"La locura de Dios" - читать интересную книгу автора (Aguilera Juan Miguel)4Ahmed fue de gran ayuda para nosotros, pues nos indicó el lugar donde estaba el único pozo potable que quedaba en toda la ciudad. El resto había sido emponzoñado por aquellos demonios que habían arrojado camellos y ovejas muertas a su interior. Con nuestras reservas de agua repletas, abandonamos aquella ciudad maldita y seguimos nuestro camino a través del desierto, cegados por aquella niebla oscura y maléfica; por lo que Joanot había dado orden de que nadie se separase mucho de sus camaradas y de que nadie se rezagase y durmiera solo en el camino, pues aquel paisaje de cambiantes dunas de arena hacía imposible toda orientación. Yo apenas lograba calcular aproximadamente nuestra posición por el lugar que ocupaba en el cielo el enturbiado resplandor del sol, por lo que debía ayudarme de un extraordinario artefacto proveniente también del remoto Oriente. Se trata de un imán cubierto de pequeñas asperezas rojizas, que atrae al hierro y se une a él, por eso es llamado vulgarmente «piedra que aspira el hierro»; pues bien, cuando se frota con el imán una pequeña aguja de hierro, ésta recibe la asombrosa propiedad de señalar el norte. Si se coloca esta punta sobre un pedazo de caña que flota sobre el agua, gira rápidamente para indicar dónde está el norte, la estrella polar; que era invisible en aquellas turbias noches. En la oscuridad de esas terribles noches escuchábamos las voces de los demonios que llamaban a los hombres por sus nombres; de modo que algunos almogávares, pensando que alguien conocido les llamaba por estar en apuros, se alejaba del grupo a pesar de las órdenes de Joanot, y se perdía irremisiblemente. En otras ocasiones se escuchaba el sonido de instrumentos musicales, y de tambores. Joanot me preguntó en una ocasión si entendía toda aquella magia. – Hay una gran diferencia de calor entre el día y la noche en este desierto -le expliqué-. Las piedras se llenan de la esencia del calor, y gimen durante la noche mientras se enfrían. En el silencio y la oscuridad de la noche los hombres creen oír voces en el gemido de las rocas. Fíjate en toda esa arena; ¿de dónde crees que proviene? – ¿Tú lo sabes? -Se encogió de hombros. – Las rocas torturadas por el calor del día y el intenso frío de la noche, acaban por deshacerse en minúsculos granos de arena. – ¿Siempre buscas una razón a todo? -me preguntó extrañado. – Dios es la primera razón de todas las cosas -le aseguré-; pero se sirve de los mecanismos de la naturaleza para ejecutar sus obras. Dios es inmenso e impenetrable, pero los hombres podemos estudiar sus obras, más cercanas a nuestra naturaleza. Alí Ahmed viajaba conmigo, en mi carromato. Su expresión y limpia mirada me recordaban intensamente a un joven musulmán que adquirí en el mercado de esclavos y que durante nueve años compartió casa conmigo, enseñándome su idioma y sus costumbres. Llegué a trabar una buena amistad con aquel hombre al que pronto consideré como un hijo más, aunque a menudo nuestras horas de estudios desembocaban en violentas discusiones religiosas, pues yo pretendía demostrarle, ensayando así los argumentos y razonamientos que alguna vez pensaba llevar a las tierras de sus correligionarios, los errores y falsedades de su fe. En una ocasión, a altas horas de la noche, empezó una disputa entre nosotros que terminó cuando él me atacó con un cuchillo, hiriéndome en el brazo. Apenas vio correr la sangre, soltó asustado su arma y corrió a esconderse. Le denuncié a los alguaciles y esa misma noche fue encontrado y encerrado en una mazmorra. A la mañana siguiente desperté con mi furia completamente diluida. Observé mi improvisado vendaje con una sonrisa conmiserativa y, tras vestirme y desayunar, me dirigí a la prisión para rescatar de ella a mi díscolo e impetuoso amigo. Me entregaron su cuerpo. Se había ahorcado esa misma noche, en la soledad de su celda, ante el temor de ser torturado y ajusticiado por las