"La locura de Dios" - читать интересную книгу автора (Aguilera Juan Miguel)

9

Desperté. Estaba en una habitación bastante amplia, de paredes de madera, con un gran ventanal a la derecha. Las paredes estaban recubiertas de un tapiz de lana decorado con franjas de colores y la rosa blanca de la Virgen María. Mi lecho tenía dosel y cortinas de lino, y olía bien; al espliego, tanaceto y rubia, que debían de haber añadido a la paja del colchón. Hacía calor. ¿Qué lugar era éste? La luz que penetraba a través de las placas de cuerno pulimentado de las ventanas era cálida y suave.

Una mujer dormía en mi lecho de espaldas a mí. Su pelo se derramaba como una impla negra sobre la almohada. Acaricié su sedosidad con mi mano.

– Qué hermosa eres, Amada mía -susurré.

– Vuelve a dormir, Ramón -dijo ella sin volverse; con voz soñolienta.

– Ya ha amanecido -dije.

– No importa. Duerme.

– He tenido un sueño muy desconcertante. Era viejo y caminaba por lejanas tierras, tenebrosas y diabólicas, en compañía de fieros guerreros…

Ella se volvió entonces hacia mí y me dirigió una sonrisa cadavérica con sus labios carcomidos. Sentí el hedor de la podredumbre junto a mi rostro; una fetidez que parecía haber quedado en mis narices desde mi paso por el poblado gog.

– Sólo ha sido un sueño, Ramón -dijo con una voz que era como un eco en una tumba-; vuelve a dormir…

Y soñé de nuevo que era un anciano, poseído por un espíritu maléfico, caminando sin recordar cómo ni por qué, por la orilla de un mar de aguas oscuras.

La niebla espesa y maloliente que había rodeado el asentamiento gog se había ido diluyendo conforme nos acercábamos a las agrestes costas del mar de los Jázaros. Pero el Sol no brilló nunca con excesiva fuerza sobre nuestras cabezas.

Cruzado el equinoccio de otoño, los días se fueron endureciendo como acero gris, anunciando el inminente invierno.

Se desencadenó una temible tormenta que fuimos viendo formarse a lo lejos, en el mar, rozando la curva del horizonte. Llegaban violentas ráfagas del cauro que nos calaban con el agua que arrastraban las crestas de las olas. Se oscureció intensamente el firmamento, y se formó una gran muralla de tinieblas en el centro del mar, que vimos abalanzarse a gran velocidad contra nosotros. El furor de la tormenta fue en aumento y sólo al atardecer consiguieron los almogávares resguardarnos de ella, en un barranco, después de luchar desesperadamente contra un viento impetuoso. Las aguas que penetraban tierra adentro en aquella ensenada estaban casi tranquilas, pero a lo lejos formaban las olas una larga cadena de espuma, y el viento doblaba los árboles a su alrededor. Al día siguiente amaneció lloviendo, y la atmósfera estaba tan densa que no se veían las copas de los árboles alrededor del campamento. La mañana parecía un sombrío crepúsculo acompañado por el incesante estruendo de las olas chocando contra las rocas.

Tras haber visto brevemente el sol, esta repentina oscuridad nos llenó a todos de desánimo, pues era como si los elementos, y la propia naturaleza, se empeñara en enfrentarse a nuestro avance. Un temor supersticioso se había extendido por el campamento, y los almogávares hablaban entre ellos, en voz alta incluso en presencia de Joanot o de alguno de sus almocadenes, de la necesidad de regresar cuanto antes a tierras más hospitalarias. Pero ese día parecía cada vez más lejano, y ahora que tenían a los gog a la espalda, seguir avanzando parecía la única opción.

Y así lo hicimos apenas cesó la lluvia; los almogávares recogieron las empapadas tiendas, las cargaron sobre las acémilas, y nos pusimos en marcha, siempre hacia oriente, siempre bordeando la costa de rocas afiladas y negras.

