"La locura de Dios" - читать интересную книгу автора (Aguilera Juan Miguel)

9

Nos deslizábamos rodeados de oscuridad, sin más ruido que el resoplar de la máquina de vapor que arrastraba nuestra barcaza. La vía que recorríamos se extendía fuera de la ciudad al igual que la primera que habíamos hallado, medio enterrada, en las arenas del desierto.

Y mis pensamientos parecían empapados de la oscuridad que nos rodeaba.

Era injusto, me repetía una y otra vez. Apeiron me había demostrado que la vida puede ser hermosa en sí misma, y no sólo un mero lugar de tránsito. Si alguna vez regresaba a mi tierra, ¿cómo podría soportar el sufrimiento que me rodeaba tras haber conocido un mundo como el que se agazapaba tras los muros de Apeiron?

Fuera sólo había oscuridad.

Apeiron había quedado reducida a un resplandor a nuestra espalda, cuando Neléis me señaló las potentes luces que se descubrían, tras una loma, frente a nosotros.

Una vez más, me asombró la increíble luminosidad que eran capaces de crear aquellas gentes para desafiar incluso la profunda oscuridad de una noche sin luna en mitad del desierto. La zona frente a nosotros relumbraba como oro fundido.

Aquella luz nos mostró un edificio enorme y solitario de hierro y cristal, surgiendo de las arenas como si hubiera nacido a partir de ellas. Era una gran bóveda sin paredes, como un cilindro enterrado en la arena de forma que sólo sobresaliera una tercera parte de éste por encima de la superficie.

Pero su tamaño era descomunal, como bien pude comprobar cuando el vehículo que nos llevaba se detuvo junto a él. Miré asombrado a un lado y a otro, intentando calcular mentalmente el tamaño de aquella construcción; pero esto era del todo imposible allí en mitad del desierto, sin más puntos de referencia que las suaves y cambiantes lomas de las dunas. De lo que sí estaba seguro es de que era mayor que ningún otro edificio que hubiera visto en el interior de Apeiron.

Descendimos del vehículo a una plataforma, y de ella, gracias a una amplia escalera metálica, al suelo. Me detuve nuevamente para mirar hacia arriba.

– Es grande -señaló Neléis, de forma innecesaria.

Pregunté qué era, y la consejera respondió que aquel lugar era llamado el tinglado.

La mujer me condujo al interior y quedé paralizado mientras intentaba asimilar la compleja escena que se presentaba ante mis ojos.

Bajo la bóveda de cristal y vigas de hierro, siete enormes leviatanes parecían dormir plácidamente; rodeados por un pequeño ejército de obreros que, como pulgas sobre un perro, corrían por sus abultados lomos, realizando múltiples -e incomprensibles para mí- actividades. Unos se descolgaban con cuerdas desde los costados de los monstruos, otros fundían metal en un extremo y arrastraban las delgadas vigas al rojo con ayuda de garfios y tenazas, otros barrían tranquilamente la arena de sus lomos.

Recordé que, el día que había perdido el sentido en el desierto, antes de mi llegada a la ciudad, había visto uno de esos leviatanes.

No eran seres vivos ni monstruos, a pesar de que ésa había sido mi primera impresión, aunque sus formas eran parecidas a las de los peces; pero ahora había visto multitud de objetos similares en Apeiron, aunque no de ese tamaño; como el vehículo que nos había llevado hasta allí.

Calculé que cada uno de aquellos leviatanes debía de medir trescientas varas de longitud. Tenían forma de huso, como un pez; y como un pez, también, estaban dotadas de una especie de amplia cola plana en su extremo posterior. Su diámetro sería de unas setenta varas.

– Vamos, Ramón -dijo Neléis empujándome suavemente-, te mostraré el interior de uno de los aeróstatos.

– No debes temer nada -dijo una voz masculina a mi espalda, hablando el griego con un fuerte acento genovés-, pues tú ya has viajado en uno de ellos.

Me volví para ver llegar a Vadinio Vivaldi. El genovés vestía una especie de ajustado blusón gris, con pantalones del mismo color, y me saludó alzando su mano.

– Lo sé; lo recuerdo -le dije.

– ¿Lo recuerdas? -se extrañó Neléis-; me dijeron que habías estado sin sentido durante todo el trayecto. Era el primer viaje de prueba; tuvimos suerte de encontraros.

Vadinio Vivaldi era el capitán de uno de los aeróstatos pues, tal y como me dijo Neléis, nadie en Apeiron tenía su experiencia como navegante. Había rodeado el Mundo buscando el reino del Preste Juan, y ahora dirigiría uno de aquellos leviatanes hasta el Remoto Norte, para enfrentarse al Adversario en su propia guarida.