palabras que me había dicho en contra de nuestra fe. Un día se disipó un poco la niebla y pudimos ver, brevemente, el sol por vez primera en muchas jornadas; era un sol vaporoso y grisáceo, que nos contemplaba como pudiera hacerlo un tigre enjaulado, pero que nos llenó de esperanza de que pronto terminara aquel desierto embrujado. Estábamos acampando, a la caída de aquel día, cuando aparecieron, aparentemente salidos de la nada, cinco jinetes pequeños y oscuros, cabalgando unas monturas igualmente oscuras y diminutas, como caballos enanos, nerviosos y de patas muy cortas. Al verlos, Alí Ahmed, palideció y su ánimo se descompuso. Vi cómo el terror controlaba nuevamente su cuerpo, y le llevaba a un estado lastimoso, cómo balbuceando como un niño asustado, corría a guarecerse en el interior de mi carromato. Los cinco jinetes, avanzaron tranquilamente hasta nosotros, sin demostrar ningún temor ni preocupación, a pesar de nuestro elevado número y de ser ellos sólo cinco. Miré a lo lejos, tanto como pude, sospechando que si tal era su tranquilidad, eso significaba que podían haber muchos más de aquellos hombrecillos ocultos entre la bruma, esperando una señal de aquéllos para caer contra nosotros. Algunos almogávares tomaron sus armas nerviosos, y se interpusieron entre aquellos hombrecillos y Joanot de Curial; pero éste les ordenó que se apartaran. Sin inmutarse los cinco guerreros oscuros se plantaron frente a nuestro estandarte, no muy lejos del cual estábamos Joanot de Curial y yo. Los cinco vestían una especie de cota de malla de algún metal negro, y llevaban un casco que parecía hecho de cuero y latón y forrado de piel de oveja, que les cubría casi completamente los ojos. Lo poco que podía verse de su piel estaba tan sucia y cubierta de pelo que casi parecía negra, y unos mostachos negros y aceitosos se derramaban como babosas sobre sus labios marrones. Sus pequeños caballos también estaban protegidos por una coraza de cuero entretejido con latón, que al parecer era muy ligera pues no impedía los movimientos rápidos y nerviosos del animal. Una horrible testera de cuero y huesos cubría casi completamente las cabezas de los caballos, en medio de las cuales brillaban unos ojillos malignos. Dos aljabas situadas a la grupa contenían flechas largas y cortas. Los guerreros llevaban un arco corto y sinuoso como una serpiente a la espalda, y de sus sillas de montar colgaban racimos de cráneos humanos, tan pequeños que debían de haber pertenecido a niños. Los cinco se habían parado en torno a nuestra Señera y la miraban con expresión entre divertida e interesada, y susurraban comentarios entre ellos como si los trescientos hombres que les rodeaban, cada vez más enfurecidos, no existieran en absoluto. Quizá temiendo que los almogávares no iban a aguantar aquello durante mucho tiempo más, Joanot se adelantó y saludó a los cinco elevando su mano derecha a modo de bienvenida. – Hombres de estas tierras -dijo Joanot de Curial-; venid en paz con nosotros, y aceptad nuestra comida y nuestra hospitalidad. Ante las palabras de Joanot, los cinco dejaron de susurrar entre ellos en su extraña lengua gutural, y uno de ellos avanzó lentamente hacia el valenciano. Caminó hacia él con la misma naturalidad que hubiera empleado un hombre que usara sus piernas para desplazarse. Fue muy extraño, como si aquel hombre y su montura estuvieran unidos mentalmente, y los pensamientos de uno activaran las patas de la otra. Sentí, durante un instante, que me encontraba ante algún tipo de criatura sobrenatural, semejante en esencia a un centauro. ¿O eran aquéllos los míticos habitantes de las tierras de Pero nada de esto era cierto; aquellos hombres, aunque de pequeña estatura, sin duda debían de medir más de veintisiete pulgadas; y si bien sus rostros parecían cubiertos de pelo con excepción de pequeñas zonas alrededor de los ojos, nariz y boca, yo había visto a occidentales tan hirsutos como ellos. El hombrecillo le dijo algo a Joanot, con una