Nos encontramos con varias aldeas de nativos. Pequeñas aldeas de miserables pescadores que contemplaron el paso de aquellos guerreros disfrazados de mercaderes con apática indiferencia. Hombres pequeños, con barbas y largos cabellos que caían sueltos sobre los hombros, cuya piel recordaba al cuero arrugado y pulido por el uso prolongado, salpicadas de tatuajes azules. No se veían niños ni mujeres por ningún lado, pero era evidente que éstos se ocultaban en el interior de las cabañas, que estaban hechas de paja y arcilla prensada, y se extendían casi hasta la misma orilla del mar, sostenidas a unos seis codos de la arena por anchas estacas de palo. Los troncos ranurados que daban acceso a las cabañas estaban casi lisos por el continuo uso; unas plataformas toscamente construidas se extendían sobre las estacas y sobre ellas se asentaban las cabañas. De los costados de las empalizadas colgaban las redes y aparejos de pesca, y las barcas, estrechas y afiladas como piraguas, dormían bajo la plataforma, a la sombra de las cabañas. Era evidente que aquellas gentes eran demasiado insignificantes como bocado para que ni tan siquiera los salvajes gog se fijaran en ellos.

Aquellos delgados pilares y carcomidos tablados estaban llenos de harapientos pescadores, semejando una bandada de mirlos descansando, y desde allí contemplaban indolentes nuestro paso como si de espectros se tratara.

Yo me se sentía cada vez más como tal. La realidad se diluía día tras día ante mis ojos y penetraba en silencio en un mundo horrible pero sorprendentemente fascinante. El bulto de mi cuello había dejado de dolerme, y casi había acabado por olvidarme de él. No me sentía enfermo ni cansado, pero mis ojos registraban imágenes febriles, que parecían escapar de las más oscuras alucinaciones. Incapaz de controlarlas, incapaz de diferenciar la realidad de aquellos espejismos. Pasaba mucho tiempo a solas, en el interior de mi carromato, concentrado con mis libros y mis instrumentos de medición, donde sólo Ibn-Abdalá me visitaba de vez en cuando.

– Hemos cambiado de dirección -le dije al cadí en una ocasión, tras consultar mi aguja magnética-; ahora viajamos hacia la tramontana.

– Así es -me aclaró Ibn-Abdalá-; bordearemos la costa del mar de los Jázaros hasta llegar a la altura del mar de Caspia. Será fácil determinar el punto exacto porque allí el terreno se vuelve más árido; luego viajaremos unas jornadas hacia el Oriente, y daremos con tu desierto de cristal.

Asentí, y aparté rápidamente la mirada.

Durante un instante había creído ver crecer tentáculos, retorciéndose como víboras, directamente en el centro del rostro de Ibn-Abdalá.

– ¿Has tenido una visión? -me preguntó el sarraceno.

– Sí -dije, tapándome el rostro con ambas manos-. Vete, por favor.

– No deberías quedarte solo.

– Lo que debería hacer es acabar de una vez con todo…

– Pero no lo harás.

– Mi fe no lo permite.

El sarraceno asintió con gravedad.

– En ese caso debes tener valor.

Aparté las manos de mi cara, y volví a mirar al cadí. El flaco rostro del sarraceno me sonrió, y me preguntó si me encontraba mejor.

Apreté las manos del cadí con un mudo agradecimiento en mis ojos. Hacía mucho que había comprendido la fortuna de tener a alguien como Ibn-Abdalá a mi lado en aquellos momentos. Culto e instruido, no era un hombre que se dejara llevar fácilmente por la superstición. Poco a poco había ido confiando más en él de lo que nunca lo había hecho con Joanot o con los otros almogávares. A pesar de la diferencia de nuestras creencias religiosas, y de nuestras diferentes edades, ambos compartíamos un mismo amor por el conocimiento, y una misma curiosidad insaciable por las obras de Dios.

Llevado por esta confianza le mostré, en una ocasión, mi más preciado tesoro.

Rebusqué en el arcón que estaba situado al fondo del carromato, y coloqué uno de los discos de mi Ars Magna sobre la tabla de madera que me servía tanto de mesa como de lecho. Ibn-Abdalá lo miró asombrado, levantó la vista y quiso saber qué era.

El disco estaba fabricado en fina chapa de bronce, y dividido en cuatro figuras; tres circulares y una triangular. Las tres primeras formaban otros tantos discos concéntricos, unos con otros, movibles y giratorios mediante un eje de latón.