Pero aquel pequeño italiano calvo no parecía conocer el miedo a nada.

Los tres caminamos hasta el costado del leviatán más cercano. Vadinio ordenó a uno de los trabajadores que hiciera descender una pequeña escalera metálica, y mientras subíamos por ella señaló los dos grandes objetos cilíndricos que sobresalían de la estructura principal del aeróstato, sujetando unas grandes aspas semejantes a las de los molinos de viento, pero de madera sólida y suavemente torneada.

El genovés llamó a esto hélices, y afirmó que eran lo que impulsaba el aeróstato.

Accedimos al interior del leviatán, a una amplia cubierta rodeada por grandes portillas rectangulares, cerradas con cristal e inclinadas unos treinta grados hacia abajo.

Era curioso, pensé mirando a mi alrededor, pero todo aquello se había borrado de mi memoria, y no así la primera visión de la ciudad de Apeiron que sin duda había realizado desde una de aquellas portillas.

Vadinio me explicó que la principal diferencia entre el aeróstato y los balones que yo había visto en Apeiron era que éste poseía una estructura rígida; es decir, su forma no venía dada por la presión interna de un gas, sino por un armazón de viguetas de metal ligero.

– Esto nos permite construirlos mucho mayores, como puedes ver -dijo Neléis.

– ¿Para qué necesitáis algo tan grande? -pregunté.

– Para transportar a mucha gente -fue su respuesta-; lejos de la ciudad.

Yo empezaba a comprender el objetivo de aquellos enormes vehículos.

– Esto es la bodega -siguió diciendo el genovés-, una vez montadas las literas, aquí podremos albergar a cien infantes, con todas sus armas y equipamientos. Ven.

Vadinio abrió una trampilla en el suelo y vi otra escalerilla metálica extendiéndose hacia abajo. El genovés descendió por ella, y Neléis y yo le seguimos.

Estábamos en una sala de menor tamaño, con las paredes completamente cubiertas de cristales engarzados en delgadas guías metálicas. Vista desde el exterior, era como una barcaza, con el suelo de madera, que colgaba debajo de la curva del leviatán. Estaba llena de complejos instrumentos de metal dorado.

– Éste es el puente -me explicó el marino, sin poder ocultar su emoción ante todo aquello-; cada aeróstato puede ser gobernado desde aquí por sólo diez aeronautas.

A través de los cristales que nos rodeaban, se tenía una perfecta visión del interior del tinglado; los otros leviatanes alineados, y los obreros trabajando. Pasé mi mano por aquellos cristales y descubrí que su tacto era extraño.

– Son de materia sintética -explicó Neléis-; una solución de nitrato de celulosa en alcanfor… bueno, eso no importa, lo interesante es que tiene las mismas características de transparencia que el cristal, pero son mucho más ligeros y resistentes.

Aquello me sonaba a alquimia; y si era así, si era posible transformar mediante combinaciones químicas unos materiales en otros, eso representaría un nuevo revés a mis creencias. Pero estaba dispuesto a aceptarlo; intentaba mantener mi mente abierta a todo lo que veía, pues veía que todo aquello tenía un único objetivo. Y éste era combatir contra el Mal. Una nueva cruzada hasta el Remoto Norte a bordo de estos leviatanes, como si de galeras voladoras se tratase, con un ejército de setecientos hombres en su interior.

Recorrimos el puente, observando con cuidado cada uno de los instrumentos allí reunidos. Reconocí una preciosa brújula con la rosa de los vientos pintada, y una gran rueda de timón, sin duda para dirigir el aeróstato como si se tratara de un navío en el mar. Pero uno de los aparatos no supe reconocerlo, y pregunté de qué se trataba.

Era una gran caja de metal negro. De la que sobresalían cordones y tubos dorados.

Neléis se acercó, y tomando una especie de orejeras, unidas a la máquina por un cordón, me las entregó indicándome que las colocase sobre mis oídos.

Extrañado, obedecí; y la consejera tomó entonces un manubrio situado a un lado de la máquina, y lo hizo girar varias veces. La mujer acercó su boca a una trompetilla que también se unía a la máquina con un grueso cordón, y dijo:

– Atención. Alguien que me dé una señal de respuesta.

Y una voz sonó directamente en mis oídos:

– Se te escucha fuerte y claro, consejera.

Aparté asustado aquellas orejeras, y casi di un salto hacia atrás.

– He oído una voz salir del interior de eso -dije. Escuchar voces salidas de la nada tenía un nuevo significado para mí después de mi experiencia con el rexinoos.

Neléis contuvo la risa, y me explicó que se trataba del mismo principio que comunicaba al rexinoos con el Adversario. Y que los científicos de Apeiron aprendieron a construir esas máquinas estudiando el funcionamiento interno de los rexinoos.