voz de tono alto y desafiante. Pero no pudimos entender ni una sola de sus palabras. Volvió a repetir lo dicho, con una entonación incluso más desafiante e insolente si esto era posible. Su voz era gutural, y la lengua que hablaba era muy extraña y la pronunciaba con mucha rapidez. Comprendí que aquel tártaro se estaba enfureciendo ante la incapacidad de Joanot de entender lo que le decía, y me adelanté hacia ellos, y le dije en – Sed bienvenidos, dueños de estas tierras. Aceptad nuestra comida y nuestra hospitalidad. Entonces el tártaro elevó su mirada hacia mí, y me observó con aquellos ojos brillantes, medio ocultos por el casco. Siempre caminando con su caballo que parecía una prolongación de su persona, sorteó a Joanot y se acercó hasta mí. Un collar de orejas humanas adornaba su cota de malla. – Puedo entender tus palabras -me dijo arrastrando penosamente las sílabas en – No lo soy -repliqué rápidamente-. Somos viajeros, hijos de Dios y de Nuestro Señor Jesucristo. Atravesamos estas tierras en paz. El tártaro ladeó la cabeza, tal y como haría un perro extrañado, y me contempló con detenimiento antes de continuar hablando: – ¿Qué buscáis aquí? – Somos comerciantes en camino hacia Oriente. No os molestaremos con nuestro paso. Permaneceremos esta noche aquí acampados, y partiremos al alba. – Esos no son comerciantes -dijo el tártaro señalando con un dedo acusador hacia los almogávares-. Son guerreros; y aquí ocultáis a un esclavo de nuestra propiedad. Ese hombre nos pertenece, y al protegerle nos desafiáis de forma intolerable. Tragué saliva, y vi que Joanot me hacía gestos impacientes. No entendía una palabra de nuestra conversación. Traduje, y su impaciencia se transformó en preocupación. – Dile que eso no es cierto -dijo Joanot-, que aquí no hay ningún esclavo. Así lo hice, sabiendo de antemano que no iba a servir de nada, pues el tártaro parecía estar muy seguro de sus palabras. Me escuchó con una sonrisa maligna en sus labios, y se volvió brevemente hacia los otros cuatro tártaros que seguían esperando junto a la Señera. Después, él y su montura avanzaron hacia mi carromato y con su espada levantó la lona descubriendo al pobre Ahmed. Éste gritó aterrorizado y los cinco tártaros rieron como niños tras hacer una travesura. El musulmán saltó del carromato y se escabulló entre las patas de las acémilas, intentando huir, pero los tártaros le cerraron el paso, rodeándolo sin dejar de reír. Al ver esto, los almogávares tomaron decididamente sus armas, y avanzaron resueltos hacia los cinco tártaros. Me puse frente a ellos, y abrí los brazos implorándoles que se detuvieran. Ricard de Ca n' y Sausi Crisanislao, también tomaron posiciones. Pero eran sólo cinco hombres diminutos montados en caballos no menos insignificantes. Aquello empezaba a tomar un aspecto entre ridículo y peligroso. – Joanot -grité, sin apartarme-, estos hombres no pueden haber venido solos. – Es posible -me respondió el valenciano con voz tranquila-, pero, ¿qué podemos hacer? No podemos permitirles entrar en nuestro campamento y llevarse a ese hombre. – Tan sólo pretenden provocarnos -razoné. – Pues, amigo mío, lo están haciendo maravillosamente. Me introduje en el círculo que formaban los tártaros rodeando al tembloroso Ahmed, y me dirigí a ellos en – Podemos pagaros por este hombre. Nos es de utilidad. – No es de vuestra propiedad -me replicó el del collar de orejas, quizás era el único capaz de hablar – No, no, no -dije rápidamente-, no queremos insultaros, tan sólo hemos sido hospitalarios con este hombre. Para vosotros no significa nada. Os daremos oro. Uno de los tártaros cogió a Ahmed por el pescuezo, y con un movimiento rápido y violento lo subió al lomo de su caballo, dejándolo tumbado boca abajo. El musulmán no intentó zafarse; tenía los ojos cerrados, apretados con fuerza, y le rezaba a Alá sin descanso. Me pregunté cuánto iban a aguantar los almogávares sin reaccionar. – No queremos vuestro oro -dijo el tártaro escurriendo las