acabaría en las cámaras de gas de Matthausen y Dachau, ¿lo sabías? ¿Qué dices a eso, carota, había huevos o no? Así que a ver si nos guardamos las ideas, que ahora todos somos iguales. Yo no soy un hombre de ideas, pavero, le dije.

– Tú lo que eres un carota -riéndose el Fusam-. Cuando consigues cinco duros ya estás en el Bolero con una furcia. Tarambana.

– ¿Y pues? ¿De dónde quieres sacar la información, ignorante? ¿Adonde crees que van las palomitas de los fabricantes, a misa, gamarús?

Siguiendo al aprendiz del taller de joyería Munté sin dejarse ver. La fachada del hotel Ritz recibiendo la lluvia. El ascensor que huele a piso de ricos. Por la puerta entornada de la habitación 333 verás a la rubia platino poniéndose la bata y echándose de bruces en la cama, pidiendo el desayuno por teléfono y sin pensar: hay un hombre oculto en el pasillo, sin pensar: será un viejo cenetista, un socialista, un comunista, un simple separatista. Qué más da, carota, qué nos distingue ahora, qué nos separa después de haberlo perdido todo.

– Que no, que todavía hay clases, faieros.

– Está bien, Palau, cómo quieras, dejémoslo ya.

– Póngame con recepción -riéndose la fulana, sacudiendo la rubia cabellera hacia atrás, descubriendo una garganta de nieve. Se revuelca en la cama y queda cara al techo. Bata de seda abierta, medias transparentes hasta medio muslo, labios y uñas de un rojo sanguíneo. Dos pekineses trotando sobre la colcha lamen sus rosados tobillos y sus zapatillas de raso.

– ¿Aló, recepción? Vendrá el aprendiz de la joyería, que suba en seguida.

Se levanta y mira por la ventana el asfalto acharolado de la Gran Vía. Qué piensa una querida de lujo mientras ve caer la lluvia desde una ventana del Ritz, una fría mañana de invierno, calentita ella con su calefacción, sus pekineses, sus estolas de visón, sus turbantes de colores. Sencillamente piensa en lo que era siete años atrás, una muchacha pelirroja tambaleándose sobre unos altos zapatos verdes que le han regalado unos soldados envueltos en mantas; el camión erizado de fusiles parado ante el jardín de Las Ánimas, la joven miliciana de pie en el estribo, su pañuelo rojo al viento, su cabellera rizada y negra; las huérfanas repartiendo café caliente y cigarrillos. La más pequeña, una niña de siete años, mira con ojos hipnotizados la fogata que languidece. Alrededor, los milicianos discuten roncamente, por qué se ha perdido el Norte, maldita sea, mueran los curas, ¡tú, imaginaria, chúpamela! Detrás de las llamas ven a la niña inmóvil, terrible, alimentando el fuego con su extraña mirada de ceniza, ve, niña, le dice el soldado piojoso y sonriente que hace girar con el dedo índice la cadenita de oro con la cruz de rubíes, sin duda robada, ve y dile a la pelirroja ésa que si quiere venir a calentarse, que en mi manta caben dos… Y se veía acudiendo a él, ya cuando todos dormían, para dejarse abrazar bajo la manta y colgarse al cuello la cruz roja, se veía a sí misma desfalleciendo en medio de un intenso olor a sobaco y a vino, y a la pequeña plantarse de nuevo ante el fuego mirándolo con sus ojos glaucos y decir si vosotros dejáis que se apague, soldados, yo lo encenderé otra vez.

Así se habla, niña.

¿No fue esa noche que vinieron por ti, Marcos, y escapaste de milagro aprovechando la confusión al descubrirse el pastel debajo de tu manta? ¿No se había ya creado entre los compañeros del hotel Falcón aquella horrible atmósfera de sospechas y espionitis, y todos iban cuchicheando y vigilándose? ¿No andaba ya tras de ti aquel agente ruso que decía que todo era un complot anarquista fraguado en el hotel, no quieres aún reconocer que el origen de tu miedo es agua pasada, marinero, que esto se acabó, que ya podrías salir de tu agujero y ver de cruzar la frontera…?

Seguía al aprendiz sin dejarse ver, ocultos los ojos bajo el ala del sombrero. Entraba siempre el carota muy decidido en los lugares más concurridos, con el Lucky apagado manchado de café colgando de sus labios, con su largo gabán azul de cinturón ceñido y en la cara de caballo una falsa expresión agria y mandona de funcionario del régimen. Incluso, si era preciso, dejaba entrever su vieja placa de agente de la Generalitat. Simulaba atarse el zapato detrás de la gran planta de hojas como garfios, al final del pasillo alfombrado del tercer piso del Ritz. Esperando. El chico sabía el camino de memoria. Sonando una música bailable detrás de alguna puerta, una risa loca de mujer, un clinc de copas de champaña. El aprendiz, avanzando por el pasillo, se estremeció: debía haber una rubia detrás de cada puerta, semidesnuda, con medias altísimas de seda negra y ligas con brocados.

Llamaba el chico en la puerta 333 y el carota no le quitaba ojo.