Estaban pintados en vivos colores para distinguir las diferentes subdivisiones de los términos que contenían.

Le expliqué que cada rama del saber descansa sobre un número relativamente pequeño de principios evidentes por sí mismos, que forman la estructura de todo conocimiento. En cada uno de los sectores iluminados con distinto color de mis discos estaban trazados estos principios, divididos en dos órdenes absolutos y relativos, al propio tiempo que las cuestiones posibles, los sujetos generales, las virtudes, los vicios; con nueve términos en cada columna, y a cada una de las cuales le correspondía uno de los radios o casillas del círculo. Estos, en sus posiciones respectivas, al colocarse frente a los términos, según las diferentes correlaciones que se conseguían al girar los discos, producían toda clase de propuestas interesantes. Agotando todas las posibles combinaciones de estos principios podíamos explorar todo el conocimiento que nuestras mentes eran capaces de comprender.

– Las vueltas de las figuras emblemáticas de este artificio -dije- son como las meditaciones del espíritu y suplen, incluso, el conocimiento de los hechos.

La última figura, o instrumental del Arte, se componía de tres triángulos; rojo, verde y amarillo; que servían para bajar de los conceptos universales a los particulares.

– ¿Y cuál es la función de todo eso? -me preguntó, mirando fascinado los discos de latón.

– Es una máquina para ayudar a la mente -exclamé con satisfacción-. A través de la combinación mecánica de estos términos se pueden descubrir los elementos constructivos necesarios a partir de los cuales elaborar razonamientos válidos e inteligentes. Dios me dio el Ars Magna para conocerle y amarle y durante la mayor parte de los años de mi vida mi empeño ha sido demostrar las verdades de la fe, por medio de un método que estuviese al alcance de cada cual y fuera evidente para todos. Mi deseo era convertir a la fe de Cristo mediante un conocimiento de algo que fuese verdadero, necesario, e imposible de rechazar por medios racionales, y no por simple cambio de creencias, por conveniencia o por persuasión. Me he esforzado en probar que es posible una demostración de la fe mediante la inteligencia científica; porque ciertamente se puede demostrar que Dios existe, y que tiene tales o cuales perfecciones.

Él me contempló escéptico, y dijo:

– Si lo que afirmas fuera cierto, ¿qué mérito tendría la fe?

– La fe permanece intacta frente a toda inteligencia científica -dije-, ya como base, ya como extremo de la ciencia; porque sobresale de todo pensamiento puramente lógico, como el aceite mezclado con el agua.

Aquella conversación me había llevado a los lejanos tiempos en los que yo era joven e intentaba convencer a mi esclavo sarraceno. Empujado por este recuerdo me ocupé de que los que habían sido sus compañeros de encierro, en aquella horrorosa jaula del poblado gog, fueran liberados de sus cadenas y entraran al servicio de los almocadenes almogávares, respondiendo yo mismo de la fidelidad de aquellos hombres.

Era todo lo que podía hacer. Ahora tan sólo me quedaba esperar el final, y rezarle a la Santísima Trinidad para que dicho fin me alcanzara cuanto antes.

Pero las alucinaciones no cesaban.

En una ocasión, tras atravesar una de aquellas miserables aldeas de pescadores, escuché una voz que me llamaba. Su tono apenas se diferenciaba del bramar continuo de las olas que de tan habitual como se había convertido para mis oídos, apenas escuchaba ya, pero se superponía a éste, y pronunciaba mi nombre con claridad.

Estaba sólo en mi carromato, con un paño húmedo sobre mis ojos. Lo aparté y me incorporé en el camastro, escuchando con atención.

«¡Ramón Llull!», y era como un rugido. Descendí del carromato y caminé hacia aquella voz extraña y temible, dejando a mi espalda la larga caravana de almogávares.

Tras unas rocas negras, cubiertas de líquenes y guano de las gaviotas, vi aparecer la cabeza de un león de melenas negras como la noche. El león me miró con unos ojos inteligentes y ávidos, y yo no parpadeé. Deseé con todas mis fuerzas que aquel animal saltara sobre mí y acabara para siempre con mis sufrimientos. Pero el león dio media vuelta, y con su oscura melena azotada por el viento, se alejó por entre las rocas.