palabras entre sus dientes amarillentos-. No de momento. Nos vamos. Era evidente que los almogávares no les iban a dejar marchar. – ¡Esperad! -dije desesperado. La imagen de un joven moro, colgando de la cuerda de su cinturón en una celda, se me presentó en ese preciso instante-. Permitidme acompañaros y negociar la compra de este esclavo directamente con vuestro caudillo. La expresión de los tártaros cambió; me miraron interesados. – ¿Qué sucede? -preguntó Joanot, mirando consecutivamente a los tártaros y a mí-. ¿Qué estás negociando ahora? – Les he propuesto ir yo en lugar de Ahmed. El valenciano enrojeció de ira. Me preguntó si me había vuelto loco, y afirmó que no iba a consentir semejante cosa. Yo le respondí rápidamente en catalán; le dije que ésta era una buena oportunidad para aprender algo sobre esos hombres, que no eran cristianos, ni musulmanes. No sabíamos nada sobre su vida o sus costumbres, ni teníamos experiencia alguna en su trato. – No permitiré que te pongas en peligro para salvar a un turco. ¡Que se lo lleven! – No -le repliqué-; tenías razón, no podemos darles esa ventaja, pero si les acompaño voluntariamente la ventaja será nuestra. – No te arriesgarás de esa forma. – Por Dios, Joanot, soy un anciano; ¿por qué iban a querer causarme algún mal? Mientras hablábamos, yo no dejaba de mirar a los tártaros, y de mantener una sonrisa de tranquilidad en mi rostro. – De acuerdo -dijo el tártaro que hablaba – No, no -le aclaré rápidamente-, no lo has entendido. Yo iré en lugar de vuestro esclavo, y negociaré su precio con tu jefe. Entonces el tártaro me dijo que ambos le acompañaríamos hasta su ciudad. – Si logras comprar al esclavo, podréis regresar juntos. ¡Basta de hablar! Se lo expliqué a Joanot. – No se saldrán con la suya -dijo el valenciano con las mandíbulas apretadas-. Mis arqueros los tienen a tiro, a los cinco; un gesto mío, y están todos muertos. Intentando ocultar mi nerviosismo a los tártaros, le rogué a Joanot que no hiciera tal cosa, que estábamos en su tierra y que debíamos saber más de ellos antes de provocar un enfrentamiento. Esto pareció convencer de momento a Joanot. Pero al cabo de un instante dijo: – De acuerdo, pero Sausi te acompañará. Sin esperar a recibir la orden, Sausi Crisanislao montó en un caballo, tomó a otro por las riendas, y se acercó al grupo que formábamos los tártaros y yo mismo. – Monta en éste, Ramón -me dijo. Así lo hice. Uno de los tártaros le gritó algo a Sausi en su incomprensible lengua. El búlgaro lo ignoró y el tártaro se colocó frente a él, interceptando su paso. Pregunté al tártaro que hablaba – El guerrero no viene -dijo-. Sólo tú y el esclavo. Sausi intentó esquivar al tártaro que tenía frente a él, y acercarse de nuevo a mí, pero éste, haciendo gala una vez más de un perfecto dominio de su montura, se colocó una y otra vez frente a él. Hastiado de aquel juego, Sausi descargó una patada contra el tártaro y su pequeño caballo, y a punto estuvo de derribarlos a ambos. Inmediatamente el hombrecillo se revolvió contra Sausi, y sacando una corta espada curva, intentó golpear con ella al búlgaro. Demasiado lento, el gigantesco Sausi lo sujetó por la muñeca, y lo hizo caer del caballo sin ninguna dificultad. El tártaro se levantó rápidamente del polvo, y atacó a Sausi con su espada mientras lanzaba un horrible aullido. El búlgaro lo detuvo con una nueva patada, esta vez en el centro del pecho del hombre, que hizo caer al tártaro de espaldas. Los otros cuatro tártaros observaban la escena con interés y expresión divertida. Sausi desmontó, y se acercó a pie al hombrecillo que empezaba a levantarse de nuevo. No tuvo la oportunidad de hacerlo; el búlgaro le propinó un puñetazo en pleno rostro que lo lanzó rodando hacia atrás. Sausi llevaba puestos sus guanteletes de hierro, y cuando el tártaro levantó la cabeza del polvo, todos vimos cómo sangraba abundantemente por nariz y boca. El hombrecillo realizó un titánico esfuerzo por levantarse nuevamente, pero se