– Entonces debe de ser un instrumento básicamente malvado -aseguré.

– Sólo es un telecomunicador; nos permite hablar a distancia -dijo-, sólo eso.

Abandonamos el puente, atravesamos la cubierta de la bodega, y, tras subir otra escalerilla, desembocamos en un gran espacio, de trescientas varas de longitud, repleto de un confuso entramado de viguetas y cables metálicos. Diez enormes balones se alineaban a cada lado de una estrecha pasarela central. Cada uno de ellos sería tan grande como el que sustentaba el vehículo volador que nos había llevado hasta allí, y estaban aprisionados por una densa red de finísimos tubos.

– A este lugar le llamamos la sentina -explicó Vadinio-; siguiendo la idea de que el aeróstato es como un barco invertido, ésta es la parte más alta. Quiero mostrarte algo que te agradará, especialmente a ti que sientes un gran interés por las máquinas.

Caminamos por la pasarela que era tan estrecha que dos personas no podían situarse una junto a otra y que tenía una barandilla con pasamanos a ambos lados.

Al llegar al centro de la sentina, la pasarela se dividía en dos para rodear una enorme máquina de aspecto pesado. Era una caldera de vapor como las que yo había visto trabajando en la ciudad; reconocí los quemadores y las chimeneas por la que escapaban los humos, que eran dos tubos de metal oscuro que atravesaban la piel de lona del leviatán. Pero había un entramado mucho más complejo de tubos y conducciones entrando y saliendo de la máquina de vapor.

– Fíjate en esas correas -dijo Vadinio señalando unas gruesas cintas de cuero que salían de la máquina de vapor y atravesaban las dos paredes laterales de la sentina-; su función es transmitir la fuerza del motor a las dos hélices que están en el exterior.

El genovés rodeó la máquina de vapor y se acercó al lugar por el que desaparecía una de las correas. Allí la pared era sólo una especie de cortina de lona. Tiró de unas cuerdas y una sección de la pared se plegó mostrando una de las hélices que habíamos visto desde el exterior. La correa salía, rodeaba el cilindro que sujetaba la hélice, y regresaba a las grandes ruedas de la máquina de vapor.

Vadinio me explicó que, puesto que aquellas naves habían sido diseñadas para funcionar durante mucho tiempo lejos de la ciudad, su sistema de impulsión tuvo que ser cuidadosamente estudiado para conseguir una mayor autonomía.

– Fíjate en esos tubos, Ramón.

El genovés me señalaba unas gruesas mangueras que salían desde unos grandes depósitos de cobre laterales, y entraban en la máquina de vapor.

– Esos depósitos contienen agua, que sirve tanto para alimentar la caldera de vapor, como para ser usada como lastre. Y fíjate en todo ese circuito -Vadinio lo señaló cuidadosamente-; el agua se transforma en vapor al pasar por la caldera y, tras ser usada su fuerza para impulsar las hélices, se hace discurrir el vapor por esas redes de tubos que rodean los balones de gas.

Se trataba de un gas más ligero que el aire al que Vadinio llamó gas del Sol, o algo así. Era ésta una substancia muy difícil de conseguir, y Vadinio me explicó que los apeironitas se veían obligados a viajar hasta un desconocido continente situado en las mismísimas antípodas para conseguir aquel gas del Sol.

El vapor de agua calentaba el gas en el interior de los balones y, puesto que el gas caliente pesa aún menos que el frío, le transmitía su fuerza ascensorial a los aeróstatos. Tras cederle su calor a los balones, el vapor volvía a transformarse en agua, y como tal regresaba nuevamente a los depósitos de cobre para reiniciar el ciclo. El combustible era aquel aceite de piedra del que la ciudad parecía tener una reserva inagotable, y que estaba contenido en grandes depósitos metálicos.

– Aunque no lo creas -intervino Neléis-, hemos probado muchos otros métodos antes de decidirnos por éste. Intentamos calentar los balones directamente con el aire expulsado por el motor de aceite, sin necesidad de usar agua y vapor, pero resultó menos efectivo porque el circuito de vapor-agua mantiene mejor el calor, y comprobamos que era posible recorrer más millas con menos combustible.

Yo escuchaba atentamente las palabras de ambos, admirado por todo el ingenio que los apeironitas habían empleado en la construcción de aquellos navíos voladores.

Sería inconcebible que tanto esfuerzo no fuera a servir para algo.

Abandonamos el leviatán por el mismo lugar por el que habíamos entrado, y Neléis recitó los nombres de cada una de las siete naves señalándolas: Teógides, Ieragogol, Demetrio, Paraliena, Salaminia, Delíaca y Ammón.

Todo estaba dispuesto para el gran viaje.