Le seguí con pasos cortos que hacían crujir los guijarros desmenuzados por las olas. Busqué al león por el laberinto de piedras afiladas. Las gaviotas gritaban a gran altura sobre mi cabeza y, al alzar la vista, vi cómo se estaba formando una nueva tormenta. Pronto empezaría a llover, y consideré que lo más prudente sería regresar a la caravana; pero de nuevo escuché pronunciar mi nombre; a mi espalda.

Giré sobre mis talones, y me vi nuevamente enfrentado a los ojos del león. El animal descansaba medio tumbado sobre una roca plana; las patas delanteras paralelas, en una posición similar a la de la Esfinge. La melena, azotada por el viento, vibraba como una aureola de serpientes en torno a su feroz rostro.

– ¿Dónde está la ciudad del fuego simple? -preguntó el animal-. No puedes imaginarlo porque la esencia del lugar no es visible; y por tanto no es imaginable.

El animal me había hablado. Sus labios no se habían movido, y aquellas palabras parecían haber resonado directamente en mi mente, pero yo no dudé, ni por un instante, que era el animal el que se había dirigido a mí. Las rodillas me temblaron.

– Y es porque los ojos no alcanzan ni tocan la esencia del lugar -siguió diciendo-; y por eso la imaginación imagina las semejanzas del lugar que tocan y alcanzan los ojos, pero el entendimiento toca y alcanza sobre la imaginación.

– ¿Qué quieres de mí? -susurré.

– Tu ayuda -respondió el animal-. Tu imaginación. Tu entendimiento. Soy un náufrago perdido en una isla remota.

El animal saltó de su piedra y paseó tranquilamente frente a mí, agitando su cola como una serpiente a su espalda.

– Durante mil años he buscado sin descanso la esencia del lugar; el paradero de la ciudad de mis enemigos -dijo el animal-. He rastreado el mundo buscando las huellas de su presencia, sin ningún resultado; pero donde yo fracasé, y donde todos mis esclavos fracasaron, tú has triunfado.

– ¡No puedo ayudarte! -le grité a la bestia-. ¡No puedo seguir soportando esto! ¡Desaparece para siempre, o acaba conmigo de una vez!

La bestia giró sobre sí misma mostrándome sus fauces abiertas.

– ¡No deseo causarte ningún mal! -rugió-; un hombre como tú es como una joya rarísima que aparece una vez cada mil años y que ilumina por completo a su especie durante generaciones. Te reservo un puesto a mis pies, en el trono de este mundo.

Me tapé los oídos con ambas manos, y grité:

– ¡Márchate!

Un relámpago restalló en el cielo y, como si esto fuera una señal, una cortina de lluvia se derramó sobre la tierra, con tanta fuerza como para resultar dolorosa.

Intenté protegerme el rostro con las manos, y al hacerlo perdí de vista al león durante un único instante. Cuando volví a mirar, el animal había desaparecido.

Regresé tan rápido como pude a la caravana, y tuve que correr para alcanzar mi carromato, en cuyo interior me refugié.

No cambié mis ropas empapadas, ni intenté dormir. Estaba solo en la oscuridad, con los ojos cerrados, temblando de frío y de miedo, cuando sentí la velocidad en mi cuerpo, un extraño vértigo similar a la sensación de caída, tan repentina que me obligó a abrir los brazos intentando asirme a algo. Pero mis brazos no tocaron nada.

Abrí los ojos y sólo vi oscuridad, y pequeños puntos luminosos semejantes a estrellas, pero que me rodeaban por todas partes y no tintineaban. Pequeños puntos de una luz tan dura que parecía capaz de perforarme los ojos. Mi estómago me decía que estaba cayendo a gran velocidad, pero mi cuerpo parecía flotar en el agua.

Entonces giré mi cabeza y la vi. Era una enorme esfera luminosa de color azul; semejante a la que había en la Sala Armilar , pero mucho más hermosa y brillante. Parecía algo vivo, y era tan bello que las lágrimas enturbiaron mis ojos al mirarla.

– Ese es mi mundo, Ramón -resonó la voz del león en sus oídos-; mi cuna.