derrumbó inconsciente de bruces en el polvo. Uno de los tártaros había sujetado las bridas del caballo del caído, y se acercó a su compañero desvanecido. Desmontó, y con tranquilidad pasó frente a Sausi, levantó al tártaro del suelo, y lo subió a la montura. El hombre estaba medio inconsciente, pero se sujetó como pudo al cuello del animal. La sangre que manaba abundante de su nariz manchó la coraza de cuero y latón del animal. El tártaro que hablaba – Tú vienes solo -me dijo-. Ordénale a tu compañero que se aparte y que nos deje pasar, o ahora mismo mueres. Traduje sus palabras y Joanot ordenó a Sausi que se hiciera a un lado, lo que hizo el búlgaro a regañadientes. Sausi respiraba profundamente y tenía el rostro encendido, parecía sonreír, pero yo había aprendido que aquella mueca suya que mostraba los dientes nunca era una sonrisa. Los cinco tártaros, el aterrorizado turco y yo, cruzamos frente a los impotentes almogávares y nos dirigimos hacia la niebla. Mis ojos se encontraron durante un breve instante con los de Joanot, y pude captar la mirada de furia contenida de éste. Yo no tenía ninguna duda de que si Joanot ordenaba atacar a sus catalanes, mi fin se iba a producir en ese mismo instante; pero era evidente que Joanot era consciente de eso mismo, y que de momento no iba a emprender ninguna acción contra los tártaros. Nos alejamos al galope del campamento almogávar. Ya era noche cerrada y la tenue luminosidad de la luna apenas podía atravesar la niebla que nos envolvía. Mientras cabalgábamos los tártaros permanecieron en silencio y yo sólo escuchaba, además del sonido de los cascos de los animales, el intermitente gemido y los rezos mahometanos de Ahmed, que tumbado sobre su vientre, en la grupa de uno de los pequeños caballos tártaros, debía de sentirse incómodo, dolorido y lleno de terror. Una creciente y extraña luminosidad rojiza fue formándose frente a nosotros, enturbiada por los velos de niebla que se interponían en nuestro camino. Ante esta visión, los tártaros apresuraron el paso, y el turco empezó a llorar y a gritar con un temor creciente. Yo empezaba a sentirme tan aterrorizado como él, aunque ignoraba la naturaleza de aquella luz roja. Comprobé que mientras nos acercábamos a ella, la niebla se volvía más espesa, y su olor más penetrante. Un extraño y horroroso rugido, como el que proferiría alguna bestia maligna, nos llegaba precisamente de la dirección de aquel resplandor rojo. Mientras avanzábamos, el rugido aumentaba y se tornaba más ominoso. Finalmente se descubrió ante nosotros una impresionante columna de fuego que parecía elevarse hasta tocar el cielo. Las llamas rojas se retorcían en enormes burbujas flamígeras que ascendían hacia lo alto filtrando un espeso humo negro. Aquel fuego parecía algo dotado de vida y entendimiento maléfico que ejecutara una obscena danza ante nosotros. Podía sentir el calor sofocante en pleno rostro y mis ropas eran agitadas por la presión que aquellos borbotones llameantes ejercían en el aire que lo circundaba. El horrible rugido, como de bestia enloquecida, también provenía de aquellas feroces llamas, recordándome las palabras del Apocalipsis que acudieron entonces a mi mente: «…Y vi una estrella que caía del cielo sobre la tierra y le fue dada la llave del pozo del abismo; y abrió el pozo del abismo, y subió del pozo humo, como el humo de un gran horno, y se oscureció el sol y el aire a causa del humo del pozo…». Los tártaros descabalgaron con lentitud casi ceremoniosa, sin apartar sus ojos de aquel fuego maléfico, y en aquel momento tuve la seguridad de que aquellas llamas señalaban la entrada del infierno y de que aquellos hombrecillos oscuros eran fieles servidores de Satán, príncipe de los demonios. Descendí a mi vez de mi montura, y di un par de cautelosos pasos hacia delante. La columna de fuego estaba rodeada por una especie de pantano de un líquido negro y brillante que empapaba las arenas del desierto tiñéndolas de un color oscuro. Las llamas