Fachada gris de la Delegación de Falange del distrito VIII, plaza Lesseps, cayendo la tarde, olor a castañas asadas. Chirrido de tranvías y chispazos azules del trole al rozar los cables. Una bomba estalla tras una ventana de la delegación, la llamarada roja escupe cristales y fragmentos de mampostería. La acera del cine Roxy sembrada de octavillas. En el vestíbulo del cine, asomando la cabeza entre las cortinas para ver la platea, un agente de policía husmea algo sospechoso. Entra. Le siguen dos hombres con las manos en los bolsillos y el ticket de entrada en los labios, uno de ellos se vería pálido, alto y encorvado, con este chaquetón azul y esta boina de la que escapan rizos rubios, me veo raro en el cristal, extranjero y fuerte, llevo apretada al sobaco la automática con silenciador. El compañero viste una gabardina clara que oculta una escopeta de cañones aserrados. En la última fila de butacas, el policía ve a una mujer de cortos y poderosos muslos con la falda arremangada y abofeteando a un niño sentado a su derecha. Cuando se dispone a intervenir, estos putones de cine se atreven hasta con niños de pecho, oye el clic a su espalda. Se vuelve rápido. Percibo el brillo desesperado de sus ojos, cegados aún por el reflejo de la pantalla, al ver la gabardina abierta y la escopeta empuñada. La ráfaga de perdigones le golpea el pecho como el chorro de una manguera. La meuca y el niño chillan tirándose al suelo, entre las butacas. Cubriendo la salida del compañero, corriendo luego tras él. Poco después, agarrándose a la cortina, el agente saldría al vestíbulo con el rostro contraído, los labios intensamente negros y las mejillas como el papel. El joven flecha gordo y sonrosado que venía con la orden de recoger las octavillas, contempla boquiabierto cómo el policía suelta la cortina y se encoge hasta quedar de rodillas, tendiendo los brazos hacia él con el vientre empapado de sangre. El gordo falangista recula. El policía abate la cabeza y eructa dos veces, un hilo de sangre cuelga de su boca, se desploma.

Mirando de reojo el fondo del pasillo, el aprendiz le silba el oído izquierdo. La puerta abriéndose, la silueta vaporosa de la rubia con la bata abierta, la piel sedosa del muslo.

– De parte del taller.

– Ah, por fin -ajustándose la bata-. Espera un momento, guapo -dando media vuelta con el paquete en la mano, le da la espalda. Desde la puerta el aprendiz observa el vigor de las nalgas bajo la seda, los hoyuelos que hacen guiños al andar, los tobillos de fresa y alrededor los perritos.

Frente al espejo ella se prueba los pendientes, se mira complacida y sorprendida, casi extrañada: aquellas rojas cerezas que fueron sus primeros pendientes en el colmado de los Dondi, aquella gracia que tenía cuando paseaba con su blusa transparente y su faldita plisada entre los olorosos sacos de garbanzos y lentejas, una atractiva chica de barriada, una pelirroja bebiendo horchata con los muchachos de la calle Verdi. El lazo rosa en el pelo, la blusita abierta, la rebeca de punto. Y las rodillas soleadas clandestinamente en el terrado de la Casa pero siempre con polvo de reclinatorio, como un estigma, y las bromas de los charnegos kabileños: estás cantúa, chavala.

– ¿Todavía vas a confesarte a Las Ánimas, Menchu? ¿Es verdad que durmiendo una noche en el metro con el Dondi, debajo de una manta, cuando los bombardeos, te pillaron con las bragas en los pies?

– Mentira podrida.

– ¿Ya sabe la directora que te pintas los labios?

– Dicen que el mayor de los Dondi está tísico por tu culpa.

– Chafarderos. Nunca fuimos novios.

– Lástima que se haya acabado, ¿eh, chicos?, ya no volverán los aviones, ya no iremos más al refugio con Menchu, no volveremos a oír las sirenas.

– Ni ganas, hijo -la niña se estremece-. ¡Qué miedo!

– Qué buena estás, Menchu.

– En el refugio nos moríamos de amor por ti, chavala.

– Nos tienes locos.

– Toma cerezas. Come.

Pegados a ella como moscas a la miel, tirándole cerezas al escote, invitándola a horchata, haciéndose la ilusión de emborracharla.

– Bebe, una huerfanita también tiene derecho a la vida.

– ¿Ya no estás de aprendiza en la peluquería?

– El lunes empezaré a trabajar en casa de unos señores que tienen teléfono en el cuarto de baño, figúrate, y dos coches -uno de los muchachos intenta frotar sus rodillas sucias de polvo de reclinatorio, ella le esquiva, sus ojos violeta parpadean y habla como en sueños mirando al vacío, muchacha soñadora con cerezas dentro de la blusa-: Un día de estos me sacudiré para siempre el polvo de las rodillas y me escaparé de la ratonera de las huérfanas para no volver jamás.

Pensamos sí. Decimos no. Pensamos esto no durará, aguantemos, esperemos un poco más. No volverán a oírse las sirenas de alarma, es cierto, no volverán a caer bombas. El himno nacional acompaña ahora la elevación de la hostia, la gente arrodillada se golpea el pecho. Ya no hay bocas de refugios vomitando a la noche aullidos de madre, ya no volverán por el cielo a matar niños: a partir de ahora, chavales, el peligro acechará en todas partes y en ninguna, la amenaza será invisible y constante… Quien así habla es un muchacho del Carmelo. No hay mucho de verdad en sus historias mientras el tiempo no demuestre lo contrario, pues este chico cuenta aventis basándose no sólo en los sangrientos hechos pasados sino también en los terribles acontecimientos por venir. Habla de bombas agazapadas en la hierba y en los escombros de la ciudad que estallarán muchos años después, de venenosos escorpiones que sobrevivirán a estas ruinas y de imborrables tatuajes y cicatrices en la piel de la memoria. En un pequeño desván apenas alumbrado por una vela, dice, alguien sentado en una mecedora hace pajaritas de papel rompiendo viejas revistas, de día y de noche, pensando siempre en una novia bonita con katiuskas que no ha vuelto a ver, en los camaradas valientes y fieles hasta la muerte, en lo que pudo haber sido y no fue, pensando en las musarañas.