Tapé mis oídos con las manos, y grité con toda la fuerza de mis pulmones:

– ¡Sal de mi mente!

Sentí una mano fuerte sobre mi hombro, y cómo esa mano me sacudía como si fuera un muñeco de trapo.

– Ramón… despierta. ¿Estás bien?

Abrí los ojos, y vi el conocido rostro de Joanot de Curial frente a mí, rodeado por varios almogávares.

– Apártate de mí, Joanot -le dije-, estoy poseído por un demonio.

Uno de los almogávares dio un paso atrás, y se santiguó espantado, pero Joanot no apartó su mano de mi hombro.

– No es cierto, viejo -dijo-. Sólo estás enfermo.

En ese momento entró Ibn-Abdalá en el carromato. Llevaba una humeante jarra que sin duda contenía una infusión de hierbas medicinales.

– Tuvisteis una pesadilla esta noche, señor -dijo el sarraceno-. Esto os tranquilizará el espíritu.

– Nada puede tranquilizar mi espíritu -dije, apartando la jarra-. Ya no me pertenece.

– ¡Basta! -gritó Joanot-. Salid todos de aquí. Dejadnos solos.

Después permaneció en silencio hasta que los almogávares y el sarraceno abandonaron el interior de mi carromato. Sólo entonces empezó a hablar:

– ¿Qué pretendes hacer, viejo? Los hombres ya están bastante nerviosos caminando solos por una tierra extraña y rodeados de enemigos. El invierno corre rápido por estas latitudes, y pronto no encontraremos nada que comer. Si el desánimo prende entre la tropa, si abandonan la búsqueda del reino del Preste Juan, entonces, la próxima primavera no hallarán de nosotros más que nuestros esqueletos y los de nuestras acémilas.

Inspiré profundamente antes de hablar y le dije, con voz entrecortada, que Ibn-Abdalá conocía el camino mejor que yo; ya no les era de ninguna utilidad y, además, entorpecía su avance.

– He traído la desdicha sobre esta expedición; un demonio habita dentro de mí. ¡No puedo seguir entre vosotros!

Joanot miró hacia las cortinas de lana que protegían el interior del carromato de la luz, para asegurarse de que no había nadie escuchando, luego se volvió hacia mí y me dijo muy serio:

– Nunca le he hablado de esto a nadie antes de ahora. Ni a mis mujeres, ni a mis mejores camaradas; pero debes saber, Ramón, que creo que Dios es sólo un mito inventado por los hombres para procurarse, a la vez, la tranquilidad y la desdicha.

– ¿De qué estás hablando? -le pregunté.

– Tampoco creo que exista Satanás, ni su ejército de ángeles caídos.

Miré atónito a Joanot. No daba crédito a lo que había escuchado.

– ¿Cómo puedes… -empecé, pero las palabras no acudieron fácilmente a mis labios- negar… negar lo que te rodea, lo que te hace vivir?

– ¿Por qué crees tú? Porque así te lo han enseñado. Te han enseñado a temer al pecado y a alabar la virtud; a esperar el castigo o la recompensa. Pero yo he visto a hombres virtuosos sufrir los peores castigos, y a pecadores convertirse en reyes, e incluso en papas.

Durante toda mi vida había escuchado multitud de herejías, y comprobado que existían multitud de formas equivocadas de interpretar a Dios, pero jamás había conocido a nadie que afirmara algo como lo que Joanot acababa de decirme.

– No quiero seguir escuchando -dije.

– Pues lo harás -dijo Joanot-. No creo que el demonio esté dentro de ti, Ramón. Estás enfermo, y te recuperarás. Eso es todo.

Le dije que se había vuelto loco.

– Sí, y tú eres el más cuerdo de los hombres -sonrió Joanot con cinismo-. Ahora duerme, viejo, descansa, y olvida tus temores. Olvida también esa idea de que vamos a abandonarte aquí. Vendrás con nosotros hasta el final.

Después de estas palabras, Joanot abandonó el carromato; y yo, solo una vez más, me tumbé de espaldas y tapé mis ojos con mi brazo. Intenté hacer lo que Joanot me había recomendado: dormir.

No quería pensar en nada; más tarde ya habría tiempo. Ahora sólo quería dormir.