se reflejaban en la superficie de aquel líquido, surcándolo como si se tratara de espíritus animados. No parecía agua, y el penetrante olor que emanaba del líquido negro era el mismo que llevaba consigo la niebla que nos había envuelto durante tantas jornadas. Me acerqué al borde de aquella ciénaga y toqué su superficie con la mano. Era una especie de aceite muy viscoso que se quedó pegado a la yema de mis dedos. Acerqué mis dedos a mi rostro y olí aquella mixtura. Sí, era el mismo olor de la niebla, y aquel humo negro y espeso que surgía de las llamas podría muy bien haber formado la bruma. Desde luego debían de haber muchos más lagos ardientes como aquél para justificar la enorme extensión de terreno oscurecida por aquel humo, pero no dudaba ya de su origen. ¿Por qué no ardía todo el lago negro? Era evidente que las llamas surgían sólo del centro, y que el resto apenas era incendiado brevemente por efímeras llamaradas que se extinguían rápidamente. La respuesta parecía ser que el aceite que rodeaba el centro empapaba la arena del desierto, y no poseía la suficiente substancia como para formar una columna de fuego como la que ocupaba el centro del lago. Eso podría significar que allí la profundidad del líquido era mucho mayor, y que si había ardido durante días sin extinguirse, debía de ser continuamente alimentada por más aceite que debía surgir de las profundidades de la tierra. ¡Una fuente de aceite que nacía de la tierra y que era capaz de arder sin descanso! Quizás allí estaba el origen del componente principal Estaba tan maravillado por aquel descubrimiento que no advertí cómo los tártaros se acercaban por mi espalda, arrastrando al desdichado turco. Sus gemidos me hicieron volverme al fin, y me vi enfrentado a ellos. A la luz cambiante de aquellas llamas, sus pequeños rostros tenían un aspecto verdaderamente maléfico. Ahmed lloraba al borde de la locura, sujeto por dos de aquellos hombrecillos oscuros. Extendió sus manos implorantes hacia mí, pero no llegó a pronunciar ni una palabra más. Uno de los tártaros llevaba su espada desenvainada, se acercó al turco y la clavó profundamente en su vientre, tajó hacia arriba y hacia la derecha con estremecedora calma y precisión, y los intestinos del desdichado Ahmed se derramaron sobre la arena con un sonido húmedo y viscoso. Yo quedé petrificado en mi posición, incapaz de moverme o hablar, paralizado por la sorpresa y el horror. Los ojos de Ahmed seguían fijos en los míos, y su boca se cerró y abrió varias veces seguidas sin emitir sonido alguno. Era como la boca de un pez en una playa que buscara desesperadamente respirar en un medio en el que ya le era imposible hacerlo. Los tártaros arrastraron a Ahmed por los hombros en dirección al lago de aceite. Sus tripas se desenredaron por el suelo, contaminándose de arena y piedrecitas, dejando un rastro sanguinolento. Al llegar al borde, los tártaros, entre risas, balancearon un par de veces al turco, y lo arrojaron dentro del líquido negro y viscoso. Contemplé impotente cómo Ahmed, aún con vida, se hundía en él. Los tártaros se acercaron entonces a mí, y tuve la seguridad de que mi momento había llegado. Pero no fue así. Los hombrecillos me empujaron hacia el lugar donde estaban los caballos. Tomado por sorpresa caí de espaldas en una postura bastante indigna, lo que arrancó un nuevo coro de risas de aquellos bárbaros. Uno de ellos me dio una patada y me gritó algo en su lengua. El que hablaba – Ponte en pie. Nos vamos. No nos alejamos mucho de aquel horrible lugar, aunque el estado de horror y confusión en el que estaba sumida mi mente me impedía calcular cuánto habíamos cabalgado en la oscuridad, iluminados por aquel resplandor infernal a nuestra espalda. Cuando al fin nos detuvimos, la columna de fuego seguía siendo claramente visible, pero su calor y rugido ya no eran insoportables. Los tártaros establecieron un rápido campamento en aquel lugar. Encendieron un fuego en el centro, y lanzaron sobre él algunas tajadas de carne seca para que se asara. Uno de ellos, el que había recibido la paliza a manos de Sausi, regresó de su montura con una especie de odre hecho con la piel de algún pequeño animal, quizás un perro. Bebió un largo trago de su contenido, y pasó el odre al siguiente tártaro sentado alrededor del fuego. Todos iban bebiendo, y pasándose el cada vez más deshinchado pellejo, y a cada trago su euforia y salvajes risas aumentaba. En un momento dado, el que hablaba – ¡Bebe! -me ordenó tendiéndome el cuero-. Es Intenté rehusar, pero aquel salvaje me derribó de espaldas contra el suelo, y derramó aquel apestoso líquido sobre mi cara. Se inclinó sobre mí, y con sus dedos grasientos me obligó a abrir la boca y a tragar algo de aquel brebaje. Sabía a leche agria y estuve a punto de vomitar. Empecé a toser violentamente y el líquido escapó por mi nariz. El tártaro se puso en pie, dijo algo en su extraña lengua, y me dio una patada en las costillas que me hizo doblarme de dolor. Derramó un poco más de aquel licor sobre mi rostro, y regresó junto a sus compañeros para seguir emborrachándose. Aquello duró varias horas, al final de las cuales los cinco hombres estaban completamente borrachos y adormilados. Parecían haberse olvidado de mí y consideré la posibilidad de escapar. Pero, ¿adónde podría ir en medio de aquella oscuridad embozada por la niebla? Mi único punto de referencia era la columna de fuego infernal que bramaba a lo lejos, y sabía que si escapaba, aquellas llamas me atraerían como la luz de una vela atrae a una polilla. Y que allí acudirían ellos a buscarme, y quizás a darme el mismo final que le habían dado al desdichado de Ahmed. No me sentía con fuerzas para intentar aquella aventura, y permanecí inmóvil donde estaba, acurrucado sobre mis viejas y doloridas piernas, demasiado aterrorizado para pensar siquiera en dormir a pesar del agotamiento que entumecía mi cuerpo. Pero aquella noche no había terminado y me tenía reservado un nuevo horror. Uno de los tártaros, el más corpulento, despertó bruscamente de su sueño ebrio y miró alrededor con ojos salvajes y llameantes. Su mirada se fijó durante un instante en uno de sus compañeros, que roncaba plácidamente, boca arriba, al otro lado de los rescoldos de la hoguera. Silencioso, gateó hacia él rodeando las brasas. Con una mano le dio la vuelta, situándolo de bruces al suelo, con la espalda mirando al cielo. El tártaro dormido despertó cuando el corpulento la bajó sus extraños pantalones de cuero. Intentó volverse, y empezó a protestar en su lengua, pero el corpulento le propinó un puñetazo en el rostro que a punto estuvo de devolverle al mundo de los sueños del que acababa de salir. Y entonces sucedió algo tan horroroso que incluso ahora mi mente se estremece al recordarlo. El corpulento se desnudó, mostrando su cuerpo musculoso y completamente cubierto de pelo negro ante mis aterrorizados ojos. Sentí deseos de gritar de puro terror ante aquella visión; aquello no podía ser una criatura de Dios, sino un engendro del diablo. Extrajo su enorme y peludo miembro viril y, a la manera de los antiguos sodomitas, penetró una y otra vez a su desdichado compañero que gemía débilmente ante sus embates. Ante mis horrorizados ojos, aquellos dos seres inhumanos se enzarzaron en una danza diabólica, sincronizando sus cuerpos y sus gemidos, con el resplandor de las ascuas de la hoguera silueteando sus figuras. En aquel momento deseé gritar a Dios, con todas las fuerzas de mis pulmones, que abriera los cielos y descargara su castigo sobre aquellos seres infernales, pero permanecí atónito, mirando hipnotizado cómo se ejecutaba aquella aberración. Finalmente, los dos seres detuvieron sus movimientos, y se durmieron el uno junto al otro. ¿Qué eran? No podían ser humanos. Yo había oído hablar de tártaros blancos y tártaros amarillos; ¿era ésta una nueva raza, o se trataba más bien de los inhumanos monstruos que habitaban las tierras del Gog y Magog? Esa noche estuvo llena de horror y sueños febriles que asaltaron mi conciencia entumecida. Mis antiguos fantasmas se mezclaron aquella fatídica noche con los horribles monstruos recién conocidos. Y en medio de tanto horror, soñé con mi Amada, hermosa como la noche, cubierta con un velo mientras se dirigía hacia la catedral acompañada de sus damas de compañía. Yo amé a esa mujer con todas mis fuerzas. Mi amor por ella era un recuerdo mucho más sólido y certero que el recuerdo de mi esposa o mis hijos. Pero mi Amada era una mujer casada, y era virtuosa. Siempre rechazó mis insinuaciones y ofrecimientos. En mi sueño, mi Amada se giró y me vio. Apretó el paso, y atravesó las puertas de la catedral. Yo no me detuve por esto; la seguí, entrando a galope tras ella en el santo lugar. Fui detenido por un grupo de indignados y furiosos fieles que me empujaron afuera golpeando a mi caballo con sus bastones, mientras mi Amada lloraba avergonzada rodeada por las miradas y las murmuraciones de sus vecinos. Regresé a mi casa y me encerré en mi habitación. Extendí sobre mi escritorio papel, y afilé una pluma. Mi mente estaba ocupada por una única idea; iba a escribir el más hermoso de los poemas de amor, una composición tan perfecta que ella, al leerla, no podría más que caer rendida a mis pies. Apenas llevaba unas estrofas cuando fui interrumpido por uno de mis criados. Traía una nota de la dama. Le hice salir, y desdoblé la nota mientras mi corazón latía desbocado. La leí lentamente, una y otra vez, saboreando cada palabra escrita por ella: «Debemos vernos esta misma noche, Ramón -decía-. Has vencido». Esa noche salté la valla de su casa como un ladrón. Me sentía fuerte y poderoso; tenía treinta arios y el deseo había dotado de una fuerza extraordinaria a mis músculos. Sentía que ya nada podía detenerme, me veía arrastrado por una sensación de euforia y de triunfo casi animal. Si en ese momento me hubiera encontrado con su marido, lo hubiera despachado de una cuchillada, y hubiera seguido, inmutable, hacia delante. Ella había señalado su habitación con un candil encendido. Trepé por una enredadera hasta la ventana, y me introduje en su alcoba. Ella me esperaba junto a la cama, cubierta tan sólo por un sutil camisón. El corazón latía feroz en mis sienes. – Aquí estoy -le dije-. No puedes imaginar cuántas veces he soñado con vivir este momento. – Lo sé -respondió ella-; acerca esa luz, ¿quieres, Ramón? Tomé el candil, y lo acerqué a su rostro. ¡Dios, qué hermosa era! – Te amo -murmuré con el deseo estrangulando mi voz. Ella desabrochó su camisón, y empezó a bajarlo por sus hombros. Yo no podía apartar mis ojos de los suyos. – Mírame bien, Ramón… -dijo-. Mírame bien. Yo sonreí lascivo. Mis ojos descendieron por su rostro perfecto, sus labios, su delgado y hermoso cuello; hasta sus pechos… Sus pechos… Retrocedí horrorizado, la luz casi escapó de mis manos. – ¡Dios! -exclamé. Su pecho izquierdo era apenas un despojo consumido por el cáncer. Era como una flor reseca y marchita aplastada entre las páginas de un libro. El tejido negro, corrupto, se extendía destructor hasta su axila. Quizá no le quedaban muchos meses de vida. Sentí pena por ella y por mí. Todo giraba a mi alrededor. – ¡Fíjate, Ramón -exclamó entre sollozos-, en la vileza de este cuerpo por el que estabas dispuesto a condenarte! Desperté en medio de un grito, empapado por un ácido sudor helado. Los gog dormían a mi alrededor, roncando como puercos. A lo lejos aquel fuego infernal seguía ardiendo. Pensé en el cuerpo del pobre Ahmed consumiéndose lentamente en aquel aceite ardiente. Todo había acabado para él; dolorosamente, con horror; pero quizás había sido más afortunado que yo. Saludé al nuevo día como a un resplandor divino que tuviera el poder de limpiar mi alma y mis ojos de todo cuanto había contemplado. Pero, pobre de mí, aquellos nauseabundos horrores no habían hecho más que empezar, el futuro me deparaba cosas mucho peores. |
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